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Reflejada en tí - Sillvia Day Capítulo 10


El impacto hizo que me tambaleara. Los dos hombres cayeron sobre el asfalto con un terrible golpe
sordo. Se oyó el grito de una mujer. Yo no podía hacer nada. Me quedé inmóvil y en silencio mientras
en mi interior se retorcían distintas emociones en una maraña frenética.
Gideon agarró a Brett por el cuello y le aporreó en las costillas con una incesante serie de
puñetazos. Actuaba como una máquina, silenciosa e imparable. Brett lanzaba bufidos con cada uno de
los brutales impactos y trataba de soltarse.
—¡Cross! Dio mio.
Me puse a llorar cuando apareció Arnoldo. Dando un brinco agarró a Gideon, pero cayó hacia atrás
cuando Brett dio un tirón y los dos hombres se revolcaron por el suelo.
Los compañeros del grupo de Brett se abrieron camino entre la multitud cada vez más numerosa
que había delante de los autobuses, dispuestos a armar camorra... hasta que vieron con quién estaba
peleándose Brett. El hombre adinerado que estaba detrás de su casa de discos.
—¡Kline, eres gilipollas! —Darrin, el batería, le agarraba del pelo con las manos—. ¿Qué demonios
estás haciendo?
Brett se soltó, se puso de pie dando tumbos y atacó a Gideon lanzándolo contra un lateral del
autobús. Gideon se agarró las manos y golpeó a Brett en la espalda como si fuera una porra, haciendo
que éste se apartara tambaleándose. Aprovechándose de eso, Gideon arremetió con un gancho seguido
de un rápido puñetazo en la barriga. Brett se dio la vuelta y sus potentes bíceps se inflaron al apretar
los puños para asestar un golpe, pero Gideon se agachó con flexibilidad y contraatacó con otro gancho
que hizo que Brett echara la cabeza hacia atrás.
Dios mío.
Gideon no hacía ruido alguno, ni cuando daba puñetazos ni cuando Brett acertó con un golpe directo
sobre su mandíbula. La silenciosa intensidad de su furia era escalofriante. Pude sentir la rabia que
emanaba de él, la vi en sus ojos, pero él seguía sereno y actuaba de forma sorprendentemente
metódica. En cierto modo, había desconectado, retrocediendo hasta un lugar donde podía observar de
manera objetiva cómo su cuerpo provocaba un grave daño a otra persona.
Yo había provocado aquello. Había convertido a aquel hombre cálido y perversamente juguetón que
me había hechizado durante toda la velada en aquel púgil frío y criminal que tenía delante de mí.
—Señorita Tramell —Angus me agarró del codo.
Lo miré con desesperación.
—Tienes que detenerle.
—Por favor, vuelva a la limusina.
—¿Qué? —Miré por encima de él y vi que salía sangre de la nariz de Brett. Nadie lo estaba
impidiendo—. ¿Estás loco?
—Tenemos que llevar a casa a la señorita Ellison. Es su invitada. Debe ocuparse de ella.
Brett se tambaleó y cuando Gideon hizo un amago de lanzarse hacia un lado, Brett embistió con su
otro puño sobre el hombro de Gideon, lanzándolo unos cuantos pasos hacia atrás.
Yo agarré a Angus de los brazos.
—¿Qué te pasa? ¡Páralos!
Sus ojos azul claro se ablandaron.
—Él sabe cuándo parar, Eva.
—¡No digas gilipolleces!
Miró por encima de mí.
—Señor Ricci, si hace el favor.
Lo siguiente que sé es que iba colgada sobre el hombro de Arnoldo y que éste me llevaba a la
limusina. Levantando la cabeza, vi que el círculo de mirones se cerraba al salir yo impidiéndome ver.
Grité de frustración y di puñetazos sobre la espalda de Arnoldo, pero ni se inmutó. Subió a la parte
trasera de la limusina conmigo y cuando Shawna entró un momento después, Angus cerró la puerta
como si todo aquello fuese jodidamente normal.
—¿Qué demonios estás haciendo? —le espeté a Arnoldo mientras me levantaba para agarrar la
manilla de la puerta y la limusina se ponía suavemente en marcha. Por mucho que lo intenté, no se
abrió y no pude quitarle el seguro—. ¡Se trata de tu amigo! ¿Vas a dejarlo así?
—Es tu novio. —El tono neutro y calmado de la voz de Arnoldo me llegó a lo más profundo—. Y
eres la que lo está dejando ahí.
Me desplomé sobre el asiento con el estómago revuelto y las palmas de las manos húmedas.
Gideon...
—Tú eres la Eva de la canción «Rubia», ¿verdad? —preguntó Shawna en voz baja desde su asiento
de enfrente.
Arnoldo dio un respingo, sorprendido ante aquella conexión.
—Me pregunto si Gideon... —Suspiró—. Por supuesto que lo sabe.
—¡Fue hace mucho tiempo! —dije defendiéndome.
—Al parecer, no lo suficiente —puntualizó.
Desesperada por poder ver a Gideon, no podía quedarme quieta en el asiento. Movía nerviosamente
los pies y mi cuerpo luchaba contra aquella inquietud con tanta intensidad que sentía como si quisiera
salirme de él.
Le había hecho daño al hombre al que amaba y, con él, a otro hombre que no había hecho nada más
que ser él mismo. Y no tenía ninguna excusa para ello. Echando la vista hacia atrás, no tenía ni idea de
qué era lo que me había pasado. ¿Por qué no me había apartado antes? ¿Por qué le había devuelto el
beso a Brett?
¿Y qué iba a hacer Gideon al respecto?
La idea de que pudiera romper conmigo me hacía sentir un pánico insoportable. Estaba muy
preocupada. ¿Le había hecho daño? Dios mío... pensar que Gideon estuviera sufriendo me corroía
como el ácido. ¿Se había metido en un lío? Había sido él quien había atacado a Brett. Las palmas de
las manos se me humedecieron al recordar que Cary había dicho que su amigo también quería
presentar cargos por agresión.
La vida de Gideon se había descontrolado... por mi culpa. En algún momento se daría cuenta de que
no merecía la pena esforzarse tanto por mí.
Miré a Shawna, que a su vez miraba por la ventanilla pensativa. Yo había echado a perder su
estupenda noche. Y la de Arnoldo también.
—Lo siento —susurré abatida—. Lo he fastidiado todo.
Me miró, se encogió de hombros y, a continuación, me dedicó una amable sonrisa que hizo que la
garganta me quemara por dentro.
—No es para tanto. Lo he pasado en grande. Espero que las cosas salgan lo mejor posible.
Lo mejor para mí era Gideon. ¿Lo había echado a perder? ¿Había tirado a la basura lo más
importante que había en mi vida por una extraña e inexplicable locura temporal?
Seguía sintiendo la boca de Brett sobre la mía. Me restregué los labios, deseando poder borrar la
última media hora de mi vida con la misma facilidad.
Mi ansiedad hizo que me pareciera una eternidad hasta que llegamos a casa de Shawna. Me bajé y le
di un abrazo en la acera, delante de su edificio de apartamentos.
—Lo siento —dije de nuevo, tanto por lo que había pasado antes como por lo de ahora, porque
estaba deseando ver a Gideon, dondequiera que estuviera, y temía que se me notara la impaciencia. No
estaba segura de poder perdonar nunca a Angus ni a Arnoldo por haberme sacado de allí en aquel
momento y del modo en que lo hicieron.
Arnoldo le dio un abrazo a Shawna y le dijo que ella y Doug tenían una reserva permanente en
Tableau One para cuando quisieran. Mis sentimientos hacia él se suavizaron. Había cuidado bien de
ella toda la noche.
Volvimos a subir a la limusina y partimos hacia el restaurante. Yo me acurruqué en un rincón
oscuro del asiento y lloré en silencio, incapaz de contener el torrente de desesperación que me
inundaba.
Cuando llegamos al restaurante hice uso de mi camiseta para secarme la cara. Arnoldo me detuvo
cuando iba a salir.
—Sé dulce con él —me reprendió mirándome fijamente a los ojos—. Nunca lo he visto con nadie
como lo veo contigo. No sé si eres digna de él, pero sí que puedes hacerle feliz. Lo he visto con mis
propios ojos. Hazlo
o vete. Pero no lo marees.
El nudo que tenía en la garganta me impedía hablar, así que asentí, esperando que pudiera ver en
mis ojos lo mucho que Gideon significaba para mí. Todo.
Arnoldo desapareció en el interior del restaurante. Antes de que Angus cerrara la puerta, yo me
deslicé hacia delante en el asiento.
—¿Dónde está? Necesito verle. Por favor.
—Ha llamado. —La expresión de Angus era amable, lo cual hizo que empezara a llorar otra vez—.
La llevaré con él ahora.
—¿Está bien? —No lo sé.
Me eché en el asiento encontrándome mal físicamente. Apenas presté atención a dónde nos
dirigíamos, pues lo único en lo que podía pensar era en que necesitaba explicarme. Necesitaba decirle
a Gideon que lo amaba, que nunca le dejaría si todavía quería tenerme, que era el único hombre al que
deseaba, el único que hacía que mi sangre ardiera.
Finalmente, el coche aminoró la marcha, miré por la ventanilla y me di cuenta de que habíamos
regresado al auditorio. Mientras yo miraba por la ventanilla buscándolo, la puerta que había detrás de
mí se abrió, sobresaltándome. Me di la vuelta y vi que Gideon entraba y se colocaba en el asiento en
frente del mío.
Me tambaleé hacia él.
—Gideon...
—No. —Su voz me fustigó con rabia, haciendo que yo retrocediera y cayera hacia atrás. La
limusina se puso en marcha, sacudiéndome.
Llorando, vi cómo se servía un vaso de licor de ámbar y se lo bebía. Esperé en el suelo del coche y
con el estómago revuelto por el miedo y la pena. Volvió a llenarse el vaso antes de cerrar el bar y
recostarse en su asiento. Quería saber si Brett estaba bien o malherido. Quería saber cómo estaba
Gideon, si se había herido o si se encontraba bien. Pero no podía. No sabía si él malinterpretaría esas
preguntas y supondría que cualquier muestra de preocupación por Brett significaba más de lo que era
en realidad.
Su rostro permanecía impasible y su mirada era dura como el zafiro.
—¿Qué significa él para ti?
Me quité las lágrimas que caían en torrente por mi cara.
—Un error.
—¿Entonces o ahora?
—Las dos cosas.
Retorció los labios con expresión desdeñosa.
—¿Siempre besas así a tus errores?
El pecho me subía y bajaba mientras yo trataba de contener las ganas de llorar. Negué con la cabeza
con fuerza.
—¿Le deseas? —me preguntó con tono severo, antes de volver a beber.
—No —susurré—. Yo sólo te deseo a ti. Te quiero a ti, Gideon. Tanto que duele.
Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Aproveché la oportunidad para arrastrarme hacia él.
Necesitaba, al menos, salvar la distancia física que había entre los dos.
—¿Te corriste por mí cuando tenía mis dedos dentro de ti, Eva? ¿O por su maldita canción?
Oh, Dios mío... ¿Cómo podía dudarlo?
Yo le había hecho dudar. Había sido yo.
—Por ti. Tú eres el único que puede hacerme eso. Hacerme olvidar dónde estoy, de tal forma que no
me importa quién está alrededor ni qué está pasando con tal de que me estés tocando.
—¿No es eso lo que ha pasado cuando te ha besado? —Gideon abrió los ojos y me miró fijamente
—. Ha tenido la polla dentro de ti. Te ha follado... se ha corrido dentro de ti.
Me encogí ante el terrible resentimiento que había en su tono, su despiadado rencor. Sabía bien
cómo se sentía. Sabía muy bien que las imaginaciones podían herir y arañar hasta sentir que te estás
volviendo loca. En mi imaginación, él y Corinne habían follado docenas de veces mientras yo miraba
con furia y celos enfermizos.
De repente, él se incorporó y se echó hacia delante para acariciarme los labios con su dedo pulgar.
—Ha tenido tu boca.
Cogí su vaso y me bebí lo que quedaba en él, sintiendo asco por su sabor fuerte y la aguda
quemazón. Me armé de valor y me lo tragué. El estómago se me agitó a modo de protesta. El calor del
alcohol se extendió hacia fuera desde mis tripas.
Gideon se dejó caer en su asiento, con el brazo extendido hacia mi cara. Yo sabía que seguía
viéndome besando a Brett. Sabía que eso le empezaba a corroer la mente.
Dejé caer el vaso en el suelo, me levanté entre sus piernas y hurgué en su cremallera.
Me agarró los dedos con fuerza pero mantuvo los ojos escondidos bajo su antebrazo.
—¿Qué coño estás haciendo?
—Córrete en mi boca —le supliqué—. Límpiala.
Hubo una larga pausa. Se quedó allí sentado, completamente inmóvil a excepción del fuerte
movimiento de su pecho.
—Por favor, Gideon.
Murmurando una maldición, me soltó dejando caer la mano a un lado.
—Hazlo.
Me abalancé sobre él y el pulso se me aceleró al pensar que podría cambiar de idea y rechazarme...
que pudiera decidir que había terminado conmigo. La única ayuda que me ofreció fue una
momentánea elevación de su cadera para que yo pudiera bajarle los vaqueros y los calzoncillos.
Entonces, su gran y hermosa polla apareció entre mis manos. Mi boca. Gemía al saborearlo, al
sentir el calor y la suavidad satinada de su piel, al olerle. Acaricié con mi mejilla su ingle y sus
pelotas, deseando tener su aroma por todo mi cuerpo, marcándome como suya. Mi lengua recorrió las
gruesas venas que recorrían toda su longitud, lamiéndole de arriba abajo.
Oí que hacía rechinar sus dientes cuando empecé a chuparle succionándole con fuerza, con gemidos
de disculpa y absoluta felicidad vibrando en mi garganta. Me rompía el corazón que permaneciera tan
callado, mi ruidoso amante que siempre me decía cochinadas, que siempre me decía lo que quería y lo
que necesitaba... lo bien que se sentía cuando hacíamos el amor. Se estaba conteniendo, negándome la
satisfacción de saber que le estaba dando placer.
Bombeando aquella gruesa raíz con mi puño, le ordeñaba mientras chupaba su lujosa corona,
atrayendo su líquido preseminal hasta la punta, donde yo podría lamerlo con rápidos revoloteos de mi
lengua. Juntó los muslos y su respiración se convirtió en fuertes jadeos. Sentí cómo se retorcía con el
cuerpo en tensión y yo me volví loca, cogiéndole la polla con las dos manos y forzando tanto mi boca
que me dolía la mandíbula. Estiró la espalda y levantó la cabeza del asiento dejándola caer cuando el
primer chorro denso explotó en mi boca.
Gimoteé mientras su sabor ponía en marcha mis sentidos haciendo que ansiara más. Tragué de
manera convulsiva y mis manos tiraban de su pene acariciándolo para sacarle más de su rico y
cremoso semen y hacer que cayera en mi lengua. Su cuerpo tembló durante un largo rato al correrse,
llenando mi boca hasta que se derramó por las comisuras de mis labios. No emitió sonido alguno,
permaneciendo tan silencioso como había estado durante la pelea.
Habría estado chupándosela durante horas. Quise hacerlo, pero colocó las manos sobre mis hombros
y me apartó. Levanté los ojos hacia su rostro desgarradora-mente hermoso y vi que los ojos le
brillaban en aquella semioscuridad. Me rozó los labios con el pulgar, embadurnándolos con su semen.
—Rodéame con tu coño apretado —me ordenó con voz quebrada—. Tengo más para ti.
Temblorosa y asustada por su severa lejanía, me zafé de los culottes que llevaba puestos.
—Quítatelo todo, menos las botas.
Hice lo que dijo, acelerando mi cuerpo al oír su orden. Haría lo que él quisiera. Le demostraría que
era suya y sólo suya. Pero para compensar, él me necesitaba para saber que yo le amaba. Me
desabroché la falda y me la quité, después me saqué la camiseta por la cabeza y la lancé sobre el
asiento de enfrente. Luego me quité el sujetador.
Cuando me senté a horcajadas sobre él, Gideon me agarró de la cadera y levantó la vista hacia mí.
—¿Estás húmeda?
—Sí.
—Te pone caliente chuparme la polla.
Los pezones se me endurecieron. El modo directo y burdo con el que hablaba de sexo también me
ponía cachonda.
—Siempre.
—¿Por qué le has besado?
Aquel repentino cambio de conversación me pilló de sorpresa. El labio inferior me empezó a
temblar.
—No lo sé.
Me soltó y levantó los brazos por encima de sus hombros para agarrarse con las dos manos al
reposacabezas. Sus bíceps se hincharon con aquella pose. Ver aquello me excitó, como todo lo que
tenía que ver con él. Quería ver su cuerpo desnudo brillando de sudor, sus abdominales
endureciéndose y flexionándose mientras movía su polla dentro de mí.
Me lamí los labios saboreándole.
—Quítate la camisa.
Entrecerró los ojos.
—Esto no es para ti.
Me quedé petrificada y el corazón se me aceleró dentro del pecho. Estaba utilizando el sexo en mi
contra. En la limusina, donde habíamos hecho el amor por primera vez, en la misma posición en que
lo había tenido por primera vez.
—Me estás castigando.
—Te lo has merecido.
No me importaba que tuviese razón. Si yo me lo merecía, él también.
Me agarré a la parte superior del respaldo para no perder el equilibrio y enrosqué los dedos de la
otra mano sobre su polla. Seguía teniéndola dura, seguía vibrándole. Un músculo de su cuello se
retorció cuando yo lo acaricié para prepararle. Coloqué su ancho capullo entre los labios de mi coño y
me restregué hacia arriba y hacia abajo, cubriéndolo con la marea resbaladiza de mi deseo.
Mis ojos seguían posados en los suyos. Lo miraba mientras nos iba provocando a los dos, buscando
cualquier indicio del amante apasionado al que adoraba. No estaba allí. Un extraño furioso me
devolvía la mirada, desafiándome, mofándose de mí con su indiferencia.
Dejé que se introdujera en mí el primer centímetro, abriéndome. Después bajé la cadera y solté un
grito cuando me penetró bien hondo y me ensanchó de una forma casi insoportable.
—Dios. Joder —dijo pronunciando cada sílaba con una sacudida—. Hostias.
Aquel estallido incontrolado suyo me animó. Clavando las piernas en el asiento, coloqué las manos
a ambos lados de su cuerpo y me levanté, separándome de él, con mi sexo apretándolo con fuerza.
Bajé, deslizándome con más facilidad, ahora que él estaba también húmedo por mí. Cuando mis
nalgas golpearon sus muslos vi que sus músculos estaban duros como una piedra y que su cuerpo
abandonaba aquella mentira. No era indiferente.
Volví a levantarme, despacio, haciendo que los dos sintiéramos cada matiz de aquella deliciosa
fricción. Cuando bajé, traté de mostrarme tan estoica como él, pero la sensación de plenitud, aquella
conexión tan caliente, era demasiado exquisita como para contenerse.
Gemí y él se movió nerviosamente, formando con la cadera un delicioso círculo antes de poder
quedarse quieto.
—Cómo me gusta sentirte —susurré acariciando su embravecida polla con mi sexo ansioso y
dolorido—. Eres lo único que necesito, Gideon. Lo único que quiero. Estás hecho para mí.
—Se te había olvidado —dijo con los nudillos blancos de apretar el respaldo del asiento.
Me pregunté si simplemente se estaba sujetando o si se estaba conteniendo físicamente para no
agarrarme.
—Nunca. No podría olvidarlo nunca. Formas parte de mí.
—Dime por qué lo has besado.
—No lo sé. —Apoyé mi frente húmeda contra la suya, sintiendo que las lágrimas me abrasaban
dentro de los ojos—. Dios mío, Gideon, te juro que no lo sé.
—Entonces, cállate y haz que me corra.
Si me hubiese dado una bofetada no podría haberme asustado más. Me incorporé y me separé de él.
—Vete a la mierda.
—Ya lo estás entendiendo.
Las lágrimas empezaron a correr por mi rostro.
—No me trates como a una puta.
—Eva. —Hablaba en voz baja y áspera, con tono de advertencia, pero sus ojos eran oscuros y
desolados. Llenos de un dolor igual al mío—. Si quieres parar, ya sabes lo que tienes que decir.
Crossfire. Con una sola palabra pondría fin de una forma inequívoca e irrefutable a aquella agonía.
Pero no podía utilizarla ahora. El simple hecho de que él hubiera mencionado mi palabra de seguridad
demostraba que me estaba poniendo a prueba, que me estaba provocando. Tenía un plan y si yo
abandonaba ahora, nunca sabría cuál era.
Extendí los brazos hacia atrás y coloqué las manos sobre sus rodillas. Arqueé la espalda y arrastré
mi sexo húmedo a lo largo de toda su polla rígida y, a continuación, bajé del todo. Ajusté el ángulo,
me levanté y volví a bajar, jadeando mientras lo sentía dentro de mí. Enfadado o no, mi cuerpo
adoraba al suyo. Me encantaba sentirlo, aquella percepción de idoneidad que había allí a pesar de la
rabia y el dolor.
Su respiración propulsaba sus pulmones con cada zambullida de mis caderas. Su cuerpo estaba
caliente, muy caliente, irradiaba calor como un horno. Moví las caderas arriba y abajo. Tomando el
placer que él se negaba a darme. Mis muslos, mis nalgas, mi vientre y todo mi ser se tensaban con
cada impulso, apretándolo desde abajo hasta la punta. Se relajaban cuando bajaba, dejando que se
hundiera bien dentro.
Lo follé con todo mi ser, machacándome contra su polla. Soltó bufidos entre sus dientes apretados.
Después, se corrió con fuerza, lanzando chorros dentro de mí con tanta violencia que sentí cada ráfaga
abrasadora de semen como una estocada desesperada. Grité, encantada de sentir aquello, buscando un
orgasmo que me destrozara. Me agarraba con tanta fuerza que mi cuerpo estaba deseando liberarse
después de haberle dado placer dos veces.
Pero se movió, agarrándome por la cintura e impidiendo que yo me moviera, manteniéndose dentro
de mí mientras me llenaba. Ahogué un grito cuando me di cuenta de que lo que él hacía era evitar
deliberadamente
que yo me corriera.
—Dime por qué, Eva.
—¡No lo sé! —exclamé, tratando de empujar mis caderas contra él, golpeándole los hombros con
mis puños cuando me apretó aún más.
Manteniéndome clavada a su pelvis e invadida por su polla, Gideon se puso de pie y todo cambió.
Se salió de mí, me dio la vuelta para que no lo mirara, después me inclinó por el borde del asiento con
mis rodillas sobre el suelo. Con una mano en la parte inferior de la espalda, impidiendo que me
levantara, colocó la palma de la otra sobre mi sexo y lo acarició, masajeando su semen en el interior
de mi coño. Lo esparció, cubriéndome con él. Mis caderas daban vueltas en círculo, buscando esa
presión pequeña y perfecta que haría que me corriera.
Él me la negaba. Deliberadamente.
Las caricias sobre mi clítoris y la anhelosa tensión dentro de mi coño vacío me estaban volviendo
loca y mi cuerpo ansiaba liberarse. Me metió dos dedos y hundí las uñas en el cuero negro del asiento.
Me folló con los dedos sin prisas, deslizándolos despacio hacia dentro y hacia fuera, manteniéndome
al borde.
—Gideon —gemí, mientras los tejidos sensibles de mi interior se ondulaban ávidamente alrededor
de sus dedos. Estaba envuelta en sudor y apenas podía respirar. Empecé a rezar para que el coche se
detuviera, para que llegáramos a nuestro destino, aguantando la respiración ante la desesperada
expectativa de la huida. Pero la limusina no se detuvo. Siguió avanzando más y más, y yo tenía el
cuerpo tan sujeto que no podía levantarme para ver dónde estábamos.
Él se plegó sobre mi espalda con la polla descansando sobre la costura de mi culo.
—Dime por qué, Eva —canturreó en mi oído—. Sabías que yo iba detrás de ti... que te iba a ver...
Apreté los ojos y las manos hasta convertirlas en puños.
—No-lo-sé. ¡Joder! ¡No tengo ni puta idea!
Sacó los dedos y, entonces, metió su polla dentro de mí. Mi sexo se contrajo espasmódicamente
alrededor de su deliciosa dureza, succionándolo hacia el interior. Oí cómo su respiración se convertía
en un gemido sordo y, a continuación, empezó a follarme
Grité de placer y todo mi cuerpo se estremeció de gusto mientras me follaba hasta el fondo,
mientras la ancha cabeza de su hermoso pene me frotaba y tiraba de mis tiernos y sobreestimulados
nervios. La presión era cada vez más intensa y se preparaba como si fuera una tormenta.
—Sí —jadeé, estirándome mientras esperaba el final.
Se salió ante el primer apretón de mi sexo, dejándome de nuevo colgada del precipicio. Grité llena
de frustración, tratando de levantarme y apartarme de aquel amante que se había convertido en la
fuente de un tormento insoportable.
—Dime por qué, Eva —susurró en mi oído como si fuese el mismo diablo—. ¿Estás pensando en él
ahora? ¿Desearías que fuese su polla la que está dentro de ti? ¿Desearías que fuera su polla la que se
está follando tu perfecto coñito?
Volví a gritar.
—¡Te odio! Eres un sádico y egoísta hijo de...
Volvió a meterse dentro de mí, inundándome, golpeando rítmicamente mi tembloroso interior.
Incapaz de aguantarlo un minuto más, traté de llevarme los dedos al clítoris porque sabía que una
simple caricia haría que me corriera de una forma violenta.
—No —Gideon me agarró las muñecas y me sostuvo las manos contra el asiento, con sus muslos
entre los míos, manteniendo mis piernas abiertas para poder hundirse más adentro. Una y otra vez. El
ritmo de sus embistes firme e incesante.
Yo me revolvía, gritaba, me volvía loca. Podía hacer que me corriera solamente con su polla,
provocándome un intenso orgasmo vaginal si simplemente me montara desde el ángulo perfecto y
frotara su grueso capullo una y otra vez sobre el punto donde yo necesitaba que lo hiciera, un lugar
cualquiera de mi interior que él conocía de manera instintiva cada vez que me follaba.
—Te odio —dije entre sollozos mientras unas lágrimas de frustración mojaban mi rostro y el
asiento que estaba debajo de mi mejilla.
Inclinándose sobre mí, jadeó en mi oído.
—Dime por qué, Eva.
La furia se desató en mi interior y salió a borbotones.
—¡Porque te lo merecías! ¡Porque tenías que saber qué es lo que se siente! ¡Lo mucho que duele,
gilipollas egoísta!
Se quedó quieto. Sentí cómo su respiración salía de él entrecortadamente. Sentía un zumbido en los
oídos, tan fuerte que al principio imaginé que deliraba al oír su voz suavizada y llena de ternura.
—Cielo. —Acarició mi hombro con sus labios y sus manos me soltaron las muñecas deslizándose
hasta cubrir con ellas mis pesados pechos—. Mi testarudo y hermoso cielo. Por fin has dicho la
verdad.
Gideon me levantó y me puso derecha. Agotada, dejé caer la cabeza sobre su hombro y mis
lágrimas empezaron a caer sobre su pecho. No me quedaban fuerzas para seguir luchando y apenas fui
capaz de gimotear cuando apretó uno de mis doloridos pezones entre sus dedos y bajó la otra mano
hasta mis piernas abiertas. Su cadera empezó a embestir y su polla bombeó hacia arriba dentro de mí
mientras pellizcaba los labios de mi sexo alrededor de mi palpitante clítoris y los frotaba.
Me corrí con un grito ronco pronunciando su nombre y mi cuerpo entero se convulsionó con
violentos temblores mientras el alivio estallaba en todo mi cuerpo. El orgasmo duró una eternidad y
Gideon permaneció infatigable, extendiendo mi placer con las perfectas estocadas que con tanta
desesperación había ansiado yo antes.
Cuando por fin me dejé caer en sus brazos, resollando y empapada en sudor, él me levantó con
cuidado para salirse de mí y me tumbó sobre el asiento. Destrozada, me cubrí la cara con las manos,
incapaz de detenerle cuando me abrió las piernas y puso su boca sobre mí. Estaba empapada de su
semen y no le importó, dando lengüetazos y chupando mi clítoris hasta que me corrí otra vez. Y otra.
Arqueé la espalda con cada orgasmo y la respiración salía de mis pulmones con un susurro. Perdí la
cuenta de cuántos orgasmos tuve después de que empezaran a interponerse unos sobre otros subiendo
y bajando como la marea. Traté de separarme, pero él se estiró y se quitó la camisa, subiéndose
encima de mí con una rodilla sobre el asiento y la otra pierna extendida hasta el suelo.
Puso las manos sobre la ventanilla que había sobre mi cabeza, exponiendo su cuerpo de la misma
forma que antes se había negado a hacerlo.
Le empujé.
—¡Ya está! No puedo más.
—Lo sé. —Sus abdominales se endurecieron cuando se deslizó dentro de mí, con los ojos sobre mi
rostro mientras empujaba con cuidado entre los tejidos hinchados—. Sólo quiero estar dentro de ti.
Mi cuello se arqueó cuando entró más adentro y de mí se escapó un pequeño sonido al sentir
taaaanto placer. Por muy agotada y sobreestimulada que estuviera, seguía ansiando poseerlo y que él
me poseyera. Sabía que siempre lo desearía.
Bajó la cabeza y presionó los labios contra mi frente.
—Tú eres lo único que quiero, Eva. No hay nadie más. Y nunca la habrá.
—Gideon. —Él sabía, aunque yo no, que la noche se había echado a perder por culpa de mis celos y
mi profunda necesidad de hacer que sintiera lo mismo.
Me besó con ternura, con veneración, borrando el recuerdo de los labios de cualquier otro sobre los
míos.
—Cielo. —La voz de Gideon sonó áspera y cálida en mi oído—. Despierta.
Solté un gemido, apretando los ojos y enterrando la cara aún más bajo su cuello.
—Déjame, obseso sexual.
Su risa silenciosa me sacudió. Me besó con fuerza en la frente y se revolvió para salir de debajo de
mí.—
Hemos llegado.
Entreabrí un ojo y lo vi poniéndose de nuevo la camisa. No se había quitado los vaqueros en ningún
momento. Me di cuenta de que había salido el sol. Me incorporé en el asiento y miré por la ventanilla,
ahogando un grito cuando vi el mar. Habíamos parado en una ocasión para echar gasolina pero no
había sido capaz de ubicarme ni imaginar dónde estábamos. Gideon no quiso contestarme cuando se lo
pregunté, y sólo dijo que se trataba de una sorpresa.
—¿Dónde estamos? —pregunté en voz baja, estremecida al ver el sol sobre el agua. Tenía que estar
bien entrada la mañana. Quizá fuese mediodía.
—Carolina del Norte. Levanta los brazos.
Obedecí de forma automática y él me metió la camiseta por la cabeza.
—Necesito mi sujetador —murmuré cuando volví a verlo.
—Aquí no hay nadie que vaya a verte más que yo y vamos directos a la bañera.
Volví a mirar el edificio erosionado y cubierto de guijarros junto al que estábamos aparcados. Tenía
al menos tres plantas con terrazas y balcones en la fachada y en los laterales y una curiosa puerta
sencilla en la parte de atrás. Se levantaba sobre unos pilotes en la orilla del mar, tan cerca del agua que
supe que la marea debía subir justo por debajo de ella.
—¿Durante cuánto rato hemos estado viajando?
—Casi diez horas. —Gideon me subió la falda por las piernas y me puse de pie para que pudiera
colocarla en su sitio y subirle la cremallera—. Vamos.
Él salió primero y, después, extendió la mano para que yo me agarrara a ella. La brisa fresca y
salada me dio en la cara despertándome. El cadencioso oleaje del océano me hizo conectar con el
momento y el lugar donde nos encontrábamos. No veía a Angus por ningún lado, lo cual era un alivio,
puesto que yo era muy consciente de que me faltaba la ropa interior.
—¿Ha estado Angus conduciendo toda la noche?
—Nos intercambiamos cuando paramos a echar gasolina.
Miré a Gideon y el corazón se me paró al ver la forma tan tierna y embrujada con que me miraba.
Tenía la sombra de una magulladura en la mandíbula y extendí la mano para tocársela, sintiendo un
dolor en el pecho cuando acarició con la nariz la palma de mi mano.
—¿Te duele en algún otro sitio? —le pregunté emocionalmente desnuda tras la larga noche que
habíamos pasado.
Él me agarró de la muñeca y atrajo mi mano abriéndola por encima de su corazón.
—Aquí.
Mi amor... También había sido duro para él.
—Lo siento mucho.
—Yo también. —Me besó las yemas de los dedos y, después, entrelazó nuestras manos y me
condujo al interior de la casa.
La puerta estaba abierta y entró directamente. Había una cesta de malla de alambre sobre una
consola justo detrás de la puerta con una botella de vino y dos copas anudadas con un lazo. Cuando
Gideon giró el cerrojo con un firme chasquido, cogí el sobre de bienvenida y lo abrí. Sobre la palma
de mi mano cayó una llave.
—No vamos a necesitar eso. —Cogió la llave y la dejó sobre la consola—. Durante los próximos
dos días, vamos a ser ermitaños los dos.
Un zumbido de placer me invadió por dentro, seguido de algo más que asombro por el hecho de que
un hombre como Gideon Cross pudiera disfrutar tanto de mi compañía como para no necesitar a nadie
más.—
Vamos —dijo tirando de mí escaleras arriba—. Nos ocuparemos del vino después.
—Sí. Primero café.
Me fijé en la decoración de la casa. Era rústica por fuera pero moderna por dentro. Las paredes
tenían un zócalo de madera y estaban pintadas de un luminoso color blanco con montones de
fotografías de conchas de mar en blanco y negro. Los muebles eran todos blancos y la mayoría de los
accesorios eran de cristal y metal. Habría quedado austero de no ser por la hermosa vista del océano,
el color de las alfombras que cubrían los suelos de madera y la colección de libros de tapa dura que
llenaban las estanterías empotradas.
Cuando llegamos a la planta superior, sentí un aleteo de felicidad. El dormitorio principal era un
espacio completamente abierto tan sólo roto por dos columnas. Ramos de rosas blancas, tulipanes
blancos y lirios de agua blancos cubrían casi todas las superficies planas y había incluso algunas en el
suelo de alguna zona estratégica. La cama era enorme y estaba vestida con satén blanco, lo que me
recordó a una suite nupcial, impresión que quedó reafirmada por la fotografía en blanco y negro de un
vaporoso pañuelo o velo que levantaba el viento y que colgaba por encima del cabecero.
Miré a Gideon.
—¿Has estado aquí antes?
Alargó la mano y soltó mi cola de caballo ahora torcida.
—No. ¿Qué motivos iba a tener para venir?
Exacto. No llevaba a mujeres a ningún sitio aparte de su picadero en el hotel, el cual, al parecer,
seguía conservando. Mis ojos se me cerraron de cansancio cuando me pasó los dedos por los
mechones sueltos de mi pelo. Yo no tenía fuerzas ni para enfadarme por eso.
—Quítate la ropa, cielo. Voy a preparar el baño.
Retrocedió. Abrí los ojos y lo agarré de la camisa. No sabía qué decir. Simplemente no quería dejar
que se fuera.
Él debió entenderlo.
—No me voy a ninguna parte, Eva. —Gideon colocó las manos sobre mi mandíbula y me miró
fijamente a los ojos, mostrándome la intensidad y el rayo láser que me había atrapado desde la
primera vez—. Si lo quisieras a él, para mí no sería suficiente dejarte marchar. Te quiero demasiado.
Quiero que estés conmigo, en mi vida, en mi cama. Si puedo conseguir eso, lo demás no importa. No
soy demasiado orgulloso a la hora de coger lo que puedo tener.
Me dejé caer hacia él, atraída por su obsesiva e insaciable necesidad de mí, lo cual reflejaba lo
mucho que yo lo necesitaba. Cerré la mano sobre el algodón de su camisa.
—Cielo —susurró mientras bajaba la cabeza para apretar su mejilla contra la mía—. Tú tampoco
puedes dejarme marchar.

Me cogió en brazos y me llevó con él al baño.

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