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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.1 y 2




1
Riviera Maya - Hotel Mezzanine
Playa de arenas blancas…
Aguas cristalinas…
Sol cautivador…
Cócteles deliciosos…
… y Eric Zimmerman.
¡Insaciable!
Ésa es la palabra que define perfectamente el apetito que siento por él. Por mi alucinante, guapo, sexy
y morboso marido. Todavía no me lo creo. ¡Estoy casada con Eric! ¡Con Iceman!
Estamos en Tulum, México, disfrutando de nuestra luna de miel, y no quiero que acabe nunca.
Acomodada en una maravillosa hamaca, tomo el sol en toples. Me encanta sentir los rayos del sol en
mi cuerpo, mientras mi Iceman habla a escasos metros de mí por teléfono. Por su cejo fruncido sé que
está concentrado en temas de la empresa y yo sonrío.
Eric está moreno y guapísimo con su bañador celeste. Mientras, yo lo miro… lo observo… y cuanto
más lo hago, más me gusta y me excita.
¿Será el efecto Zimmerman?
Con curiosidad, veo que unas mujeres que están sentadas en el bonito bar del hotel lo miran también.
No es para menos. Reconozco que mi chicarrón es un lujo para la vista y, divertida, sonrío, aunque estoy
a punto de gritar: «Ehhh, lobeznas, ¡es todo mío!».
Pero sé que no hace falta que lo haga. Eric es todo, absolutamente mío, sin necesidad de que yo lo
grite a los cuatro vientos.
Tras la bonita boda en Múnich, tres días después, mi flamante marido me sorprendió con un
estupendo y romántico viaje de luna de miel. Y aquí estoy, en la exótica playa de Tulum del Caribe
mexicano, disfrutando de unas buenas vistas y deseosa de regresar a la intimidad de nuestra habitación.
Tengo sed. Me levanto de la hamaca, me quito los cascos del iPod, me pongo la parte de arriba de mi
biquini amarillo y me dirijo hacia el bar de la playa.
¡Qué tiempo tan estupendo!
De pronto, sonrío al oír la voz de Alejandro Sanz y canturreo mientras camino.
Ya lo ves, que no hay dos sin tres,
que la vida va y viene y que no se detiene…
y qué sé yo…
Ya te digo que no hay dos sin tres. Que me lo digan a mí.
La suave brisa mueve mi pelo y yo sigo canturreando hasta llegar al bar.
Para qué me curaste cuando estaba herido
si hoy me dejas de nuevo el corazón partío.
¿Quién me va entregar sus emociones?
¿Quién me va a pedir que nunca la abandone?
¿Quién me tapará esta noche si hace frío?
¿Quién me va a curar el corazón partío?
Le pido una Coca-Cola gigante con extra de hielo al camarero y, cuando bebo el primer trago, unas
manos me rodean la cintura y alguien dice en mi oído:
—Ya estoy aquí, pequeña.
Su voz…
Su cercanía…
Su manera de llamarme «pequeña»…
Mmmmm… me vuelve loca y, con una amplia sonrisa, observo cómo las mujeres de la barra se
sonrojan ante la cercanía de Eric. ¡No es para menos! Y yo, más feliz que una perdiz, apoyo la nuca en su
espalda y él me besa la frente.
—¿Quieres Coca-Cola?
Asiente, se acomoda en el taburete que hay a mi lado, coge el vaso que le ofrezco y, tras beber un
largo trago, murmura:
—Gracias. Estaba sediento. —Y con una guasona sonrisa, tras pasear su azulada mirada por mis
pechos, pregunta—: ¿Por qué te has puesto la parte de arriba del biquini? Me privas de unas
maravillosas vistas.
—Es que me incomoda estar con las tetillas al aire aquí en el bar.
Eric sonríe. Me traspasa su calor y la música de pronto cambia y suena una romántica ranchera.
¡Vivan las rancheras!
Qué pasada de canciones. ¡Cuánto sentimiento! Nunca imaginé que me llegaran a gustar tanto. Eric,
que en la intimidad es la persona más romántica que he conocido en toda mi vida, al oír la canción me
mira peligrosamente, se acerca a mí, me agarra por la cintura con aire posesivo y pregunta:
—¿Bailas, morenita?
Ay, que me da…
¡Yo es que me lo como!
Me encanta cuando se deja llevar por la naturalidad y sólo piensa en él y en mí.
Suena la canción que Dexter nos dedicó en nuestra boda y cada vez que la escuchamos la bailamos
muy acaramelados.
Loca…
Enamorada hasta las trancas…
Y más contenta que unas pascuas…
Me bajo del taburete y allí, en medio del bar de la playa, sin importarnos los turistas que nos
observan, acarameladitos, bailamos ante la cara de envidia de varias mujeres, mientras la voz de Luis
Miguel canta.
Si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida.
Si nos dejan, nos vamos a vivir a un mundo nuevo.
Yo creo podemos ver el nuevo amanecer de un nuevo día.
Yo pienso que tú y yo podemos ser felices todavía.
Oh, Dios… oh, Dios, ¡qué momentazo!
Eso quiero yo, que nos dejen a Eric y a mí ser felices o, mejor dicho, que nos dejemos nosotros
mismos. Porque si algo tenemos claro es que somos el fuego y el agua y, aunque nos queremos con
locura, somos dos bombas siempre cargadas y a punto de estallar.
Desde la boda no hemos vuelto a discutir. Paz y amor. Estamos los dos en tal nube que sólo nos
besamos, nos decimos cosas bonitas y nos dedicamos el uno al otro.
¡Viva la luna de miel!
La canción suena y nosotros, enamorados, la seguimos bailando. Eric me hace feliz. Disfrutamos de
ese momento. Bailamos, nos olvidamos del mundo y nos miramos a los ojos con auténtica adoración.
Su mirada azul me traspasa, me dice cuánto me quiere y desea y cuando la canción acaba, mi marido,
mi amante, mi loco amor me besa y, sentándome en el taburete, susurra a escasos centímetros de mi boca.
—Como dice la canción, te voy a querer toda la vida.
Madre… madre… ¡Si es que es para comérselo a bocados de lo lindo que es!
Cinco minutos después, cuando por fin dejamos de hacernos arrumacos dulces y sabrosones, ante las
miradas indiscretas de unas mujeres que nos observan, le pregunto:
—¿Hablabas con Dexter por teléfono?
—No, con el socio de Dexter. Quiere que nos reunamos mañana en sus oficinas para tratar unos
asuntos.
—¿Dónde están sus oficinas?
—A unos treinta minutos de aquí. En Playa del Carmen. Por lo tanto, mañana por la mañana vamos
a…
—¿Vamos? —lo corto—. No… no… dirás que vas. Yo prefiero esperarte aquí.
Eric levanta las cejas. No lo convence lo que he dicho. Yo sonrío y él pregunta.
—¿Sola?
Su gesto me hace gracia y, dispuesta a conseguir mi propósito, respondo:
—Eric…, sola no estoy. El hotel está lleno de gente y la playa también. ¿No lo ves?
Frunce el cejo. ¡Regresa Iceman! Y afirma:
—Estarás sola, Jud, y eso no me hace gracia.
Divertida, suelto una carcajada.
—Vamos a ver, cariño…
—No, Jud…, vendrás conmigo. He visto demasiados depredadores en busca de una bonita mujer y no
voy a consentir que sea la mía —insiste con seriedad.
Eso me hace reír a carcajadas. A él, lógicamente, no.
Me excita su parte celosa y, levantándome del taburete, me acerco más a él, me abrazo a su cuello y
murmuro:
—Ningún depredador llama mi atención excepto tú. ¡Mi gran depredador! Por lo tanto, tranquilo, que
sé cuidarme sola. Además, conociéndote, madrugarás mucho, ¿verdad? —Mi chicarrón asiente, me
agarra por la cintura y yo añado en plan princesita mimosa—: No quiero madrugar, quiero dormir y,
cuando me levante, tomar el sol hasta que tú regreses. ¿Dónde está el problema?
—Jud…
Lo beso. Adoro besarlo y, cuando termino, con una candorosa sonrisa, añado:
—Vayamos a la habitación.
—Estamos hablando de…
—Es que cuando te veo tan serio y terrenal —lo corto—, me pones como una moto y te deseo.
Eric sonríe. ¡Biennnnn!
Me agarra la nuca y me besa… me besa con auténtica adoración, dejando patidifusas a las mujeres
del bar.
Toma ya, ¡eso por mironas!
Después, sin importarle quién nos mire, me coge en brazos y, sin más, se encamina hacia donde yo he
sugerido.
Cuando llegamos a la puerta de la habitación, mi depredador particular ya está a cien. Entre risas,
abro con la tarjetita y, una vez dentro, él la cierra con el pie. No me suelta. Me lleva hasta la cama, me
deja encima y murmura:
—Voy a llenar el jacuzzi.
Lo observo. Camina hasta la bañera redonda que hay a escasos metros de la cama y, tras abrir los
grifos, me mira y, excitado, susurra:
—Desnúdate o ese biquini acabará hecho pedazos.
¡Guauuuuuu!
Ni que decir tiene que rápidamente me lo quito con una sensual sonrisa. El biquini es precioso, me lo
compré ayer en una carísima tienda de Tulum y es una pasada. No quiero que termine como la mayoría de
mi ropa interior.
Eric, al ver mi premura, sonríe. Se muerde el labio mientras me observa y, una vez me tiene desnuda,
con el dedo índice me indica que me acerque a él. Lo hago. Y cuando mis pechos chocan con su terso
abdomen, murmura con voz ronca:
—Demuéstrame cuánto me deseas.
Oh, sí…, ¡claro que sí!
Deseosa y caliente, suelto el cordón del bañador celeste que lleva puesto. Meto las manos por el
interior de la goma y me agacho hasta quedar de rodillas ante él. Una vez le quito el bañador por los pies,
levanto la vista y observo su pene.
¡Fascinante!
La boca se me hace agua al ver que ya está preparado para mí. Desde mi posición, observo el gesto
de Eric, que dice:
—Soy todo tuyo, pequeña.
Sin más, agarro con mi mano su duro pene y lo paso por mi cara y mi cuello, mientras lo miro y
observo su expresión de deseo.
Dispuesta a disfrutar de ese manjar, saco la lengua y, sin demora, la paseo por su miembro de arriba
abajo, tentadora.
Eric sonríe y yo, caliente, lo mordisqueo con los labios sin quitarle los ojos de encima, hasta que
suelta un gruñido satisfactorio y posa la mano en mi cabeza. Mi respiración se agita, ¡le deseo! Y, ansiosa
de más, introduzco su erección en mi boca mientras siento que sus manos se enredan en mi pelo y lo oigo
gemir. ¡Oh, sí!
Adoro su pene, terso… caliente y suave y nuestro juego continúa unos minutos hasta que siento que no
puede más. Me agarra del pelo, tira de él para que lo mire y exige con voz cargada de tensión:
—Túmbate en la cama.
Me levanto del suelo y hago lo que me pide. Me tiemblan las rodillas, pero consigo llegar hasta mi
objetivo. Una vez allí, Eric, mi poderoso dios del amor, se acerca y, con la respiración entrecortada,
ordena:
—Ábrete de piernas.
Jadeo, mi respiración se agita. Sé lo que va a hacer y me vuelvo loca.
Eric se sube a la cama y me besa. Como un león sobre mí, a cuatro patas, acerca tentador una y otra
vez su boca a la mía y yo siento una ansia viva por devorarlo.
Besos… mordisquitos… y morbo. Eso me produce mi marido y, cuando sabe que estoy totalmente
dispuesta a hacer cualquier cosa por él, repta por mi cuerpo hasta quedar entre mis piernas y me hace
gritar.
Su boca, ¡oh, su boca ya está moviéndose y exigiendo en mi centro del deseo!
Sus dedos abren mis labios y, sin pausa, entran en mí una y otra vez, mientras yo jadeo.
—No pares…
Oh, Dios… no me hace caso. Estoy a punto de matarlo. De pronto, su lengua, su húmeda y
maravillosa lengua, entra en mi interior y me hace el amor.
¡Oh, sí, qué bien lo hace!
Jadeo… agarro con mis manos la bonita sábana color hueso y me agito, mientras gimo una y otra vez
y disfruto de lo que mi amor, mi marido, mi amante me hace.
Cuando creo que ya no puedo más, Eric saca la cabeza de entre mis piernas, me mira, se inclina sobre
mí y me penetra. Su embestida es seca y fuerte y yo me arqueo para recibirlo, muerta de placer.
Sin darme tregua, sus manos agarran mis caderas al tiempo que se introduce en mí una y otra vez
una… dos… tres… veinte… y yo me acoplo para recibirlo. Mis piernas tiemblan. Mi cuerpo vibra
enloquecido ante sus acometidas y cuando el calor, la locura y la pasión suben hasta mi cabeza, oigo un
gemido largo, varonil y satisfactorio. Instantes después, otro gemido sale de mi boca y, sudando por el
esfuerzo realizado, mi chico cae sobre mí.
Treinta segundos más tarde, acalorada por tener a mi gigante sobre mi cuerpo, murmuro:
—Eric… no puedo respirar.
Rápidamente, rueda hacia mi lado derecho sobre la cama. En su viaje me lleva con él, quedando yo
encima, y, con una sonrisa maravillosa, dice:
—Te quiero, pequeña. —Y, como siempre, pregunta—: ¿Todo bien?
¡Ay, que me lo como!
Y encantada de la vida y del amor, sonrío.
—Todo perfecto, Iceman.
Entre risas y juegos pasamos la tarde, solos en nuestro particular nidito de amor. Eric me demuestra
su cariño, yo le demuestro el mío y la felicidad entre los dos es mágica y maravillosa, mientras tienen
lugar nuestros calientes encuentros.
Por la noche, al final de una maravillosa cena en el restaurante del hotel, a Eric le suena el móvil.
Tras contestar, lo deja sobre la mesa y explica:
—Era Roberto. He quedado con él en su despacho a las ocho de la mañana.
Divertida, lo miro.
—Pues ya sabes, ¡mañana madrugas!
Al entender lo que acabo de decir, va a hablar cuando lo interrumpo.
—Ah, no… he dicho que yo no voy. Quiero tomar el sol.
—Jud…
—Déjate de celos tontos, cariño. Quiero dormir y después tomar el sol. —Y acercándome a mi
ceñudo maridito en plan zalamero, murmuro—: Y, cuando llegues, regresaremos a nuestra habitación y
volveremos a divertirnos tú y yo. ¿Qué te parece el plan?
Eric sonríe. Sabe que no me va a convencer y finalmente dice:
—De acuerdo, cabezota. Regresaré con una botella con pegatinas rosa, ¿te parece?
2
A las seis y media de la mañana me despierto y oigo a Eric en el baño. Quiero darle un beso antes de que
se marche, pero tengo tanto sueño que esperaré a que termine de asearse. Pero cuando me despierto son
las diez y media de la mañana y sólo puedo musitar:
—Joderrrrrrrrrrrrrr.
Tumbándome de nuevo en la maravillosa y enorme cama que comparto con mi amor, cojo mi móvil y
tecleo:
¿Todo bien?
Me preocupo por mi chico tanto como él se preocupa por mí. Y un minuto después recibo la
contestación:
Cuando esté contigo, todo volverá a estar bien.
Te quiero
Sonrío como una boba, me revuelco en la cama y disfruto de su aroma en las sábanas. Holgazaneo un
poco y después abro el Facebook en mi portátil y subo una foto de Eric y mía en la playa. Dos segundos
después, mi muro se llena de comentarios de mis amigas las guerreras. Divertida, leo cosas como:
«¡Cómete a tu marido!» «¡Si tú no lo quieres, dámelo a mí!» O aquello otro de «¡Quiero un Eric en mi
vida!».
Me río. Las guerreras, esas amigas que un día conocí a través de una red social, están felices por mi
boda y no paran de bromear sobre mi luna de miel. ¿Será que me envidian?
Tras una ducha fresquita, decido llamar a mi padre. Quiero hablar con él. Miro el reloj y calculo la
diferencia horaria. En España es de madrugada, pero sé que él ya está levantado. Le pasa como a Eric,
duerme poco.
Me siento en la cama, marco el número, se oyen dos timbrazos y, cuando descuelgan, digo:
—Orale, papitooooooooooo. ¡Buenasssssssss!
Al reconocer mi voz, mi padre suelta una carcajada.
—Hola, vida mía. ¿Cómo está mi morenita?
—Bien, papá, ¡todo genial! —Y tras oírlo reír, añado—: Esto es una pasada y me lo estoy pasando
genial con Eric.
—Me encanta saberlo, bonita.
—En serio, papá, tienes que animarte y venir. Deberías decirle al Bicharrón y al Lucena que el
próximo viaje lo tenéis que hacer aquí. Os va a encantar.
Mi padre suelta una carcajada.
—Ojú, morenita, ¡al Lucena no lo sacamos de España ni jarto vino tinto! Fue a tu boda a Alemania
sólo porque eras tú. ¡No te digo más!
—¿Tan mal lo pasó en el viaje?
—No, hija, lo pasó muy bien. Pero lleva muy mal el tema de la comida. Según él, ¡como en su casa no
se come en ningún lado!
—Pues haz el viaje con el Bicharrón y su mujer, ¡seguro que les encanta!
—Eso sí… a ésos seguro que les gusta.
Hablamos durante un buen rato. Le cuento mil cosas y me cuenta cómo va todo. Está algo preocupado
por la crisis. Ha tenido que despedir a uno de sus mecánicos y eso a mi padre se le ha clavado en el
corazón. Cuando consigo que sonría de nuevo, pregunto:
—¿Flyn se está portando bien?
—Como una malva, y menuda niñera que es para Lucía. ¡Se la come a besos! —Yo sonrío al
imaginarlo y él prosigue—: En serio, cariño, se está divirtiendo mucho con los muchachos de la
urbanización y con Luz. ¡Vaya camarilla más peligrosa forman esos dos! Por cierto, no veas lo que le
gusta al jodío el jamoncito. Y tiene buen paladar. No le des jamón corrientito, que rápidamente me mira y
dice: «Manuel, ¿este jamón es del malo?».
—¡No me digas!
—Ya te digo. Y el salmorejo de la Pachuca, ¡ojú!, lo tiene loquito. —Yo me río—. No hay vez que no
entremos en el bar que el muchachillo no pida un salmorejo. Y lo dicho, con Luz lo pasa genial. Le ha
enseñado a montar en bici y…
—Por Dios, papá, a ver si le va a pasar algo —digo preocupada.
Por favorrrrrrrr, acabo de hablar como Eric.
—Tranquila, hija…, el muchacho es duro y, aunque se ha dado dos buenos porrazos contra la verja…
—Papááááááááááááá…
—Nada importante, mujer. Es un niño. Por un par de chichones y arañazos no le pasa nada. Eso sí…,
tendrías que verlo cómo maneja la bici.
Sonrío al imaginármelos. Luz y Flyn, ¿quién lo iba a decir?
Aún recuerdo la primera vez que se vieron y mi pizpireta sobrina me preguntó: «¿Por qué no me habla
el chino?». Pero sorprendentemente, luego se han conocido y son tal para cual. Tanto como para que Flyn
exigiera irse a Jerez durante el tiempo de nuestra luna de miel.
—¿Y Raquel? —pregunto, para cambiar de tema.
—Tu hermana me tiene frito, hija.
Yo sonrío y lo compadezco. Cuando mi hermana regresó a España tras mi boda, decidió marcharse un
tiempo a Jerez con mi padre. Yo le ofrecí la casa que Eric me regaló, para que viviese allí con las niñas,
pero ni mi padre ni ella aceptaron. Quieren estar juntos.
—Vamos a ver, papá, ¿qué ocurre con Raquel?
—Tu hermana… me está descabalando la vida. ¿Te puedes creer que se hizo la dueña del mando del
televisor? —Yo me río y él añade—: Estoy harto de ver programas de cotilleo, culebrones y chismes del
corazón. ¿Cómo le pueden gustar tanto esas tonterías?
Sin saber qué responder, voy a decir algo cuando él añade:
—Y que sepas que ha dicho que cuando vengáis a recoger a Flyn tras el viaje de novios, va a hablar
con Eric para que le busque un trabajo. Según ella, tiene que comenzar su vida de nuevo y sin trabajar no
lo puede hacer. Y, por supuesto, luego están las llamadas de Jesús.
—¡¿Jesús?! ¿Qué quiere el imbécil ese ahora?
—Según tu hermana, sólo ver cómo están las niñas y hablar con ella.
—¿Tú crees que quiere volver con él?
Oigo que mi padre resopla y finalmente responde:
—No, eso gracias al Cristo lo tiene claro.
Saber de esas llamadas no me hace ni pizca de gracia. El atontado de mi ex cuñado abandonó a mi
hermana estando ella embarazada, para vivir su vida loca. Sólo espero que Raquel sea lista y no se deje
embaucar por ese lobo con piel de cordero.
Intentando no hablar más de ese tema, que sé que a mi padre le preocupa, añado:
—En cuanto a lo de que quiere trabajar, papá, lo siento, pero en eso le doy la razón.
—Pero vamos a ver, morenita, con lo que yo gano puedo mantenerlas a ella y a las niñas. ¿Por qué
quiere trabajar?
Convencida de que entiendo a mi hermana y también a mi padre, digo:
—Escucha, papá, estoy segura de que Raquel contigo es muy feliz y te agradece todo lo que puedas
hacer por ella. Pero su intención no es quedarse en Jerez y tú lo sabes. Cuando lo hablamos, ella te dijo
que sería algo momentáneo y…
—Pero ¿qué hace ella sola en Madrid con las niñas? Aquí estaría conmigo, yo la cuidaría y sabría
que las tres están bien.
Sin poder evitarlo, sonrío. Mi padre es tan súperprotector como Eric y, conciliadora, añado:
—Papá… Raquel tiene que volver a vivir. Y si se queda contigo en Jerez, tardará más en retomar su
vida. ¿No lo entiendes?
Mi padre es el ser más bueno y generoso que hay en el mundo y lo entiendo. Pero también comprendo
a mi hermana. Ella quiere salir adelante y, conociéndola, sé que lo conseguirá. Eso sí, espero que no con
Jesús.
Tres cuartos de hora más tarde, tras despedirme de mi padre, me lleno el estómago en el bufet libre.
Todo está riquísimo y me pongo morada no, ¡lo siguiente! Cuando termino, con mi biquini verde fosforito
que me hace más morena, me encamino hacia la playa. Una vez allí, busco una hamaca libre con
sombrilla y, cuando la veo, me dijo hacia ella y me tumbo.
¡Me encanta el sol!
Saco mi iPod, me pongo los auriculares, le doy al play y mi amado Pablo Alborán canta:
Si un mar separa continentes, cien mares nos separan a los dos.
Si yo pudiera ser valiente, sabría declararte mi amor…
que en esta canción derrite mi voz.
Así es como yo traduzco el corazón.
Me llaman loco, por no ver lo poco que dicen que me das.
Me llaman loco, por rogarle a la luna detrás del cristal.
Me llaman loco, si me equivoco y te nombro sin querer.
Me llaman loco, por dejar tu recuerdo quemarme la piel.
Loco… loco… loco… loco… locoooooooooooooo.
Canturreo, mientras miro cómo las olas vienen y van.
¡Qué maravillosa canción para escuchar contemplando el mar!
Feliz por el momento que disfruto, abro mi libro y sonrío. En ocasiones, soy capaz de leer y
canturrear. Algo raro, pero que yo puedo hacer. Pero veinte minutos más tarde, cuando Pablo canta La vie
en rose, los párpados me pesan y la maravillosa brisa me hace cerrar el libro. Sin darme cuenta, me tiro
en plancha a los brazos de Morfeo. No sé cuánto tiempo he dormido, cuando de pronto oigo:
—Señorita… señorita…
Abro los ojos. ¿Qué ocurre?
Sin entender qué pasa, me quito los auriculares, y un camarero que está delante de mí con una
encantadora sonrisa me tiende un cóctel Margarita y dice:
—De parte del caballero de la camisa azul que está en la barra.
Sonrío. Eric ha vuelto.
Sedienta, bebo un trago. ¡Qué rico! Pero cuando miro hacia la barra con una más que encantadora y
sensual sonrisa, me quedo petrificada al ver que quien me ha enviado el cóctel no es Eric.
¡Dios, qué apuro!
El caballero de la camisa azul en cuestión es un hombre de unos cuarenta años, alto, de pelo oscuro y
con un bañador a rayas. Al ver que lo miro, sonríe y yo quiero que la tierra se me trague.
¿Y ahora qué hago? ¿Escupo lo bebido?
Pero no dispuesta a hacer nada de eso, le doy las gracias como bien puedo, dejo de mirarlo y abro el
libro. Pero con el rabillo del ojo observo que sonríe, se sienta en uno de los taburetes que hay en la barra
y continúa bebiendo.
Durante más de media hora, me dedico a leer, pero en realidad no me entero de nada. El hombre me
está poniendo histérica. No se mueve, pero no deja de mirarme. Al final, cierro el libro, me quito las
gafas de sol y decido darme un chapuzón en la playa.
El agua está fresquita y me encanta.
Camino unos metros y, cuando me llega por la cintura y veo que viene una ola, como una sirena me
lanzo hacia adelante y me zambullo para después comenzar a nadar.
Oh, sí… Qué sensación tan maravillosa.
Cansada de nadar, finalmente me tumbo boca arriba y hago el muerto. Estoy a punto de quitarme la
parte de arriba del biquini, pero al final no lo hago. Algo me dice que el hombre de la barra me sigue
mirando, y se podría tomar eso como una invitación.
—Hola.
Sorprendida al oír una voz a mi lado, me sobresalto y casi me ahogo. Unas manos desconocidas para
mí rápidamente me sujetan y, cuando consigo ponerme de pie, me sueltan. Limpiándome la cara y la boca,
parpadeo y, al ver que se trata del hombre que lleva observándome más de una hora, pregunto:
—¿Qué quieres?
Él, con una guasona sonrisa, responde:
—De entrada que no te ahogues. Lo siento si te he asustado. Sólo quiero platicar, linda damita.
Sin poder evitarlo, sonrío. Soy así de tonta y risueña. Su acento mexicano es muy dulce, pero
recomponiéndome, me separo un poco de él.
—Oye, mira…, muchas gracias por la bebida, pero estoy casada y no quiero platicar ni contigo, ni
con nadie, ¿entendido?
Él asiente y pregunta.
—¿Recién casada?
Estoy a punto de mandarlo a paseo. ¿Y a él que le importa? Respondo:
—He dicho que estoy casada, por tanto, ¿serías tan amable de dejarme en paz antes de que me enfade
y lo lamentes? Ah…, y antes de que insistas, te diré que puedo pasar de ser una linda damita a una bestia
parda. Así pues, ¡aléjate de mí y no me hagas enfadar!
El hombre asiente y, cuando se aleja, lo oigo decir:
—¡Mamacita, qué mujer!
Sin quitarle ojo, veo que sale del agua y se encamina directamente hacia el bar. Allí, coge una toalla
roja, se seca la cara y se marcha. Encantada de la vida, sonrío y nado de regreso a la orilla. Me siento en
la arena y comienzo a hacer eso que tanto me gusta: churritos sobre mis piernas.
Ensimismada, estoy cogiendo arena mojada para dejármela caer encima, cuando veo que alguien se
sienta a mi lado. Es una niña.
Encantada, sonrío y la pequeña me dice, tendiéndome un cubo de playa.
—¿Jugamos?
Incapaz de negarme, asiento y, mientras lo lleno de arena, pregunto:
—¿Cómo te llamas?
Ella, con una preciosa sonrisa, me mira y responde:
—Angelly. ¿Y tú?
—Judith.
La cría sonríe.
—Tengo seis años. ¿Y tú?
Vaya… otra preguntona como mi querida sobrina Luz y, con una sonrisa, le alboroto el pelo y,
cogiendo el cubo, pregunto a mi vez:
—¿Hacemos un castillo?
Maravillada, empiezo a jugar mientras el sol me seca. Me estoy poniendo muy… muy morena; como
diría mi padre, ¡agitaná!
Una hora más tarde, la pequeña se va con sus padres y cuando regreso a mi hamaca, a los dos
segundos un chico más joven que yo se me acerca y, sentándose en la arena, dice en inglés:
—Hola. Me llamo Georg, ¿estás sola?
Sin poder evitarlo, me entra la risa. Pero ¡cuánto se liga aquí!
—Hola, me llamo Judith y no, no estoy sola.
—¿Española?
—Sí. —Y, adelantándome, añado—: Seguro que te gusta la paella y la sangría, ¿verdad?
—Oh, sí… ¿cómo lo sabes?
Divertida, sonrío. Ese acento tan característico lo conozco y, mirándolo, pregunto:
—¿Alemán, verdad?
Boquiabierto, me mira.
—¿Cómo lo has sabido?
Me dan ganas de decirle cosas como ¡Frankfurt! ¡Audi!, pero, divertida, respondo:
—Conozco un poco a los alemanes y su acento.
Dicho esto, cojo la crema y comienzo a dármela, cuando él pregunta:
—¿Te pongo crema yo?
Me paro. Lo miro de arriba abajo y digo:
—No, gracias. Yo solita me la doy muy bien.
Georg asiente. Tiene ganas de hablar.
—Llevo observándote toda la mañana y nadie se ha sentado aquí contigo excepto yo, ¿seguro que no
estás sola?
—Ya te he respondido.
—He visto que has jugado con una niña y le has dado calabazas a un tío.
Increíble, ¿ese niñato me ha estado observando todo el rato?
—Mira, Georg, no quiero ser antipática, pero ¿me puedes decir qué narices haces observándome?
—No tengo nada mejor que hacer. Estoy de vacaciones con mis padres y me aburro. ¿Me dejas
invitarte a una copa?
—No, gracias.
—¿Seguro?
—Segurísimo, Georg.
Su insistencia y su juventud me hacen reír justo cuando me suena el móvil. Un mensaje.
¿Ligando, señora Zimmerman?
Rápidamente me muevo. Miro a mi alrededor y lo veo. Eric está en el bar y me observa.
Le sonrío, pero él no me devuelve la sonrisa. Uy… Uy… Uy…
Por su mirada sé que está pensando qué hace ese desconocido a mi lado. Y yo, dispuesta a acabar con
eso, miro al chaval y le digo:
—¿Ves aquel hombre alto y rubio que nos mira desde el bar?
—El que nos mira con cara de mala leche —dice el muchacho, mirando en la dirección que señala mi
dedo.
Sin poder evitarlo, suelto una carcajada y asiento.
—Exacto. Pues quiero que sepas que es alemán como tú.
—¿Y qué pasa?
—Sólo que es mi marido. Y por su cara creo que no le está gustando nada que estés a mi lado.
Su cara se contrae.
¡Pobrecito!
Eric es más grande, fornido y alto que él. Mirándome con cara de circunstancias, Georg se levanta y
murmura mientras se aleja.
—Lo siento. Disculpa. Ya me voy. Seguro que mis padres se están preguntando dónde estoy.
Alegre, sonrío mientras se aleja. Después miro a mi maridín, pero él no sonríe. Pongo los ojos en
blanco y le hago una seña para que se acerque. No lo hace. Le hago un puchero y por fin veo que la
comisura derecha de la boca se le curva hacia arriba.
¡Biennnn!
Vuelvo a insistir con el dedo para que se acerque, pero al no hacerlo, decido ir yo. Si la montaña no
va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña.
Me levanto y entonces se me ocurre algo.
Con una maquiavélica sonrisa, me quito la parte de arriba del biquini, la dejo sobre la hamaca y,
dispuesta a darle unas buenas vistas a mi marido, camino sinuosa hasta él.
¡Qué descarada me estoy volviendo!
Eric me mira… me mira y me mira. Se me come con la vista y yo siento un calor horroroso ante mi
descaro, y mis pezones se contraen.
Dios… cómo me pone que me mire así.
Al llegar, me pongo de puntillas, lo beso en los labios y murmuro:
—Te echaba de menos.
Desde su altura y sin moverse, me mira. Es mi perdonavidas particular.
—Estabas muy entretenida hablando con ese muchachito. ¿Quién era?
—Georg.
—¿Y quién es Georg?
Divertida al ver su cejo fruncido, respondo:
—Vamos a ver, cariño, Georg es un muchacho que está de vacaciones con sus padres. Estaba
aburrido y se ha sentado a hablar conmigo. No empieces de nuevo con eso de los depredadores.
Eric no dice nada y yo recuerdo al hombre de la camisa azul.
Madre mía… madre mía… si llega a ver que se ha metido en el agua conmigo. Ése sí que era un
depredador. Una cosa es Georg, un muchacho demasiado joven, y otra cosa era el tipo que me ha invitado
al Margarita.
Tras unos segundos en los que Iceman me observa y yo estoy a punto de partirme el cuello por
mirarle a la cara, finalmente sonríe y dice:
—En la habitación, en hielo, tengo algo que lleva pegatinas rosa.
Suelto una carcajada y, sin más, corro hasta mi hamaca. Recojo mis cosas a toda prisa y cuando llego
de nuevo hasta él con la lengua por los suelos y las tetillas al aire, Eric me coge entre sus brazos y, tras
darme un suave beso en los labios, murmura:
—Vayamos a disfrutar, señora Zimmerman.
Esa noche hay una fiesta en el hotel. Después de cenar, Eric y yo nos sentamos cómodamente en los
pufs dispuestos para disfrutar del espectáculo. El colorido de los bailes y el sabor mexicano están todo el
rato presentes y lo paso en grande mientras canto:
Altanera preciosa y orgullosa, no permite la quieran consolar.
Dicen que alguien ya vino y se fue, dicen que pasa las noches llorando por él.
La bikina, tiene pena y dolor.
La bikina, no conoce el amor.
Sorprendido, Eric me mira. Sonríe y pregunta:
—¿También te sabes esta canción?
Asiento y, acercándome a él, le digo:
—Cariño, he estado en varios conciertos de Luis Miguel en España y ¡me las sé todas!
Nos besamos. Disfrutamos el momento mientras los mariachis cantan La bikina y cuando acaban y
unos nuevos acordes suenan, uno de los hombres vestido de charro me invita a bailar, como a otras
turistas. Yo, ni corta ni perezosa, accedo. ¡Juergas a mí!
De su mano, llego a la pista, donde el resto de los bailarines y turistas hacen lo que pueden al son de
la música y yo, encantada de la vida, los imito. No me da vergüenza bailar, al revés, disfruto como una
loca, mientras Eric me observa y sonríe. Se le ve tan relajado, disfruta de lo que ve y yo estoy a punto de
explotar de felicidad.
Pero de pronto, en una de mis vueltas, mis ojos se encuentran con los del hombre que esta mañana me
ha invitado a un cóctel en la playa y me ha seguido al agua.
¡El de la camisa azul!
Madre mía… madre mía como se le ocurra abordarme otra vez, la que se va a liar.
Me pongo nerviosa, pero ¿por qué?
Rápidamente, miro a Eric, que me guiña un ojo, y cuando veo que el desconocido va directamente
hacia él y lo saluda, pierdo el equilibrio y si no es por el bailarín, que me sujeta de la mano, me habría
caído en plancha ante todo el público del hotel.
A partir de ese momento, no doy pie con bola.
¡Ya no sé ni bailar!
Observo que Eric habla afablemente con el hombre y lo invita a sentarse en mi puf.
¡Mi puf!
Unos minutos después, el baile acaba y el bailarín me acompaña hasta mi mesa. Cuando me deja,
miro a Eric, que me da un beso y dice:
—Has bailado maravillosamente bien.
Asiento y, con una artificiosa sonrisa, voy a decir algo, cuando añade:
—Cariño, te presento a Juan Alberto, primo de Dexter. Juan Alberto, ella es mi preciosa mujer,
Judith.
El otro hombre, con una guasona sonrisa, me coge la mano y, con galantería, me la besa, diciendo:
—Judith, es un placer conocerte… por fin.
—¿Por fin? —pregunta Eric, sorprendido.
Y antes de que yo pueda decir nada, Juan Alberto aclara divertido.
—Mi primo me habló muy bien de ella.
Me sonrojo.
Dios mío… Dios míoooooooo. ¿Qué le habrá contado Dexter?
Al ver mi cara, Eric sonríe. Sabe lo que pienso, cuando Juan Alberto prosigue:
—Pero digo por fin, porque esta mañana intenté conocerla. Pero güey, qué genio tiene tu mujercita.
Me echó de su lado a patadas y me advirtió que si la seguía molestando tendría problemas muy serios con
ella.
Eric suelta una carcajada. Le ha gustado oír eso, pero descolocado porque yo no le he contado nada,
me mira y yo aclaro:
—Te dije que yo solita sé defenderme de los depredadores.
Juan Alberto se carcajea y afirma:
—Oh, sí… te lo puedo asegurar, amigo. Me dio hasta miedo.
Eric se sienta en el puf, me sienta sobre él y, tras abrazarme protector, con una guasona sonrisa
pregunta.
—¿Este mexicano ha intentado ligar contigo?
Yo sonrío y el mencionado responde:
—No, güey, sólo intentaba conocer a la mujer de mi amigo. Dexter me comentó que estabais alojados
en este hotel y cuando la vi supe que esta joven tan relinda era Judith.
Eric sonríe. Juan Alberto también y, finalmente, lo hago yo también. Todo está aclarado.
Los tres nos divertimos mientras bebemos exquisitos Margaritas y la música suena deliciosamente en
el bar. Juan Alberto es tan divertido y dicharachero como Dexter. Incluso físicamente se parecen. Ambos
son morenos y atractivos, pero a diferencia de su primo, éste no me mira con deseo.
Hablamos… hablamos y hablamos y me entero de que Juan Alberto nos acompañará a España y luego
viajará por Europa. Es asesor de seguridad y trabaja diseñando sistemas para empresas.
La conversación se alarga hasta las dos de la madrugada, cuando Juan Alberto nos mira con
complicidad y dice, levantándose:
—Bueno…, me voy a dormir, para que ustedes lo pasen bien y lo disfruten.
Yo sonrío y Eric, haciéndome levantar, pregunta, tendiéndole la mano:
—¿Irás a la cena que ha organizado Dexter en su casa de México?
—No lo sé —responde Juan Alberto—. Me lo comentó y lo intentaré. Si no puedo, nos vemos en el
aeropuerto, ¿de acuerdo?
Eric asiente, Juan Alberto también y, tras darme dos besos en la mejilla, se va.
Una vez nos quedamos solos, Eric acerca su boca a mi cuello y murmura:
—Me gusta saber que has sabido defenderte tú sola de los depredadores.
Mimosa, lo miro.
—Te lo dije cariño.
—¿Qué te parece Juan Alberto?
Al ver su mirada, levanto una ceja y pregunto:
—¿En qué sentido?
—¿Te parece sexy como hombre?
Sonrío. Creo intuir lo que pregunta y respondo:
—A mí sólo me pareces sexy tú.
—Mmmmm… me excita saberlo —susurra sobre mi boca.
Su mirada y la mía se encuentran. Estamos a escasos centímetros el uno del otro y ya sé lo que quiere
y lo deseo. Su respiración se acelera y la mía también.
¡Vaya dos!
Sonreímos y, de pronto, siento su mano bajo mi larga falda y, acalorada, pregunto:
—¿Qué haces?
Eric… mi Eric sonríe peligrosamente y, con un hilillo de voz, añado:
—¿Aquí?
Asiente. Está juguetón. Y yo me acaloro.
¿Me quiere masturbar allí?
La gente a nuestro alrededor ríe, se divierte y bebe Margaritas, mientras se oye el ruido de las olas y
suena la música. Estoy de espaldas a todo el mundo, sentada en el puf frente a mi amor y siento que su
mano llega a mi muslo. Traza circulitos y luego llega a mi tanga.
—Eric…
—Chis…
Histérica y nerviosa, sonrío.
Madre mía… madre mía…
Con disimulo, miro a ambos lados. La gente está a lo suyo, cuando Eric, acercándose más a mí,
cuchichea juguetón:
—Pequeña, nadie nos mira.
—Eric…
—Tranquila…
Retira la fina tela de mi tanga y, rápidamente, uno de sus dedos juguetea con mi clítoris. Cierro los
ojos y mi respiración se hace más profunda.
Oh, Dios…, adoro lo que me hace.
La sensación de lo prohibido me excita. Me excita mucho y, cuando Eric mete uno de sus dedos en mi
interior, yo jadeo y, al abrir los ojos, me encuentro con su morbosa sonrisa.
—¿Te gusta?
Como un muñequito, asiento mientras mi estómago se descompone en mil pedazos de gusto.
¡No quiero que pare!
Él sonríe mientras su dedo juega dentro de mí y la gente, ajena a nuestro caliente juego, se divierte a
nuestro alrededor.
¡Qué sinvergüenza es!
Pero me gusta… me gusta y me gusta y, entrando por fin al trapo, sonrío y me muevo en busca de más
profundidad y placer.
Mi gesto de poseída lo hace resoplar.
Sí…
Lo vuelvo loco.
Sí…
Y acercando su boca a la mía, susurra, tremendamente excitado:
—No te muevas si no quieres que se den cuenta.
Dios… Dios… Diossssssssssss, qué morboooooooooo…
¡Me va a dar algo!
Pero ¿cómo no me voy a mover?
Su manera de tocarme me incita a querer más y más y cuando mi gesto le revela lo que pienso, Eric
saca su mano de mi humedad y mi falda, se levanta, me coge de la mano y dice:
—Vamos.
Excitada… nerviosa… y deseosa, lo sigo. ¡Lo sigo al fin del mundo!
Me sorprendo cuando veo que no va hacia la habitación. Se encamina hacia la playa. Una vez las
luces del bar dejan de iluminarnos y la oscuridad de la noche y la brisa nos envuelven, mi amor me besa
con desesperación.
Deseosa de tocarlo, le desabrocho la camisa y me deleito en el cuerpo de mi marido. Suave, fibroso y
ardiente.
Lo toco. Me toca.
Y el ardor de nuestros cuerpos crece a cada segundo.
Entre besos y tocamientos llegamos hasta el chiringuito de la playa. Ese que prepara unos Margaritas
estupendos por las mañanas. Ahora está cerrado y Eric quiere jugar. Con premura, desanuda la camisa
que llevo atada a la cintura y cuando mis pechos quedan al aire, murmura:
—Esto es lo que yo quiero…
Como un lobo hambriento, se arrodilla y me besa los pezones. Primero uno y después otro. La camisa
cae al suelo y me quedo sólo con la falda larga. Excitada por el momento, miro hacia el bar, donde la
gente continúa divirtiéndose. Están a escasos cien metros, pero sin importarme quién nos pueda mirar, lo
agarro del pelo y murmuro, acercando mi pecho derecho a su boca:
—Saboréame…
Encantado, se deshace en atenciones con mi pecho, mientras sus manos recorren mis piernas y me
suben la falda lenta y pausadamente. Cuando el pezón está duro, sin necesidad de que yo se lo pida, Eric
presta atención a mi otro pezón, mientras susurro:
—Sí… así… así me gusta…
Enloquecido por el momento, sus manos me aprietan el trasero y oigo cómo la tela de mi tanga se
rasga. Cuando lo miro, dice divertido:
—Esto sobra.
Suelto una carcajada, pero cuando de un tirón me baja la falda al suelo y me quedo totalmente
desnuda en el chiringuito, mi risa se vuelve risita nerviosa.
Estoy a escasos metros de los turistas del hotel, desnuda, con el tanga roto y dispuesta a pasarlo bien.
En ese instante, una risa de mujer que no es la mía se oye cerca de nosotros. Eric y yo miramos y nos
encontramos con que al otro lado de la barra del chiringuito hay una mujer y un hombre en nuestra misma
situación.
No hablamos. No hace falta. Sin acercarnos los unos a los otros, cada pareja continúa con su morboso
momento.
Nos excita su presencia.
Eric me besa. Ansía mi boca como yo necesito la de él. Sus manos agarran mis muñecas y me las sube
por encima de la cabeza. Su cuerpo aplasta el mío contra la madera del chiringuito y noto su erección en
mi estómago. Eso me excita aún más.
Duro. Latente. Lo quiero dentro de mí cuando murmura:
—Me vuelves loco.
Sonrío. Cierro los ojos y soy inmensamente feliz.
De pronto, el gemido de la mujer hace que los dos volvamos a mirar. Ella está ahora en el suelo, a
cuatro patas, y su acompañante la penetra desde atrás, una y otra vez.
Sin poder apartar los ojos de ese espectáculo, observo la expresión de la mujer. Su boca, su cara, su
mirada extasiada me hacen ver lo mucho que disfruta y me acaloro más.
Mirar me gusta.
Mirar me excita.
Mirar me incita a querer jugar.
—¿Te gusta lo que ves? —pregunta Eric en mi oído.
Esa pregunta me hace recordar nuestra primera visita al Moroccio, aquel restaurante tan especial al
que me llevó en Madrid. Sonrío al recordar mi cara de horror de aquel entonces y suspiro al imaginar mi
cara en este momento. Todo es distinto. Gracias a Eric mi percepción del sexo ha cambiado y, para mi
gusto, a mejor.
Ahora soy una mujer que disfruta del sexo. Que habla de sexo. Que juega con el sexo y que ya no lo
ve como tabú.
Asiento. Su voz cargada de erotismo, unido al espectáculo que observamos son, como poco,
morbosos, mientras los gemidos de la mujer se oyen cada vez más y las acometidas son más duras y
certeras.
Sin poder apartar la vista de eso, noto cómo Eric se suelta el cordón de los pantalones de lino y se
los quita. Me hace dar la vuelta con rapidez y dice en mi oído:
—Ahora quiero oírte gemir a ti.
Sin más, me separa las piernas y, tras pasarme su dura erección por las cachas del culo, baja hasta mi
sexo y, tras unos segundos en que me hace rabiar, me penetra.
Oh, sí… sí.
Su estocada es terrenal y certera. Como nos gusta a los dos. Su duro, suave y erecto pene entra
totalmente en mí y mi húmeda vagina lo succiona y aprieta, gustosa de recibirlo.
El placer es enorme…
El calor me abrasa…
Jadeo y mi amor, mi amante, mi alemán me agarra posesivo por la cintura, deseoso de pasarlo bien,
mientras una y otra vez me empala, arrancándome gemidos que nos vuelven locos a los dos.
Miro hacia la derecha, observo cómo los que antes gemían nos observan y sé que ahora soy yo la que
le muestra a la otra mujer el nivel de mi placer.
Oh sí… quiero mostrárselo.
Quiero que sepa cuánto disfruto.
La altura de Eric y su fuerza me levantan del suelo un par de veces y yo me agarro a la madera del
chiringuito, dispuesta a que él vuelva a entrar y a salir de mí. Me gusta cómo me posee.
Una y otra vez lo hace. Lo disfruto. Lo disfruta. Lo disfrutan los extraños, hasta que mis fuerzas
desfallecen, mi cuerpo se vuelve gelatina y me dejo ir con un gustoso gemido. Eric llega instantes
después al clímax, tras un ronco jadeo.
Durante unos segundos permanecemos quietos, sin movernos. Estamos agotados por el momento,
hasta que un movimiento nos hace regresar a la realidad y vemos que la otra pareja se viste y, tras un
saludo con la mano, se van.
Eric, aún abrazado a mí, saca su pene de mi interior. Me besa las costillas y, cuando ve que me
encojo, me da la vuelta y, cogiéndome entre sus brazos, murmura:
—¿Te apetece un bañito en la playa?
Oh, sí… con él me apetece todo y, sin dudarlo, acepto.
Me encanta sentirlo tan natural. Tan poco envarado. Tan poco serio.
Desnudos, felices y cogidos de la mano, corremos hasta la playa. Al llegar, ambos nos zambullimos
y, cuando nuestras cabezas emergen del agua, mi amor me coge en brazos y después de besarme,
cuchichea:
—Cada día estoy más loco por ti, señora Zimmerman.
Yo sonrío.
Como para no sonreír… babear… y gritar de felicidad. ¡Pedazo de marido que tengo!
Enrosco las piernas alrededor de su cuerpo y, cuando noto que su erección comienza de nuevo a
crecer, con gesto divertido miro a mi insaciable, morboso y caliente esposo y susurro:

—Pídeme lo que quieras.

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