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Pídeme lo que quiera o dejame - Cap.11 y 12




11
Dos días después comienza la Oktoberfest, la fiesta de la cerveza más importante del mundo. Eric ha
quedado allí con los amigos y la familia.
Cuando termino de vestirme, me miro al espejo. Parezco una campesina alemana con el dirndl, que es
el traje típico, compuesto por falda larga, delantal, corpiño y blusa blanca. Divertida, empiezo a hacerme
unas trenzas y, al mirarme al espejo, sonrío. Estoy convencida de que mi apariencia lozana a Eric le
encantará.
Suena una llamada en la puerta de mi habitación y entra Flyn. Está guapísimo con sus pantalones
cortos de cuero marrón, sus tirantes, el gorrito verde y la chaqueta de paño grisácea.
—¿Estás preparada?
—Pero qué guapo estás, Flyn.
El pequeño sonríe y yo, dándome una vuelta ante él, pregunto:
—¿Parezco una alemana así vestida?
—Estás muy guapa, pero te pasa como a mí, no tenemos cara de alemán.
Ambos nos reímos y, divertida por lo que ha dicho, me hago la otra trenza.
—Dile a tu tío que bajo en cinco minutos.
El crío sale despepitado de la habitación y, cuando termino de peinarme y me doy la vuelta, me
sorprendo al ver a Eric apoyado en el quicio de la puerta.
Me mira… y luego dice con una sonrisa torcida:
—No sé cómo lo haces, pero siempre estás preciosa.
Se me reseca la boca.
Madre mía, qué pedazo de marido tengo.
Aquí el guapo, el precioso, el impresionante, el alucinante ¡es él!
Vestido con unos pantalones largos de cuero marrón oscuro, una camisa beige y unas botas marrones
de caña alta está impresionante. Nunca imaginé que vestido de bávaro Eric pudiera estar tan sexy.
Por cierto, me gusta cómo le queda el cuero. Debo exigirle que se compre algo de ese material.
Cuando consigo reaccionar, repito la misma operación que segundos antes de hecho con Flyn. Me doy
una vueltecita y, cuando vuelvo a mirar a Eric, sus manos ya están en mi cintura y me besa con aire
posesivo.
Oh, sí… adoro esta intensidad.
Sin cortarme un pelo, me agarro a su cuello, salto y, rodeándole la cintura con las piernas, digo:
—Si sigues besándome así, creo voy a cerrar la puerta, echar el cerrojo y la fiestecita la vamos a
organizar tú y yo en la habitación.
—Me gusta la idea, pequeña.
Nuevos besos…
Mayor intensidad…
—Pero ¿qué hacéis? —pregunta Flyn, sorprendiéndonos—. Dejad de besaros y vámonos de fiesta.
Todos nos esperan.
Nos miramos y sonreímos.
Y al ver que el pequeño, con los brazos en jarras, no se mueve de la puerta esperando que nosotros
salgamos, Eric me deja en el suelo y murmura:
—Esto no acaba aquí.
Divertida, asiento y corro tras Flyn, mientras sé que Eric sonríe y camina detrás de mí.
Dexter y Graciela nos esperan y están monísimos con sus trajes bávaros. Una vez estamos todos, nos
despedimos de Simona, que se niega a acompañarnos, y subimos al coche.
Norbert nos deja lo más cerca posible de la explanada Theresienwiese, lugar donde se celebra la
multitudinaria fiesta.
El tumulto es increíble y, sorprendida, le digo a Eric:
—¿Te puedes creer que esto me recuerda a la Feria de Abril de Sevilla? Estoy por gritar «¡Olé…
torero…!».
Eric suelta una carcajada y yo añado:
—Eso sí, aquí vais vestidos de bávaros y bebéis cerveza y allí vamos de flamencos y bebemos
rebujito.
Mi chico, feliz, me da un beso en la cabeza, mientras cientos de alemanes y extranjeros vestidos de
todas las maneras posibles se disponen a divertirse entre música y litros y litros de cerveza.
Eric agarra mi mano con fuerza y con la otra sujeta a Flyn. No quiere perdernos a ninguno de los dos
y, mirando a Dexter y Graciela, dice:
—Seguidme.
Caminamos entre la gente y me fijo en que las casetas llevan los nombres de las marcas de cerveza.
Al llegar a una de ellas, el grandullón que hay en la puerta, al ver a Eric, nos deja pasar. Suena música.
La gente canta, baila y bebe. Se lo pasan bien, ¡qué guay! Eric se para, mira a su alrededor y, cuando
localiza lo que busca, seguimos andando.
—Esto está a reventar de gente —grito.
Él asiente y dice:
—Tranquila, nosotros tenemos nuestro sitio reservado todos los años.
Al fondo, entre el tumulto, de pronto veo a Frida y Sonia con el pequeño Glen en brazos, mientras
Marta y Andrés bailan.
—Pero ¿quién ha venido? —grita Sonia al ver a su nieto.
Tras abrazarla, Flyn comienza a hacerle monerías a Glen, que le sonríe.
Frida, contenta de verme, me mira y exclama:
—Chicaaaaaaaa…, te pongas lo que te pongas te queda bien.
Yo sonrío con picardía y, acercándome a ella, respondo:
—Eso, más que a mí díselo a mi marido. ¿Has visto qué guapo está?
Mi buena amiga lo mira de arriba abajo y dice:
—La verdad es que sí, tu maridito tiene muy buena planta, pero mi Andrés también está muy guapo
y… bueno… bueno… para guapo el que viene, y lo bien acompañado que va.
Sigo la dirección de su dedo y veo que Björn, en todo su esplendor, llega del brazo del caniche
Fosqui y de otra rubia más. La gente los mira. La tal Agneta es muy conocida por salir en la televisión y
pronto la rodean para pedirle autógrafos.
Al acercarse puedo ver que la otra rubia es Diana. Björn consigue arrancar a su chica de las garras
de sus fans y cuando llegan hasta nosotros, tras darle un beso a él, intento ser amable con la presentadora.
—Hola, Agneta.
Ella me mira y, tras repasarme de arriba abajo, dice:
—Perdona, no recuerdo tu nombre, ¿cómo te llamabas?
—Judith.
—Ah sí, es cierto. —Y, volviéndose hacia su amiga, añade—: Ésta es Judith.
Diana asiente. Ya nos conocemos y, acercándose a mí, dice:
—Encantada de volver a verte, Judith.
Mi estómago se contrae al recordar lo que esta mujer sacó de mí aquella noche en el local de
intercambio de parejas y, acalorada, respondo:
—Yo también estoy encantada.
De pronto, oigo que el caniche estreñido exclama:
—¡Eric! Qué alegría volver a verte. Ven, quiero presentarte a Diana.
La madre que parió a Fosqui.
¿Se acuerda del nombre de él y no del mío?
Esta tía si me gustaba poco, ahora menos.
Como si me leyera la mente, mi guapo marido las saluda a ella y a Diana, pero luego, inmediatamente
se acerca a mí. Sabe lo que pienso. Por ello, me coge en brazos y, levantándome delante de todos, dice:
—Amigos, es el primer Oktoberfest de mi preciosa mujer en Alemania y me gustaría que brindarais
por ella.
En ese momento, todos los alemanes, conocidos y desconocidos, que hay a nuestro alrededor levantan
sus enormes jarras de cerveza y, tras dar un grito de guerra, brindan por mí. Yo sonrío y Eric me besa.
¡Se acabó mi mala leche!
Flyn quiere ir a montar en las atracciones y Marta y yo nos ofrecemos voluntarias para acompañarlo.
Necesito que me dé el aire.
Cuando salimos de la carpa, la muchedumbre nos absorbe. Marta me mira y yo le indico que no se
preocupe que voy tras ella. Cuando llegamos a una de las atracciones para niños, Flyn se monta
encantado. Marta y yo lo esperamos.
—Madre mía, qué melopea llevan ésos. —Señalo a unos que van borrachos hasta las trancas.
Marta sonríe y responde:
—Tienen pinta de ingleses. ¿Sabes cuál habrá sido su problema? —Yo niego con la cabeza y Marta
me aclara divertida—: Seguro que han intentado seguir el ritmo cervecero de algún alemán y lo que no
saben es que la cerveza que se sirve en esta fiesta es mucho más fuerte de lo habitual. —Yo me río a
carcajadas—. Pero si la jarra más pequeña es del tamaño de un libro, ¿qué te puedes esperar?
Entre risas, esperamos a que Flyn acabe y, cuando lo hace, corremos a un par de atracciones más.
Cuando regresamos de nuevo a la carpa, Eric me guiña un ojo y Frida me coge de la mano y me hace
subir a una de las mesas para cantar una canción típicamente alemana. Divertida, los sigo. Curiosamente,
me la sé y Eric sonríe junto a su madre.
Cuando voy a bajar de la mesa, un hombre se acerca a mí y me ayuda. Me coge por la cintura y,
cuando estoy en el suelo, dice sin soltarme:
—¿Sabes que eres una joven muy bonita?
Yo sonrío, se lo agradezco y me voy con mi grupo, pero al acercarme me paro y siento que la furia
sube por todo mi cuerpo a borbotones al ver a Amanda frente a Eric.
¿Qué hace aquí Amanda?
¡Odio a esa maldita mujerrrrrrrrrrrrrr!
Me pica el cuello. Me rasco y maldigo en español, para que nadie me entienda.
De repente, ella me ve. Eric, al ver su gesto incómodo, mira y me ve también. Molesta, me doy la
vuelta y me encuentro de frente con el hombre que segundos antes me piropeaba y que pronto me doy
cuenta de que está como una cuba.
—Hola de nuevo, preciosa.
No le respondo y él insiste:
—Déjame invitarte a una cerveza.
—No, gracias.
Me doy la vuelta. Estoy cabreada, muy cabreada, cuando siento que alguien me coge de la cintura.
Maldito borracho. Me inclino y lanzo un codazo hacia atrás para alejarlo de mí con todas mis fuerzas.
Oigo una protesta y, al darme la vuelta, mi corazón se desboca al ver a Eric, que, encogido, me mira y
gruñe:—
Pero ¿qué te ocurre?
Su reacción me indica que le he hecho daño.
¡Madre mía, qué bruta soy!
Me paralizo. Él se recupera, me coge con fuerza de la mano y, sin soltarme, me lleva hasta un lateral
de la carpa. Cuando llegamos, dice enfadado:
—¿A qué ha venido darme ese codazo?
Voy a responder, pero no me deja e, inmediatamente, continúa:
—Si es por Amanda, es alemana y está en su derecho de venir a la fiesta. Y antes de que sigas
echando humo por las orejas, o propinando salvajes codazos, déjame decirte que no se me ha insinuado,
no ha intentado ligar conmigo y no ha hecho nada de lo que se tenga que avergonzar, porque valora su
trabajo y sabe que no quiero que nos ocasione problemas. Ella en su momento lo entendió, ¿lo has
entendido por fin tú?
No pienso decir nada.
¡Me niego!
No voy a contestar. Sigo molesta por haberla visto.
Eric espera… espera… espera y cuando veo que desespera, suelto:
—Vale. Entendido.
Su gesto se relaja. Me toca el pelo y murmura:
—Pequeña…, sólo me importas tú.
Me va a besar, pero yo me retiro.
—¿Me acabas de hacer la cobra, señora Zimmerman?
Su gesto, su voz y su risa, consiguen que finalmente yo sonría y responda:
—Ten cuidado, o la próxima vez te haré la víbora, ¿entendido?
Eric suelta una carcajada, me abraza y regresamos junto al resto de los amigos, donde me quedo sin
habla al ver a Graciela sentada sobre las piernas de Dexter mientras él la sujeta y la besa. Vaya… creo
que estos dos han vuelvo a beber cerveza de Los Leones.
Al verlos, Eric me mira y murmura:
—Aquí besa todo el mundo menos yo.
Su ironía me hace gracia y, volviéndome hacia él, me agarro a su cuello con actitud posesiva y,
mirándolo a los ojos, le pido:
—Bésame, tonto.
No se hace de rogar. Me besa ante todo el mundo y su madre es la primera en brindar y beber un trago
de cerveza.
No vuelvo a ver más a Amanda. Se ha escabullido.
Entrada la noche, la fiesta continúa. Björn se marcha con sus amigas y Marta con Arthur. Frida y
Andrés se van con el pequeño Glen, que ya está cansado, y Dexter y Graciela se quieren ir a casa. Tienen
prisa y yo sonrío al ver la cara de la chilena.
Eric, sin preguntar, llama a Norbert con el móvil y quedan en el mismo lugar donde nos dejó. Cinco
minutos más tarde, Dexter y Graciela, acompañados por Sonia y Flyn, desaparecen y Eric murmura en mi
oído:—
Creo que esta noche alguien lo va a pasar muy bien en nuestra casa.
Eso me hace sonreír.
Por fin, los dos le van a dar un gustazo al cuerpo y, si todo funciona bien, quizá se den una
oportunidad.
Durante una hora, Eric y yo lo pasamos bien divirtiéndonos, hasta que le vibra el móvil y, tras leer el
mensaje, me dice:
—Es Björn.
Nuestros ojos se encuentran. Nos miramos durante unos segundos y él añade:
—Está en un local de intercambio llamado «Sensations» y nos pregunta si nos apetece ir.
Mi cuerpo se calienta. Sexo. Y veo cómo mi chico no latino curva la comisura derecha de la boca y
dice:—
Sólo iremos si tú quieres.
¡Uf, qué calor!
Acalorada como estoy ya por tanta bebida, esto directamente me abrasa.
Bebo de mi cerveza mientras Eric me observa. Me pongo nerviosa y, finalmente, pregunto:
—¿Estarán las dos mujeres que lo acompañaban?
Eric me mira. Ha intuido que el caniche y yo somos dos razas incompatibles y responde:
—Sólo Diana.
Saber que el caniche no estará me hace sonreír y entonces experimento un morbo increíble al ser
consciente de que tres depredadores quieren jugar conmigo. Eric, Björn y Diana. Me gusta la idea.
El corazón se me acelera y Eric, al intuir lo que pienso, murmura elevando más mi calentón:
—Quiero ofrecerte. Quiero follarte y quiero mirar.
Asiento…
Asiento…
Asiento…
Y finalmente respondo con un hilillo de voz, mirándolo a los ojos.
—Lo deseo, Eric. Lo deseo mucho.
Mi chico sonríe. Teclea algo en el móvil y, segundos después, dice levantándose:
—Vámonos.
Lo sigo al fin del mundo, mientras mi cuerpo se revoluciona y mi mente piensa, ¡sexo!
12
Cuando salimos de la caseta, Eric me pasa un brazo por los hombros e intenta que nadie me roce. Su
protección hacia mí me gusta y me hace sonreír. Es terrenal. No soporta que los hombres me miren o me
toquen, pero luego, en nuestros momentos íntimos, le excita ofrecerme a ellos.
Al principio de nuestra relación, yo misma no conseguía entenderlo. ¡Era de locos! Pero tras meses
practicando el mismo sexo que él, sé diferenciar una cosa de otra. La vida, el respeto y el día a día son
una cosa, y las fantasías sexuales, cuando nosotros lo decidimos, otras.
Yo tampoco soporto que ninguna mujer mire o se insinúe a Eric. ¡Me pongo mala! Pero sin embargo,
cuando jugamos, me gusta ver que disfruta.
Sé que nuestra relación, en especial nuestra sexualidad, es algo difícil de entender para mucha gente.
Mi hermana seguramente pondría el grito en el cielo y me llamaría degenerada, cochina y cosas peores, y
mi padre no me lo quiero ni imaginar. Pero es nuestra relación, y con nuestras propias normas todo
funciona de maravilla y no quiero que cambie. ¡Me niego! Eric me ha descubierto un mundo morboso y
placentero que yo desconocía y me siento atraída por él.
Me gusta que me observen cuando practico sexo…
Me gusta que me disfruten cuando mi pareja me abre las piernas para otros…
Y me gusta ver cómo mi pareja disfruta…
Voy sumida en mis pensamientos, mientras Eric se abre paso entre la gente. Cuando salimos de la
marabunta, para un taxi y, tras darle la dirección, me mira y dice:
—Estás muy callada, ¿qué piensas?
Lo miro. Quiero ser sincera y contesto:
—Pienso en lo que va a ocurrir.
Sonríe y, acercando su boca a mi oído para que el taxista no nos oiga, murmura:
—¿Y qué quieres que ocurra?
—¿Qué quieres tú?
Mi chico apoya la cabeza en el respaldo del taxi, coge aire y, mirándome con intimidad, susurra en
español:
—Quiero mirar, quiero follarte y quiero que te follen. Anhelo besar tu boca mientras tus gemidos
salen de ella. Deseo todo, absolutamente todo lo que tú estés dispuesta a darme.
Como un muñequito vuelvo a asentir y mi estómago de nuevo se contrae. Escuchar en su boca la
palabra «follar» me excita, ¡me pone! Mis braguitas ya están húmedas sólo de pensarlo y respondo:
—Te daré todo lo que tú quieras.
Mi amor sonríe y cuchichea:
—De momento, dame tus bragas.
Suelto una carcajada. Él y mi ropa interior.
Con disimulo, hago lo que me pide sin que el taxista se dé cuenta, de lo contrario me moriría de
vergüenza; y una vez se las doy, primero se las acerca a la nariz y luego se las guarda en el bolsillo del
pantalón.
Veinte minutos más tarde y sin bragas, el taxi para en una calle transitada. Una vez nos bajamos, mi
amor me agarra posesivo por la cintura y caminamos hacia la puerta de un bar iluminado llamado
«Sensations». El portero nos mira y, al ver nuestras pintas aún con los vestidos bávaros, sonríe y nos deja
pasar.
Al entrar veo que muchas de las parejas que hay ahí van vestidos como nosotros. Eso me deja más
tranquila. Sin pararnos, caminamos hacia el fondo. Eric abre una puerta y entramos en una segunda
estancia. Allí la música no está tan alta como en el primer lugar y observo que los presentes nos miran.
Somos los nuevos y atraemos su atención.
Eric me lleva hacia una barra, donde veo que dos hombres y una mujer se tocan íntimamente. Eso no
me sorprende y sonrío y los observo en su morboso juego, mientras Eric pide unas copas.
—Quiero saber por qué te ríes —me dice mi marido al oído.
Divertida, me siento en uno de los taburetes y, tras señalar al trío que disfruta cerca de nosotros, le
pongo los brazos alrededor del cuello y contesto:
—Acabo de recordar cuando en Barcelona me llevaste a aquel bar de intercambio, me sentaste en un
taburete y me hiciste abrir las piernas para que otros miraran. —Eric sonríe y yo añado—: Esa noche me
calentaste para nada.
—Fue mi castigo por irte del hotel sin decirme nada, pequeña —responde divertido y, besándome en
el cuello, murmura mimoso—: Eso te excitó mucho.
—Sí.
Mi respiración se agita cuando Eric, mi Eric, mi amor, coge mi falda larga y comienza a subirla
lentamente hasta mis muslos. ¡Qué juguetón es!
—Hay un hombre a tu derecha que no para de observarnos y a mí me excitaría que pudiera ver algo
más de mi mujer. ¿Quieres?
Sus manos suben por la cara interna de mis muslos hasta llegar al centro de mi deseo. Lo toca. Yo lo
miro con pasión y susurro:
—Sí, quiero.
No espera más. Me besa y, acto seguido, da la vuelta a mi taburete. El hombre, de unos cincuenta
años, atractivo, nos observa. Clava su mirada en mí y veo cómo la baja. Desde atrás, Eric me abre más
las piernas y veo cómo los ojos del desconocido se dilatan y brillan.
Excitada, yo misma me subo más la falda, cuando Eric dice en mi oído:
—Se muere porque lo invitemos a meterse entre tus piernas. Míralo. Sus ojos te poseen, ¿lo ves?
Asiento, mientras noto cómo me humedezco y mi respiración se acelera. Eric lo sabe y, poniéndome
una mano sobre el corpiño, me toca un pecho y murmura:
—Eres apetecible, cariño. Muy… muy apetecible. —Y, mientras el maduro desconocido no nos quita
ojo, Eric pregunta—: ¿Alguna vez has tenido relaciones con un hombre de esa edad?
Niego con la cabeza.
—No. El más mayor has sido tú.
Mi chico asiente y, apoyando la cabeza en mi hombro, inquiere:
—¿Qué te parecería tener sexo con él?
—Bien —respondo sin pensar.
En un momento así y con lo caliente que estoy, sólo deseo que me satisfagan. Imagino cosas y,
dándome la vuelta, sonrío.
—¿Por qué sonríes, preciosa?
Clavo mis ojos en él, me humedezco el labio inferior y contesto:
—Esta noche yo también quiero jugar contigo.
Eric me entiende. Lo veo en su mirada. No sonríe y susurro:
—Quiero volver a ver cómo un hombre te hace una felación.
Mira el suelo. Después me mira a mí y, levantando las cejas, pregunta:
—¿Tanto te gusta verlo?
—Sí.
—¿Y no temes que me pueda gustar más eso que otras cosas?
Suelto una carcajada. Si algo tengo claro es que las mujeres siempre le gustarán más y respondo:
—A ti te gusta verme con otra mujer, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y no temes que me pueda gustar más eso que otras cosas?
Eric sonríe. Entiende lo que acabo de decir. Mueve la cabeza y, besándome, dice:
—Muy bien, pequeña. Juguemos los dos. Pero sólo felación.
—Eric, ¡cuánto tiempo sin verte por aquí!
Esa voz nos saca de mi burbujita calentorra y sonrío. Saber que Eric está dispuesto a entrar en mi
juego me excita aún más. Mucho más.
Mi amor y el desconocido se estrechan la mano.
—Hola, Roger. —Y, mirándome, dice—: Ella es mi mujer, Judith.
Acalorada, sonrío. No puedo ni hablar cuando Eric pregunta.
—¿Has visto a Björn?
El hombre asiente y saluda con un guiño a una mujer que pasa por nuestro lado.
—Está en el reservado diez.
Vaya… nuestro amigo no pierde tiempo.
Cierro las piernas y me bajo la falda. Al verlo, Eric sonríe y me da un beso en la frente. Durante unos
veinte minutos, charlamos los tres y veo que el hombre maduro que me miraba ya ha encontrado otra
pareja con la que pasarlo bien y desaparece con ella tras unas cortinas rojas. Pero también me percato de
que Roger no para de mirarme los pechos, hasta que dice:
—Tu mujer es preciosa.
Mi marido asiente.
—Sus pechos te enloquecerían.
Roger me los mira de nuevo y, alejándose, dice:
—Llámame.
Sorprendida por esa extraña conversación, pregunto:
—¿A qué venía hablar de mis pechos?
Eric sonríe y, acercándose, responde:
—A Roger le encantan los pechos. Adora chupar pezones.
Eso me asombra. Pero no puedo continuar preguntando, porque Eric me hace bajar del taburete y
vamos hacia la cortina roja por la que he visto desaparecer al maduro y a otras parejas.
Al traspasarla, oigo jadeos. Muchos jadeos y grititos de gusto. Miro alrededor y veo varios
reservados separados por cortinas de colores. Eric descorre varias cortinas y yo miro. En los cubículos
veo a varias personas manteniendo relaciones de todo tipo.
—¿Qué te parece? —pregunta Eric ante uno de los reservados.
Tras pasar mis ojos curiosos por la estancia y ver a un hombre con dos mujeres, respondo:
—Que lo pasan bien.
Salimos de allí y Eric abre el cortinaje de otro. Dentro hay una pareja con varios hombres. Juegan
con la mujer y entre ellos y disfrutan. El maduro atractivo que nos miraba en la barra al vernos se detiene
y se levanta, mientras los otros continúan su jueguecito. Sus ojos vuelven a recorrer mi cuerpo cuando
Eric entra en el reservado y dice:
—Túmbate en la cama, Jud.
Sin cuestionarlo, hago lo que me pide. Me pone a cien cuando me ordena algo con ese tono de voz. La
cama se mueve por las embestidas de las otras personas y yo me acelero al mirarlos. Me percato de que
la mujer me mira y de que no le molesta nuestra presencia. Sonríe y yo le sonrío. Eric se me acerca, se
sienta en la cama e, inclinando la cabeza, murmura:
—Deseo que te toque para mí, ¿te parece bien?
Tumbada en la cama, asiento. Lo deseo, pero susurro:
—Antes yo quiero otra cosa.
Eric me mira. Me va conociendo e intuye lo que le voy a pedir, cuando digo:
—Ya sabes lo que quiero, ¿verdad?
Mi chico se resiste y, dispuesta a conseguir mi propósito, insisto:
—Es nuestro juego. Sólo felación, ¿recuerdas?
Asiente con la cabeza. Sonrío. Miro al madurito que está frente a nosotros y digo:
—Arrodíllate ante él.
Sin dudarlo un segundo, el desconocido hace lo que le pido. Se arrodilla ante Eric. Desabrocho el
botón del pantalón de éste y le ordeno al otro hombre:
—Dale placer.
Él posa las manos en el pantalón de Eric, que da un respingo, pero no se mueve ante mi mirada. Con
delicadeza, el hombre baja los pantalones de mi amor y en su camino se lleva el bóxer, dejándoselo todo
a media pierna.
La verga de Eric aparece erguida y dura y yo suspiro mientras el hombre arrodillado ante mi marido
se la toca. Le encanta. Disfruta con ello. Pasea su mano por su miembro y por sus testículos,
endureciéndolo más. Instantes después, con delicadeza, se la lava y después se la seca.
Eric me mira y yo sonrío.
Acto seguido, el madurito le acerca su boca hasta la punta del pene, saca la lengua y lo chupa. Al
sentir el contacto, Eric cierra los ojos y a mí se me pone el vello de punta.
¡Excitante!
Con deleite y disfrute personal, observo cómo el desconocido es todo un experto. Recorre cada
milímetro del miembro de Eric con su lengua, lenta y pausadamente, para después introducírselo entero
en la boca una y otra vez.
¡Ardor!
Sus manos le tocan los testículos, se los aprieta con delicadeza y, cuando se saca el pene de la boca,
se los chupa, los succiona.
Eric jadea. Su cuerpo vibra de placer, mientras echa la cabeza hacia atrás.
¡Calor!
La respiración de mi amor se acelera por segundos y la mía también. Ver esto me parece morboso,
excitante, caliente y más cuando observo que mi chico lo disfruta y que las venas del cuello se le marcan.
¡Combustión!
Todo en la habitación es morboso. A mi lado, tres hombres proporcionan placer a una mujer y un
desconocido a mi loco amor, mientras observo el espectáculo que yo he provocado y me excito. Me
humedezco. Me empapo.
En ese instante, el madurito desliza una de sus manos hacia el trasero de Eric, se lo aprieta y le
separa las cachas del culo. Pero cuando va a meterle un dedo en el ano, mi marido lo para. El hombre no
insiste y vuelve a centrarse en su enorme erección. Entiende la negativa. Incrementa sus lametazos y oigo
de nuevo gemir a Eric.
¡Quemazón!
Con la mano derecha, éste empieza a empujar la cabeza del desconocido con fuerza, para introducirle
todo el pene en la boca. El hombre se vuelve loco con esa exigencia.
Yo más.
Se arrima más a Eric y, agarrándolo con fuerza por el culo una y otra vez, repite la misma acción
hasta que mi amor, mi maravilloso amor no puede más, suelta un potente gruñido y se deja ir.
¡Fuego!
Cuando acaban, el desconocido se va a la ducha. Yo me levanto de la cama y, cogiendo la jarrita de
agua, la echo con cuidado por el pene de mi marido. Lo lavo, lo seco y pregunto:
—¿Todo bien?
Eric asiente a su vez, sonríe y susurra:
—¿Excitada?
—Mucho.
Instantes después, el madurito regresa con nosotros. Sin necesidad de que Eric diga nada, me vuelvo
a tumbar en la cama y mi chico asiente.
Sin hablar, el hombre me sube la falda hasta la cintura y yo me muevo nerviosa. Acto seguido, pasea
sus manos por mis muslos y me los separa un poco para echarme agua sobre el sexo. Lee mi tatuaje y
sonríe.
El frescor se agradece. Cierro los ojos y Eric susurra:
—Abre las piernas y dale acceso a ti.
Hago lo que me pide. Me excita hacerlo y siento el aliento del hombre sobre mi húmeda entrepierna.
Sus manos me abren los labios, me tocan y noto que uno de sus dedos entra en mí.
Juega…
Aprieta…
Abro los ojos y Eric dice:
—Así… déjale entrar… así.
El momento…
Su voz…
Sus peticiones…
Todo me exalta por segundos, mientras las otras personas desatan su pasión a nuestro lado.
El desconocido introduce y saca el dedo de mi interior, mientras su lengua succiona mi clítoris y mi
respiración se vuelve sibilante. No sé el tiempo que estamos así, sólo sé que disfruto el momento.
De pronto, se para, se pone un preservativo y se tumba sobre mí. En ese instante, Eric aclara:
—Su boca es sólo mía.
El desconocido asiente y, pasando uno de sus brazos por debajo de mi trasero, me levanta y, con
impaciencia y exigencia, me penetra. Oh, sí…, es lo que necesito.
—Mírame —pide Eric.
Lo hago. Sin parar, ese hombre con el que ni siquiera he hablado ni sé cómo se llama, entra y sale de
mí una y otra vez y yo quiero más profundidad. Necesito más y pongo las piernas en sus hombros. Ese
gesto lo excita. Sonríe y, agarrándome de las caderas, se empala en mí y yo me sofoco cuando Eric,
acercándose a mi boca, murmura:
—Dame tus gemidos cariño…, dámelos.
Me falta el aire, pero beso a mi amor y le entrego lo que me pide. Mi boca jadea bajo la suya. Sus
dientes muerden mis labios y se bebe mis gemidos. Eso lo excita, lo pone, lo vuelve loco, mientras el
hombre sigue su particular baile dentro de mí y yo me entrego al disfrute. Hasta que él no puede más y,
tras un último empellón que me hace gritar, llega al clímax.
El desconocido sale de mí y vuelve a echar agua sobre mi sexo.
¡Frescor!
Después coge un paño limpio y me seca. Pasados unos segundos, mi corazón se relaja y Eric,
asiéndome de la mano, dice:
—Levanta, cariño.
La falda me cae hasta los pies y, sin mirar atrás ni cruzar palabra con ese hombre desconocido,
salimos del reservado. Eric tiene prisa.
Al llegar al pasillo, donde se oyen mil jadeos, mi dueño, mi amor, mi marido, me coge entre sus
brazos, me arrincona contra la pared y me besa. Su beso es exigente, loco, asolador. Embriagada por la
locura que me demuestra, le respondo. Entonces siento que me sube la falda, se abre el pantalón y me
penetra.
Oh, sí…, ése es el roce y la profundidad que yo necesito.
¡Eric!
Sin mediar palabra, mi exigente marido entra en mí una y otra vez y yo me acoplo a él mientras jadeo,
y me agarro a sus hombros dispuesta a recibirlo más.
Como si fuese una muñeca, Eric me mueve entre sus brazos y yo enloquezco mientras dice:
—Lo siento, pequeña, pero me voy a correr ya.
Está muy excitado por lo que ha visto y sus penetraciones buscan un desahogo que yo sé que necesita
y que le quiero dar. Instantes después, mi útero se contrae, Eric rechina los dientes y se deja ir.
Sin soltarme, susurra:
—Siento que haya sido tan corto, pero me ha excitado mucho ver lo que hacías.
Con una pícara mirada, contesto:
—No te disculpes, cariño, ahora te voy a exigir mucho más.
Eric sonríe y yo también. Me besa y me baja al suelo. Siento cómo su fluido corre por mis piernas y
digo:
—Necesito una ducha.
Él asiente y echamos a andar por el pasillo de los jadeos. De pronto, se para, abre una de las cortinas
donde pone número diez y dentro veo a Björn y a Diana. Cada uno de ellos está con dos mujeres. Parecen
pasarlo bien. Björn nos ve. Su azulada mirada nos mira y dice:
—Nos vemos en la sala de los espejos. Está reservada.
Eric asiente y, mientras caminamos, comento:
—Veo que conoces muy bien el lugar.
Mi chico sonríe y, besándome, murmura:
—Te aventajo en años, cariño.
Al llegar frente a una puerta, Eric la abre y entramos. Está oscuro, pero al encender la luz, me
sorprendo al ver que las paredes, el techo y el suelo está todo cubierto de espejos. De pronto, la luz se
torna violeta y, besándome, mi chico dice:
—Tu color preferido.
Sonrío y lo beso. Adoro sus carnosos labios y entonces él me agarra por el trasero.
—Vamos a ducharnos.
Entre risas, nos quitamos los trajes de bávaros y nos metemos bajo una moderna ducha.
—¿Todo bien, cariño?
Sonrío y asiento. Ya echaba yo de menos la pregunta.
El agua corre por nuestros cuerpos y estamos disfrutando el momento cuando Eric dice:
—Estás consiguiendo de mí cosas que nunca pensé posibles.
Sé que se refiere al hombre de antes y contesto:
—Adoro ver tu cara cuando un hombre te da placer.
Los dos sonreímos y nos besamos.
Cuando salimos de la ducha, el impresionante jacuzzi que hay en un lateral de la habitación, lleno de
agua que cambia de color, nos llama a gritos. Eric me coge en brazos y nos metemos en él.
Me besa… lo beso.
Me mima… lo mimo.
Me toca… lo toco.
Todo entre nosotros es puro morbo cuando la puerta se abre y entra Björn, acompañado por Diana.
Ambos vienen desnudos, pero llevan unas bolsas en la mano, que dejan sobre la cama. Al vernos en el
jacuzzi, sonríen, van directos a la ducha. Cuando salen, Björn se mete también en el jacuzzi y Diana saca
unos CD de música de su bolsa. Los ojea. Elige uno y el resto los deja sobre una silla. Instantes después,
oigo la voz de Duffy cantar Mercy.
Diana se mete en el jacuzzi y, al ver que tarareo la canción, murmura con voz melosa:
—Me encanta esta mujer.
Durante un rato, charlamos los cuatro. Nuestra conversación gira sobre lo que hemos hecho esta
noche en el local y yo me sorprendo siendo tan sincera como ellos. Hablo de sexo con normalidad y
disfruto de nuestra conversación.
—¿En serio no has probado el sado? —pregunta Diana.
Eric sonríe y Björn también cuando respondo:
—No. No me va eso del dolor. Prefiero otro tipo de disfrute.
Diana asiente y Eric dice:
—Jud, el sado no te va, pero me he dado cuenta de que en el sexo eres sumisa y acatas mis órdenes.
¿Te has percatado de ello?
Asiento y aclaro:
—También me excita que tú me obedezcas.
Ambos sonreímos y mi chico murmura:
—Eres mi dueña y yo tu dueño.
—Y el sexo es sólo sexo —finalizo yo.
Mimosa, me acerco a él y, sentándome entre sus piernas, digo, mientras siento su pene juguetón bajo
el agua:
—Soy tuya y tú eres mío. No lo olvides, amor.
Sin preocuparse de los cuatro ojos que nos observan, Eric murmura:
—Tus juegos se van ampliando día a día. Primero conociste los vibradores, después los tríos y los
intercambios de pareja y el día que estuvimos con Dexter me di cuenta de lo mucho que te gusta
complacer y obedecer.
Björn sonríe.
—A Dexter le va el sado. Disfruta mucho con ciertas cosas.
Los dos amigos se miran. Su complicidad me encanta. Se comunican con la mirada y Eric le aclara:
—Con Jud, ciertas cosas no las probará nunca, porque ella antes le cortaría el cuello.
Todos nos reímos. No hace falta que me digan a qué se refieren. Lo imagino. ¡Dolor! Algo que nunca
entrará en mis planes. Me niego.
Björn, que bebe champán a nuestro lado, al ver cómo nos miramos, dice, sorprendiéndonos:
—Espero conocer algún día a una mujer que me sorprenda, y vivir el sexo y la vida como vosotros lo
vivís. Reconozco que os envidio.
Eric me besa y murmura:
—Algo bueno en mi vida. Ya tocaba, ¿no?
Björn asiente, choca la copa con la de su amigo y yo añado:
—Como diría mi padre, tu media naranja seguro que existe, ¡sólo tienes que encontrarla!
Todos reímos y Eric me mira de una manera especial y dice:
—Si te ordeno cosas esta noche como un amo, ¿obedecerás?
Sonrío como una vampiresa.
—Depende…
Él sonríe. Le gusta mi respuesta y matiza:
—Nunca te ordenaría nada que no te gustara, cariño.
Convencida de ello, respondo:
—Ordéname…, amo.
Nuestro juego. Nuestro caliente juego comienza de nuevo y su mirada ya me excita. Su boca me
vuelve loca y sus órdenes sé que me gustarán. Eric tiene razón, me gusta obedecer y entregarle todo lo
que quiere.
—A Judith la excita que le hablemos y seamos descriptivos mientras la follamos, ¿verdad? —afirma
Björn, con su claridad de siempre.
Asiento y Eric dice con seguridad:
—Sí, amigo. Mi mujercita es caliente, muy caliente.
Diana, que hasta el momento ha permanecido callada escuchándonos, interviene:
—A mí lo que me tiene loca es eso de «Pídeme lo que quieras». Ese tatuaje que llevas en cierto lugar
me hace aflorar el morbo y desear hacerte y pedirte muchas cosas, Judith.
—¿Y a qué esperas para hacerlo? —pregunta Eric y, con una sonrisa torcida, me mira y susurra—:
Jugamos a los amos.
Todos me miran. No sé qué decir. Mi respiración se acelera cuando Diana dice:
—Prometo ser una ama… cariñosa.
Frunzo el cejo. Pienso que no sé si este jueguecito de amos me va a gustar, cuando Eric dice con
decisión:
—Jud, como soy tu amo, quiero que salgas del jacuzzi y te tumbes en la cama para que Diana tome lo
que quiera. Una vez ella esté satisfecha, regresa al jacuzzi y siéntate entre Björn y yo. Esta noche tengo
planes para ti y tú obedecerás.
Ufffff, ¡¡¡lo que me acaba de hacer el estómago!!!
Sin dudarlo, salgo del jacuzzi dispuesta a entrar en el juego. Cuando cojo una toalla para secarme,
Eric dice:
—Jud, no he dicho que te seques. Suelta la toalla y túmbate en la cama.
Hago lo que me pide y segundos después veo que Diana sale también del jacuzzi. Eric y Björn nos
observan en silencio. Sin secarse tampoco, Diana se acerca a mí, toca el tatuaje que tanto le gusta, lo
besa y murmura:
—Date la vuelta.
No hace falta que lo repita. Lo hago y, cuando estoy boca abajo, se tumba sobre mí y me toca. Siento
cómo pasea su monte de Venus por mi cuerpo.
—Incorpórate.
Me pongo a cuatro patas sobre la cama. Diana coge entonces mis pechos mojados y me los estruja.
Sus dedos me aprietan los pezones y la sensación me gusta, mientras posa su monte del amor en mi
trasero. Me calienta.
La sala de espejos me hace tener una buena visión de todo y sonrío al ver cómo la mirada de Eric
habla por sí sola.
Entonces, Diana dice:
—Túmbate.
Cuando lo hago, ella coge una de las bolsas que Björn y ella han dejado sobre la cama y saca algo. Se
lo enseña a Eric, que asiente. Yo no sé qué es hasta que Diana dice:
—Entrégame tus pechos.
Lo hago y veo que se trata de unos clamps como los que Dexter usó. Me tranquilizo. Me los pone en
los pezones y, tirando de la cadenita, dice mientras yo ronroneo:
—Tu amo te ha entregado a mí y ahora tu ama soy yo.
Miro a Eric y él asiente.
En ese instante, Diana me coge la cara con una mano y con la otra me da un azote. Mirándome
directamente a los ojos, sisea:
—No lo mires a él. Mírame sólo a mí.
Estoy a punto de mandarla a tomar viento fresco, pero reconozco que la situación me excita y la miro.
Ella observa mi boca, se acerca y, cuando me va a besar, se para y dice:
—Respetaré tu boca porque sé que sólo es de él, pero el resto lo tomaré como mío, porque te quiero
poseer para mi propio placer.
Estoy desconcertada. Su voz es sibilante y su gesto agresivo. Pero aun así, excitada, no me muevo,
dejo que tome el mando de la situación y espero acontecimientos.
Una vez me tiene como quiere, se deleita en lo que ve y, tirando de los clamps y con ello estirando
mis pezones, murmura mirando mi tatuaje:
—Quiero saborearte, entrégame lo que deseo.
Separo las piernas y levanto las caderas en señal de entrega. Diana sonríe y, deseosa de probar lo
que le ofrezco, suelta la cadenita, coge mi trasero con las manos y su boca baja hasta mi sexo.
Me besa, lo mordisquea hasta que me lo abre con los dedos y ataca directa a mi clítoris. Lo humedece
con su lengua y luego lo succiona. Siento un enorme placer. Me chupa ansiosa y yo enloquezco y abro
más las piernas, deseosa de que continúe.
Su manera exigente de tocarme y de chuparme siempre me excita. Diana tiene la delicadeza de una
mujer, pero el ansia de un hombre. Asedia mi cuerpo y yo jadeo.
—Vamos, preciosa…, vamos… Dame tu jugo —exige.
Lametazo a lametazo, consigue lo que se propone y la fiera que hay en mí le entrega lo que pide. Una
y otra vez me humedezco. Gemidos asoladores salen de mi boca ante las cosas que me hace mientras
murmura:
—Así…, así…, córrete así.
Un escalofrío recorre mi cuerpo. Diana se para. Yo protesto y ella susurra:
—Ponte de rodillas y separa las piernas.
Al incorporarme casi me mareo, pero recuperándome rápidamente, me pongo de rodillas sobre la
cama, como ella, y antes de que pueda volver la cara para mirar a Eric, me sujeta por la cintura y,
acercándome totalmente, mete dos dedos en mi húmeda vagina, mientras dice:
—Así…, vamos…, jadea para mí. Hazme saber cuánto te gusta.
Sus dedos entran en mí una y otra vez. Dios, esta mujer sabe lo que hace. Jadeo excitada, mientras a
escasos centímetros su boca me exige:
—Muévete…, vamos…, muévete. Así…, así… —Sonríe tras un nuevo resoplido mío—. Quiero que
te corras, que te empapes, para después abrir tus piernas y beberme tu dulce elixir.
Me vuelvo loca al escuchar el chapoteo de mis jugos en su mano al subir y bajar. Quiero sentir su
boca entre mis piernas. Deseo que su lengua chupe mi clítoris y beba mi elixir. Mi respiración parece una
locomotora y ella aumenta la rapidez, la intensidad y la penetración.
No me lo puedo creer. Esta mujer me lleva de un orgasmo a otro de una manera imparable. Estoy
empapada. Me noto muy mojada y cuando siento que el placer se propaga por mi cuerpo, grito y caigo
hacia atrás.
Al verlo, Diana me abre rápidamente los muslos y toma de nuevo lo que la apasiona de mí. Chupa…
lame y yo de nuevo se lo entrego. Cedo ante ella, deseosa de que no pare.
Cuando creo que se ha saciado de mí, me quita los clamps y me chupa los pezones. La suavidad de su
lengua me reconforta y más cuando sopla y siento un rico hormigueo en los pechos. Hum… me encanta.
Pienso en Eric. En sus ojos. En cómo me mirará en este momento e imagino lo duro y excitado que
tiene que estar, cuando oigo su voz que dice:
—Diana, usa el arnés doble e hinchable.
Ella se mueve y saca de la bolsa un arnés que nunca he visto antes. Es una especie de braga de cuero
con enganches, una bola y dos penes. Uno por dentro de la braga y otro por fuera. Me lo entrega y dice:
—Pónmelo.
Excitada, con los pezones como piedras y el arnés en la mano, la miro. Yo nunca he puesto uno de
esos y ella me aclara:
—Introdúceme el pene que hay dentro y luego átame el arnés a la cintura para que yo te pueda follar a
ti.
Sin más, se pone de rodillas sobre la cama, separa las piernas y exige, dándome un azote:
—Hazlo.
Al meter las manos entre sus piernas, siento su calor. Por norma, yo nunca suelo tocar a las mujeres,
prefiero que me toquen a mí, y a pesar de las ganas que me entran de hacerlo en ese momento, me limito a
hacer lo que me pide.
Separo con los dedos sus labios vaginales, que son suaves y están mojados, y le introduzco el pene
lentamente. Me gusta esa sensación de controlar yo el momento.
¿Me gustaría ser ama?
Una vez el arnés se ha acoplado a su cuerpo, engancho las correas a sus caderas y dice:
—Túmbate, abre las piernas y, cuando te haya penetrado, rodéame la cintura con ellas y respóndeme,
¿entendido?
Asiento y me tumbo. De rodillas y con el arnés puesto, Diana observa lo que hago y, cuando abro las
piernas, se tumba sobre mí. Tras introducir lentamente el otro pene en mi cuerpo, murmura:
—Rodéame con las piernas.
Obedezco. Con una mano, ella aprieta la bola que está enganchada al arnés y explica:
—Estoy inflando el pene que hay en tu interior. Voy a dilatarte.
Segundo a segundo, mi vagina se llena más y más. Nunca he tenido nada tan grueso dentro y cuando
creo que voy a reventar, ella para y dice:
—Dame las manos.
Hago lo que me pide y, cogiéndomelas, me las coloca por encima de mi cabeza y, apretándomelas
contra el colchón, mueve las caderas y las dos jadeamos.
—¿Te gusta…?
—Sí…
De nuevo se aprieta contra mí y ambas gemimos. La sensación es plena. Estoy totalmente llena y noto
cómo mi vagina se dilata para amoldarse al pene. Una y otra vez, entra y sale de mí y jadeo.
En ese momento, oigo decir a Eric:
—Dale profundidad, Diana. A Jud le gusta.
Ella pone mis piernas en sus hombros y me da lo que Eric ha pedido.
Mis jadeos se convierten en gritos de placer.
Oh, sí… me gusta.
Enloquecida, cojo los pechos de Diana, la obligo a que me los meta en la boca y, mientras le muerdo
los pezones y veo que le gusta, ella me vuelve a penetrar sin piedad. Yo le araño la espalda y gimo con
sus pezones en mi boca.
—Sí…, sí…, no pares…, no pares.
No lo hace.
Me obedece.
Me da lo que le pido.
Tengo mucho calor…
Me abraso…, me quemo.
Y cuando el ardor se extiende a las dos, Diana cae sobre mí y yo grito al sentir que llego al clímax.
Agotada, sudada y satisfecha, miro a los espejos del techo y veo a Eric y Björn.
—Mírame a mí —exige Diana.
Lo hago. Ella me agarra los hombros y me vuelve a hacer gritar. Yo, a cambio, le muerdo un pezón.
Eso la reactiva y, como una posesa, aprieta su pelvis contra la mía y las dos jadeamos.
Minutos después, cuando su ataque finaliza, mi respiración se normaliza. No me muevo. No sé si
Diana se ha saciado ya de mí. Ella manda y yo obedezco. Ése es el juego y me gusta. Me gusta mucho.
Cuando sale de mi interior, mi vagina se deshincha.
Ella se tumba a mi lado y, mirándome, me explica:
—Te seguiría haciendo mía el resto de la noche, pero no quiero ser egoísta. Ahora les toca a ellos.
—Y levantando la voz, dice—: Eric, de momento he acabado.
Sonrío. Me gusta oír eso de «¡de momento!».
Quiero repetir con Diana. Ella me pone mucho en el plano sexual.
—Jud, ven al jacuzzi —dice Eric.
Me levanto. Las piernas me tiemblan, mis jugos chorrean por ellas, pero camino hacia allá. Cuando
me meto en el jacuzzi, recuerdo que Eric ha dicho que al regresar me sentara entre los dos. Lo hago y
suspiro al notar el agua sobre mi piel.
¡Qué gustazo!
Por debajo del agua, siento que Eric busca mi mano. Se la doy y se la aprieto. Soy consciente de lo
que con ese gesto me está preguntando.
Durante unos minutos nadie habla, nadie se mueve. Cierro los ojos y disfruto del momento. Sé que
esperan a que me recupere.
Cuando oigo un ruido, abro los ojos. Diana se mete en la ducha y Eric dice:
—Mastúrbanos.
Como tiene sujeta mi mano, la lleva hasta su pene. Está duro y erecto. Lo acaricio y, sin demora, con
la otra mano cojo el de Björn. Ambos están como piedras. Listos para mí y, aunque yo les daría otro uso
en ese momento, tengo que obedecer. Los masturbo.
Mis movimientos son rítmicos. Subo y bajo las dos manos al mismo tiempo hasta que se me
descompasan por los movimientos de ellos. Miro el espejo que tengo delante y observo que tienen los
ojos cerrados y disfrutan. Disfrutan, mientras yo continúo dándoles placer.
Al poco rato me duelen los hombros. Esto es agotador, pero no paro. No quiero decepcionarlos.
Continúo mi movimiento y mi chico dice con voz entrecortada:
—Diana, trae preservativos.
Ella los saca de la bolsa y se los entrega a Björn. Está claro para quién son. La mirada de él y la mía
se encuentran, suelto su erección y se levanta. Su pene es enorme y la boca se me hace agua.
Björn es tan sexy.
—Diana, cambia el CD y pon el azul.
La mujer obedece y, cuando suenan los primeros acordes de Cry Me a River, de Michael Bublé,
ambos sonreímos y dice:
—Esta cancioncita siempre me recuerda a ti.
Eric se mueve, su pene sobresale del agua y me olvido de Björn. Mi marido es lo más y me vuelvo
loca. Lo deseo.
Lo deseo dentro de mí con urgencia y ansia viva.
Con una sonrisa que me demuestra lo bien que lo está pasando, se desplaza hasta una parte del jacuzzi
donde casi se puede tumbar y dice:
—Vamos, pequeña, móntate en mí.
Excitada, voy hasta él y lo beso. Su lengua se enreda en la mía y ambos sonreímos. Jugamos, nos
tocamos y me agarra para, lentamente, introducirse en mí. Yo jadeo.
—Me vuelves loco, morenita.
Sonrío y, abrazándome, él murmura:
—Tu entrega me excita cada día más.
—Lo sé.
Mientras muevo las caderas y busco mi placer, susurro en su oído:
—Me gusta lo que hacemos y me gusta que me des órdenes.
Mirándome a los ojos, él asiente y, penetrándome con fuerza, sisea:
—Sé que has disfrutado. Tus gemidos me lo decían.
—Sí. Mucho.
Con una peligrosa sonrisa que me pone la carne de gallina, Eric añade:
—Ahora disfrutarás más. —Y, mirando por encima de mi hombro, dice—: Björn, te esperamos.
Siento que el agua del jacuzzi se mueve y nuestro amigo se pone detrás de mí.
—Tu culito me encanta, preciosa.
Mi mirada se intensifica al saber lo que va a pasar cuando mi marido dice:
—En este instante es todo para ti, amigo. Disfrutemos de mi mujer y volvámosla loca.
Björn me besa el cuello y, agarrándome desde atrás los doloridos pezones, murmura:
—Estoy loco por hacerlo.
Cuatro manos me tocan bajo el agua, mientras Michael Bublé canta.
Eric separa mis nalgas y Björn guía su erección hasta mi ano. Sin necesidad de lubricante, éste se
dilata y, en cuestión de segundos, dos hombres me poseen en el jacuzzi mientras Diana nos observa y
bebe de su copa.
—Así…, cariño…, así… Dime que te gusta.
—Me gusta… sí.
Desde atrás, Björn pregunta:
—¿Cuánto te gusta?
—Mucho… mucho… —respondo.
—Quiero que disfrutes con nosotros, cariño.
—… Lo hago, cielo…, lo hago —susurro, convencida de ello.
Me hacen suya sin descanso.
Enloquezco entre mis dos hombres preferidos. A Eric lo amo con locura y mi vida sin él ya no tendría
sentido, y a Björn lo quiero como amigo personal y de juegos. Nuestro trío siempre es caliente y
morboso. Los tres nos hemos acoplado de manera increíble y siempre que nos juntamos lo pasamos muy
bien. De pronto, Eric se reclina un poco más en el jacuzzi y dice mirando a Björn:
—Doble.
—¿Seguro? —pregunta él.
—Sí.
No sé a qué se refieren. Sólo siento que Björn sale de mí, se levanta, se quita el preservativo y se
pone otro. Después se agacha de nuevo en el jacuzzi y, tocando la entrada de mi vagina bajo el agua,
lugar por donde me penetra Eric, murmura en mi oído, mientras uno de sus dedos entra en mí.
—Mmmm… me encanta la estrechez.
Eso me tensa. ¿Doble penetración vaginal?
Miro a Eric. Está tranquilo, seguro del momento. Pero yo tengo miedo al dolor. Lo ve en mi cara y,
acercando su boca a la mía, murmura:
—Tranquila, pequeña. Diana te ha dilatado. —Y, besándome. susurra—: Nunca permitiría que
sufrieras, cariño.
Asiento mientras su beso me asola y siento el dedo de Björn junto al pene de Eric en mi interior.
Después de un dedo entran dos, hasta que mi marido detiene sus enardecidas acometidas.
Björn coloca entonces la punta de su pene en mi vagina, saca los dedos y, tras un par de empujones,
noto cómo su duro miembro entra totalmente pegado junto al de mi amor.
—Así, pequeña…, así… Disfruta…
—Dios, Judith, qué maravilla —dice Eric en mi oído, mientras se aprieta más contra mí.
Jadeo… Jadeo… Jadeo…
Mi vagina vuelve a estar totalmente dilatada. Dos penes juntos y casi fusionados entran y salen de mí
y yo sólo puedo jadear y abrirme para ellos.
Oh, sí. Lo estoy haciendo. Estoy siendo doblemente penetrada por la vagina.
Enloquecido, Eric me aprieta la cintura mientras pregunta:
—¿Todo bien, cariño?
Asiento. Sólo puedo asentir y disfrutar de ello.
Excitado, Björn se mueve detrás. Sus manos me abren las nalgas. Me las aprieta y dice:
—Dime qué sientes.
Pero no puedo hablar. Estoy tan embargada por el deseo que sólo puedo jadear cuando Eric murmura:
—Dinos qué sientes o pararemos.
—No… no paréis por favor… No paréis… Me gusta… —consigo balbucear.
Tengo mucho calor.
Me sube por todo el cuerpo. Me abraso y, cuando la calentura llega a mi cabeza, grito y me dejo caer
sobre Eric, mientras ellos penetran mi cuerpo en busca de su placer.
Oh, Dios…, qué sensación. Toco el botón del jacuzzi y las burbujitas nos rodean.
Estoy entre mis dos titanes.
Ambos me tocan, me mordisquean, me exigen, me penetran.
Sus duros penes, apretados el uno contra el otro, entran y salen de mí mientras el placer me recorre y
grito enloquecida, apretándome a ellos.
El ruido del agua al moverse mitiga nuestras voces, nuestras fuertes respiraciones, nuestros gritos de
placer. Pero yo las oigo. Oigo a mi amor, oigo a Björn y me oigo a mí misma, hasta que los tres nos
dejamos llevar por un devastador clímax.
Esa noche, cuando llegamos a casa sobre las cinco de la mañana, estoy agotada. Cuando el taxi nos
deja en la verja, hace fresquito. En septiembre, en Alemania ya refresca.
Eric me coge de la mano con seguridad y, en silencio, caminamos hacia la casa. Susto y Calamar
vienen a saludarnos. Con mimo, Eric y yo los besuqueamos y ellos corren a nuestro alrededor hasta
desaparecer.
Sonrío. Me gusta mi vida. Todavía no puedo creer todo lo que he hecho esta noche, pero soy
consciente de que lo quiero volver a repetir.
Menuda máquina sexual que soy. ¿Quién me lo iba a decir a mí?
Cuando llegamos a la puerta de nuestra casa, tiro de Eric y, mirándolo a los ojos, musito:
—Te quiero y adoro todo lo que hacemos juntos.
Él sonríe y susurra cerca de mi boca:
—Ahora y siempre, cariño.
Nos besamos…
Nos amamos…
Nos adoramos…
Acabado el cariñoso beso, abre la puerta de la casa y vemos luz en la cocina. Sorprendidos, nos
miramos, vamos hacia allí y vemos a Graciela y Dexter besándose.
—Ejem… ejem…
Los tortolitos nos miran y, divertida, pregunto:
—¿Qué hacéis todavía despiertos a estas horas?
Sin levantarse de las piernas de Dexter, Graciela sonríe.
—Teníamos sed y hemos decidido tomar algo fresquito.
Sobre la mesa tienen una botellita con pegatinas rosa y Eric, divertido, me mira y exclama:
—¡Buena elección!
—Por cierto, güey, este Moët Chandon rosado está padrísimo.
Eric sonríe. Yo también y añado:
—Esa botellita con pegatinas rosa ¡está de muerte!
Entre risas, nos sentamos a tomarnos una copichuela con ellos dos y en un momento en que Eric y
Dexter hablan, Graciela me mira y murmura:
—Si antes me gustaba este mexicano, ahora me enloquece.
—¿Todo bien entre vosotros?
—Más que bien, ¡colosal!
Eso me hace sonreír y pienso que, en ocasiones, el amor es muy grande, ¡grandísimo! Y ésa es una de
esas ocasiones.
Quince minutos después, nos despedimos de ellos y mi amor y yo nos vamos a nuestra habitación.
Estamos cansados y cuando nos desnudamos y nos metemos en la cama, Eric me toca con mimo el cuero
cabelludo. Sabe que me encanta y murmura:
—Duerme, pequeña.

Me acurruco entre sus brazos y, feliz y dichosa, me duermo.


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