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El sábado por la
mañana tenía una resaca de órdago y pensé que era lo menos que
me merecía. Por mucho
que me ofendiera la insistencia de Gideon en negociar las
relaciones sexuales
con la misma pasión con la que negociaría una fusión comercial, al
final yo había hecho
otro tanto. Porque le deseaba lo suficiente como para correr un riesgo
calculado y romper
mis propias normas.
Me consolaba saber
que él también estaba rompiendo algunas de las suyas.
Tras una larga ducha
caliente, enfilé hacia el cuarto de estar, donde estaba Cary,
fresco y espabilado,
sentado en el sofá con su netbook. Olía a café en la cocina, así que me
dirigí allí y me
llené la taza más grande que pude encontrar.
—Buenos días, nena
—dijo Cary en voz alta.
Con mi muy necesaria
dosis de cafeína entre las manos, fui a sentarme con él en el
sofá.
Me señaló una caja
que había en un extremo de la mesa.
—Te ha llegado
mientras estabas en la ducha.
Dejé la taza en la
mesa de centro y cogí la caja. Estaba envuelta con papel marrón y
cordel y tenía mi
nombre escrito en diagonal en la parte de arriba con trazos decorativos.
Dentro había un
frasco de color ámbar en el que ponía REMEDIO PARA LA RESACA
con una antigua letra
blanca y una nota atada con rafia en el cuello del frasco en la que se
leía: Bébeme.
La tarjeta de Gideon estaba entre el papel protector de seda.
Me pareció un regalo
muy oportuno. Desde que conocía a Gideon me sentía como si
hubiera caído por la
madriguera del conejo en un mundo fascinante y seductor, donde la
mayoría de las normas
conocidas no eran aplicables. Me hallaba en un territorio
desconocido que era
emocionante y aterrador a la vez.
Eché una mirada a
Cary, que observó el frasco con recelo.
—¡Salud! —Saqué el
corcho y me bebí el contenido sin pensarlo dos veces. Sabía a
empalagoso jarabe
para la tos. Era tan desagradable que primero se me revolvió el
estómago y luego noté
que me quemaba. Me limpié los labios con el dorso de la mano y
volví a poner el
corcho en el frasco vacío.
—¿Qué era? —preguntó
Cary.
A juzgar por el
ardor, más de lo mismo para quitar la resaca.
—Eficaz pero
desagradable —añadió, arrugando la nariz.
Y estaba funcionando,
pues ya me sentía un poco más firme.
Cary cogió la caja y
sacó la tarjeta de Gideon. Le dio la vuelta y me la tendió. En el
reverso Gideon había
escrito Llámame con una caligrafía de rasgos enérgicos y había
anotado un número de
teléfono.
Le cogí la tarjeta,
ahuecando la mano sobre ella. Su regalo era señal de que pensaba
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en mí. Su tenacidad y
fijación eran seductoras.
No había duda de que
estaba metida en un buen lío en lo que respectaba a Gideon.
Me moría por sentirme
como cuando él me tocaba, y me encantaba cómo respondía cuando
le tocaba yo. Cuando
trataba de pensar en lo que no estaría dispuesta a hacer para que sus
manos volvieran a
tocarme, no se me ocurría gran cosa.
Cuando Cary hizo
ademán de pasarme el teléfono, sacudí la cabeza.
—Todavía no. Necesito
tener la cabeza despejada cuando trato con él, y aún estoy
confusa.
—Parecíais muy a
gusto los dos anoche. Desde luego, está colado por ti.
—Y yo por él. —Me
acurruqué en una esquina del sofá, apoyé la mejilla en un cojín
y encogí las piernas
hasta el pecho—. Vamos a salir de vez en cuando, a tener relaciones
sexuales esporádicas,
pero físicamente intensas y a ser, por lo demás, completamente
independientes. Nada
de ataduras, ni expectativas ni responsabilidades.
Cary pulsó una tecla
de su netbook y la impresora que estaba en el otro extremo de
la habitación empezó
a echar páginas. Luego cerró de golpe el ordenador, lo dejó encima de
la mesa de centro y
me concedió toda su atención.
—Quizá se convierta
en algo serio.
—Quizá no —me burlé.
—Cínica.
—No busco ningún
vivieron-felices-para-siempre, Cary, y menos con un
megamagnate como
Cross. He visto en mi madre lo que supone relacionarse con hombres
poderosos. Es un
trabajo de jornada completa con media de compañía. El dinero hace feliz
a mi madre, pero no
sería suficiente para mí.
Mi padre quería a mi
madre. Le pidió que se casara con él y compartieran la vida.
Ella le rechazó
porque carecía de la considerable cartera de acciones y la abundante cuenta
corriente que ella
requería en un marido. El amor no era un requisito para el matrimonio en
opinión de Mónica
Stanton, y como a la mayoría de los hombres les resultaba irresistible su
belleza de ojos
seductores y voz susurrante, nunca tuvo que conformarse con menos de lo
que quería.
Desgraciadamente, no quería a mi padre para una larga travesía.
Eché un vistazo al
reloj y vi que eran las diez y media.
—Supongo que debería
prepararme.
—Me encanta pasar el
día del spa con tu madre. —Cary sonrió, y despejó las
sombras que aún
persistían en mi estado de ánimo—. Después me siento como un dios.
—Yo también. Sólo que
yo como una diosa.
Teníamos tantas ganas
de marcharnos que bajamos al encuentro del coche en lugar
de esperar a que
llamaran de recepción.
El portero sonrió
cuando salimos fuera, yo con sandalias de tacón y vestido largo y
Cary con unos
vaqueros de tiro bajo y una camiseta de manga larga.
—Buenos días,
señorita Tramell. Señor Taylor. ¿Van a querer un taxi hoy?
—No, gracias, Paul.
Estamos esperando un coche. —Cary sonrió—. ¡Es el día del
spa en
Perrini’s!
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—Ah, el Día del Spa
de Perrini’s. —Con un gesto de la cabeza, Paul dio a entender
que sabía lo que
era—. Yo le di a mi mujer un cheque regalo por nuestro aniversario. Le
gustó tanto que he
pensado hacer de ello una costumbre.
—Hiciste bien, Paul
—dije yo—. Mimar a una mujer nunca pasa de moda.
Llegó un turismo
negro con Clancy al volante. Paul abrió la puerta trasera y nos
montamos, dando
grititos al ver una caja de chocolatinas Knipschild en el asiento. Nos
despedimos de Paul,
nos acomodamos y nos pusimos manos a la obra, dando pequeños
mordiscos a aquellas
trufas que merecía la pena saborear lentamente.
Clancy nos llevó
directamente a Perrini’s, donde la relajación comenzó desde el
momento mismo en que
entramos. Cruzar el umbral de la entrada era como tomarse unas
vacaciones al otro
lado del mundo. Cada puerta arqueada estaba enmarcada por unas
suntuosas cortinas a
rayas de vibrantes colores, mientras que unos cojines con fundas de
pedrería decoraban
los divanes y los enormes sillones.
Colgadas del techo
había jaulas doradas con pájaros que gorjeaban, y por todos los
rincones se veían
macetas con plantas de hojas exuberantes. Pequeñas fuentes decorativas
añadían los sonidos
del fluir del agua, y se oía música instrumental de cuerda a través de
unos altavoces
ingeniosamente escondidos. El aire olía a una mezcla de especias y
fragancias exóticas,
que me hacían sentir como si me hubiera adentrado en Las mil y una
noches.
Rozaba la
exageración, pero no llegaba a traspasar la línea. Eso sí, Perrini’s era
exótico y lujoso, un
capricho para quienes pudieran permitírselo. Como mi madre, que
acababa de salir de
su baño de leche y miel cuando llegamos nosotros.
Leí la carta de
tratamientos disponibles y decidí cambiar mi habitual «mujer
guerrera» por el de
«caprichos apasionados». Me habían hecho la cera la semana anterior,
pero me parecía que
el resto del tratamiento —pensado para estar irresistible
sexualmente— era
justo lo que necesitaba.
Finalmente había
conseguido reconducir el pensamiento a asuntos menos
peligrosos, cuando
Cary habló desde el sillón de pedicura que estaba a mi lado.
—Señora Stanton,
¿conoce a Gideon Cross?
Le miré boquiabierta.
Sabía perfectamente que mi madre se ponía de los nervios con
cualquier noticia
relacionada con mis relaciones amorosas, o no tan amorosas, como podía
ser el caso.
Mi madre, sentada a
mi otro lado, se echó hacia delante con su típica emoción de
niña ante un hombre
rico y atractivo.
—Por supuesto. Es uno
de los hombres más ricos del mundo. El número veinticinco
o algo así en la
lista de la revista Forbes, si no recuerdo mal. Un joven muy ambicioso,
obviamente, y un
generoso benefactor de muchas organizaciones benéficas que yo apoyo.
Un buenísimo partido,
claro está, pero dudo que sea gay, Cary. Tiene fama de donjuán.
—Eso que me pierdo.
—Cary sonrió e hizo como que no me veía sacudir la cabeza
con fuerza—. Pero de
todos modos sería un amor imposible, ya que él anda tras Eva.
—¡Eva! No puedo creer
que no hayas contado nada. ¿Cómo has podido ocultarme
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algo así?
Miré a mi madre, cuya
cara lavada se veía joven, sin arrugas y muy parecida a la
mía. Yo era a todas
luces hija de mi madre, hasta el apellido. La única concesión que le
había hecho a mi
padre había sido ponerme el nombre de su madre.
—No hay nada que
contar —insistí—. Sólo somos... amigos.
—Podemos hacerlo
mejor —dijo Mónica, con una calculadora mirada que me dio
miedo—. No sé cómo no
he caído en que trabajas en el mismo edificio que él. Seguro que
se enamoró de ti en
cuanto te vio. Aunque se sabe que le van más las morenas... Humm...
Bueno. También es
famoso por su excelente gusto. Es evidente que en esto último llevas las
de ganar.
—Las cosas no van por
ahí. Por favor, no empieces a meterte donde no te llaman.
Me pondrás en una
situación embarazosa.
—Tonterías. Si hay
alguien que sepa qué hacer con los hombres, soy yo.
Me hundí en el
asiento, hasta que los hombros me rozaron las orejas. Para cuando
llegó la hora del
masaje, necesitaba desesperadamente que me lo dieran. Me tumbé en la
mesa y cerré los
ojos, dispuesta a echarme una siestecita para aguantar la larga noche que
se avecinaba.
Me encantaba
arreglarme y estar guapa tanto como a cualquier chica, pero los actos
benéficos daban mucho
trabajo. Hablar de trivialidades era agotador, sonreír sin parar era
una pesadez y las
conversaciones sobre asuntos y personas que no conocía me aburrían
mortalmente. Si no
fuera porque Cary se beneficiaba con la publicidad, me resistiría a ir.
Suspiré. ¿A quién
trataba de engañar? Acabaría yendo de todas formas. Mi madre y
Stanton apoyaban las
organizaciones benéficas contra el maltrato infantil porque era
importante para mí.
Acudir a uno de aquellos convencionales eventos de vez en cuando era
el pequeño precio que
había que pagar por los beneficios que reportaban.
Respiré hondo y
procuré relajarme. Tomé nota mentalmente de llamar a mi padre
cuando llegara a casa
y pensé en cómo enviar una nota de agradecimiento a Gideon por el
remedio para la
resaca. Me figuré que podría mandarle un correo electrónico utilizando la
información de
contacto de su tarjeta, pero era poco elegante. Además, ignoraba quién leía
su bandeja de
entrada.
Le llamaría al llegar
a casa. ¿Por qué no? Me había pedido —no, dicho— que le
llamara; había
escrito el ruego en su tarjeta. Y oiría su voz seductora otra vez.
La puerta se abrió y
entró la masajista.
—Hola, Eva. ¿Estás
lista?
No del todo. Pero
casi.
Después de unas
fantásticas horas en el spa, mi madre y Cary me dejaron en el
apartamento; luego
ellos se fueron a buscar unos gemelos nuevos para Stanton. Como iba a
estar sola durante un
rato, decidí llamar a Gideon. Pese a la muy necesaria intimidad, tecleé
su número una media
docena de veces antes de decirme a realizar la llamada.
Respondió a la
primera señal.
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—Eva.
Sorprendida de que
supiera quién le llamaba, me quedé sin palabras. ¿Cómo tenía
mi
nombre y mi número de teléfono en su lista de contactos?
—Esto... Hola,
Gideon.
—Estoy a una manzana
de distancia. Avisa en recepción de que voy.
—¿Cómo? —Tenía la
sensación de haberme perdido parte de la conversación—.
¿Que vas adónde?
—A tu casa. Estoy en
la esquina. Llama a recepción, Eva.
Colgó y yo me quedé
mirando el teléfono, tratando de asimilar el hecho de que
Gideon estaría
conmigo otra vez en cuestión de minutos. Un tanto aturdida, me dirigí al
interfono y hablé con
recepción para comunicar que le esperaba, y mientras estaba
hablando, entró él en
el vestíbulo. Unos instantes después, se encontraba ante mi puerta.
Fue entonces cuando
me di cuenta de que sólo llevaba puesta una bata corta de seda,
e iba peinada y
maquillada para la cena. ¿Qué impresión se llevaría de mi aspecto?
Me apreté el cinturón
de la bata antes de dejarle entrar. Yo no le había invitado a
venir a casa para
seducirle ni nada parecido.
Gideon permaneció en
la entrada un largo instante, contemplándome desde la
cabeza hasta los
dedos de los pies, con manicura francesa en las uñas. A mí también me
anonadó su aspecto.
Le sentaban tan bien los vaqueros desgastados y la camiseta que vestía
que me dieron ganas
de desnudarle con los dientes.
—Sólo por encontrarte
así ya ha merecido la pena el viaje. —Entró en casa y
atrancó la puerta
tras él—. ¿Qué tal estás?
—Bien. Gracias a ti.
Gracias. —Se me estremecía el estómago porque él estaba ahí,
conmigo, lo cual casi
me daba... vértigo—. Pero ésa no puede ser la razón por la que has
venido hasta aquí.
—He venido porque has
tardado mucho en llamarme.
—No sabía que tuviera
un plazo para hacerlo.
—Tengo que
preguntarte algo que requiere una respuesta inmediata, pero, aparte de
eso, quería saber si
te sientes bien después de anoche. —Los ojos se le veían oscuros
mientras me recorría
de arriba abajo; su cara, imponente enmarcada en aquella increíble
cortina de pelo
negro—. ¡Dios, estás guapísima, Eva. No recuerdo haber deseado nada
tanto!
Aquellas sencillas y
escasas palabras me pusieron mimosa, a cien. Demasiado
vulnerable.
—¿Qué es tan urgente?
—Ven conmigo a la cena
benéfica esta noche.
Me eché hacia atrás,
sorprendida y emocionada con la petición.
—¿Vas a ir?
—Y tú también. Lo he
comprobado, al saber que tu madre estaría allí. Vamos
juntos.
Me llevé una mano a
la garganta, debatiéndome entre la extrañeza que me producía
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lo mucho que él sabía
de mí y la preocupación por lo que me estaba pidiendo.
—No era a esto a lo
que me refería cuando dije que debíamos pasar tiempo juntos.
—¿Por qué no?
—Aquella sencilla pregunta estaba teñida de desafío—. ¿Qué
problema hay en que
vayamos juntos a un evento al que los dos íbamos a acudir por
separado?
—No es que sea muy
discreto. Se trata de un acto prominente.
—¿Y? —Gideon dio un
paso hacia mí y me toqueteó un rizo.
El peligroso susurro
que había en su voz hizo que me estremeciera. Sentí la calidez
de su enorme cuerpo
macizo y percibí el aroma profundamente masculino de su piel.
Estaba cayendo bajo
su embrujo, cada vez más.
—La gente hará
suposiciones, mi madre sobre todo, que ya estará oliendo tu sangre
de soltero en el
agua.
Bajando la cabeza,
Gideon posó los labios en la curva de mi cuello.
—Me da igual lo que
piense la gente. Sabemos lo que hacemos. Yo me encargaré de
su madre.
—Si crees que
puedes... —dije con la respiración entrecortada—, no la conoces
bien.
—Pasaré a recogerte a
las siete. —Me pasó la lengua por la palpitante vena de la
garganta y me fundí
en él, con el cuerpo laxo al atraerme hacia él.
—Todavía no he dicho
que sí —logré articular.
—Pero no vas a decir
que no. —Me cogió el lóbulo de la oreja entre los dientes—.
No te dejaré.
Abrí la boca para
protestar y él me la selló posando sus labios sobre los míos,
acallándome con un
voluptuoso y húmedo beso. Movía la lengua despacio, saboreándome
de tal manera que me
hizo desear que me hiciera lo mismo entre las piernas. Las manos se
me fueron a su pelo,
acariciándolo, tirando de él. Cuando me rodeó con sus brazos, me
arqueé, curvándome en
sus manos.
Al igual que en su
oficina, me tuvo boca arriba en el sofá antes de darme cuenta de
que me estaba
moviendo, tragándose con su boca mi sorprendido jadeo. La bata cedió a sus
hábiles dedos, y a
continuación me puso las manos en los pechos, acariciándolos con
suaves y rítmicos
apretones.
—Gideon...
—Shhh. —Me succionó
el labio inferior, presionando y tirándome de mis sensibles
pezones—. Saber que
no llevabas nada puesto debajo de la bata estaba volviéndome loco.
—Has venido sin...
¡Oh! ¡Oh, Dios!
Me rodeó un pezón con
la boca, y aquella oleada de calor me produjo un velo de
transpiración en la
piel.
Nerviosa, no dejaba
de mirar la hora en el reloj del decodificador.
—Gideon, no.
Levantó la cabeza y
me miró con sus tormentosos ojos azules.
—Es una locura, lo
sé. No... No sabría explicarlo, Eva, pero tengo que hacer que te
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corras. Llevo días
pensándolo constantemente.
Me metió una mano
entre las piernas. Las abrí sin pudor, tan excitado mi cuerpo
que me sentía
arrebatada, casi febril. Con la otra mano seguía magreándome los pechos,
poniéndomelos duros e
insoportablemente sensibles.
—Te me has puesto
húmeda —murmuró, bajando la mirada hacia donde estaba
abriéndome con los
dedos—. Ahí también eres hermosa. Aterciopelada y rosa. Muy suave.
No te habrás depilado
hoy, ¿verdad?
Negué con la cabeza.
—Menos mal. No creo
que hubiera aguantado ni diez minutos sin tocarte, no
digamos diez horas.
—Me introdujo un dedo cuidadosamente.
Me sentía tan
vulnerable allí desnuda, con las piernas abiertas, toqueteada por un
hombre cuya
familiaridad con las normas de la depilación brasileña delataba un íntimo
conocimiento de las
mujeres. Un hombre que aún estaba completamente vestido,
arrodillado en el
suelo junto a mí.
—Estás muy acogedora.
—Gideon sacó el dedo y volvió a clavármelo con
delicadeza. Arqueé la
espalda al apretar con ansia—. Y muy ávida. ¿Cuánto tiempo hace
que no follas?
Tragué saliva.
—He estado muy
ocupada con la tesis, buscando trabajo, trasladándome...
—Una temporada,
entonces. Sacó el dedo y a continuación me introdujo dos. No
pude reprimir un
gemido de placer. Aquel hombre tenía unas manos dotadas, seguras y
expertas, y cogía lo
que quería con ellas.
—¿Utilizas algún
método anticonceptivo, Eva?
—Sí. —Me aferré al
borde de los cojines—. Por supuesto.
—Te demostraré que estoy
limpio y tú harás otro tanto, y luego dejarás que te
penetre.
—¡Por Dios, Gideon!
—Jadeaba por él, meneando las caderas descaradamente
sobre aquellos dedos
que empujaban. Tenía la sensación de que ardería espontáneamente si
él no salía.
En mi vida me había
excitado tanto. Me moría por un orgasmo. Si hubiera entrado
Cary en aquel momento
y me hubiera encontrado retorciéndome en la sala de estar de
nuestra casa mientras
Gideon me follaba con los dedos, creo que no me habría importardo.
Gideon respiraba entrecortadamente
también. Tenía la cara sonrojada por la lujuria.
Por mí. Cuando lo
único que había hecho yo era responderle sin poder evitarlo.
Me acarició la
mejilla con la mano que tenía en mi pecho.
—Estás ruborizada. Te
he escandalizado.
—Sí.
Su sonrisa era pícara
y gozosa a la vez, y sentí una opresión en el pecho.
—Quiero sentir mi
semen en ti cuando te folle con los dedos. Quiero que tú sientas
mi semen en ti, para
que pienses en el aspecto que tengo y los sonidos que hago cuando lo
bombee dentro de ti.
Y mientras pienses en ello, estarás deseando que vuelva a hacértelo
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una y otra vez.
Mi sexo se tensó
alrededor de sus acariciadores dedos, la crudeza de sus palabras
me empujaba al borde
del orgasmo.
—Te diré todas las
formas en que quiero que me satisfagas, Eva, y vas a hacerlo
todo... a aceptarlo
todo, y el sexo será explosivo, primario, sin limitaciones. Lo sabes,
¿verdad? Intuyes cómo
será entre nosotros.
—Sí —musité,
apretándome los pechos para aliviar el profundo dolor de mis
pezones endurecidos—.
Por favor, Gideon.
—Shhh... Te tengo.
—Con la parte blanda de su pulgar empezó a frotarme
suavemente el
clítoris en círculos—. Mírame a los ojos cuando te corras.
Todo se tensó en mi
centro, y esa tensión crecía a medida que me masajeaba el
clítoris y empujaba
los dedos adentro y afuera con un ritmo constante, sin prisas.
—Ríndete a mí, Eva
—ordenó—. Ya.
Alcancé el clímax con
un tenue grito, mis blancos nudillos a los lados de los
cojines, mientras
sacudía las caderas en su mano, sin asomo de vergüenza o timidez. Tenía
la vista fija en la
suya, incapaz de apartar la mirada, fascinado con aquel triunfo masculino
que le brillaba en
los ojos. En aquel momento me poseyó. Haría lo que quisiera. Y él lo
sabía.
Me atravesó un intenso
placer. Entre el latido de la sangre en mis oídos, me pareció
oírle decir algo con
la voz quebrada, pero me perdí las palabras cuando apoyó una de mis
piernas en el
respaldo del sofá y abarcó mi abertura con su boca.
—No. —Le empujé la
cabeza con las manos—. No puedo.
Estaba demasiado
inflamada, demasiado sensible. Pero cuando me tocó el clítoris
con la lengua,
agitándola sobre él, creció de nuevo el deseo. Con más intensidad que la
primera vez. Me
bordeó mi palpitante abertura, provocándome, atormentándome con la
promesa de otro
orgasmo cuando yo sabía que no podía tener otro tan pronto.
Entonces me introdujo
la lengua y yo me mordí el labio para reprimir un grito. Me
corrí por segunda
vez, estremeciéndose mi cuerpo violentamente, tensándose los músculos
con desesperación
alrededor de sus voluptuosos lametones. Su bramido me hizo vibrar. No
tuve fuerzas para
apartarle cuando se puso a lamerme el clítoris otra vez suave,
incansablemente...
hasta que volví a tener otro orgasmo, pronunciando su nombre con voz
entrecortada.
Me había quedado sin
energía cuando me estiró la pierna y aún estaba sin aliento
cuando empezó a
besarme desde vientre hasta los pechos. Me chupó los pezones, luego me
levantó pasándome los
brazos por la espalda. Sostenía mi cuerpo laxo y flexible mientras
me tomaba la boca con
violencia reprimida, magullándome los labios y delatando lo cerca
del borde que estaba
él.
Me cerró la bata y se
levantó, mirándome desde arriba.
—Gideon...
—A las siete en
punto, Eva. —Alargó el brazo y me tocó el tobillo, acariciando con
los dedos la
brillante cadenita que me había puesto para lucir por la tarde—. Y no te la
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quites. Quiero follar
contigo vestida sólo con esto.
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