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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.3 y 4



3
Después de veinte días en nuestro paraíso particular, donde todo es mágico y divertido, cuando llegamos
a México DF, miro sorprendida desde la ventanilla del coche las calles abarrotadas de gente. Eric habla
por el móvil con su habitual gesto serio, mientras el chófer conduce la impresionante limusina.
Al llegar a un edificio de lo más moderno, un hombre de uniforme nos abre la puerta. Saluda a Eric y
rápidamente llama el ascensor. Cuando nos paramos en el piso dieciocho y las puertas se abren, veo que
Dexter acude a nuestro encuentro. Su cálida sonrisa me hace ver lo contento que está por nuestra visita.
—Míralos, qué relindos y morenos llegan los novios. —Todos sonreímos y el mexicano, cogiéndome
las manos, añade—: Diosa, qué alegría volver a verte.
—¿Y conmigo qué pasa? —protesta Eric al oírlo.
Dexter choca su mano contra la de él y, con complicidad, cuchichea:
—Lo siento, güey, pero tu mujer me gusta más que tú.
Divertida, me acerco a él, me agacho, pues va en silla de ruedas, y le doy dos besos en la mejilla.
Dexter, feliz por nuestra llegada, tras saludarnos mira a una mujer que está a su lado y nos la presenta:
—Ella es Graciela, mi asistente personal. A Eric ya lo conoces.
—Bienvenido, señor Zimmerman —dice la muchacha morena.
Eric le da la mano y, con una candorosa sonrisa, responde:
—Encantado de volver a verte, Graciela. ¿Todo bien con este pesado?
La joven de pelo oscuro mira a Dexter con una tímida sonrisa y murmura:
—Ahorita mismo todo perfecto, señor.
Dexter, divertido, tras escucharla me mira y dice:
—Judith es la mujer de Eric y han pasado a visitarnos tras su luna de miel.
—Encantada, señora Zimmerman, y enhorabuena por su reciente boda —me felicita la muchacha,
mirándome.
—Por favor —digo rápidamente, mientras me estiro la minifalda—, llámame Judith, ¿te parece?
La joven mira a Dexter, él asiente y yo añado:
—No lo mires a él ni a mi marido. No hace falta que te den su beneplácito para que me puedas llamar
por mi nombre, ¿de acuerdo?
Sonrío. La mujer sonríe y Eric concluye:
—Ya lo sabes, Graciela… llámala Judith.
—De acuerdo, señor Zimmerman. —La muchacha sonríe y, mirándome, añade—: Encantada, Judith.
Ambas sonreímos y eso me tranquiliza.
Que me llamen continuamente señora, o señora Zimmerman, no es algo que me vuelva loca. Es más,
me suena a carcamal con olor a rancio.
Aclarado esto, observo a Graciela y deduzco que debe de tener pocos años más que yo. Su aspecto es
pulcro y, desde mi punto de vista, es guapa. Pelo oscuro, ojos cautivadores y una dulzura que relaja. Eso
sí, su fuerte no es la moda. Va demasiado chapada a la antigua para ser una joven de mi edad.
Una vez nos hemos saludado todos, entramos a un salón diáfano. Nada de obstáculos, para que Dexter
se pueda mover bien por allí con su silla de ruedas.
Durante una hora, los cuatro hablamos cordialmente y recordamos la boda. Dexter me pregunta por mi
hermana y cuando la nombra por cuarta vez, lo miro y aclaro:
—Dexter…, a mi hermana ni te acerques.
Eric y él sueltan una carcajada que yo en cierto modo entiendo. No quiero ni pensar lo que ocurriría
si a Dexter se le ocurriera tener una cita con mi hermana y proponerle alguna de sus cosas. El bofetón se
lo lleva seguro. Me río sólo de pensarlo.
Eric, que sabe lo que pienso, al ver mi gesto risueño dice:
—Tranquila, Jud. Dexter sabe muy bien con quién debe o no salir.
Asiento. Quiero que eso quede claro cuando el jodido de Dexter pregunta:
—Diosa, ¿celosita de tu linda hermana?
Divertida, lo miro.
¿Yo celosa de mi hermana?
Por favorrrrrrrrrrrrrrrrr… ¡si adoro a Raquel!
Y dispuesta a dejarlo claro, respondo:
—No. Simplemente cuido de ella.
Dexter sonríe.
—Tú eres relinda, mi querida Judith.
—Gracias, relindo —me mofo—. Pero por tu integridad física deja a mi hermana a un lado. El que
avisa no es traidor. ¡Recuérdalo!
Los tres nos reímos, conscientes de a lo que nos referimos y, de pronto, me doy cuenta de que
Graciela no lo hace. No sonríe. Sus ojos se llenan momentáneamente de lágrimas y mira al suelo. Tras
dos inspiraciones, vuelve a levantar la cabeza y sus ojos vuelven a estar normales.
Vaya… qué capacidad de recuperación y, sobre todo, ¡qué fuerte lo que acabo de intuir!
¡Viva el sexto sentido de las mujeres!
Sólo me han hecho falta unos minutos con Graciela para darme cuenta de que está coladita por
Dexter. Pobrecita. Me da hasta pena.
Instantes después, la joven se despide y se va.
Cuando nos quedamos los tres a solas en el enorme salón, Dexter nos pregunta cómo nos han tratado
en el hotel durante la luna de miel. Mi chico me mira y yo sonrío como una tonta.
Ha sido todo fantástico. El mejor viaje de mi vida. Eric me adora como nunca pensé que un hombre
me pudiese adorar y yo estoy completamente coladita por él.
Entre risas y cuchicheos, Dexter nos pregunta si hemos jugado en nuestra luna de miel, a lo que yo
respondo que hemos jugado mucho… mucho…, pero que han sido juegos sólo entre mi marido y yo.
Oh Dios…, sólo de recordarlo me pongo cardiaca.
El hotel…
La cama…
Sus ojos… sus manos…
Aquellas conversaciones calientes y morbosas…
Al escucharme y, en especial ver mi cara, Eric sonríe. Dice que en mi expresión se ve claramente lo
que pienso y sin duda alguna ha adivinado mis pensamientos. Al ver cómo nos miramos, Dexter, guasón
como siempre, me guiña un ojo y murmura, mirando mis bronceadas piernas.
—Diosa…, cuando tú quieras, me tienes listo para jugar.
Eso me hace acalorar aún más.
Los juegos de Dexter son calentitos y morbosos y al ver el gesto de Eric sonrío. Mi marido siempre
está dispuesto. Pero nuestra excitante conversación se corta cuando suena un teléfono y, segundos
después, Graciela entra con él en la mano.
Dexter contesta y Eric, acercándose a mí, comenta:
—Te veo acalorada, cariño, ¿pasa algo?
Pero qué sinvergüenza es el tío.
Sin poder evitarlo, sonrío y, antes de que pueda responder, me pasa la mano por las piernas y
murmura en tono meloso:
—Si tú quieres, yo estoy dispuesto…
Guauuu, ¡qué calor… qué calor!
Sé a lo que se refiere y me entran los sofocos de la muerte.
¡Sexo!
Como siempre que la ocasión se presenta, mi estómago se contrae y mi vagina se lubrica en décimas
de segundo. Al final Eric va a tener razón y me estoy convirtiendo en una bestia sexual.
¡Qué fuerte!
¿Quién me iba a decir a mí que me encantaría este juego?
Definitivamente, me estoy volviendo una loca del sexo.
Pero lo cierto es que me gusta y apetece. Mi deseo crece en un instante y con sólo observar cómo me
mira mi recién estrenado maridito, ya estoy a cien y quiero jugar.
Mi chico sonríe. Yo también. Y dispuesta a pasarlo bien, susurro con sensualidad, sin que Graciela
me oiga.
—Rómpeme el tanga.
Oh, Diossssssssssss, ¿qué he dicho?
La mirada azulada de mi Iceman de pronto se torna intensa y morbosa.
¡Guauuu! De cien ya he pasado a doscientos y, por cómo me mira, sé que él a quinientos.
Soy consciente de que lo vuelve loco mi descaro y mi entrega. Sonrío como sé que le calienta más la
sangre y, guasón, murmura algo que los mexicanos dicen mucho:
—¡Sabrosa!
Cuando Dexter termina la llamada y le entrega el teléfono a Graciela, ésta se marcha y Eric dice:
—Dexter…, ¿a qué hora llegan los invitados para la cena?
Sus miradas se encuentran y sé que se han entendido a la perfección. ¡Vaya dos!
—Faltan tres horas —responde encantado.
Yo sonrío. Dexter levanta las cejas y, con complicidad, tras pasear sus ojos con descaro por mis
pezones erectos, pregunta.
—¿Qué os parece si vamos a un lugar más íntimo?
Tuchúnnnnnnn… Tuchúnnnnnn… Mi corazón se desboca. ¡Sexo!
Nerviosa, me levanto y Eric me coge de la mano con fuerza. Me gusta esa sensación. Caminamos tras
Dexter y me sorprendo cuando veo que entramos en su despacho. Yo creía que iríamos a una habitación.
Una vez Eric cierra las puertas, me quedo boquiabierta cuando el mexicano aprieta un botón de la
librería y ésta se desplaza hacia la derecha. Debo de tener tal cara que Dexter dice:
—Diosa…, bienvenida a la habitación del placer.
Sin soltarme la mano, Eric me guía. Entramos en ese oscuro lugar y, cuando la librería se cierra
detrás de nosotros, una luz tenue y amarillenta se enciende.
Morbo en estado puro.
Mis ojos se adaptan a la penumbra y veo un espacio de unos treinta metros con una cama, un jacuzzi,
una mesa redonda, una cruz en la pared, cajoneras y varias cosas colgadas en las paredes. Al acercarme,
veo que son cuerdas y juguetes sexuales. ¡Sado! Yo no quiero sado.
Mi cara debe de ser un poema, pues Eric, acercándose más a mí, pregunta:
—¿Asustada?
Niego con la cabeza. Con él no me asusta nada. Sé que nunca permitiría que yo sufriera y menos aún
me dejaría hacer nada que no quiero.
Dexter, sentado en su silla, se acerca a un equipo de música y pone un CD. Instantes después, la
habitación se inunda de una música instrumental muy sensual. Calentita. Luego se acerca a la mesa
redonda y Eric me besa. Mete su lengua en el interior de mi boca y yo disfruto… disfruto y disfruto,
mientras planta sus manos en mi trasero y me lo aprieta con deleite.
El calor vuelve a la carga y mi cuerpo reacciona ante su contacto en décimas de segundo.
Durante varios minutos nos besamos y nos tocamos. Soy consciente de que Dexter nos observa y
disfruta. Y cuando estoy total y completamente excitada por mi guapo marido, éste abandona mi boca y
dice, mientras se sienta en la cama:
—Desnúdate, cariño.
Los ojos de ambos hombres me comen, mientras observo que Eric no se desnuda ni Dexter tampoco.
Sólo me miran y esperan que yo haga lo que él me ha pedido.
Sin dudarlo un instante, me desabrocho el botón y la cremallera de la minifalda y la prenda cae al
suelo.
Los dos clavan la vista en mi tanga, pero no me lo quito.
Dexter hace un movimiento con la mano y, al entenderlo, giro sobre mí y les enseño mi trasero.
—Mamacitaaaaaaaaaaaaaaaaaaa —murmura el mexicano.
Cuando vuelvo a mirarlos de frente, me quito lentamente la camiseta de tirantes que llevo y me quedo
ante ellos vestida sólo con la ropa interior y los zapatos de tacón. Los conozco y sé que les encanta que
lleve los zapatos puestos.
—Ponte las manos en la cintura y separa un poquito las piernas —dice Dexter.
Hago lo que me pide, mientras mi respiración se acelera y Eric dice:
—Tócate los pechos.
Con sensualidad, llevo mis manos hasta ellos y, por encima del sujetador, me los estrujo y masajeo
mientras los dos me recorren entera con la mirada y yo ardo de deseo.
Estoy siendo observada por dos hombres que quieren penetrarme.
Estoy siendo observada por dos hombres que quieren saborearme.
Estoy siendo observada y quiero que me observen, porque me excita.
Mi respiración se acelera. Deseo que me toquen. Dexter se acerca y, sin moverse, murmura:
—Aún recuerdo cómo aquella mujer en Alemania disfrutaba de tu cuerpo y tú jadeabas. Fue
padrísimo. No veo el momento de volverlo a ver.
Recordar eso me hace jadear. Diana, la mujer alemana de la que habla Dexter, me gusta. Su manera
de poseerme es tan exigente que pensar en ella me lubrica más.
Eric lo sabe.
Le pone. Le excita saberlo.
Lo hemos hablado durante nuestra luna de miel y está tan deseoso como yo de volver a quedar con
ella. Ahora, al ver mi gesto, dice:
—Lo verás, amigo. Me consta que Jud está deseando repetirlo.
Dexter resopla y asiente. Después se dirige hacia un lateral de la habitación donde hay una pequeña
nevera y veo que saca una botella de agua y un botecito con algo rojo. Mi curiosidad me puede y
pregunto:
—¿Qué hay en el bote?
Dexter lo destapa y, enseñándomelo, contesta:
—Guindas rojas. ¡Me encantan!
Sin más, se mete una en la boca, la mastica, saborea y murmura:
—Hum… qué dulce.
Eric, al ver mi expresión, sonríe y Dextrer, tras dejar el agua y el bote de guindas sobre la mesa, abre
uno de los cajones de la mesilla, saca una caja y un antifaz y, entregándoselo a Eric, dice:
—Pónselo.
Eric coge el antifaz, se acerca a mí y, tras mirarme de aquella forma que me vuelve loca, me besa y
me lo pone. Mi mundo se vuelve oscuro. No veo nada y oigo a Dexter que pide:
—Siéntala en la mesa.
Mi chico me guía y, cuando me siento donde Dexter ha dicho, sus manos ya están en mis rodillas. Las
toca y lo oigo decir:
—Túmbate cariño.
Vuelvo a hacer lo que me pide.
La mesa está dura y no veo nada. No sé dónde está Eric y eso me desconcierta un poco. Un dedo
pasea en ese momento por mi tanga y mi estómago se deshace. Estoy caliente. Excitada y totalmente
expuesta a ellos, mientras oigo cómo la silla de ruedas de Dexter da vueltas alrededor de la mesa.
—Diosa…, tu olor a sexo me vuelve loco, pero quiero que sea tu hombre quien te quite las bragas
para mí y me invite a tomar de ti todo lo que me apetezca.
Instantes después, siento la boca de Eric en mi ombligo. La reconozco. Me lo besa. Deja un reguero
de besos desde ahí hasta el principio de mi tanga, toca mis muslos con deleite y, después, me lo quita.
Acelerada y con la respiración entrecortada, tengo la boca seca y murmuro:
—Tengo sed.
Un cubito de hielo recorre de pronto mis labios. Abro la boca, dispuesta a que su frescor me
reconforte y Eric dice cerca, muy cerca de mí:
—Dexter, te invito a tomar lo que quieras de mi mujer.
—Gracias, güey, lo haré encantado.
Mi boca, húmeda por el hielo, se seca en cuestión de segundos cuando de pronto siento cómo me cae
agua fresquita sobre el sexo. Una suave toalla me seca y la voz de Eric murmura:
—Ahora estás lista, mi amor.
El corazón se me va a salir por la boca. Estoy tremendamente excitada y, parapetada bajo el antifaz,
pregunto:
—¿Te gusta lo que ves?
Con delicadeza, Eric se tumba sobre mí en la mesa, me desabrocha el sujetador y, al quitármelo y
quedar mis pechos al aire, contesta tras besarlos:
—Me vuelve loco, pequeña.
Cuando me quedo totalmente desnuda en la mesa, siento que Eric se aleja y en su lugar es Dexter el
que se coloca entre mis piernas, sentado en su silla. Me las agarra, se las pone sobre los hombros y dice:
—Qué rico manjar me ofreces, preciosa.
Me estremezco. Sé lo que va a ocurrir y ya suelto un gemido. Sin darme tregua, Dexter pasea su mano
por mi tatuaje y, cuando presupongo que lo ha leído, susurra:
—Te pido que te entregues a mí.
Enloquecida por sentirme tan deseada, me muevo sobre la mesa a la espera de que me devore, cuando
de pronto dice:
—Pon los pies en el suelo. Date la vuelta y túmbate sobre la mesa.
Hago lo que me pide. Me doy la vuelta y, cuando mi cara toca la madera y mi culo queda expuesto,
me da varios azotitos.
—Enrojecido… así… rojito para mí.
El trasero me escuece tras los azotes. Sé que Eric mira y controla y de pronto siento que la mano de
Dexter me separa las cachas del culo y dice, mientras aplica gel en mi ano:
—Hoy vamos a jugar a otra cosa.
¿Otra cosa? ¿Qué cosa?
Estoy a punto de protestar, cuando noto las manos de Eric en mis hombros y susurra en mi oído
lentamente:
—No te muevas.
Su voz me tranquiliza y noto cómo Dexter introduce algo en mi ano mientras, con voz cargada de
morbo, susurra:
—Estas bolas anales aumentarán tu y nuestro placer… Ya lo verás.
Tumbada sobre la mesa, dejo que introduzca bola a bola en mi interior, mientras, excitada por ello,
me dejo hacer.
Dios… ¡cómo me gusta ser su juguete!
Dexter se recrea con mi ano y las bolas. A cada una que introduce, azotito que me da, seguido de un
tierno mordisquito y masaje en las nalgas. Oh, sí… me gusta lo que hace.
Una vez acaba, siento mi ano repleto. Es una sensación rara, pero me gusta.
—Diosa, túmbate de nuevo sobre la mesa como estabas antes.
Con el trasero enrojecido, lleno de bolitas y el antifaz puesto, hago lo que me pide.
—Eric… ¿puedo saborear ahora a tu mujer?
Mi corazón, tuchún… tuchún…, se acelera más cada segundo.
Ellos son dos morbosos y expertos jugadores y me están volviendo loca sin haberme casi tocado aún.
Abro la boca para respirar y suelto un jadeo cuando le oigo decir a Eric:
—Saboréala todo lo que quieras.
No veo sus ojos…
No veo su mirada…
No veo su expresión…
Pero me los imagino y su tono de voz me hace saber lo mucho que disfruta este momento. Yo jadeo
enloquecida y mis fuertes respiraciones se oyen en la habitación.
Oh, sí… sí…
No quiero que paren.
Quiero que jueguen.
Quiero que me saboreen.
Quiero que me follen.
Dexter me abre los muslos y quedo totalmente expuesta ante él; entonces noto que algo redondo y
pringoso se pasea por mi clítoris y Dexter dice:
—Guindas rojas y Judith. Una explosiva y riquísima mezcla.
Y, sin más, noto cómo sus dientes aprisionan la guinda y comienzan a apretarla contra mí. La dureza y
suavidad de la piel de la fruta golpea y resbala con deleite por mi clítoris y yo jadeo mientras Dexter
mueve la boca con destreza y la guinda me calienta y estimula en décimas de segundo. Noto que suelta la
guinda y ésta corre por mi sexo, mientras él me toca el clítoris con la lengua para luego volver a coger la
fruta y repetir la acción.
Oh, Dios… ¡Oh, Diossssssssss!
Mi cuerpo reacciona.
Jadeo… y enloquezco cuando la boca de Eric toma la mía.
Me besa…
Me disfruta…
Me vuelve loca…
Mientras, Dexter succiona mi hinchado clítoris y yo levanto la pelvis de la mesa, dispuesta a
ofrecérselo más.
—Así…, amor…, así… —murmura Eric, al notar mi entrega.
Durante varios minutos soy el manjar de ellos dos sin yo poder ver nada. Sólo sé que uno disfruta
entre mis piernas y el otro disfruta con mi boca. Pero lo mejor es que yo disfruto de ambos.
¡Qué maravilla!
De pronto, Eric se retira de mi boca. Levanto el cuello en su busca, pero no le encuentro y, con el
antifaz, no lo veo.
Quiero sus besos…
Quiero su contacto…
Y cuando siento que me echan agua de nuevo sobre el sexo, sé que el juego va a cambiar. Dexter se
retira y oigo cómo la silla rodea la mesa hasta llegar a la altura de mi cabeza. Me coge las manos y, tras
besarme los nudillos, murmura:
—Ahora te van a dar lo que yo no te puedo proporcionar.
Las manos de Eric me tocan. Las reconozco. Sonrío y, cogiéndome con fuerza de los muslos, me los
separa con contundencia y me penetra de una certera estocada.
Su gruñido varonil me vuelve loca.
Mi respiración se acelera. Dexter me suelta las manos y Eric, levantándome de la mesa, dice,
quitándome el antifaz:
—Acóplate a mí.
Tiemblo…
Jadeo…
Enloquezco…
Mientras, el hombre que adoro me penetra una y otra vez con fuerza y yo lo miro a los ojos sin
necesidad de que me lo pida.
¡Oh, Dios, su mirada!
Sus ojos me traspasan, me hablan, me dicen que me quiere, mientras Dexter me da cachetes en el
trasero y me lo enrojece, como a él le gusta.
De nuevo, Eric me penetra y, en ese instante, Dexter tira de la cuerdecita de las bolas anales. Saca
una y me da un azote. Boquiabierta por lo que he sentido, suelto un grito. Eso los enloquece.
Eric sonríe y, agarrándome con fuerza, me vuelve a penetrar.
Nueva arremetida.
Nuevo tirón de las bolas y cachete.
Nuevo grito mío.
Una a una, las suaves bolitas salen de mí y yo me entrego enloquecida, mientras Eric, que me tiene
entre sus brazos, me mira y murmura:
—Así…, cariño…, así… Mírame y disfruta.
Cuando salen de mí todas las bolas anales que Dexter me ha metido, éste se va hacia un lado y Eric
toma la iniciativa de nuestro momento. Camina hacia la pared, me apoya en ella y, devorándome la boca
como sólo él sabe hacer, me penetra una… y otra… y otra vez… Su fuerza me parte en dos, pero me
gusta. Sus manos me estrujan el trasero mientras yo le recibo y me abro más y más para él.
Nuestro gozo es inmenso. No quiero que acabe. Quiero que sus penetraciones duren eternamente. Sus
gruñidos secos me enloquecen y cuando creo que los dos vamos a explotar, soltamos un gemido al mismo
tiempo y, tras una última embestida, gozosos nos dejamos llevar por el placer.
Con su pene todavía alojado en mi interior, agotada apoyo la cabeza en su cuello. Adoro su olor. Su
contacto. Cierro los ojos y me abrazo más a él, mientras mi amor me abraza a su vez y sé que siente todo
lo que siento yo.
Al cabo de unos instantes en los que nuestras respiraciones se normalizan, como siempre, pregunta en
mi oído:
—¿Todo bien?
Asiento y sonrío.
Eric camina hasta la mesa y me deja sobre ella. Cuando se separa de mí, Dexter se acerca y,
cogiéndome la mano, me besa los nudillos y murmura:
—Gracias, diosa.
Yo sonrío y sin pizca de vergüenza por mi desnudez, cojo el tanga, que está sobre la mesa, y mientras
me lo pongo deseosa de una ducha, respondo:
—Gracias a ti, relindo.
Dos horas más tarde, tras darnos una duchita en la habitación que nos han asignado y vestirnos para la
cena, mi chicarrón y yo regresamos al salón, que ya está a reventar de gente.
No conozco a nadie, pero todos me saludan con una amplia sonrisa. Son la familia y los amigos de
Dexter. Eric conoce a todo el mundo y me sorprende verlo tan dicharachero y feliz.
Desde luego, cuando quiere, ¡el jodío es un amor!
La familia de Dexter es encantadora y sus padres maravillosos. Por cómo tratan a Eric, se ve que lo
aprecian mucho y cuando él me presenta como su mujer, me abrazan y, con su dulce acento mexicano, me
miman y me dicen cosas preciosas.
Sin demora, todos me saludan, tíos, primos y amigos de Dexter y me hacen sentir muy especial. Me
recuerdan a mi gente de Jerez, cercana y cariñosa. Sonrío al ver que Eric coge en brazos al bebé de la
hermana de Dexter y me mira.
Oh, Dios, ¡cómo me pica el cuello!
Al ver que me rasco, mi Iceman suelta una carcajada y yo sonrío también.
De pronto, veo una cara amiga, ¡el primo de Dexter!
Con una encantadora sonrisa, Juan Alberto saluda a Eric, ambos se acercan a mí y el recién llegado,
mirándome, pregunta:
—¿Puedo saludarte sin que peligre mi vida?
Yo sonrío.
Cada vez que recuerdo las cosas que le dije ese día al pobre me tengo que reír, pero me gusta ver que
él se lo ha tomado bien. Si fuera yo, con la mala leche que tengo, seguro que aún lo tendría crucificado.
La reunión con esas personas es agradable y de pronto me fijo en Graciela, la asistente de Dexter. La
joven permanece en un segundo plano. En ese momento, se acerca hasta nosotros Cristina, la madre de
Dexter, y, cogiendo del brazo a su sobrino Juan Alberto, al que llaman cariñosamente Juanal, le pregunta:
—¿Es cierto que te vas a España pasado mañana con ellos?
—Sí, tía.
—¿Y a qué vas? Si se puede saber.
Juan Alberto sonríe y, con cariño, responde:
—Quiero visitar España y algunos países de Europa, para ver si puedo expandir mi negocio.
—Pero luego regresarás, ¿verdad? —insiste la mujer.
—Claro que regresaré, tía. Mi empresa está aquí y mi vida en México.
Veo que la mujer cabecea. No sé qué pensará, pero no parece muy convencida de ello, cuando oigo
que Dexter dice divertido:
—Yo también voy, mamita.
Me río. Me parto con Dexter y sus caras de pilluelo.
—A qué irás tú, sinvergüenza. Te pasas media vida fuera.
—Mamá… mamita linda, mi empresa es internacional y requiere que viaje mucho. Es más, esta vez,
para que te quedes más tranquila, Graciela me acompañará.
La cara de la mujer se transforma. ¡Sonríe! Y, encantada, dice:
—Oh… eso me gusta más. Ella dará normalidad a tus horarios.
Me vuelvo a reír.
¡A Dexter no lo normaliza ni Dios! Y cuando creo que la mujer se va a marchar, me mira y dice:
—Querida…, búscale una buena mujercita a mi sobrino. Mi Juanal necesita una bonita esposa
cariñosa, que lo cuide y lo mime.
—Oye…, de paso que me busque a mí otra —se mofa Dexter.
Su madre lo mira y, ante todos, baja la voz y cuchichea:
—Tú, si quisieras, ya la tendrías. Te lo he dicho mil veces.
Dexter pone los ojos en blanco y, tras mirar a Graciela, que tiene al hijo de la hermana de Dexter en
brazos, murmura:
—Mamita, no sigas con eso.
Juan Alberto, al oírlo, mira a su tía y, señalando a un par de amigas de Dexter que hay allí, dice:
—Tía, lo que yo menos necesito es una esposa. Ahora que vuelvo a estar soltero, puedo tener muchas
y…
—Déjate de pendejas facilonas y búscate una mujer en condiciones. ¡Eso es lo que necesitas! —sisea
la mujer y, mirándome, añade—: Yo no sé qué le pasa a esta juventud. Ninguno quiere tener algo tan
bonito como lo que tienes tú con Eric.
—Es que Judith es un amor, Cristina —aclara Eric, agarrándome por la cintura—. Mujeres como mi
pequeña no hay muchas… créeme. Por eso, cuanto la conocí, la amarré a mi lado hasta que conseguí que
fuera mi mujer.
¡Plofffffff!
Y ¡reploffffffffffff!
Por favorrrrrrrrrrrr…
¡Si me cortan con un cuchillo, no sangro!
Pero qué cosa más bonita y romántica ha dicho mi marido. Es que me lo como… ¡Me lo
comooooooooooo a besos!
Enamorada hasta las trancas y más allá, apoyo la cabeza en su brazo y respondo al ver la tierna
expresión de la mujer:
—Lo bonito es encontrar a alguien especial y yo tuve la suerte de conocer a Eric.
Mi chico, al escucharme, me aprieta más contra él y Cristina pregunta:
—No tendrás una hermana para mi Dexter, ¿verdad?
La carcajada que suelta Eric es tan monumental que Dexter dice:
—Sí, mamá, la tiene, pero según Judith, su hermana no me conviene.
—¿Tan mala es?
Ahora la que se ríe a carcajadas soy yo y respondo:
—No, Cristina. Precisamente es demasiado buena e inocente para tu hijo.
Antes de que me pregunte más sobre mi hermana, Dexter se lleva a su madre de mi lado y todos nos
sentamos a la mesa para cenar.
Durante la velada, varias amigas de Dexter, por cierto unas lagartas de mucho cuidado, nos
acompañan. Para mi gusto son algo escandalosas y creo que para el gusto de Cristina, la madre del
anfitrión, también. La manera que tienen de acercarse a Dexter o a Juan Alberto no es la correcta y
cuando lo intentan con Eric, las miro con actitud de «te arranco los ojos». Y al final lo rodean. Eric
sonríe.
Tras la cena, todos pasamos al enorme salón, donde bebemos y hablamos. Y, como suele ocurrir en
esas fiestas familiares, al final, Dexter saca una guitarra, la coge su padre por banda y su madre se
arranca y nos canta una ranchera.
Estoy segura de que si la fiesta fuera en España, mi padre cantaría una bulería con el Bicharrón.
¡Qué arte tienen!
Alucinada, escucho a la madre de Dexter y su voz me recuerda a la tristemente desaparecida Rocío
Dúrcal.
¡Qué fuerza tenía esa mujer para cantar lo que se propusiera!
Mi padre tiene todos sus discos y sonrío al recordar cómo los canturreaba con mi madre. ¡Qué
bonitos recuerdos!
Una vez acaba la canción, aplaudo y, ni corta ni perezosa, le pido que cante Si nos dejan. Eric me
mira y yo sonrío. Oficialmente, es la canción de nuestra luna de miel.
Cristina no lo duda ni un segundo y Dexter se le une.
Oh, Dios… ¡qué pasote! Vaya voces tan lindas tienen.
Sentada sobre mi marido, que me agarra con fuerza, escucho esa bonita, romántica y apasionada
canción. Cuando terminan, Eric me besa y murmura en mi oído:
—Te quiero, pequeña.
Después de varias canciones más, me hacen cantar a mí. ¡Soy la española!
Madre… madre, la que voy a liar.
Eric me mira y sonríe. Sabe que, metida en juerga, soy un terremoto. Les canto la Macarena y todos se
parten de risa. ¡Se la saben!
Una vez acabamos la divertida canción con su correspondiente bailecito, el padre de Dexter, que
sabe tocar muy bien la guitarra, toca una rumbita y yo, más alegre que unas castañuelas, me lanzo y, al
más estilo Rosarillo Flores, me toco el pelo y saco todo el arte que llevo dentro.
¡Viva el poderío español!
Una vez acabo, Eric aplaude orgulloso y todos lo felicitan por el arte que tiene su mujercita.
Cuando todos estamos más tranquilos, me fijo en Graciela y veo cómo sigue con su mirada a Dexter
por el salón. Me da penita. Sé lo que es sufrir por tu jefe y no poder hacer nada por remediarlo.
Mientras Eric habla con los padres de Dexter, decido darme un garbeo por la fiesta y acabo al lado
de Graciela, que me mira y sonríe, aunque en su mirada veo algo que no he visto por la mañana:
resentimiento. Eso sí, cuando mira a Dexter, lo hace con auténtica adoración.
Ay, qué riquiña. Eso me hace sonreír y pregunto, centrándome en ella:
—¿Llevas mucho tiempo trabajando para Dexter?
La joven me mira directamente y responde:
—Unos cuatro años.
Asiento. Cuatro años son muchos años para desesperarse y, curiosa, pregunto:
—¿Y qué tal es Dexter como jefe?
Se retira con coquetería el pelo de la cara y, con resignación, dice:
—Es buen jefe. Me ocupo de que esté bien en su casa y que no le falte de nada.
Sonrío, consciente de que aunque fuera un tirano nunca me lo confesaría. Un dolor en mi tripa me
hace maldecir. ¡Me cago en la mar! Seguro que me viene la regla. Y cuando estoy sumida en mis
pensamientos, la joven añade en voz baja:
—En ocasiones es algo desconcertante, pero ahorita mismo, con su visita y esta fiesta, está muy feliz.
Los aprecia mucho.
Su sonrisa, su gesto, su mirada me hacen saber que es una buena muchacha e, intentando afianzar los
lazos que me pueden unir a ella, añado:
—¿Sabes?, Eric también era mi jefe y se comportaba como dices que se comporta Dexter.
Eso la sorprende y, prestándome toda su atención, pregunta:
—¿El señor Zimmerman era tu jefe?
—Sí, pero yo trabajaba en su oficina, no en su casa.
Su actitud cambia. De pronto me ve como a una igual.
—Entonces me alegra doblemente que su amor pudiera ser real. ¡Qué relindo!
—Gracias, Graciela.
Eric y Dexter nos miran desde el grupo donde están. Sé que cuchichean y yo sonrío mientras Gabriela
se sonroja. Me gustaría preguntarle a esta joven muchas cosas, pero me contengo. No quiero ser una
cotilla como mi hermana, o ni yo misma me lo perdonaría. Por eso, para cortar mi vena de detective, digo
para alejarme:
—Tengo que ir al baño, ¿me dices dónde está?
Graciela asiente.
—Yo te acompañaré.
Caminamos por un pasillo muy amplio cuando se para, abre una puerta y dice:
—Te esperaré aquí para regresar las dos juntas, ¿te parece?
Asiento y entro en el cuarto de baño.
La madre del cordero, ¡me ha venido la regla!
Consciente de que siempre es inoportuna, abro la puerta y digo:
—Graciela, ¿me podrías dejar alguna compresa?
—Ahorita mismo. En seguida te las traigo.
La joven desaparece. Yo me quedo en el baño, acordándome de todos los familiares de la tan famosa
regla y, cuando Graciela vuelve y me entrega lo que le he pedido, sonrío. De momento no me duele, pero
estoy convencida de que dentro de unas horas estaré doblándome de dolor.
Una vez acabo, abro la puerta y salgo. La joven me mira. Conozco esa mirada. Sé que desea algo y le
pregunto directamente:
—Quieres saber algo, ¿verdad?
Ella asiente y, dispuesta a resolver sus dudas, la animo:
—Vamos… pregunta.
Mirando a los lados, Graciela baja la voz y, colorada como un tomate, dice:
—Dexter va mucho por Alemania. ¿Hay allí alguien especial?
Ay, pobre. Ahora entiendo todavía más su angustia y, deseando abrazarla, contesto:
—Si te refieres a una mujer, no. No hay ninguna especial.
Su gesto cambia. Mi respuesta la hace sonreír y, agarrándola del brazo, decido dejarme de medias
tintas; la meto en el baño y, una vez la puerta está cerrada, le digo:
—Sólo me han hecho falta unas horas para darme cuenta de lo mucho que te gusta Dexter.
—¿Tanto se nota?
—Intuición femenina, Graciela. Ésa pocas veces falla. Ya sabes que las mujeres tenemos algo de
brujillas.
Ambas sonreímos. Somos conscientes de nuestro sexto sentido.
—En cuanto a tu pregunta, te diré que en Alemania no hay nadie especial. Y te lo digo porque lo sé de
buena tinta.
Roja a más no poder, asiente. Le he quitado un gran peso de encima y, sin poder evitarlo, pregunto:
—¿Él lo sabe?
Avergonzada, se encoge de hombros y responde:
—No lo sé. A veces pienso que sí por cómo me trata, pero otras veces, sinceramente, creo que ni
sabe que existo. Me gustó desde el primer instante en que lo vi postrado en la cama. Me fijé en él porque
me recordó a un cantante mexicano llamado Alejandro Fernández. ¿Lo conoces?
—Uy, sí… pedazo de hombre.
Ambas asentimos y, divertidas por nuestro gesto, prosigue:
—Yo trabajaba de enfermera en el hospital y cuando su familia me propuso este trabajo, no lo dudé.
Era una manera de seguir estando cerca de él. Fue un amor a primera vista. —Sonríe—. Pero creo que él
nunca se ha fijado en mí. Me trata bien, es correcto con todo lo que necesito, pero nada más.
Sorprendida por esa profesionalidad de Dexter, pregunto:
—¿Nunca se te ha insinuado?
—No.
—¿Ni siquiera un poquito?
—Nada.
—Pero ¿nada de nada?
—Nada de nada. Y no será porque yo no lo haya intentado.
Suelto una carcajada. No me imagino a Dexter obviando proposiciones sexuales.
—No soy de piedra, Judith, y tengo mis necesidades. Pero está claro que, como mujer, a él no le
atraigo. No existo.
Su dulce tono de voz me llega al corazón y pregunto:
—Tú no eres mexicana, ¿verdad?
Ella sonríe y murmura.
—Nací en Chile, concretamente de un precioso lugar llamado Concepción. Aunque llevo muchos
años trabajando en México. Mi padre era de aquí. Soy una mezcla de chilena y mexicana.
Divertida, miro a la joven que sin apenas conocerme se ha sincerado tras saber que Eric era mi jefe.
Es una muchacha agradable a la vista, pero totalmente asexual. El vestido que lleva y el moño tan tirante
no la favorecen nada.
—Escucha, Graciela, yo no sé si tú sabes que Dexter no puede…
Abre los ojos.
—Lo sé. Recuerda que lo conocí en el hospital. Lo sé todo sobre él.
—¿Sabes que no puede… eso… y aun así quieres algo con él?
Más colorada que segundos antes, asiente.
—En esta vida, no todo es el sexo convencional.
Vaya… vaya… vaya… con la asexual.
Boquiabierta al ver que es menos inocente de lo que yo creía, pregunto:
—¿Ah, no?
Ella niega con la cabeza y, acercándose más, susurra:
—Alguna que otra ocasión, lo he visto con alguna de sus amigas y amigos en su despacho, o en el
cuarto que hay dentro de su despacho. —Yo la miro y ella añade—: En el cuarto donde habéis estado hoy
los tres. Sé muy bien lo que allí pasa.
—¿Lo sabes?
Graciela asiente.
Ahora la que debe de estar roja como un tomate soy yo y entiendo su mirada de reproche.
Pero sin importarle lo que yo piense, mira al techo y dice:
—Oh, Dios, ¡¡Dexter es tan caliente… tan fogoso!! —Y al ver que yo suelto una carcajada de
incredulidad, la pobre dice rápidamente—: Por favor… por favor… pero ¿qué estoy diciendo? ¿Qué
hago contándote esto? Perdón… perdón…
Al ver que, horrorizada, se tapa la cara con las manos, me da pena y, acercándome, digo:
—Tranquila, Graciela. No pasa nada. —Y, dispuesta a saber cuánto sabe, pregunto—: ¿Y qué te
parecen los juegos que practica Dexter con sus amigos?
Graciela suspira, sonríe y murmura:
—Morbosos y excitantes.
Toma yaaaaaaaaaaaaa… con la mojigata dulce. ¿Quién me lo iba a decir?
—¿Y tú has jugado alguna vez a lo que juega él?
Nerviosa, suspira, y, dispuesta a darle toda la confianza del mundo, reconozco:
—Yo sí he jugado, aunque fuera de estas paredes negaré haberlo dicho. ¿Y tú?
Sorprendida por lo que acabo de decir, parpadea y finalmente responde:
—Después de ver lo que él hacía, investigué y conocí a unas personas con las que juego y fantaseo
que es él. Pero con Dexter nunca me he atrevido.
—Pero ¿lo harías?
Asiente sin pizca de duda y yo sonrío. Está claro que el morbo y el sexo a todos nos gusta. Como dice
Eric, hay quienes los disfrutan y hay quienes se pasan media vida obviando lo que les gustaría.
Al final, y tras ver la cara de circunstancias de Graciela, finalmente digo:
—Tranquila, tú me has confiado un secreto y yo no soy nadie para desvelarlo. Espero que el mío
también lo guardes.
—No lo dudes, Judith.
—Ahora bien, si te gusta Dexter —insisto—, creo que debes hacer algo para llamar su atención.
—Lo he hecho todo, pero no se fija en mí.
Sin querer ofenderla, añado:
—Quizá si te vistieras de otra manera, eso cambiaría, ¿no crees?
Tocándose el tirante moño, dice:
—Si tengo que llevar la pinta que llevan las pendejas de sus amiguitas para que se fije en mí, ¡no lo
haré!—
No me refiero a eso, Graciela —la corto y pregunto—: ¿Es cierto que en este viaje acompañarás a
Dexter a España y después a Alemania?
Emocionada, asiente, y, dispuesta a ayudarla, digo:
—¡Genial! Pues entonces, mañana tú y yo tenemos día de chicas. Nos iremos de compras mientras
ellos hablan de negocios, ¿te apetece?
—¿Harías eso por mí?
—Pues claro que sí. Las mujeres estamos para ayudarnos, aunque a veces parezca lo contrario —
respondo, convencida de estar metiéndome donde no me llaman.
En ese momento, unos golpecitos suenan en la puerta. Al abrir, veo que es Eric, que, con cara de
preocupación, pregunta:
—¿Por qué tardas tanto? ¿Ocurre algo?
Cuando salimos del baño, miro a mi chico y, dándole un cariñoso beso en los labios, respondo:
—Cariño, me ha venido la regla. —El pobre arruga el entrecejo. Sabe que me vuelvo una borde
cuando estoy así—. Por cierto, mañana iré con Graciela de compras, ¿algún problema?
Sorprendido por esa repentina amistad, me mira. Sabe que estoy tramando algo. Lo veo en sus ojos y
responde:
—Por mi parte ninguno y creo que por parte de Dexter tampoco lo habrá.
Al oírlo, sonrío. Pero qué listo es el jodío. Inteligencia alemana. No se le escapa una.
4
A la mañana siguiente, después de una noche de dolor inhumano por la maldita regla, cuando abro los
ojos el dolor ha desaparecido. ¡Bien! Sé que es una tregua y que volverá a hacer acto de presencia, pero
ya estoy acostumbrada.
Me levanto y, tras desayunar con Dexter y Eric y hacerlos partícipes de los planes de Graciela y
míos, Dexter se empeña en que alguien nos acompañe. Se niega a que vayamos solas a cualquier lado de
la ciudad. Habla por teléfono y, una hora después, un chófer de lo más simpático nos lleva a las dos a las
tiendas más exclusivas.
De tienda en tienda, disfruto comprando todo lo que se me antoja para toda mi familia y para Eric.
Me encanta llevarle cosas a mi chico. Aunque lo conozco y sé que la camiseta roja que dice «Viva la
morenita» nunca se la pondrá, la compro sólo por verlo sonreír.
Horas después, cuando yo llevo de todo y Graciela nada, al llegar a una enorme tienda, me
envalentono y digo:
—Vamos a ver, Graciela, ¿qué podemos comprarte?
Ella me mira y, con cara de circunstancias, contesta:
—No lo sé. Algo bonito para lucir durante el viaje y por el precio no hay problema. Llevo ahorrando
tanto tiempo que creo que hoy es un buen día para gastármelo en ropa.
Sonrío. Su dulzura me encanta y, mirando alrededor, propongo:
—¿Qué te parece si empezamos buscando unos bonitos pantalones vaqueros que te queden de infarto?
—Llevo sin utilizar tejanos desde que era una adolescente.
—¿En serio? —Y al ver que asiente, añado—: Pues chica, yo no podría vivir sin ellos. Es lo que más
uso y te aseguro que pegan con todo.
Graciela sonríe y al ver su buena disposición, añado:
—Podríamos comprar varias cositas para combinar que sean modernas y actuales, algunos vaqueros,
algún que otro vestido y algo más elegante por si tenemos que ir a alguna fiesta como la de anoche.
Los ojos se le iluminan y susurra:
—¡Padrísimo!
Dispuesta a ayudarla a conquistar a Dexter, sonrío y busco a mi alrededor. Suena de fondo la canción
Money, de Jessie J, y yo la tarareo.
It´s not about the money, money, money.
We don´t need your money, money, money.
Cojo unos vaqueros de cintura baja, una camiseta de tirantes violeta y unas botas de caña alta negras.
Guauuu, conociendo a Dexter, estas botas le encantarán.
Es más… me voy a comprar unas que he visto rojas y que a mi chico lo volverán loco.
—Pruébate esto. Seguro que te queda genial.
Graciela mira lo que le entrego como quien mira una cápsula espacial. No es de su estilo, pero si
quiero que cause efecto en Dexter, la mejor manera es ésta. Al final, como veo que no se mueve,
divertida la empujo al probador. Una vez desaparece, cojo las otras botas y me las pruebo.
¡Son la bomba!
Taconazo… taconazo… Suaves, altas hasta la rodilla y rojas. A mi Iceman le encantarán. Con los
vaqueros que llevo me quedan de lujo y decido dejármelas puestas. Son preciosas. En ese instante, mi
móvil vibra. Un mensaje.
Te echo de menos, pequeña.
Espero que te compres todo lo que quieras.
Te quiero
Ay, mi chicarrón. Si es que es para comérselo a besos. Está pendiente de mí en todo momento y, con
una sonrisa tonta, tecleo:
La tarjeta Visa ardeeeeeeee.
Te quiero, cuchufleto
Le doy a Enviar. Me imagino su sonrisa al leer el mensaje y eso me llena el alma. Eric es tan
maravilloso que simplemente pensar en él me hace sonreír.
De pronto, el probador se abre y, como era de esperar, Graciela está fantástica.
¡Menudo cuerpazo tiene la chilena!
La miro boquiabierta.
—Si Dexter no se fija en ti con ese tipazo que tienes, es que está más muerto de lo que yo creía.
Graciela sonríe, pero pregunta:
—¿No será exagerado?
Niego con la cabeza y, convencida de que la chica tiene un potencial tremendo, digo:
—Te aseguro que, cuando te vea, Dexter se levanta y anda.
Ambas nos reímos y, con ganas de que se pruebe más cosas, la apremio:
—Venga… vamos a enloquecer a ese mexicano.
Tras el primer conjunto, la hago probarse una falda larga negra recogida en un lateral, acompañada de
una sexy camisa color pistacho que se anuda a la cintura y unos bonitos zapatos de tacón del mismo color.
El resultado es espectacular. Hasta Graciela se mira sorprendida al espejo.
—Esto lo puedes utilizar para cualquier fiesta y estarás impresionante.
—Me encantaaaaaaaaaa. —Aplaude al mirarse al espejo.
Cuando se desnuda, le paso un sencillo vestido negro sin mangas y escote de pico. Le añado unos
bonitos zapatos negros de tacón, y tela marinera lo guapa que está.
La dependienta está feliz. Le estamos haciendo una buena compra y cuando le pregunto por la ropa
interior y nos indica su lugar, Graciela murmura al ver que le paso un conjuntito de lo más sexy, color
berenjena.
—Oh, Dios… esto me cuesta más comprarlo.
—¿Por qué?
Con una sonrisita picarona, suspira.
—Porque es lencería.
Suelto una carcajada.
Pero qué tontusas somos a veces las mujeres con las vergüenzas. Si un hombre te gusta, lo que quieres
es que te vea sexy, pero sexy… muyyyy sexy. ¡La más sexy del mundo!
Cojo un conjunto azul eléctrico de corpiño y tanga, se lo enseño y añado:
—Yo me voy a probar esto. Digamos que estoy comprando un regalito de cumpleaños para Eric.
Ambas soltamos una carcajada y entramos en los probadores. Veinte minutos más tarde, hemos
acabado y pregunto:
—¿Te quedaba bien?
Graciela sonríe y, con gesto pícaro, murmura:
—Llegado el momento, podría ser un buen regalito para Dexter.
Cuando salimos de la tienda es tarde. Llevamos toda la mañana allí y decidimos sentarnos en un
restaurante a comer. Estamos hambrientas y yo necesito tomarme un calmante. El dolor vuelve, pero lo
atajo antes de que se haga insoportable.
Mientras estudiamos la carta, me fijo en que varios hombres nos miran y eso me hace sonreír. Dicen
varias veces con voz cantarina eso de «¡Sabrosa!». Y Graciela y yo sonreímos.
Si Eric estuviera aquí, los miraría con su aire de perdonavidas y todos apartarían la vista. Pero no
está y disfruto al sentirme admirada. Soy mujer, ¿qué pasa?
Al terminar la comida, veo una peluquería y le propongo a Graciela entrar. Accede encantada.
Rápidamente, yo pido que me alisen el pelo. Sé que a Eric le gusta cuando lo llevo así, y ella, tras
dejarse aconsejar por el estilista, permite que le hagan un corte de pelo de lo más favorecedor y juvenil.
El resultado es espectacular.
A cada cosa que Graciela se hace, me quedo más perpleja. Esta joven es terriblemente guapa y debe
sacarse partido.
Dos horas más tarde, cuando salimos de la peluquería, uno de los hombres que pasan por nuestro lado
pregunta con gracia:
—¿Qué hacen dos estrellas volando tan bajito?
¡Nos piropean!
Ambas reímos y, alucinada, Graciela dice:
—Es la primera vez en muchos años que un hombre me dice algo lindo.
De nuevo otro hombre pasa por nuestro lado y exclama:
—Mamacita… ¡qué sabrosas!
Ambas nos reímos y Graciela comenta:
—Estos mexicanos son muy piropeadores.
Sin sorprenderme por lo que dice, hago que se mire en el cristal de una tienda.
—Vamos a ver, Graciela, pero ¿tú te has mirado bien, reina?
Incrédula, contempla su reflejo.
—Gracias, Judith. Muchas gracias por compartir conmigo este bonito día de chicas.
Encantada, le doy uno de mis besazos en la mejilla y, agarrándola del brazo, contesto:
—De nada, preciosa. Con tu nuevo look, más de uno te piropeará. Prepárate, porque cuando
lleguemos, Dexter se va a quedar sin palabras.
—¿Eso crees?
—Ajá. —Sonrío divertida—. Te aseguro que su cara será todo un poema. Eso sí, ahora tú debes jugar
tus cartas para que se fije en ti. Sigue tu trato correcto con él, pero deja que otros te halaguen. Eres joven,
guapa, soltera y este viaje que vas a hacer con nosotros te puede aclarar muchas cosas. Creo que Dexter
es muy parecido a Eric en muchas cosas y, si le interesas, ya verás como rápidamente mueve ficha o,
como decís aquí, ¡te amarra cortito!
De nuevo reímos, e insisto:
—¿Estás segura de que quieres que te amarre cortito?
—Totalmente segura, Judith.
—Muy bien. —Asiento y, mientras caminamos, pregunto—: ¿Cenas todas las noches con Dexter?
—Sí. Siempre que él no salga, cenamos juntos.
—Pues esta noche no vas a cenar con él, ni con nosotros.
—¡¿No?! —dice con cara de horror.
Yo niego con la cabeza.
—Llama a alguna amiga tuya y queda con ella para cenar o ir al cine, ¿puedes hacerlo?
—No tengo muchas amigas, la verdad. Llevo cuatro años centrada en Dexter y perdí mis amistades
por el camino.
De nuevo no me sorprendo por lo que dice, e insisto:
—¿Ni siquiera una con la que quedar a tomar un café?
—Bueno… puedo llamar a una pareja con la que quedo de vez en cuando.
Su gesto pícaro me indica qué tipo de pareja es y, consciente de ello, respondo:
—Mira, reina, disfruta del sexo si se da la ocasión, como lo disfruta Dexter. Además, hoy estás
esplendida y seguro que lo pasas doblemente bien.
Colorada como un tomate, asiente mientras yo hago planes.
—Le diremos a Dexter que hemos coincidido con algún amigo tuyo en el centro comercial y que has
quedado con él para cenar. Si le joroba, lo veremos. ¿Qué te parece la idea?
Graciela está bloqueada y disfrutando como una quinceañera de lo que tramamos.
—Mañana prometo contarte con todo lujo de detalles si te ha añorado en la cena.
Me río. ¡Qué mala soy! Al final, ella también se ríe.
Llama a la pareja en cuestión y queda con ellos. Después nos encaminamos hacia el parking donde
nos espera el coche.
—Prepárate, Graciela, que hoy a Dexter lo descuadras.
Dicho y hecho. A las siete de la tarde, tras un día entero de compras, entramos en la casa de Dexter,
subidas las dos en nuestras botas nuevas. Los hombres, que están hablando en el salón, vuelven la cabeza
para mirarnos. Mis ojos se encuentran con los de Iceman y sonrío.
Con seguridad, Graciela y yo nos acercamos a Eric, Juan Alberto y Dexter, y casi me da un ataque de
risa cuando este último dice:
—Pero qué dos bellas damitas llegan aquí. —Y, mirándola a ella, añade—: Ahorita mismo dime
dónde dejaste a Graciela y quién eres tú.
Con gesto indiferente, como le he dicho que haga, ella lo mira y, sonriéndole, contesta:
—Soy la misma de siempre, pero con ropa nueva.
Sorprendido por el cambio tan increíble, Dexter va a decir algo, cuando Juan Alberto pregunta:
—Graciela, ¿tienes planes para cenar?
¡Guauuuu!, ¡esto se pone interesante!
Si ya decía yo que la chica tiene potencial.
La miro y está roja como un tomate.
Vamossssss, Graciela, responde… respondeeeeeeee.
Pero no… no es ella quien lo hace, sino Dexter, que dice:
—Por supuesto que tiene planes. Cenará aquí con nosotros, ¿verdad?
Graciela me mira. Pobrecita, qué mal momento está pasando.
Aún no se me ha olvidado lo mucho que Eric me imponía y, guiñándole un ojo, le hago saber que ha
llegado el momento de jugar sus cartas y dice:
—Lo siento, Dexter pero hoy no cenaré aquí. Hice planes con un amigo.
Bien. ¡Biennnnnnnnnnnn!
Tengo que aguantarme para no aplaudir al ver la cara de desconcierto de él y la oigo añadir:
—Como estás acompañado para la cena, no pensé que mi ausencia te importara.
«¡Olé tu madre, Graciela!», estoy a punto de gritar y, dispuesta a meter información, explico:
—En el centro comercial hemos coincidido con un amigo de Graciela. —Y mirándome el reloj, digo
—: Es más, creo que deberías marcharte o no llegarás a tu cita.
Ella, nerviosa, mira su reloj.
Está tan bloqueada como Dexter y, para echarle una mano, me suelto de Eric y, dándole dos besos
que la hacen volver a la realidad, la animo:
—Vamos… pásalo bien y no llegues tarde. Que mañana nos vamos a España.
—Espérame, Graciela —le pide Juan Alberto—. Yo también me voy.
Dexter, al verlo, acerca su silla a ella y dice:
—Le diré al chófer que te lleve.
—No, gracias. No necesito chófer.
Y, sin más, se da la vuelta y, subida en sus impresionantes botas, desaparece junto a Juan Alberto por
el mismo sitio por donde hemos llegado hace unos minutos.
Una vez se van los dos, Dexter sigue ojiplático y Eric me mira. Divertida, le guiño un ojo a mi Iceman
y, al abrazarme, susurra, tocándome el pelo:
—Estás preciosa con el pelo así y me encantan tus botas.
—Graciassssssssssss.
Sin dejar de sonreír, cuando Dexter desaparece por la puerta, mi querido y único amor me mira y
cuchichea:
—Intuyo que estás planeando algo, morenita.
Me río. Eric también.
Esa noche cenamos los tres. Mientras lo hacemos, el dicharachero Dexter está más callado de lo
habitual. Incluso lo veo mirar el reloj en varias ocasiones. Eso me hace sonreír. Vaya… vaya… lo que

estoy descubriendo.

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