El día en que llego a Madrid tras
mi semana en Llanes, regreso con el corazón todavía más partido. Saber que Eric
me busca me hace estar insegura hasta del mismo aire que respiro. El tiempo no
ha eliminado el dolor, lo ha acrecentado a unos niveles que nunca pensé que
existían.
Llamo a mi padre. Le digo que ya
he llegado a Madrid y charlo con él.
—No, papá. Eric me desespera y...
—Tú tampoco eres una santa,
cariño. Eres cabezona y retadora. Siempre has sido así, y justamente has ido a
dar con la horma de tu zapato.
—¡Papáaaaa!
Mi padre ríe, y contesta:
—¡Ojú, morenita! ¿No
recuerdas lo que tu madre decía?
—No.
—Ella siempre decía: «El hombre
que se enamore de Raquel, tendrá una vida sosegada, pero el hombre que se
enamore de Judith, ¡pobrecito! Va a estar a la gresca día sí, día también».
Sonrío al recordar esas palabras
de mi madre, y mi padre añade:
—Y así es, morenita. Raquel es
como es y tú eres como tu madre, ¡una guerrera! Y para aguantar a una guerrera
sólo hay dos opciones: o das con un tonto que nunca abra la boca, o das con un
guerrero como es Eric.
—¿Y tú qué eres papá, un tonto o
un guerrero?
Mi padre se ríe.
—Yo soy un guerrero como Eric.
¿Cómo crees, si no, que aguanté a tu madre? Y aunque Dios se la llevó pronto de
mi vida, nunca otra mujer ha llegado a mi corazón porque tu madre dejó el
listón muy..., muy alto. Y eso es lo que le pasa a Eric, tesoro. Tras conocerte
a ti, sabe que no va a encontrar otra igual.
—Sí, de tonta —me mofo.
—No, cariño. De lista. De
espabilada. De divertida. De graciosa. De gruñona. De peleona. De maravillosa.
De bonita. De todo, morenita..., de todo.
—Papá...
—Como bien presuponía, Eric te
pertenece, y tú le perteneces a él. Lo sé.
Soy incapaz de no echarme a reír.
—Por favor, papá, como guionista
de culebrones ¡no tienes precio!
Cuando cuelgo, sonrío.
Como siempre, hablar con mi padre
me relaja. Quiere lo mejor para mí y, como él dice, lo mejor para mí es ese
alemán, aunque yo en estos momentos lo dude.
Por la noche, cuando abro el
ordenador, tengo un nuevo mensaje de Eric.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 31 de mayo de
2013 14.23
Para: Judith Flores
Asunto: No me dejes
Sé que me quieres aunque no
contestes. Lo vi en tus ojos la última noche en el hotel. Me echaste, pero me
quieres tanto como yo te quiero a ti. Piénsalo cariño. Ahora y siempre tú y yo.
Te quiero. Te deseo. Te echo de
menos. Te necesito.
Eric
¿Por qué es tan romántico?
¿Dónde está el frío alemán?
¿Por qué sus palabras románticas
me ponen tonta y las necesito leer y releer? ¿Por qué?
Cuando apago la luz de mi
habitación, vuelvo a pensar en lo único que pienso últimamente. Eric. Eric
Zimmerman. Huelo su camiseta. No sé qué voy a tener que hacer para olvidarlo.
Me despierto a las seis de la
mañana sobresaltada. He soñado con Eric. ¡Ya ni en sueños me lo quito de la
mente!
¡Pa matarme!
¿Por qué cuando estás obsesionada
con alguien el día y la noche se resume en pensar sólo en él?
Enfadada, no consigo conciliar el
sueño y decido levantarme. Cabreada como estoy opto por hacer una limpieza
general. Eso me relajará. Me pongo a ello y a las diez de la mañana tengo una
liada en la casa que no hay ni por dónde cogerla.
¡Menuda leonera he organizado!
Estoy nerviosa. El corazón me
palpita enloquecido y decido darme una ducha, pasar de la casa e ir a correr.
Darme unas carreritas me vendrá de lujo. Eliminaré adrenalina. Cuando salgo de
la ducha, me recojo el pelo en una coleta alta, me pongo unos piratas negros,
las zapatillas de deporte y una camiseta.
De pronto, suena el timbre y, al
abrir sin mirar, me quedo sin habla cuando me encuentro con Eric. Está más
guapo que nunca vestido con esa camisa blanca y los vaqueros. Asustada por
tenerlo tan cerca, intento cerrar la puerta, pero no me deja. Mete un pie.
—Cariño, por favor, escúchame.
—No soy tu cariño, ni tu pequeña,
ni tu morenita ni nada. Aléjate de mí.
—¡Dios, Jud!, me estás
destrozando el pie.
—Quítalo y no lo destrozaré
—respondo mientras trato de cerrar la puerta con todas mis fuerzas.
Pero no quita el pie.
—Eres mi amor, mi cariño, mi
pequeña, mi morenita y, además, eres mi mujer, mi novia, mi vida y miles de
cosas más. Y por eso quiero pedirte que vuelvas a casa conmigo. Te echo de
menos. Te necesito y no puedo vivir sin ti.
—Aléjate de mí, Eric —gruño
mientras batallo inútilmente con la puerta.
—He sido un idiota, cariño.
—¡Oh, sí!, eso no lo dudes —siseo
al otro lado de la puerta.
—Un idiota con todas sus letras
al dejar marchar lo más bonito que ha pasado por mi vida. ¡Tú! Pero los idiotas
como yo se dan cuenta e intentan rectificar. Dame de nuevo otra oportunidad
y...
—No quiero escucharte. ¡No, no
quiero! —grito.
—Cariño..., lo he intentado. He
intentado darte tu espacio. Darme a mí el mío. Pero mi vida sin ti ya no tiene
sentido. No duermo. Estás en mi mente las veinticuatro horas del día. No vivo.
¿Qué quieres que haga si no puedo vivir sin ti?
—Cómprate un mono —chillo.
—Cariño..., lo hice mal. Oculté
lo de tu hermana y tuve la poca decencia de enfadarme contigo cuando yo hacía
lo mismo que tú.
—No, Eric, no... Ahora no te
quiero escuchar —insisto a punto de llorar.
—Déjame entrar.
—Ni lo sueñes.
—Pequeña, déjame mirarte a los
ojos y hablar contigo. Déjame solucionarlo.
—No.
—Por favor, Jud. Soy un
gilipollas. El hombre más gilipollas que hay en el mundo, y te permitiré que me
lo llames todos y cada uno de los días de mi vida, porque me lo merezco.
Las fuerzas se me acaban.
Escuchar todo lo que él me dice comienza a poder conmigo, y cuando dejo de
apretar la puerta, Eric la abre totalmente y murmura, mirándome:
—Escúchame, pequeña... —Y al
mirar al fondo, pregunta—: ¿Limpieza general? ¡Vaya, estás muy, muy cabreada!
La comisura de sus labios se
curva, y entonces, yo grito, histérica, al ver que se mueve.
—No se te ocurra entrar en mi
casa.
Se para. No entra.
—Y antes de que sigas con el
chorreo de palabras bonitas que me estás diciendo —lo suelto, furiosa—, quiero
que sepas que no voy a volver a hipotecar mi vida para que todo de nuevo vuelva
a salir mal. Me desesperas. No puedo contigo. No quiero dejar de hacer las
cosas que a mí me gustan porque tú quieras tenerme en una jaula de cristal. No,
¡me niego!
—Te quiero, señorita Flores.
—Y una chorra. ¡Déjame en paz!
Y pillándole de improviso, cierro
la puerta de un portazo. Mi pecho sube y baja. Estoy acelerada. Eric lo ha
vuelto a hacer. Ha vuelto a decirme las cosas más bonitas que un hombre puede decir
a una mujer, y yo, como una tonta, lo he escuchado.
Soy idiota. Tonta. Lela. ¿Por
qué?, ¿por qué lo escucho?
El timbre de la puerta vuelve a
sonar. Es él. No quiero abrir.
No quiero verlo, aunque me muera
por hacerlo. Pero de pronto oigo una voz. ¿Ésa es Simona? Abro la puerta y,
boquiabierta, veo a Norbert junto a su mujer. El hombre dice:
—Señorita, desde que usted se
marchó de la casa, ya nada es igual. Si vuelve, le prometo que la ayudaré a
poner su moto a punto siempre que quiera.
Levanto las cejas, y Simona, tras
abrazarme, me da un beso en la mejilla.
—Y yo prometo llamarte, Judith.
El señor me ha dado permiso. —Y cogiéndome
las manos, cuchichea—. Judith, te
echo de menos y, si no vuelves, el señor nos martirizará el resto de nuestros
días. ¿Tú quieres eso para nosotros? —Niego con la cabeza, e insiste—: Además,
ver «Locura esmeralda» sola no tiene la gracia que tenía como cuando la veíamos
juntas. Por cierto, Luis Alfredo Quiñones le pidió el otro día matrimonio a
Esmeralda Mendoza. Lo tengo grabado para que lo veamos las dos.
—¡Ay, Simona...! —Suspiro y me
llevo las manos a la boca.
De pronto Susto y Calamar
entran en la casa y comienzan a ladrar.
—¡Susto! —grito al verlo.
El perro salta, y yo lo abrazo.
Le he echado tanto de menos... Después, toco a Calamar y susurro:
—Cómo has crecido, enano.
Los animales saltan encantados a
mi alrededor. Me recuerdan. No se han olvidado de mí. Eric, apoyado en la
pared, me está mirando cuando entra Sonia con una encantadora sonrisa y me
besa.
—Cariño mío, si no te vienes con
nosotros tras la que ha movilizado Eric, es que eres tan cabezota como él. Este
hijo mío te quiere, te quiere, te quiere, y me lo ha confesado.
La estoy mirando sorprendida
cuando entra mi padre.
—Sí, morenita, este muchacho te
quiere mucho y te lo dije: ¡regresará a ti! Y aquí lo tienes. Él es tu guerrero
y tú eres su guerrera. Vamos, tesoro mío..., te conozco, y si ese hombre no te
gustara, ya habrías retomado tu vida y no tendrías esas ojeras.
—Papá... —sollozo, llevándome las
manos a la boca.
Mi padre me da un beso y murmura:
—Sé feliz, mi amor. Disfruta de
la vida por mí. No me hagas ser un padre preocupado el resto de mis días.
Dos lagrimones me caen por la
cara cuando oigo:
—¡Cuchufletaaaaaaaaaaa! —Mi
hermana solloza, emocionada—. ¡Aisss, qué bonito lo que ha hecho Eric! Nos ha
reunido a todos para pedirte perdón. ¡Qué romántico! ¡Qué maravillosa muestra
de amor! Un hombre así es lo que yo necesito, no un gañán. Y por favor,
perdónale porque no te contara lo de mi separación. Yo le amenacé con
machacarlo si lo hacía.
Miro a Eric. Sigue apoyado fuera
de mi casa y no aparta sus ojos de mí. En este momento, entra Marta y,
guiñándome un ojo, cuchichea:
—Como digas que no al cabezón de
mi hermano, te juro que me traigo a todos los del Guantanamera para convencerte
mientras bebemos chupitos y gritamos: «¡Azúcar!» —Río—. Piensa lo que ha sido
para él pedirnos ayuda a todos. Este chico por ti se ha abierto en canal, y eso
se lo tienes que recompensar de alguna manera. Vamos, quiérele tanto como él te
quiere a ti.
Me río. Eric también ríe, y mi
sobrina grita:
—¡Titaaaaaaaaaaaaaaa! El tito
Eric ha prometido que este verano me iré con vosotros los tres meses de las
vacaciones a tu piscina, y en cuanto al chi..., a Flyn, es muy enrollado. ¡Mola
mazo! No veas cómo juega a Mario Cars. ¡Qué fuerte! Es buenísimo.
Esto parece el metro en hora
punta. El salón está lleno de gente mientras Eric me mira con sus preciosos
ojazos azules sin entrar en mi casa. De pronto, llega Flyn. Al verme se tira a
mi cuello. Me abraza y me besa. Adoro sus besos, y cuando se suelta, sale por
la puerta y me río al ver que arrastra el árbol de Navidad rojo.
¿Han traído el árbol rojo de los
deseos?
Eso me hace reír. Miro a Eric, y
éste se encoge de hombros.
—Tía Jud —dice Flyn—, todavía no
hemos leído los deseos que pedimos en Navidad. —Eso me emociona, él murmura—:
He cambiado mis deseos. Los que escribí en Navidad no eran muy bonitos. Además,
le he confesado al tío Eric que yo también ocultaba secretos. Le he dicho que
yo fui quien agitó la coca-cola ese día para que te explotara en la cara y que
por mi culpa te caíste en la nieve y te hiciste la fea herida de la barbilla.
—¿Por qué se lo has dicho?
—Tenía que decírselo. Siempre has
sido buena conmigo, y él tenía que saberlo.
—¡Ah!, por cierto, cariño —indica
Sonia—, a partir de este año las Navidades las celebraremos juntos. Se acabó
celebrarlas por separado.
—¡Bien, abuela! —salta Flyn, y yo
sonrío.
—Y nosotros estaremos también
—puntualiza mi emocionado padre.
—¡Bien, yayo! —aplaude Luz, y
Eric se ríe con las manos en los bolsillos.
Lo miro. Me mira. Nuestros ojos
se encuentran, y cuando creo que no puede llegar más gente, entran Björn, Frida
y Andrés con el pequeño Glen. Los dos hombres no dicen nada. Sólo me miran, me
abrazan y sonríen. Y Frida, abrazándome también, murmura en mi oído:
—Castígale cuando lo perdones. Se
lo merece.
Ambas nos reímos, y yo me llevo
las manos a la cara. No me lo puedo creer. Mi casa está llena de gente que me
quiere, y todo esto lo ha movilizado Eric. Todos me miran a la espera de que
diga algo. Estoy emocionada. Terriblemente emocionada. Eric es el único que
está todavía fuera. Le he prohibido entrar. Con decisión, se acerca a mi
puerta.
—Te quiero, pequeña —declara—. Te
lo digo a solas, ante nuestras familias y ante quien haga falta. Tenías razón.
Tras lo de Hannah estaba encerrado en un bucle que no me favorecía y a mi
familia tampoco. Lo estaba haciendo mal, especialmente con Flyn. Pero tú
llegaste a mi vida, a nuestras vidas, y todo cambió para bien. Créeme, amor,
que eres el centro de mi existencia.
Un «¡ohhhhhh!» algodonoso escapa
de la garganta de mi hermana, y yo sonrío cuando Eric añade:
—Sé que no hice las cosas bien.
Tengo mal genio, soy frío en ocasiones, aburrido e intratable. Intentaré
corregirlo. No te lo prometo porque no te quiero fallar, pero lo voy a
intentar. Si accedes a darme otra oportunidad, regresaremos a Múnich con tu
moto y prometo ser quien más te aplauda y más grite cuando compitas en
motocross. Incluso, si tú quieres, te acompañaré con la moto de Hannah por los
campos de al lado de casa. —Y clavando su mirada en mis ojos, susurra—: Por
favor, pequeña, dame otra oportunidad.
Todos nos miran.
No se oye una mosca.
Nadie dice nada. Mi corazón
bombea a un ritmo frenético.
¡Eric lo ha vuelto a hacer!
Lo quiero..., lo quiero y lo
adoro. Ése es el Eric romántico que me vuelve loca.
Voy hasta la puerta, salgo de mi
casa, me acerco a Eric y, poniéndome de puntillas, acerco mi boca a la suya,
chupo su labio superior, después el inferior y, tras darle un mordisquito,
manifiesto:
—No eres aburrido. Me gusta tu
mal genio y tu cara de mala leche, y no te voy a permitir que cambies.
—De acuerdo, cariño —asiente con
una gran sonrisa.
Nos miramos. Nos devoramos con la
mirada. Sonreímos.
—Te quiero, Iceman —digo
finalmente.
Eric cierra los ojos y me abraza.
Me aprieta contra su cuerpo, y todos aplauden.
Eric me besa. Yo lo beso y me
fundo en sus brazos, deseosa de no soltarme nunca más.
Así estamos unos minutos, hasta
que se separa de mí. Todos se callan.
—Pequeña, me has devuelto dos
veces el anillo, y espero que a la tercera vaya la vencida.
Sonrío, y sorprendiéndome de
nuevo, clava una rodilla en el suelo y, poniendo el anillo de diamantes delante
de mí, dice, desconcertándome:
—Sé que fuiste tú la que me pidió
matrimonio la otra vez por un impulso, pero esta vez quiero que sea mi impulso,
y sobre todo que sea oficial y ante nuestras familias. —Y dejándome
boquiabierta, continúa—: Señorita Flores, ¿te quieres casar conmigo?
Me pica el cuello. ¡Los
ronchones!
Me rasco. ¿Boda? ¡Qué nervios!
Eric me mira y sonríe. Sabe lo
que pienso. Se levanta, acerca su boca a mi cuello y sopla con dulzura. En este
mismo instante, acepto que él es mi guerrero, y yo, su guerrera, y agarrándole
la cara, lo miro directamente a los ojos y respondo:
—Sí, señor Zimmerman, me quiero
casar contigo.
En el interior de mi casa todos
saltan de alegría.
¡Boda a la vista!
Eric y yo, abrazados, los miramos
y somos felices. Entonces, agarro el picaporte de la puerta y la cierro. Mi
amor y yo nos quedamos en el descansillo de mi casa, solos.
—¿Todo esto lo has organizado por
mí?
—¡Ajá, pequeña! He tirado de la
artillería por si no me querías escuchar, ni ver, ni besar, ni dar una
oportunidad —susurra, besándome el cuello.
¡Es que me lo como!
Feliz como una perdiz mientras
acepto sus dulces besos en mi cuello, murmuro:
—He echado de menos algo.
—¿El qué? —pregunta, mirándome.
—La botellita de pegatinas rosas
con sabor a fresas.
Eric suelta una carcajada y me da
un morboso azote en el trasero.
—Esa y todas las que quieras
están esperándonos en la nevera de nuestra casa.
—¡Genial!
Me estrecho contra él, lo abrazo
y me coge entre sus brazos. Enredo mis piernas en su cintura y me apoya contra
la pared.
Me besa, lo beso. Me excita, lo excito.
Lo deseo, me desea.
—Pequeña, para —me advierte,
divertido al ver mi entrega—. La casa está llena de gente y nos encontramos en
el pasillo de tu edificio.
Asiento. Disfruto de estar entre
sus brazos, y murmuro haciéndole reír:
—Sólo te estoy mostrando lo que
va a ocurrir cuando estemos solos. Porque quiero que sepas que te voy a
castigar.
Eric da un respingo. Me mira. Mis
castigos suelen ser drásticos y, mordisqueando su boca, afirmo:
—Te voy a castigar obligándote a
cumplir todas nuestras fantasías.
Mi amor sonríe y aprieta su dura
erección contra mí. ¡Oh, sí!
Saca su móvil y teclea algo. En
décimas de segundo, la puerta de mi casa se abre.
Björn nos mira, y Eric le pide:
—Necesito que saques con urgencia
a todos de la casa y te los lleves.
Björn sonríe y nos guiña un ojo.
—Dadme tres minutos.
—Uno —responde Eric.
Sonrío. Éste es el exigente Eric
que me vuelve loca.
En apenas treinta segundos, entre
risas, todos se marchan mientras yo sigo en los brazos de Eric y les digo adiós
consciente de que saben lo que vamos a hacer. Mi padre mi guiña un ojo, y yo le
tiro un beso.
Cuando entramos en la casa y
estamos solos, el silencio del hogar nos envuelve. Eric me deja en el suelo.
—Comienza tu castigo. Ve a la
cama y desnúdate.
—Pequeña...
—Ve a la cama... —exijo.
Sorprendido, levanta las cejas,
después las manos y desaparece por el pasillo. Con las pulsaciones a mil, miro
las cajas que aún no he deshecho. Miro las etiquetas y cuando encuentro lo que
quiero lo saco y, divertida, corro al baño.
Cuando salgo y entro en la
habitación, Eric mira asombrado. Voy vestida con mi disfraz de poli malota.
¡Por fin lo estreno con él!
Lo miro. Me doy una vueltecita
mostrándole las vistas que aquel disfraz da mientras me coloco la gorra y las
gafas. Eric me devora con la mirada. Con chulería camino hasta mi equipo de
música, meto un CD y de pronto la cañera guitarra de los AC/DC rasga el
silencio de la casa. Comienzan los acordes de Highway to Hell, una
canción que sé que le gusta.
Sonríe, sonrío, y como una
tigresa camino hacia él. Saco la porra que llevo en el cinturón y me planto
ante el amor de mi vida.
—Has sido muy malo, Iceman.
—Lo asumo, señora policía.
Doy dos golpes en mi mano con la
porra.
—Como castigo, ya sabes lo que
quiero.
Eric suelta una carcajada, y
antes de que pueda hacer o decir nada más, mi amor, mi loco amor alemán, me
tiene bajo su cuerpo y, con una sensualidad que me enloquece, susurra:
—Primera fantasía. Abre las
piernas, pequeña.
Cierro los ojos. Sonrío y hago lo
que me pide, dispuesta a ser su fantasía.
Epílogo
Múnich... dos
meses después
—¡Corre, Judith!, comienza
«Locura esmeralda» —grita Simona.
Al oírla miro a Eric, a mi
sobrina y a Flyn. Estamos en la piscina y, ante la risa de mi alemán, digo:
—En media hora regreso.
—Tita, ¡no te vayas! —gruñe mi
sobrina.
—Tía Jud...
Secándome con la toalla miro a
los pequeños, que están en el agua, y les indico:
—Vuelvo en seguida, pesaditos.
Eric me agarra. No quiere que me
vaya. Desde que he regresado no se sacia de mí.
—Venga, quédate con nosotros,
cielo.
—Cariño —murmuro, besándolo—. No
me lo puedo perder. Hoy Esmeralda Mendoza va a descubrir quién es su verdadera
madre, y la serie se acaba. ¿Cómo me lo voy a perder?
Mi alemán suelta una carcajada y
me da un beso.
—Anda ve.
Con una sonrisa en los labios dejo
a mis tres amores en la piscina y corro en busca de Simona. La mujer ya me
espera en la cocina. Cuando llego me siento junto a ella, que me da un kleenex.
Comienza «Locura esmeralda». Nerviosas vemos cómo Esmeralda Mendoza descubre
que su madre es la enfermiza heredera del rancho «Los Guajes». Somos testigos
de cómo la maltrecha mujer abraza a su hija mientras Simona y yo lloramos como
dos magdalenas. Al final se hace justicia: la familia de Carlos Alfonso
Halcones de San Juan se arruina, y Esmeralda Mendoza, la que fuera su criada,
es la gran heredera de México. ¡Casi ná!
Ensimismadas, vemos cómo
Esmeralda, junto a su hijo, va en busca de su único y verdadero amor, Luis
Alfredo Quiñones. Cuando él la ve llegar, sonríe, le abre los brazos, y ella se
refugia en ellos. ¡Momentazo! Simona y yo sonreímos emocionadas y, cuando
creemos que la serie acaba, de pronto alguien dispara a Luis Alfredo Quiñones y
las dos abrimos los ojos como platos cuando pone en la pantalla: «Continuará».
—¡Continuará! —gritamos las dos
con los ojos bien abiertos.
Nos miramos y, al final, reímos.
«Locura esmeralda» sigue, y con ella, nosotras con seguridad cada día.
Simona se va a preparar la
comida, y yo voy a ir a la piscina, pero me encuentro a
los niños junto a Eric en el
salón, jugando con la Wii a Mortal Kombat. Flyn, al verme llegar, dice:
—Tío Eric, ¿machacamos a las
chicas?
Yo sonrío. Me siento junto a mi
amor y, al ver la mirada de mi sobrina ante lo que Flyn ha dicho, juntamos
nuestros pulgares, damos una palmadita y murmuro:
—Vamos, Luz. Demostrémosles a
estos alemanes cómo juegan las españolas.
Después de más de una hora de
juegos, mi sobrina y yo nos levantamos y cantamos ante ellos:
We are the
champions, my friend.
Oh
weeeeeeeeee....
Flyn nos mira con el cejo
fruncido. No le gusta perder, pero esta vez lo ha hecho. Eric me mira y sonríe.
Disfruta de mi vitalidad, y cuando me tiro sobre él y lo beso, afirma:
—Me debes la revancha.
—Cuando quieras, Iceman.
Me besa. Le beso. Mi sobrina
protesta:
—¡Jo, tita!, ¿por qué siempre os
tenéis que besar?
—Sí, ¡qué pesados! —asiente Flyn,
pero sonríe.
Eric los mira y, para
quitárnoslos de encima, dice:
—Corred. Id a la cocina a por una
coca-cola.
Es mencionar aquella refrescante
bebida, y los niños corren como locos. Cuando nos quedamos solos, Eric me tumba
en el sofá y, divertido, me apremia:
—Tenemos un minuto, a lo máximo
dos. Vamos, ¡desnúdate!
A mí me entra la risa. Y cuando
Eric me hace cosquillas al meter sus manos por debajo de mi camiseta, de pronto
escucho;
—¡Cuchuuuuuuuuuuuuuuuu...,
cuchufleta!
Eric y yo nos miramos, y
rápidamente nos incorporamos del sillón. Mi hermana nos mira desde la puerta y,
con gesto descompuesto, exclama:
—¡Ay, Dios! ¡Ay, Dios!, que creo
que he roto aguas.
Rápidamente, Eric y yo nos levantamos
del sillón y acudimos a su lado.
—No puede ser. No puedo estar de
parto. Falta mes y medio. ¡No quiero estar de parto! No. ¡Me niego!
—Tranquilízate, Raquel —murmura
Eric mientras abre su móvil y llama por teléfono.
Pero mi hermana es mi hermana y,
descompuesta, gimotea:
—No puedo ponerme de parto aquí.
La niña tiene que nacer en Madrid. Todas sus cosas están allí y..., y... ¿Dónde
está papá? Nos tenemos que ir a Madrid. ¿Dónde está papá?
—Raquel..., por favor,
tranquilízate —digo muerta de risa ante la situación—. Papá está con Norbert.
Regresará en unas horas.
—¡No tengo horas! Llámalo y dile
que venga ¡ya! ¡Oh, Dios!, ¡no puedo estar de parto! Primero está tu boda.
Luego, regreso a Madrid y, por último, tengo a la niña. Éste es el orden de las
cosas, y nada puede fallar.
Intento sujetarle las manos, pero
está tan nerviosa que me da manotazos. Al final,
tras recibir candela por parte de
mi enloquecida hermana, miro a Eric y digo:
—Tenemos que llevarla al
hospital.
—No te preocupes, cariño —susurra
Eric—. Ya he llamado a Marta y nos espera en su hospital.
—¿Qué hospital? —aúlla,
descompuesta—. No me fío de la sanidad alemana. Mi hija tiene que nacer en el
Doce de Octubre, ¡no aquí!
—Pues Raquel —suspiro—, me parece
que la niña va a ser alemana.
—¡No!... —Y agarrando a Eric del
cuello, tira de él y, fuera de sí, le exige—: Llama a tu avión. Que nos recoja
y nos lleve a Madrid. Tengo que dar a luz allí.
Eric pestañea. Me mira y a mí me
entra la risa otra vez. Mi hermana, desconcertada, grita:
—¡Cuchu, por favorrrrrrrrrrrrrrr,
no te rías!
—Raquel..., mírame —murmuro, e
intento no reír—. Punto uno: relájate. Punto dos: si la niña tiene que nacer
aquí, nacerá en el mejor hospital porque Eric lo va a arreglar. Y punto tres:
por mi boda no te preocupes, que quedan diez días, cariño.
Eric, al que le ha cambiado la
cara y tiene un agobio por todo lo alto, le pide a Simona que se quede con los
niños. Luego, sin hacer caso a los lamentos de mi hermana, la coge entre sus
brazos y la mete en el coche. En veinte minutos, estamos en el hospital donde
trabaja mi cuñada Marta. Nos espera. Pero mi hermana sigue en sus trece. La
niña no puede nacer allí.
Pero la naturaleza sigue su curso
y, cinco horas después, una preciosa niña de casi tres kilos nace en Alemania.
Tras pasar con mi hermana el trago del parto, pues se niega a estar sola en un
quirófano con desconocidos a los que no entiende, cuando salgo despeluchada
miro a Eric y a mi padre. Ambos están serios. Se levantan y yo camino hasta
ellos y me siento.
—¡Dios, ha sido horrible!
—Cariño —se preocupa Eric—, ¿te
encuentras bien?
Todavía recordando lo que he
visto, murmuro:
—Ha sido horroroso, Eric...,
horroroso. ¡Mira cómo tengo el cuello de ronchones!
Cojo una revista que hay sobre la
mesa y me doy aire. ¡Qué calor!
—Morenita —gruñe mi padre—,
déjate de tonterías y dime cómo está tu hermana.
—¡Ay, papá!, perdona —suspiro—.
Raquel y la niña están estupendamente. La niña ha pesado casi tres kilos, y
Raquel ha llorado y ha reído cuando la ha visto. Está ¡genial!
Eric sonríe, mi padre también, y
se dan un abrazo. Se felicitan. Pero a mí aquello me ha trastocado.
—La niña es preciosa..., pero
yo..., yo me estoy mareando.
Asustado, Eric me sujeta. Mi
padre me quita la revista y me da aire mientras musito:
—Eric.
—Dime, cariño.
Lo miro con los ojos
desencajados.
—Por favor, cariño. No permitas
que yo pase por eso.
Eric no sabe qué decir. Ver cómo
estoy le está preocupando, y mi padre suelta una risotada.
—¡Ojú, miarma!, eres
igualita que tu madre hasta en eso.
Cuando el mareo se ha pasado y
vuelvo a ser yo, mi padre me mira.
—Otra niña. ¿Por qué siempre
estoy rodeado de mujeres? ¿Cuándo voy a tener un nietecito varón?
Eric me mira. Mi padre me mira.
Yo pestañeo y les aclaro:
—A mí no me miréis. Tras lo que
he visto, no quiero tener hijos ¡ni loca!
Una hora después, Raquel está en
una preciosa habitación y los tres vamos a visitarla. La pequeña Lucía es
preciosa, y a Eric se le cae la baba mirándola.
Lo miro boquiabierta. ¿Desde
cuándo es tan niñero? Tras pedir permiso a mi hermana, coge a la pequeña con
delicadeza y me dice:
—Cariño, ¡yo quiero una!
Mi padre sonríe. Mi hermana
igual, y yo muy seriamente respondo:
—¡Ni loca!
Por la noche mi padre se empeña
en quedarse con mi hermana y mi sobrinita en el hospital. Le llamo Papá Pato
cuando me despido de él, y se ríe. Cuando regresamos Eric y yo solos en el
coche estoy cansada. Eric conduce en silencio mientras suena una canción
alemana en la radio, y yo miro encantada por la ventana. De pronto, cuando
llegamos a la urbanización, Eric para el coche a la derecha.
—Baja del coche.
Pestañeo y me río.
—Venga, Eric. ¿Qué quieres?
—Baja del coche, pequeña.
Divertida, le hago caso. Sé lo
que va a hacer. Entonces, comienza a sonar Blanco y negro de Malú, y
Eric, tras subir el volumen de la música a tope, se planta delante de mí y me
pregunta:
—¿Bailas conmigo?
Sonrío y paso las manos alrededor
de su cuello. Eric me acerca a su cuerpo mientras la voz de Malú dice:
Tú dices blanco,
yo digo negro.
Tú dices voy, yo
digo vengo.
Miro la vida en colores,
y tú en blanco y negro.
—¿Sabes, pequeña?
—¿Qué, grandullón?
—Hoy al ver a la pequeña Lucía he
pensado que...
—No... ¡Ni se te ocurra
pedírmelo! ¡Me niego!
¡Joder! Al decir esto último me
he recordado a mi hermana. ¡Qué horror! Eric sonríe, me abraza todavía más
fuerte contra él y murmura:
—¿No te gustaría tener una niña a
la que enseñar motocross?
Me río y respondo:
—No.
—¿Y un niño al que enseñar a
montar en skateboard?
—No.
Continuamos bailando.
—Nunca hemos hablado de esto,
pequeña. Pero ¿no quieres que tengamos hijos?
¡Por todos los santos!, ¿qué
hacemos hablando de este tema? Y mirándolo, cuchicheo:
—¡Oh, Dios, Eric! Si hubieras
visto lo que yo he visto, entenderías que no quiera
tenerlos. Se te pone eso...
enorme..., enormeeeeeeeeee, y tiene que doler una barbaridad. No.
Definitivamente me niego. No quiero tener hijos. Si quieres anular la boda lo
entenderé. Pero no me pidas que piense en tener niños ahora mismo porque no
quiero ni imaginármelo.
Mi chico sonríe, sonríe... y,
dándome un beso en la frente, murmura:
—Vas a ser una madre excepcional.
Sólo hay que ver cómo tratas a Luz, a Flyn, a Susto, a Calamar y
cómo mirabas a la pequeña Lucía.
No contesto. No puedo. Eric me
obliga a continuar bailando.
—No se cancela ninguna boda.
Ahora cierra los ojos, relájate y baila conmigo nuestra canción.
Hago lo que me pide. Cierro los
ojos. Me relajo, y bailo con él. Lo disfruto.
Cuatro días después le dan el
alta a mi hermana y dos días más tarde a la pequeña Lucía. A pesar de haber
nacido antes de tiempo, la pequeña es fuerte como un roble y una auténtica
muñequita. Mi padre no para de decir que es igualita que yo, y, la verdad, es
morenita y tiene mi boca y mi nariz. Es una monada. Cada vez que Eric coge a la
niña me mira con ojos melosos. Yo niego con la cabeza, y él se parte de risa. A
mí no me hace gracia.
Los días pasan y llega la boda.
La mañana en cuestión estoy
histérica. ¿Qué hago vestida de novia?
Mi hermana es una plasta, mi
sobrina una tocapelotas y, al final, mi padre es quien tiene que poner orden
entre nosotras. Vamos, lo de siempre cuando estamos juntas. Estoy tan nerviosa
por la boda que pienso incluso hasta en escapar. Mi padre, al contárselo, me
tranquiliza. Pero cuando entro en la abarrotada iglesia de San Cayetano del
brazo de mi emocionado padre vestida con mi bonito traje de novia palabra de
honor y veo a mi Iceman esperándome más guapo que en toda su vida con ese
chaqué, sé que no voy a tener un hijo, voy a tener tropecientos mil.
La ceremonia es corta. Eric y yo
así lo hemos pedido, y cuando salimos, los amigos y familiares nos cubren de
arroz y pétalos de rosas blancas. Eric me besa, enamorado, y yo soy feliz.
El banquete lo celebramos en un
bonito salón de Múnich. La comida es deliciosa; mitad alemana, mitad española,
y parece gustarle a todo el mundo.
Eric, sorprendiéndonos, no ha
reparado en gastos. No quiere que mi padre, mi hermana y yo nos sintamos solos,
y ha hecho venir a mi buen amigo Nacho, y de Jerez al Bicharrón y el Lucena con
sus mujeres, Lola la Jarandera, Pepi la de la Bodega, la Pachuca y Fernando con
su novia valenciana. Según ellos, el Franfur se puso en contacto con
ellos y los invitó con todos los gastos pagados. Incluso Eric ha invitado a las
Guerreras Maxwell. ¡La locura!
¡Me lo como! Yo a mi marido me lo
como a besos.
De Müller ha invitado a Miguel
con su huracanada novia, a Gerardo con su mujer y a Raúl y Paco, que al verme,
aplauden emocionados.
Brindamos con Moët Chandon
rosado. Eric y yo entrelazamos nuestras copas y felices bebemos ante todos. La
tarta es de trufa y fresa, expreso deseo del novio y, cuando la veo, los ojos
me hacen chiribitas. Ni contar lo morada que me pongo.
Al abrir el baile de nuevo, mi ya
marido me vuelve a sorprender. Eric ha contratado a la cantante Malú y en
directo nos canta nuestra canción, Blanco y negro. ¡Qué momentazo!
Abrazada a él, disfruto la canción mientras nos miramos enamorados. ¡Dios,
cuánto le quiero!
Tras aquello, una orquesta
ameniza el baile. Sonia, mi padre y mi hermana están pletóricos de felicidad.
Marta y Arthur aplauden. Flyn y Luz, divertidos, corren por el salón, y Simona
y Norbert no pueden parar de sonreír. Todo es romántico. Todo es maravilloso y
disfrutamos de nuestro bonito día.
Risueña, bailo con Reinaldo y
Anita la Bemba colorá mientras gritamos «¡Azúcar!». Y Eric no puede
parar de reír. Soy su felicidad.
Con Sonia, Björn, Frida y Andrés
nos desmelenamos al bailar September, y cuando la canción acaba, Dexter
pilla el micrófono y a capela nos canta un bolero mexicano dedicado a Eric y a
mí. Yo sonrío y aplaudo.
Tengo unos excelentes amigos
dentro y fuera de la habitación. Son personas como yo a las que les gusta el
morbo y los juegos calientes entre cuatro paredes, pero que cuando salen de
ellas son atentas, cariñosas, educadas y muy divertidas. Todos ellos me hacen
dichosa y feliz.
El baile dura horas, y cuando veo
a Dexter hablando animadamente con mi hermana, alarmada, miro a Eric, y éste me
indica que no me preocupe. Al final, sonrío.
La fiesta acaba a las cuatro de
la mañana, y por la noche mi padre y mi hermana con las niñas y Flyn se van a
dormir a casa de Sonia. Quieren dejarnos la casa enterita para nosotros.
Cuando llegamos, Eric se empeña
en cogerme en brazos para traspasar el umbral. Encantada dejo que me coja y,
cuando lo traspasamos me suelta, y, dichoso, susurra:
—Bienvenida al hogar, señora
Zimmerman.
Encantada le beso. Saboreo a mi
marido y le deseo.
Cuando entramos y cierro la
puerta, sin hablar, le quito el chaqué, la pajarita, la camisa, los pantalones
y los calzoncillos. Lo desnudo para mí y sonrío al decir:
—Ponte la pajarita, Iceman.
Divertido, lo hace. ¡Dios!, mi
alemán desnudo y con la pajarita es mi fantasía. Mi loca fantasía. Tiro de él
y, al llegar a la puerta del despacho, lo miro y susurro:
—Quiero que me rompas el tanga.
—¿Segura, cariño? —pregunta
riendo mi amor.
—Segurísima.
Eric, excitado, comienza a subir
tela, y más tela..., y más tela. La falda del vestido es interminable. Al
final, lo detengo entre risas.
—Ven..., siéntate en tu sillón.
Se deja guiar por mí. Hace lo que
le pido y me mira.
Excitada, desabrocho la falda de
mi bonito vestido de novia, y ésta cae a mis pies. Vestida sólo con el corpiño
y el tanga, me siento con sensualidad sobre la mesa de mi enloquecido marido.
—Ahora, ¡rómpelo!
Dicho y hecho.
Eric rasga el blanco tanga, y
cuando pasa sus manos por mi tatuado y siempre depilado monte de Venus, murmura
con voz ronca:
—Pídeme lo que quieras.
Cuando dice eso cierro los ojos y
me emociono.
Todo comenzó entre nosotros
cuando me dijo esas palabras aquel día en el archivo de la oficina. Sonrío al
recordar mi cara la primera vez que me llevó al Moroccio, o vi aquella
grabación en el hotel, o le metí el chicle de fresa en la boca. Recuerdos.
Recuerdos calientes, morbosos y divertidos pasan por mi mente mientras mi loco
y ardiente marido me
toca. Y dispuesta a sellar para
siempre lo que un día comenzó, lo beso, agarro su erecto pene con mi mano, lo
guío hasta mi húmeda hendidura, me empalo en él y, cuando mi amor jadea, lo
miro a esos maravillosos ojos azules que siempre me han vuelto loca y susurro
locamente enamorada:
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