1. Grandeza y decadencia
¿Hong Kong? ¿Hong Kong? Esas dos palabras me daban vueltas y más
vueltas en la cabeza. ¡Se había ido! Sin previo aviso, sin una
palabra, sin
una señal... Me hice un ovillo en el cómodo sillón de la suite.
Toda esa
historia me tenía agotada, al borde del ataque de nervios.
Mecánicamente, observé la lujosa habitación que servía de telón de
fondo a mi despecho. ¡Me había reservado una suite! Como de
costumbre,
todo era extremadamente cómodo y lujoso: una televisión gigantesca
ocupaba la mitad de una pared, había una pequeña sala de estar con
un
enorme ventanal que daba a Central Park y, un poco más lejos,
estaba el
dormitorio, finamente decorado y presidido por la cama. Sobre una
mesa,
una cesta cargada de frutas exóticas hacía la función de regalo de
bienvenida. Puede
metérsela por donde le quepa, esta suite,
me decía a mí
misma, ardiendo de rabia por dentro.
Ya no entendía nada.
Unas horas antes estaba en sus brazos, había llevado todas mis
cosas de
vuelta a su casa y me había propuesto un puesto de trabajo que no
podía
rechazar, visto que mis planes de trabajar en Courcelles
Inversiones se
habían ido a pique... Estaba en una nube, lo tenía todo: trabajo,
el hombre
más guapo del mundo y… puf, había desaparecido. Sin más. Me había
enviado a su chófer para que me llevara a la suite que me había
alquilado
en un hotel súper elegante. Cero explicaciones. Nada. Rien de rien.
Lancé mis bailarinas a la otra punta de la habitación. Jamás un
hombre
me había alterado tanto. Tampoco me había entregado tanto a
ninguno, ¿y
qué era lo que obtenía? ¡Una nueva humillación! Pero, ¿qué era lo
que
realmente quería él? ¿Por qué había venido a recogerme a casa de
la tía de
Jess si iba a pasar de mí otra vez? ¿Cuándo iba a dejar de jugar
con mis
nervios? ¿O tal vez tenía una buena excusa? No, imposible. Si
había tenido
tiempo para reservar la suite y enviar a Steven, también habría
tenido
tiempo de sobra para llamarme. Miré de nuevo la pantalla de mi
teléfono
móvil... Ninguna llamada.
Me puse a dar vueltas por la habitación frenéticamente, como un
león
enjaulado. Ya no sabía ni qué hacer. ¿Esperar en silencio a que
diera
señales de vida? ¿No hacer preguntas? ¿Sufrir? No, eso era más de
lo que
podía soportar.
Pero, ¿por qué se comporta así? ¿Para
castigarme por haber huido?
¿Para demostrarme que es él quien lleva las
riendas? ¿O es que,
simplemente, le importo tan poco que es
normal para él irse así...?
Cuando se me acabaron los argumentos, decidí ir a darme una ducha
en
el suntuoso baño. No tendría las cosas claras en la cabeza, pero
al menos
me sentiría limpia y relajada físicamente. Me enjaboné repasando
las
mismas partes de mi anatomía que Sasha había explorado
anteriormente,
ese mismo día. Me estremecí ante los recuerdos, aunque en parte me
resultaran dolorosos. ¿Cómo era posible que, tan solo unas horas antes, la
unión de nuestros cuerpos nos hubiera
llevado a los dos a un éxtasis sin
precedentes? ¿Sería él capaz de dejarse
llevar así sin un mínimo de
sentimientos hacia mí? Cuántas preguntas y
ninguna respuesta... ¿Y si me
fuera? ¿Y si volviera a París
inmediatamente? No. Ya no podía
marcharme. No así. Aún no. No sin una explicación.
Decidí darme tiempo, al menos hasta el día siguiente, para tomar
una
decisión. Estaba cansada y angustiada, no era capaz de pensar con
claridad.
Después de todo, tal vez haya tenido una buena razón para irse sin
avisarme. Quizás él también esté sufriendo, solo en su habitación
de
hotel… ¿Y si le llamara? Um... No. Mala idea. No vaya a pensar que
me
tiene comiendo de su mano...
Me sequé rápidamente y decidí que me iría a trabajar. Después de
todo,
tenía un nuevo empleo (en principio) y estaba en juego un gran
paso para
mi carrera. No quería echarlo todo a perder por una historia
sentimental,
por muy intensa y complicada que fuera.
Cogí una cola light de la nevera (No tengo que pagarla yo, pensé)
y me
instalé en la pequeña sala de estar con el portátil sobre las
rodillas. Empecé
mirando los últimos estudios sobre la salud económica del mercado
asiático y los sectores más prometedores... pero enseguida
escribí, casi de
manera inconsciente, el nombre de Sasha en el motor de búsqueda.
Su trayectoria, sus obras de caridad, su empresa... Encontré
muchos más
documentos que le mencionaban de lo que hubiera imaginado. Luego
hice
clic en “Imágenes”.
No debería haberlo hecho.
No había ni una sola foto en la que apareciera él solo. Su vida
era la
comidilla diaria de la prensa rosa a raíz de sus múltiples
conquistas. Salía
siempre acompañado: rubias, morenas, castañas… ¡No era un hombre
nada
difícil, al parecer! No obstante, no vi a ninguna pelirroja,
¡podía presumir
de ser la primera! Sus acompañantes eran a cada cual más bella que
la
anterior. Había salido con todas estas chicas, se había dejado
fotografiar
con ellas. Me subió un nudo a la garganta. ¿Las habría dejado plantadas en
una suite de lujo?, me pregunté. Se me llenaron los ojos de lágrimas sin
querer. Bajé la página. Natalia salía en varias imágenes. No pude
evitar
hacer una mueca de disgusto. Una rubia despampanante aparecía
también a
menudo. Hice clic en una imagen para saber algo más: era la hija
de un
magnate del petróleo riquísimo de Texas. ¿Habrá encontrado Sasha
Goodman finalmente el amor? preguntaba una revista, insistiendo en que
los dos tortolitos parecían muy enamorados. Volví a la página de
imágenes
e hice clic sobre una nueva foto de Sasha con la rubia. Ella
estaba bellísima
y él irradiaba luz. No era para nada el Sasha que a veces me
parecía
hermético y gélido. En ese caso, el artículo no hablaba específicamente
de
ellos, solo había un pie de foto. La imagen había sido tomada en
una gala
benéfica: Sacha
Goodman y su prometida, Allisson Green, hija de Bob
Green. ¿Su prometida? ¿Qué historia era esa? ¿Estaba prometido, casado
quizás? ¿El loft era una especie de apartamento de soltero, un
picadero?
Sin hacerme más preguntas ni tratar de entender mejor la
situación,
cerré de golpe el portátil.
Suficiente. Ya había tenido bastante. No le iba a permitir que
siguiera
haciéndome sufrir.
En ese mismo momento, mi móvil vibró y empezó a sonar. El nombre
de Sacha se iluminó en la pantalla.
Presa de una rabia loca, cogí el teléfono y lo lancé contra la
pared. Se
hizo pedazos y cayó al suelo, mudo. Ya no sonaba.
Caí rendida en la cama llorando y seguí sollozando desconsoladamente
hasta que me quedé dormida, agotada por tantas emociones.
Me despertó una melodía estridente. Abrí un ojo. Era de día.
Descolgué
el teléfono de la mesita de noche por reflejo, aún dormida, y
susurré un
“hola” al auricular.
—¡Liz, joder! ¿Por qué no contestas el teléfono móvil? ¡Sale el
buzón
de voz, te he llamado decenas de veces! ¡Quiero poder contactar
contigo en
todo momento!
Era Sasha, obviamente; muy cabreado. Me senté de golpe en la cama.
Su
voz, llena de ira, me hizo el efecto de una ducha fría.
—¿Pero estás de broma o qué? —le grité al teléfono—. ¿Por qué sale
el
buzón de voz? ¿Y por qué te has ido sin avisar? ¿Eh?
—Ajá, así que es eso... —parecía regodearse al otro extremo de la
línea
—. ¿Estás enfadada? ¿Lo entiendes ahora?
—¿Qué si lo entiendo? No, no entiendo nada de nada...
—Pues deberías. Te acabo de demostrar lo que puede suponer para la
otra persona cuando te comportas como una niña pequeña, señorita
Lanvin... Y a diferencia de ti, yo te llamé ayer por la noche...
¡pero no
contestaste!
—No necesito que me des lecciones, Sacha. Ya me disculpé por lo de
la
otra vez, ¿qué más quieres? Ni que estuviéramos en el colegio…
—¡Es verdad! Lo asumo por completo, pero necesitas recibir algunas
lecciones de comportamiento, señorita... y tengo la intención de
darte
algunas clases particulares... um... MUY particulares... ¡Quiero
domar tu
lado salvaje!
Su voz había adquirido un tono muy distinto... tremendamente
cálido y
sensual. Voilà, ¡ya me había ganado! Abandoné todas mis ganas de pelear,
de enfrentarme a él, de hacérselas pagar... Simplemente, me dejé
llevar por
el alivio que me produjo su llamada, de que nuestra historia no se
hubiera
terminado aún. No necesitaba nada más por el momento. La certeza
de que
iba a poder acurrucarme en sus brazos de un momento a otro era
suficiente
para hacerme bajar la guardia. Me había equivocado, sin duda.
—No necesito lecciones —le dije en un tono repleto de
insinuaciones—.
Además, yo también podría darte alguna, ten cuidado...
—Um... Creo que eso me podría gustar... Tú dominándome... ¡Pero
luego! Por ahora, date prisa en hacer las maletas, ¡tu avión a
Hong Kong
despega en dos horas!
—¿Qué? Eh, quiero decir, ¿perdona? ¿Hong Kong? ¿Dos horas? Pero no
es posible, ni siquiera me he levantado...
—¡Si hubieras contestado el teléfono ayer, habrías podido
organizarte
con tiempo!
Increíble: se las había arreglado una vez más para dejarme sin
palabras.
—Pero, eh, espera... No... No puedo...
—Vamos, date prisa —susurró—, te esperamos en Hong Kong, vamos a
reunirnos con clientes potenciales. No querrás recibir ya una
bronca nada
más asumir tus nuevas funciones, ¿no?
—¿Mis nuevas funciones? Pero yo no he dicho todavía que haya
aceptado...
—¿Rechazas el trabajo? —me cortó bruscamente.
—No, no, por supuesto que no…
Genial, yo que quería haberle dado un poco de suspense y
teatralidad…
Había vuelto a fallar.
—Pues entonces tienes que coger un vuelo de aquí a dos horas.
Y colgó. Casi a la vez, alguien llamó a la puerta. ¡Dios mío,
cuántas
novedades! En mi cabeza, en mi vida, en esa suite... Todo,
absolutamente
todo, eran sorpresas, cambios y preguntas. Sentía vértigo, parecía
que
nunca tenía tiempo de ordenar mis ideas.
Era Steven, que me preguntó si ya estaba lista: teníamos que
partir sin
demora hacia el aeropuerto.
¿Lista? ¡No, por supuesto! ¡Todavía estaba en pijama! No tuve
tiempo
ni para darme una ducha, agarré lo primero que vi y metí lo que
pude en la
maleta, que afortunadamente no había deshecho el día anterior...
Corrí al cuarto baño, me lavé los dientes rápidamente y recogí mis
cosas. Salí y me apresuré para seguir el ritmo de Steven. No podía
perder
ese avión.
El aeropuerto, el vuelo, el aterrizaje... Todo pasó en un
instante. Mejor
así. Dormí durante todo el trayecto, lo que me impidió volver a
hacerme
una y otra vez las mismas preguntas acerca de Sasha: ¿Por qué no
soltaba
prenda sobre su vida? ¿Quién era esa rubia? ¿Qué relación tenía
exactamente con Natalia? ¿Estaba casado, acaso? No, por favor...
Pero,
sobre todo, ¿qué lugar ocupaba yo en toda esa historia? Sabía de sobra
que
no podía competir con todas esas mujeres (¡y no pocas, al
parecer!) que
habían pasado por su vida. Eso era lo que más me hacía sufrir.
Cada vez
que lo pensaba, el dolor era como una puñalada. ¿Sería solo una
amante
para él? Una muchachita pizpireta a la que tenía que esconder...
No
esperaba que formalizara nuestra “relación” —si es que podíamos
hablar
de relación—, no era eso lo que yo quería o necesitaba, pero la
idea de ser
una más de su lista me resultaba atrozmente dolorosa. No podría
soportar
ser un plato de segunda mesa o una historia pasajera. No.
Cuando llegué a Hong Kong, ni siquiera me tomé la molestia de
pasar
por el baño a arreglarme antes de salir del aeropuerto. Di por
hecho que
habría enviado a uno de sus empleados para “darme la bienvenida”,
así que
me dije que no había por qué preocuparse, que ya tendría un montón
de
tiempo para asearme y cambiarme en el hotel...
Y seguí empujando mi carrito portaequipaje hacia la salida. Me
dieron
ganas de morirme (y de paso caer sobre dicho carrito) cuando
divisé su alta
figura, que se distinguía de la multitud que había ido a recibir a
los
pasajeros.
Oh, Dios mío... ¡Parecía una pordiosera! Ni siquiera había tenido
tiempo
de ducharme antes de salir… Empecé a sudar y a sonrojarme al mismo
tiempo, tratando desesperadamente de hacerme diminuta. Lancé una
mirada a derecha y a izquierda, evitando cuidadosamente su
dirección, por
supuesto. Llegué a convencerme de que, quizás, si lo deseaba con
todas
mis fuerzas, lograría desaparecer por completo bajo el carrito…
¡Tierra, trágame!
Me dio un ataque de nervios y decidí dar la vuelta, como si me
hubiera
olvidado algo, cualquier excusa para volver al baño...
—¿Liz? ¿Liz? ¡Hey! ¿Estás ciega o qué? ¿Algún problema?
La estatura de Sasha resultaba imponente. Fijó sus ojos de jade en
mi
rostro enrojecido y arqueó una ceja, lo cual intensificó su
expresión
interrogante, de curiosidad.
—Ah, no, eh... Lo siento... Es que pensé... Bueno, no pensé que
vendrías
en persona... Me habría... No sé... Refrescado, sí, eso, refrescado...
Si
hubiera sabido que... ibas a estar aquí...
Su carcajada atravesó el vestíbulo del aeropuerto como un cohete y
yo
me sobresalté.
—Liz, de verdad que eres... Eh, cómo decirlo... divertidísima,
eso,
divertidísima... —dijo burlonamente, agarrándome por los hombros.
Me sonrojé aún más, sintiéndome horrorosamente ridícula, aparte de
verme horrorosa y punto.
Me besó en la frente, con muchísimo pudor. Estaba visto que, para
las
grandes efusiones, tendría que esperar… Sacha dio un paso atrás,
agarró mi
carrito y exclamó alegremente:
—¡En marcha, nos vamos al hotel, creo que necesitas un buen baño!
Cruzamos una parte de la ciudad en taxi. Hacía bochorno, yo
mantenía
mi distancia en el asiento de atrás, empapada en sudor, y Sacha
tampoco
buscó el contacto: estaba ocupado hablando por teléfono con un
cliente.
Con los ojos abiertos como platos, devoré cada minuto del
espectáculo
urbano nocturno. La ciudad estaba repleta de hombres y mujeres que
deambulaban de un lado a otro como hormigas en busca de azúcar y
carteles luminosos colgados por todos los rincones en paredes y
fachadas, a
modo de guirnalda de fuego o serpiente deslumbrante, que no
permitía a la
ciudad conocer realmente la oscuridad de la noche. Estaba
asombrada,
abrumada por el espectáculo que se ofrecía ante mis ojos. Hong
Kong no se
parecía nada a Nueva York. Hong Kong era único.
El taxi se detuvo y tuve que salir del asiento trasero casi a
regañadientes. Sacha se despidió de su cliente por teléfono.
Estaba muerta
de cansancio, entre el viaje, el jet lag y todo lo demás, pero no
quería
perderme ni un detalle de aquella nueva aventura.
Un portero nos abrió la puerta y entramos a un vestíbulo enorme
todo
decorado de mármol y vidrieras, sin duda uno de los
establecimientos más
lujosos de la ciudad. Sasha me condujo hasta el ascensor; en todo
momento
nos acompañaba el portero, que llevaba mi equipaje. En la cabina,
aunque
parecía imperturbable, Sacha deslizó una mano debajo de mi
camiseta.
Recibí una descarga eléctrica al contacto con la palma de su mano.
No
pude evitar que mis pechos se pusieran erectos, de lo que Sacha se
dio
cuenta de inmediato, por supuesto. ¿Sacha, un ascensor y yo?
¡Estaba claro
que aquella situación siempre me producía un efecto verdaderamente
explosivo!
Como preveía, la suite era muy elegante, de estilo moderno y con
un
lujo nada ostentoso. Una maravilla. Me sentí como en casa de
inmediato y
me dirigí en silencio al enorme ventanal con vistas al mar. Era
noche
cerrada y parecía que el mar respirara, irradiando los reflejos de
la ciudad.
La noche se anunciaba llena de promesas.
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