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Reflejada en tí - Sillvia Day Capítulo 6


Acababa de meter mis cosas en la bolsa para el viaje de vuelta cuando oí el inconfundible sonido de la
voz de Gideon en la sala de estar. Por mis venas empezó a fluir una descarga de adrenalina. Gideon
aún tenía algo que decir sobre lo que yo había hecho, pese a que habíamos hablando la noche anterior
después de que Cary y yo regresáramos de la discoteca y otra vez al despertarme por la mañana.
Fingir ignorancia destroza un poco los nervios. Me preguntaba si Clancy se las habría arreglado
para hacer lo que le había pedido, pero, cuando volví a hablar con el guardaespaldas de mi padre, me
aseguró que todo iba según lo planeado.
Descalza, me dirigí sin hacer ruido hacia la puerta abierta de mi dormitorio justo cuando Cary salía
de la suite. Gideon estaba plantado en el pequeño vestíbulo, con su inescrutable mirada fija en mí,
como si esperara que yo apareciera en cualquier momento. Vestía unos vaqueros holgados y una
camiseta negra, y había echado tanto de menos su presencia que me dolieron los ojos.
—Hola, cielo.
Con los dedos de la mano derecha, no dejaba de toquetear, nerviosa, el tejido de mis pantalones
negros de yoga.
—Hola, campeón.
Por un momento se le afilaron aquellos labios tan hermosamente delineados.
—¿Tiene algún significado especial esa palabra cariñosa?
—Bueno... sobresales en todo lo que haces. Y es el apodo de un personaje de ficción que me chifla.
Me recuerdas a él a veces.
—No estoy seguro de que me guste que te chifle nadie excepto yo, sea de ficción o no.
—Te sobrepondrás.
Moviendo la cabeza, echó a andar hacia mí.
—¿Como me voy a sobreponer al luchador de sumo que me has puesto para que me siga los pasos?
Tuve que morderme los carrillos por dentro para no reírme. Cuando pedí a Clancy que buscara a
algún conocido suyo de la zona de Phoenix para que vigilara a Gideon como Sheila me vigilaba a mí,
no había especificado mucho sobre el aspecto que debía tener dicho guardián. Sencillamente le pedí
que me encontrara a alguien y le proporcioné una lista, relativamente pequeña, de cosas ante las que
debía intervenir.
—¿Adónde va Cary?
—Abajo, a jugar con el crédito que he dispuesto para él.
—¿No nos vamos ahora mismo?
Lentamente fue acortando la distancia entre nosotros. El peligro inherente a su forma de acecharme
era inconfundible. Se le notaba en la postura y en el brillo de los ojos. Me habría preocupado más si la
sinuosidad de su paso no hubiera sido tan descaradamente sexual.
—¿Estás con el periodo?
Asentí con la cabeza.
—Entonces tendré que correrme en tu boca.
Enarqué las cejas.
—¿En serio?
—Ah, sí. —Torció la boca—. No te preocupes, cielo. Primero me ocuparé de ti.
Me embistió, me cogió en brazos, entró a toda prisa en el dormitorio e hizo que los dos cayéramos
sobre la cama. Yo grité y su boca estaba sobre la mía; su beso, profundo y voraz. Me vi arrastrada por
su fogosidad y por aquella maravillosa sensación del peso de su cuerpo hundiéndome en el colchón.
Olía tan bien y su piel era tan cálida...
—Te he echado de menos —gemí, envolviéndole con los brazos y las piernas—. A pesar de que a
veces eres francamente irritante.
—Y tú eres la mujer más exasperante y desquiciante que he conocido —masculló Gideon.
—Ya, bueno, me cabreaste. No soy una posesión. No puedes...
—Sí lo eres. —Me dio un mordisquito en el lóbulo de la oreja, provocándome un dolor punzante
que me hizo gritar—. Y sí, puedo.
—Entonces tú también lo eres, y yo también puedo.
—Y lo has demostrado. ¿Tienes idea de lo difícil que es hacer negocios con alguien cuando ese
alguien no puede acercarse a ti a menos de un metro de distancia?
Me quedé de piedra, porque la regla del metro de distancia sólo era aplicable a mujeres.
—¿Y por qué iba alguien a acercarse tanto a ti?
—Para señalar áreas de interés en esquemas de diseño extendidos delante de mí y para caber a mi
lado dentro del campo visual de una cámara para una teleconferencia, dos cosas que me has puesto
muy difíciles. —Levantó la cabeza y me miró—. Yo estaba trabajando; tú, jugando.
—Me da igual. Si es bueno para mí, es bueno para ti. —Pero en mi fuero interno me alegraba de que
Gideon hubiera aguantado las inconveniencias, como lo había hecho yo.
Bajando las manos, me agarró por el dorso de los muslos y me separó más las piernas.
—No vas a conseguir un cien por cien de igualdad en esta relación.
—¡Y una leche que no!
Encajó las caderas en el hueco que había hecho. Empezó a balancearse, restregando la gruesa
protuberancia de su erección contra mi sexo.
—Te digo que no —repitió, hundiendo las manos en mi pelo para agarrarme y mantenerme quieta.
Meneando las caderas, me frotó mi clítoris hipersensible. La costura de sus vaqueros rozaba en el
lugar apropiado para activar mi siempre hirviente deseo de él. La excitación me repercutía en el flujo
menstrual.
—Para. No puedo pensar cuando haces eso.
—No pienses. Tú escucha, Eva. La persona que soy y lo que he creado me convierten en un
objetivo. Sabes lo que pasa, porque sabes lo que es vivir en la opulencia y la atención que eso atrae.
—El tipo del bar no era un peligro.
—Eso es discutible.
Noté que empezaba a sublevarme. Era la evidente falta de confianza lo que me mosqueaba, sobre
todo porque él no me confiaba sus secretos, y yo tenía que lidiar con ello.
—Quítate de encima.
—Estoy muy cómodo aquí. —Meneó las caderas, frotándose contra mí.
—Y yo estoy cabreada contigo.
—Ya veo. —No dejaba de moverse—. Eso no impedirá que te corras.
Traté de apartarle empujándole las caderas, pero pesaba demasiado para moverle.
—Cuando estoy enfadada no puedo.
—Demuéstramelo.
Andaba él muy ufano, lo que me encorajinó aún más. Como no podía girar la cabeza, cerré los ojos
para no verle. No le importó. Siguió cimbreándose contra mí. La ropa que mediaba entre nosotros y la
ausencia de penetración me hizo más consciente de la elegante fluidez de su cuerpo.
Aquel hombre sabía follar.
Gideon no se dedicaba únicamente a meter y sacar la verga. Se trabajaba a la mujer con ella,
probando fricciones, cambiando ángulos y la profundidad de la penetración. Los matices de sus
habilidades se perdían cuando yo estaba retorciéndome debajo de él y centrada únicamente en las
sensaciones que avivaba en mi cuerpo. Pero ahora los apreciaba todos.
Me resistí contra el placer, pero no pude reprimir un gemido.
—Eso es, cielo —me engatusaba—. ¿Notas lo duro que estoy por ti? ¿Notas lo que me haces?
—No utilices el sexo para castigarme —me quejé, hundiendo los talones en el colchón.
Se quedó quieto durante unos instantes, y entonces empezó a chuparme el cuello, ondulando el
cuerpo como si estuviera follándome a través de la ropa.
—No estoy enfadado, cielo.
—Lo que tú digas. Me mangoneas.
—Y tú me estás volviendo loco. ¿Sabes lo que ocurrió cuando me di cuenta de lo que habías hecho?
Le miré desafiante con los ojos achinados.
—¿Qué?
—Que me puse cachondo.
Abrí los ojos desmesuradamente.
—Inoportuna y públicamente. —Me puso una mano en un pecho, acariciándome con el pulgar la
punta endurecida del pezón—. Tuve que alargar una reunión ya terminada para esperar a que me
bajase. Me excita que me desafíes, Eva. —Su tono de voz era más bajo y áspero, y rezumaba sexo y
pecado—. Me entran ganas de follarte... durante mucho, mucho tiempo.
—¡Dios! —No dejaba de tirar de las caderas hacia arriba, y notaba cómo se me tensaba la vagina
con la necesidad del orgasmo.
—Y como no puedo —ronroneó—, voy a hacer que te corras así y luego contemplaré cómo me
devuelves el favor con tu boca.
Dejé escapar un quejido, haciéndoseme la boca agua ante la perspectiva de complacerle de esa
manera. Estaba tan en consonancia conmigo cuando hacíamos el amor... El único momento en que
realmente se dejaba ir y se centraba en su propio placer era cuando yo me ponía debajo de él.
—Eso es —murmuró—, sigue frotándote el coño contra mí de esa manera. ¡Joder!, eres tan
ardiente...
—Gideon. —Deslizaba las manos sin parar por su flexionada espalda y sus nalgas, mientras mi
cuerpo se arqueaba y rotaba contra el suyo. Me corrí con un largo e interminable gemido,
transformándose la tensión en una oleada de alivio.
Me cubrió la boca con la suya, absorbiendo los sonidos que yo hacía mientras me estremecía debajo
de él. Yo le agarré del pelo, besándole a mi vez.
Gideon hizo que rodáramos los dos de manera que él quedó debajo de mí, llevándose las manos al
botón de la bragueta y abriéndosela.
—Ahora, Eva.
Retrocedí a gatas hacia los pies de la cama, tan impaciente por saborearle como lo estaba él por que
lo hiciera. En cuanto se bajó los calzoncillos, le cogí el pene entre las manos, pasándole los labios por
su amplia corona suavemente.
Gimiendo, Gideon agarró una almohada y se la puso debajo de la cabeza. Cruzamos la mirada y
avancé un poco más.
—Sí —susurró, enredándome el pelo con los dedos de la mano derecha—. Chupa deprisa, con
fuerza; quiero llegar.
Aspiré su aroma, notando la satinada suavidad de su carne caliente en mi lengua. Entonces le tomé
la palabra.
Ahuecando los carrillos, me metí su verga hasta el fondo de la garganta y a continuación tiré de ella
hasta la corona. Una y otra vez. Concentrada en la succión y en la velocidad, tan ávida de su orgasmo
como lo estaba él, aguijoneada por los desinhibidos sonidos que emitía y por la visión de sus inquietos
dedos clavados en el edredón.
Agitaba las caderas rápidamente, guiándome el paso con una mano aferrada a mi pelo.
—¡Oh, Dios! —Me miraba con ojos oscuros y enardecidos—. Me encanta cómo me la chupas. Es
como si nunca pudiera saciarme.
Yo no podía. Creía que nunca podría. Su placer significaba mucho para mí, porque era puro y
verdadero. Para él, el sexo siempre había sido algo representado y metódico. Conmigo no podía
contenerse porque me deseaba con locura. Dos días sin mí y estaba... perdido.
Me ayudé a bombeársela con la mano, notando las gruesas venas por debajo de la piel tersa. Un
sonido desgarrado le brotó de la garganta y en la lengua noté algo cálido y salado. Estaba cerca, tenía
la cara sonrojada y los labios separados por la respiración entrecortada. El sudor le perlaba la frente.
Mi excitación crecía con la suya. Estaba completamente a mi merced, casi sin sentido con la
necesidad de llegar al orgasmo, musitando obscenidades sobre lo que iba a hacerme la próxima vez
que follara conmigo.
—Eso es, cielo. Ordéñamela... haz que me corra para ti. —Arqueó el cuello y le estalló el aire de los
pulmones—. ¡Joder!
Su orgasmo fue como el mío... intenso y brutal. El semen le brotó de la punta de la polla en un
chorro espeso y caliente que resultaba difícil de tragar. Masculló mi nombre, levantando las caderas
hacia mi atareada boca, tomando de mí todo lo que necesitaba, entregándome todo lo que tenía hasta
vaciarse por completo.
Luego se enroscó a mí, ahogándome casi en un abrazo que me inmovilizó contra su pecho agitado.
Me tuvo abrazada sin más durante un buen rato. Yo escuché cómo se le iba calmando el furioso latido
del corazón y se le normalizaba la respiración.
Finalmente, habló con los labios en mi pelo.
—Lo necesitaba. Gracias.
—Te he echado de menos —dijo en voz baja, apretados sus labios en mi frente—. Muchísimo. Y no
sólo por esto.
—Ya lo sé. —Necesitábamos eso (la cercanía física, el roce frenético, la urgencia del orgasmo) para
liberar parte de los abrumadores y tormentosos sentimientos que nos invadían cuando estábamos
juntos—. La próxima semana viene mi padre a verme.
Se quedó quieto. Levantando la cabeza, me miró con expresión burlona.
—¿Y tienes que decírmelo cuando aún estoy con la polla colgando?
Me eché a reír.
—¿Te he pillado con los pantalones bajados?
—¡Joder! —Me besó con fuerza en la frente, luego se puso boca arriba y se alisó la ropa—. ¿Has
pensado ya cómo te gustaría que fuera el primer encuentro? ¿Cena fuera o en casa? ¿La tuya o la mía?
—Cocinaré yo en mi casa. —Me estiré y me desarrugué la camisa.
Él asintió con la cabeza, pero cambiaron las vibraciones. Mi saciado y agradecido amante de hacía
un momento se transformó en el hombre de expresión adusta que tanto veía últimamente.
—¿Preferirías algo diferente? —pregunté.
—No. Es un buen plan y lo que yo habría sugerido. Se sentirá a gusto ahí.
—¿Y tú?
—También. —Apoyó la cabeza en una mano y me miró, retirándome el pelo de la frente—. Prefiero
no darle con mi dinero en la cara si puedo evitarlo.
Respiré hondo.
—No es por eso. Sencillamente he pensado que estaré más tranquila, en caso de que organice un
desastre, en mi cocina que en la tuya. Pero tienes razón, Gideon. Saldrá bien. En cuanto vea lo que
sientes por mí, le parecerá bien que estemos juntos.
—Sólo me importa lo que piense si afecta a tus sentimientos. Si no le caigo bien y eso cambia algo
entre nosotros...
—Sólo tú puedes hacer eso.
Me respondió con un cortante gesto de la cabeza, que no ayudó a que me sintiera mejor con respecto
a lo que él sentía en ese momento. A muchos hombres les ponía nerviosos conocer a los padres de sus
parejas, pero Gideon no era como los demás hombres. Él no perdía la calma. Por lo general. Yo
deseaba que mi padre y él estuvieran relajados y tranquilos el uno con el otro, no tensos y a la
defensiva.
Cambié de tema.
—¿Solucionaste todo lo que tenías que solucionar en Phoenix?
—Sí. Uno de los directores de proyectos detectó algunas anomalías en la contabilidad, e hizo bien
en insistir en que las examinara. No tolero la malversación.
Me estremecí, pensando en el padre de Gideon, que estafó millones de dólares a los inversores y
luego se suicidó.
—¿Qué proyecto es?
—Un centro de golf.
—¿Clubs nocturnos, centros de recreo, viviendas de lujo, vodka, casino... con una cadena de
gimnasios incluida para mantenerse en forma y disfrutar de la gran vida? —Sabía, por la página web
de Cross Industries, que Gideon tenía también una división de software y juegos, y una creciente
plataforma de redes sociales para jóvenes profesionales—. Eres un dios del placer en más de un
sentido.
—¿Dios del placer? —Los ojos le brillaban con ironía—. Gasto toda mi energía adorándote.
—¿Cómo has llegado a ser tan rico? —solté de repente, al venírseme a la cabeza las insinuaciones
de Cary sobre cómo Gideon podía haber acumulado tanto siendo tan joven.
—A la gente le gusta divertirse, y está dispuesta a pagar por ese privilegio.
—No me refería a eso. ¿Cómo empezaste Cross Industries? ¿Dónde conseguiste el capital para
poner las cosas en marcha?
Su mirada adquirió un brillo inquisitivo.
—¿Tú qué crees?
—No tengo ni idea —respondí con sinceridad.
Blackjack.
Parpadeé. —¿En las apuestas? ¿Me tomas el pelo? —No. —Se echó a reír y me estrechó entre sus
brazos. Pero no veía en Gideon a un jugador. Había aprendi
do, gracias al tercer marido de mi madre, que jugar podía convertirse en una enfermedad muy
desagradable e insidiosa que provocaba una absoluta falta de control. Y no me imaginaba que alguien
tan dueño de sí mismo como Gideon encontrara ningún atractivo en algo tan dependiente de la suerte y
el azar.
Entonces caí. —Conteo de cartas, eso es lo que haces. —Cuando jugaba —añadió él—. Ya no. Y los
contac
tos que hice en las mesas de juego fueron tan decisivos como el dinero que gané. Traté de asimilar
aquella información, pugné con
ella, luego la dejé pasar por un momento. —Recuérdame que no juegue a las cartas contigo. —El
strip poker podría ser divertido. —Para ti. Bajó una mano y me pellizcó el culo. —Y para ti. Ya sabes
cómo me pongo cuando estás
desnuda. Lancé una significativa mirada a mi cuerpo total
mente vestido. —Y cuando no lo estoy. Gideon esbozó una deslumbrante e impenitente son
risa. —¿Aún juegas? —Todos los días. Pero sólo en los negocios y contigo. —¿Conmigo? ¿Con
nuestra relación?
Me miró con placidez, con tanta ternura que se me puso un nudo en la garganta.
—Tú eres el mayor riesgo al que me he expuesto nunca. —Apretó sus labios contra los míos—. Y el
mayor premio.
Cuando llegué a trabajar el lunes por la mañana, me sentía como si finalmente todo hubiera vuelto a
su ritmo natural pre-Corinne. Gideon y yo tratábamos de amoldarnos a mi periodo, que nunca había
sido una contrariedad para ninguno de los dos en relaciones anteriores, pero que lo era en la nuestra
porque el sexo era la forma en que me demostraba sus sentimientos. Podía expresar con su cuerpo lo
que no sabía comunicar con palabras, y la avidez que yo tenía de él era como demostraba la fe en
nosotros, algo que él necesitaba para seguir conectado a mí.
Le decía que le amaba una y otra vez, y yo era consciente de que le conmovía que se lo dijera, pero
necesitaba la entrega total de mi cuerpo —esa demostración de confianza que él sabía lo mucho que
significaba debido a su pasado— para creérselo de verdad.
Como me dijo en una ocasión, había sido objeto de muchos te quiero a lo largo de los años, pero
nunca se los había creído porque no se basaban en la verdad, la confianza y la sinceridad. Esas
palabras significaban poco para él, razón por la que se negaba a decírmelas a mí. Procuraba que no se
diera cuenta de lo mucho que me hacía sufrir que no me las dijera. Lo veía como un arreglo al que
tenía que llegar para estar con él.
—Buenos días, Eva.
Levanté la mirada de la mesa y vi a Mark en mi cubículo. Aquella sonrisa suya, ligeramente torcida,
llevaba siempre las de ganar.
—Hola. Estoy lista para empezar cuando quieras.
—Primero, un café. ¿Quieres tú otro?
Cogiendo de la mesa mi taza vacía, me levanté.
—Por supuesto.
Nos dirigimos al cuarto de descanso.
—Te has puesto morena —dijo Mark, echándome un vistazo.
—Sí, he tomado un poco el sol este fin de semana. Me ha sentado bien estar tumbada sin dar un
palo al agua. En realidad, probablemente ésa es una de las cosas que más me gusta hacer, y punto.
—Te envidio. Steven no puede estar quieto durante mucho tiempo. Siempre quiere arrastrarme a
algún sitio para hacer algo.
—Mi compañero de piso es igual. No se cansa de ir de un lado a otro.
—Ah, antes de que se me olvide. —Me hizo un gesto para que entrara yo primera en el cuarto—. A
Shawna le gustaría hablar contigo. Tiene entradas para un concierto de no sé qué grupo de rock. Creo
que quiere saber si te interesan.
Pensé en la atractiva camarera pelirroja que había conocido hacía una semana. Era hermana de
Steven, y Steven era el compañero de Mark desde hacía muchos años. Los dos hombres se habían
conocido en la universidad y eran pareja desde entonces. Me caía muy bien Steven. Estaba segura de
que también me gustaría su hermana.
—¿Te parece bien que trate con ella? —Tenía que preguntárselo, porque era, a efectos prácticos, la
cuñada de Mark y Mark era mi jefe.
—Claro que sí. No te preocupes. No tiene nada de raro.
—De acuerdo. —Sonreí, confiando en contar con una amiga más en mi nueva vida en Nueva York
—. Gracias.
—Agradécemelo con una taza de café —dijo él, sacando una taza del armario y pasándomela a mí
—. Te sale más rico que a mí.
Le lancé una mirada.
—Mi padre utiliza el mismo pretexto.
—Debe de ser verdad, entonces.
—Debe de ser la típica artimaña masculina —repliqué—. ¿Cómo os repartís Steven y tú la tarea de
hacer el café?
—De ninguna manera. —Sonrió—. Tenemos un Starbucks en la esquina de nuestra calle.
—Seguro que hay una forma de llamar a eso hacer trampas, pero aún no he tomado la suficiente
cafeína para pensar en ella. —Le pasé su taza llena de café—. Lo que probablemente significa que no
debería compartir la idea que acaba de ocurrírseme.
—Suéltala. Como sea desagradable, te la guardaré de por vida.
—¡Vaya, gracias! —Sujeté mi taza con ambas manos—. ¿Funcionaría comercializar el café de
arándanos como té en lugar de café? Ya sabes, un café en taza y platito de té, decorados con motivos
chintz, y quizá con un scone y un poco de nata cremosa al fondo. Ofrécelo como algo para tomar a
media tarde, pero con un toque de distinción. Añádele un inglés guapísimo tomándo
selo a sorbitos.
Mark frunció los labios mientras lo pensaba.
—Creo que me gusta. Vamos a contárselo a los creativos.
—¿Por qué no me dijiste que te ibas a Las Vegas?
Suspiré para mis adentros cuando oí el tono agudo e irritado de la voz preocupada de mi madre, y
me ajusté el auricular del teléfono de mi mesa. Acababa de volver a colocar las posaderas en mi silla
cuando sonó el teléfono. Me imaginé que si revisaba el buzón de voz, me encontraría con algún que
otro mensaje de ella. Cuando se emperraba en algo, no lo soltaba.
—Hola, mamá. Lo siento. Pensaba llamarte a la hora del almuerzo para ponernos al día.
—Me encanta Las Vegas.
—¿Ah, sí? —Yo creía que detestaba cualquier cosa remotamente relacionada con el juego—. No lo
sabía.
—Lo sabrías si me lo hubieras preguntado.
En la voz entrecortada de mi madre noté con pesar que estaba dolida.
—Lo siento, mamá —volví a disculparme, habiendo aprendido de pequeña que las disculpas
reiteradas daban muy buenos resultados con ella—. Cary y yo necesitábamos pasar tiempo juntos.
Pero podemos plantearnos un futuro viaje a Las Vegas, si alguna vez te apete ce ir.
—¿A que sería divertido? Me gustaría hacer cosas divertidas contigo, Eva.
—A mí también me gustaría. —Los ojos se me fueron a la foto de mi madre y Stanton. Ella era una
mujer muy guapa que irradiaba una sensualidad vulnerable a la que los hombres no podían resistirse.
La vulnerabilidad era real (mi madre era una persona frágil en muchos sentidos), pero también era una
devoradora de hombres. Los hombres no se aprovechaban de mi madre; ella los arrollaba.
—¿Tienes planes para almorzar? Podría hacer una reserva y pasar a buscarte.
—¿Puedo llevar a una compañera? —Cuando entré, Megumi me había abordado para invitarme a
almorzar, prometiendo que me haría reír con el relato de su cita a ciegas.
—Oh, me encantaría conocer a la gente con la que trabajas.
Esbocé una sonrisa de genuino afecto. Mi madre me volvía loca, pero, después de todo, su mayor
tacha era que me quería demasiado. Combinado con su neurosis, era un defecto exasperante, bien
intencionado, eso sí.
—Vale. Recógenos a mediodía. Y recuerda que sólo tenemos una hora, así que tendrá que ser cerca
y rápido.
—Me encargaré de que así sea. ¡Qué emoción! Hasta luego.
Megumi y mi madre se gustaron inmediatamente. Reconocí esa mirada arrobada, tan conocida, en la
cara de Megumi cuando se conocieron, porque la había visto muchas veces en mi vida. Monica
Stanton era una mujer despampanante, de esa belleza clásica que no podías evitar quedarte mirando
porque no te podías creer que hubiera alguien tan perfecto. Además, el regio tono violeta del sillón
orejero donde había elegido sentarse era un increíble telón de fondo para su pelo rubio y sus ojos
azules.
Por su parte, mi madre estaba encantada con el sentido de la moda que tenía Megumi. Mientras que
mi vestuario se inclinaba más hacia lo tradicional y ya confeccionado, a Megumi le gustaban las
combinaciones y los colores excepcionales, similares a la decoración del moderno café cercano al
Rockefeller Center al que nos había llevado mi madre.
Aquel lugar me recordaba a Alicia en el país de las maravillas, con sus terciopelos dorados y
colores brillantes utilizados en muebles de diseños únicos. El diván en el que se había encaramado
Megumi tenía un respaldo exageradamente curvado, mientras que el sillón orejero de mi madre tenía
gárgolas por patas.
—Aún no me explicó qué le pasaba a ese tío —seguía contando Megumi—. Yo no hacía más que
mirar, ya te digo. Me refiero a que un tío tan increíble no debería rebajarse con citas a ciegas.
—Bueno, yo no diría rebajarse —protestó mi madre—. Estoy segura de que se está preguntando
cómo ha podido tener tanta suerte contigo.
—Gracias. —Megumi me sonrió—. Estaba buenísimo. No tanto como Gideon Cross, pero
buenísimo de todas formas.
—Por cierto, ¿cómo está Gideon?
No me tomé a la ligera la pregunta de mi madre. Ella sabía que Gideon estaba al tanto de los abusos
que yo había sufrido de niña, y no lo llevaba nada bien. La avergonzaba sobremanera que no supiera lo
que ocurría bajo su propio techo, y la culpa que sentía era inmensa, a la vez que totalmente
inmerecida. No lo supo porque yo lo oculté. Nathan me había aterrorizado con lo que me haría si
alguna vez se lo contaba a alguien. Aun así, a mi madre le preocupaba que Gideon estuviera al
corriente. Yo confiaba en que pronto se diera cuenta de que Gideon no le guardaba ningún rencor,
como yo tampoco lo hacía.
—Trabajando mucho —respondí—. Ya sabes cómo es esto. Le he robado mucho tiempo desde que
nos enrollamos, y creo que le está pasando factura.
—Te lo mereces.
Tomé un buen trago de agua cuando sentí la abrumadora necesidad de contarle que mi padre venía a
verme. Sería una gran aliada para convencerle del afecto que Gideon sentía por mí, pero era una razón
egoísta para decir nada. No tenía ni idea de cómo reaccionaría si se enterara de la presencia de Victor
en Nueva York, pero era muy posible que la afligiera, y eso nos haría la vida imposible a todos. Por
las razones que fueran, ella prefería no mantener ningún contacto con él. No podía ignorar que se las
había arreglado para no verle ni hablar con él desde que yo era lo bastante mayor para comunicarme
directamente con él.
—Ayer vi una foto de Cary en el lateral de un autobús —dijo.
—¿De veras? —Me puse más derecha—. ¿Dónde?
—En Broadway. En un anuncio de pantalones vaqueros, creo que era.
—Yo he visto uno también —intervino Megumi—. No es que me fijara en la ropa que llevaba. Ese
hombre es increíblemente guapo.
La conversación me hizo sonreír. A mi madre se le daba muy bien admirar a los hombres. Era una
de las muchas razones por las que la adoraban; les hacía sentirse bien. Megumi estaba a su altura en lo
que a la apreciación masculina se refería.
—Le reconocen por la calle —añadí yo, contenta de que en este caso estuviéramos hablando de un
anuncio publicitario y no de una fotografía indiscreta conmigo en un periódico sensacionalista. A los
cotillas les parecía muy jugoso que la novia de Gideon Cross viviera con un sexy modelo masculino.
—Por supuesto —dijo mi madre, con un ligero tono de reconvención—. ¿Acaso dudabas que
terminaría por ocurrir?
—Confiaba en que así fuera—maticé—. Por él. Es una pena que los modelos masculinos no ganen
ni trabajen tanto como las mujeres. —Aunque estaba segura de que Cary triunfaría de algún modo.
Desde el punto de vista emocional, él no podía permitirse que fuera de otra forma. Había aprendido a
valorar tanto su físico que no creo que pudiera aceptar el fracaso. Uno de mis mayores temores era que
su elección profesional acabara obsesionándole de maneras que ninguno de los dos podríamos
soportar.
Mi madre dio un delicado sorbo a su Pellegrino. El café estaba especializado en opciones de menú
con buenas dosis de cacao, pero tenía mucho cuidado de no gastar toda su asignación calórica diaria en
una sola comida. Yo no era tan prudente. Había pedido una sopa, y un sándwich mixto, más un postre
que iba a suponerme después al menos una hora más en la cinta de correr. Justificaba aquel lujo,
recordándome que estaba con la regla, lo que, en mi opinión, daba carta blanca en lo que al chocolate
se refería.
—Bueno —Monica sonrió a Megumi—, ¿vas a repetir tu cita a ciegas?
—Eso espero.
—Cariño, ¡no lo dejes al azar!
Mientras mi madre compartía su sabiduría respecto al manejo de los hombres, yo me eché hacia
atrás y disfruté del espectáculo. Ella creía firmemente en que todas las mujeres se merecían tener a un
hombre rico que las adorara, y por primera vez en una eternidad, no centraba sus esfuerzos
casamenteros en mí. Me inquietaba cómo congeniarían mi padre y Gideon, pero sabía que eso no
debía preocuparme en absoluto con mi madre. Las dos pensábamos que era el hombre adecuado para
mí, aunque por razones diferentes.
—Tu madre mola mucho —dijo Megumi, cuando Monica se fue al lavabo a retocarse antes de
marcharnos—. Y tú eres igual que ella, suerte la tuya. ¿Cómo sería tener una madre mucho más
atractiva que tú?
—Tienes que venir con nosotras más veces. Esto ha funcionado de maravilla —contesté, riéndome.
—Me encantaría.
Cuando llegó el momento de irnos, vi a Clancy con el coche aparcado junto al bordillo y me di
cuenta de que quería dar un paseo para bajar el almuerzo antes de volver al trabajo.
—Creo que volveré a pata —les dije—. He comido demasiado. Marchaos sin mí.
—Me voy contigo —dijo Megumi—. Me vendrá bien un poco de aire, por caliente que sea. El aire
enlatado de la oficina me seca la piel.
—Yo también voy —se apuntó mi madre.
Miré sus delicados tacones con escepticismo, pero, claro, mi madre no llevaba otra cosa que no
fueran tacones. Para ella caminar con ese calzado era como hacerlo con zapato plano para mí.
Nos encaminamos al Crossfire al ritmo habitual en Manhattan, que era algo así como un trote
decidido y constante. Mientras que sortear obstáculos humanos formaba, por lo general, parte de ese
proceso, resultaba mucho menos problemático con mi madre a la cabeza. Los hombres se echaban a un
lado respetuosamente para dejarla pasar, luego la seguían con la mirada. Con su sencillo y sexy
vestido cruzado azul intenso, tenía un aspecto relajado y refrescante, pese al calor húmedo que hacía.
Acabábamos de doblar la esquina para llegar al Crossfire cuando se detuvo de golpe, provocando
que Megumi y yo nos chocáramos con su espalda. Ella dio un traspiés hacia delante, tambaleándose, y
la agarré del codo justo antes de que estuviera a punto de caerse.
Miré al suelo para ver lo que le había entorpecido, pero, como no vi nada, la miré a ella. Estaba
contemplando el Crossfire deslumbrada por completo.
—¡Dios mío, mamá! —La insté a que se apartara del flujo de peatones—. Estás blanca como el
papel. ¿Te está afectando el calor? ¿Estás mareada?
—¿Qué? —Se llevó la mano a la garganta. Seguía con los ojos muy abiertos clavados en el
Crossfire.
Volví la cabeza para mirar hacia donde ella miraba, tratando de ver lo que ella estuviera viendo.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Megumi, escudriñando la calle con el ceño fruncido.
—Señora Stanton. —Clancy, que había aparcado el coche a una distancia prudencial detrás de
nosotras, se acercó—. ¿Va todo bien?
—¿Has visto...? —empezó a decir, mirándole de manera inquisitiva.
—¿El qué? —pregunté, mientras él levantaba la cabeza y escrutaba la calle con su adiestrada visión.
La intensidad de su concentración me produjo un escalofrío.
—Vamos, os llevo a las tres en el coche lo que queda de camino —dijo en voz baja.
La entrada al Crossfire estaba, literalmente, al otro lado de la calle, pero había algo en el tono de
Clancy que no admitía discusión. Nos montamos todos, mi madre en el asiento de delante.
—¿Qué pasaba? —preguntó Megumi después de que nos bajáramos y entráramos en el fresco
interior del edificio—. Cualquiera diría que tu madre había visto un fantasma.
—No tengo ni idea. —Pero me sentía mal.

Algo había asustado a mi madre. Terminaría por volverme loca si no averiguaba qué era.

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