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No te escondo nada - Sylvia Day - Cap.8


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Gideon se pasó la mano por el pelo y dijo con aspereza:
—No hablarás en serio.
De repente me sentía muy cansada, exhausta de luchar conmigo misma por su
culpa.
—Sí que hablo en serio. Tú y yo... fue un error.
—No, el error estuvo en la forma en que yo llevé la situación después —replicó,
con las mandíbulas crispadas.
Me quedé sorprendida por la vehemencia de su protesta.
—No hablaba de sexo, Gideon, sino de mi conformidad con este absurdo acuerdo
de «desconocidos con derecho a roce» que hay entre nosotros. Sabía que todo era una
equivocación desde el principio. Debería haber hecho caso a mi intuición.
—Eva, ¿tú quieres estar conmigo?
—No, eso es lo que...
—No de la manera de la que hablamos en el bar. Más que eso.
Empecé a sentir palpitaciones.
—¿A qué te refieres?
—A todo. —Se separó de la barra y se acercó a mí—. Yo sí quiero estar contigo.
—Pues el sábado no lo parecía. —Me crucé de brazos.
—Estaba aturdido.
—¿Ah, sí? Yo también.
Dirigió las manos a las caderas; luego, cruzó los brazos, como yo.
—Por Dios, Eva...
Le veía afectado y sentí un destello de esperanza.
—Si es eso todo lo que tienes que decir, hemos terminado.
—¡Y una mierda hemos terminado!
—Hemos llegado a un callejón sin salida, si cada vez que nos acostamos tú te vas a
dedicar a hacerte pajas mentales.
Era evidente que se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas.
—Estoy acostumbrado a llevar las riendas, lo necesito. Y tú me lo fastidiaste en la
limusina; no me sentó bien.
—¿Ah, sí?
—Eva, nunca he experimentado algo como aquello. No creía que me fuera posible.
Y, ahora que lo conozco..., tengo que tenerlo, tengo que tenerte a ti.
—Gideon, es sólo sexo. Superestupendo, sí, pero eso no puede joderte la cabeza
cuando las personas que intervienen no son adecuadas la una para la otra.
—Tonterías. He admitido que metí la pata y no puedo cambiar lo que ocurrió, pero
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estoy seguro como que la mierda termina meada de que quieres cortar conmigo por aquello.
Expusiste tus normas y yo traté de adaptarme a ellas, pero tú no quieres hacer ni lo más
mínimo por adaptarme a mí. Tenemos que encontrarnos a medio camino. —Tenía la cara
rígida por la frustración—. Cede un poco, tía.
Le observé detenidamente, intentando comprender qué estaba haciendo y adónde
quería llegar.
—¿Qué pretendes, Gideon? —le pregunté suavemente.
Me sujetó la cara con la mano.
—Pretendo seguir sintiéndome como cuando estoy contigo. Sólo tienes que decirme
lo que debo hacer. Y dame un margen de error. No he hecho esto nunca en mi vida, y
siempre hay una fase de aprendizaje.
Le tanteé el corazón y comprobé que latía impetuosamente. Era impaciente y
apasionado, y eso me encendía. ¿Cómo tenía que responderle? ¿Con la razón o con el
corazón?
—¿Qué es lo que no has hecho nunca?
—Lo que sea necesario para pasar contigo el mayor tiempo posible. En la cama y
fuera de la cama.
Me invadió una absurda y poderosa ráfaga de placer.
—Gideon, ¿eres consciente del tiempo y el esfuerzo que hacen falta en una
relación? Yo ya estoy hecha polvo. Además, hay cosas personales de las que tengo que
ocuparme, y está mi trabajo... mi madre, que es una trastornada... —le tapé la boca con la
mano antes de que le diera tiempo a abrirla—, pero tú mereces la pena, y me derrito por ti,
así que creo que no tengo alternativa ¿verdad?
—¡Eva, maldita sea! —Gideon me levantó en vilo, impulsándome con las manos
desde el trasero para que le rodeara la cintura con las piernas. Me besó en la boca con
fuerza y frotó su nariz contra la mía—. Encontraremos la manera.
—Lo dices como si fuera a resultar fácil. —Yo sabía de sobra que necesitaba mucho
mantenimiento y él parecía que también.
—Lo fácil es aburrido. —Me llevó en brazos hasta la barra y me depositó en un
taburete. Levantó el cubre-platos que tenía delante y apareció una enorme hamburguesa con
queso y patatas fritas. Todavía estaba todo caliente, gracias a una placa térmica de granito
que había debajo.
—Hmmm —exclamé, y me di cuenta del hambre que tenía. Después de hablar,
había recuperado el apetito.
Desdobló una servilleta y la puso en mi regazo al mismo tiempo que me daba un
apretón en la rodilla; Luego, se sentó a mi lado.
—Entonces, ¿cómo lo hacemos?
—Pues la coges con las dos manos y te la llevas a la boca.
Me dirigió una mirada divertida que me hizo sonreír. Era bueno sonreír. Era bueno
estar con él. Normalmente lo era... durante un ratito. Le di un bocado a la comida y lancé
una exclamación de gusto al percibir de lleno su sabor. Era una hamburguesa tradicional,
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pero me sabía a gloria.
—Está buena, ¿verdad?
—Muy buena. Puede que me convenga quedarme para mí sola un hombre que sabe
tanto de hamburguesas. —Me limpié la boca y las manos—. ¿Qué tal aguantas las
exclusividades?
Dejó la hamburguesa a un lado y se quedó extrañamente quieto. No podía adivinar
qué estaba pensando.
—Doy por sentado que va implícito en nuestro trato, pero, para que no haya dudas,
te diré claramente que no puede haber otros hombres en tu vida, Eva.
El tono tajante que empleó y su mirada glacial me dieron escalofríos. Gideon tenía
su lado oscuro. Yo había aprendido mucho tiempo atrás a descubrir y evitar a los hombres
con sombras peligrosas en los ojos. Pero las alarmas no habían sonado con él como tal vez
hubieran debido.
—¿Y mujeres puede haber? —pregunté, para relajar el ambiente.
—Sé que tu compañero de piso es bisexual. ¿Lo eres tú también?
—¿Te molestaría?
—Me molesta compartirte. No es una opción. Tu cuerpo me pertenece.
—¿Y el tuyo me pertenece a mí? ¿En exclusiva?
Se le encendió la mirada.
—Sí, y espero que te aproveches mucho y con frecuencia.
Bueno... en ese caso...
—Pero tú a mí me has visto desnuda —bromeé—. Tú sabes lo que te vas a llevar;
yo, no. Me encanta lo que he visto hasta ahora, pero todavía falta.
—Podemos arreglarlo ahora mismo.
La idea de que se desnudara para mí me hizo retorcerme en el asiento. Él se dio
cuenta e hizo una mueca maliciosa.
—Mejor no lo hagas —dije muy a mi pesar—, que ya volví tarde al trabajo el
viernes.
—Entonces esta noche.
—De acuerdo —contesté, tragando saliva.
—Procuraré estar libre a las cinco —dijo, y reanudó la comida, tan satisfecho de
que ambos hubiéramos marcado mentalmente sexo alucinante para aquel día en nuestro
calendario.
—No tienes por qué. —Abrí la mini botella de ketchup que había junto a mi plato—
; tengo que ir al gimnasio después de trabajar.
—Iremos juntos.
—¿Ah, sí? —Puse la botella boca abajo y le di unos golpecitos en la base.
Me la quitó de las manos y usó el cuchillo para servirme el ketchup.
—Será mejor que consuma un poco de energía antes de tenerte desnuda. Mañana
querrás ser capaz de andar con normalidad.
Le miré, estupefacta, por la naturalidad con que había dicho aquello y la cara de
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fingida pena que había puesto; algo me daba a entender que no hablaba completamente en
broma. Mi sexo se contrajo ante aquella deliciosa perspectiva. Podía imaginarme a mí
misma haciéndome adicta a Gideon Cross.
Comí unas cuantas patatas fritas pensando en otra persona que ya era adicta a
Gideon.
—Magdalene puede suponer un problema para mí.
Tragó un bocado de su hamburguesa acompañado de un sorbo de agua.
—Me contó que habíais tenido una charla y que las cosas no fueron bien.
Me tomé en serio las maquinaciones de Magdalene y su hábil intentona de cortarme
el paso. Debía tener mucho cuidado con ella y Gideon tenía que hacer algo al respecto, o
sea, cortar con ella. Punto.
—No, no fueron bien —admití—, pero es que no puedo agradecer mucho que me
digan que tú no respetas a las mujeres que te tiras y que terminarías conmigo en cuanto me
metieras la polla.
Gideon se quedó paralizado.
—¿Eso te dijo?
—Palabra por palabra. Y también que a ella la tienes reservada para el momento en
que decidas sentar la cabeza.
—Así que eso te dijo. —Usó un tono bajo y lleno de frialdad.
Se me hizo un nudo en el estómago, sabiendo que todo podía salir realmente bien o
realmente mal, dependiendo de lo que Gideon dijera inmediatamente después.
—¿No me crees?
—Claro que te creo.
—Ella podría ser un problema —repetí, porque quería insistir en aquello.
—No lo será. Yo hablaré con ella.
Me fastidiaba la idea de que hablasen; me ponía enferma de celos. Entonces, se me
ocurrió que ése era un tema que habría que poner sobre la mesa.
—Gideon...
—¿Qué? —Había terminado la hamburguesa y estaba dedicándose a las patatas
fritas.
—Yo soy muy celosa; puedo llegar a la irracionalidad —jugueteé un poco tocando
la hamburguesa con una patata—. Tal vez deberías tenerlo en cuenta, y también si quieres
tratar con alguien como yo, que tiene conflictos de autoestima. Éste era uno de los peros
cuando me invitaste a la cama por primera vez, que iba a trastornarme con tantas mujeres
babeando por ti y que yo no tendría derecho a decir nada.
—Ahora sí tienes derecho.
—No me tomas en serio. —Sacudí la cabeza de lado a lado y le di otro mordisco a
la hamburguesa.
—No he sido más serio en toda mi vida. —Me pasó un dedo por la comisura de la
boca y le dio un lengüetazo a la pizca de salsa que había recogido—. No sólo tú puedes
resultar posesiva; yo soy muy acaparador con lo que es mío.
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No lo dudé ni un instante.
Le di otro mordisco a la comida y me puse a pensar en la noche que teníamos por
delante. Estaba impaciente hasta no poder más. Me moría por ver a Gideon desnudo. Me
moría por pasarle las manos y la boca por todo el cuerpo. Me moría por tener otra
oportunidad de volverle loco. Y me apremiaba la necesidad de estar debajo de él, de sentir
su peso, sus arremetidas dentro de mí, de notar que se corría frenética y profundamente en
mis entrañas...
—Sigue pensando en eso —me dijo de pronto— y volverás tarde otra vez.
Levanté las cejas en un gesto de asombro.
—¿Cómo sabes en qué estoy pensando?
—Cuando estás excitada, se te pone una mirada especial. Espero provocarte esa
mirada tan a menudo como sea posible. —Gideon tapó el plato y se levantó. Luego, sacó
una tarjeta de visita y la dejó a mi lado. Vi que había escrito en el reverso los números de su
teléfono móvil y del fijo de su casa—. Te parecerá una tontería decirte esto después de la
conversación que hemos tenido, pero necesito el número de tu móvil.
—¡Ah, sí! —Me costó trabajo dejar atrás los pensamientos libidinosos—. Pero antes
necesito comprarme uno. Está en la lista de cosas importantes que tengo que hacer.
—¿Qué pasó con el que usaste para mandarme mensajes la semana pasada?
Arrugué la nariz, en una expresión de disgusto.
—Mi madre ha estado usándolo para rastrear mis movimientos por la ciudad. Se
pasa un pelo... intentando protegerme.
—Ya entiendo. —Me acarició la mejilla con el dorso de los dedos—.Te referías a
eso cuando decías que tu madre te acosaba.
—Sí, desgraciadamente.
—Bueno, pues nos ocuparemos de lo del teléfono a la salida del trabajo, antes de ir
al gimnasio. Te conviene tenerlo por seguridad. Y, además, quiero poder llamarte cuando
me apetezca.
Dejé una cuarta parte de la hamburguesa porque ya no podía comer más, y me
limpié la boca y las manos.
—Estaba deliciosa, gracias.
—De nada —se inclinó hacia mí y me besó brevemente en la boca—. ¿Necesitas ir
al baño?
—Sí. Voy a sacar el cepillo de dientes que llevo en el bolso.
Unos minutos después, me encontraba de pie en un cuarto de baño escondido tras
una puerta que combinaba a la perfección con los paneles de caoba que había detrás de las
pantallas planas. Nos cepillamos los dientes uno al lado del otro ante el doble lavabo y
cruzamos las miradas en el espejo. Era una escena muy doméstica, muy normal, y aun así
nos llenaba de placer.
—Te acompañaré hasta abajo —me dijo, dirigiéndose al perchero.
Yo iba siguiéndole, pero me desvié al pasar cerca de su mesa. Me acerqué a ella y
puse la mano en el espacio vacío que quedaba delante de la silla.
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—¿Es aquí donde pasas la mayor parte del día?
—Sí. —Le vi ponerse la chaqueta y me dieron ganas de morderle, tan apetecible me
resultaba.
En vez de eso, me senté sobre la mesa. Según mi reloj me quedaban cinco minutos,
el tiempo justo para volver a mi puesto, pero no pude resistir la tentación de ejercer mis
nuevos derechos.
—Siéntate —le pedí, señalándole la silla.
Hizo un gesto de sorpresa, pero no discutió y se acomodó en la silla.
Separé las piernas y le hice señas con el dedo para que se aproximara.
—Más cerca.
Se echó hacia delante, llenando el espacio que quedaba entre mis muslos. Me
abrazó por las caderas y me miró.
—Eva, un día de éstos te voy a follar aquí mismo.
—Sólo un beso por ahora —susurré, inclinándome para besarle. Apoyé las manos
en sus hombros y le pasé la lengua por los labios; luego la introduje en su boca y le acaricié
con delicadeza.
Gimiendo, ahondó el beso, comiéndome la boca de una manera que me dejó
dolorida y húmeda.
—Un día de éstos —repetí yo pegada a sus labios— me pongo de rodillas debajo de
esta mesa y te chupo todo. A lo mejor mientras estás hablando por teléfono y juegas con tus
millones como si fuera al Monopoly. Usted, señor Cross, pasará de la casilla Go y recogerá
sus doscientos dólares.
Su boca se curvó contra la mía.
—Ya sé lo que va a pasar. Me vas a hacer perder la cabeza y correrme en cualquier
parte posible de tu duro y sexy cuerpo.
—¿Estás quejándote?
—Se me está haciendo la boca agua, cielo.
Aquella palabra me desconcertó, aunque me pareció muy dulce.
—¿Cielo?
Asintió con una especie de canturreo, y me besó.
Resultaba increíble lo decisiva que podía ser una hora. Salí del despacho de Gideon
con un estado de ánimo completamente distinto al de cuando entré. El contacto de su mano
en la parte baja de mi espalda me hacía disfrutar por anticipado en vez de sentirme
amargada como cuando llegué allí.
Le dije adiós a Scott con la mano y le dediqué una sonrisa radiante a la nada
sonriente recepcionista.
—Creo que no le gusto —le dije a Gideon mientras esperábamos al ascensor.
—¿A quién?
—A tu recepcionista.
Echó un vistazo hacia allá, y a la pelirroja se le iluminó la cara.
—Bueno —murmuré—, tú sí le gustas.
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—Yo le garantizo el sueldo.
Hice un mohín.
—Sí, seguro que es eso. Apuesto a que no tiene nada que ver con que seas el
hombre más sexy de la tierra.
—¿Lo soy en este momento? —Me sujetó contra la pared, con una mirada ardiente.
Le toqué el abdomen y, al notar cómo se endurecían las líneas de su firme
musculatura, me mordí el labio inferior.
—Sólo era una observación.
—A me gustas. —Con las manos contra la pared, a ambos lados de mi cabeza,
bajó la boca hasta la mía y me besó dulcemente.
—Tú a mí también, pero ¿eres consciente de que estás en el trabajo?
—¿Y de qué sirve ser jefe si no puedes hacer lo que te dé la gana?
—Humm...
Cuando llegó un ascensor, me agaché por debajo de un brazo de Gideon y entré. Él
me siguió y, como un depredador, me sujetó por detrás para atraerme hacia él. Metió las
manos en los bolsillos delanteros de mi chaqueta y tiró de ellos hasta los huesos de las
caderas, manteniéndome inmovilizada. La calidez de su contacto, tan próximo al punto
donde más rabiaba yo por él, era toda una tortura. En venganza, moví el culo contra él y
sonreí cuando le oí respirar fuerte y noté que tenía una erección.
—Pórtate bien —me regañó con cierta brusquedad—, tengo una reunión dentro de
quince minutos.
—¿Pensarás en mí cuando estés sentado a tu mesa?
—Sin duda alguna. Y tú vas a pensar en mí cuando estés sentada a la tuya. Es una
orden, señorita Tramell.
Dejé caer la cabeza hacia atrás, contra su pecho, encantada con el tono autoritario de
su voz.
—No podría ser de otro modo, señor Cross, teniendo en cuenta cómo pienso en ti
dondequiera que esté.
Salimos juntos al llegar al vigésimo piso.
—Gracias por comer conmigo.
—Creo que eso me toca a mí decirlo. —Me alejé un poco—. Hasta luego, Oscuro y
Peligroso.
Se sorprendió al oír el apodo que le había puesto.
—A las cinco. No me hagas esperar.
Llegó uno de los ascensores de la izquierda. Megumi salió de él y Gideon entró, su
mirada fija en la mía hasta que se cerraron las puertas.
—¡Jo! —exclamó Megumi—, qué suerte. Me muero de envidia.
No se me ocurrió nada que decir. Todavía era todo muy reciente y tenía miedo de
gafarlo. En el fondo de mi alma sabía que aquellos sentimientos de felicidad no podían
durar mucho. Todo iba demasiado bien.
Corrí a mi mesa y me puse a trabajar.
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—Eva —levanté la mirada y vi a Mark en el umbral de su despacho—, ¿puedo
hablar contigo un minuto?
—Por supuesto —cogí la tableta, a pesar de que el tono de su voz y la expresión
adusta que tenía me decían que no iba a necesitarlo. Cuando Mark cerró la puerta a mis
espaldas, aumentaron mis temores—. ¿Va todo bien?
—Sí. —Esperó hasta que me senté y después ocupó la silla que estaba a mi lado, en
vez de la de su escritorio—. No sé cómo decir esto...
—Sólo dilo. Supongo que lo entenderé.
Me miró con ojos compasivos y un cierto sonrojo.
—No me corresponde a mí interferir; sólo soy tu jefe y eso comporta unos límites,
pero voy a traspasarlos porque me caes bien, Eva, y quiero que trabajes aquí durante mucho
tiempo.
Se me encogió el corazón.
—Qué bien, porque me encanta mi trabajo.
—Vale, vale, me alegro —me dirigió una sonrisa fugaz—. Bueno... que tengas
cuidado con Cross, ¿de acuerdo?
Me alarmé ante el rumbo que tomaba la conversación.
—De acuerdo.
—Es brillante, rico y sexy, así que comprendo que te atraiga. Con todo lo que yo
quiero a Steven, todavía me pongo nervioso cerca de Cross. Tiene mucho gancho. —Mark
hablaba deprisa y gesticulaba con evidente turbación—. Tampoco me extraña que se
interese por ti: eres guapa, inteligente, sincera, atenta... podría seguir así un buen rato
porque eres estupenda.
—Gracias —contesté en voz baja, con la esperanza de que no se me viera tan mal
como yo me sentía. Aquella especie de advertencia por parte de un amigo, y el que otra
gente pensara de mi que sólo era otra chica-de-la-semana, eran la clase de cosas que hacían
mella en mi inseguridad.
—Es que no quiero que te hagan daño —dijo entre dientes, y parecía estar
pasándolo tan mal como yo—. En parte es por egoísmo, lo admito. No quiero perder a una
ayudante magnífica porque no quiera trabajar en un edificio cuyo propietario es un ex.
—Mark, significa mucho para mí que te preocupes y que me consideres valiosa,
pero no tienes que preocuparte por mí. Ya soy mayorcita. Además, nada va hacer que deje
este empleo.
Respiró aliviado.
—Muy bien, entonces dejémoslo y vamos a trabajar.
Y así lo hicimos, pero me preparé para futuros disgustos suscribiéndome a la alerta
diaria de Google con el nombre de Gideon. Y cuando llegaron las cinco, la certeza de mis
muchas debilidades se extendía sobre mi felicidad como una mancha de aceite.
Gideon fue tan puntual como me había asegurado que sería, y no pareció darse
cuenta de mi ánimo pensativo mientras bajábamos en un ascensor abarrotado. Más de una
mujer le dirigió furtivas miradas, pero a mí no me importó mucho. Era muy atractivo; lo
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raro habría sido que no hubieran reparado en él.
Me cogió de la mano cuando pasamos los torniquetes y entrelazamos los dedos.
Aquel sencillo gesto significó tanto para mí en aquella ocasión que le apreté un poco más.
Pero debía tener cuidado. En el momento en que me mostrase agradecida de que pasara el
tiempo conmigo sería el principio del fin. Si eso ocurría, ni yo me respetaría a mí misma ni

él me respetaría tampoco.

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