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POSEÍDA - Lisa Swann VOL. 2 - Cap.1


1. En ruta hacia Nueva York
Confortablemente instalada en mi asiento de primera clase,contemplaba pensativamente la pista de aterrizaje a través de la ventanilla.¡Cuántas cosas habían sucedido! Jamás me habría podido imaginar, nisiquiera hace unos días, que me encontraría en ese avión con destino aNueva York. Me hundí más en mi asiento, sorprendida por su amplitud y
comodidad. Nunca antes había viajado en primera clase y no se podía negarque no tenía nada que ver con la clase turista.Me abroché el cinturón de seguridad y me preparé para el despegue,emocionada y ansiosa al mismo tiempo. No tenía miedo a volar, pero estavez me aventuraba a lo desconocido. ¿Estaba viviendo un sueño o una
pesadilla? Mi encuentro con el señor Goodman (tan enigmático, tan
vigoroso e increíble) lo había puesto todo patas arriba. Él encendía micuerpo hasta un punto que no habría creído posible. Su sola presencia en unminúsculo ascensor había bastado para poner a flor de piel todos missentidos: había salido de allí con las braguitas húmedas y, desde entonces,mis sueños eróticos eran cada vez más intensos. Después, él se habíaabalanzado sobre mí en plena calle y me había besado como nadie lo habíahecho jamás. Había descubierto rincones de mi cuerpo que ni yo mismasabía que pudieran ser tan erógenos. Esas caricias habían dejado sobre mipiel huellas indelebles. Me sentía como marcada al fuego por sus hábilesmanos, por su lengua sedienta, por su cuerpo electrizante...Sacha Goodman, uno de los abogados más importantes de EstadosUnidos, me había hecho gozar como ningún otro hombre (de hecho, nuncahabía tenido un orgasmo antes de conocerle) y después me había humilladocomo nadie hasta ese día (y eso que ya había vivido unas cuantashumillaciones). Aún bajo el hechizo del calor de sus besos y la habilidadextraordinaria con la que me había llevado al séptimo cielo, no había sidocapaz de verlo venir: me había largado como si fuera un par de calcetinesusados en cuanto había conseguido lo que quería, soltándome las mismasexcusas de mierda que todos los hombres les cuentan a las chicas que ya noles interesan. ¡Qué patético! No vale nada, pensé. Al final, ya no sabía si
había sido más culpa suya o mía. Desde luego, yo había sido una idiotaintegral por haberme entregado a él tan fácilmente. Y, sobre todo, porhaberme hecho ilusiones. Una dulce voz me sacó de estos pensamientos,que me habían formado un nudo en el estómago. Ya hacía un rato quehabíamos despegado.—¿Champán, señorita?¡Las burbujas frías me ayudarán a verlo todo con más claridad!, me
dije. La azafata posó la copa sobre una pequeña bandeja, que me ofreciójunto con un platito de aceitunas. Cuántas atenciones… No me costaríanada acostumbrarme a esos lujos, pero por nada del mundo me acostaríacon el patán de Sacha otra vez si ese era el precio. ¿Por qué había pedido
que fuera a Nueva York? No conseguía encontrar una respuesta
satisfactoria. En cualquier caso, si se pensaba que yo iba a desnudarme alprimer chasquido de sus dedos, ¡lo llevaba claro! Mis sentimientososcilaban entre la ira, la humillación y (tengo que admitirlo) unas ganaslocas de volver a caer en sus brazos. Pero, si eso era lo que él tambiénquería, ¿por qué me había tratado así? ¿Qué debía hacer: perdonarle uodiarle durante el resto de mi vida?Cansada de no encontrar respuesta a mis preguntas, me puse losauriculares para ver Magic Mike, una película de strippers masculinos, así
me distraería un poco y de paso me deleitaría durante hora y media viendochicos guapos medio desnudos. De todos modos, fueran cuales fueran lasintenciones de Sacha Goodman, yo por mi parte iba únicamente pormotivos profesionales. Por lo menos, de eso trataba de convencerme desdeque el señor Dufresne me había ordenado que les acompañara a NuevaYork para cerrar el acuerdo entre ambos bufetes. Sacha Goodman queríaque yo formara parte del viaje. Pues vale. No tenía la más mínimaintención de entregar mi cuerpo ni mi corazón en la gran manzana.Me quedé dormida. Cuando la azafata me despertó suavemente, yaestábamos sobrevolando Nueva York y tenía que abrocharme el cinturón.Ni siquiera me dio tiempo a refrescarme antes de aterrizar.Una vez pasados los controles, me apresuré a recoger mi equipaje y mefui directa a los lavabos, ya que en el vuelo ni siquiera me había dadotiempo a lavarme los dientes... No era buena idea hacerle esperar nada másllegar. ¡Mejor empezar con buen pie! Con la maleta en la mano, me dirigí ala enorme sala de llegadas, donde busqué con la mirada su imponenteestatura y sus ojos de jade. Miré a la derecha. A la izquierda. Nada.Entonces, se acercó un hombre con traje oscuro e impecable camisa blanca,con un aire un tanto estirado.—¿Señorita Lanvin?— Eh… ¡Sí!—¿Me acompaña, por favor?¿Me acompaña? ¿Por qué? ¿Quién era ese tipo? No me moví ni un
milímetro, me quedé como paralizada, intentando comprender qué estabapasando.—¿Señorita Lanvin? Soy el chófer del señor Goodman. ¿Tendría laamabilidad de seguirme, por favor? Debo llevarla a la sede central de laempresa.—¡Ah! Sí, por supuesto —balbuceé, echando a andar tras él, aúnaturdida por la sorpresa.¡Qué tonta había sido, creyendo que él vendría a recogerme al
aeropuerto, en persona! Ya iba siendo hora de que dejara de montarme esaspelículas mentales. Sacha no era mi novio, joder. ¿Para qué había ido aNueva York? ¿Para caer rendida a sus pies? No, ni hablar. Sentí como mevolvía a subir un nudo a la garganta. ¿Le aportaría algún retorcido placer elhecho de menospreciarme así continuamente? De forma instintiva, apretécon fuerza el papel doblado en cuatro que llevaba en el bolsillo, en el queJess me había anotado el nombre y la dirección de su tía, que vivía allí.Justo antes de coger el avión, le había contado toda la historia y Jess, conuna mueca de desaprobación, me había dicho:—Lisa, cariño, no te fíes de ese tío, no merece la pena, “el granabogado”... ¡Seguro que es el típico que se las lleva a todas a la cama! Túvales mucho más, Lisa, lo tienes todo: inteligencia, belleza... pero no hasestado con muchos hombres y él se ha aprovechado de tu falta deexperiencia. ¡Qué retorcido! Escucha, mi tía vive en Nueva York y, si lascosas van mal, prométeme que irás a verla, se portará como una madrecontigo, ya lo verás. La llamaré esta tarde para avisar de que quizás vayas.¿Vale?—Vale.Steven, el chófer, metió mi maleta en el capó y me abrió la puerta de lalimusina. Entré y me acomodé mecánicamente, porque mi mente se habíaquedado en París, con Jess. Cuando mi amiga me dio la dirección de su tía,la cogí sobre todo para complacerla. Sin embargo, en ese momento, enaquel enorme asiento de cuero, me reconfortó pensar que tenía una salidade emergencia en caso de peligro.La limusina arrancó. Al principio me sentía terriblemente sola pero,según avanzábamos, no pude evitar dejarme llevar por la emoción de lanovedad. Las calles se iban sucediendo una tras otra y yo las observaba conla nariz pegada al cristal; la ciudad se abría ante mí como una flor:brillante, sorprendente y llena de vida. Mis dudas se desvanecieron y tratéde relegar a Sacha Goodman en un pequeño rincón de mi cerebro. Derepente, el cristal ahumado que separaba la parte posterior de la limusinade la del conductor empezó a bajar y Steven me dijo que había un paquetepara mí ahí detrás. Miré hacia abajo y, efectivamente, a la izquierda vi unabolsa con el logo de una marca muy conocida. Extraje su contenido: unafalda acampanada, una blusa blanca y un jersey sin mangas.En un paquetito envuelto en papel de seda encontré un par de medias decolor carne y un liguero de encaje rojo carmesí: los accesorios perfectospara la prostituta de lujo. Además, había una caja que contenía un par dezapatos de tacón de aguja sublimes... pero con diez centímetros de tacón.Las palabras de Sacha me volvieron a la cabeza: Me encantan las mujeres
con tacones, no se les debería permitir caminar con otra cosa en los pies.
Golpeé suavemente el cristal que separaba las dos partes de la limusina.Steven volvió a bajarlo con una sonrisa compasiva.—¿No estamos yendo al hotel? —le pregunté.—No, señorita. La esperan en Goodman & Brown, vamos allídirectamente.—¿Me esperan? Ah, pero... eh, ¿cuánto falta para llegar?—Unos quince minutos, señorita.Ups. Todo se aceleraba. Al coger la falda, cayó una tarjeta.
Desconcertada, tuve que leerla dos veces para recuperar el aliento.¡El uniforme perfecto para la futura abogada! No te pongas bragas.S.El uniforme perfecto, sí… Salvo por el detalle de no llevar ropa interior,claro. Observé contrariada mis vaqueros lavados a la piedra, mis Conversey mi camiseta de rayas. De todos modos, era evidente que no me podíapresentar de esa guisa. No tenía muchas más opciones. Me pondría su ropa,de acuerdo, pero nada de ir sin ropa interior. Se iba a enterar, el señorSacha Goodman, ¡yo no estaba a sus órdenes! Me puse el liguero porencima de las braguitas, también de encaje. De ese modo, no había manerade quitármelas. Ese impulso rebelde me dio nuevos ánimos. La parte dearriba, sin embargo, era más problemática. No me había puesto sujetadorpara estar más cómoda en el avión y la blusa era de un tejido bastantetransparente, con un corte muy entallado. Afortunadamente, el jersey sinmangas me sacaba del apuro. No me dio tiempo a arreglarme más: apenasme había puesto el jersey que la limusina se detuvo. Rápidamente, hice unabola con mi ropa y la escondí en la bolsa. Steven me abrió la puerta y metendió la mano para ayudarme a salir del vehículo.—Señorita Lanvin, ha llegado a su destino. No se preocupe por suscosas, las encontrará en el hotel —me dijo, con un tono que me tranquilizó.Me alisé la falda, me ajusté el jersey y me dirigí vacilante hacia laenorme puerta de acero y vidrio. Estábamos en pleno corazón de la ciudad,podía oler el aire salado de la bahía, haciéndome cosquillas en la nariz.Respiré profundamente y entré. Me presenté en recepción, donde medieron una tarjeta de visitante para pasar el control de seguridad y meindicaron a dónde ir. Goodman & Brown ocupaba tres pisos delrascacielos: el 42, el 43 y el 44. Me precipité al ascensor y, tras unossegundos de titubeos, presioné el botón 44, preparándome mentalmentepara lo que me esperaba. Cuando se abrieron las puertas, comprobé que elascensor daba directamente a una oficina de recepción, presidida por unamujer rubia perfectamente maquillada, peinada y vestida.—¡Buenos días! Soy Elisabeth Lanvin, de Courcelles Investments. Creoque me están esperando.La rubia, que apenas levantó una ceja, apretó un botón del teléfono. Sepuso en pie, tiesa como un palo, y con una sonrisa falsa me invitó aseguirla. Abrió una puerta que daba a una especie de vestíbulo einmediatamente la cerró detrás de mí. Me quedé allí sola, en una salailuminada únicamente por luces fluorescentes, decorada con sillones, unsofá y algunas plantas. Una gran puerta de cristal esmerilado dejabaentrever luz procedente del otro lado. Dejé mi bolso sobre un sillón y mepuse a observar de cerca los detalles de una acuarela colgada en la pared.De repente, la puerta de cristal se abrió a mis espaldas.Su robusta figura se separó del marco y la puerta se cerró tras él con ungolpe amortiguado. Se conjugaban fuerza y dulzura. Aquella entrada erauna imagen de sí mismo. Se me había olvidado hasta qué punto eraatractivo... Sus ojos de jade me desnudaron. No supe descifrar quésignificaba aquella mirada tan intensa.—Hola Elizabeth, estoy encantado de darte la bienvenida —dijo con suvoz suave, mientras se acercaba.Me pregunté qué iba a hacer. ¿Darme la mano? ¿Dos besos en lasmejillas? No, eso era ridículo. Yo apenas había asumido qué estabapasando y ya tenía su mano en la espalda. Me inclinó hacia atrás y me besóapasionadamente. Retrocedí un paso y mi espalda quedó pegada a la pared.Le devolví el beso instintivamente, en contra de mi propia voluntad. Elsabor de sus labios, su olor, su piel… Todo volvía a mí en sucesivas yviolentas oleadas. No podía separarme de él, mi lengua buscaba la suyapara fundirse en una deliciosa sensación de unión. En ese preciso instante,allí mismo, podría haberme llevado a la cama (o al sofá de aquel vestíbulo,tanto daba) y yo no habría opuesto ninguna resistencia. Me quitó la gomacon la que me había atado una cola de caballo y mi melena roja sedesbordó sobre mis hombros. Él hundió las manos en mis rizos, se apartóde mis labios, aspiró el aroma de mi pelo y volvió a morderme el labioinferior...—Por Dios, ¡cuánto he echado de menos tu olor! —me susurró, sin máspreámbulos, mientras yo seguía temblando por el beso—. Tu boca es unainvitación al sexo. ¡Veamos si el resto de ti también lo es!Se agachó y me subió la falda hasta la cintura, tiró de la liga parasoltarla y se tropezó con mi ropa interior.—No, no, no —dijo sin desistir de una enigmática sonrisa mientrasmovía la cabeza de un lado a otro.Deslizó el pulgar bajo la tela de mis braguitas y desgarró de un golpeseco la costura lateral. Luego tiró con fuerza de la pieza de tela rota y laprenda cayó al suelo. Me mordió en la carne que había quedado aldescubierto y me arrancó un grito. Liberadas, mis nalgas se cubrieron deescalofríos y recibieron un sentido azote.—Está prohibido desobedecer —me susurró al oído.Pero, lejos de parecer enfadado, todo en él era deseo y erotismo en esemomento: sus labios, sus ojos y el bulto en sus pantalones así loevidenciaban. Su sexo estaba excitado. En lugar de echarme atrás, eseazote me había encendido tremendamente. Arqueé la espalda un poco, listapara recibir su lengua de nuevo. En vez de eso, hundió un dedo en mivagina, con una potencia que me arrancó otro grito. Levanté una pierna delsuelo. Yo quería más.—¡Qué húmeda estás! Estás siempre preparada, ¿no? —preguntó,burlonamente.Me enderecé, algo molesta por su comentario y tomandorepentinamente consciencia de dónde estábamos y de la crudeza de laescena.—No, para nada —respondí, sin atreverme a mirarle, mientras merecolocaba la falda—. No tengo absolutamente ninguna gana de...Pero Sacha me agarró por sorpresa y se acercó a mis pezones, tan durosya por el deseo que formaban dos protuberancias bajo las dos ligeras capasde tela que llevaba puestas. Me pellizcó uno. Luego, me levantó los brazosy me levantó el jersey. Mis pechos quedaron totalmente al aire, apenascubiertos por la blusa, y firmes ante él.—¡Esto está mucho mejor! —exclamó con aire satisfecho, dando unpaso atrás—. Ahora sí que ya podemos irnos.Apenas hubo terminado la frase cuando abrió la puerta de cristal. Solotuve tiempo para recoger mis bragas rasgadas del suelo y meterlasapresuradamente en el bolso. Él ya había desaparecido en la habitación deal lado.Menos mal que tuve el reflejo de bajarme el jersey al entrar en lahabitación: ocho pares de ojos se volvieron hacia mí al mismo tiempo.Todo mi cuerpo transpiraba sexo. Por no hablar de mis partes, al aire conesa falda lo suficientemente corta y acampada como para que el menormovimiento mal controlado descubriera mi desnudez ante toda la reunión.—Les presento a Elizabeth Lanvin, mi becaria —exclamó para la sala,sin dirigirse a nadie en concreto, mientras yo entraba, vacilante y sofocadapor la vergüenza.—Pero, por favor, tome asiento —se dirigió a mí un hombre rubio detez curtida por el sol, mirándome con descaro el culo y los pechos, que sebamboleaban con cada paso que daba con aquellos tacones de aguja.Al fondo de la sala, distinguí dos caras conocidas: el señor Dufresne,totalmente absorto en sus expedientes, y su hijo Arnaud, que me escrutabafijamente. Dejé a Sacha y al hombre rubio (¿un cliente, un colega, unsubordinado?) detrás y me acomodé en el único asiento libre que quedaba,junto a Arnaud Dufresne, tratando de hacerme lo más pequeña posible.Arnaud colocó una carpeta ante mí mientras me dedicaba una mueca deasco.—Bueno, Richard, podemos volver a nuestros asuntos, si te parece —ledijo Sacha al hombre rubio, con un tono de repente mucho más frío eincluso contrariado.¿Para tanto había sido lo que me había dicho? ¿Le molestaba a Sacha elefecto que yo producía en otros hombres? Si no hubiera estado tanavergonzada, sin duda habría disfrutado del momento.La reunión duró dos horas. Se repasaron los intereses comunes de lasdos empresas, especialmente de cara al mercado asiático, muy dinámico.Por supuesto, Goodman & Brown ya disfrutaba de una sólida posicióninternacional y lideraba el sector, muy por delante de nuestro bufeteparisino, pero el señor Dufresne era muy convincente y la colaboraciónacabaría, sin duda, en fusión. Ambos bandos a cada lado del Atlánticotenían mucho que ganar. Yo era consciente del inmenso privilegio quesuponía poder asistir a esa reunión y, como además me apasionaba el tema,me concentré totalmente en el trabajo. Casi me había olvidado de midesvergonzada escena en el vestíbulo cuando la reunión llegó a su fin.Arnaud me devolvió rápidamente a la realidad dedicándome de nuevo unamirada de asco porque, al levantarme, le puse sin querer el escote (sinsujetador) delante de las narices. Me aparté de inmediato, pero el daño yaestaba hecho y sentí que me sumía de nuevo en un sentimiento de profundaincomodidad, que aumentó cuando tuve que ponerme en pie sobre aquellostacones de diez centímetros. Un calor inusual me recorría la entrepierna.Dios mío, qué erótico me resultaba no llevar bragas. Durante toda lareunión había evitado mantener contacto visual con Sacha, que de todosmodos en ese momento estaba ocupado hablando con una esculturalmorena de ojos almendrados a la que devoraba con la mirada. Ellarecalcaba cada frase con una sonrisa que mostraba unos dientesdeslumbrantemente blancos. Era una pura belleza latina, con una claseincreíble. Llevaba un traje color crema que parecía hecho a medida. Derepente, me sentí ridículamente vulgar con mi atuendo sin ropa interior.Regresé al hotel con los Dufresne directamente. En el taxi no dije nimedia palabra, absorta como estaba en mis pensamientos lujuriosos y misdudas. ¿Qué quería él? ¿Quién era esta morena? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Porqué?El hotel era de clase superior, confortable, pero sin alma. Pero, ¡qué
narices! Ya que estaba allí, qué menos que disfrutar del viaje. Todos
quedamos en encontrarnos para tomar algo en un bar panorámico en elcentro de Manhattan, para luego cenar en uno de los restaurantes más demoda de Nueva York. Opté por un vestido adecuado para la ocasión:sencillo, elegante… y sexy —me dije contemplando mi reflejo en el espejo
—, pero no demasiado. Cambié los estiletes de Sacha por otros zapatos con
un tacón más razonable.La vista desde el bar era impresionante. Bajo nuestros pies, la ciudadbrillaba con una miríada de luces. Había llegado acompañada de losDufresne; parte de los protagonistas de la reunión de la tarde ya estabanallí. Pedí una copa de vino. Estaba charlando con los miembros del equipocuando sentí un brazo sobre los hombros y que alguien se inmiscuía en elgrupo:—¿Le gusta Nueva York? —me susurró el hombre rubio y bronceado dela reunión, mientras me acariciaba el hombro como si fuéramos íntimos.Me giré hacia él ligeramente para contestarle con frialdad, pero en esemomento vi a Sacha entrar en el bar acompañado de su bella latina, quellevaba un vestido espectacular de lamé dorado. Sorbí un buen trago devino que se me atragantó, lo cual el hombre rubio aprovechó para sobarmeinsistentemente, haciendo ver que me ayudaba. Sacha le dijo algo y elhombre me dejó ahí sola en medio del bar, como una idiota, para acercarsea él.—Te vale cualquiera, ¿no? —me soltó Arnaud, enfrentándose a mí conuna mirada de maldad que no le conocía.—¿Perdona?—Me has entendido perfectamente. No te ha bastado con tirarte aGoodman, ¡también quieres a Brown!—¿Brown? No, por supuesto que no…—Goodman ha debido contarle con qué facilidad te abres de piernas —continuó Arnaud con el mismo desdén— y ahora su socio ha decididopasar al ataque.—¿Pero qué dices? Yo no soy ninguna…Arnaud dio media vuelta y se fue, dejándome con la palabra en la boca.La cena que vino a continuación debería haber resultado agradable, peroyo tuve que obligarme a tragar cada bocado. Las palabras de Arnaud, laactitud de Sacha y la de Richard Brown… todo se arremolinaba en micabeza, superponiéndose y mezclándose para llegar a una única conclusión:no era más que “la francesita” a la que habían citado para acostarse conella. Me esforcé por intercambiar algunas palabras con las personas queestaban sentadas a mi lado y el resto del tiempo me dediqué a observar fríay distantemente a todos los invitados. Sacha ni siquiera parecía habersepercatado de mi presencia y no se separaba ni un momento de la chicamorena. Al final de la cena ya no podía más, así que me puse en pie y meexcusé por marcharme tan pronto, alegando que estaba muy cansadadebido a la diferencia horaria y que prefería regresar al hotel. Salí a todaprisa. En menos de dos minutos ya estaba fuera. Inspiré una gran bocanadade aire fresco y justo cuando me disponía a parar un taxi sentí que unamano firme me agarraba del brazo, obligándome a darme la vuelta. Sachame dominaba con su imponente estatura y su intensa mirada.—¿Por qué has salido corriendo así, Liz? ¿Qué modales son esos? ¿Esasí cómo os educan en Francia?—Estoy cansada, prefiero...Un taxi se detuvo a mi altura y me abalancé a su interior. Pero Sacha noiba a quedarse parado: entró justo detrás de mí y me empujó para sentarsea mi lado, mientras yo le daba la dirección del hotel al taxista. Me giréhacia él decidida a hacerle frente, temblando de rabia.—¡Déjame en paz, Sacha! ¿De acuerdo? Quiero volver al hotel, eso estodo.Y volví la cabeza hacia la ventanilla, para que él no viera las lágrimasque corrían por mis mejillas.—¡Mírame, Liz! ¡Mírame! —me cogió de la barbilla y me obligó amirarle, a la vez que le indicaba al taxista una nueva dirección—. Liz…Liz… —su voz cada vez era más suave— ¿Qué puedo decir? He soñadocon el sabor de tus labios y quería volver a sentir cada pedazo de tu piel…Liz...Sus labios estaban en ese instante a dos milímetros de los míos, podíasentir su calor, incluso casi los latidos de su corazón, acelerándose.Aparté sus manos con fuerza y me solté de golpe, entre sollozos:—¿Le dijiste a tu socio que podía darse un revolcón conmigo? ¿Es esolo que soy para ti, la becaria fácil que todo el mundo en tu despacho sepuede tirar? ¡Dime la verdad!Me miró desconcertado y luego irrumpió en una enorme carcajada.—¡Ni de coña! Liz, tienes que saber que no soy de los que les gustacompartir. ¿Lo dices por el comentario que Richard te hizo en la reunión?Vamos, no seas infantil... De todos modos, ya le diré un par de cosas. Quequede claro: eres mía y solo mía.Mientras hablaba, me iba cubriendo la cara y las manos con besos llenosde ternura.Toda mi ira se desvaneció. ¡Oh, sí, yo era suya!
—No quiero que pienses que soy una chica fácil —añadí, como paraconvencerme a mí misma de que mi honor estaba intacto.—¡Sh! Calla —y me besó con lengua.Cuando el taxi se detuvo frente al edificio de Sacha, ni me acordaba deArnaud Dufresne, ni de Richard Brown y, ni mucho menos, de la esculturalmorena. Todo mi cuerpo estaba sometido por completo a los ardientesbesos de mi amante. Apenas vi al portero en el vestíbulo, Sacha me llevódirectamente al ascensor y apretó el botón 15. Quince pisos durante loscuales recorrió, acarició y amasó cada parte de mi anatomía. Yo era purofuego. Mi sexo ardía, me quemaba tanto que no podía soportarlo. Creí quemis pechos iban a perforar la tela de mi vestido para estar piel con piel conel torso de Sacha. Él también hervía de deseo. Cuando llegamos el piso 15,tiró de mí fuera del ascensor, me levantó del suelo como si fuera unapluma y me empotró contra una pared. No conseguía distinguir nada de loque nos rodeaba, ¿estábamos en un pasillo, una entrada…? Cerré los ojos,completamente rendida al deseo que me consumía desde mi interior. Medaba igual todo, no podía despegar mi boca de la suya. Hundí la nariz en supelo para oler profundamente su aroma y recorrí su cuello con la lengua.Me subió el vestido de un tirón y me agarró el culo a manos llenas. Mequitó las bragas y las tiró al suelo, yo enrollé las piernas alrededor de sucintura y antes de que tuviera tiempo para reaccionar, me penetró.Fue algo salvaje, de una intensidad increíble. Él me embestía como unloco, yo me agarraba a la pared como podía... No pude evitar gritar alllegar al orgasmo, acompañada por los gemidos de Sacha.

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