Me desperté con un grito que amortiguaba una palma sudorosa sobre
mi boca. Un peso aplastante me
dejaba sin aire mientras otra mano se movía por debajo de mi
camisón, toqueteando y lastimándome.
El pánico se apoderó de mí y me sacudí, pataleando frenéticamente.
No... Por favor, no... Ya basta. Otra vez
no.
Resollando como un perro, Nathan me separó las piernas. La cosa
dura de entre sus piernas hurgaba
a ciegas, chocando contra la cara interna de mis muslos. No podía
quitármele de encima. No podía
huir.
¡Para! ¡Quítate de encima! No me toques.
Oh, Dios... por favor, no me hagas eso... no me hagas
daño...
¡Mamá!
Nathan me apretaba con fuerza, aplastándome la cabeza contra la
almohada. Cuanto más forcejaba
yo, más se excitaba él. Diciéndome entrecortadamente horribles y
desagradables palabras al oído,
encontró el lugar sensible de entre mis piernas y entró en mí,
gruñendo. Me quedé paralizada, atrapada
en una espiral de dolor.
Ya verás... —gruñó—... te gustará una vez
dentro... pequeña zorra... te gustará...
No podía respirar, trémulos los pulmones con los sollozos, los
orificios de la nariz tapados con el
talón de su mano. Veía puntitos danzando delante de los ojos; me
ardía el pecho. Seguí luchando...
necesitaba aire... necesitaba aire desesperadamente...
—¡Eva! ¡Despierta!
Abrí los ojos de golpe al oír aquella voz apremiante. Conseguí
soltarme de las manos que me
sujetaban los bíceps, consiguiendo liberarme. Pugné a zarpazos con
las sábanas que me inmovilizaban
las piernas... desplomándome...
El tremendo impacto contra el suelo me despertó por completo, y de
mi garganta brotó un terrible
sonido de dolor.
—¡Por Dios, Eva! ¡Maldita sea, no te hagas daño!
Aspiré grandes bocanadas de aire y me precipité hacia el baño a
cuatro patas.
Gideon me cogió y me sujetó contra su pecho.
—Eva.
—Arcadas —dije con voz entrecortada, poniéndome una mano en la
boca al agitárseme el
estómago.
—Ya te tengo —dijo con tono grave, llevándome en brazos con
enérgicas zancadas. Me llevó al
baño y levantó la tapa del inodoro. Arrodillándose a mi lado, me
sujetó el pelo hacia atrás mientras yo
vomitaba, acariciándome arriba y abajo la espalda.
—Shh..., cielo —murmuraba una y otra vez—. No pasa nada. Estás a
salvo.
Cuando ya no me quedaba nada en el estómago, tiré de la cadena y
apoyé la frente, empapada de
sudor, en el antebrazo, procurando concentrarme en cualquier cosa
menos en los últimos rastros del
sueño.
—Nena.
Volví la cabeza y vi a Cary de pie en el umbral del baño, con un
ceño que le echaba a perder su
hermoso rostro. Estaba completamente vestido con unos vaqueros
sueltos y una camiseta henley, lo
cual hizo que me diera cuenta de que Gideon también estaba
vestido. Se había desprendido del traje
con anterioridad, cuando volvimos a mi apartamento, pero no
llevaba el chándal que se había puesto
entonces. En su lugar, vestía unos vaqueros y una camiseta negra.
Desorientada por el aspecto de los dos, eché un vista
zo a mi reloj y vi que era pasada la medianoche. —¿Qué estáis
haciendo, chicos? —Yo acabo de
llegar —dijo Cary—. Y me he encon
trado con Cross cuando subía. Miré a Gideon, cuyo gesto de
preocupación no tenía
nada que envidiar al de mi compañero de piso. —¿Has salido? Gideon
me ayudó a ponerme en pie.
—Ya te dije que aún tenía cosas que hacer.
¿Hasta medianoche?
—¿Qué cosas? —Nada importante. Me desasí de él y me fui al lavabo
a cepillarme los
dientes. Otro secreto. ¿Cuántos tenía? Cary apareció a mi lado, su
mirada se cruzó con la
mía en el reflejo de mi espejo de aumento. —Hacía mucho tiempo que
no tenías un mal sueño. Al
mirar yo sus preocupados ojos verdes, le dejé ver
lo agotada que estaba. Me dio un apretón en el hombro para
tranquilizarme.
—Nos lo tomaremos con calma este fin de semana. Cargaremos las
pilas. A los dos nos hace falta.
¿Estarás bien esta noche?
—Me tiene a mí. —Gideon se levantó de su asiento en el borde de la
bañera, donde se había quitado
las botas.
—Eso no quiere decir que yo no esté aquí. —Cary me dio un beso
rápido en la sien—. Grita si me
necesitas.
La mirada que me lanzó antes de salir de la habitación lo decía
todo... No se sentía muy cómodo con
Gideon durmiendo en casa. La verdad era que yo tenía mis reservas
también. Pensaba que el recelo
que producía ese trastorno del sueño de Gideon estaba
contribuyendo en gran medida a mi descontrol
emocional. Como Cary me había dicho recientemente, el hombre al
que amaba era una bomba de
relojería, y yo dormía con él.
Me enjuagué la boca y volví a poner el cepillo de dientes en su
soporte.
—Necesito una ducha.
Había tomado una antes de sufrir el colapso, pero me sentía sucia
otra vez. Tenía la piel impregnada
de sudor frío y cuando cerraba los ojos, olía a él,
a Nathan.
Gideon abrió el agua, luego empezó a desnudarse, distrayéndome
felizmente con la visión de su
magnífico cuerpo macizo. Tenía los músculos duros y bien
definidos, era de constitución delgada pero
poderosa y elegante.
Dejé la ropa donde cayó al suelo y me deslicé bajo la lluvia de
agua caliente con un quejido. Él
entró detrás de mí; empezó a cepillarme pelo hacia un lado y me
besó en el hombro.
—¿Qué tal estás?
—Mejor. —Porque estás cerca.
Me rodeó la cintura con los brazos y dejó escapar una trémula
exhalación.
—Yo... ¡Por Dios, Eva! ¿Estabas soñando con Nathan?
Respiré hondo.
—Algún día hablaremos de nuestros sueños, ¿eh?
Inspiró con fuerza, tensando los dedos contra mis caderas.
—Es así, ¿verdad?
—Sí —musité—. Es así.
Estuvimos allí durante un buen rato, rodeados de vapor y secretos,
físicamente cercanos pero
emocionalmente distantes. Lo detestaba. Sentía unas abrumadoras
ganas de llorar y no las reprimí. Me
sentaba bien desahogarme. Toda la tensión de aquel largo día
parecía abandonarme con los sollozos.
—Cielo... —Gideon se apretó contra mi espalda, rodeándome la
cintura con los brazos,
sosegándome con el escudo protector de su enorme cuerpo—. No
llores... ¡Dios! No puedo soportarlo.
Dime qué necesitas, cielo. Dime qué puedo hacer.
—Lávamelo —susurré, apoyándome en él, necesitada del consuelo de
su tierna actitud posesiva.
Entrelazamos los dedos sobre mi estómago—. Límpiame.
—Lo estás.
Tomé aire trémulamente, moviendo la cabeza.
—Escúchame, Eva. Nadie puede tocarte —dijo con fiereza—. Nadie
podrá acercarse a ti. Nunca
más.
Apreté los dedos sobre los suyos.
—Tendrán que pasar por encima de mí, Eva. Y eso no ocurrirá nunca.
El dolor que me atenazaba la garganta me impedía hablar. La idea
de que Gideon hiciera frente a mi
pesadilla... de que viera al hombre que me había hecho aquellas
cosas... tensaba aún más el gélido
nudo que había sentido en el estómago todo el día.
Gideon alcanzó el champú y yo cerré los ojos, tratando de no
pensar en nada, excepto en el hombre
cuya única preocupación en aquel momento era yo.
Esperaba con ansia el tacto de sus dedos mágicos. Y cuando llegó,
tuve que apoyarme en la pared de
delante para no perder el equilibrio. Con ambas palmas apretadas
contra el frío azulejo, saboreé entre
gemidos el tacto de sus dedos masajeándome el cuero cabelludo.
—¿Te gusta? —preguntó, con voz grave y áspera.
—Siempre.
Me entregué por completo a aquella dicha mientras él me lavaba y
suavizaba el pelo, temblando
ligeramente cuando me pasaba un peine de púa ancha por mis
empapados mechones. Lamenté que
hubiera terminado y debí de emitir algún sonido de pesar, porque
él se inclinó hacia delante.
—Aún no he terminado —me aseguró.
Me llegó el olor de mi gel baño... entonces...
—Gideon.
Me rendí a la suavidad de sus manos enjabonadas. Me masajeó
delicadamente los nódulos de mis
hombros, ablandándolos con la presión adecuada de sus pulgares.
Luego se empleó a fondo con la
espalda... las nalgas... las piernas...
—Me voy a caer... —dije, arrastrando las palabras, ebria de
placer.
—Yo te cogeré, cielo. Siempre te cogeré.
El dolor y la humillación de mis recuerdos se evaporaron bajo el
reverencial cuidado, desinteresado
y paciente, de Gideon. Más que el agua y el jabón, era su tacto el
que me liberaba de la pesadilla. Me
giré ante su insistencia y contemplé cómo, agachado allí delante,
deslizaba las manos por mis
pantorrillas, su cuerpo una increíble exhibición de músculo prieto
y flexible. Rodeándole la mandíbula
con las manos, le alcé la cabeza.
—¡Puedes hacerme tanto bien, Gideon...! —le dije quedamente—. No
sé cómo podría olvidarlo. Ni
por un minuto siquiera.
Hinchó el pecho al tomar una rápida y profunda bocanada de aire.
Se enderezó, deslizando las
manos por mis muslos, hasta ponerse a mi altura. Apretó sus labios
contra los míos, suavemente.
Ligeramente.
—Sé que hoy ha sido un día muy jodido. ¡Mierda!... toda la semana.
Ha sido muy difícil para mí
también.
—Lo sé. —Le abracé, apretando mi mejilla contra su pecho. Era tan
sólido y fuerte... Me encantaba
cómo me sentía cuando estaba entre sus brazos.
Notaba su pene grueso y duro entre los dos, y más aún cuando me
acurruqué contra él.
—Eva... —carraspeó—. Déjame terminar, cielo.
Le mordisqueé la barbilla y llevé las manos a su perfecto trasero,
empujándole hacia mí.
—¿Por qué no empiezas, mejor?
—Esto no iba encaminado hacia ese fin.
Como si pudiera haber terminado de otra manera cuando estábamos
desnudos los dos deslizándonos
las manos por todas partes. Gideon podía ponerme la mano en la
parte inferior de la espalda mientras
caminábamos y me excitaba igual que si me la pusiera entre las
piernas.
—Bueno... entonces vuelve a repasar, campeón.
Gideon llevó las manos a ambos lados de mi garganta, con los
pulgares bajo la barbilla para
empujar hacia arriba. Su ceño fruncido le delató, y antes de que
pudiera decirme por qué no era buena
idea que hiciéramos el amor en ese momento, le cogí la polla con
ambas manos.
Emitió un gruñido al tiempo que le daba una sacudida en las
caderas.
—Eva...
—Sería una pena desperdiciarlo.
—No puedo fastidiarla contigo. —Sus ojos eran oscuros como
zafiros—. Si alguna te atemorizara al
tocarte, me volvería loco.
—Gideon, por favor...
—Yo digo cuándo. —Su voz de mando era inconfundible.
Le solté automáticamente.
Él retrocedió y se alejó, bajando la mano para empuñarse la polla.
Yo me revolvía nerviosa, sin poder apartar la vista de aquella
habilidosa mano y sus largos y
elegantes dedos. A medida que la distancia entre nosotros se
agrandaba, empecé a suspirar, mi cuerpo
respondía a la pérdida del suyo. La cálida languidez que él le
había infundido con su roce se convirtió
en un fuego lento, como si hubiera preparado una hoguera que
hubiera sido atizada de repente.
—¿Ves algo que te guste? —ronroneó, masturbándose.
Asombrada de que se burlara de mí después de haberme rechazado,
levanté la vista... y me quedé
sin respiración.
Gideon ardía también. No se me ocurría otra palabra para
describirle. Me miraba con los párpados
cargados, como si quisiera comerme viva. Se pasó la lengua
despacio por la costura de sus labios,
como si estuviera saboreándome. Cuando se mordió todo el labio
inferior, habría jurado que lo sentí
entre mis piernas. Conocía tan bien aquella mirada... lo que venía
a continuación... lo fiero que podía
ser cuando me deseaba de aquella manera.
Era una mirada que pedía SEXO a gritos. Sexo duro, hondo,
interminable, de alucinar. Estaba allí,
en el otro extremo de mi ducha, separados los pies, con aquel
cuerpo de marcados músculos
flexionándose rítmicamente mientras se acariciaba su hermosa polla
con unos roces largos y lentos.
Nunca había visto nada tan abiertamente sexual, tan audazmente
masculino.
—¡Dios mío! —susurré, fascinada—. ¡Joder, qué caliente eres!
El brillo de sus ojos me decía que era consciente de lo que me
estaba haciendo. Deslizó la mano que
tenía libre hacia su escalonado abdomen y se apretó el pectoral,
dándome envidia.
—¿Podrías correrte mientras me miras?
Entonces caí en la cuenta. Temía tocarme de un modo sexual cuando
había pasado tan poco tiempo
desde mi pesadilla, temía lo que pudiera ocurrir entre nosotros si
me incitaba. Pero estaba dispuesto a
montar todo un número para mí —para inspirarme—, de manera que pudiera tocarme a mí misma. La
oleada de emoción que sentí en ese momento fue tremenda. Gratitud
y afecto, deseo y ternura.
—Te quiero, Gideon.
Cerró los ojos, apretándolos, como si aquellas palabras fueran demasiado
para él. Cuando volvió a
abrirlos, la fuerza de su voluntad me produjo un estremecimiento
de deseo.
—Demuéstramelo.
Rodeaba con la palma de la mano la ancha cabeza de su polla.
Apretó, y el arrebol que le cruzó el
rostro me llevó a mí a juntar los muslos con fuerza. Se frotó el
círculo plano de un pezón. Una, dos
veces. Emitió un áspero sonido de placer que me hizo salivar.
El agua que me daba en la espalda y la nube de vapor que se alzaba
entre nosotros no hacía sino
añadir erotismo a la imagen que él ofrecía. Aceleró el movimiento
de la mano, deslizándola
rítmicamente arriba y abajo. Era tan larga y gruesa...
Indudablemente viril.
Incapaz de aguantar el dolor de mis pezones endurecidos, me llevé
ambas manos a los pechos y
apreté.
—Eso es, cielo. Muéstrame lo que te hago.
Hubo un momento en el que me pregunté si podría. No hacía mucho
que me había sentido
avergonzada al hablar cara a cara con Gideon de mi vibrador.
—Mírame, Eva. —Se cogió las pelotas con una mano y la polla con la
otra. Estaba descaradamente
empalmado.
—No quiero correrme sin ti. Quiero que me acom pañes.
Quería estar igual de excitada para él. Quería que suspirara y se
sintiera tan necesitado como me
sentía yo. Quería que mi cuerpo —mi deseo— se le grabara a fuego en el cerebro como aquella
imagen de él quedaría grabada en el mío.
Con los ojos clavados en los suyos, deslicé las manos por mi
cuerpo. Observaba sus movimientos...
estaba atenta por si le oía quedarse sin aliento... me servía de
sus pistas para saber qué le volvía loco.
De algún modo era tan íntimo como cuando estaba dentro de mí,
quizá más, puesto que estábamos
separados y expuestos del todo. Completamente desnudos. Nuestro
placer se reflejaba en el otro.
Empezó a decirme lo que quería con esa áspera voz de dios del
sexo:
—Tírate de los pezones, cielo... Tócate... ¿estás húmeda? Métete
los dedos... ¿Notas lo prieta que
estás? Un pequeño cielo, apretado y suave, para mi verga... Eres
tan jodidamente guapa... tan sexy. La
tengo tan dura que me duele... ¿Ves lo que haces conmigo? Voy a
correrme entero para ti...
—Gideon —susurré, masajeándome el clítoris en rápidos círculos con
la yema de los dedos,
ayudándome con el movimiento de las caderas.
—Estoy ahí contigo —dijo con voz ronca, pelándosela con rápidos y
brutales movimientos de la
mano en su carrera hacia el orgasmo.
A la primera sacudida de mi vagina, grité, temblándome las
piernas. Apoyé una palma contra el
cristal de la cabina para no caerme, pues el orgasmo me había
dejado sin fuerzas en los músculos.
Gideon vino a mí un segundo después, aferrándose a mis caderas de
una forma que expresaba avidez y
posesión, tensando los dedos con impaciente agitación.
—¡Eva! —bramó, al tiempo que la primera ráfaga de espeso semen se
estrellaba en mi vientre—.
Joder.
Encorvándose sobre mí, me hundió los dientes en esa zona sensible
entre el cuello y el hombro, un
sencillo asidero que revelaba la crudeza de su placer. Los
bramidos que profería retumbaban en mí,
entonces se corrió con todas sus fuerzas, a borbotones, contra mi
estómago.
Era poco después de las seis de la mañana cuando salí del
dormitorio sigilosamente. Llevaba un rato
levantada, viendo dormir a Gideon. Era todo un lujo, pues rara vez
conseguía despertarme antes que
él. Podía contemplarle sin ninguna preocupación de que se molestara.
Sin hacer ruido recorrí el pasillo hasta llegar al espacio diáfano
de la principal zona de estar. Era
ridículo que Cary y yo viviéramos en el Upper West Side en un
apartamento lo bastante grande como
para una familia, pero hacía tiempo que había aprendido a no
librar todas las batallas en lo que se
refería a discutir con mi madre y mi padrastro sobre mi seguridad.
De ninguna manera iban a cambiar
de opinión sobre la ubicación o ciertos aspectos de seguridad como
un conserje y una zona de
recepción, pero podía aprovecharme de mi colaboración en el tipo
de vivienda para conseguir que
ellos cedieran en otros puntos.
Estaba en la cocina esperando a que se terminara de hacer el café
cuando apareció Cary. Estaba
increíble con un chándal gris de la Universidad Estatal de San
Diego, el pelo marrón chocolate todo
despeinado tras una noche de sueño, y la barba de un día.
—Buenos días, nena —murmuró, plantándome un beso en la sien al
pasar.
—Te has levantado pronto.
—Mira quién habla. —Sacó dos tazas del armario, luego la leche
semidesnatada del frigorífico. Me
acercó las dos cosas y se me quedó mirando—. ¿Qué tal estás?
—Estoy bien. En serio —insistí ante su escéptica mirada—. Gideon
me cuidó.
—Vale, ¿pero realmente es tan buena idea si resulta que él es la
razón de que estés lo bastante
estresada como para tener pesadillas?
Llené dos tazas, añadiendo azúcar a la mía y leche a ambas.
Mientras lo hacía, le hablé de Corinne y
la cena en el Waldorf, y la discusión que había tenido con Gideon
a propósito de la presencia de
aquélla en el Crossfire.
Cary permaneció con la cadera apoyada en el mostrador, las piernas
cruzadas en los tobillos y un
brazo cruzado en el pecho. Daba sorbos a su café.
—Sin más explicaciones, ¿eh?
Negué con la cabeza, sintiendo el peso del silencio de Gideon.
—¿Y a ti? ¿Qué tal te va?
—¿Vas a cambiar de tema?
—No hay nada más que contar. Es una versión parcial.
—¿Alguna vez dejas de pensar en que quizá siempre tenga secretos?
Frunciendo el ceño, bajé la taza.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que es el hijo de veintiocho años de un estafador
suicida, seguidor del esquema
Ponzi, y que casualmente es el propietario de un buen pedazo de
Manhattan. —Alzó una ceja
desafiante—. Piénsalo. ¿Realmente son cosas que puedan excluirse
mutuamente?
Bajando la mirada a mi taza, tomé un sorbo y no le confesé que yo
me había preguntado eso mismo
una o dos veces. La magnitud de la fortuna y del imperio de Gideon
era asombrosa, sobre todo
teniendo en cuenta su edad.
—No imagino a Gideon timando a gente, no cuando resulta que es un
desafío mayor lograr lo que
tiene legítimamente.
—Con todos los secretos que tiene, ¿puedes estar segura de que le
conoces lo suficiente como para
emitir ese juicio subjetivo?
Pensé en el hombre que había pasado la noche conmigo y me sentí
tranquila de lo segura que estaba
de mi respuesta... al menos de momento.
—Sí.
—De acuerdo, entonces. —Cary se encogió de hombros—. Ayer hablé
con el doctor Travis.
Inmediatamente mis pensamientos dieron un giro cuando mencionó a
nuestro terapeuta de San
Diego.
—¿Ah, sí?
—Sí. La otra noche la cagué de verdad.
Por la agitada forma en que se apartaba el flequillo de la frente,
supe que se refería a la orgía con la
que me había encontrado.
—Cross le rompió a Ian la nariz y le partió el labio —dijo,
recordándome lo violentamente que
había respondido Gideon a la grosera proposición del amigo de Cary de que me uniera a ellos—. Ayer
vi a Ian y parece como si le hubieran dado en la cara con un
ladrillo. Me preguntó quién le había
zurrado, para poder presentar cargos.
—Oh. —Por unos instantes me falló la respiración—. ¡Mierda!
—Lo sé. Multimillonarios más demandas judiciales es igual a beaucoup pavos. ¿En qué cojones
estaba yo pensando? —Cary cerró los ojos y se los frotó—. Le dije
que no sabía quién era tu
acompañante, que debía de tratarse de algún tío que te habías
ligado y llevado a casa. Cross le atacó
por el lado ciego, así que Ian no vio una mierda.
—Las dos chicas que estaban contigo vieron a Gideon perfectamente
—repliqué en tono grave.
—Salieron volando por esa puerta —Cary apuntó hacia el otro lado
del salón como si la puerta
siguiera reverberando por el portazo— como almas que lleva el
diablo. No vinieron a urgencias con
nosotros, y ninguno de los dos sabemos quiénes son. Si Ian no se
las encuentra, no hay problema.
Noté un escalofrío y me froté el estómago, me encontraba mal otra
vez.
—Estaré al tanto de la situación —me aseguró—. La noche entera fue
una seria llamada de
atención, y hablar sobre ella en psicoterapia me dio cierta
perspectiva. Después, fui a ver a Trey. Para
disculparme.
Oír el nombre de Trey me entristeció. Yo confiaba en que la
prometedora relación de Cary con el
estudiante de veterinaria funcionase, pero Cary se había encargado
de sabotearla. Como siempre.
—¿Qué tal te fue?
Se encogió de hombros otra vez, pero el movimiento fue incómodo.
—Le hice daño la otra noche porque soy gilipollas. Y ayer volví a
hacérselo tratando de hacer lo
correcto.
—¿Rompiste la relación? —Le tendí una mano y le apreté la suya
cuando la colocó sobre la mía.
—Se ha enfriado bastante. Como el hielo. Quiere que sea gay, y no
lo soy.
Resultaba doloroso oír que alguien quería que Cary fuera diferente
a como era, porque siempre le
había pasado lo mismo. Me costaba entender cuál era la razón. Para
mí, era maravilloso tal cual.
—Lo siento mucho, Cary.
—Yo también, porque es un tipo estupendo. Sencillamente ahora
mismo no estoy preparado para las
exigencias de una relación complicada. Tengo mucho trabajo. Aún no
soy lo bastante estable como
para que me joroben la cabeza. —Se le fruncieron los labios—.
Quizá tú también deberías pensarlo.
Acabamos de mudarnos aquí. Los dos aún tenemos cosas que resolver.
Asentí con la cabeza, entendiendo sus razones y sin discrepar,
pero decidida a luchar por mi
relación con Gideon.
—¿También has hablado con Tatiana?
—No hace falta. —Me pasó un pulgar por los nudillos—. Ella es
fácil.
Resoplando, tomé un buen trago del café que se me estaba
enfriando.
—No sólo en ese
sentido —me reprendió,
esbozando una pícara sonrisa—. Quiero decir que no
espera nada ni exige nada. Mientras me vista bien y llegue al
orgasmo al menos tantas veces como yo,
todo va bien. Y yo estoy a gusto con ella, y no sólo porque sea
capaz de succionar el acerocromo de un
parachoques. Es relajante estar con alguien que simplemente quiere
divertirse y no provoca estrés.
—Gideon me conoce. Comprende mis problemas e intenta ayudarme con
ellos. Él está intentándolo
también, Cary. Tampoco es fácil para él.
—¿Crees que Cross echó un polvo de mediodía con su ex? —preguntó
sin rodeos.
—No.
—¿Estás segura?
Respiré hondo y tomé un tonificante trago de café.
—Prácticamente —admití—. Creo que bebe los vientos por mí. La cosa
está de lo más ardiente
entre nosotros, ¿sabes? Pero su ex tiene algún poder sobre él. Él
dice que es culpabilidad, pero eso no
explica su fascinación con las morenas.
—Explica por qué perdiste los estribos y le pegaste; el que ella
le ronde otra vez te reconcome. Pero
él sigue sin decirte qué pasa. ¿Te parece bien?
No. Ya lo sabía. Lo detestaba.
—Ayer por la tarde vimos al doctor Petersen.
Cary enarcó las cejas.
—¿Y qué tal fue?
—No nos dijo que echáramos a correr, que nos alejáramos el uno del
otro rápidamente.
—¿Y si os lo dijera? ¿Le harías caso?
—No pienso achicarme esta vez cuando las cosas se pongan
difíciles. En serio, Cary —le sostuve la
mirada—, ¿realmente he adelantado algo si no soy capaz de hacer
frente al oleaje?
—Nena, Cross es un tsunami.
—¡Ja! —Sonreí, incapaz de evitarlo. Cary podía hacerme sonreír
entre lágrimas—. Si te digo la
verdad, si no soluciono esto con Gideon, dudo que pueda hacerlo
con nadie más.
—¡Ahí está tu autoestima de mierda!
—Conoce lo que llevo conmigo.
—Vale.
Alcé las cejas, sorprendida.
—¿Vale? —Demasiado fácil.
—No me lo trago, pero estoy dispuesto a hacerlo. —Me cogió de la
mano—. Vamos, ven que te
peino.
Sonreí, agradecida.
—Eres el mejor.
Chocó su cadera contra la mía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario