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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre Cap.41 y 42


Los días pasan y me sumerjo en el trabajo. Trabajar junto a Miguel es una delicia. Más que a una secretaria me trata como a una compañera. Por las tardes necesito salir de casa. Doy paseos y en ocasiones me agobia ver a tanta gente. Echo en falta esos paseos en la nieve por la urbanización solitaria llena de árboles de Múnich.
Uno de aquellos días mi jefe, a la hora de la comida, me dice:
—Te invito a comer. Quiero enseñarte algo que estoy seguro que te va a encantar.
Nos montamos en su coche y aparcamos por el centro de Madrid. Agarrada de su brazo camino por la calle mientras vamos charlando cuando veo que entramos en un burger algo costroso. Divertida, lo miro y digo:
—Serás rata.
—¿Por qué? —pregunta divertido.
—¿De verdad que me vas a invitar a comer una hamburguesa?
Miguel asiente, me mira con una extraña sonrisa, y dice:
—Claro. Siempre te han gustado, ¿no?
Me encojo de hombros y finalmente musito:
—Pues también tienes razón. Pero hoy, como invitas tú, la quiero doble de queso y doble de patatas.
Asiente y nos ponemos en la cola. Estamos charlando, y cuando nos toca pedir, me quedo sin palabras al ver a la persona que nos va a tomar el pedido.
Ante mí está mi ex jefa. Aquella idiota de pelo lustroso que me hacía la vida imposible en Müller. Ahora es la encargada de aquel burger. Mi cara de asombro es tal que ella, molesta, dice:
—Si no saben lo que van a pedir, por favor, dejen pasar al siguiente cliente.
Tras reponerme de la impresión, Miguel y yo hacemos nuestro pedido, y cuando nos marchamos con las bandejas a la mesa, entre risas, él comenta:
—Anda, tira la hamburguesa y vayamos a comer otra cosa. Esa tía es tan mala que es capaz de habernos escupido o echado matarratas en la comida.
Horrorizada ante tal posibilidad le hago caso y entre risas salimos de ese lugar. La vida en ocasiones es justa y a ella la vida le está dando una buena lección.
Mis días se estructuran en trabajo, paseos y noches pensando en Eric. No he vuelto a saber nada más de él. Ya ha pasado un mes desde mi regreso a España y cada día me siento más lejos de él, aunque cuando me masturbo con el vibrador que él me regaló le siento a mi lado.
Vuelvo a salir con los amigos de siempre y disfruto de los bocatas de calamares de la plaza Mayor con ellos. Pero cuando nos vamos de juerga, me descontrolo. Bebo más de
la cuenta y sé que lo hago para olvidar. Lo necesito.
De momento, ningún hombre llama mi atención. Ninguno me pone. Y cuando alguno lo intenta, directamente lo corto. Yo elijo, y no estoy en el mercado de la carne.
Un domingo por la mañana, tras una buena juerga la noche anterior, suena la puerta de mi casa. Me levanto. El timbre vuelve a sonar. Mi hermana no es, o ella misma habría abierto la puerta. Cuando miro por la mirilla tengo que pestañear al ver quién es. Abro la puerta y murmuro:
—¡¿Björn?!
El hombre me mira y soltando una carcajada dice:
—¡Madre mía, Jud, menuda juerga te debiste de pegar anoche!
Abro los brazos, él da un paso adelante y nos fundimos en un sano y cariñoso abrazo. Pasados unos segundos musita:
—Venga, date una ducha. Necesitas ser persona.
Corro al baño, y cuando me miro en el espejo, hasta yo misma me asusto. Soy como la bruja Lola pero en moreno. El agua me reactiva la vida y la circulación de la sangre. Cuando acabo y regreso al salón vestida con mis clásicos vaqueros, una camisa y una coleta alta, dice:
—Preciosa. Así estás mil veces más tentadora.
Ambos nos reímos. Le invito a sentarse en mi sofá y mirándolo pregunto:
—¿Qué haces aquí?
Björn me retira un pelo de la cara, lo pone tras la oreja y responde:
—No, preciosa. La pregunta es: ¿qué haces tú aquí?
No lo entiendo. Pestañeo.
—Debes regresar a Múnich.
—¡¿Cómo?!
—Lo que oyes. Eric te necesita y te necesita ¡ya!
Me acomodo en el sillón. Me muevo y aclaro.
—No se me ha perdido nada en Múnich, Björn. Tú mismo viste que entre él y yo, tras lo que pasó esa noche, nada funcionaba. Viste que...
—Lo que vi es que me besaste para enfurecerlo. Eso es lo que vi.
—¡Joder, Björn! No me lo recuerdes.
—¿Tan terrible fue? —se mofa. Y cuando voy a responder, suelta una carcajada y pregunta—: Pero bueno, cielo, ¿cómo se te ocurrió hacer eso?
Cada vez más descolocada frunzo el ceño y murmuro:
—Te besé porque Eric necesitaba un último toque para echarme de su vida. Me lo acababa de decir segundos antes y yo sólo le facilite el momento. Cuando tú llegaste, lo siento, pero te vi y tuve que hacerlo. Te besé para que él diera el último paso y me echara.
—Pero ¿él te dijo que te marcharas?
Lo pienso, lo pienso y, finalmente, respondo:
—Sí.
—No —corrige él—. Tú eras la que gritaba que te marchabas, y él al final fue quien te dijo que si te querías marchar que te marcharas. Pero fuiste tú, querida Judith.
—No..., pero...
—Exacto. ¡No! Él no fue.
La sangre se me agolpa. No quiero hablar de eso y, antes de que Björn diga nada más, me levanto del sofá.
—Mira, chato, si has venido aquí para volverme loca hablando del gilipollas de tu
amigo, sal ahora mismo por esa puerta, ¿entendido?
Björn sonríe y cuchichea:
—¡Guau!..., tiene razón Eric, ¡qué carácter!
Cierro los ojos. Resoplo. Me rasco el cuello y él dice:
—No te rasques, mujer, que no es bueno para tus ronchones.
Lo miro y él pone los ojos en blanco.
—Sí, preciosa. Eric me tiene loco. No para de hablar de ti y ya no lo soporto más. Conozco tus ronchones. Tus enfados. Sé que adoras las trufas. Los chicles de fresa. Por favor, ¡ya no puedo más!
Eso me hace aletear el corazón, pero sin querer creer nada, musito:
—Él me dijo que iba a retomar sus juegos. Me lo dijo antes de marcharme.
—¿Te dijo eso?
—Sí.
Björn sonríe y murmura:
—Pues que yo sepa, preciosa, no le he visto en ninguna fiestecita. Es más, he llegado a pensar que se va a meter a monje.
Eso me hace callar, y mirándome, aclara:
—Ese tonto y cabezón amigo mío te iba a pedir, la noche en la que tú te pusiste hecha una furia, que te casaras con él.
—¡¿Qué?!
—Pero vamos a ver, Judith —insiste Björn—, ¿por qué te crees que llegaba yo con una botellita de champán en las manos? Lo que pasa es que o se explica muy mal, o tú no le quisiste escuchar.
Pestañeo. Muevo la cabeza. ¿Boda?
¿Eric me iba a pedir que me casara con él?
Definitivamente, está loco, ¡loco! Y cuando voy a decir algo, Björn prosigue:
—Cuando ocurrió lo de Betta y se enteró de todo lo demás se enfadó muchísimo. Su madre y su hermana tuvieron una buena bronca con él. Le aclararon que todo lo ocurrido no era culpa tuya ni de nadie. En todo caso era culpa suya por ser como es. Él no se enfadó contigo, cariño, se enfadó consigo mismo. No podía entender que fuera tan obtuso como para que todos le tuvierais que mentir y ocultar cosas. —Pestañeo, casi no respiro, y Björn prosigue—: Cuando vino a mi casa y me lo contó, yo le dije lo que siempre le he dicho. Su manera de decir las cosas, tan tajante, hace que la gente se intimide y no cuente nada. Le ha costado entenderlo, pero lo ha entendido. Durante días lo pensó, por eso no te hablaba, y cuando se dio cuenta de ello quiso remediarlo pero todo se fue a la mierda. Tú me besaste. Él se bloqueó, y tú te marchaste.
Björn me mira, y yo, todavía patidifusa, lo miro a su vez. Chasquea los dedos delante de mí y pregunta:
—¿Sigues aquí?
Asiento y continúa:
—El caso, preciosa, es que él ha dicho que tú te marchaste y tú has de regresar. Es tan orgulloso que a pesar de saber que lo hizo mal, es incapaz de pedirte que regreses aunque se esté muriendo. Por lo tanto, cielo, si le quieres, da tú el paso. Te lo agradeceremos todos los que vivimos a su alrededor.
Lo pienso, lo pienso, lo pienso y, finalmente, respondo:
—No voy a hacerlo, Björn.
Éste resopla, se levanta y pregunta:
—Pero ¿cómo podéis ser tan cabezones los dos?
—Con práctica —respondo al recordar esa contestación que Eric una vez me dio.
—Os queréis. Os echáis de menos. ¿Por qué no lo solucionáis? La primera vez os separasteis porque él te echó. En esta segunda ocasión es porque tú te has ido. Uno de los dos ha de ceder esta tercera vez, ¿no?
Me levanto y, aturdida por lo que he oído, digo:
—Necesito salir de aquí. Vamos, te invito a tomar algo.
Esa noche Björn y yo salimos por Madrid. Hablamos y hablamos. En ningún momento intenta propasarse conmigo y se comporta como un auténtico caballero y mejor amigo de Eric. Tras dejarme en mi casa a las nueve se marcha. Debe coger un vuelo que lo lleve a Múnich.
Al día siguiente en la oficina estoy escribiendo un e-mail cuando el hombre que me tiene enloquecida pasa por delante de mí como un huracán y, sin pararse, dice, dando un golpe en mi mesa:
—Señorita Flores, pase a mi despacho.
El corazón se me sube a la garganta. ¿Eric allí?
No me puedo levantar.
Las piernas me tiemblan.
Hiperventilo.
Tres minutos después el teléfono suena. Una llamada interna. Lo cojo.
—Señorita Flores, la estoy esperando —insiste Eric.
Como puedo me levanto. Llevo sin verlo demasiados días y de pronto está allí, a menos de cinco metros de mí y requiere mi presencia. Me pica el cuello. Cierro los ojos, tomo aire y entro en el despacho. El impacto al verlo me deja sin aliento. Se ha dejado crecer la barba.
—Cierra la puerta.
Su tono de voz es bajo e intimidador. Hago lo que me pide y lo miro.
Me mira, me mira y me mira, y de pronto dice:
—¿Qué hacías anoche con Björn por Madrid?
Pestañeo. Tanto tiempo sin vernos, ¿y me pregunta eso? ¡Será...!
Cuando consigo despegar unos dientes de otros, respondo:
—Señor, yo...
—Eric..., soy Eric, Judith, déjate de llamarme «señor».
Está furioso, tremendamente furioso, y su mala leche comienza a hacerme reaccionar. Su mirada es fría, pero ahora que sé lo que Björn me ha contado, juego con una baza a mi favor y respondo:
—Mira, no voy a mentirte. ¡Se acabaron las mentiras! Björn es un amigo, ¿por qué no voy a salir con él por Madrid o por donde me dé la gana?
Mi respuesta no lo satisface y pregunta entre dientes:
—¿En Múnich has salido alguna vez con él sin yo saberlo?
Abro la boca, sorprendida, y cuchicheo mientras muevo la cabeza:
—¡Serás gilipollas...!
Eric pone los ojos en blanco, mueve la cabeza también y sisea:
—No comiences, Judith.
—Perdona. Pero no comiences tú —digo, dando un golpe con la mano en la mesa—. Pero ¿qué tonterías me estás preguntando? Björn es el mejor amigo que puedes tener y tú me preguntas tonterías. Mira, chato, ¿sabes lo que te digo? Lo veré siempre que me dé la
gana.
—¿Juegas con él, Judith?
Otra pregunta sorpresa. Al final, le doy. ¿Cómo puede pensar eso? Y malhumorada, se me ocurre responder con chulería:
—Simplemente hago lo que tú haces. Ni más. Ni menos.
Silencio. Tensión. De nuevo, Alemania contra España. Al final asiente y tras mirarme de arriba abajo sisea:
—De acuerdo.
Nos miramos. Nos retamos. Estoy por gritarle que él me ha ocultado lo de mi hermana, pero al final y sin saber por qué voy y digo:
—El próximo fin de semana voy a Múnich.
Eric se levanta de la silla y, apoyándose en la mesa con los ojos fuera de sus órbitas, pregunta:
—¿Vas a ir a la fiesta de Björn?
No sé de qué fiesta habla. Björn no me ha dicho nada ni conoce mi viaje. Yo he quedado con Marta en Múnich, para ver a Flyn y a todos los que quiero, pero apoyándome en la mesa, contesto lenta y retadoramente:
—Y a ti ¿qué te importa?
Suena el teléfono. ¡Mi salvación! Con rapidez lo cojo.
—Buenos días. Le atiende Judith Flores. ¿En qué puedo ayudarle?
—Cuchufleta, ¿cómo estás, cariño?
¡Mi hermana!
Sin dejar de mirar a Eric, respondo:
—¡Hola, Pablo!
—¡¿Pablo?! Pero Cuchuuuuuuu, que soy yo, Raquel.
—Lo sé, Pablo..., lo sé. Vale. Si quieres cenamos. ¿En tu casa? ¡Genial!
Mi hermana no entiende nada, y antes de que diga nada más, añado:
—Luego, te llamo. Ahora estoy hablando con mi jefe. Hasta dentro de un rato.
Cuando cuelgo, la mirada de Eric es siniestra. No sabe quién es ese Pablo y lo desconcierta. Divertida porque sé lo que piensa, añado:
—¿Qué pasa? ¿quien te informa de mi vida no te ha hablado de Pablo? —Y echándome para adelante en la mesa, siseo ante su cara—: Pues te tienen muy mal informado. Björn es un amigo, algo que desde luego Pablo no es.
Sin más, me doy la vuelta y salgo del despacho. Me tiembla todo. Qué manera de liarla.
Sé que no me quita ojo, por lo que cojo mi bolso y me voy de allí como alma que lleva el diablo. Cuando llego a la cafetería, me pido una coca-cola con mucho hielo. Estoy sedienta a la par que furiosa e histérica.
¿Qué narices estoy haciendo? Y sobre todo, ¿qué narices está haciendo él?
Abro el móvil, llamo a Björn.
—Tu amiguito Eric está aquí. Ha venido hecho una furia a preguntarme qué hacíamos tú y yo ayer por Madrid.
—¿Que está en Madrid?
En ese momento, Eric entra en la cafetería y me mira. Se sienta en el otro extremo de la barra y yo sigo hablando por teléfono.
—Sí. Ahora le tengo justo enfrente de mí.
—¡Joder con Eric! —ríe Björn—. Bueno, preciosa, pues ya sabes lo que te dije. Él
te necesita. Si realmente le quieres, no se lo pongas difícil y vuelve con él. Sólo está esperando a que tú des el primer paso. Sé dulce y buena.
Sonrío y me desespero. ¿Dulce y buena? Más que dar un paso lo que he hecho ha sido declararle la guerra. Desesperada por encontrarme en la encrucijada más loca de mi vida murmuro tras ver que Eric me observa:
—El fin de semana que viene tengo pensado ir a Múnich. Se lo he comentado y él ha creído que voy a ir contigo a no sé qué fiesta.
—¡Guaua!, preciosa. Eso le habrá enfurecido —se mofa.
Tras hablar sobre mi visita a Múnich con Björn me despido de él y cierro el móvil. Me bebo la coca-cola. La pago y salgo de la cafetería. Cuando regreso al despacho, a los dos minutos aparece Eric. Entra en su despacho y me mira, me mira y me mira.
Dios, cómo me excita cuando me mira así.
Soy una puñetera masoquista, pero esa frialdad en su mirada fue lo que me enamoró de él.
Como puedo, me concentro en mi trabajo. No doy pie con bola. Sé lo que necesito. Necesito besarlo para desbloquearme. Anhelo su boca, su contacto, y como sé cómo conseguirlo, me levanto, entro al despacho de Miguel, que no está, y de allí paso al archivo.
He imaginado bien. Eric no tarda en llegar, y antes de que me dé tiempo a respirar ya está detrás de mí. No me toca. Sólo está cerca de mí. Hago que no me he dado cuenta de su presencia y me doy la vuelta. Me choco contra él. ¡Oh, Dios!, su olor me encanta. Lo miro, me mira y pregunto:
—¿Quiere algo, señor Zimmerman?
Su boca va directa a la mía.
No se detiene en chuparme los labios.
Directamente mete su lengua en mi boca y me besa. Me devora con ansia. Su barba y su bigote me hacen cosquillas en la nariz y en la cara, pero cuando sus manos me cogen la cabeza para profundizar el beso, simplemente me dejo hacer. Lo necesito. Lo disfruto. Mientras me besa con ardor y exigencia, mi cuerpo se recarga de fuerza y, cuando finaliza, lo miro y, sin limpiarme los labios, murmuro:
—Recuerde, señor, mi boca ya no es sólo suya.
Una vez que digo eso, le empujo contra los archivos y salgo pletórica por haber conseguido mi beso. Pero después me arrepiento. ¿Qué estoy haciendo? Él necesita que yo dé el paso, pero mi orgullo no lo ha consentido. El resto del día no vuelve a acercarse a mí. Eso sí, no deja de mirarme. Me desea. Lo sé. Me desea tanto como yo lo deseo a él.
42
Al día siguiente, Eric no aparece por la oficina. Llamo a Björn y me indica que está en Múnich. Me tranquiliza saberlo. El viernes por la tarde, cuando salgo de la oficina, tomo un vuelo a Alemania. Marta me va a buscar, y aunque se enfada, insisto en que quiero ir a un hotel a dormir. Si Eric y yo nos arreglamos quiero tener dónde llevarlo. El sábado por la mañana quedo con Frida. Me cuenta que Björn prepara una fiesta en su casa esa noche, y Eric cree que yo voy a aparecer. Niego con la cabeza. No pienso ir. No quiero jugar sin él.
Por la tarde, voy a casa de Sonia. La mujer me abraza con cariño y se emociona al verme. Cuando menos me lo espero aparece Simona, que al saber que había viajado a Múnich decide ir a visitarme. Cuando me ve, me abraza con cariño y, entre risas, me cuenta cómo va el culebrón de «Locura esmeralda». Pero uno de los mejores momentos es cuando aparece Flyn. No sabe que yo estoy allí y, cuando me ve, corre a mis brazos. Me ha echado de menos. Tras varios achuchones y besos, me enseña su brazo. Está totalmente recuperado y me cuchichea que Laura y él ahora se hablan. Ambos nos reímos, y Sonia disfruta de las risas de su nieto.
Después de comer, cuando estamos Flyn y yo jugando con la Wii, aparece Eric. Su gesto al verme es frío. Se ha afeitado y vuelve a estar tan guapo como siempre. Se acerca a mí, y cuando me da dos besos y su mejilla toca la mía, tiemblo. Cierro los ojos y disfruto de ese delicado roce entre los dos. Marta y Sonia, varios minutos después, se llevan a Flyn a la cocina. Desean dejarnos solos. En cuanto nadie está a nuestro alrededor, Eric pregunta:
—¿Has venido a la fiestecita de Björn?
No contesto. Simplemente lo miro y sonrío.
Eric maldice, y sin darme tiempo a nada más se marcha. No me da la oportunidad de hablar. Me enfado conmigo misma. ¿Por qué he sonreído? Con tristeza, a través de los cristales veo que ha venido en su BMW gris. Lo veo marcharse. Suspiro. Marta al verme me agarra de los hombros y murmura:
—Este hermano mío, como siga así, se va a volver loco.
Yo también me voy a volver loca..., pienso. Al final, vuelvo a jugar con Flyn ante el gesto triste de Sonia. A las siete, vamos al hotel. Me cambio de ropa y, a diferencia de lo que piensa Eric, me voy de fiesta con Marta. No quiero jugar con nadie que no sea él. No puedo. Nos vamos al Guantanamera. Aquí están esperándonos Arthur, Anita, Reinaldo y varios amigos.
Nada más entrar exijo ¡mojitos! para olvidarme de Eric y, tras varios, ya sonrío mientras bailo salsa con Reinaldo. Esas personas que han sido mis amigas todos esos meses en Alemania me reciben con cariño, abrazos y mucho amor.
A las once de la noche recibo un mensaje de Frida: «Eric está aquí».
Me inquieto. Se me corta el rollo.
Saber que Eric está en una fiestecita privada sin mí me altera. ¿Jugará con otras mujeres? A las once y media, me llama. Miro él móvil, pero no se lo cojo. No puedo. No sé qué decirle. Tras varias llamadas de él que no cojo, a las doce es Frida quien lo hace. Corro a los baños para escucharla.
—¿Qué ocurre?
—¡Aisss, Judith! Eric está muy cabreado.
—¿Por qué? ¿Por qué yo no esté en la fiestecita?
Frida ríe.
—Está cabreado porque no sabe dónde estás. ¡Madre mía!, la que se ha liado, Judith. Eso de saber que estás en Múnich y no tenerte controlada lo está matando. Pobrecito.
—Frida, ¿Eric ha participado en algún juego?
—Pues no, cariño. No tiene cuerpo para eso, aunque ha venido acompañado.
Eso me enerva. ¡¿Acompañado?! Saber eso me cabrea mucho. Entonces, Frida dice:
—¿Por qué no vienes? Seguro que si te ve...
—No..., no... voy a ir.
—Pero Judith, ¿no quedamos en que se lo ibas a poner fácil? Cariño, me confesaste que lo querías, y ambas sabemos que él te quiere y...
—Sé lo que dije —gruño, furiosa, por saber que ha ido acompañado—. Y por favor, no le digas dónde estoy.
—Judith, no seas así...
—Prométemelo, Frida. Prométeme que no le vas a decir nada.
Tras conseguir una promesa de la buena de Frida, cuelgo. El móvil me vuelve a sonar. ¡Eric! No lo cojo. Cuando regreso a la pista, Marta, ajena a todo eso, me entrega otro mojito, e intentando ser feliz, grito, dispuesta a pasarlo bien:
—¡Azúcar!
Llego al hotel sobre las siete de la mañana. Estoy destrozada y caigo muerta en la cama. Cuando me despierto son las dos de la tarde. La cabeza me da vueltas. La noche anterior bebí demasiado. Miro mi móvil. Está sin batería. Saco de mi maleta el cable y lo enchufo a la corriente. Cuando comienza a cargar, pita. Eric. Decido cogérselo.
—¿Dónde estás? —grita.
Estoy por mandarlo paseo, pero respondo:
—En este momento, en la cama. ¿Qué quieres?
Silencio. Silencio. Silencio. Hasta que finalmente pregunta:
—¿Sola?
Miro a mi alrededor y, revolcándome en la enorme cama, murmuro:
—Y a ti ¿qué te importa, Eric?
Resopla. Maldice. Y gruñe.
—Jud, ¿con quién estás?
Me siento en la cama y, retirándome el pelo de la cara, respondo:
—Vamos a ver, Eric, ¿qué quieres?
—Dijiste que ibas a ir a la fiesta de Björn y no fuiste.
—Yo no dije eso —siseo—. Te equivocas. Yo dije que iba a ir a una fiesta, pero no precisamente a la de Björn. Te dejé claro que él para mí es sólo un buen amigo.
Silencio. Ninguno habla, y Eric murmura:
—Quiero verte, por favor.
Eso me gusta. El que me pida algo así puede conmigo, y claudico.
—A las cuatro en el Jardín Inglés, al lado del puesto donde compramos los bocatas el día en que fuimos con Flyn, ¿vale?
—De acuerdo.
Cuando cuelgo, sonrío. Tengo una cita con él. Me ducho. Me pongo una falda larga, una camiseta y el abrigo de cuero. Cojo un taxi, y cuando llego, lo veo esperándome. El corazón me palpita con fuerza. Si me abraza y me pide que vuelva con él, no voy a poder decirle que no. Lo quiero demasiado a pesar de lo enfadada que estoy con él por no haberme contado lo de mi hermana y saber que acudió acompañado a la fiesta. Cuando llego a su altura, lo miro y, dispuesta a ponérselo fácil, digo:
—Aquí me tienes. ¿Qué quieres?
—Tienes cara de haber descansado poco.
Divertida por aquella observación, lo miro y respondo:
—Tú tampoco tienes muy buen aspecto.
—¿Dónde estuviste anoche, y con quién?
—Pero ¿otra vez estamos con eso?
—Jud...
¡Dios!, ¡Dios!, me ha llamado Jud...
—Vale..., contestaré a tu pregunta cuando tú me digas quién era la mujer que anoche te acompañó a la fiestecita de Björn.
Mi pregunta le sorprende y no contesta. Mi enfado sube de tono, e, intentando manejar la misma frialdad en la mirada que él, aclaro:
—Mi avión sale a las siete y media. Por lo tanto, date prisita en lo que quieras hablar conmigo, que tengo que pasar por el hotel, pillar la maleta y coger mi vuelo.
Maldice. Me mira, ofuscado.
—¿No me vas a contar con quién estuviste anoche?
—¿Has respondido tú a mi pregunta? —No responde; sólo me mira y siseo—: Quiero que sepas que sé que me mentiste.
—¿Cómo? —pregunta, descolocado.
—Me ocultaste la separación de mi hermana y luego tuviste la poca vergüenza de enfadarte conmigo porque yo te escondía cosas de tu familia.
—No es lo mismo —se defiende.
Con frialdad, esa frialdad que él me ha enseñado, lo miro y siseo:
—Eres un embustero, un ser frío y deplorable que no ve la viga en su ojo. Sólo ve la paja en el ojo ajeno. Y en respuesta a con quién he pasado la noche, sólo te diré que soy libre para pasar la noche con quien quiera, como lo eres tú. ¿Te vale mi contestación?
Me mira, me mira, me mira, y finalmente, se levanta y dice:
—Adiós, Judith.
Se va. ¡Se marcha!
Mi cara de estupefacción es tremenda. Se marcha dejándome sola en medio del Jardín Inglés.
Con la adrenalina por los aires, observo cómo se aleja. Él nunca dará su brazo a torcer. Es demasiado orgulloso, y yo también. Al final me levanto, cojo un taxi, voy al hotel, recojo mi maleta y me voy al aeropuerto. Cuando el avión despega, cierro los ojos y murmuro:

—¡Maldito cabezón!

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