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No te escondo nada - Sylvia Day - Cap.5



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El sábado por la mañana tenía una resaca de órdago y pensé que era lo menos que
me merecía. Por mucho que me ofendiera la insistencia de Gideon en negociar las
relaciones sexuales con la misma pasión con la que negociaría una fusión comercial, al
final yo había hecho otro tanto. Porque le deseaba lo suficiente como para correr un riesgo
calculado y romper mis propias normas.
Me consolaba saber que él también estaba rompiendo algunas de las suyas.
Tras una larga ducha caliente, enfilé hacia el cuarto de estar, donde estaba Cary,
fresco y espabilado, sentado en el sofá con su netbook. Olía a café en la cocina, así que me
dirigí allí y me llené la taza más grande que pude encontrar.
—Buenos días, nena —dijo Cary en voz alta.
Con mi muy necesaria dosis de cafeína entre las manos, fui a sentarme con él en el
sofá.
Me señaló una caja que había en un extremo de la mesa.
—Te ha llegado mientras estabas en la ducha.
Dejé la taza en la mesa de centro y cogí la caja. Estaba envuelta con papel marrón y
cordel y tenía mi nombre escrito en diagonal en la parte de arriba con trazos decorativos.
Dentro había un frasco de color ámbar en el que ponía REMEDIO PARA LA RESACA
con una antigua letra blanca y una nota atada con rafia en el cuello del frasco en la que se
leía: Bébeme. La tarjeta de Gideon estaba entre el papel protector de seda.
Me pareció un regalo muy oportuno. Desde que conocía a Gideon me sentía como si
hubiera caído por la madriguera del conejo en un mundo fascinante y seductor, donde la
mayoría de las normas conocidas no eran aplicables. Me hallaba en un territorio
desconocido que era emocionante y aterrador a la vez.
Eché una mirada a Cary, que observó el frasco con recelo.
—¡Salud! —Saqué el corcho y me bebí el contenido sin pensarlo dos veces. Sabía a
empalagoso jarabe para la tos. Era tan desagradable que primero se me revolvió el
estómago y luego noté que me quemaba. Me limpié los labios con el dorso de la mano y
volví a poner el corcho en el frasco vacío.
—¿Qué era? —preguntó Cary.
A juzgar por el ardor, más de lo mismo para quitar la resaca.
—Eficaz pero desagradable —añadió, arrugando la nariz.
Y estaba funcionando, pues ya me sentía un poco más firme.
Cary cogió la caja y sacó la tarjeta de Gideon. Le dio la vuelta y me la tendió. En el
reverso Gideon había escrito Llámame con una caligrafía de rasgos enérgicos y había
anotado un número de teléfono.
Le cogí la tarjeta, ahuecando la mano sobre ella. Su regalo era señal de que pensaba
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en mí. Su tenacidad y fijación eran seductoras.
No había duda de que estaba metida en un buen lío en lo que respectaba a Gideon.
Me moría por sentirme como cuando él me tocaba, y me encantaba cómo respondía cuando
le tocaba yo. Cuando trataba de pensar en lo que no estaría dispuesta a hacer para que sus
manos volvieran a tocarme, no se me ocurría gran cosa.
Cuando Cary hizo ademán de pasarme el teléfono, sacudí la cabeza.
—Todavía no. Necesito tener la cabeza despejada cuando trato con él, y aún estoy
confusa.
—Parecíais muy a gusto los dos anoche. Desde luego, está colado por ti.
—Y yo por él. —Me acurruqué en una esquina del sofá, apoyé la mejilla en un cojín
y encogí las piernas hasta el pecho—. Vamos a salir de vez en cuando, a tener relaciones
sexuales esporádicas, pero físicamente intensas y a ser, por lo demás, completamente
independientes. Nada de ataduras, ni expectativas ni responsabilidades.
Cary pulsó una tecla de su netbook y la impresora que estaba en el otro extremo de
la habitación empezó a echar páginas. Luego cerró de golpe el ordenador, lo dejó encima de
la mesa de centro y me concedió toda su atención.
—Quizá se convierta en algo serio.
—Quizá no —me burlé.
—Cínica.
—No busco ningún vivieron-felices-para-siempre, Cary, y menos con un
megamagnate como Cross. He visto en mi madre lo que supone relacionarse con hombres
poderosos. Es un trabajo de jornada completa con media de compañía. El dinero hace feliz
a mi madre, pero no sería suficiente para mí.
Mi padre quería a mi madre. Le pidió que se casara con él y compartieran la vida.
Ella le rechazó porque carecía de la considerable cartera de acciones y la abundante cuenta
corriente que ella requería en un marido. El amor no era un requisito para el matrimonio en
opinión de Mónica Stanton, y como a la mayoría de los hombres les resultaba irresistible su
belleza de ojos seductores y voz susurrante, nunca tuvo que conformarse con menos de lo
que quería. Desgraciadamente, no quería a mi padre para una larga travesía.
Eché un vistazo al reloj y vi que eran las diez y media.
—Supongo que debería prepararme.
—Me encanta pasar el día del spa con tu madre. —Cary sonrió, y despejó las
sombras que aún persistían en mi estado de ánimo—. Después me siento como un dios.
—Yo también. Sólo que yo como una diosa.
Teníamos tantas ganas de marcharnos que bajamos al encuentro del coche en lugar
de esperar a que llamaran de recepción.
El portero sonrió cuando salimos fuera, yo con sandalias de tacón y vestido largo y
Cary con unos vaqueros de tiro bajo y una camiseta de manga larga.
—Buenos días, señorita Tramell. Señor Taylor. ¿Van a querer un taxi hoy?
—No, gracias, Paul. Estamos esperando un coche. —Cary sonrió—. ¡Es el día del
spa en Perrini’s!
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—Ah, el Día del Spa de Perrini’s. —Con un gesto de la cabeza, Paul dio a entender
que sabía lo que era—. Yo le di a mi mujer un cheque regalo por nuestro aniversario. Le
gustó tanto que he pensado hacer de ello una costumbre.
—Hiciste bien, Paul —dije yo—. Mimar a una mujer nunca pasa de moda.
Llegó un turismo negro con Clancy al volante. Paul abrió la puerta trasera y nos
montamos, dando grititos al ver una caja de chocolatinas Knipschild en el asiento. Nos
despedimos de Paul, nos acomodamos y nos pusimos manos a la obra, dando pequeños
mordiscos a aquellas trufas que merecía la pena saborear lentamente.
Clancy nos llevó directamente a Perrini’s, donde la relajación comenzó desde el
momento mismo en que entramos. Cruzar el umbral de la entrada era como tomarse unas
vacaciones al otro lado del mundo. Cada puerta arqueada estaba enmarcada por unas
suntuosas cortinas a rayas de vibrantes colores, mientras que unos cojines con fundas de
pedrería decoraban los divanes y los enormes sillones.
Colgadas del techo había jaulas doradas con pájaros que gorjeaban, y por todos los
rincones se veían macetas con plantas de hojas exuberantes. Pequeñas fuentes decorativas
añadían los sonidos del fluir del agua, y se oía música instrumental de cuerda a través de
unos altavoces ingeniosamente escondidos. El aire olía a una mezcla de especias y
fragancias exóticas, que me hacían sentir como si me hubiera adentrado en Las mil y una
noches.
Rozaba la exageración, pero no llegaba a traspasar la línea. Eso sí, Perrini’s era
exótico y lujoso, un capricho para quienes pudieran permitírselo. Como mi madre, que
acababa de salir de su baño de leche y miel cuando llegamos nosotros.
Leí la carta de tratamientos disponibles y decidí cambiar mi habitual «mujer
guerrera» por el de «caprichos apasionados». Me habían hecho la cera la semana anterior,
pero me parecía que el resto del tratamiento —pensado para estar irresistible
sexualmente— era justo lo que necesitaba.
Finalmente había conseguido reconducir el pensamiento a asuntos menos
peligrosos, cuando Cary habló desde el sillón de pedicura que estaba a mi lado.
—Señora Stanton, ¿conoce a Gideon Cross?
Le miré boquiabierta. Sabía perfectamente que mi madre se ponía de los nervios con
cualquier noticia relacionada con mis relaciones amorosas, o no tan amorosas, como podía
ser el caso.
Mi madre, sentada a mi otro lado, se echó hacia delante con su típica emoción de
niña ante un hombre rico y atractivo.
—Por supuesto. Es uno de los hombres más ricos del mundo. El número veinticinco
o algo así en la lista de la revista Forbes, si no recuerdo mal. Un joven muy ambicioso,
obviamente, y un generoso benefactor de muchas organizaciones benéficas que yo apoyo.
Un buenísimo partido, claro está, pero dudo que sea gay, Cary. Tiene fama de donjuán.
—Eso que me pierdo. —Cary sonrió e hizo como que no me veía sacudir la cabeza
con fuerza—. Pero de todos modos sería un amor imposible, ya que él anda tras Eva.
—¡Eva! No puedo creer que no hayas contado nada. ¿Cómo has podido ocultarme
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algo así?
Miré a mi madre, cuya cara lavada se veía joven, sin arrugas y muy parecida a la
mía. Yo era a todas luces hija de mi madre, hasta el apellido. La única concesión que le
había hecho a mi padre había sido ponerme el nombre de su madre.
—No hay nada que contar —insistí—. Sólo somos... amigos.
—Podemos hacerlo mejor —dijo Mónica, con una calculadora mirada que me dio
miedo—. No sé cómo no he caído en que trabajas en el mismo edificio que él. Seguro que
se enamoró de ti en cuanto te vio. Aunque se sabe que le van más las morenas... Humm...
Bueno. También es famoso por su excelente gusto. Es evidente que en esto último llevas las
de ganar.
—Las cosas no van por ahí. Por favor, no empieces a meterte donde no te llaman.
Me pondrás en una situación embarazosa.
—Tonterías. Si hay alguien que sepa qué hacer con los hombres, soy yo.
Me hundí en el asiento, hasta que los hombros me rozaron las orejas. Para cuando
llegó la hora del masaje, necesitaba desesperadamente que me lo dieran. Me tumbé en la
mesa y cerré los ojos, dispuesta a echarme una siestecita para aguantar la larga noche que
se avecinaba.
Me encantaba arreglarme y estar guapa tanto como a cualquier chica, pero los actos
benéficos daban mucho trabajo. Hablar de trivialidades era agotador, sonreír sin parar era
una pesadez y las conversaciones sobre asuntos y personas que no conocía me aburrían
mortalmente. Si no fuera porque Cary se beneficiaba con la publicidad, me resistiría a ir.
Suspiré. ¿A quién trataba de engañar? Acabaría yendo de todas formas. Mi madre y
Stanton apoyaban las organizaciones benéficas contra el maltrato infantil porque era
importante para mí. Acudir a uno de aquellos convencionales eventos de vez en cuando era
el pequeño precio que había que pagar por los beneficios que reportaban.
Respiré hondo y procuré relajarme. Tomé nota mentalmente de llamar a mi padre
cuando llegara a casa y pensé en cómo enviar una nota de agradecimiento a Gideon por el
remedio para la resaca. Me figuré que podría mandarle un correo electrónico utilizando la
información de contacto de su tarjeta, pero era poco elegante. Además, ignoraba quién leía
su bandeja de entrada.
Le llamaría al llegar a casa. ¿Por qué no? Me había pedido —no, dicho— que le
llamara; había escrito el ruego en su tarjeta. Y oiría su voz seductora otra vez.
La puerta se abrió y entró la masajista.
—Hola, Eva. ¿Estás lista?
No del todo. Pero casi.
Después de unas fantásticas horas en el spa, mi madre y Cary me dejaron en el
apartamento; luego ellos se fueron a buscar unos gemelos nuevos para Stanton. Como iba a
estar sola durante un rato, decidí llamar a Gideon. Pese a la muy necesaria intimidad, tecleé
su número una media docena de veces antes de decirme a realizar la llamada.
Respondió a la primera señal.
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—Eva.
Sorprendida de que supiera quién le llamaba, me quedé sin palabras. ¿Cómo tenía
mi nombre y mi número de teléfono en su lista de contactos?
—Esto... Hola, Gideon.
—Estoy a una manzana de distancia. Avisa en recepción de que voy.
—¿Cómo? —Tenía la sensación de haberme perdido parte de la conversación—.
¿Que vas adónde?
—A tu casa. Estoy en la esquina. Llama a recepción, Eva.
Colgó y yo me quedé mirando el teléfono, tratando de asimilar el hecho de que
Gideon estaría conmigo otra vez en cuestión de minutos. Un tanto aturdida, me dirigí al
interfono y hablé con recepción para comunicar que le esperaba, y mientras estaba
hablando, entró él en el vestíbulo. Unos instantes después, se encontraba ante mi puerta.
Fue entonces cuando me di cuenta de que sólo llevaba puesta una bata corta de seda,
e iba peinada y maquillada para la cena. ¿Qué impresión se llevaría de mi aspecto?
Me apreté el cinturón de la bata antes de dejarle entrar. Yo no le había invitado a
venir a casa para seducirle ni nada parecido.
Gideon permaneció en la entrada un largo instante, contemplándome desde la
cabeza hasta los dedos de los pies, con manicura francesa en las uñas. A mí también me
anonadó su aspecto. Le sentaban tan bien los vaqueros desgastados y la camiseta que vestía
que me dieron ganas de desnudarle con los dientes.
—Sólo por encontrarte así ya ha merecido la pena el viaje. —Entró en casa y
atrancó la puerta tras él—. ¿Qué tal estás?
—Bien. Gracias a ti. Gracias. —Se me estremecía el estómago porque él estaba ahí,
conmigo, lo cual casi me daba... vértigo—. Pero ésa no puede ser la razón por la que has
venido hasta aquí.
—He venido porque has tardado mucho en llamarme.
—No sabía que tuviera un plazo para hacerlo.
—Tengo que preguntarte algo que requiere una respuesta inmediata, pero, aparte de
eso, quería saber si te sientes bien después de anoche. —Los ojos se le veían oscuros
mientras me recorría de arriba abajo; su cara, imponente enmarcada en aquella increíble
cortina de pelo negro—. ¡Dios, estás guapísima, Eva. No recuerdo haber deseado nada
tanto!
Aquellas sencillas y escasas palabras me pusieron mimosa, a cien. Demasiado
vulnerable.
—¿Qué es tan urgente?
—Ven conmigo a la cena benéfica esta noche.
Me eché hacia atrás, sorprendida y emocionada con la petición.
—¿Vas a ir?
—Y tú también. Lo he comprobado, al saber que tu madre estaría allí. Vamos
juntos.
Me llevé una mano a la garganta, debatiéndome entre la extrañeza que me producía
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lo mucho que él sabía de mí y la preocupación por lo que me estaba pidiendo.
—No era a esto a lo que me refería cuando dije que debíamos pasar tiempo juntos.
—¿Por qué no? —Aquella sencilla pregunta estaba teñida de desafío—. ¿Qué
problema hay en que vayamos juntos a un evento al que los dos íbamos a acudir por
separado?
—No es que sea muy discreto. Se trata de un acto prominente.
—¿Y? —Gideon dio un paso hacia mí y me toqueteó un rizo.
El peligroso susurro que había en su voz hizo que me estremeciera. Sentí la calidez
de su enorme cuerpo macizo y percibí el aroma profundamente masculino de su piel.
Estaba cayendo bajo su embrujo, cada vez más.
—La gente hará suposiciones, mi madre sobre todo, que ya estará oliendo tu sangre
de soltero en el agua.
Bajando la cabeza, Gideon posó los labios en la curva de mi cuello.
—Me da igual lo que piense la gente. Sabemos lo que hacemos. Yo me encargaré de
su madre.
—Si crees que puedes... —dije con la respiración entrecortada—, no la conoces
bien.
—Pasaré a recogerte a las siete. —Me pasó la lengua por la palpitante vena de la
garganta y me fundí en él, con el cuerpo laxo al atraerme hacia él.
—Todavía no he dicho que sí —logré articular.
—Pero no vas a decir que no. —Me cogió el lóbulo de la oreja entre los dientes—.
No te dejaré.
Abrí la boca para protestar y él me la selló posando sus labios sobre los míos,
acallándome con un voluptuoso y húmedo beso. Movía la lengua despacio, saboreándome
de tal manera que me hizo desear que me hiciera lo mismo entre las piernas. Las manos se
me fueron a su pelo, acariciándolo, tirando de él. Cuando me rodeó con sus brazos, me
arqueé, curvándome en sus manos.
Al igual que en su oficina, me tuvo boca arriba en el sofá antes de darme cuenta de
que me estaba moviendo, tragándose con su boca mi sorprendido jadeo. La bata cedió a sus
hábiles dedos, y a continuación me puso las manos en los pechos, acariciándolos con
suaves y rítmicos apretones.
—Gideon...
—Shhh. —Me succionó el labio inferior, presionando y tirándome de mis sensibles
pezones—. Saber que no llevabas nada puesto debajo de la bata estaba volviéndome loco.
—Has venido sin... ¡Oh! ¡Oh, Dios!
Me rodeó un pezón con la boca, y aquella oleada de calor me produjo un velo de
transpiración en la piel.
Nerviosa, no dejaba de mirar la hora en el reloj del decodificador.
—Gideon, no.
Levantó la cabeza y me miró con sus tormentosos ojos azules.
—Es una locura, lo sé. No... No sabría explicarlo, Eva, pero tengo que hacer que te
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corras. Llevo días pensándolo constantemente.
Me metió una mano entre las piernas. Las abrí sin pudor, tan excitado mi cuerpo
que me sentía arrebatada, casi febril. Con la otra mano seguía magreándome los pechos,
poniéndomelos duros e insoportablemente sensibles.
—Te me has puesto húmeda —murmuró, bajando la mirada hacia donde estaba
abriéndome con los dedos—. Ahí también eres hermosa. Aterciopelada y rosa. Muy suave.
No te habrás depilado hoy, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Menos mal. No creo que hubiera aguantado ni diez minutos sin tocarte, no
digamos diez horas. —Me introdujo un dedo cuidadosamente.
Me sentía tan vulnerable allí desnuda, con las piernas abiertas, toqueteada por un
hombre cuya familiaridad con las normas de la depilación brasileña delataba un íntimo
conocimiento de las mujeres. Un hombre que aún estaba completamente vestido,
arrodillado en el suelo junto a mí.
—Estás muy acogedora. —Gideon sacó el dedo y volvió a clavármelo con
delicadeza. Arqueé la espalda al apretar con ansia—. Y muy ávida. ¿Cuánto tiempo hace
que no follas?
Tragué saliva.
—He estado muy ocupada con la tesis, buscando trabajo, trasladándome...
—Una temporada, entonces. Sacó el dedo y a continuación me introdujo dos. No
pude reprimir un gemido de placer. Aquel hombre tenía unas manos dotadas, seguras y
expertas, y cogía lo que quería con ellas.
—¿Utilizas algún método anticonceptivo, Eva?
—Sí. —Me aferré al borde de los cojines—. Por supuesto.
—Te demostraré que estoy limpio y tú harás otro tanto, y luego dejarás que te
penetre.
—¡Por Dios, Gideon! —Jadeaba por él, meneando las caderas descaradamente
sobre aquellos dedos que empujaban. Tenía la sensación de que ardería espontáneamente si
él no salía.
En mi vida me había excitado tanto. Me moría por un orgasmo. Si hubiera entrado
Cary en aquel momento y me hubiera encontrado retorciéndome en la sala de estar de
nuestra casa mientras Gideon me follaba con los dedos, creo que no me habría importardo.
Gideon respiraba entrecortadamente también. Tenía la cara sonrojada por la lujuria.
Por mí. Cuando lo único que había hecho yo era responderle sin poder evitarlo.
Me acarició la mejilla con la mano que tenía en mi pecho.
—Estás ruborizada. Te he escandalizado.
—Sí.
Su sonrisa era pícara y gozosa a la vez, y sentí una opresión en el pecho.
—Quiero sentir mi semen en ti cuando te folle con los dedos. Quiero que sientas
mi semen en ti, para que pienses en el aspecto que tengo y los sonidos que hago cuando lo
bombee dentro de ti. Y mientras pienses en ello, estarás deseando que vuelva a hacértelo
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una y otra vez.
Mi sexo se tensó alrededor de sus acariciadores dedos, la crudeza de sus palabras
me empujaba al borde del orgasmo.
—Te diré todas las formas en que quiero que me satisfagas, Eva, y vas a hacerlo
todo... a aceptarlo todo, y el sexo será explosivo, primario, sin limitaciones. Lo sabes,
¿verdad? Intuyes cómo será entre nosotros.
—Sí —musité, apretándome los pechos para aliviar el profundo dolor de mis
pezones endurecidos—. Por favor, Gideon.
—Shhh... Te tengo. —Con la parte blanda de su pulgar empezó a frotarme
suavemente el clítoris en círculos—. Mírame a los ojos cuando te corras.
Todo se tensó en mi centro, y esa tensión crecía a medida que me masajeaba el
clítoris y empujaba los dedos adentro y afuera con un ritmo constante, sin prisas.
—Ríndete a mí, Eva —ordenó—. Ya.
Alcancé el clímax con un tenue grito, mis blancos nudillos a los lados de los
cojines, mientras sacudía las caderas en su mano, sin asomo de vergüenza o timidez. Tenía
la vista fija en la suya, incapaz de apartar la mirada, fascinado con aquel triunfo masculino
que le brillaba en los ojos. En aquel momento me poseyó. Haría lo que quisiera. Y él lo
sabía.
Me atravesó un intenso placer. Entre el latido de la sangre en mis oídos, me pareció
oírle decir algo con la voz quebrada, pero me perdí las palabras cuando apoyó una de mis
piernas en el respaldo del sofá y abarcó mi abertura con su boca.
—No. —Le empujé la cabeza con las manos—. No puedo.
Estaba demasiado inflamada, demasiado sensible. Pero cuando me tocó el clítoris
con la lengua, agitándola sobre él, creció de nuevo el deseo. Con más intensidad que la
primera vez. Me bordeó mi palpitante abertura, provocándome, atormentándome con la
promesa de otro orgasmo cuando yo sabía que no podía tener otro tan pronto.
Entonces me introdujo la lengua y yo me mordí el labio para reprimir un grito. Me
corrí por segunda vez, estremeciéndose mi cuerpo violentamente, tensándose los músculos
con desesperación alrededor de sus voluptuosos lametones. Su bramido me hizo vibrar. No
tuve fuerzas para apartarle cuando se puso a lamerme el clítoris otra vez suave,
incansablemente... hasta que volví a tener otro orgasmo, pronunciando su nombre con voz
entrecortada.
Me había quedado sin energía cuando me estiró la pierna y aún estaba sin aliento
cuando empezó a besarme desde vientre hasta los pechos. Me chupó los pezones, luego me
levantó pasándome los brazos por la espalda. Sostenía mi cuerpo laxo y flexible mientras
me tomaba la boca con violencia reprimida, magullándome los labios y delatando lo cerca
del borde que estaba él.
Me cerró la bata y se levantó, mirándome desde arriba.
—Gideon...
—A las siete en punto, Eva. —Alargó el brazo y me tocó el tobillo, acariciando con
los dedos la brillante cadenita que me había puesto para lucir por la tarde—. Y no te la
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quites. Quiero follar contigo vestida sólo con esto.

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