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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.5 y 6


5
Al día siguiente, en el desayuno, no veo a Graciela. ¿Dónde se ha metido?
Me duele el vientre. La puñetera regla me fastidia cuando viene y cuando se va. ¡Es así de graciosa
ella!
Al oír mi gemido, Eric frunce el cejo. Sabe que estoy mal y respeta mi silencio. Por su integridad
física, ha aprendido a hacerlo.
Somos los primeros en llegar al jet privado y, al subirme al avión, me espachurro en uno de los
cómodos sillones y me tomo un calmante. Necesito que se me pase este maldito dolor.
No hablo. Si lo hago, me duele más.
Eric se sienta a mi lado, me toca la cabeza y dice:
—Odio saber que te duele y no poder hacer nada.
—Más lo odio yo —respondo de lo más borde.
Pobrecito. Me da pena su cara y, acurrucándome contra él, susurro:
—Tranquilo, cariño. Pronto se me pasará y no me dolerá hasta el mes que viene.
Sin más, mi rubio me abraza y, dolorida, caigo en los brazos de Morfeo.
Cuando me despierto, volamos y estoy sola en el asiento. Eric está sentado con Dexter y Juan
Alberto, pero en cuanto me muevo, ya está a mi lado.
—Hola, pequeña. ¿Cómo estás?
Parpadeo y me doy cuenta de que mi dolor ha desaparecido.
—En este instante perfecta. No me duele.
Ambos sonreímos y él añade:
—Vaya sueñecito que te has pegado.
—¿He dormido mucho?
Divertido, me pasa la mano por el pelo y, besándome la frente, contesta:
—Tres horas.
—¡¿Tres horas?!
—Sí, cariño —ríe mi chico.
Sorprendida por la siesta, voy a decir algo cuando pregunta:
—¿Quieres comer?
Asiento. He dormido como un oso polar y tengo hambre.
En ese momento, se abre la puerta del baño y sale Graciela. Al verme, se le iluminan los ojos y
rápidamente se sienta a mi lado. Eric dice:
—Le diré a la azafata que os traiga algo de comer a las dos.
Asentimos y, cuando nos quedamos solas, ella murmura con disimulo:
—Dexter me ha preguntado dónde estuve anoche.
—¿Y qué le has dicho?
—Que cenando con un amigo.
Al recordar su cita morbosa, pregunto:
—¿Fue bien tu encuentro con la parejita con la que quedaste?
Graciela sonríe, asiente y responde en voz baja:
—Se asombraron al ver mi nuevo aspecto y lo pasamos muy bien.
Sin poder evitarlo, soltamos una carcajada que hace que los hombres nos miren. Eric sonríe, pero
Dexter está serio y, cuando dejan de mirarnos, murmuro:
—Guauuu… creo que alguien está molesto.
Ella asiente y, apretándose más en el sillón, cuchichea:
—Dexter quería saber el nombre de mi amigo y al no decírselo se enojó como un burrote.
Eso me hace sonreír y, mirándola, digo:
—Anoche en la cena casi no habló y estuvo todo el rato mirando el reloj. Cuando Eric y yo nos
fuimos a dormir, él se quedó solo en el salón.
—Cuando regresé a las tres de la madrugada, estaba despierto allí mismo.
Boquiabierta, exclamo:
—Pero ¿qué me dices?
—Sí —ríe ella—. Estaba leyendo en el salón. Cuando entré, no me dirigió la palabra y me fui directa
a dormir. Minutos después, escuché que entraba en su habitación.
Alucinada, miro a Dexter y me doy cuenta de que nos observa. Estoy sorprendida. No es posible que
todo vaya tan rápido entre ellos y, mirándola a los ojos, insisto:
—Vamos a ver, Graciela, cuando tú te has insinuado a Dexter, ¿él nunca te ha respondido?
—Nunca.
—Pero ¿te decía algo al menos?
En ese momento llega la azafata y, después de que deje ante nosotras unas bandejitas con algo de
comida, Graciela dice:
—La última vez que lo intenté, hará cerca de un año, me dijo que no lo volviera a intentar, porque él
no me podía dar nada de lo que yo deseaba y no quería decepcionarme.
—Vaya…
—Recuerdo que no me tomé bien ese desplante y que estuve cerca de un mes sin hablarle. Incluso
busqué otro trabajo a través del periódico matinal y él, al darse cuenta, se enfadó. No quería que
trabajase para otra persona. Lo increíble fue que al mes siguiente me duplicó el sueldo. Cuando le dije
que yo no le había pedido ningún aumento, me respondió que ya que no me podía dar lo que yo pretendía,
al menos quería tenerme contenta en lo monetario, para que no me fuera a trabajar para otro.
Pero bueno… ¡aquí hay tema que te quemas! Y segura de lo que digo, exclamo en voz baja:
—Madre mía, Graciela, lo que me acabas de contar me confirma que le gustas, y mucho.
—No… no le gusto. Él nunca hace la menor mención.
—¿Y por qué te sube el sueldo sin que tú se lo pidas?
—No lo sé. Dexter es muy desprendido para el dinero.
—¿No será que es desprendido contigo porque le gustas?
—No creo.
—Pues yo pienso que sí. Le gustas. Ningún jefe sube el sueldo así porque sí.
—¿Tú crees?
Asiento. Aún recuerdo cuando Eric me propuso acompañarlo en aquel viaje por las delegaciones de
Alemania y me dijo que yo fijara el sueldo.
—Graciela…, ese hombre te digo yo que babea por ti.
—Madre de Diosssssssssss —murmura, roja como un tomate.
De nuevo, Dexter nos mira. Yo le guiño un ojo. Pobre, ¡si supiera de lo que hablamos! Él sonríe y
aparta la vista.
—Ay, Graciela, y luego dicen que las raras somos las mujeres, pero los hombres son telita también.
—Ambas nos reímos—. Te digo yo que a Dexter le gustas tanto como él te gusta a ti. Su reacción está
siendo exagerada para lo poco que hiciste. Pero lo que está clarito es que le interesas y lo está
demostrando con sus actos.
—Ay, Judith…, no me digas eso que me pongo mala.
Soltamos una carcajada y, tapándome la boca, digo:
—Malito se va a poner cuando lleguemos a Jerez y mis amigos te tiren los tejos por todos lados.
En Jerez, nuestra llegada es la bomba.
Mi padre quiere ir a buscarnos al aeropuerto, pero Eric ya lo ha dispuesto todo y un hombre nos
entrega las llaves de un Mitsubishi Montero de ocho plazas, igualito que el que tenemos en Alemania. Al
ver que lo miro sorprendida, mi chico dice:
—He comprado este coche para cuando vengamos a Jerez, ¿te parece bien?
Asombrada, asiento y sonrío. Eric es un controlador y le gusta llevar las riendas.
Entre risas, todos vamos a Jerez y, cuando llegamos ante la casa que Eric me regaló, y veo un cartel
que pone «Villa Morenita», me troncho, mientras mi marido, divertido, disfruta viéndome reír.
Le doy un beso y él lo acepta gustoso.
Después, saca un mando de la guantera del coche para abrir la cancela negra y yo no puedo dejar de
sonreír. Me encantan sus sorpresas y ver que la parcela está tan cuidada me vuelve a emocionar.
Él me comenta que encargó a mi padre que contratara a alguien que adecentara el lugar aun sin estar
nosotros.
Cuando para el coche, la primera en bajarse soy yo. Y, encantada, miro a mis invitados y digo:
—Bienvenidos a nuestro hogar en Jerez.
Al entrar en la casa, rápidamente llamo a mi padre y le soplo que en una hora estamos en su casa. Él,
encantado, nos ha preparado algo para cenar y nos espera feliz, junto a mi hermana y los niños.
Rápidamente, y como anfitriona de Villa Morenita, organizo cómo van a dormir los invitados. Hay
habitaciones para todos y, tras darles una horita para una ducha, nos montamos en el Mitsubishi y nos
vamos a casa de papá.
Estoy deseando verlo.
Al aparcar el coche en la calle, emocionada veo que Flyn y Luz corren hacia nosotros.
¡Mis niños!
Apenas Eric para el motor, abro la puerta y me bajo. Ellos se abalanzan sobre mí y yo, más feliz que
una perdiz, los abrazo mientras mi sobrina grita emocionada:
—Titaaaaaa… Titaaaaa, ¿qué me has traído?
—¿Y a mí? —pregunta Flyn.
¡La madre que los parió!
Pero incapaz de enfadarme con ellos, los beso y respondo:
—Un montón de regalitos. Ahora, venga, saludad y…
Pero Flyn ya se ha tirado a los brazos de su tío Eric y, como siempre, me emociono al ver el cariño
que se profesan. De pronto, mi sobrina, que es mas bruta que un mastodonte, se lanza en bomba contra
ellos, Eric pierde el equilibrio y los tres terminan despatarrados en mitad de la calle.
Dexter y compañía se ríen y Eric, divertido, dice mirándome:
—Jud, cariño, ¡ayúdame!
Rápidamente me acerco a él. Me tiende la mano, se la cojo y, el muy sinvergüenza, tira de mí y acabo
también en el suelo, junto a él y los niños. Naturalidad, amor y risas, ¡eso es lo que me hace sentir!
Tras ese momento divertido, cuando por fin conseguimos levantarnos, mi padre ha llegado hasta
nosotros y, mirándome, dice abriendo los brazos:
—¿Cómo está mi morenita?
Corro hacia él.
Lo abrazo…
Lo adoro…
Quiero a mi padre con locura y, emocionada al ver su gesto, respondo:
—Muy bien, papá. Feliz y locamente enamorada del cabezón.
Eric se acerca y, tras darle primero la mano a mi padre y finalmente abrazarlo, le presenta a Dexter,
Graciela y Juan Alberto.
Después de saludar a los vecinos, que amablemente han salido para recibirnos, entramos en casa y
pregunto:
—Papá, ¿dónde está Raquel?
—Terminando de bañar a Lucía, cariño. Ve a tu habitación y la verás.
Ansiosa, entro en mi antigua habitación y sonrío. Allí está mi loca hermana, secando sobre el
cambiador a la pequeñaja, que ya tiene mes y poco. Sin hacer ruido, me acerco a Raquel y, abrazándola
por detrás, murmuro, aspirando su olor a colonia:
—Holaaaaaaaaaaaaaa.
Su grito no tarda en llegar y, volviéndose, dice:
—Cuchuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuu…
Divertidas, nos abrazamos y nos besuqueamos. Tenemos tantas cosas que contarnos que hablamos las
dos atropelladamente sin parar, hasta que la pequeña Lucía hace un ruidito y las dos la miramos.
—Madre míaaaaaaa, pero ¡cuánto ha crecido esta pequeñaja!
Raquel asiente y, con la típica voz que todos ponemos cuando un bebé está delante, dice tocando los
mofletes de la pequeña:
—Es que está muuu gochita, ¿verdaddd? ¿Verdad que sí, cochita potitaaaaaaa?
Emocionada al ver a la niña, me acerco más a ella y, tras darle un beso y aspirar su olor a colonia
Nenuco, digo en el mismo tono de voz canturreante que mi hermana:
—Holaaaa, ceporritaaaaaaa. Ay, madre, que me la como… ay que me la como toda todita a esta niña
tan potitaaaaaaaaaaa.
—Dile hola a la titaaaaaaaaaa —insiste mi hermana y, cogiéndole la manita, dice—: Holaaaaaa,
titaaaaaaaaaaaaaa. Soy Lucíaaaaaaaaaaaa.
—Holaaaaaaa, cariñitooooooooo… Apuffffffffffff… Apufffffffffffff…
—Requetupuchuflusssssssssssssssssssssss…
La pequeña cierra los ojos. Estoy segura de que si nos pudiera contestar nos mandaba a freír
espárragos por ser tan ñoñas e idiotas.
Pero ¿qué hacemos hablando balleno?
¿Por qué siempre ante un bebé utilizamos ese tipo de jerga tan rara?
Al final, la pequeña estornuda y mi hermana rápidamente comienza a vestirla antes de que coja frío.
—En la cocina de tu casa tienes lo que me pediste.
—¿Me hiciste la mini tarta de chocolate?
—Sí. —Sonríe—. Me costó un triunfo que los niños no me vieran preparándola, pero lo conseguí.
Todo sea por mi cuñado. La dejé metida en un táper en tu casa. Está al fondo de la nevera, detrás de las
Coca-Colas.
Sonrío. Mañana hace un mes que Eric y yo estamos casados y quiero sorprender a mi maridito.
—Cuchufleta, ve con los invitados, ahora vamos Lucía y yo.
Le doy un beso y salgo disparada hacia el jardín, donde al llegar veo que todos se han acomodado
alrededor de la mesa, mientras se toman unas cervezas. Dexter y mi padre hablan sobre las rosas que éste
planta. Son una pasada. Las rosas más bonitas que he visto en toda mi vida, mientras Eric y Flyn se hacen
confidencias y Graciela y Juan Alberto los escuchan. Luz, al verme aparecer, dice rápidamente:
—Tita, ha dicho el tito Eric que nos des los regalos.
Él sonríe y añade:
—Les he dicho que has sido tú quien los ha comprado y tú…
—De eso nada, cariño —aclaro divertida—. Los regalos los hemos comprado los dos y se los
daremos los dos.
Ansiosos, los críos no paran de mirar el maletón que hemos llevado. Al final, Eric lo pone sobre la
mesa del jardín lo abre y juntos comenzamos a repartir regalos a los niños y a mi padre.
Los críos, encantados, comienzan a abrir paquetes, cuando, de pronto, como si de un terremoto se
tratara, aparece mi hermana, más andaluza que nunca, con el pelo recogido en un remoño, con la niña en
una mano y en la otra el móvil y, sin cortarse un pelo, deja a la pequeña Lucía en brazos de un
desconcertado Juan Alberto, que no sabe qué hacer con el bebé, y, dándose la vuelta, Raquel dice:
—Pues mira, ¡va a ser que no! Este fin de semana no me viene bien. Tengo planes.
Todos la miramos. Menudo genio se gasta cuando pone esa voz grave. Miro a mi padre, que menea la
cabeza, mientras una salerosa Raquel camina hacia la piscina y, parándose en seco, añade:
—Que no. Que no quiero verte, Jesús. Que te olvides de mí. Que hables con tu abogado y haz el favor
de pagar la manutención de las niñas, porque lo necesito. ¿Me oyes? ¡LO-NE-CE-SI-TO!
Pero mi ex cuñado, el atontado, debe de decirle algo y ella grita:
—¡Me cago en tu padre, en tu madre y en to bicho viviente de tu familia! ¡Me importa una mierda tu
situación personal! ¿Y sabes por qué? —Todos la miramos y no se oye ni una mosca—. Porque tengo a
dos niñas que sacar adelante y necesito el dinero. Por lo tanto, déjate de tanto viaje, que no te quiero ver.
Y lo que ahorras, lo ingresas en la cuenta, que las niñas comen y necesitan mil cosas. ¿¡Cómo!? —grita
de nuevo—. Tú lo que eres es un sinvergüenza putero y con complejo de Peter Pan. Madura…, so
mugroso, ¡madura! Y no me vuelvas a preguntar si nos vemos mañana porque te juro que al final quedo
contigo, aunque sólo sea para darte dos guantás con la mano abierta.
Asombrada por lo que escucho, no sé qué hacer. Madre mía, qué rebote tiene mi hermana. Pero de
pronto soy consciente de que mi pequeña Luz, mi Lucecita, está escuchando lo mismo que yo y la sangre
se me altera. Eric y yo nos miramos y, ante mi bloqueo, él dice:
—Mira, Luz, qué cámara de fotos de Bob Esponja que te he comprado.
Las palabras Bob Esponja hacen que mi sobrina olvide la conversación de mi hermana y mire a Eric.
—¡Qué pasote, titooooo!
La cámara digital amarilla, con el puñetero Bob Esponja, es lo único que le importa en ese momento.
Menos mal que mi chico ha reaccionado rápidamente.
Eric le da otra cámara a Flyn, pero ésta de los muñecos del Mortal Kombat y los críos se vuelven
locos. Sin demora, Graciela se acerca a ellos y los aleja un poco de la mesa para que no escuchen la
conversación de mi hermana. ¡Que la está liando parda por teléfono!
Mi padre, angustiado, va hacia ella para tranquilizarla. Pobre hombre, la que le ha caído con Raquel
y conmigo. Yo, al ver a Juan Alberto con cara de circunstancias y mi sobrina en brazos, corro a
cogérsela.
Creo que si tiene a la pequeña un segundo más, le da una lipotimia de no respirar. Cuando me entrega
a Lucía, el pobre suelta un suspiro de alivio. ¡Qué mal ratito ha pasado con la cría!
Con cariño, acerco su carita hasta mi cara y, mirándola, digo:
—Holaaaaaaaaaaaa…, cucurucucu cucuuuuuuuuuuuuuuuuu… ay, que te como los morretessssssss,
¡¡¡que te los comooooooooooooo!!!
La pequeña me mira. Debe de pensar que la idiota que hablaba balleno minutos antes ha vuelto y, de
pronto, Dexter dice:
—Qué linda se te ve, Judith. Te queda muy bien un bebecito en los brazos.
Al escuchar el comentario lo miro y veo que los tres hombres me observan. Pero mención especial
merece la cara de mi marido. Su expresión se ha vuelto esponjosilla y, con una radiante sonrisa, dice:
—Estás preciosa con un bebé.
Ufff… ¡que me empieza a picar el cuello!
Que no. No quiero hablar de bebés ni de tonterías de éstas.
Sin pensar, busco a quién darle a la pequeña y Eric, acercándose, me tiende los bazos. Se la entrego
como un paquetillo y de pronto le oigo decir con su acentazo alemán:
—Holaaaaaaaaaaaaaaaaaaa… Holaaaaaaaaa, preciosaaaaaaaaaaa… Soy el tito Eric. ¿Cómo está mi
niña bonitaaaaaaaaaaaaa?
Pero vamos a ver… ¿otro que habla en balleno?
Eric se sienta junto a Dexter y los dos empiezan a decirle monadas cantarinas a la pequeña Lucía,
mientras yo miro a mi padre y leo en sus labios cómo le pide tranquilidad a Raquel cuando ella cierra
con furia el teléfono. Está enfadada y cuando mi hermana se enfada no tiene medida.
Nuestras miradas se encuentran. Y cuando estoy a punto de ir a hablar con ella, cambia de expresión
y, como la mejor actriz de Hollywood, se acerca a nosotros y le dice a Eric:
—Hola, cuñado, ¿cómo va eso?
—Bien. ¿Y tú?
Raquel se encoge de hombros y suelta tan pancha:
—Como dice mi padre, jodida pero contenta.
Eric y ella se besan con cariño y, mirándola, él insiste:
—¿Seguro que estás bien?
Raquel asiente y Dexter, cogiéndole las manos, dice:
—Pero ¿qué le pasa a mi guapa española?
Mi hermana resopla, mira alrededor y, tras ver que Luz no está cerca, explica:
—Mi ex me quiere volver loca, pero ¡antes me lo cargo!
Eric me mira y yo rápidamente digo:
—Raquel, te presento a Juan Alberto. Es primo de Dexter y estará unos días en España.
—Encantada —responde, sin apenas mirarlo.
Él, que no le quita ojo, asiente y entonces veo que mira a Dexter con complicidad y murmura:
—Mamacita, qué mujer.
En ese momento aparecen Luz y Flyn con Graciela y comienzan a hacernos fotos con sus cámaras
nuevas. Media hora más tarde, mi padre nos agasaja con una estupenda cena, donde no falta rico
jamoncito, gambas, cazón adobadito por él y salmorejo.
A la mañana siguiente, mi despertador suena a las seis y media de la mañana. Rápidamente lo paro.
¡Estoy muerta! ¡Qué sueño! Pero quiero sorprender a Eric.
Es nuestro cumplemés de casados. ¡Un mes! Y quiero llevarle el desayuno a la cama.
Lo miro con cariño. Está dormido y, como siempre me pasa, siento unos deseos tremendos de
achucharlo. Pero claro, si lo achucho lo despierto y no podré darle la sorpresa que le tengo preparada.
Me levanto con sigilo, voy al baño y, con cuidado, cierro la puerta. Rápidamente me quito el pijama,
me lavo, me pongo la camiseta que le compré a Eric y me peino. Ya no tengo la regla. ¡Bien!
Contemplo el resultado, sonrío y salgo del cuarto de baño y de la habitación. Cuando llego a la
cocina, busco tras las Coca-Colas, como me dijo mi hermana, y allí encuentro un táper rosa.
Raquel es una artista haciendo tartas.
Sin demora, cojo una bandeja, preparo un par de cafés con leche, platitos, cucharitas, servilletas,
coloco la bonita tarta en el centro y cojo un cuchillo para cortarla.
¡Qué mono me ha quedado!
Le hago una foto con mi móvil para el recuerdo. Al fin y al cabo, es nuestro primer mesecito de
casados.
Feliz por sorprender a mi chico, regreso a la habitación. Cuando entro, me acerco seductora a la
cama. Poso la bandeja en un lateral y dejo la tarta a mi lado, mientras canturreo la canción que me he
inventado.
Feliz… feliz… cumplemesdecasadosssssss.
Alemán que la española te ha cazado,
que seas feliz a mi lado
y que cumplamos muchos másssssssss.
Eric abre los ojos y, al oírme, sonríe. Por norma siempre me despierta él a mí, pero esta vez es al
revés. Su sonrisa se ensancha cuando ve la camiseta roja que llevo, que pone «Viva la Morenita» y digo:
—¡Felicidades, tesoro! Hoy hace ya treinta días que estamos casados.
Abrazándome, me pone sobre él y, mirando divertido mi camiseta, lee imitando el acento mexicano
con su acentazo alemán:
—¡Viva la morenita!
Ambos reímos y, pletórico de felicidad, murmura con mimo:
—Han sido los mejores treinta días de mi vida. Ahora quiero ir a por muchísimos más.
Su boca busca la mía y me besa. Increíble. Ni recién despierto le huele mal el aliento.
Me chupa el labio superior… después el inferior y, finalmente, me da su maravilloso mordisquito…
Oh, sííííííííííííí.
¡Adoro que haga eso!
Su respiración se acelera y su manera de abrazarme se vuelve más intensa. Rápidamente, me quita la
camiseta roja, que cae al suelo. Adiós «¡Viva la Morenita!».
Encantada, me dejo llevar por la pasión del momento, cuando Eric, sin que yo lo pueda remediar, se
levanta, me coge en volandas y, al dejarme caer en la cama, se oye: ¡Pruuuuuuuu!
Sorprendido por el ruido, me mira, mientras yo cierro los ojos y aclaro:
—Eso no es lo que tú crees. —Eric levanta las cejas divertido y yo explico—: Lo que ha sonado es
la tarta que te traía, que ahora está justo debajo de mi culo.
Veo cómo sus ojos bajan hacia mi trasero y, al ver el chocolate y el bizcocho aplastado, se deja caer
sobre la cama y comienza a reír. Yo no me puedo mover. Si lo hago, lo pringaré todo de tarta y, durante
unos segundos, le observo revolcarse de risa en la cama. Al final yo hago lo mismo. Lo ocurrido es para
eso y más y cuando se tranquiliza, digo:
—La tarta se ha chafado, pero al menos los cafés siguen vivos sobre la bandeja.
Eric los mira, alarga la mano y, cogiendo una taza, toma un sorbo tan tranquilo. Boquiabierta, lo miro
y, frunciendo el cejo, pregunto:
—¿Se puede saber qué haces?
—Desayunar.
—¡¿Desayunar?!
Él asiente y, haciéndome reír, añade:
—Y ahora quiero mi tarta.
Al ver sus intenciones, niego con la cabeza.
—Ni se te ocurra.
—Quiero tarta —insiste.
—Ni lo sueñes.
Pero al ver su determinación, me río y me quedo sin fuerzas justo en el momento en que él tira de mí y
me pone boca abajo en la cama.
—Eric, ¡no!
Pero no sirve de nada lo que yo diga. Mi loco amor me chupa las cachas del culo y exclama:
—Hum… es la mejor tarta que he comido en toda mi vida.
—¡Eric! —protesto, pero él chupa y chupa y disfruta de su ración de tarta.
Muerta de risa, voy a hablar cuando oigo que dice a mi espalda.
—Delicioso manjar.
—Era parte del regalo.
—¡Genial! Luego recuérdame que te dé el tuyo.
—¿Tienes un regalo para mí?
—¿Lo dudabas? —Y antes de que responda, añade—: Como tú has dicho, ¡es nuestro cumplemés!
Divertida, voy a decir algo, cuando me da la vuelta para dejarme frente a él y dice:
—Te quiero, pequeña.
Tengo la mano sobre la tarta aplastada, cojo un trozo y, dispuesta a seguir con el juego, me pringo los
pechos. Sigo hacia el ombligo y termino en mi monte de Venus.
Eric sonríe y, decidida a pringarnos del todo, cojo más tarta y se la restriego a él por el abdomen y
los hombros.
¡El pringue está servido!
Juguetón al ver eso, se tumba sobre mí y me besa. A estas alturas, la tarta está completamente
repartida entre nuestros cuerpos y la cama.
—Siempre me has resultado dulce, morenita, pero hoy más que nunca.
Animada, sonrío y Eric comienza a chuparme los pezones, mientras mi olfato se impregna del olor a
chocolate. Sigue el reguero que yo le he marcado y baja hasta mi ombligo y, cuando llega a mi monte de
Venus, aspira mi perfume y su ansia por mí es tal que directamente me degusta. Me abre las piernas y su
lengua entra en mí.
Embravecida, me retuerzo al sentir la vibración de mi cuerpo, mientras él, como un lobo hambriento,
me agarra los muslos y me los abre para tener mejor acceso.
—Oh, sí…, sí… —jadeo gustosa.
Una y otra vez, Eric pasea su lengua por mi humedad. Sus dedos, juguetones, rápidamente buscan
hueco y, mientras con dos de ellos me penetra, su lengua juega y juega conmigo, arrancándome oleadas de
placer.
La cama se mueve y, enloquecida, agarro las sábanas e intento no chillar. No quiero que el resto de la
casa se despierte. Aprieto los talones contra el colchón y me echo hacia atrás hasta que mi cabeza cae
por un lateral de la cama.
Eric me sujeta, me vuelve a colocar en el centro y ya no me puedo mover. Mi depredador particular
tiene las energías a tope. Está fresco y quiere sexo del que nos gusta. Veo cómo se muerde el labio
inferior mientras se pone de rodillas, me coge por la cintura y me da la vuelta.
Adoro cómo me maneja en la cama. Me encanta su posesión. Y como sé lo que quiere, me incorporo
un poco hasta quedar a cuatro patas. Coloca su duro pene en mi húmeda abertura y lenta y pausadamente
me penetra.
—Más… —exijo.
—¿Quieres más?
—Sí…
—Ansiosa —ríe divertido.
—Me gusta ser ansiosa. —Y suplico—. Más profundo.
Oigo su risa. Me encanta su risa. Me da un azote que suena y, agarrándome las caderas, me da lo que
le pido, profundiza en mí y yo grito. Muerdo las sábanas.
Acto seguido, acerca su boca a mi oído y murmura:
—Chis… no grites o despertarás a los que duermen.
Una y otra vez me vuelve a penetrar mientras yo muerdo las sabanas para ahogar mis jadeos. Me
gusta… me gusta lo que hace. Me gusta nuestro lado animal e, incitándolo a que continúe, arqueo las
caderas y voy en su busca.
El encuentro es asolador y los dos jadeamos más fuerte de lo normal.
De pronto se para. Saca su duro pene de mí y, dándome la vuelta, nuestros ojos se encuentran.
Mientras me vuelve a penetrar, susurra:
—Mírame.
Clavo mis ojos en él. En mi rey, en mi sol, y entonces soy yo la que sube la pelvis con brusquedad y
lo hago jadear. Sonríe peligrosamente de medio lado.
¡Guauuu… he despertado a Iceman!
Con exigencia, pasa una mano por debajo de mi cuerpo para inmovilizarme y, tumbándose sobre mí,
me besa mientras me penetra sin descanso y nuestras bocas ardientes mitigan nuestros jadeos.
Placer…
Calor…
Deseo…
Y amor…
Todo eso es lo que siento, mientras me penetra mil veces y yo me abro para recibirlo, hasta que un
gustoso espasmo hace que me arquee y me dejo ir. Instantes después, me empala una última vez y, tras un
ronco gemido, cae rendido sobre mí.
Mi vagina lo succiona. Tiemblo por dentro mientras su cuerpo vibra sobre mí. Noto cómo su simiente
me empapa y me vuelvo a apretar contra él.
Dos minutos más tarde, Eric rueda en la cama para no aplastarme y en su camino me deja tumbada
sobre él. Le encanta hacer eso. Lo vuelve loco tenerme encima.
Tengo el pelo pringoso de tarta y chocolate y me doy cuenta de que los dos estamos completamente
manchados.
—Cuando mi hermana te pregunte si te ha gustado la tarta, dile que sí o me mata.
Eric sonríe y contesta, con la respiración entrecortada:
—No te preocupes, morenita. Estoy totalmente convencido de que ha sido la mejor tarta de mi vida.
Ambos reímos y cinco minutos después, cuando nuestros cuerpos se pegan por el azúcar, nos
levantamos y vamos directos a la ducha. Allí, la pasión nos embarga de nuevo mientras nos lavamos
mutuamente, y vuelvo a hacer el amor con mi alemán.
6
Ese día, a las dos y media, todos excepto Juan Alberto, que ha ido a visitar a un posible cliente de Jerez,
estamos en el restaurante de la Pachuca. Para celebrar nuestro aniversario, Eric nos invita a todos comer.
Antes de salir de la habitación, me entrega mi regalo. Es un sobre. Él y los sobres. Me río. Lo abro y
pone:
Vale por una equipación completa de motocros.
Está feliz. Su rostro, sus ojos, su sonrisa me dicen que todo está bien, y yo soy la mujer más feliz del
mundo. Ni que decir que me lo como a besos.
Desde que nos hemos casado no hemos discutido ni una sola vez y eso me asombra. Estoy pensando
contactar con los editores del Libro de los récords Guiness y que nos añadan. Pues, como dice nuestra
canción, si él dice blanco, yo digo negro, pero nuestra felicidad hasta el momento es tanta que ni en
colores hemos pensado. Nuestra armonía es completa y espero que siga así durante mucho… mucho
tiempo.
Mi padre está radiante por tenernos a todos reunidos y yo disfruto de su felicidad. Siempre he
pensado que es el mejor padre del mundo y cada día lo ratifico más. Sólo por aguantarnos a mi hermana y
a mí ya se ha ganado el cielo.
Eric y él se llevan de maravilla y eso me gusta. Me encanta ver la complicidad que hay entre los dos
y, aunque sé que alguna vez se pondrá en mi contra, no me importa. Esa alianza entre ellos es algo que
nunca tuvo mi padre con el atocinado de mi ex cuñado.
Eric lo escucha, no se las da de listo con él y eso a mi padre le gusta y a mí mucho más.
Está claro que son dos hombres de diferentes clases sociales, pero ambos se amoldan a las
situaciones y eso es lo que creo que me tiene enamorada de ambos: su saber estar.
Mientras todos comemos alrededor de la mesa, observo cómo Dexter mira a unos chicos que han
entrado en el restaurante. Graciela regresaba del servicio y ellos le han silbado al pasar.
Me hace gracia la mirada del duro de Dexter. No sé que pasará entre ellos, pero lo que sí tengo claro
es que al final algo surgirá. Sólo hay que darle tiempo al mexicano.
Mi hermana parece relajada. Tras hablar con ella y saber que el tonto de mi ex cuñado quiere volver,
me quedo tranquila cuando Raquel me deja claro que ni de coña lo va a hacer. Ya le ha tomado bastante
el pelo y no piensa volver a darle ninguna oportunidad.
Al final, mi padre la ha convencido y, al menos durante el primer año de vida de la pequeña Lucía,
vivirá con él en Jerez. Retrasa lo de regresar a Madrid y buscar trabajo. A mí me parece una idea
excelente. Raquel con mi padre estará como una reina, aunque a veces tengan ganas de estrangularse
mutuamente.
Flyn y Luz se han hecho muy amigos en las vacaciones y cuando me entero de las trastadas que han
protagonizado, me río. Cada vez que comentamos que dentro de unos días regresaremos a Alemania, se
ponen tristes, pero entienden que el curso escolar empezará en breve y que todos debemos volver a la
normalidad.
Cuando la Pachuca trae una tarta, mi hermana le pregunta a Eric:
—¿Te ha gustado la tarta de esta mañana?
Mi chicarrón me mira. Yo sonrío y, finalmente, dice:
—Ha sido la mejor tarta que he comido en toda mi vida.
Raquel, encantada por el halago, sonríe y ofrece:
—Pues cuando quieras, me lo dices y te hago otra de limón, que me salen muy ricas.
—¡¿Limón?! —murmura Eric, mirándome—. ¡Qué refrescante!
Incapaz de aguantarme, me río a carcajadas y Eric conmigo. Nos besamos y mi hermana, que nos
mira, dice, con la pequeña Lucía en brazos:
—Ay, cuchu, qué bonito es el amor cuando estás enamorado y eres correspondido.
Ese comentario, unido a su vocecita de pena, me entristece. Ojalá Raquel conozca a alguien y rehaga
su vida. Lo necesita. Es la típica mujer que necesita un hombre al lado que la quiera para ser feliz. Y ese
hombre no es mi padre.
Los días pasan y nuestra estancia en Jerez es una maravilla. Juan Alberto visita varias empresas por
Andalucía y, encantado, nos comenta que ve posibilidades en la zona.
En esos días, observo cómo mira a mi hermana. Lo hace interesado, incluso me he percatado de que
se lleva bien con mi sobrina. La verdad, llevarse mal con Luz es difícil, es tan dicharachera que en
cuanto le haces caso y entras en su juego te quiere para toda la vida.
Juan Alberto viaja todos los días, pero quiere regresar por las noches a Jerez. Según él, prefiere estar
acompañado. Según Eric y yo, le gusta mi hermana. Se le ve el plumero.
Como es lógico, a Raquel no se le escapa lo que ocurre y me sorprende que pasen los días y no diga
nada. Pero claro, como siempre digo, mi hermana es mi hermana, y una tarde, mientras tomamos el sol
junto a la piscina de mi padre a solas, dice:
—Es majo ese Juan Alberto, ¿verdad?
—Sí.
Espero… Si quiere sacar el tema que lo saque y, tras un par de minutos en silencio, insiste:
—Se le ve muy educado, ¿verdad?
—Sí.
Sonrío… Veo que me mira de reojo y entonces me pregunta:
—¿Qué te parece a ti como hombre?
—Es majo.
—¿Sabes qué me dijo el otro día, cuando salimos todos a cenar?
—No.
—¿Quieres saberlo?
—Claro… cuéntamelo.
En ese momento aparece Graciela y se tumba a nuestro lado. Imagino que mi hermana va a cerrar el
pico, pero en vez de eso, se sienta en la tumbona y continúa:
—La otra noche, cuando regresábamos de tomar unas copas, antes de marcharos para tu casa, me
miró a los ojos y dijo: «Eres como un sabroso capuchino: dulce, caliente y me pones nervioso».
Graciela al oírla, comenta:
—Los mexicanos son muy aduladores.
Sorprendida, miro a mi hermana y pregunto:
—¿Te dijo eso?
—Sí, tal como te lo he dicho.
—Vaya…, qué piropo más bonito, ¿no crees?
Raquel asiente y, con una voz de lo más sugerente, añade:
—Sí, es un piropo muy elegante, como él.
Graciela, que está a nuestro lado, suelta una risita y las tres nos callamos. Vaya con mi hermana y
parecía tonta.
Silencio. Raquel se tumba, pero la conozco y sé que esa paz durará poco. En menos de dos minutos se
vuelve a sentar en la hamaca.
—Y ahora, cada vez que cruzo mi mirada con él, me dice «¡Sabrosa!».
—¡¿Sabrosa?! —repite Graciela y, sentándose también, aclara—: Eso, en México es como decirte,
qué buenas estás, o te comería entera.
—¿En serio? —pregunta Raquel, acalorada, y la joven chilena asiente.
Me aguanto la risa. Ver a mi hermana en esa tesitura es algo nuevo para mí y de pronto dice, dándome
un golpe en el brazo:
—¡Se acabó! No puedo continuar obviando que ese mexicano guapo y con cara y voz de galán de
telenovela me gusta, y cuando me dice eso de «¡Sabrosa!»… Uy, cuchuuuuu, lo que me entra por el
cuerpo. Y ahora que sé que ese «¡Sabrosa!» quiere decir eso… Oh, Dios, ¡qué calor!
Me río a carcajadas y la oigo decir:
—Cuchu, no te rías que estoy preocupada.
—¿Preocupada?
Raquel asiente y, acercándose a Graciela y a mí, cuchichea:
—Llevo varias noches teniendo sueños muy subiditos de tono con él y ahora la nerviosa sin tomar el
capuchino soy yo.
Sentándome en la hamaca, miro a Graciela y me río. Si es que mi hermana es la bomba. Pero al ver su
gesto de preocupación, pregunto:
—Vamos a ver, ¿a ti te gusta Juan Alberto?
Mi loquita hermana coge su Fanta de naranja, da un trago y contesta:
—Más que comer langostinos con las manos.
Las tres nos reímos y añade:
—Me gustaría saber de él, cuchu. Es un tipo muy agradable y me gusta su simpatía.
—No te conviene, Raquel.
—¿Por qué?
—Porque él regresará a México y…
—¿Y a mí eso qué me importa?
Eso me descuadra. ¿Cómo no le va a importar? Boquiabierta estoy cuando dice:
—Yo no quiero que me jure amor eterno ni nada por el estilo. Quiero ser moderna por una vez en mi
vida y saber lo que es tener un rollito salvaje.
—¿Cómo? —pregunto descolocada.
—Cuchufleta, quiero pasarlo bien. Olvidarme de mis problemas. Sentirme guapa y deseada, pero no
me gustaría tontear con él y luego descubrir que está casado. No quiero hacer sufrir a otra mujer.
Vamos a ver… vamos a ver…
Mi hermana es la persona más convencional que existe sobre la faz de la tierra ¿y quiere ser moderna
y tener un rollito salvaje? Yo flipo. Flipo en colorines.
Como veo que me mira a la espera de que le cuente algo de su posible rollito, miro a Graciela. Ella
conoce a Juan Alberto mejor que yo, pero dispuesta a hacer rabiar a Raquel, pregunto:
—¿Rollito salvaje?
Ella sonríe. Qué linda es cuando lo hace, y al ver la guasa en mi mirada, dice:
—Ay, cuchu, debo de estar muy necesitada de atenciones, porque cuando estoy con él o me dice eso
de «¡Sabrosa!», siento unas ganas irrefrenables de cogerlo del cuello, meterlo en mi habitación y hacerle
de todo. Vamos, ¡que me pone!
¡¿Que la pone?!
¿Mi hermana ha dicho que la pone Juan Alberto?
Muerta de risa, la miro. Dios… Raquel necesita sexo urgente y al ver que ella me mira a la espera de
que le cuente cosas, digo:
—Graciela, tú que lo conoces mejor que yo, por favor, saca a mi hermana de sus dudas y cuéntale
cosas de Juan Alberto.
La joven chilena sonríe, mira a Raquel y explica:
—Está divorciado y…
—¡¿Divorciado?!
—Ajá…
Eso a mi hermana le gusta. Nerviosa, bebe más Fanta de naranja y Graciela añade:
—Se llama Juan Alberto Riquelme de San Juan Bolívares.
—Vaya, tiene nombre de culebrón —susurra Raquel, complacida.
—Ya te digo —respondo divertida.
—Tiene cuarenta años y es primo de Dexter por parte de madre. No tiene hijos. Su ex mujer, Jazmina,
una víbora de mucho cuidado, nunca quiso darle ese placer en los seis años de matrimonio. Pero tras
divorciarse de él, actualmente está encinta de su nueva pareja.
—Las hay lagartas —masculla mi hermana.
—Muy lagartas —asiento yo, pensando en que no quiero tener hijos.
—Juanal es dueño de una empresa muy exitosa de seguridad en México y con este viaje intenta
expandir su negocio por Europa. Es un hombre hogareño, cariñoso y muy amigo de sus amigos.
Durante unos instantes, observo cómo mi hermana procesa la información que Graciela le da y, una
vez lo hace, suelta:
—Lo de los hijos me lo imaginaba. Sólo hay que ver cómo coge a Lucía para saber que no ha tenido
un bebé en brazos en su vida.
—Eric tampoco tiene hijos y…
—Pero él es diferente —afirma Raquel.
—¿Diferente por qué? —pregunto curiosa.
—Pues porque ha criado solito a su sobrino y estoy segura de que cuando Flyn era un bebé, era súper
cariñoso con él. Sólo hay que ver cómo lo cuida, cómo mima a Luz y cómo se deshace con Lucía. Y,
hablando de niños…
—No —la corto—. No me he planteado tenerlos todavía. Por lo tanto, obviemos ese temita.
Nada más decir eso, me doy cuenta de las miradas de mi hermana y de Graciela. ¡Lagarto, lagarto! Y,
tumbándose en la hamaca, Raquel dice:
—Ay, cuchufleta…, con lo bonitos que te van a salir los niños.
Cuando se calla, respiro con tranquilidad.
Pero ¿por qué todo el mundo se empeña en que tengo que tener hijos?
Al final, sin querer darle más vueltas al asunto, me tumbo como ellas en la hamaca y disfruto del sol
de mi Andalucía.
¡Viva mi tierra!
Esa noche, cuando todos nos juntamos en la casa de mi padre para cenar, observo con más
detenimiento a mi hermana y a Juan Alberto. No hacen mala pareja.
Cuando, después de cenar, Raquel cierra el móvil tras hablar con el atontado, veo que el mexicano se
acerca a ella y la tranquiliza. Cada vez que llama el empanado de mi ex cuñado, mi hermana se sale de
sus casillas.
Mi padre me mira, yo levanto las cejas y, de pronto, veo que sonríe señalando a Juan Alberto. No
quiero ni imaginarme qué estará pensando.
Papá, ¡que te conozco!
Los días pasan y tenemos que regresar a Alemania. Las vacaciones se acaban. Eric debe trabajar, el
colegio de Flyn comienza y nuestra vida se tiene que normalizar.
Tras una opípara comida en el restaurante de la Pachuca, donde Flyn y yo nos ponemos hasta las
cejas de salmorejo, decidimos salir esa última noche a tomar algo.
Mi padre se desmarca. Él prefiere quedarse en casa cuidando de los cachorros, como él dice.
A las ocho de la tarde, tras regresar Juan Alberto de un viaje a Málaga, pasamos por la casa de mi
padre para recoger a Raquel y nos vamos todos a cenar y a tomar algo.
Cuando llegamos al bareto de Sergio y Elena, como siempre el más concurrido de Jerez, mis amigos
se levantan para saludarme. Me felicitan por mi boda y Eric los invita a unas copas. Rocío, mi amiga,
está contenta. Me ve feliz y con eso le vale. De pronto suena una canción y ella, cogiéndome de la mano,
me lleva hasta la pista mientras las dos cantamos como locas.
Never can say goodbye, no, no, no, no,
never can say goodbye.
Every time I think I´ve had enough
And start heading for the door.
Reímos. Cientos de recuerdos de veranos locos nos vienen a la memoria mientras cantamos a voz en
grito y bailamos esa canción de la voz de Jimmy Somerville.
Cuando acaba, vamos al baño, centro neurálgico del puro cotilleo, y allí le contesto a todo lo que
quiere saber. Hablamos… hablamos y hablamos. Nos ponemos al día en diez minutos y cuando salimos
estamos sedientas y nos paramos en la barra para pedir unas bebidas. De pronto, alguien me agarra por la
cintura y oigo que me dicen al oído:
—Hola, preciosa.
Reconozco su voz…
Rápidamente, me vuelvo y veo a David Guepardo. Mi amigo de las competiciones de motocross. Me
da dos besos y me abraza. Convencida de que a Eric no le gustaría cómo me tiene cogida, me escabullo
de sus manos como puedo y pregunto:
—¿Qué tal? ¿Cómo tú por aquí?
David, un bombón en toda regla, pasea sus ojos por mi cuerpo y, dando de nuevo un paso hacia mí
que me deja contra la barra del bar, contesta:
—Llegué ayer. Y hoy he venido para ver si te veía.
Rocío me mira. Yo la miro a ella y, antes de que pueda decir nada, veo aparecer a mi alemán, alias
Iceman, con cara de cabreo por detrás de David y sisea:
—¿Podrías separarte de mi mujer para que pueda respirar?
Al oír eso, David mira hacia atrás y, al verlo, sin moverse del sitio, responde:
—Tú otra vez. —Y antes de que yo pueda decir nada, salta—: Mira, amigo, ésta no es tu mujer y, por
lo que imagino, no lo va a ser nunca. Por lo tanto, ¿qué tal si te das una vueltecita y nos dejas en paz?
Madre mía, la cara de Iceman. Las aletas de la nariz se le dilatan y yo rápidamente digo:
—David, tienes que…
Pero no puedo decir más. Eric lo agarra del brazo con sus manazas, lo separa de mí y, en un tono
nada calmado, sisea en su cara:
—El que se va a ir a dar una vueltecita vas a ser tú. Porque como vuelvas a acercarte a mi mujer
como lo has hecho hoy, vas a tener problemas conmigo, ¿entendido?
El motero se queda parado. Yo alzo la mano, le enseño el anillo de mi dedo y aclaro:
—David, Eric es mi marido. Nos hemos casado.
El gesto del joven cambia por completo. En el fondo es un buen chico y dice rápidamente, levantando
las manos:
—Lo siento, tío. Creía que este encuentro era como el de la última vez.
La cara de Eric se relaja. Su enfado disminuye y, cogiéndome de la mano, tira de mí y antes de salir
del local, añade:
—Pues ya lo sabes. Procura no volver a equivocarte.
Rocío me mira desde la barra y yo le sonrío mientras me alejo con Eric. Aunque no apruebo los
celos, reconozco que ese momentito terrenal de mi maridín me ha excitado. Qué sexy se pone cuando me
mira así.
Sin hablar, salimos del local y de pronto veo aparecer a Fernando. Nuestras miradas se cruzan y
ambos sonreímos.
Viene de la mano de la misma agradable muchacha que lo acompañó a mi boda en Alemania y,
cuando nos acercamos a ellos, Eric me suelta y Fernando y yo nos damos un tremendo abrazo.
—Hola, jerezana.
Luego me suelta y le tiende la mano a Eric diciendo:
—¿Cómo va eso?
—Muy bien, amigo. Todo va muy bien.
En su código se entienden. Al final, tras todo lo que pasó entre los tres hemos conseguido que
nuestras relaciones se normalicen y ser amigos. Eso me encanta. Fernando es una de las mejores personas
que conozco y soy feliz al ver que Eric y él por fin se llevan bien.
Tras saludar a Aurora, que es como se llama la chica que va con él, tomamos algo juntos hasta que
Fernando, mirando su reloj, dice:
—Nos tenemos que ir. Hemos quedado con unos amigos.
Yo sonrío. Nos despedimos y, cuando se van, Eric me agarra por la cintura y pregunta:
—¿Eres feliz, pequeña?
Besándolo encantada de la vida, respondo:
—Muchísimo, grandullón.
Cuando regresamos con el resto del grupo, charlamos durante horas y nos divertimos. Estar con mi
gente es lo que tiene, alegría, cachondeíto y diversión.
Me río para mí al ver la expectación que provoca Graciela. Esa chilena de voz dulce se lleva a los
jerezanos de calle, mientras Dexter observa y resopla. Se resiste. Esto va a costar más de lo que yo en un
principio creía.
El buen rollo es patente entre todos, cuando mi hermana, que está sentada a mi lado, dice con gesto
contrariado:
—Ay, Cuchuuuuuuuuu…
Su actitud y su voz me alertan:
—¿Qué pasa?
Con el cejo fruncido, me mira y cuchichea:
—Acabo de ver a Jesús aparcar el coche.
La sangre se me arremolina. Como al atontado de mi ex cuñado se le ocurra acercarse, le voy a dar
tal guantazo que va a llegar sin coche hasta Madrid. Ofuscada, miro a mi alrededor y Eric, que me ve
hacerlo, pregunta:
—¿Qué ocurre?
—El imbécil de Jesús está aquí.
Su cara se contrae, pero mirándome, murmura:
—Tranquila, pequeña. Somos adultos y personas civilizadas.
Su comentario me hace sonreír al recordar lo ocurrido antes con David, pero para calmar el ansia que
tengo de abrirle la cabeza al que ha hecho sufrir tanto a mi hermana, cojo mi vaso y bebo un trago, cuando
veo que Raquel se levanta. ¿Adónde va?
Voy a agarrarla del brazo para que no se acerque a Jesús, pero ella me deja sin palabras. Va hasta
Juan Alberto, que está hablando con Dexter, lo agarra por el cuello, se sienta en sus piernas y lo besa en
la boca.
¡Flipante!
Yo me atraganto.
Eric me coge la mano.
Dexter me mira y yo, ojiplática, sólo puedo ver que mi hermana se morrea como una quinceañera allí,
delante de todos.
Mi ex cuñado, que se acerca, al ver eso se paraliza y grita:
—¡Raquel!
Pero ella continúa su devastador beso a Juan Alberto. Desde luego, lo está paladeando, la jodía. Me
la veo diciéndole «¡Sabroso!».
Pero ahí no queda la cosa. El mexicano, animado por el momento, rodea con los brazos la cintura de
mi hermana y profundiza el beso mientras una de sus manos baja hasta su trasero y se lo aprieta.
Por el amor de Dios, ¿qué están haciendo?
El tiempo parece que pase a cámara lenta mientras ellos se besan sin ninguna prisa, hasta que sus
labios se separan y oigo que Juan Alberto dice:
—Raquel, ¿crees en el amor a primera vista o tengo que volverte a besar?
Guauuu, ¡no me lo puedo creer!
¡Culebrón mexicano en vivo y en directo!
Un ex marido, un nuevo amante y la prota, que no es otra que mi hermana. ¡Qué fuerte, por favor!
Boquiabierta, parpadeo, mientras Eric, a mi lado, observa muy tranquilo la situación. El tío es puro
hielo cuando quiere. Y entonces, con un gesto de lagarta que me deja totalmente paralizada, mi alucinante
hermana mira a mi ex cuñado, que está parado ante ella, y pregunta:
—¿Qué quieres, pesadito?
Él no puede ni hablar. Le tiembla hasta la barbilla y yo estoy a punto de gritar: «¡Toma y toma, por
capullo!».
Instantes después, cuando Jesús consigue reponerse, con los ojos como platos dice:
—Raquel, no te tomaré esto en cuenta, pero tenemos que hablar.
¿Que no se lo tomará en cuenta?
Madre, madre, yo me levanto y le pateo la cabeza. ¡Será sinvergüenza!
Pero Eric, que ve cómo me remuevo en la silla, me mira y, sin soltarme la mano, me pide tranquilidad
con los ojos.
—Mira, Jesús —replica Raquel, sorprendiéndome—, tómame esto en cuenta porque lo pienso volver
a repetir tantas veces como quiera. ¡Estamos separados! Y antes de que comiences con tu perorata, la
respuesta es ¡NO!
—Pero churriiii.
—Ya no soy tu churri —grita ella.
Jesús la mira y, por su mueca, veo que no la reconoce y, oye, no me extraña, ¡no la reconozco ni yo!
De pronto, sorprendiéndonos a todos, se levanta Juan Alberto, con mi hermana aún entre sus brazos y,
con gesto serio e intimidante, le dice a mi ex cuñado:
—Escucha, güey, esta linda mujercita no tiene nada que platicar contigo. A partir de ahorita, cada vez
que la llames al celular te las verás conmigo, porque estamos cansaditos de tus llamadas y tus
insistencias. Ella no quiere ni comer, ni cenar, ni desayunar con un tipo como tú. Primero, porque no lo
desea y segundo, porque esta preciosa muchacha está conmigo y yo soy muy terrenal. Y lo mío es sólo
mío y no permito que lo toque nadie. Pásale la manutención de las bebitas, que es lo que tienes que hacer,
que para eso eres su padre, y en lo referente a mi reina, ahora soy yo el que velará por ella. Por lo tanto,
ándale y desaparece de mi vista, ¿entendido?
Boquiabierta…
Alucinada…
Y sorprendida, parpadeo, cuando mi hermana, agarrada al gigante del mexicano, mira a su ex con una
sonrisita de satisfacción y dice:
—Ya lo has oído Jesús. ¡Adiós!
—Pero las niñas…
—Las niñas las verás siempre que te toque. Por eso no te preocupes —afirma Raquel.
Una vez el atontado procesa lo que allí ha pasado, se da la vuelta y se marcha. Cuando desaparece de
nuestra vista, yo miro a mi hermana aún con la boca abierta y ella, descomponiéndose por segundos por
su atrevimiento, balbucea mirando a Juan Alberto con cara de susto.
—Gra… Gracias por tu ayuda.
Él, soltándola, se vuelve a sentar donde estaba y, paseando su mirada por el cuerpo de Raquel,
murmura en tono melosón:
—Las que tú tienes, relinda.
—Joder —murmuro y oigo reír a Eric.
Pero ¿cómo se puede reír en un momento así?
Como veo a mi hermana totalmente bloqueada tras lo que ha ocurrido, decido entrar en acción y,
cogiéndola de la mano, tiro de ella y me alejo de las miradas guasonas de los demás. Una vez llegamos al
baño, la suelto, abre el grifo y se echa agua en la nuca. No sé qué decir hasta que Raquel exclama:
—Ay, cuchufleta…
—Lo sé…
—Ay, qué calor, cuchuuuuuuu.
—Normal.
Totalmente desencajada, la decente de mi hermana me pregunta:
—¿Acabo de hacer lo que creo que he hecho?
—Sí.
—¿En serio?
—Lo corroboro. Lo acabas de hacer.
—¿Me acabo de besar con… con… Juan Alberto?
—Sí. —Y al ver que no reacciona, añado—: Te acabas de dar un filetón con tu rollito salvaje que no
se lo salta un cojo. Vamos, que sólo te ha faltado decirle eso de «¡Sabroso!» canturreando.
Mi hermana parpadea.
Yo parpadeo.
Las dos parpadeamos y, de pronto, la muy lagartona dice:
—Madre mía…, madre mía, pero ¿tú has visto cómo besa ese hombre?
Asiento con la cabeza. Lo he visto yo y medio Jerez y, antes de que diga nada, añade:
—Me he lanzado y… y… luego él me ha apretado y… y… ¡me ha tocado el culo el muy cochino!,
además de meterme la lengua hasta la campanilla. Oh, Dios… ¡qué calor! Y luego ha dicho eso de que si
creo en el amor a primera vista o…
—… O te besaba otra vez. Sí… muy culebrón mexicano —finalizo.
La abanico o ésta se me desploma, que es muuuu exagerá.
Se vuelve a echar agua en la nuca y jadea como un perrillo. Todavía no puede creerse lo que ha
hecho. Pobrecita. Pero deseosa de que sonría, digo:
—Creo que hoy te has quitado a Jesusín de encima para el resto de tu vida. —Y, divertida, añado—:
Ese mexicano se lo ha dejado clarito, güeyyyyyyyyyyyy.
—Ay, cuchu… no te rías.
—No puedo evitarlo, Raquel.
Tocándose la cara, horrorizada, sisea:
—Ese hombre habrá pensado que soy una fresca.
—Pero ¿no decías que querías ser moderna?
—Sí, pero no una zorrasca —insiste acalorada.
Consciente de que necesita reactivar su vida, la miro y le digo:
—Mira, Raquel, que piense lo que quiera. ¿A ti te ha gustado ese beso?
No lo duda ni un segundo y responde:
—Sí…, no lo voy a negar.
—Pues ya está. Sé positiva y piensa dos cosas. La primera, te has quitado a Jesús de encima y, la
segunda, un mexicano como los de las telenovelas que te gustan te ha dado un beso que te ha quitado el
sentido.
Al escuchar eso, por fin sonríe y yo la imito. Aunque segundos después me mira y dice:

—Madre mía, cuchu… me lo como con tomate.

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