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Reflejada en tí - Sillvia Day Capítulo 5


—Para ser una trampa mortal —dijo Cary—, ésta es muy fardona. Meneé la cabeza cuando le precedí
para entrar en la cabina principal del avión privado de Gideon. —No vas a morir. Volar es más seguro
que conducir. —¿Y tú no crees que la industria aeronáutica habrá pagado para que se recopilen esas
estadísticas?
Al pararme para darle un manotazo en el hombro, paseé la mirada por aquel increíble y opulento
interior y me sentí algo más que asombrada. A lo largo de mi vida había visto unos cuantos aviones
privados, pero, como siempre, Gideon alcanzaba unas cotas a las que pocos podían permitirse llegar.
La cabina era espaciosa, con un amplio pasillo central. La gama de colores era neutra con detalles
marrones y de un azul glacial. A la izquierda había asientos envolventes giratorios con mesas,
mientras que a la derecha se veía un sofá modular. Cada silla tenía al lado una consola de
entretenimiento de uso individual. Yo sabía que al fondo del avión se encontraría un dormitorio y uno
o dos suntuosos baños.
Un auxiliar de vuelo se encargó de mi bolsa de lona y de la de Cary, luego nos indicó que
tomáramos asiento en una de las zonas de sillas que tenían mesa.
—El señor Cross llegará en diez minutos —informó—. Mientras tanto, ¿quieren tomar algo?
—Agua para mí, por favor. —Miré mi reloj. Eran las siete y media pasadas.
—Un Bloody Mary —pidió Cary—, si tienen.
El auxiliar sonrió.
—Tenemos de todo.
Cary captó mi mirada.
—¿Qué? No he cenado todavía. El zumo de tomate me mantendrá hasta que comamos, y el alcohol
servirá para que el Dramamine me haga efecto antes.
—Yo no he dicho nada —protesté.
Me giré para mirar por la ventana el cielo de la tarde, y enseguida se me vino Gideon al
pensamiento, como siempre. Había estado muy tranquilo todo el día, desde el momento en que se
despertó. Habíamos hecho el camino al trabajo en silencio, y cuando a las cinco terminó mi jornada,
me había llamado sólo para decirme que Angus me llevaría a casa y que luego nos conduciría a Cary y
a mí al aeropuerto, donde él se reuniría con nosotros.
En cambio, opté por volver andando a casa, puesto que no había ido al gimnasio la noche anterior ni
había tenido tiempo de hacer ejercicio antes del vuelo. Angus me había advertido que a Gideon no le
gustaría que me negara a ir en el coche, pese a que lo había hecho educadamente y con una buena
razón. Creo que Angus pensó que estaba enfadada con él por llevar en coche a Corinne, y en cierto
modo así era. Lamentaba reconocer que, por un lado, deseaba que se sintiera mal por ello. Y por otro,
detestaba que pudiera ser tan infame.
Mientras cruzaba Central Park, dando un rodeo por un camino entre árboles altos, me propuse que
no iba a ser mezquina por ningún tío. Ni siquiera por Gideon. No iba a permitir que mi frustración con
él impidiera que me lo pasara bien en Las Vegas con mi mejor amigo.
A medio camino de casa, me había detenido y dado la vuelta, al reconocer el ático de Gideon en lo
alto de la Quinta Avenida. Me pregunté si estaría allí, haciendo la maleta y planificando un fin de
semana sin mí. O si seguiría en el trabajo, concluyendo los negocios urgentes de la semana.
—Oh-oh —canturreó Cary, cuando el auxiliar de vuelo regreso con una bandeja con nuestras
bebidas—. Tienes esa mirada.
—¿Qué mirada?
—La mirada de estoy-que-echo-humo. —Chocó su vaso alargado y fino contra el mío de agua—.
¿Quieres hablar de ello?
Estaba a punto de responder cuando Gideon entró en el avión. Tenía un aspecto adusto y llevaba un
maletín en una mano y una bolsa en la otra. Después de entregarle la bolsa al auxiliar de vuelo, se
detuvo junto a mí y a Cary, saludando a mi compañero de piso con un rápido gesto de la cabeza antes
de acariciarme la mejilla con el dorso de los dedos. Aquel mero roce me atravesó como una descarga
de electricidad. Luego entró en una cabina de la parte trasera y cerró la puerta.
Arrugué el ceño.
—Es tan voluble...
—Y está buenísimo también. Hay que ver lo que hace a ese traje...
La mayoría de los trajes hacían al hombre. Gideon hacía cosas a un traje de tres piezas que deberían
haber estado prohibidas.
—No me distraigas con su aspecto —refunfuñé.
—Hazle una mamada. Es un mejorante del humor garantizado.
—Dicho por un hombre.
—¿Esperabas algo diferente? —Cary cogió la botella fría de cristal que contenía el agua que no
había cabido en mi vaso de cristal—. Fíjate en esto.
Me mostró la etiqueta, que llevaba el nombre de Cross Towers and Casino.
Eso sí que es una fanfarronada.
Hice un gesto burlón.
—Es para las ballenas.
—¿Qué?
—Son los grandes apostadores de los casinos. Los jugadores que no pestañean al poner cien de los
grandes a una carta. Reciben muchos obsequios para atraerlos: alimentos, suites y viajes de ida y
vuelta. El segundo marido de mi madre era un cliente ballena. Ésa fue una de las razones por las que le
dejó.
Me miró meneando la cabeza.
—Joder, tú lo sabes. ¿Es este un avión de la compañía?
—Uno de cinco —respondió el auxiliar, que regresaba con una bandeja de frutas y queso.
—¡Madre mía! —musitó Cary—. Eso es toda una flota.
Le miré mientras sacaba del bolsillo una caja de Dramamine y se tragaba las píldoras con su Bloody
Mary.
—¿Quieres? —preguntó, dando unos golpecitos al envoltorio que estaba sobre la mesa.
—No, gracias.
—¿Vas a vértelas con Don Buenorro y Voluble?
—No estoy segura. Creo que voy a sacar mi libro electrónico.
Cary asintió con la cabeza.
—Probablemente sea lo mejor para tu salud mental.
Treinta minutos después, Cary roncaba ligeramente en su asiento reclinable, con unos auriculares
supresores de ruido en las orejas. Le observé durante un minuto largo, apreciando esa imagen de él
con aspecto tranquilo y relajado, suavizadas con el sueño las finas estrías de alrededor de la boca.
Luego me levanté y fui a la cabina en donde había visto entrar a Gideon antes. Dudé sobre si llamar
o no, y, al final, decidí que no. Me había dejado fuera; no iba a darle la oportunidad de hacerlo ahora.
Levantó la vista cuando entré, sin mostrar sorpresa ante mi súbita aparición. Estaba sentado a un
escritorio, escuchando a una mujer que hablaba con él por videoconferencia. Tenía la chaqueta
colgada en el respaldo de la silla y aflojada la corbata. Tras mirarme brevemente, reanudó la
conversación.
Empecé a quitarme la ropa.
Lo primero fue la camiseta sin mangas, luego las sandalias y los vaqueros. La mujer seguía
hablando, mencionando «motivos de preocupación» y «discrepancias», pero Gideon tenía los ojos
clavados en mí, ardientes y ávidos.
—Volveremos sobre esto por la mañana, Allison —terció, apretando un botón en el teclado que
oscureció la pantalla justo antes de que le lanzara el sujetador a la cabeza.
—Soy yo la que está con el síndrome premenstrual, pero eres tú quien tiene los cambios de humor.
Tiró del sujetador hasta que le cayó en el regazo y se echó hacia atrás en la silla, apoyando los
codos en los reposabrazos y juntando los dedos de las manos en forma de torre.
—¿Vas a hacer un striptease para que me mejore el humor?
—¡Ja! ¡Qué predecibles sois los hombres! Cary me sugirió que te la mamara para que te pusieras
contento. No... no te emociones. —Enganché los pulgares en la cinturilla de mis bragas y me balanceé
sobre los talones. Tuve que hacer méritos para que me mirara a los ojos y no a los pechos—. Creo que
estás en deuda conmigo, campeón. De primera línea. Estoy siendo una novia muy comprensiva, dadas
las circunstancias, ¿no te parece?
Arqueó el ceño.
—Me refiero a que me gustaría ver qué harías —continué—, si vinieras a mi casa y pillaras a mi
exnovio saliendo a la calle mientras se metía la camisa por dentro de los pantalones. Y luego, cuando
subieras, encontraras el sofá todo revuelto y a mí recién salida de la ducha.
A Gideon se le tensó la mandíbula.
—A ninguno de los dos nos gustaría ver lo que haría.
—Así que los dos estamos de acuerdo en que he estado la mar de formidable bajo circunstancias
extraordinarias. —Crucé los brazos sabiendo que de esa manera exhibía los bienes que él amaba—.
Dejaste muy claro cómo me castigarías. ¿Qué harías para recompensarme?
—¿Es decisión mía? —preguntó, arrastrando las palabras, pesados los párpados.
Sonreí.
—No.
Dejó mi sujetador sobre el teclado y se levantó lentamente, con gracia.
—Entonces, ésa es tu recompensa, cariño. ¿Qué quieres?
—Quiero que dejes de ser un gruñón, para empezar.
—¿Gruñón? —Torció los labios reprimiendo una sonrisa—. Bueno, me he despertado sin ti, y ahora
tengo que afrontar otras dos mañanas de la misma manera.
Bajé los brazos a ambos lados, me fui hacia él y le puse las palmas en el pecho.
—¿Realmente sólo es eso?
—Eva. —Era un hombre fuerte, físicamente vigoroso, y, sin embargo, me tocaba con tal
deferencia...
Bajé la cabeza, consciente de que algo en mi voz me había delatado. Él era muy perspicaz.
Cogiéndome la cara entre sus manos, Gideon me echó la cabeza hacia atrás y me escudriñó.
—Habla conmigo.
—Tengo la impresión de que te estás alejando.
Entre nosotros retumbó un tenue gruñido.
—Tengo muchas cosas en la cabeza. Eso no significa que no piense en ti.
—Lo percibo, Gideon. Hay una distancia entre nosotros que no existía antes.
Deslizó las manos hasta mi cuello, envolviéndolo.
—No hay ninguna distancia. Me tienes agarrado por el cuello, Eva. —Apretó levemente—. ¿No
percibes eso?
Respiré bruscamente. La inquietud me aceleró el latido del corazón, una respuesta física al miedo
que me venía de dentro y no de Gideon, de quien tenía la certeza de que nunca me haría daño ni me
pondría en peligro.
—A veces —dijo con voz ronca, mirándome con abrasadora intensidad—, me cuesta mucho
respirar.
Podría haber escapado de no ser por aquellos ojos, que revelaban tanto anhelo y tanta confusión...
Estaba haciéndome sentir a mí la misma pérdida de fuerza, la misma sensación de depender de otra
persona hasta para respirar.
Así que hice lo contrario de correr. Echando la cabeza hacia atrás, me entregué, y aquel hormigueo
de temor desapareció inmediatamente. Me daba cuenta de que Gideon tenía razón sobre mi deseo de
cederle el control. Al hacerlo, algo se sosegaba en mi interior, cierta necesidad que no sabía que
tuviera.
Hubo una larga pausa en la que sólo se oía su respiración. Notaba cómo luchaba con sus emociones
y me preguntaba cuáles serían, qué era lo que le atormentaba.
Liberó tensión con una profunda exhalación.
—¿Qué necesitas, Eva?
—A ti... por encima de todo.
Deslizó las manos por mis hombros y apretó, luego me acarició a lo largo de los brazos. Entrelazó
sus dedos con los míos y apoyó su sien contra la mía.
—¿Qué te pasa a ti con el sexo y los medios de transporte?
—Contigo, en cualquier sitio y momento —le dije, repitiendo un sentir que en una ocasión me
expresó él a mí—. Probablemente hasta el próximo fin de semana no
estaré lista para zarpar, gracias a mi periodo.
—¡Joder!
—Ésa es la idea.
Alcanzó su chaqueta y, envolviéndome en ella, me condujo fuera de la cabina.
—¡Oh, Dios! —Me aferré a las sábanas que tenía debajo, arqueando la espalda mientras Gideon me
sujetaba las caderas contra la cama y batía la lengua por mi clítoris. Tenía la piel cubierta de una fina
capa de sudor, y se me nublaba la vista mientras mi vagina se tensaba preparándose para el orgasmo.
El pulso me latía aceleradamente, en armonía con el zumbido constante de los motores del avión.
Ya me había corrido dos veces, tanto de ver su oscura cabeza entre mis piernas como por aquella
pícara y privilegiada boca. Tenía las bragas destrozadas, literalmente hechas jirones por cómo me las
agarraba, y él seguía completamente vestido.
—Estoy lista. —Le hundí los dedos en el pelo, notando la humedad en las raíces. El autodominio le
pasaba factura. Siempre era muy cuidadoso conmigo, tomándose tiempo para asegurarse de que yo
estaba blanda y húmeda antes de llenarme por completo con su grueso y largo miembro.
—Yo decido cuando estás lista.
—Quiero que entres... —De repente el avión tembló, y a continuación bajó, dejándome como en el
aire, salvo por la succión de la boca de Gideon. ¡Gideon!
Me estremecí con otro orgasmo, arqueado mi cuerpo con la necesidad de sentirle dentro de mí.
Entre el latido de la sangre en los oídos, oí una voz que anunciaba algo a través del sistema de
comunicación, pero no entendí las palabras.
—Estás muy sensible ahora. —Levantando la cabeza, se lamió los labios—. Te estás corriendo
como loca.
Jadeé.
—Me correría con más intensidad si te tuviera dentro.
—Lo tendré en cuenta.
—No importa que termine un poco dolorida —razoné—. Tendré varios días para recuperarme.
Algo centelleó en lo más profundo de su mirada, y se levantó.
—No, Eva.
El aturdimiento posorgásmico se me desvaneció ante la dureza de su voz. Me apoyé en los codos y
observé cómo empezaba a desvestirse, con movimientos rápidos y gráciles.
—Yo decido —le recordé.
Rápidamente se quitó el chaleco, la corbata y los gemelos.
—¿De verdad quieres jugar esa carta, cielo? —preguntó con voz demasiado serena.
—Si hace falta...
—Hará falta mucho más para que yo te haga daño deliberadamente. —A continuación se quitó la
camisa y los pantalones, más despacio; era un striptease mucho más seductor de lo que había sido el
mío—. Para nosotros, el dolor y el placer se excluyen mutuamente.
—No me refería a...
—Sé a lo que te referías. —Se enderezó tras bajarse los calzoncillos bóxer, luego se arrodilló a los
pies de la cama y se arrastró hacia mí como una hermosa pantera al acecho—. Sufres sin mi polla
dentro. Dirás cualquier cosa para que te penetre.
—Sí.
Se cernió sobre mí y el pelo le caía como una oscura cortina alrededor de la cara, proyectando su
enorme cuerpo una sombra sobre el mío. Ladeando la cabeza, se acercó a mi boca y, con la punta de la
lengua, recorrió la costura de mis labios.
—La deseas. Te sientes vacía sin ella.
—Sí, maldita sea. —Le agarré de las caderas, arqueándome hacia arriba para intentar sentir su
cuerpo contra el mío. Nunca me sentía tan cerca de él como cuando hacíamos el amor, y ahora
necesitaba aquella cercanía, necesitaba sentir que todo iba bien antes de que pasáramos el fin de
semana separados.
Se acomodó entre mis piernas, su pene erecto, duro y ardiente, en contacto con los labios de mi
vulva.
—Te duele un poco cuando entro hasta el fondo, y no puede evitarse; tienes un coño prieto y
pequeño y te lo lleno por completo. A veces pierdo el control y soy brusco, y no puedo evitarlo
tampoco. Pero nunca me pidas que te haga daño deliberadamente. No puedo.
—Te deseo —susurré, mientras frotaba descaradamente mi húmeda vulva contra la ardiente largura
de su polla.
—Aún no. —Se movió, meneando las caderas para buscar mi hendidura con la ancha cabeza de su
pene. Empujó ligeramente, separándome, abriéndome la vulva al tiempo que introducía sólo la punta.
Encajó tan ajustadamente que me estremecí; mi cuerpo se resistía—. Aún no estás lista.
—Penétrame. Por Dios... penétrame.
Bajó una mano y me sujetó la cadera, deteniendo mis desenfrenados intentos por elevarme y hacerle
entrar más.
—Estás hinchada.
Intenté que me soltara. Le clavé las uñas en las prietas curvas de su trasero y le empujé hacia mí.
Me daba igual que me doliera. Pensaba que si no conseguía que entrara, me volvería loca.
—Vamos, ven aquí.
Gideon deslizó una mano entre mi pelo, agarrándolo para sujetarme donde él quería.
—Mírame.
—¡Gideon!
Mírame.
Me quedé inmóvil ante aquella voz de mando. Levanté la vista hacia él y mi frustración se disolvió
mientras contemplaba la lenta y gradual transformación que estaba sufriendo su hermoso rostro.
Se le endurecieron los rasgos, como si estuviera apenado. Un gesto de dolor le crispó el ceño.
Separó los labios con un jadeo, empezó a agitársele el pecho, respiraba trabajosamente. Le apareció un
tic nervioso en la mandíbula, contrayéndosele el músculo con violencia. La piel le ardía, y me
abrasaba. Pero lo que más me fascinó fue sus penetrantes ojos azules y la inconfundible vulnerabilidad
que los empañaba como el humo.
Se me aceleró el pulso en respuesta al cambio que se operaba en él. El colchón se movió al hundir él
los pies, su cuerpo preparándose...
Eva. —Le dio una sacudida, y empezó a correrse, derramándoseme encima. Su gruñido de placer
reverberó contra mí, inmersa la polla en el repentino charco de semen que tocó fondo dentro de mí—.
¡Oh, Dios!
No dejó de mirarme en ningún momento, mostrándome la cara que normalmente escondía en el
hueco de mi cuello. Me di cuenta de que había querido que viera... lo que trataba de explicarme...
Nada se interponía entre nosotros.
Bamboleando las caderas, liquidó el resto del orgasmo, vaciándose dentro de mí, lubricándome para
que no hubiera dolor ni resistencia. Me soltó la cadera y dejó que me balanceara hacia arriba; dejó que
buscara la presión perfecta sobre mi clítoris para activarme. Con sus ojos aún fijos en los míos, llevó
las manos hacia atrás para cogerme las muñecas. Primero uno y luego el otro, me levantó los brazos
por encima de la cabeza, conteniéndome.
Prendida al colchón por su agarre, el peso de su cuerpo y su erección sostenida, estaba
completamente a su merced. Empezó a empujar, acariciando las temblorosas paredes de mi sexo con
toda la venosa longitud de su enorme polla.
—Crossfire —susurró, recordándome mi contraseña.
Gemí cuando mi sexo se tensó con el orgasmo, apretándole, exprimiéndole, ordeñándole con avidez.
—¿Notas eso? —Gideon me pasó la lengua por la oreja, echándome el aliento en húmedos jadeos
—. Me tienes agarrado por el cuello y las pelotas. ¿Dónde está la distancia, cielo?
Durante las siguientes tres horas, no hubo ninguna.
La directora del hotel abrió la puerta doble de nuestra suite y Cary emitió un largo y tenue silbido.
—¡Le leche! —exclamó, agarrándome del codo para entrar en la habitación—. Fíjate qué tamaño
tiene. Se podrían hacer volteretas aquí.
Tenía razón, pero tendría que esperar hasta la mañana siguiente para comprobarlo. Aún me
temblaban las piernas después de mi iniciación en el Club Mile-High.
Ante nosotros teníamos una deslumbrante vista de la Franja de Las Vegas de noche. Las ventanas
eran de suelo a techo, envolviendo un rincón en el que había un piano.
—¿Por qué siempre hay pianos en las suites de los grandes apostadores? —preguntó Cary,
levantando la tapa y tecleando una rápida melodía.
Me encogí de hombros y miré hacia la directora, pero ya había salido, moviendo silenciosamente
sus tacones de aguja sobre la gruesa moqueta blanca. La suite estaba decorada en lo que yo llamaría la
elegancia hollywoodiense de los cincuenta. La chimenea de doble cara estaba recubierta de rugosa
piedra gris y adornada con una obra de arte que parecía un tapacubos con radios psicodélicos que
sobresalían del centro. Los sofás eran verde turquesa con patas de madera tan finas como los tacones
de la directora. Todo tenía un aire retro que resultaba glamoroso y acogedor a la vez.
Era demasiado. Yo esperaba una habitación agradable, pero no la suite presidencial. Estaba a punto
de rechazarla cuando Cary me obsequió con una enorme sonrisa y los dos pulgares hacia arriba. Como
no tuve el valor de negarle aquella dicha, me di por vencida y confié en que no estuviéramos privando
a Gideon de una reserva más lucrativa.
—¿Aún quieres una hamburguesa de queso? —le pregunté, alcanzando el menú del servicio de
habitaciones que había encima del aparador de detrás del sofá.
—Y una cerveza. Que sean dos.
Cary siguió a la directora hasta un dormitorio que había a la izquierda de la zona de estar, y yo cogí
el auricular del antiguo teléfono de disco para encargar la comida.
Treinta minutos después, estaba como nueva tras una ducha rápida, con el pijama ya puesto, y
comiendo pollo Alfredo sentada con las piernas cruzadas en la alfombra. Cary estaba dando buena
cuenta de su hamburguesa y me miraba con ojos felices desde su sitio, al otro lado de la mesita de
centro.
—No es bueno comer tantos carbohidratos a estas horas de la noche —apuntó entre bocados.
—Voy a tener el periodo.
—Seguro que el ejercicio que has hecho durante el camino contribuye a ello.
Le miré entrecerrando los ojos.
—¿Y tú cómo lo sabes? Estabas dormido.
—Razonamiento deductivo, nena. Cuando me quedé dormido, parecías mosqueada. Cuando me
desperté, parecía que te acababas de fumar un buen porro.
—¿Y qué aspecto tenía Gideon?
—El mismo de siempre... culo prieto y sexy a rabiar.
Clavé el tenedor en mis fideos.
—Eso no es justo.
—¿Y a quién le importa? —hizo un gesto a cuanto nos rodeaba—. Fíjate qué alojamiento te ha
buscado.
—No necesito un viejo amante rico, Cary.
Él masticó una patata frita.
—¿Has pensado un poco más en lo que necesitas? Tienes su tiempo, su fantástico cuerpo y acceso
a todo lo que posee. No está mal.
—No —admití, retorciendo el tenedor. Sabía por los muchos matrimonios de mi madre con
hombres poderosos que tener su tiempo era lo más importante de todo, porque para ellos era realmente
lo más valioso de su vida—. No está mal. Pero no es suficiente.
—Esto es vida —manifestó Cary, acostado en una tumbona junto a la piscina. Llevaba un bañador
verde claro y gafas oscuras, provocando que un inusual número de mujeres pasearan por nuestro lado
de la piscina—. Lo único que echo en falta es un mojito. Tengo que beber alcohol para celebrarlo.
Torcí la boca. Estaba tomando el sol en la tumbona de al lado, disfrutando con el calor seco y algún
chapuzón que otro. Celebrar cosas era algo habitual para Cary, algo que siempre me había gustado de
él.
—¿Y qué celebramos?
—El verano.
—De acuerdo. —Me senté y deslicé las piernas fuera de la tumbona, atándome el pareo en la cadera
antes de levantarme. Aún tenía el pelo húmedo del chapuzón que me había dado en la piscina y sujeto
en lo alto de la cabeza con una pinza. La sensación de aquel sol abrasador en la piel era agradable, un
sensual beso capaz de hacerme sentir menos cohibida a consecuencia de los líquidos que estaba
reteniendo... gracias a la regla.
Me dirigí hacia el bar de la piscina, paseando la mirada por las otras tumbonas y sombrillas entre
los cristales morados de mis gafas de sol. La zona estaba llena de huéspedes, muchos de los cuales
eran lo bastante atractivos como para merecer segundas y terceras miradas. Me llamó la atención una
pareja en particular, porque me recordaba a Gideon y a mí. La rubia estaba tendida boca abajo, con el
torso apuntalado en los brazos y movía las piernas alegremente. Su muy apetecible moreno estaba
tumbado en la silla junto a ella, con la cabeza apoyada en una mano mientras le acariciaba la espalda
arriba y abajo con los dedos de la otra.
Ella me pilló mirándola y su sonrisa se desvaneció al instante. No podía verle los ojos tras sus
enormes gafas estilo Jackie O., pero sabía que estaba fulminándome con la mirada. Sonreí y aparté la
vista, sabiendo lo que era que otra mujer no quitara ojo a su hombre.
Encontré un sitio libre en la barra e hice un gesto al camarero para que me atendiera cuando
pudiese. Los nebulizadores del techo me refrescaban la piel y me animaron a sentarme en una
banqueta que había quedado libre mientras esperaba.
—¿Qué tomas?
Al volver la cabeza vi al hombre que se había dirigido a mí.
—Todavía nada, pero estoy pensando pedirme un mojito.
—Deja que te invite. —Sonrió, mostrando unos dientes blanquísimos pero ligeramente torcidos. Me
tendió una mano, movimiento que atrajo mi atención hacia sus bien definidos brazos.
—Daniel.
Le di la mía.
—Eva, encantada de conocerte.
Cruzó los brazos sobre la barra y se apoyó en ella.
—¿Qué te trae a Las Vegas? ¿Negocios o placer?
—Descanso y recreo. ¿Y a ti? —Daniel tenía un interesante tatuaje escrito en un idioma extranjero
en su bíceps derecho, y me fijé en él. No era guapo, exactamente, pero se le veía seguro y con aplomo,
dos cosas que me parecían más atractivas en un hombre que los meros rasgos físicos.
—Trabajo.
Lancé una mirada a su bañador.
—Me he equivocado de trabajo.
—Vendo...
—Perdón.
Los dos nos volvimos hacia el rostro de la mujer que se había inmiscuido en nuestra conversación.
Era una mujer menuda, morena, vestida con una camisa polo oscura que llevaba su nombre bordado
Sheila— además de Cross Towers and Casino . El auricular que llevaba en el oído y el cinturón
multiusos que lucía en la cintura la delataban como personal de seguridad.
—Señorita Tramell. —Me saludó con un gesto de la cabeza.
Enarqué las cejas.
—¿Sí?
—Hay un camarero que puede llevarle lo que ha pedido a su parasol.
—Estupendo, gracias, pero no me importa esperar aquí.
Como no hice ademán de moverme, Sheila dirigió su atención a Daniel.
—Caballero, si fuera usted tan amable de trasladarse al otro extremo de la barra, el camarero se
encargará de que sus siguientes bebidas corran por cuenta de la casa.
Inclinó levemente la cabeza, y luego me dedicó una encantadora sonrisa.
—Estoy bien aquí, gracias.
—Me temo que debo insistir.
—¿Cómo? —Su sonrisa se convirtió en una mueca de disgusto—. ¿Por qué?
Miré parpadeando a Sheila cuando comprendí. Gideon me tenía vigilada. Y pensaba que podía
controlar lo que hacía de lejos.
Sheila me devolvió la mirada, impasible su rostro.
—La acompañaré hasta su sombrilla, señorita Tramell.
Por un momento, estuve tentada de jorobarle el día, agarrando a Daniel y besándole hasta dejarle sin
sentido, por ejemplo, más que nada para enviar un mensaje a mi dominante novio, pero conseguí
contenerme. Ella sólo estaba haciendo su trabajo. Era su jefe el que necesitaba que le dieran una
patada en el culo.
—Lo siento, Daniel —dije, abochornada. Me sentía como un niño al que han regañado y eso
realmente me fastidió—. Ha sido un placer conocerte.
Él se encogió de hombros.
—Si cambias de opinión...
Notaba la mirada de Sheila en la espalda cuando la precedía hacia mi tumbona. De repente, me
encaré con ella.
—Vamos a ver, ¿sólo tiene instrucciones de intervenir cuando me aborda alguien? ¿O tiene una lista
de situaciones posibles?
Ella dudó un momento, luego suspiró. No podía por menos de imaginarme lo que pensaría de mí, un
bombón, una rubia guapa a la que no se podía dejar sola mezclándose con la gente.
—Existe una lista.
—Claro que existe. —Gideon no dejaría nada al azar. Me pregunté cuándo habría elaborado esa
lista, si la habría hecho cuando hablé de Las Vegas o si ya la tendría a mano. A lo mejor la había
compuesto cuando estaba con otras mujeres. A lo mejor la había redactado para Corinne.
Cuanto más pensaba en ella, más furiosa me ponía.
—¡Es increíble, joder! —me quejé a Cary cuando ella se apartó discretamente, como si eso fuera
suficiente para olvidarme de que andaba por ahí—. Tengo niñera.
—¿Qué?
Le conté lo que había sucedido y vi cómo se le tensaba la mandíbula.
—Eso es de locos, Eva —dijo.
—¡Y una mierda! No pienso tolerarlo. Tiene que aprender que las relaciones no son así. Después de
todas esas chorradas que me dijo sobre la confianza. —Me dejé caer en la tumbona—. ¿Cuánto confía
en mí, si tiene que contar con alguien que me siga de cerca para espantar a los desconocidos?
—No me gusta nada, Eva. —Se sentó y pasó las piernas a un lado de la silla—. Esto no está bien.
—¿Crees que no lo sé? ¿Y por qué una mujer? No es que tenga nada en contra de mi género y los
trabajos duros. Simplemente me pregunto si espera que la chica me siga hasta los servicios o es que no
se fía de un tío para que me vigile.
—¿Lo dices en serio? ¿Y qué haces tomando el sol en lugar de montarle una buena?
Estaba dándole vueltas a una idea que finalmente tomó forma.
—Estoy tramando algo.
—¡Oh! —Torció la boca en una malvada sonrisa—. Cuenta, cuenta.
Cogí mi smartphone de la pequeña mesa de mosaico situada entre los dos y busqué entre mis
contactos hasta dar con Benjamin Clancy, el guardaespaldas personal de mi padrastro.
—Hola, Clancy. Soy Eva —le salude cuando respondió, nada más sonar el primer tono de llamada.
Cary abrió los ojos de par en par detrás de sus gafas de sol.
—¡Oooh!
Me puse en pie y articulé sin voz: Me voy arriba.
Él asintió.
—Todo bien —dije, en respuesta a la pregunta de Clancy. Esperé hasta que entré en el hotel y
comprobé que Sheila estaba varios pasos detrás de mí y aún fuera—. Oye, quiero pedirte un favor.
Nada más terminar de hablar con Clancy, recibí una llamada. Sonreí al ver quién era.
—Hola, papá —respondí eufórica.
Él se rio.
—¿Qué tal está mi niña?
—Metiéndome en líos y disfrutando de ello. —Extendí el pareo encima de una silla del comedor y
tomé asiento—. ¿Cómo te va?
—Tratando de evitar que haya líos y, en ocasiones, disfrutando de ello.
Victor Reyes era un agente de policía de la ciudad de Oceanside, California, razón por la que había
elegido ir a la Universidad de San Diego. Mi madre había atravesado una mala racha con su marido
número tres y yo me encontraba en una fase de rebeldía, pasándolo fatal mientras intentaba olvidar lo
que Nathan me había hecho durante tanto tiempo.
Salir de la sofocante órbita de mi madre había sido una de las mejores decisiones que había tomado
en la vida. El amor callado e inquebrantable que me tenía mi padre, a mí, su única hija, me había
cambiado la vida. Él me concedió una libertad muy necesaria —dentro de unos límites bien definidos
— y lo dispuso todo para que viera al doctor Travis, lo cual me llevó al inicio del largo viaje de la
recuperación y de mi amistad con Cary.
—Te echo de menos —le dije. Quería mucho a mi madre y sé que ella me quería a mí, pero mi
relación con ella era inestable, y era tan fácil con mi padre...
—Entonces, a lo mejor te alegras con la noticia que voy a darte. Puedo ir a verte dentro de unas dos
semanas, la semana después de la que viene... si te va bien. No quiero molestar.
—Por favor, papá, tú nunca podrías molestarme. Me encantará verte.
—Será un viaje corto. Cogeré un vuelo nocturno el jueves por la noche y regresaré el domingo por
la tarde.
—¡Qué contenta estoy! Pensaré en algo. Lo pasaremos bomba.
La suave risilla de mi padre me llenó de emoción.
—Voy a verte a ti, no Nueva York. No te vuelvas loca por llevarme a ver monumentos ni nada por
el estilo.
—No te preocupes. Me aseguraré de que tengamos tiempo para nosotros. Y conocerás a Gideon. —
Imaginarlos juntos me estremecía el estómago.
—¿Gideon Cross? Me dijiste que no había nada.
—Ya. —Arrugué la nariz—. En aquel momento pasábamos una mala racha y creí que habíamos
terminado.
Hubo una pausa.
—¿Va en serio?
Guardé un momento de silencio yo también, removiéndome inquieta. A mi padre le habían
enseñado a observar; vería enseguida que había tensión, sexual y de otro tipo, entre Gideon y yo.
—Sí. No siempre es fácil. Da mucho trabajo, yo doy mucho trabajo, pero los dos nos estamos
esforzando.
—¿Te valora, Eva? —La voz de mi padre era brusca y muy, muy seria—. Me da igual el dinero que
tenga; tú no tienes nada que demostrarle.
—No es así. —Me quedé mirando cómo retorcía los dedos de mis cuidados pies y me di cuenta de
que el encuentro sería más complicado que la sencilla presentación de un padre protector al novio de
su hija. Mi padre tenía problemas con los hombres ricos, gracias a mi madre—. Ya verás cuando le
conozcas.
—De acuerdo. —Su voz estaba teñida de escepticismo.
—En serio, papá. —No podía tomarme a mal su inquietud, dado que había sido mi tendencia
autodestructiva hacia los chicos que no me convenían la que le había llevado a buscar al doctor Travis.
En especial se las había visto con un cantante, para quien yo había sido poco más que una groupie, y
con un artista del tatuaje a quien mi padre había obligado a detener el coche para encontrarse con que
le estaban haciendo una mamada mientras conducía... pero no yo—. Gideon es bueno para mí. Me
comprende.
—No iré con ideas preconcebidas, ¿vale? Y te enviaré un correo electrónico con una copia de mi
itinerario cuando reserve el vuelo. ¿Cómo va todo lo demás?
—Acabamos de empezar una campaña para un café con sabor a arándanos.
Otra pausa.
—Me tomas el pelo.
Me eché a reír.
—Qué más quisiera yo. Deséanos suerte para que se venda. Te guardaré un poco para que lo
pruebes.
—Pensaba que me querías.
—Con todo mi corazón. ¿Qué tal tu vida amorosa? ¿Te fue bien la cita?
—Bueno... no estuvo mal.
—¿Vas a quedar con ella otra vez? —pregunté, resoplando.
—Ése es el plan, de momento.
—Eres una fuente de información, papá.
Volvió a reírse y oí el crujido de su silla favorita al cambiar de postura.
—Realmente no te gustaría saber cosas de la vida amorosa de tu viejo.
—Cierto. —Aunque a veces me preguntaba cómo había sido su relación con mi madre. Él era un
latino de los barrios bajos y ella una rubia debutante con el símbolo del dólar en sus ojos azules.
Suponía que había habido mucha pasión entre ellos.
Hablamos durante unos minutos más, entusiasmados los dos de volver a vernos. Había confiado en
que no nos alejaríamos una vez que terminara la universidad, razón por la que había hecho de la
llamada de los sábados una necesidad para seguir en contacto. El que viniera a verme tan pronto
aliviaba mi preocupación.
Acababa de colgar cuando entró Cary, con todo el aire del modelo que era.
—¿Sigues maquinando? —preguntó.
Me levanté.
—Todo preparado. Éste era mi padre. Viene a Nueva York en dos semanas.
—¿En serio? Mola mazo. Victor es genial.
Los dos fuimos a la cocina, y cogimos dos cervezas del frigorífico. Me había dado cuenta de que la
suite estaba provista de una serie de artículos y productos que yo solía tener en casa. Me preguntaba si
Gideon era así de observador o si había conseguido la información de otra forma, como mirando
recibos. No le creía capaz. Le costaba reconocer que había límites entre nosotros, y el que me hubiera
puesto bajo vigilancia lo había evidenciado.
—¿Cuándo fue la última vez que tus padres estuvieron juntos en el mismo estado? —preguntó Cary,
levantando las tapas de los botellines con un abridor—. Por no hablar de la misma ciudad.
Ay, Dios.
—No estoy segura. ¿Antes de que yo naciera? —Di un buen trago a la cerveza que me pasó—. No
tengo intención de juntarlos.
—Por los grandes planes. —Entrechocó el cuello de ambas botellas—. Por cierto, estaba pensando
en echar un casquete rápido con una piba que he conocido en la piscina; pero, en cambio, he subido
aquí. He pensado que como ni tú ni yo tenemos nada que hacer, podríamos pasar el día juntos.
—Es un honor —respondí con guasa—. Me disponía a bajar.
—Hace demasiado calor fuera. El sol es bestial.
—El mismo que tenemos en Nueva York, ¿no?
—Sabihonda. —Le brillaban sus ojos verdes—. ¿Qué te parece si recogemos y nos vamos a
almorzar por ahí? Invito yo.
—Muy bien. Pero no aseguro que Sheila no quiera apuntarse también.
—Que la jodan, a ella y a su jefe. ¿Qué les pasa a los ricos con eso de controlar?
—Se hacen ricos porque saben controlar.
—Lo que sea. Yo prefiero a los pirados como nosotros... por lo general nos jodemos a nosotros
mismos. —Se cruzó un brazo en el pecho y se apoyó en la encimera—. ¿Vas a aguantar esas
gilipolleces?
—Depende.
—¿De qué?
Sonreí y empecé a caminar hacia mi habitación.

—Prepárate. Te lo contaré en la comida.

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