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Reflejada en tí - Sillvia Day Capítulo 15




15
Me detuve junto a la habitación de Cary antes de salir para el trabajo el jueves por la mañana. Abrí la
puerta y asomé la cabeza. Cuando vi que estaba dormido, me dispuse a salir.
—Hola —murmuró parpadeando.
—Hola. —Entré—. ¿Cómo estás?
—Contento de estar en casa. —Se tocó el rabillo de los ojos—. ¿Va todo bien?
—Sí... Sólo quería verte antes de irme a trabajar. Volveré sobre las ocho. Compraré algo de cenar
cuando venga de camino, así que espero un mensaje tuyo a eso de las siete diciendo qué te apetece...
—Me interrumpí con un bostezo.
—¿Qué tipo de vitaminas toma Cross?
—¿Cómo?
—Yo siempre estoy cachondo, pero aun así no puedo estar clavándola de esa forma toda la noche.
Pensaba todo el rato: «Ahora sí que ha terminado». Y entonces, empezaba otra vez.
Me ruboricé y cambié el peso de un pie a otro.
Se rio a carcajadas.
—Aquí está oscuro, pero sé que te has puesto colorada.
—Deberías haberte puesto los auriculares —farfullé.
—No te preocupes por eso. Me alegra saber que mi equipo sigue funcionando. No se me había
puesto dura desde antes del asalto.
—No seas asqueroso, Cary. —Me dispuse a salir de la habitación—. Mi padre viene esta noche.
Prácticamente mañana. Su vuelo aterriza a las cinco.
—¿Vas a recogerle?
—Claro.
Su sonrisa desapareció.
—Vas a matarte como sigas así. No has dormido en toda la semana.
—Ya lo recuperaré. Hasta luego.
—Oye, ¿lo de anoche significa que tú y Cross volvéis a estar bien?
Me apoyé en el quicio de la puerta con un suspiro.
—Hay algo que va mal y no quiere contármelo. Le escribí una carta vomitándole prácticamente
todas mis inseguridades y neuras.
Nunca pongas cosas así por escrito, nena.
—Sí, en fin... Lo único que he conseguido ha sido que me folle hasta casi morirme sin saber nada
más de cuál es el problema. Ha dicho que tiene que ser así. Ni siquiera sé qué significa eso.
Asintió.
—Parece que tú sí lo entiendes.
—Creo que entiendo lo del sexo.
Eso hizo que me recorriera un escalofrío por la espalda.
—¿Sexo para desahogarse?
—Es posible —asintió suavemente.
Cerré los ojos y dejé que aquella confirmación no me afectara. Entonces, me incorporé.
—Tengo que irme. Hablamos luego.
Lo malo de las pesadillas es que una no puede prepararse para ellas. Aparecen de repente, cuando eres
más vulnerable, provocando estragos y caos cuando estás completamente indefensa.
Y no siempre suceden cuando estás durmiendo.
Yo estaba sentada, aturdida y angustiada mientras Mark y el señor Waters repasaban los detalles de
los anuncios del vodka Kingsman, dolorosamente consciente de que Gideon estaba presidiendo la
mesa vestido con un traje negro, camisa blanca y corbata.
Me había ignorado deliberadamente desde el momento en que entré en la sala de conferencias de
Cross Industries, aparte de un rápido apretón de manos cuando el señor Waters nos presentó. Aquella
breve caricia de su piel contra la mía había provocado una descarga por todo mi cuerpo, que
inmediatamente lo reconoció como la persona que le había dado placer durante toda la noche. Gideon
no pareció detectar ese contacto en absoluto, dirigiendo la mirada por encima de mi cabeza cuando
dijo: «Señorita Tramell».
El contraste con la última vez que habíamos estado en aquella sala era enorme. En aquella ocasión
no había sido capaz de apartar los ojos de mí. Su mirada había sido abrasadora y descarada y cuando
salimos de la habitación, me dijo que quería follarme y que eliminaría cualquier cosa que se
interpusiera en su camino impidiéndole hacerlo.
Esta vez, se puso de pie de repente cuando terminó la reunión, dio un apretón de manos a Mark y al
señor Waters y salió por la puerta dedicándome una breve e indescifrable mirada. Sus dos directoras
salieron a toda prisa detrás de él, las dos morenas y atractivas.
Mark me dirigió una mirada inquisitiva desde el otro lado de la mesa. Yo negué con la cabeza.
Volví a mi escritorio. Trabajé aplicadamente el resto del día. Durante mi descanso para almorzar,
me quedé en la oficina y busqué cosas que podía hacer con mi padre. Me decidí por tres posibilidades:
el edificio del Empire State, la Estatua de la Libertad y un espectáculo de Broadway, reservando la
excursión a la Estatua de la Libertad por si tenía verdadero interés en ir. Imaginé que también
podíamos saltarnos el trayecto en ferry y simplemente verla desde la orilla. Su estancia en la ciudad
iba a ser corta y no quería sobrecargarle teniendo que correr de un lado a otro.
En mi último descanso del día, llamé al despacho de Gideon.
—Hola, Scott —dije saludando a su secretario—. ¿Sería posible hablar con tu jefe rápidamente?
—Espera un momento. Voy a ver.
Casi esperaba que rechazara mi llamada, pero un par de minutos después, me pasó.
—¿Sí, Eva?
Dediqué el tiempo que dura un latido del corazón para saborear el sonido de su voz.
—Siento molestarte. Probablemente sea una pregunta estúpida, considerando cómo están las cosas,
pero... ¿vas a venir a cenar mañana para conocer a mi padre?
—Allí estaré —contestó con aspereza.
—¿Vas a llevar a Ireland? —Me sorprendió que la voz no me temblara, teniendo en cuenta el
abrumador alivio que sentí.
Hubo una pausa.
—Sí —dijo después.
—Vale.
—Hoy tengo una reunión hasta tarde, así que tendré que verte en la consulta del doctor Petersen.
Angus te llevará. Yo iré en taxi.
—De acuerdo. —Me dejé caer en la silla sintiendo un destello de esperanza. Que quisiera continuar
con la terapia y conocer a mi padre no podían ser más que señales positivas. Gideon y yo estábamos
peleados. Pero él no se había rendido aún—. Te veo allí.
Angus me dejó en la puerta de la consulta del doctor Petersen a las seis menos cuarto. Entré y el
doctor Petersen me saludó con la mano a través de la puerta abierta de su consulta, levantándose de la
silla de detrás de su mesa para estrecharme la mano.
—¿Cómo estás, Eva?
—He estado mejor.
Recorrió mi rostro con sus ojos.
—Pareces cansada.
—Eso me dice todo el mundo —contesté con frialdad.
Miró por detrás de mí.
—¿Dónde está Gideon?
—Tenía una reunión a última hora, así que hemos venido por separado.
—De acuerdo. —Señaló el sofá—. Ésta es una buena ocasión para que podamos hablar a solas.
¿Hay algo en particular de lo que te gustaría hablar antes de que llegue?
Me acomodé en el sofá y le conté todo al doctor Petersen: el maravilloso viaje a las Outer Banks y,
después, la extraña e inexplicable semana que habíamos tenido desde entonces.
—Simplemente no lo comprendo. Creo que tiene problemas, pero no puedo conseguir que me
cuente nada. Me ha aislado por completo emocionalmente. La verdad es que empieza a hacerme daño.
También me preocupa que su cambio de comportamiento se deba a Corinne. Cada vez que nos damos
contra uno de estos muros es por ella.
Me miré los dedos, que estaban retorcidos entre sí. Me recordó a la costumbre de mi madre de
retorcer el pañuelo y me obligué a relajar las manos.
—Es como si ejerciera algún control sobre él y Gideon no pudiese liberarse de ello, por mucho
amor que sienta por mí.
El doctor Petersen levantó la vista de sus notas y me observó.
—¿Te dijo que no iba a asistir a su cita del martes?
—No. —Aquella noticia supuso un mazazo—. No me dijo nada.
—Tampoco me lo dijo a mí. No me parece un comportamiento propio de él, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
El doctor Petersen cruzó las manos sobre su regazo.
—A veces, uno de vosotros, o los dos, podéis retroceder un poco. Eso es de esperar, teniendo en
cuenta la naturaleza de vuestra relación. No sólo estáis trabajando en vuestra relación, sino también
como personas individuales para poder formar una pareja.
—Pero yo no puedo seguir con esto. —Respiré hondo—. No puedo seguir con esta dinámica de sube
y baja. Me está volviendo loca. La carta que le envié... Fue terrible. Todo lo que había en ella era
cierto, pero terrible. Hemos pasado unos momentos realmente bonitos juntos. Me dijo que...
Tuve que parar un momento y, cuando continué, mi voz sonó entrecortada.
—Me dijo cosas maravillosas. No quiero perder esos recuerdos bajo otros más feos. Sigo
pensándome si debería dejarlo mientras pueda, pero estoy resistiendo porque le prometí a él... y a mí
misma... que no huiría más. Que iba a clavar mis pies en el suelo y que iba a luchar por esto.
—¿Eso es algo en lo que sigues trabajando?
—Sí, así es. Y no es fácil. Porque algunas de las cosas que hace... Yo reacciono de formas que he
aprendido a evitar. ¡Para no perder el juicio! Hay un momento en el que hay que saber decir que has
hecho todo lo que has podido pero que no ha funcionado, ¿no es así?
El doctor Petersen tenía la cabeza ladeada.
—Y si no, ¿qué es lo peor que puede pasar?
—¿Me lo pregunta a mí?
—Sí. El peor de los casos.
—Pues... —extendí los dedos sobre mis piernas—, que él se distancie de mí, que eso provoque que
yo me enganche aún más y pierda toda la autoestima. Y que terminemos volviendo él a su vida tal y
como era antes y yo volviendo a someterme a terapia para tratar de recuperar el juicio.
Él seguía mirándome y había algo en su paciente atención que hacía que continuara hablando.
—Temo que no me deje marchar cuando llegue el momento y que yo no sepa cómo hacerlo, que
siga enganchada a ese barco que se hunde y termine hundiéndome con él. Simplemente desearía poder
confiar en que él le pondrá fin, si llega el momento.
—¿Crees que tiene que ser así?
—No lo sé. Puede. —Aparté la mirada del reloj de la pared—. Pero considerando que son casi las
siete y que nos ha dejado plantados a los dos, parece probable.
Me pareció una locura que no me sorprendiera ver el Bentley esperando en la puerta de mi
apartamento a las cinco menos cuarto de la mañana. El conductor que apareció de detrás del volante
cuando yo salí no me era familiar. Era mucho más joven que Angus; imaginé que tendría treinta y
pocos años. Parecía latino, con un tono de caramelo en la piel, y pelo y ojos oscuros.
—Gracias —le dije cuando dio la vuelta por la parte delantera del vehículo—, pero voy a coger un
taxi.
Al oír aquello, el portero de noche de mi edificio salió a la calle para llamar a uno.
—El señor Cross me ha dicho que debo llevarla al aeropuerto de La Guardia —dijo el conductor.
—Puede decirle al señor Cross que no voy a necesitar su servicio de transporte ni ahora ni en el
futuro. —Me acerqué al taxi que el portero había detenido, pero me detuve y me di la vuelta—. Y
dígale también que se vaya a la mierda.
Entré en el taxi y me acomodé mientras se ponía en marcha.
Admito que no soy muy imparcial cuando digo que mi padre destaca entre la multitud, pero eso no
hace que sea menos cierto.
Cuando salió de la zona de seguridad, Victor Reyes llamó la atención. Medía más de un metro
ochenta, estaba en forma, era corpulento y tenía la presencia autoritaria de alguien que lleva una placa
de policía. Su mirada rastreó la zona más próxima que le rodeaba, comportándose siempre como un
policía incluso cuando no estaba de servicio. Llevaba un bolso de viaje colgado al hombro y vestía
vaqueros azules con camisa negra. Tenía el pelo oscuro y ondulado y ojos tormentosos y grises, como
los míos. Estaba realmente atractivo con su aire taciturno y peligroso de chico malo y traté de
imaginarlo junto a la frágil y altiva belleza de mi madre. Nunca los había visto juntos, ni siquiera en
fotos, y lo cierto es que deseaba hacerlo. Aunque sólo fuera una vez.
—¡Papá! —grité moviendo la mano en el aire.
Su rostro se iluminó al verme y en su boca se dibujó una amplia sonrisa.
—Aquí está mi chica. —Me cogió con un abrazo y me levantó los pies del suelo—. Te he echado
muchísimo de menos.
Empecé a llorar. No podía evitarlo. Estar de nuevo con él era ya la última gota que colmaba el vaso
de mi estado emocional.
—Oye. —Me balanceó—. ¿A qué vienen esas lágrimas?
Apreté los brazos alrededor de su cuello, agradecida por tenerlo conmigo, sabiendo que los demás
problemas de mi vida quedarían a un lado mientras él estuviera cerca.
—Yo también te he echado muchísimo de menos —di je sorbiéndome la nariz.
Cogimos un taxi de vuelta a mi casa. Durante el camino, mi padre me hizo las mismas preguntas
sobre el ataque a Cary que me había hecho la policía en el hospital. Traté de tenerlo distraído con esa
conversación cuando nos detuvimos en la puerta de mi edificio, pero no funcionó.
Los ojos de lince de mi padre miraron el saliente moderno de cristal anexo a la fachada de ladrillo
del edificio. Se quedó mirando al portero, Paul, quien se tocó la visera de su gorro y nos abrió la
puerta. Observó la recepción y a la conserje y se meció en sus tacones mientras esperábamos al
ascensor.
No dijo nada y mantuvo el rostro impasible, pero yo sabía que estaba pensando en lo mucho que
debía costar mi alojamiento en una ciudad como Nueva York. Cuando le enseñé el interior del
apartamento, echó un vistazo a toda la casa. Las grandes ventanas tenían una sensacional vista de la
ciudad y la televisión de pantalla plana que estaba anclada a la pared era sólo uno de los muchos
aparatos de primera calidad que había a la vista.
Él sabía que yo no me podía permitir esa casa por mí misma. Sabía que el marido de mi madre
corría con gastos míos que él nunca podría costear. Y me pregunté si pensaba en mi madre y en que lo
que ella necesitaba quedaba más allá de sus posibilidades.
—La seguridad aquí es muy estricta —le expliqué—. Es imposible pasar la recepción si no estás en
la lista y no puede responder un vecino por ti.
Mi padre dejó escapar un suspiro.
—Eso está bien.
—Sí. No creo que mamá pudiera dormir por las noches de no ser así.
Eso hizo que desapareciera algo de tensión de sus hombros.
—Deja que te enseñe tu habitación. —Le conduje por el pasillo hasta la habitación de invitados.
Tenía su propio baño y un minibar con frigorífico. Vi que se fijaba en esas cosas antes de dejar su
bolsa de viaje en la enorme cama—. ¿Estás cansado?
Me miró.
—Sé que tú sí lo estás. Y hoy tienes que trabajar, ¿no? ¿Por qué no dormimos un poco antes de que
te tengas que ir?
Contuve un bostezo, sabiendo que podía utilizar esas dos horas para descansar.
—Suena bien.
—Despiértame cuando te levantes —dijo echando los hombros hacia atrás—. Te prepararé el café
mientras te arreglas.
—Estupendo. —La voz me salió ronca al tratar de aguantar las lágrimas. Gideon tenía casi siempre
café esperándome los días en que se quedaba a pasar la noche, porque se levantaba antes que yo.
Echaba de menos ese ritual nuestro.
De algún modo, tendría que aprender a vivir sin ello.
Me puse de puntillas y besé a mi padre en la mejilla.
—Estoy muy contenta de que estés aquí, papá.
Cerré los ojos y me apreté a él cuando me abrazó.
Salí del pequeño mercado con las bolsas de comida para la cena y fruncí el ceño al ver a Angus parado
en el bordillo. Había rechazado que me llevaran por la mañana y, de nuevo, cuando salí del edificio
Crossfire, pero continuaba siguiéndome como una sombra. Era ridículo. No pude evitar preguntarme
si Gideon ya no me quería como novia, pero que su neurótico deseo de mi cuerpo implicaba que no
quería que me tuviera nadie más, es decir, Brett.
De camino a casa, me entretuve pensando qué pasaría si invitaba a Brett a cenar, imaginándome a
Angus teniendo que hacer esa llamada a Gideon cuando Brett entrara en mi casa. No fue más que una
rápida fantasía vengativa, puesto que no quería dar a Brett falsas esperanzas y, de todas formas, estaba
en Florida, pero con eso me bastó.
Dejé todas las cosas de la cena en la cocina y, a continuación, fui a ver a mi padre. Estaba en la
habitación de Cary entretenido con un videojuego. Cary manejaba un mando con una mano, pues la
otra la tenía escayolada.
—¡Vaya! —gritó mi padre—. ¡Toma!
—Debería darte vergüenza —le espetó Cary—, aprovechándote de un inválido.
—Oh, qué pena me das.
Cary me vio en la puerta y me guiñó un ojo. Le quise tanto en ese momento que no pude evitar
acercarme a él y darle un beso en su magullada frente.
—Gracias —susurré.
—Dame las gracias con una cena. Estoy hambriento.
Me incorporé.
—He traído ingredientes para hacer enchiladas.
Mi padre me miró, sonriendo, porque sabía que necesitaría su ayuda.
—¿Sí?
—Cuando hayas terminado —le dije—. Voy a darme una ducha.
Cuarenta y cinco minutos después, mi padre y yo estábamos en la cocina enrollando queso y pollo,
que había comprado ya asado —mi pequeña trampa para ahorrar tiempo—, en tortillas de maíz
empapadas en manteca. En el salón, el reproductor de CD pasó al siguiente disco y la enternecedora
voz de Van Morrison sonó a través de los altavoces de sonido envolvente.
—¡Oh, sí! —exclamó mi padre agarrándome de la mano y apartándome de la barra—. Ta-ri-rá, tari-
rá, moondance —cantó con su profunda voz de barítono, dándome la vuelta.
Yo me reí, encantada.
Colocando la parte posterior de la mano sobre mi espalda para no tocarme con los dedos grasientos,
me hizo bailar alrededor de la isla de la cocina mientras los dos cantábamos la canción y nos reíamos.
Estábamos en nuestro segundo giro cuando me di cuenta de que había dos personas de pie junto al
mostrador de desayuno.
Mi sonrisa desapareció y tropecé, obligando a que mi padre me cogiera.
—Qué mal bailas —se mofó con sus ojos fijos sólo en mí.
—Eva baila de maravilla —intervino Gideon, con esa máscara implacable en su rostro que yo tanto
detestaba.
Mi padre se giró y su sonrisa también desapareció.
Gideon rodeó la barra y entró en la cocina. Se había vestido para la ocasión, con unos vaqueros y
una camiseta del equipo de los Yankees. Una elección apropiada e informal y un buen comienzo de
conversación, pues mi padre era un acérrimo admirador del equipo de los Padres de San Diego.
—No me había dado cuenta de que también es buena cantando. Soy Gideon Cross —se presentó con
la mano extendida.
—Victor Reyes. —Mi padre le enseñó los dedos grasientos—. Estoy un poco sucio.
—No importa.
Encogiéndose de hombros, mi padre le estrechó la mano y lo examinó.
Yo les lancé un paño a los dos y me acerqué a Ireland, que estaba resplandeciente. Sus ojos azules
brillaban y tenía las mejillas enrojecidas de placer.
—Me alegra mucho que hayas podido venir —le dije abrazándola con cuidado—. ¡Estás preciosa!
—¡Tú también!
Era mentira, pero lo agradecí igualmente. No me había hecho nada en la cara ni en el pelo después
de la ducha porque sabía que a mi padre no le importaría y no esperaba que apareciera Gideon. Al fin
y al cabo, la última vez que había tenido noticias suyas había sido cuando dijo que me vería en la
consulta del doctor Petersen.
Ireland miró al mostrador donde yo lo había dispuesto todo.
—¿Puedo ayudar?
—Claro. Pero no te pongas a contar calorías o la cabeza te explotará. —Le presenté a mi padre, que
fue mucho más cálido con ella de lo que había sido con Gideon, y después la llevé al fregadero para
que se lavara.
De inmediato, la puse a ayudarme a enrollar las últimas enchiladas mientras mi padre metía en el
frigorífico las ya frías cervezas Dos Equis que había traído Gideon. Ni siquiera me molesté en
preguntarme cómo sabía Gideon que iba a preparar comida mexicana para la cena. Sólo quería saber
por qué había dedicado su tiempo a saberlo cuando estaba muy claro que tenía otras cosas que hacer,
como dejar plantadas a sus citas.
Mi padre fue a su habitación para lavarse. Gideon se acercó a mí por detrás y me puso las manos en
la cintura, rozando sus labios contra mi sien.
—Eva.
Yo me contuve ante el deseo casi irresistible de dejarme caer sobre él.
—No —susurré—. Prefiero que no finjamos.
Me despeinó al dejar escapar el aire con fuerza. Sus dedos apretaron mi cintura masajeándola
durante un momento. Entonces noté que su teléfono vibraba, me soltó y se retiró para mirar la
pantalla.
—Perdona —dijo con brusquedad y salió de la cocina antes de contestar.
Ireland se acercó sigilosamente y susurró. —Gracias. Sé que has sido tú quien le ha obligado a
que me trajera. Yo conseguí mirarla con una sonrisa. —Nadie puede obligar a Gideon a que haga
nada si
él no quiere.
—Tú sí. —Zarandeó la cabeza echándose por encima del hombro su pelo moreno, lacio, que le
llegaba hasta la cintura—. No le has visto cómo te miraba mientras bailabas con tu padre. Le brillaban
los ojos. Creía que iba a llorar. Y mientras subíamos en el ascensor, ha tratado de disimularlo, pero
estoy completamente segura de que estaba nervioso.
Bajé la mirada hacia la lata de salsa de enchilada que tenía en las manos, sintiendo que el corazón
se me partía un poco más.
—Estás enfadada con él, ¿verdad? —preguntó Ire
land. Me aclaré la garganta. —Algunas personas es mejor que sean sólo amigas. —Pero tú dijiste
que le querías. —Eso no siempre es suficiente. —Me di la vuelta
para coger el abrelatas y vi a Gideon en el otro lado de la isla, mirándome. Me quedé petrificada. Se
retorció un músculo de su mandíbula antes de que
lo relajara. —¿Quieres una cerveza? —preguntó en tono brusco. Asentí. También me habría venido
bien un chupito.
Quizá unos cuantos. —¿Quieres vaso? —No.
Miró a Ireland.
—¿Tienes sed? Hay soda, agua, leche...
—¿Y una de esas cervezas? —respondió, lanzándole una encantadora sonrisa.
—En otra ocasión —contestó él con ironía.
Observé a Ireland y noté cómo relucía cuando Gideon la miraba. No podía creerme que él no viera
el cariño que le tenía su hermana. Quizá ahora se basara en cosas superficiales, pero estaba ahí y, con
un poco de estímulo, iría a más. Esperaba que él se esforzara en conseguirlo.
Cuando Gideon me pasó la cerveza fría, sus dedos acariciaron los míos. Los mantuvo ahí un
momento mirándome a los ojos. Yo sabía que estaba pensando en la otra noche.
Ahora me parecía un sueño, como si su visita no hubiese ocurrido nunca en realidad. Casi me creí
que me la había inventado en un delirio desesperado, tan deseosa de sus caricias y de su amor que no
pude pasar un minuto más sin darle a mi mente un alivio de tanta locura de deseo y ansia. Si no fuese
por el ligero dolor que aún sentía dentro de mí, no sabría distinguir entre lo real y una simple y falsa
esperanza.
Cogí la cerveza de sus manos y me di la vuelta. No quería decir que habíamos terminado, pero
ahora estaba claro que necesitábamos un descanso el uno del otro. Gideon tenía que saber qué estaba
haciendo, qué buscaba y si yo podía ocupar un lugar importante en su vida porque este viaje en
montaña rusa en el que nos encontrábamos iba a terminar destrozándome y yo no podía dejar que eso
ocurriera. No lo haría.
—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó.
Le respondí sin mirarle, porque hacerlo era demasiado doloroso.
—¿Puedes ver si podemos traer a Cary aquí? Tiene una silla de ruedas.
—De acuerdo.
Salió de la habitación y, de repente, pude respirar tranquila.
Ireland se me acercó enseguida.
—¿Qué le ha pasado a Cary?
—Te lo contaré mientras ponemos la mesa.
Me sorprendió ver que podía comer. Creo que estaba demasiado fascinada por el silencioso
enfrentamiento entre mi padre y Gideon como para darme cuenta de que me estaba metiendo comida
en la boca. En un extremo de la mesa, Cary cautivaba a Ireland a base de carcajadas que me hicieron
sonreír. En el otro extremo, mi padre presidía la mesa, Gideon estaba sentado a su izquierda y yo a su
derecha.
Estaban hablando. La conversación había empezado con el béisbol, tal y como yo esperaba, y luego
pasó al golf. Desde fuera, los dos hombres parecían relajados, pero la atmósfera que había entre ambos
estaba muy cargada. Noté que Gideon no se había puesto su reloj caro. Había planeado
cuidadosamente tener una apariencia lo más «normal» posible.
Pero nada de lo que Gideon hiciera por fuera podría cambiar quién era por dentro. Era imposible
ocultar lo que era —un macho dominante, un magnate de los negocios, un hombre privilegiado—. Se
veía en cada gesto suyo, en cada palabra que decía, en cada mirada.
Así pues, él y mi padre estaban dispuestos a luchar por saber quién era el macho alfa y sospeché que
mi suerte pendía de un hilo, como si mi vida estuviera en las manos de cualquiera excepto en las mías.
Aun así, comprendí que a mi padre sólo se le había permitido en realidad ser un padre en los
últimos cuatro años y no estaba dispuesto a rendirse. Sin embargo, Gideon estaba compitiendo por un
puesto que yo ya no estaba dispuesta a concederle.
Pero llevaba el anillo que yo le había regalado. Traté de no sacar ninguna conclusión, pero quería
tener esperanzas. Quería creer.
Todos terminamos el primer plato y me estaba poniendo de pie para despejar la mesa para el postre
cuando sonó el portero automático. Respondí.
—¿Eva? Están aquí los detectives Graves y Michna del Departamento de Policía de Nueva York —
me informó la chica de recepción.
Miré a Cary, preguntándome si la policía habría descubierto quién le había atacado. Di permiso para
que subieran y volví corriendo a la mesa.
Cary me miró sorprendido, curioso.
—Es la policía —les expliqué—. Quizá traigan noticias.
La atención de mi padre cambió de inmediato.
—Yo los recibo.
Ireland me ayudó a quitar las cosas. Acabábamos de dejar las copas en el fregadero cuando sonó el
timbre de la puerta. Me sequé las manos con un trapo de cocina y salí a la sala de estar.
Los dos policías que llegaron no eran los que yo esperaba, porque no se trataba de los que habían
interrogado a Cary en el hospital el lunes.
Gideon salió del pasillo metiéndose el teléfono en el bolsillo.
Me pregunté quién estaría llamándolo toda la noche.
—Eva Tramell —dijo la detective a la vez que entraba en el apartamento. Se trataba de una mujer
delgada de rostro severo y unos ojos azules, inteligentes y agudos que eran su mejor rasgo. Tenía el
pelo castaño y rizado y llevaba la cara sin maquillar. Vestía pantalones y zapatos planos y oscuros,
una camisa de popelina y una chaqueta ligera que no ocultaba la placa de policía ni la pistola sujeta al
cinturón—. Soy la detective Shelley Graves, del Departamento de Policía de Nueva York. Éste es mi
compañero, el detective Richard Michna. Sentimos molestarla un viernes por la noche.
Michna era mayor, más alto y corpulento. Tenía el pelo grisáceo por las sienes y escaso por arriba,
y también un rostro duro y unos ojos oscuros que echaron un vistazo a la habitación mientras Graves
se centraba en mí.
—Hola —los saludé.
Mi padre cerró la puerta y hubo algo en su modo de moverse o comportarse que llamó la atención
de Michna.
—¿Pertenece al cuerpo?
—En California —confirmó mi padre—. Estoy visitando a Eva, mi hija. ¿De qué se trata?
—Sólo queremos hacerle unas preguntas, señorita Tramell —dijo Graves. Miró a Gideon—. Y
también a usted, señor Cross.
—¿Tiene esto algo que ver con el ataque que sufrió Cary? —pregunté.
Lo miró.
—¿Por qué no nos sentamos?
Pasamos todos a la sala de estar, pero sólo Ireland y yo terminamos tomando asiento. Todos los
demás permanecieron de pie, con mi padre empujando la silla de ruedas de Cary.
—Tiene una bonita casa —observó Michna.
—Gracias. —Miré a Cary preguntándome qué demonios estaba pasando.
—¿Cuánto tiempo va a estar en la ciudad? —le preguntó el detective a mi padre.
—Sólo el fin de semana.
Graves me sonrió.
—¿Va mucho a California a ver a su padre?
—Me acabo de mudar desde allí hace un par de meses.
—Yo fui una vez a Disneylandia de pequeña —dijo—. De eso hace mucho tiempo, claro. He
querido volver alguna vez.
Fruncí el ceño sin comprender por qué estábamos hablando de esas tonterías.
—Sólo necesitamos hacerle un par de preguntas —intervino Michna, sacando un cuaderno del
bolsillo interior de su chaqueta—. No queremos entretenerlos más tiempo del necesario.
Graves asintió con sus ojos aún puestos en mí.
—¿Puede decirnos si conoce a un hombre llamado Nathan Barker, señorita Tramell?
La habitación empezó a dar vueltas. Cary maldijo y se puso de pie tambaleándose, dando unos
cuantos pasos hasta llegar al asiento que había a mi lado. Me agarró de la mano.
—¿Señorita Tramell? —Graves se sentó en el otro extremo del sofá.
—Es su antiguo hermanastro —contestó Cary bruscamente—. ¿Qué es todo esto?
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Barker? —preguntó Michna.
En un tribunal... Traté de tragar saliva, pero tenía la boca seca como el serrín.
—Hace ocho años —continué con voz ronca.
—¿Sabía usted que estaba aquí, en Nueva York?
Dios mío. Negué moviendo la cabeza con fuerza.
—¿Adónde quiere llegar? —preguntó mi padre.
Miré con desesperación a Cary y, después, a Gideon. Mi padre no sabía lo de Nathan. Y yo no
quería que lo supiese.
Cary me apretó la mano. Gideon ni siquiera me miraba.
—Señor Cross —dijo Graves—, ¿y usted?
—¿Yo, qué?
—¿Conoce a Nathan Barker?
Supliqué con los ojos a Gideon que no dijera nada delante de mi padre, pero no miró ni una sola vez
hacia donde yo estaba.
—No me haría esa pregunta si no supiese ya la respuesta —contestó.
El estómago me dio un vuelco. Una fuerte sacudida me atravesó el cuerpo. Aun así, Gideon no me
miró. Mi cerebro trataba de procesar qué estaba ocurriendo... qué significaba aquello... qué pasaba...
—¿Hay algún motivo para estas preguntas? —preguntó mi padre.
La sangre me zumbaba en los oídos. El corazón me latía con algo parecido al terror. La simple idea
de que Nathan estuviese tan cerca era suficiente para que me entrara el pánico. Empecé a jadear. La
habitación daba vueltas ante mis ojos. Creí que me iba a desmayar.
Graves me miraba con atención.
—¿Puede decirnos dónde estuvo ayer, señorita Tramell?
—¿Que dónde estuve? —repetí—. ¿Ayer?
—No respondas —me ordenó mi padre—. Esta entrevista no va a continuar hasta que sepamos qué
ocurre.
Michna asintió, como si esperase aquella interrupción.

—Han encontrado muerto a Nathan Barker esta mañana.


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