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Gideon se pasó la
mano por el pelo y dijo con aspereza:
—No hablarás en
serio.
De repente me sentía
muy cansada, exhausta de luchar conmigo misma por su
culpa.
—Sí que hablo en
serio. Tú y yo... fue un error.
—No, el error estuvo
en la forma en que yo llevé la situación después —replicó,
con las mandíbulas
crispadas.
Me quedé sorprendida
por la vehemencia de su protesta.
—No hablaba de sexo,
Gideon, sino de mi conformidad con este absurdo acuerdo
de «desconocidos con
derecho a roce» que hay entre nosotros. Sabía que todo era una
equivocación desde el
principio. Debería haber hecho caso a mi intuición.
—Eva, ¿tú quieres estar
conmigo?
—No, eso es lo que...
—No de la manera de
la que hablamos en el bar. Más que eso.
Empecé a sentir
palpitaciones.
—¿A qué te refieres?
—A todo. —Se separó
de la barra y se acercó a mí—. Yo sí quiero estar contigo.
—Pues el sábado no lo
parecía. —Me crucé de brazos.
—Estaba aturdido.
—¿Ah, sí? Yo también.
Dirigió las manos a
las caderas; luego, cruzó los brazos, como yo.
—Por Dios, Eva...
Le veía afectado y
sentí un destello de esperanza.
—Si es eso todo lo
que tienes que decir, hemos terminado.
—¡Y una mierda hemos
terminado!
—Hemos llegado a un
callejón sin salida, si cada vez que nos acostamos tú te vas a
dedicar a hacerte
pajas mentales.
Era evidente que se
esforzaba por encontrar las palabras adecuadas.
—Estoy acostumbrado a
llevar las riendas, lo necesito. Y tú me lo fastidiaste en la
limusina; no me sentó
bien.
—¿Ah, sí?
—Eva, nunca he
experimentado algo como aquello. No creía que me fuera posible.
Y, ahora que lo
conozco..., tengo que tenerlo, tengo que tenerte a ti.
—Gideon, es sólo
sexo. Superestupendo, sí, pero eso no puede joderte la cabeza
cuando las personas
que intervienen no son adecuadas la una para la otra.
—Tonterías. He
admitido que metí la pata y no puedo cambiar lo que ocurrió, pero
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estoy seguro como que
la mierda termina meada de que quieres cortar conmigo por aquello.
Expusiste tus normas
y yo traté de adaptarme a ellas, pero tú no quieres hacer ni lo más
mínimo por adaptarme
a mí. Tenemos que encontrarnos a medio camino. —Tenía la cara
rígida por la
frustración—. Cede un poco, tía.
Le observé
detenidamente, intentando comprender qué estaba haciendo y adónde
quería llegar.
—¿Qué pretendes,
Gideon? —le pregunté suavemente.
Me sujetó la cara con
la mano.
—Pretendo seguir
sintiéndome como cuando estoy contigo. Sólo tienes que decirme
lo que debo hacer. Y
dame un margen de error. No he hecho esto nunca en mi vida, y
siempre hay una fase
de aprendizaje.
Le tanteé el corazón
y comprobé que latía impetuosamente. Era impaciente y
apasionado, y eso me
encendía. ¿Cómo tenía que responderle? ¿Con la razón o con el
corazón?
—¿Qué es lo que no
has hecho nunca?
—Lo que sea necesario
para pasar contigo el mayor tiempo posible. En la cama y
fuera de la cama.
Me invadió una
absurda y poderosa ráfaga de placer.
—Gideon, ¿eres
consciente del tiempo y el esfuerzo que hacen falta en una
relación? Yo ya estoy
hecha polvo. Además, hay cosas personales de las que tengo que
ocuparme, y está mi
trabajo... mi madre, que es una trastornada... —le tapé la boca con la
mano antes de que le
diera tiempo a abrirla—, pero tú mereces la pena, y me derrito por ti,
así que creo que no
tengo alternativa ¿verdad?
—¡Eva, maldita sea!
—Gideon me levantó en vilo, impulsándome con las manos
desde el trasero para
que le rodeara la cintura con las piernas. Me besó en la boca con
fuerza y frotó su
nariz contra la mía—. Encontraremos la manera.
—Lo dices como si
fuera a resultar fácil. —Yo sabía de sobra que necesitaba mucho
mantenimiento y él
parecía que también.
—Lo fácil es
aburrido. —Me llevó en brazos hasta la barra y me depositó en un
taburete. Levantó el
cubre-platos que tenía delante y apareció una enorme hamburguesa con
queso y patatas
fritas. Todavía estaba todo caliente, gracias a una placa térmica de granito
que había debajo.
—Hmmm —exclamé, y me
di cuenta del hambre que tenía. Después de hablar,
había recuperado el
apetito.
Desdobló una
servilleta y la puso en mi regazo al mismo tiempo que me daba un
apretón en la
rodilla; Luego, se sentó a mi lado.
—Entonces, ¿cómo lo
hacemos?
—Pues la coges con
las dos manos y te la llevas a la boca.
Me dirigió una mirada
divertida que me hizo sonreír. Era bueno sonreír. Era bueno
estar con él.
Normalmente lo era... durante un ratito. Le di un bocado a la comida y lancé
una exclamación de
gusto al percibir de lleno su sabor. Era una hamburguesa tradicional,
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pero me sabía a
gloria.
—Está buena, ¿verdad?
—Muy buena. Puede que
me convenga quedarme para mí sola un hombre que sabe
tanto de
hamburguesas. —Me limpié la boca y las manos—. ¿Qué tal aguantas las
exclusividades?
Dejó la hamburguesa a
un lado y se quedó extrañamente quieto. No podía adivinar
qué estaba pensando.
—Doy por sentado que
va implícito en nuestro trato, pero, para que no haya dudas,
te diré claramente
que no puede haber otros hombres en tu vida, Eva.
El tono tajante que
empleó y su mirada glacial me dieron escalofríos. Gideon tenía
su lado oscuro. Yo
había aprendido mucho tiempo atrás a descubrir y evitar a los hombres
con sombras
peligrosas en los ojos. Pero las alarmas no habían sonado con él como tal vez
hubieran debido.
—¿Y mujeres puede
haber? —pregunté, para relajar el ambiente.
—Sé que tu compañero
de piso es bisexual. ¿Lo eres tú también?
—¿Te molestaría?
—Me molesta
compartirte. No es una opción. Tu cuerpo me pertenece.
—¿Y el tuyo me
pertenece a mí? ¿En exclusiva?
Se le encendió la
mirada.
—Sí, y espero que te
aproveches mucho y con frecuencia.
Bueno... en ese
caso...
—Pero tú a mí me has
visto desnuda —bromeé—. Tú sabes lo que te vas a llevar;
yo, no. Me encanta lo
que he visto hasta ahora, pero todavía falta.
—Podemos arreglarlo
ahora mismo.
La idea de que se
desnudara para mí me hizo retorcerme en el asiento. Él se dio
cuenta e hizo una
mueca maliciosa.
—Mejor no lo hagas
—dije muy a mi pesar—, que ya volví tarde al trabajo el
viernes.
—Entonces esta noche.
—De acuerdo
—contesté, tragando saliva.
—Procuraré estar
libre a las cinco —dijo, y reanudó la comida, tan satisfecho de
que ambos hubiéramos
marcado mentalmente sexo alucinante para aquel día en nuestro
calendario.
—No tienes por qué.
—Abrí la mini botella de ketchup que había junto a mi plato—
; tengo que ir al
gimnasio después de trabajar.
—Iremos juntos.
—¿Ah, sí? —Puse la
botella boca abajo y le di unos golpecitos en la base.
Me la quitó de las
manos y usó el cuchillo para servirme el ketchup.
—Será mejor que
consuma un poco de energía antes de tenerte desnuda. Mañana
querrás ser capaz de
andar con normalidad.
Le miré, estupefacta,
por la naturalidad con que había dicho aquello y la cara de
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fingida pena que
había puesto; algo me daba a entender que no hablaba completamente en
broma. Mi sexo se
contrajo ante aquella deliciosa perspectiva. Podía imaginarme a mí
misma haciéndome
adicta a Gideon Cross.
Comí unas cuantas
patatas fritas pensando en otra persona que ya era adicta a
Gideon.
—Magdalene puede
suponer un problema para mí.
Tragó un bocado de su
hamburguesa acompañado de un sorbo de agua.
—Me contó que habíais
tenido una charla y que las cosas no fueron bien.
Me tomé en serio las
maquinaciones de Magdalene y su hábil intentona de cortarme
el paso. Debía tener
mucho cuidado con ella y Gideon tenía que hacer algo al respecto, o
sea, cortar con ella.
Punto.
—No, no fueron bien
—admití—, pero es que no puedo agradecer mucho que me
digan que tú no
respetas a las mujeres que te tiras y que terminarías conmigo en cuanto me
metieras la polla.
Gideon se quedó
paralizado.
—¿Eso te dijo?
—Palabra por palabra.
Y también que a ella la tienes reservada para el momento en
que decidas sentar la
cabeza.
—Así que eso te dijo.
—Usó un tono bajo y lleno de frialdad.
Se me hizo un nudo en
el estómago, sabiendo que todo podía salir realmente bien o
realmente mal,
dependiendo de lo que Gideon dijera inmediatamente después.
—¿No me crees?
—Claro que te creo.
—Ella podría ser un
problema —repetí, porque quería insistir en aquello.
—No lo será. Yo
hablaré con ella.
Me fastidiaba la idea
de que hablasen; me ponía enferma de celos. Entonces, se me
ocurrió que ése era
un tema que habría que poner sobre la mesa.
—Gideon...
—¿Qué? —Había
terminado la hamburguesa y estaba dedicándose a las patatas
fritas.
—Yo soy muy celosa;
puedo llegar a la irracionalidad —jugueteé un poco tocando
la hamburguesa con
una patata—. Tal vez deberías tenerlo en cuenta, y también si quieres
tratar con alguien
como yo, que tiene conflictos de autoestima. Éste era uno de los peros
cuando me invitaste a
la cama por primera vez, que iba a trastornarme con tantas mujeres
babeando por ti y que
yo no tendría derecho a decir nada.
—Ahora sí tienes
derecho.
—No me tomas en
serio. —Sacudí la cabeza de lado a lado y le di otro mordisco a
la hamburguesa.
—No he sido más serio
en toda mi vida. —Me pasó un dedo por la comisura de la
boca y le dio un
lengüetazo a la pizca de salsa que había recogido—. No sólo tú puedes
resultar posesiva; yo
soy muy acaparador con lo que es mío.
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No lo dudé ni un
instante.
Le di otro mordisco a
la comida y me puse a pensar en la noche que teníamos por
delante. Estaba
impaciente hasta no poder más. Me moría por ver a Gideon desnudo. Me
moría por pasarle las
manos y la boca por todo el cuerpo. Me moría por tener otra
oportunidad de
volverle loco. Y me apremiaba la necesidad de estar debajo de él, de sentir
su peso, sus
arremetidas dentro de mí, de notar que se corría frenética y profundamente en
mis entrañas...
—Sigue pensando en
eso —me dijo de pronto— y volverás tarde otra vez.
Levanté las cejas en
un gesto de asombro.
—¿Cómo sabes en qué
estoy pensando?
—Cuando estás
excitada, se te pone una mirada especial. Espero provocarte esa
mirada tan a menudo
como sea posible. —Gideon tapó el plato y se levantó. Luego, sacó
una tarjeta de visita
y la dejó a mi lado. Vi que había escrito en el reverso los números de su
teléfono móvil y del
fijo de su casa—. Te parecerá una tontería decirte esto después de la
conversación que
hemos tenido, pero necesito el número de tu móvil.
—¡Ah, sí! —Me costó
trabajo dejar atrás los pensamientos libidinosos—. Pero antes
necesito comprarme
uno. Está en la lista de cosas importantes que tengo que hacer.
—¿Qué pasó con el que
usaste para mandarme mensajes la semana pasada?
Arrugué la nariz, en
una expresión de disgusto.
—Mi madre ha estado
usándolo para rastrear mis movimientos por la ciudad. Se
pasa un pelo...
intentando protegerme.
—Ya entiendo. —Me
acarició la mejilla con el dorso de los dedos—.Te referías a
eso cuando decías que
tu madre te acosaba.
—Sí,
desgraciadamente.
—Bueno, pues nos
ocuparemos de lo del teléfono a la salida del trabajo, antes de ir
al gimnasio. Te
conviene tenerlo por seguridad. Y, además, quiero poder llamarte cuando
me apetezca.
Dejé una cuarta parte
de la hamburguesa porque ya no podía comer más, y me
limpié la boca y las
manos.
—Estaba deliciosa,
gracias.
—De nada —se inclinó
hacia mí y me besó brevemente en la boca—. ¿Necesitas ir
al baño?
—Sí. Voy a sacar el
cepillo de dientes que llevo en el bolso.
Unos minutos después,
me encontraba de pie en un cuarto de baño escondido tras
una puerta que
combinaba a la perfección con los paneles de caoba que había detrás de las
pantallas planas. Nos
cepillamos los dientes uno al lado del otro ante el doble lavabo y
cruzamos las miradas
en el espejo. Era una escena muy doméstica, muy normal, y aun así
nos llenaba de
placer.
—Te acompañaré hasta
abajo —me dijo, dirigiéndose al perchero.
Yo iba siguiéndole,
pero me desvié al pasar cerca de su mesa. Me acerqué a ella y
puse la mano en el
espacio vacío que quedaba delante de la silla.
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—¿Es aquí donde pasas
la mayor parte del día?
—Sí. —Le vi ponerse
la chaqueta y me dieron ganas de morderle, tan apetecible me
resultaba.
En vez de eso, me
senté sobre la mesa. Según mi reloj me quedaban cinco minutos,
el tiempo justo para
volver a mi puesto, pero no pude resistir la tentación de ejercer mis
nuevos derechos.
—Siéntate —le pedí,
señalándole la silla.
Hizo un gesto de
sorpresa, pero no discutió y se acomodó en la silla.
Separé las piernas y
le hice señas con el dedo para que se aproximara.
—Más cerca.
Se echó hacia
delante, llenando el espacio que quedaba entre mis muslos. Me
abrazó por las
caderas y me miró.
—Eva, un día de éstos
te voy a follar aquí mismo.
—Sólo un beso por
ahora —susurré, inclinándome para besarle. Apoyé las manos
en sus hombros y le
pasé la lengua por los labios; luego la introduje en su boca y le acaricié
con delicadeza.
Gimiendo, ahondó el
beso, comiéndome la boca de una manera que me dejó
dolorida y húmeda.
—Un día de éstos
—repetí yo pegada a sus labios— me pongo de rodillas debajo de
esta mesa y te chupo
todo. A lo mejor mientras estás hablando por teléfono y juegas con tus
millones como si
fuera al Monopoly. Usted, señor Cross, pasará de la casilla Go y recogerá
sus doscientos
dólares.
Su boca se curvó
contra la mía.
—Ya sé lo que va a
pasar. Me vas a hacer perder la cabeza y correrme en cualquier
parte posible de tu
duro y sexy cuerpo.
—¿Estás quejándote?
—Se me está haciendo
la boca agua, cielo.
Aquella palabra me
desconcertó, aunque me pareció muy dulce.
—¿Cielo?
Asintió con una
especie de canturreo, y me besó.
Resultaba increíble
lo decisiva que podía ser una hora. Salí del despacho de Gideon
con un estado de
ánimo completamente distinto al de cuando entré. El contacto de su mano
en la parte baja de
mi espalda me hacía disfrutar por anticipado en vez de sentirme
amargada como cuando
llegué allí.
Le dije adiós a Scott
con la mano y le dediqué una sonrisa radiante a la nada
sonriente
recepcionista.
—Creo que no le gusto
—le dije a Gideon mientras esperábamos al ascensor.
—¿A quién?
—A tu recepcionista.
Echó un vistazo hacia
allá, y a la pelirroja se le iluminó la cara.
—Bueno —murmuré—, tú
sí le gustas.
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—Yo le garantizo el
sueldo.
Hice un mohín.
—Sí, seguro que es
eso. Apuesto a que no tiene nada que ver con que seas el
hombre más sexy de la
tierra.
—¿Lo soy en este
momento? —Me sujetó contra la pared, con una mirada ardiente.
Le toqué el abdomen
y, al notar cómo se endurecían las líneas de su firme
musculatura, me mordí
el labio inferior.
—Sólo era una
observación.
—A mí me
gustas. —Con las manos contra la pared, a ambos lados de mi cabeza,
bajó la boca hasta la
mía y me besó dulcemente.
—Tú a mí también,
pero ¿eres consciente de que estás en el trabajo?
—¿Y de qué sirve ser
jefe si no puedes hacer lo que te dé la gana?
—Humm...
Cuando llegó un
ascensor, me agaché por debajo de un brazo de Gideon y entré. Él
me siguió y, como un
depredador, me sujetó por detrás para atraerme hacia él. Metió las
manos en los
bolsillos delanteros de mi chaqueta y tiró de ellos hasta los huesos de las
caderas,
manteniéndome inmovilizada. La calidez de su contacto, tan próximo al punto
donde más rabiaba yo
por él, era toda una tortura. En venganza, moví el culo contra él y
sonreí cuando le oí
respirar fuerte y noté que tenía una erección.
—Pórtate bien —me
regañó con cierta brusquedad—, tengo una reunión dentro de
quince minutos.
—¿Pensarás en mí
cuando estés sentado a tu mesa?
—Sin duda alguna. Y
tú vas a pensar en mí cuando estés sentada a la tuya. Es una
orden, señorita
Tramell.
Dejé caer la cabeza
hacia atrás, contra su pecho, encantada con el tono autoritario de
su voz.
—No podría ser de
otro modo, señor Cross, teniendo en cuenta cómo pienso en ti
dondequiera que esté.
Salimos juntos al
llegar al vigésimo piso.
—Gracias por comer
conmigo.
—Creo que eso me toca
a mí decirlo. —Me alejé un poco—. Hasta luego, Oscuro y
Peligroso.
Se sorprendió al oír
el apodo que le había puesto.
—A las cinco. No me
hagas esperar.
Llegó uno de los
ascensores de la izquierda. Megumi salió de él y Gideon entró, su
mirada fija en la mía
hasta que se cerraron las puertas.
—¡Jo! —exclamó
Megumi—, qué suerte. Me muero de envidia.
No se me ocurrió nada
que decir. Todavía era todo muy reciente y tenía miedo de
gafarlo. En el fondo
de mi alma sabía que aquellos sentimientos de felicidad no podían
durar mucho. Todo iba
demasiado bien.
Corrí a mi mesa y me
puse a trabajar.
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—Eva —levanté la
mirada y vi a Mark en el umbral de su despacho—, ¿puedo
hablar contigo un
minuto?
—Por supuesto —cogí
la tableta, a pesar de que el tono de su voz y la expresión
adusta que tenía me
decían que no iba a necesitarlo. Cuando Mark cerró la puerta a mis
espaldas, aumentaron
mis temores—. ¿Va todo bien?
—Sí. —Esperó hasta
que me senté y después ocupó la silla que estaba a mi lado, en
vez de la de su
escritorio—. No sé cómo decir esto...
—Sólo dilo. Supongo
que lo entenderé.
Me miró con ojos
compasivos y un cierto sonrojo.
—No me corresponde a
mí interferir; sólo soy tu jefe y eso comporta unos límites,
pero voy a
traspasarlos porque me caes bien, Eva, y quiero que trabajes aquí durante mucho
tiempo.
Se me encogió el
corazón.
—Qué bien, porque me
encanta mi trabajo.
—Vale, vale, me
alegro —me dirigió una sonrisa fugaz—. Bueno... que tengas
cuidado con Cross, ¿de
acuerdo?
Me alarmé ante el
rumbo que tomaba la conversación.
—De acuerdo.
—Es brillante, rico y
sexy, así que comprendo que te atraiga. Con todo lo que yo
quiero a Steven,
todavía me pongo nervioso cerca de Cross. Tiene mucho gancho. —Mark
hablaba deprisa y
gesticulaba con evidente turbación—. Tampoco me extraña que se
interese por ti: eres
guapa, inteligente, sincera, atenta... podría seguir así un buen rato
porque eres
estupenda.
—Gracias —contesté en
voz baja, con la esperanza de que no se me viera tan mal
como yo me sentía.
Aquella especie de advertencia por parte de un amigo, y el que otra
gente pensara de mi
que sólo era otra chica-de-la-semana, eran la clase de cosas que hacían
mella en mi
inseguridad.
—Es que no quiero que
te hagan daño —dijo entre dientes, y parecía estar
pasándolo tan mal
como yo—. En parte es por egoísmo, lo admito. No quiero perder a una
ayudante magnífica
porque no quiera trabajar en un edificio cuyo propietario es un ex.
—Mark, significa
mucho para mí que te preocupes y que me consideres valiosa,
pero no tienes que
preocuparte por mí. Ya soy mayorcita. Además, nada va hacer que deje
este empleo.
Respiró aliviado.
—Muy bien, entonces
dejémoslo y vamos a trabajar.
Y así lo hicimos,
pero me preparé para futuros disgustos suscribiéndome a la alerta
diaria de Google con
el nombre de Gideon. Y cuando llegaron las cinco, la certeza de mis
muchas debilidades se
extendía sobre mi felicidad como una mancha de aceite.
Gideon fue tan
puntual como me había asegurado que sería, y no pareció darse
cuenta de mi ánimo
pensativo mientras bajábamos en un ascensor abarrotado. Más de una
mujer le dirigió
furtivas miradas, pero a mí no me importó mucho. Era muy atractivo; lo
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raro habría sido que
no hubieran reparado en él.
Me cogió de la mano
cuando pasamos los torniquetes y entrelazamos los dedos.
Aquel sencillo gesto
significó tanto para mí en aquella ocasión que le apreté un poco más.
Pero debía tener
cuidado. En el momento en que me mostrase agradecida de que pasara el
tiempo conmigo sería
el principio del fin. Si eso ocurría, ni yo me respetaría a mí misma ni
él me respetaría
tampoco.
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