6
—Hola, papá, te he
pillado en casa. —Agarré bien el auricular y tiré de un taburete
hasta el mostrador de
desayuno. Echaba de menos a mi padre. Durante los últimos cuatro
años habíamos vivido
lo suficientemente cerca uno del otro como para vernos por lo menos
una vez a la semana.
Ahora, él vivía en Oceanside y yo en el otro extremo del país—.
¿Cómo estás?
Mi padre bajó el
volumen del televisor.
—Mejor, ahora que me
has llamado. ¿Qué tal te ha ido en tu primera semana de
trabajo?
Le describí las
jornadas de lunes a viernes, omitiendo todo lo que tenía relación con
Gideon.
—Me cae muy bien mi
jefe, que se llama Mark, y el ambiente en la agencia es muy
dinámico y un tanto
insólito. Estoy contenta a la hora de ir y me quedo pegada a la silla a la
de salir.
—Espero que sigan así
las cosas. Pero tienes que procurar descansar también. Sal
por ahí, vive la
vida, diviértete. Aunque no excesivamente.
—Pues creo que ayer
me pasé un montón. Salí de marcha con Cary y hoy he
amanecido con una
resaca de cuidado.
—No me lo cuentes,
anda —refunfuñó—, que hace unas noches me desperté con un
sudor frío pensando
en qué sería de ti en Nueva York. Me tranquilicé diciéndome a mí
mismo que eres
demasiado inteligente para correr riesgos, gracias a unos progenitores que
te han transmitido
normas de seguridad por medio del ADN.
—Y es verdad —le
dije, riéndome—. Eso me recuerda... que voy a empezar a
entrenarme en Krav
Maga.
—¿Ah, sí? —Hizo una
pausa—. Uno de mis colegas es muy bueno en eso. Puede
que me pase a verlo
cuando vaya a visitarte y cambiamos impresiones.
—¿Vas a venir a Nueva
York? —No podía disimular mi entusiasmo—. Ay, papá,
me encantaría. Aunque
tengo nostalgia del sur de California, Manhattan es impresionante.
Creo que te gustará.
—A mí me gustaría
cualquier sitio siempre que tú estuvieras allí. —Hizo otra pausa
antes de seguir—.
¿Cómo está tu madre?
—Bueno, pues... como
es ella: guapa, encantadora y obsesiva-compulsiva.
Se me hizo un nudo en
el estómago y me pasé la mano por él. Pensé que quizás mi
padre aún quería a mi
madre. Nunca se había casado. Ésa era una de las razones por las que
nunca le conté lo que
me había pasado. Siendo policía, habría insistido en que se
presentaran cargos y
el escándalo habría hecho polvo a mi madre. También me preocupaba
que él le perdiese el
respeto o incluso que la culpara, y no había sido culpa suya. En cuanto
63
ella se enteró de lo
que estaba haciéndome su hijastro, dejó a un marido con quien era feliz
y pidió el divorcio.
Yo seguía hablando
cuando Cary entró a toda prisa, con una bolsita azul de Tiffany
& Co. en la mano.
Le hice un gesto de saludo.
—Hoy hemos estado en
un spa; una manera estupenda de ponerle fin a la semana.
—Me alegro de que
podáis pasar tiempo juntas. —Notaba su sonrisa en la voz—.
¿Qué planes tenéis
para lo que queda del fin de semana?
Eludí el tema del
acto benéfico, sabiendo como sabía que todo ese rollo de la
ostentación y los
cubiertos exorbitantemente caros pondrían más distancia entre mis padres.
—Cary y yo saldremos
a cenar, y mañana tengo intención de quedarme en casa.
Dormir hasta las
tantas, con el pijama todo el día puesto, tal vez alguna película y comida a
domicilio. Vegetar un
poquito antes de que empiece una nueva semana de trabajo.
—Me suena a música
celestial. Tal vez haga yo lo mismo el próximo día que tenga
libre.
Eché un vistazo al
reloj y vi que ya eran casi las seis.
—Tengo que arreglarme
ya. Ten mucho cuidado en tu trabajo, ¿vale? Ya sabes que
me preocupo mucho por
ti.
—Así lo haré. Adiós,
nena.
Aquella despedida,
tan habitual en él, me hizo añorarle tanto que la emoción me
produjo un nudo en la
garganta.
—¡Ah, espera! Voy a
comprar otro teléfono móvil. Te mandaré un mensaje con el
nuevo número en
cuanto lo tenga.
—¿Otro? Pero si ya te
compraste uno cuando te trasladaste.
—Es una larga
historia. Y muy aburrida.
—Bueno... Hazlo
cuanto antes. Son muy útiles en cuanto a la seguridad y también
para jugar a los
Pájaros Cabreados.
—Yo ya no juego a
eso. —Me eché a reír y una cálida oleada recorrió todo mi
cuerpo al oírle reír
a él también—. Te llamaré dentro de unos días. Sé bueno.
—Eso hago.
Colgué. Me quedé
sentada un momento, envuelta en el silencio que siguió, con la
sensación de que todo
iba bien en mi mundo, sensación que no solía durar mucho; Cary
hizo sonar el equipo
de su dormitorio con música de Hinder, y eso me hizo ponerme en
movimiento.
Corrí a mi habitación
a prepararme para salir aquella noche con Gideon.
—¿Me pongo collar o
no? —le pedí consejo a Cary cuando entró en mi cuarto con
un aspecto
verdaderamente espectacular. Vestido con su nuevo esmoquin de Brioni, se le
veía a la vez
elegante y desenvuelto, y seguro de llamar la atención.
—A ver... —ladeó la
cabeza para examinarme—, levántalo otra vez.
Me acerqué al cuello
la gargantilla de monedas de oro. El vestido que me había
enviado mi madre era
rojo camión de bomberos y diseñado para una diosa griega. Sujeto
64
sólo de un hombro,
caía en diagonal por el pecho e iba plisado hasta las caderas y con una
abertura desde lo
alto del muslo hasta los pies. No tenía espalda, aparte de una fina tira de
pedrería que iba de
un lado a otro de ésta para evitar que la parte delantera se desprendiese.
Por otra parte, el
escote de atrás llegaba justamente hasta la hendidura de los glúteos en un
atrevido corte en V.
—Olvídate del collar
—me dijo—. Yo me inclinaba por unos pendientes de oro,
pero ahora me parecen
mejor unos aros con diamantes. Los más grandes que tengas.
—¿Sí? ¿En serio?
—Fruncí un poco el ceño ante nuestra imagen reflejada en el
espejo de cuerpo
entero, y le observé mientras se dirigía a mi joyero y buscaba en él.
—Éstos. —Me trajo los
aros de cinco centímetros que me había regalado mi madre
cuando cumplí
dieciocho años—. Confía en mí, Eva. Póntelos.
Me los puse y
comprobé que tenía razón. Me proporcionaban un look muy distinto
al de la gargantilla
de oro, menos glamur pero más sensualidad. Además iban bien con la
esclava, también de
diamantes, que llevaba en el tobillo derecho, y que ya nunca me
parecería la misma
desde el comentario de Gideon. Con el pelo retirado de la cara, cayendo
en una cascada de
abundantes rizos deliberadamente desordenados, tenía una imagen de
recién-follada que se
complementaba con sombra oscura de ojos y brillo incoloro en los
labios.
—¿Qué haría yo sin
ti, Cary Taylor?
—Nena —me puso las
manos en los hombros y apretó su mejilla contra la mía—,
nunca lo sabrás.
—A propósito, estás
impresionante.
—Sí, ¿verdad? —Me
guiñó un ojo y retrocedió un poco para que le viera bien.
A su manera, Cary
podría hacer la competencia a Gideon en lo que al atractivo se
refería. Cary tenía
las facciones más delicadas, se podría decir que bonitas, comparadas con
la belleza salvaje de
Gideon, pero ambos eran hombres imponentes, que hacían volver la
cabeza y quedarse un
rato disfrutando de aquel regalo para la vista.
Cuando nos conocimos,
Cary no estaba tan bien, sino flaco y demacrado, con los
ojos desorientados y
sombríos. Pero me gustó de todos modos y hacía todo lo posible para
sentarme a su lado en
la terapia de grupo. Un día, me propuso de un modo muy brusco que
me acostara con él,
pues tenía el convencimiento de que la única razón por la que la gente
se le acercaba era
para follar. Al negarme, firme e irrevocablemente, fue cuando por fin nos
compenetramos y
llegamos a ser tan buenos amigos. Él se convirtió en el hermano que
nunca había tenido.
Sonó el timbre del
portero automático y di un respingo, lo cual me hizo darme
cuenta de lo nerviosa
que estaba. Miré a Cary.
—Se me olvidó decir
en recepción que iba a venir.
—Yo iré a buscarle.
—¿Seguro que no te
importa andar por ahí con Stanton y mi madre?
—¿Qué dices? ¡Pero si
me adoran! —Su sonrisa se atenuó un poco—. ¿Salir con
Gideon te produce
desasosiego?
65
Aspiré hondo,
recordando cómo estaba unas horas antes: tumbada y aturdida por un
orgasmo múltiple.
—No, la verdad es que
no. Lo que ocurre es todo está yendo muy deprisa y mejor
de lo que yo esperaba
o creía que deseaba...
—Te estás preguntando
dónde está la trampa. —Alargó la mano y me dio unos
golpecitos en la
nariz con la yema del dedo—. Él es la trampa, Eva. Y tú te lo has llevado.
Disfrútalo.
—Lo intento.
—Agradecía mucho que Cary entendiera cómo funcionaba mi mente.
Era sumamente fácil
estar con él, sabiendo que él leía entre líneas cuando yo no podía
explicar algo.
—He investigado sobre
él todo lo que podido esta mañana y he imprimido las cosas
interesantes más
recientes. Están en tu mesa, por si quieres verlas.
Recordaba haberle
visto imprimiendo algo antes de prepararnos para ir al spa. Me
puse de puntillas y
le besé en la cara.
—Eres inmejorable. Te
adoro
—Lo mismo digo, nena.
—Se encaminó hacia la puerta—. Bajaré a recepción y le
traeré. No te
aceleres. Se ha adelantado diez minutos.
Sonriendo, le vi
salir tranquilamente al corredor. Después de cerrar la puerta, me
dirigí al pequeño
cuarto de estar anexo a mi dormitorio. Sobre el nada práctico escritorio
que había elegido mi
madre, encontré una carpeta con varios artículos e imágenes impresas.
Tomé asiento y me
sumergí en la historia de Gideon Coss.
Era como estar viendo
un descarrilamiento. Me enteré de que era el hijo de
Geoffrey Cross, en
otro tiempo presidente de una empresa de inversión de valores que más
tarde resultó ser la
pantalla de un enorme fraude tipo piramidal. Gideon sólo tenía cinco
años cuando su padre
se suicidó de un tiro en la cabeza para no ir a la cárcel.
Oh,
Gideon. Traté de imaginármelo a esa edad y vi a un niño muy guapo, de pelo
negro y ojos azules,
lleno de confusión y tristeza. Se me partió el corazón. La muerte del
padre y las
circunstancias que lo rodearon debieron de ser un tremendo golpe tanto para su
madre como para él.
La tensión y el sufrimiento en aquellos momentos tan duros tuvieron
que ser horrorosos,
en particular para un niño tan pequeño.
Su madre volvió a
casarse, esta vez con Christopher Vidal, un ejecutivo de la
música, y tuvo otros
dos hijos, Christopher e Ireland, pero parecía que el aumento de la
familia y la
seguridad económica llegaron demasiado tarde para estabilizar a Gideon tras
semejante impresión.
Había estado demasiado bloqueado como para que le quedaran
dolorosas secuelas
emocionales.
Con ojos curiosos y
críticos, estudié a las mujeres que habían sido fotografiadas
junto a Gideon, y
pensé en su planteamiento de salir, socializar y sexo. También me di
cuenta de que mi
madre tenía razón: todas eran morenas. La mujer que más veces aparecía
con él llevaba el
sello de la ascendencia hispana.
—Magdalene Perez
—murmuré, admitiendo a regañadientes que era
despampanante. Tenía
una pose de ostensible seguridad en sí misma que para mí quería yo.
66
—Bueno, ya es hora.
—Cary me interrumpió con un suave tono de picardía. Estaba
en la puerta de mi
habitación, apoyado insolentemente en la jamba.
—¿Ya? —Estaba tan
absorta que yo no me había dado cuenta del tiempo que había
pasado.
—Creo que está a
punto de entrar a por ti. Apenas puede aguantar.
Cerré la carpeta y me
levanté.
—Interesante,
¿verdad?
—Mucho.
¿Cómo habría influido
el padre de Gideon en él o, más concretamente, su suicidio?
Todas las respuestas
que quería me esperaban en la habitación de al lado.
Salí del dormitorio y
recorrí el pasillo en dirección a la sala de estar. Me detuve en
el umbral, con los
ojos fijos en la espalda de Gideon, que en ese momento observaba la
calle por la ventana.
El corazón se me puso a mil. El reflejo en el cristal me dejó adivinar su
ánimo pensativo, por
la mirada perdida y la expresión adusta. Los brazos cruzados
delataban una
inquietud inherente, como si se encontrara fuera de su elemento. Se le veía
lejano y apartado. Un
hombre intrínsecamente solo.
Advirtió mi
presencia, o tal vez percibió mis sentimientos. Se dio la vuelta y luego
se quedó inmóvil. Yo
aproveché la oportunidad para empaparme de él, mirándole de hito en
hito. Era magnífico
de arriba abajo. Con un atractivo tan sensual que me dolían los ojos
sólo de verle. Un
encantador mechón que le venía a la cara me hizo mover los dedos por las
ganas de tocarlo. Y
el modo en que me observaba él a mí... me aceleró las pulsaciones.
—Eva. —Se aproximó
con paso enérgico y airoso, cogió una de mis manos y se la
llevó a la boca. Su
mirada no podía ser más intensa.
La sensación de sus
labios en mi piel me puso la carne de gallina y despertó el
recuerdo de aquella
boca tentadora en otras partes de mi cuerpo. Me excité inmediatamente.
—Hola.
La satisfacción se
asomó a sus ojos.
—Hola. Estás
increíble. No veo el momento de lucirte por ahí.
Expresé con el
suspiro el placer que sentía ante el cumplido.
—A ver si estoy a tu
altura.
Gideon frunció ligeramente
el entrecejo.
—¿Has cogido todo lo
necesario?
Cary se acercó con un
chal de terciopelo negro y unos guantes largos.
—Aquí tienes. He
metido en el bolso la barra de labios.
—Eres un cielo, Cary.
Me hizo un guiño como
diciéndome que había visto los condones en el bolsillo
interior.
—Bajaré con vosotros.
Gideon cogió el chal
y me lo echó por los hombros. Liberó la parte del pelo que
había quedado debajo,
y el contacto de sus manos con mi cuello me afectó de tal manera
que apenas me di
cuenta cuando Cary me enfundó los guantes.
67
El tiempo que duró el
descenso del ascensor hasta la entrada fue todo un ejercicio
de supervivencia a la
tensión sexual aguda. No parecía que Cary se diera cuenta; iba a mi
izquierda, con las
manos en los bolsillos y silbando. Gideon, al otro lado era una fuerza
irresistible. Aunque
ni se movía ni emitía ningún sonido, yo notaba la potente energía que
irradiaba. Me ardía
la cara por la fuerza magnética que había entre nosotros y mi
respiración se hizo
entrecortada. Fue un alivio que se abrieran las puertas y saliéramos de
aquel espacio
cerrado.
Dos mujeres esperaban
para entrar. Se quedaron con la boca abierta cuando vieron a
Gideon y Cary, y eso
me distendió y me hizo sonreír.
—Señoras —las saludó
Cary, con una sonrisa que realmente no era justa. Casi se
podía ver el
cortocircuito que tenía lugar en sus cerebros.
Por el contrario,
Gideon hizo una leve inclinación de cabeza y me condujo adelante
con una mano en la
zona dorsal de mi espalda, piel con piel. El contacto fue eléctrico y me
produjo una oleada de
calor.
Le apreté una mano a
Cary.
—Resérvame un baile.
—Por supuesto. Hasta
luego.
Fuera, nos esperaba
una limusina. El chófer abrió la puerta en cuanto Gideon y yo
salimos. Me deslicé
hasta un extremo del asiento y me coloqué el vestido. Cuando Gideon
se sentó junto a mí,
me di cuenta de lo bien que olía. Inhalé aquel aroma, instándome a mí
misma a relajarme y
disfrutar de su compañía. Él me cogió la mano y me acarició la palma
con las yemas de los
dedos, cuyo roce hizo saltar chispas de lujuria.
—Eva... —Apretó un
botón y el cristal de separación del conductor comenzó a subir
Acto seguido me
atrajo hacia él y puso su boca en la mía, besándome
apasionadamente.
Por mi parte, hice lo
que había querido hacer desde que le vi en mi cuarto de estar:
le sujeté por el pelo
y le devolví el beso. Me encantaba el modo que tenía de besarme, como
si no tuviera más
remedio, como si fuese a enloquecer si tenía que esperar más tiempo. Le
succioné la lengua,
ahora que sabía cuánto le gustaba, ahora que sabía cuánto me gustaba a
mí y lo mucho que me
hacía desear chuparle en cualquier otro sitio con las mismas ansias.
Pasó las manos por mi
espalda desnuda y yo gemí, sintiendo el empuje de su
erección contra la
cadera. Cambié de posición para sentarme sobre él, quitando la falda de
en medio y
agradeciéndole mentalmente a mi madre la idea de mandarme aquel vestido
provisto de una
abertura tan práctica. Con una pierna a cado lado de su cuerpo, le abracé a
la altura de los
hombros y profundicé más con mis besos. Le lamí dentro de la boca, le
mordisqueé el labio
inferior, le acaricié toda la lengua con la mía...
Gideon me agarró por
la cintura y me hizo a un lado. Se apoyó en el respaldo del
asiento, con el
cuello arqueado para mirarme a la cara y el torso palpitante.
—¿Qué me estás
haciendo?
Le pasé las manos por
el pecho, por encima de la camisa, y noté la dureza
implacable de sus
músculos. Fui siguiendo con los dedos las turgentes líneas del abdomen
68
mientras me hacía una
idea de cómo estaría desnudo.
—Te estoy tocando.
Disfrutando contigo como una loca. Te deseo, Gideon.
Me agarró de las
muñecas para impedir el avance de mis movimientos.
—Luego. Estamos en
medio de Manhattan.
—Nadie nos ve.
—Ya, pero no es
momento ni lugar para empezar algo que necesita horas. Estoy
volviéndome loco
desde esta tarde.
—Pues vamos a
asegurarnos de que lo terminamos ahora.
Me apretó las manos
con más fuerza.
—No podemos hacerlo
aquí.
—¿Por qué no?
—Entonces me asaltó un pensamiento sorprendente—. ¿Nunca lo
has hecho en una
limusina?
—No —dijo, tensando
las mandíbulas—. ¿Y tú?
Desvié la mirada sin
contestar y vi el tráfico y los peatones que pululaban a nuestro
alrededor. Estábamos
sólo a un paso de la gente, pero el cristal oscuro nos ocultaba y a mí
me daba alas. Quería
complacerle. Quería saber que era capaz de descubrir el interior de
Gideon Cross, y nada
me lo impedía salvo él mismo.
Balanceé las caderas
contra él, rozándome con toda la longitud de su firme polla. Él
emitía sonidos
sibilantes al soltar el aliento con los dientes apretados.
—Te necesito, Gideon
—le dije jadeando, inhalando su perfume, que era más
intenso ahora que
estaba excitado. Pensé que podría estar un poco ebria sólo del tentador
aroma de su piel—. Me
vuelves loca.
Me soltó las muñecas
y me cogió la cara con las manos, presionando con fuerza sus
labios contra los
míos. Llevé la mano a su bragueta y le desabroché dos botones que daban
acceso a la
cremallera. Él se puso rígido.
—Necesito esto
—susurré contra sus labios—. Dámelo.
No se relajó, pero
tampoco intentó detenerme. Cuando tuve el pene en mi poder,
emitió un sonido a la
vez quejumbroso y erótico. Lo apreté delicadamente, con una
suavidad premeditada.
Estaba duro como una piedra, y caliente. Lo acaricié de arriba a
abajo con las manos
cerradas, de la raíz a la punta, conteniendo la respiración cuando él se
estremecía debajo de
mí.
Entonces me sujetó
por los muslos y buscó bajo el vestido con los dedos hasta
encontrar la puntilla
roja del tanga.
—Tienes un coño tan
dulce... —murmuró junto a mi boca—. Quiero tenerte
extendida y lamerte
hasta que me exijas la polla.
—Si quieres, te la
exijo ya. —Seguí tocándole con una mano mientras buscaba el
bolso con la otra
para coger un condón.
El dedo que deslizó
bajo el tanga encontró ya la superficie resbaladiza.
—Apenas te he tocado
—susurró, con los ojos brillantes dirigidos a mí desde la
sombra del respaldo—
y ya estás preparada.
—No puedo evitarlo.
69
—No quiero que lo
evites. —Me penetró con el dedo, mordiéndose el labio inferior
cuando yo me contraje
sin remedio en torno a él—. No sería justo cuando yo no soy capaz
de parar lo que me
estás haciendo. —Rasgué el envoltorio con los dientes y se lo di con el
anillo del condón
sobresaliendo.
—A mí no se me dan
bien.
Su mano se curvó
sobre la mía.
—Me estoy saltando
todas las reglas contigo.
El tono grave de su
voz me provocó una cálida ola de confianza.
—Las reglas están
hechas para romperlas.
Vi un instante la
blancura de sus dientes; luego presionó un botón del panel que
había a su lado y
dijo:
—Conduce hasta que te
diga.
Las mejillas me
ardían. Los faros de un coche traspasaron el cristal oscuro e
iluminaron mi cara,
delatando mi rubor.
—Vaya, Eva —susurró,
desenrollando el condón con destreza—, me seduces para
hacer el amor en la
limusina, y luego te sonrojas cuando le digo al chófer que no interrumpa
mientras lo hacemos.
Esa ironía repentina
me hizo desearle desesperadamente. Colocando las manos en
sus hombros para
guardar el equilibrio, me puse de rodillas, elevándome hasta la altura
necesaria para
quedarme en el aire sobre la gruesa verga de Gideon. Movió las manos por
mis caderas y oí el
rasgar de las bragas. El ruido repentino y lo impetuoso de aquel acto
aguijonearon mi
pasión hasta un punto supremo.
—Despacio —ordenó con
voz ronca, levantando las caderas para bajarse más los
pantalones.
Su erección me rozaba
entre las piernas al moverse, y yo me quejaba, anhelante y
vacía, como si los
orgasmos que me había dado antes no hubieran sino acuciado mi deseo
en vez de saciarlo.
Se tensó cuando rodeé
el pene con los dedos y coloqué su prominente glande entre
los lubricados
pliegues de mi hendidura. Los efluvios de nuestra fogosidad hacían el aire
húmedo y cargado, una
seductora mezcla de ardor y feromonas que soliviantaba a todas las
células de mi cuerpo,
me producía un hormigueo en la piel y ponía los pechos pesados y
tiernos.
Esto
era lo que yo quería desde el momento en que le vi: poseerle,
subirme a su
cuerpo magnífico y
meterlo bien dentro de mí.
—Dios santo, Eva
—exclamó, jadeante, cuando por fin bajé mi cuerpo sobre el
suyo, mientras seguía
masajeándome los muslos.
Cerré los ojos,
sintiéndome desvalida. Había querido intimidad con él y ahora esto
parecía demasiado
íntimo. Estábamos vis a vis, a pocos centímetros uno del otro,
escondidos en un
pequeño espacio mientras el resto del mundo circulaba a nuestro
alrededor. Notaba su
agitación, sabía que él se sentía tan descentrado como yo.
—Eres tan prieta...
—sus palabras, entrecortadas, iban unidas por un hilo de
70
deliciosa agonía. Le
absorbí aún más, dejándolo entrar más dentro. Inspiré profundamente,
sintiéndome
exquisitamente elástica.
—Y tú la tienes tan
grande...
Presionando la palma
abierta contra mi bajo vientre, me tocó el palpitante clítoris
con la yema del
pulgar y empezó a masajearlo en círculos lentos, suaves y expertos. Todo
en mi interior se
contrajo y se estrechó, succionándolo con más fuerza. Le miré con los ojos
entreabiertos. Estaba
tan hermoso tumbado debajo de mí con su elegante esmoquin y aquel
poderoso cuerpo
entregado a la necesidad primaria de la cópula...
Torció el cuello, con
la cabeza clavada en el respaldo, como si luchara contra unas
ataduras invisibles.
—¡Ay, Señor! —exclamó
entre dientes— Voy a correrme entero.
Aquella oscura
promesa me excitó aún más. El sudor me empañaba la piel. Estaba
tan húmeda y tan
caliente que me deslizaba como la seda a lo largo de su verga hasta
envainarla por
completo. Se me escapó un grito al llegar a la raíz. Entraba tan hondo que
casi no podía
soportarlo y me forzaba a balancearme para evitar la inesperada molestia.
Pero a mi cuerpo no
parecía importarle que fuera demasiado grande. Se ondulaba, se
contraía, vibraba, al
borde del orgasmo.
Gideon, con la
respiración agitada, soltó una palabrota y me asió por la cadera con
la mano libre,
instándome a yacer de espaldas. En esta posición me abrí hasta tenerlo dentro
entero. Su
temperatura subió de inmediato, su torso irradiaba un calor voluptuoso a través
de la ropa. Unas
gotas de sudor perlaban su labio superior.
Me incliné hacia
delante y pasé la lengua por la bella curva de su boca, saboreando
la sal con un
balbuceo de placer. Gideon movía las caderas, lleno de impaciencia. Me elevé
cuidadosamente unos
centímetros antes de que él me frenara con cierta rudeza.
—Despacio —volvió a
advertirme, con un tono imperioso que me subió la libido.
Volví a bajar,
apresando el pene otra vez y experimentando un dolor extrañamente
exquisito al notar
que penetraba casi demasiado. Nuestras miradas se engarzaron a la vez
que el placer se
extendía desde el punto en que estábamos unidos. Me sorprendió pensar
que estábamos los dos
completamente vestidos salvo por las partes más íntimas de nuestro
cuerpo. Me pareció
carnal hasta la locura, igual que los sonidos que él hacía expresando
que su placer era tan
intenso como el mío.
Completamente
exaltada, aplasté su boca con la mía, mientras le aferraba por las
raíces del pelo,
empapado de sudor. Le besé sin dejar de menear las caderas, dejándome
llevar por el
arrebatador movimiento de su pulgar y sintiendo crecer el orgasmo con cada
impulso de su pene
largo y grueso hacia mi tierno interior.
En algún momento
perdí la cabeza, los instintos más primitivos se impusieron y
sólo el cuerpo
mandaba. No podía centrarme en nada, salvo en la absoluta necesidad de
follar, de montar su
polla hasta que la tensión explotara y me liberase de aquella ansia
enloquecedora.
—¡Qué bueno es esto!
—musité, totalmente entregada—.Te sientes... ¡Dios mío, es
demasiado bueno!
71
Gideon marcaba el
ritmo con ambas manos, inclinándome hacia un lado de modo
que su enorme glande
frotaba oblicuamente un lugar suave y muy sensible de mis
profundidades.
Comprendí, por mi propia contracción y mis temblores, que iba a correrme
precisamente gracias
a eso, a sus expertos impulsos dentro de mí.
Gideon.
Me agarró de la nuca
justo cuando el orgasmo hacía presa de mí, empezando con
extáticos espasmos
que se transmitían hacia fuera en oleadas hasta convertirme en una pura
convulsión. Me vio
descomponerme cuando yo hubiera preferido cerrar los ojos. Poseída
por aquella mirada
fija, me corrí con más intensidad que nunca, gimiendo y
estremeciéndome a
cada embate de placer.
—Joder, joder, joder
—mascullaba, dándome empellones con las caderas, y tirando
de las mías hacia
abajo para que recibieran sus embestidas. Me golpeaba en lo más
profundo con cada
envite. Lo sentía cada vez más grueso y duro.
Le contemplé
fijamente, quería verle fuera de sí por mí. Sus ojos, frenéticos por la
necesidad, perdían el
rumbo a la vez que iba disminuyendo el control sobre sí mismo, su
precioso rostro
desencajado por la brutal carrera hacia el clímax.
—¡Eva! —se
corrió con un rugido animal de éxtasis salvaje, un sonido que me
fascinó por su
fiereza. Se estremeció cuando el orgasmo se apoderó de él, y sus rasgos se
suavizaron un
instante con un toque de inesperada vulnerabilidad.
Le cogí la cara con
las manos y le besé sutilmente los labios, reconfortándolo
mientras él dejaba
escapar bocanadas de aire que me rozaban las mejillas.
—Eva. —Me estrechó
entre sus brazos, presionando su cara húmeda contra la curva
de mi cuello.
Sabía exactamente
cómo se sentía. Desnudo. Al descubierto.
Nos quedamos así
mucho tiempo, abrazados, absorbiendo las réplicas. Volvió la
cabeza y me besó
suavemente, aliviando mis confusas emociones con las caricias de su
lengua en mi boca.
—¡Guau! —respiré,
conmovida.
—Sí —salió de su
boca.
Sonreí, aturdida pero
eufórica.
Gideon me apartó de
las sienes los mechones húmedos de cabello y pasó los dedos
por mi cara casi con
veneración. Me estudiaba de un modo que me ponía un nudo en el
pecho. Me miraba
atónito y... agradecido, con ojos cálidos y dulces.
—No quiero estropear
este momento...
La frase quedó
flotando en el aire y yo traté de completarla.
—¿Pero...?
—Pero no puedo faltar
a esa cena. Tengo que dar un discurso.
—Ya. —El momento
efectivamente se había estropeado.
Me separé de él con
cuidado, mordiéndome el labio al notar cómo salía de mi
cuerpo dejándome
humedecida. La fricción fue suficiente para hacerme querer más. La
erección apenas se
había reducido.
72
—¡Maldita sea! —dijo
bruscamente—. Te deseo otra vez.
Me agarró antes de
que me apartara, sacó un pañuelo de algún sitio y me limpió
entre las piernas con
delicadeza. Era un acto sumamente íntimo, semejante al coito que
acabábamos de
compartir. Cuando estuve seca me acomodé en el asiento a su lado y saqué
el lápiz de labios de
la cartera. Miré a Gideon por encima del espejo de la polvera mientras
se quitaba el condón
y lo ataba. Después lo envolvió en una servilleta y lo tiró a un
receptáculo oculto
para basura. Se adecentó y le dijo al conductor que se dirigiera a nuestro
destino. Luego, se
arrellanó en el asiento y miró por la ventana.
Con cada segundo que
transcurría sentía que Gideon se distanciaba, que nuestra
conexión se
desbarataba poco a poco. Me quedé encogida en el extremo del asiento,
retirada de él,
manteniendo el alejamiento que sentía crecer entre nosotros. Toda la calidez
que había
experimentado se convirtió en una notoria frialdad, y me sentí tan destemplada
que me arropé con el
chal. No movió ni un músculo cuando me giré a su lado para guardar
la polvera, como si
no se diera cuenta de que yo estaba allí.
Bruscamente, Gideon
abrió el bar y sacó una botella. Sin mirarme, preguntó:
—¿Brandy?
—No, gracias.
Mi voz sonó en un
susurro, pero no pareció percatarse. O tal vez no le importaba. Se
sirvió una copa y se
la tomó de un trago.
Confusa y herida, me
puse los guantes intentando comprender qué era lo que había
fallado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario