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No te escondo nada - Sylvia Day - Cap.7



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No recuerdo mucho de lo que sucedió cuando llegamos. Muchas ráfagas de luz
provenientes de los flashes de las cámaras mientras corríamos por el pasillo de la prensa,
pero apenas presté atención y sonreía de forma mecánica. Iba abstraída y desesperada por
alejarme de las ondas de tensión que irradiaba Gideon.
En cuanto entramos en el edificio, alguien le llamó por su nombre y él se dio la
vuelta. Yo me escabullí, moviéndome rápidamente entre los demás invitados que se
aglomeraban en la entrada enmoquetada.
Cuando llegué a la sala de recepción, arrebaté dos copas de champán a un camarero
que pasaba y busqué a Cary mientras me trincaba una de ellas. Vi que se encontraba al otro
lado de la habitación con mi madre y Stanton y me dirigí hacia ellos, dejando la copa vacía
en una mesa según pasaba.
—¡Eva! —A mi madre se le iluminó la cara cuando me vio—. ¡Ese vestido te sienta
de maravilla!
Hizo como que me besaba en ambas mejillas. Estaba guapísima con un
deslumbrante vestido de corte recto de color azul hielo. Lucía zafiros en las orejas, el cuello
y la muñeca, que le resaltaban los ojos y la piel clara.
—Gracias. —Tomé un sorbo de mi segunda copa de champán, acordándome de que
tenía pensado dar las gracias por el vestido. Aunque seguía agradeciendo el regalo, ya no
estaba muy contenta con la práctica abertura del muslo.
Cary se me acercó y me agarró del codo. Sólo con verme la cara, supo que estaba
disgustada. Sacudí la cabeza, dando a entender que no quería hablar del asunto en aquel
momento.
—¿Más champán, entonces? —preguntó en voz baja.
—Por favor.
Intuí que Gideon se aproximaba antes de ver cómo a mi madre se le iluminaba la
cara cual bola de Año Nuevo en Times Square. También Stanton pareció erguirse y
prepararse.
—Eva. —Gideon me puso una mano en la piel desnuda de la parte inferior de mi
espalda, y un estremecimiento me recorrió el cuerpo entero. Cuando me rozaron sus dedos,
me pregunté si él la sintió también—. Has salido corriendo.
Me puse tensa al percibir cierto tono de reprobación en su voz. Le lancé una mirada
que expresaba todo lo que no podía decirle en público.
—Richard, ¿conoces a Gideon Cross?
—Sí, claro. —Los dos hombres se estrecharon la mano.
Gideon me acercó aún más a su lado.
—Ambos tenemos la fortuna de acompañar a las dos mujeres más hermosas de
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Nueva York.
Stanton coincidió, sonriendo a mi madre con ternura.
Me trinqué el champán que me quedaba y, agradecida, cambié la copa vacía por la
nueva que Cary me pasó. Empezaba a notar el ligero calorcillo en el estómago que me
producía el alcohol, y que estaba aflojándome el nudo que tenía ahí formado.
Gideon se inclinó y me susurró con voz áspera:
—No olvides que estás aquí conmigo.
¿Estaba loco? ¿Qué demonios? Agucé los ojos.
—Eso lo dirás tú.
—Aquí no, Eva. —Hizo un gesto a los demás y me llevó con él—. Ahora no.
—Ni nunca —dije entre dientes, yendo con él sólo para ahorrarle una escena a mi
madre.
Mientras tomaba mi champán a sorbos, pasé al modo automático de supervivencia,
algo que no había tenido que hacer en muchos años. Gideon me presentó a varias personas,
y suponía que me portaba bien —hablaba en los momentos apropiados y sonreía cuando era
necesario—, pero realmente no estaba prestando atención. Era demasiado consciente del
muro de hielo que se había levantado entre nosotros y de mis sentimientos heridos. Si
hubiera necesitado alguna prueba de que Gideon era inflexible respecto a no socializar con
las mujeres con las que se acostaba, la tenía.
Cuando se anunció que la cena estaba lista, entré con él en el comedor y picoteé la
comida. Tomé unas cuantas copas del vino tinto que servían con la comida y oí a Gideon
hablar con sus compañeros de mesa, aunque no presté atención a las palabras, sólo a la
cadencia y al tono profundamente seductor. No intentó que participara en la conversación,
de lo cual me alegré. No pensaba que pudiera decir nada agradable.
No me impliqué hasta que él se levantó con una ronda de aplausos y se dirigió al
estrado. Entonces me giré en el asiento y le observé cruzar hacia el atril, sin poder evitar
admirar su elegancia felina y su despampanante presencia. Reclamaba atención y respeto
con cada paso que daba, lo que era una hazaña, considerando su tranquila y pausada
zancada.
No mostraba ni la más mínima señal de agotamiento pese al polvo que habíamos
dejado a medias en su limusina. En realidad, parecía una persona totalmente diferente. Una
vez más volvía a ser el hombre al que conocí en el vestíbulo del Crossfire, sumamente
contenido y calladamente poderoso.
—En Estados Unidos —empezó a decir—, una de cada cuatro mujeres y uno de
cada seis hombres han sufrido abusos sexuales en la infancia. Miren a su alrededor. En cada
una de las mesas hay una persona que ha sido víctima o conoce a alguien que lo es. Eso es
inaceptable.
Estaba fascinada. Gideon era un orador consumado, y su voz de barítono,
hipnotizadora. Pero era el tema, que me tocaba muy de cerca, y su apasionada y a veces
sobrecogedora forma de presentarlo, lo que me conmovió. Empecé a derretirme, y el daño
en la confianza en mí misma, la perplejidad y la furia que se habían apoderado de mí
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comenzaron a amortiguarse por el asombro. Cambió la visión que tenía de él,
transformándose al tiempo en que me convertía en una persona más de aquel embelesado
público. Aquél no era el hombre que poco antes había herido mis sentimientos, sino un
experto orador que hablaba sobre un tema sumamente importante para mí.
Cuando terminó, me levanté y aplaudí, pillándole a él y a mí misma por sorpresa.
Pero los demás enseguida se me unieron en una ovación en pie y oí murmullos de
conversaciones a mi alrededor, halagos expresados en voz baja que eran muy merecidos.
—Eres una joven muy afortunada.
Me giré y vi a la mujer que acababa de hablar, una encantadora pelirroja que
aparentaba unos cuarenta años.
—Sólo somos... amigos.
De alguna manera su serena sonrisa consiguió contradecirme.
La gente empezó a dejar las mesas. Yo estaba a punto de coger mi cartera de mano
para marcharme a casa cuando se me acercó un chico joven. Su rebelde pelo castaño
despertaba envidia al instante, y sus ojos, de un tono verde grisáceo, eran dulces y
cordiales. Guapo y con aquel aire juvenil, consiguió sacarme la primera sonrisa sincera
desde el trayecto en la limusina.
—Hola —dijo.
Parecía saber quién era yo, lo cual me puso en la situación embarazosa de tener que
fingir que él no me era del todo desconocido.
—Hola.
El chico se rio, y el sonido de su risa era suave y agradable.
—Soy Christopher Vidal, el hermano de Gideon.
—Ah, claro. —Noté que se me acaloraba la cara. No podía creer que, con lo
enfrascada que había estado regodeándome en mis penas, no los hubiera relacionado
inmediatamente.
—Te estás poniendo colorada.
—Lo siento —me disculpé, esbozando una tímida sonrisa—. No sé muy bien cómo
decir que he leído un artículo sobre ti sin parecer una torpe.
Él se echó a reír.
—Me halaga que te acuerdes. Pero no me digas que ha sido en Page Six.
Esa revista era muy conocida por publicar la vida y milagros de las celebridades y
personas importantes de Nueva York.
—No —dije rápidamente—. ¿En Rolling Stone, quizá?
—¡Uff, menos mal! —Alargó un brazo hacia mí—. ¿Quieres bailar?
Lancé una mirada hacia donde estaba Gideon al pie de las escaleras que conducían
al estrado. Se encontraba rodeado de gente deseosa de hablar con él, mujeres, la mayoría.
—Como puedes ver, tardará un poco —dijo Christopher, en tono risueño.
—Sí. —Iba a dejar de mirarle cuando reconocí a la mujer que estaba al lado de
Gideon: Magdalene Perez.
Cogí mi cartera de mano e hice el esfuerzo de sonreír a Christopher.
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—Me encantaría bailar.
Agarrados del brazo nos dirigimos a la sala de baile y salimos a la pista. La orquesta
empezó a tocar un vals y nos dejamos llevar con naturalidad por la música. El joven era un
consumado bailarín, ágil y seguro tomando la iniciativa.
—¿Y de qué conoces a Gideon?
—No le conozco. —Saludé a Cary con un gesto cuando pasó a nuestro lado con una
escultural belleza rubia—. Trabajo en el Crossfire y nos hemos encontrado algunas veces.
—¿Trabajas para él?
—No. De ayudante en Waters Field and Leaman.
—Ah. —Sonrió—. Una agencia de publicidad.
—Sí.
—Debes de caerle muy bien a Gideon para pasar de haberos visto un par de veces a
traerte a un evento como éste.
Maldije para mis adentros. Sabía que la gente sacaría sus conclusiones, pero sobre
todo yo quería evitar más humillaciones.
—Gideon conoce a mi madre y ella ya lo había dispuesto todo para que yo asistiera
a este acto, así que sólo se trata de dos personas que vienen al mismo evento en un coche en
lugar de en dos.
—¿Eso quiere decir que estás soltera y sin compromiso?
Inspiré profundamente, sintiéndome incómoda pese a la fluidez con que nos
movíamos.
—Bueno, no estoy enamorada.
Christopher esbozó su atractiva sonrisa juvenil.
—La noche acaba de dar un giro a mejor para mí.
El resto del baile lo dedicó a contar divertidas anécdotas sobre la industria musical
que me hicieron reír y olvidarme de Gideon.
Cuando finalizó el baile, Cary me pidió el siguiente. Hacíamos muy buena pareja
bailando porque habíamos tomado clases juntos. Me sentía relajada con él, agradecida de
tener su apoyo moral.
—¿Lo estás pasando bien? —le pregunté.
—Tuve que pellizcarme durante la cena cuando me di cuenta de que estaba sentado
junto a la coordinadora general de la Fashion Week. ¡Y me tiró los tejos! —Sonrió, pero
había preocupación en su mirada—. Siempre que me encuentro en sitios como éste...
vestido de esta manera... me cuesta creerlo. Me salvaste la vida, Eva, y me la cambiaste
para siempre.
—Tú me mantienes cuerda constantemente. Créeme, estamos empatados.
Me apretó la mano y me miró con intensidad.
—Se te ve triste. ¿Qué ha hecho para fastidiarlo?
—Creo que he sido yo. Ya hablaremos luego.
—Tienes miedo de que le patee delante de todo el mundo.
Suspiré.
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—Preferiría que no lo hicieras, por el bien de mi madre.
Cary me dio un beso en la frente.
—Se lo he advertido. Ya sabe lo que le espera.
—Oh, Cary. —Le quería tanto que se me puso un nudo en la garganta, aun cuando
en mis labios se dibujó una sonrisa reacia. Tendría que haber sabido que Cary le lanzaría
alguna clase de amenaza en plan hermano mayor. Era muy propio de él.
Gideon apareció a nuestro lado.
—Ahora me toca a mí.
No era una petición.
Cary se detuvo y me miró. Yo hice un gesto afirmativo con la cabeza. Él se retiró
con una reverencia, lanzando una furibunda mirada a Gideon.
Gideon me acercó a él y tomó el control del baile como hacía con todo: con una
seguridad en sí mismo arrolladora. Era una experiencia muy diferente bailar con él que con
mis anteriores compañeros. Gideon poseía tanto la destreza de su hermano como la
familiaridad de Cary con el movimiento de mi cuerpo, pero Gideon tenía un estilo
descarado y agresivo que era intrínsecamente sexual.
Tampoco ayudaba el hecho de que estar tan cerca de un hombre con el que había
tenido relaciones íntimas poco antes me quitaba el sentido, a pesar de mi tristeza. Olía que
era una delicia, con matices a sexo, y su forma de llevarme por los enérgicos y amplios
pasos del baile hacía que notara aquel escozor en mi interior que me recordaba que él había
estado ahí dentro poco antes.
—No haces más que desaparecer —masculló, mirándome con el ceño fruncido.
—Cualquiera diría que a Magdalene le faltó tiempo para ocupar el sitio.
Arqueó las cejas y me atrajo hacia él aún más.
—¿Celosa?
—¿En serio? —Desvié la mirada.
Emitió un sonido de disgusto.
—No te acerques a mi hermano, Eva.
—¿Por qué?
—Porque lo digo yo.
Me encendí, lo cual me sentó de maravilla después de los sentimientos de
culpabilidad y las dudas en los que me debatía desde que habíamos follado como conejos
salvajes. Decidí ver qué ocurriría en el mundo de Gideon si se volvieran las tornas.
—No te acerques a Magdalene, Gideon.
Apretó la mandíbula.
—Es una amiga, nada más.
—¿Significa eso que no te has acostado con ella...? Todavía.
—No, maldita sea. Y no quiero hacerlo. Oye... —La música disminuía y él se movía
más despacio—. Tengo que irme. Has venido conmigo y preferiría ser yo quien te llevara a
casa, pero no quiero arrastrarte si te estás divirtiendo. ¿Prefieres quedarte un rato y volver a
casa con Stanton y tu madre?
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¿Divirtiéndome? ¿Estaba de broma o es que era tonto? O peor aún. Quizá me había
dado por perdida completamente y no me prestaba atención.
Le di un empujón y me aparté de él; necesitaba espacio.
—No me pasará nada. Olvídame.
—Eva. —Alargó un brazo hacia mí y yo retrocedí inmediatamente.
Un brazo me rodeó por la espalda y Cary habló.
—Yo me encargo, Cross.
—No te entrometas, Taylor —avisó Gideon.
Cary resopló.
—Me da la impresión de que eso ya lo estás haciendo de maravilla tú solito.
Tragué el nudo que tenía en la garganta.
—Has dado un magnífico discurso, Gideon. Para mí ha sido el momento más
destacado de la tarde.
Aspiró aire con fuerza ante el insulto implícito y se pasó la mano por el pelo.
Maldijo con brusquedad y comprendí por qué cuando sacó su vibrante teléfono del bolsillo
y echó un vistazo a la pantalla.
—Tengo que irme. —Su mirada se cruzó con la mía y la sostuvo. Me acarició la
mejilla con los dedos—. Te llamaré.
Y se marchó.
—¿Quieres quedarte? —me preguntó Cary en voz baja.
—No.
—Te llevo a casa, entonces.
—No, no te preocupes. —Quería estar sola un rato. Darme un buen baño caliente,
con una botella de vino frío y quitarme aquella profunda tristeza de encima—. Tú deberías
quedarte. Te vendría bien para tu carrera. Ya hablaremos cuando llegues a casa. O mañana.
Tengo intención de pasarme el día tirada en el sofá.
Me miró fijamente, escrutándome.
—¿Estás segura?
Afirmé con la cabeza.
—De acuerdo. —Pero no parecía muy convencido.
—¿Te importaría salir y pedir a alguien del servicio de aparcamiento que traiga la
limusina de Stanton mientras yo voy al lavabo rápidamente?
—Vale. —Cary me pasó una mano por el brazo—. Voy a por tu chal al guardarropa
y te veo en la puerta.
Tardé más de lo debido en llegar a los servicios. Primero porque un sorprendente
número de personas me paró para charlar, debían de pensar que yo era la pareja de Gideon.
Y segundo, porque evité los servicios más cercanos, en los que se veía un constante flujo de
mujeres entrando y saliendo de ellos, y encontré otros un poco más alejados. Me encerré en
una cabina y me quedé allí más tiempo del absolutamente necesario. No había nadie más en
el lugar, salvo la encargada, así que no tenía que darme prisa.
Estaba tan dolida con Gideon que me costaba respirar, y me sentía confundida con
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sus cambios de humor. ¿Por qué me había acariciado la mejilla de aquella manera? ¿Por
qué se enfadó cuando le dejé solo? ¿Y por qué demonios había amenazado a Cary? Gideon
otorgaba un nuevo significado a la vieja expresión de «ser un veleta».
Cerré los ojos y me serené. ¡Dios! Yo no quería nada de aquello.
Había desnudado mis sentimientos en la limusina y aún me sentía muy vulnerable,
un estado de ánimo que había aprendido a dominar con muchas horas de terapia. Lo único
que quería era esconderme en casa, libre de la presión de tener que comportarme con
entereza cuando no tenía ni asomo de ella.
Tú te lo has buscado, me recordé a mí misma. Apechuga con las consecuencias.
Tomé aire, salí y me resigné a encontrarme con Magdalene Perez apoyada en el
tocador con los brazos cruzados. Era evidente que me esperaba, que estaba al acecho en un
momento en el que andaba yo con las defensas muy debilitadas. Di un traspiés; luego
recobré la calma y me dirigí al lavabo a lavarme las manos.
Ella se giró hacia el espejo, observándome. Yo también la observaba a ella. Era aún
más guapa en persona que en las fotos. Alta y delgada, con unos enormes ojos oscuros y
una cascada de pelo liso castaño. Tenía los labios rojos y sensuales, los pómulos altos y
esculturales. Llevaba un vestido pudorosamente sexy, recto, de raso color crema que
contrastaba con su piel morena. Parecía una puñetera supermodelo y destilaba un exótico
sex-appeal.
Cogí la toalla que me tendió la encargada del baño, y Magdalene habló a la mujer
en español, pidiéndole que nos dejara solas. Yo rematé la petición añadiendo por favor y
gracias. Con eso conseguí que Magdalene arrugara el ceño y me escudriñara aún más, a lo
que yo respondí con igual frialdad.
—¡Vaya! —murmuró cuando la encargada ya no podía oírnos. Hizo ese chasquido
con la lengua que me daba tanta dentera como raspar una pizarra con las uñas—. Ya has
follado con él.
—Y tú no.
Eso pareció sorprenderla.
—Tienes razón, yo no. ¿Y sabes por qué?
Saqué un billete de cinco dólares de la cartera y lo dejé en la bandeja plateada de las
propinas.
—Porque él no quiere.
—Y yo tampoco, porque es incapaz de comprometerse. Es joven, guapo y rico, y
disfruta de ello.
—Sí —asentí—. Ya lo creo que lo hizo.
Aguzó la mirada y se deterioró ligeramente su agradable expresión.
—No respeta a las mujeres que se tira. En el momento en que te metió la polla, se
acabó todo. Igual que con las demás mujeres. Pero yo sigo aquí, porque es a mí a quien
quiere tener cerca a largo plazo.
Mantuve la calma a pesar de que el golpe iba dirigido a donde más dolía.
—Eso es patético.
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Salí y no paré hasta llegar a la limusina de Stanton. Le apreté las manos a Cary al
subirme, y conseguí esperar hasta que el coche se puso en marcha para echarme a llorar.
—Hola, nena —dijo Cary cuando entré arrastrándome en el cuarto de estar a la
mañana siguiente. Vestido sólo con unos viejos pantalones de chándal, estaba arrellanado
en el sofá con los pies cruzados y apoyados en la mesa de centro. Se le veía
encantadoramente desaliñado y conforme consigo mismo—. ¿Qué tal has dormido?
Le mostré los pulgares hacia arriba y me dirigí a la cocina a por café. Me detuve
junto a la encimera del desayuno, sorprendidísima ante el enorme ramo de rosas que había
en el mostrador. Tenían una fragancia maravillosa, y la inhalé respirando profundamente.
—¿Qué es esto?
—Han llegado para ti hace una hora, más o menos. Reparto dominical. Bastante
carito.
Saqué la tarjeta de la funda de plástico transparente y la abrí.
NO DEJO DE PENSAR EN TI.
GIDEON
—¿De Cross? —preguntó Cary.
—Sí. —Pasé el pulgar por lo que suponía que era la letra de Gideon. Era enérgica,
masculina, sexy. Un detalle romántico, viniendo de un tipo para quien no existía el
romanticismo. Dejé la tarjeta en el mostrador como si me quemara y me serví una buena
taza de café, con la esperanza de que la cafeína me diera fuerzas y me devolviera el sentido
común.
—No pareces impresionada. —Bajó el volumen del partido de béisbol que estaba
viendo.
—Es un ave de mal agüero para mí, como un enorme detonador. Sencillamente
tengo que mantenerme lejos de él. —Cary había hecho terapia conmigo, y sabía de qué
hablaba. No me miraba extrañado cuando le explicaba las cosas con la jerga de los
terapeutas, y él no tenía ningún problema en responderme de la misma manera.
—Y el teléfono no ha dejado de sonar en toda la mañana. No quería que te
molestara, así que quité el volumen.
Consciente de que aún me duraba el dolor entre las piernas, me acurruqué en el sofá
y resistí el impulso de comprobar en el buzón de voz si Gideon había llamado. Quería oír su
voz, y una explicación que aclarase lo que había sucedido la noche anterior.
—Me parece fenomenal. Dejémoslo así todo el día.
—¿Qué sucedió?
Soplé un poco el café y me aventuré a tomar un sorbo.
—Follé con él en su limusina como una posesa y después se convirtió en un
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témpano de hielo.
Cary me miró con aquellos experimentados ojos color esmeralda, que habían visto
mucho más de lo que nadie debería estar obligado a ver.
—Le hiciste ver las estrellas, ¿eh?
—Sí, así fue. —Y me sulfuraba sólo de pensarlo. Habíamos conectado. Lo sabía.
La noche anterior le había deseado como a nada en el mundo y al día siguiente no quería
volver a saber nada de él nunca más—. Fue muy intenso. La mejor experiencia sexual de
mi vida, y allí estaba él, conmigo. Sabía que lo estaba. Era la primera vez que lo hacía en
un coche, y al principio se resistió un poco, pero le excité tanto que no pudo negarse.
—¿En serio? ¿Nunca? —Se pasó una mano por su barba sin afeitar—. En el
instituto la mayoría de los chicos tenían los coches en su lista de picaderos. De hecho, no
recuerdo a nadie que no los tuviera, excepto los pazguatos y los feorros, y él no es ni una
cosa ni la otra.
Me encogí de hombros.
—Supongo que follar en un coche me convierte en un zorrón.
Cary se quedó inmóvil.
—¿Es eso lo que dijo?
—No. No dijo nada de eso. Fue su «amiga» Magdalene. Ya sabes, la chica de la
mayoría de las fotos que te imprimiste de Internet. Decidió afilarse las garras con una
pequeña y venenosa charla de chicas en el baño.
—Está celosa, la zorra de ella.
—Frustrada sexualmente. No puede follar con él, porque al aparecer las chicas con
quienes folla van derechas al montón de desechables.
—¿Eso lo ha dicho él? —De nuevo, la pregunta estaba teñida de furia.
—No en tantas palabras. Dijo que no se acostaba con sus amigas. Le crean
problemas las mujeres que quieren algo más que un buen revolcón, así que ya se encarga él
de mantener a las mujeres con las que folla y a las mujeres cuyo trato frecuenta en grupos
separados. —Tomé otro sorbo de café—. Le avisé de que ese tipo de arreglo no funcionaría
conmigo y me contestó que haría ciertos ajustes, pero supongo que es de esa clase de tíos
que dicen lo que sea con tal de conseguir lo que quieren.
—O le has asustado.
Le lancé una mirada furibunda.
—No le disculpes. Pero, vamos a ver, ¿de qué lado estás tú?
—Del tuyo, nena. —Alargó una mano y me palmeó la rodilla—. Siempre del tuyo.
Le puse una mano en su musculoso antebrazo y pasé los dedos suavemente por la
cara inferior en silenciosa gratitud. No notaba las numerosas y pequeñas cicatrices blancas
de los cortes que le desfiguraron la piel, pero nunca olvidaba que estaban ahí. Daba gracias
todos los días de que estuviera vivo y sano, y de que fuera una parte fundamental de mi
vida.
—¿Y a ti cómo te fue la noche?
—No me puedo quejar. —En sus ojos apareció un brillo malicioso—. Eché un
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polvo a la rubia pechugona en el cuarto de mantenimiento. Las tetas eran de verdad.
—¡Vaya! —Sonreí—. Seguro que le alegraste la noche.
—Lo intenté. —Cogió el auricular del teléfono y me hizo un guiño—. ¿Qué te
apetece pedir? ¿Unos bocatas? ¿Comida china?, ¿india?
—No tengo hambre.
—Siempre tienes hambre. Si no eliges algo, cocinaré lo que sea y tendrás que
comértelo.
Levanté la mano y me rendí.
—Vale, vale. Tú eliges.
El lunes llegué a trabajar veinte minutos antes, pensando que así evitaría
encontrarme con Gideon. Cuando llegué a mi mesa sin incidentes, sentí tal alivio que supe
que estaba en un buen lío en lo que a él se refería. No dejaba de tener altibajos por todas
partes.
Mark llegó muy animado, flotando aún por los importantes éxitos de la semana
anterior, y nos metimos de lleno a trabajar. El domingo yo había hecho algunas
comparativas del mercado del vodka y él tuvo la amabilidad de repasarlas conmigo y
escuchar mis impresiones. A Mark le habían asignado también la publicidad para un nuevo
fabricante de lectores de libros electrónicos, así que empezamos el trabajo inicial de eso.
Estuve tan ocupada que la mañana pasó volando y no tuve tiempo de pensar en mi
vida personal. Daba gracias por ello. Entonces respondí al teléfono y oí a Gideon al otro
lado de la línea. No estaba preparada.
—¿Qué tal está siendo este lunes de momento? —preguntó. Me estremecí al oír su
voz.
—Frenético. —Eché un vistazo al reloj y me pasmó ver que eran las doce menos
veinte.
—Bien. —Hubo una pausa—. Intenté llamarte ayer. Te dejé varios mensajes.
Quería oír tu voz.
Cerré los ojos y respiré profundamente. Había tenido que hacer acopio de toda mi
fuerza de voluntad para pasar el día sin oír el buzón de voz. E incluso tuve que meter en el
ajo a Cary, pidiéndole que me frenara por la fuerza si daba la impresión de que podría
sucumbir al impulso.
—Me recluí y trabajé un poco.
—¿Te llegaron las flores que te envié?
—Sí. Son preciosas. Gracias.
—Me recordaban a tu vestido.
¿Qué demonios estaba haciendo? Estaba empezando a pensar que tenía trastorno de
personalidad múltiple.
—Algunas mujeres dirían que eso es romántico.
—A mí sólo me importa lo que digas tú. —Su silla crujió como si se él se hubiera
levantado—. Pensé en acercarme... Me apetecía.
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Suspiré, abandonándome a la confusión.
—Me alegro de que no lo hicieras.
Hubo otra larga pausa.
—Me lo merecía.
—No lo he dicho para fastidiar. Es la verdad, sencillamente.
—Ya lo sé. Oye... He encargado que me traigan el almuerzo a la oficina, para que
no perdamos tiempo en salir y volver.
Después de su Te llamaré de despedida, no había dejado de preguntarme si querría
que volviéramos a vernos tras regresar de dondequiera que hubiera estado. Era una
posibilidad que me temía desde el sábado por la noche, consciente de que tenía que cortar,
pero sintiendo que el deseo de estar con él me mantenía enganchada. Deseaba volver a
experimentar aquel momento de intimidad, puro y perfecto, que habíamos compartido.
Pero ese único momento no podía justificar todos los demás en los que me había
hecho sentir como una mierda.
—Gideon, no hay ninguna razón para que almorcemos juntos. Ya hablamos la
noche del viernes, y... nos ocupamos de nuestras cosas el sábado. Vamos a dejarlo ahí.
—Eva. —Había brusquedad en su voz—. Sé que la he jodido. Déjame que te
explique.
—No tienes por qué hacerlo. No pasa nada.
—Sí que pasa. Tengo que verte.
—No quiero...
—Podemos hacerlo de la manera más fácil, Eva. O puedes ponérmelo difícil —dijo
con un tono de crispación en la voz—. Vas a oírme de todas todas.
Cerré los ojos, comprendiendo que no iba a tener la suerte de librarme con una
rápida charla telefónica de despedida.
—De acuerdo. Iré.
—Gracias. —Soltó el aire de forma audible—. Estoy deseando verte.
Volví a poner el auricular en su soporte y me quedé mirando las fotos que tenía en
la mesa, intentando formular lo que necesitaba decir y preparándome para el impacto de ver
a Gideon otra vez. La furia con la que reaccionaba a él físicamente era incontrolable. De
alguna manera tendría que superarla e ir directamente al grano. Después pensaría en que no
me quedaría otra que verle en los días, las semanas y los meses venideros. De momento,
sólo tenía que concentrarme en cómo sobrevivir al almuerzo.
Me rendí ante lo inevitable y volví al trabajo de comparar el impacto visual de
varias muestras de tarjetas insertadas.
—Eva.
Di un respingo y me giré en la silla, atónita de ver a Gideon junto a mi cubículo.
Como siempre, su presencia me sobresaltó, y el corazón me tableteaba en el pecho. Un
rápido vistazo al reloj me demostró que había pasado un cuarto de hora en un instante.
—Gid... Señor Cross. No tenías por qué bajar aquí.
Por la cara parecía sereno e imperturbable, pero los ojos se le veían tormentosos y
84
 
ávidos.
Abrí el cajón de mi mesa y saqué mi bolso, aprovechando la oportunidad para
inspirar una profunda y temblorosa bocanada de aire. Olía fenomenal.
—Señor Cross. —Era la voz de Mark—. Es un placer verle por aquí. ¿Hay algo
que...?
—He venido por Eva. Hemos quedado para almorzar.
Me enderecé a tiempo para ver cómo a Mark se le disparaban las cejas hacia arriba.
Enseguida compuso el semblante y su expresión volvió a adoptar su encanto habitual.
—Volveré a la una —le aseguré.
—Hasta luego, entonces. Que disfrutéis del almuerzo.
Gideon me puso la mano en la franja dorsal y me condujo a los ascensores, con el
consiguiente alzamiento de cejas de Megumi al pasar por delante de recepción. Me moví
nerviosa cuando él apretó el botón de llamada del ascensor, pensando que ojalá hubiera
podido pasar el día sin ver al hombre cuyo roce ansiaba como una droga.
Él me miraba mientras esperábamos al ascensor y deslizaba los dedos por la manga
de mi blusa de raso.
—Cada vez que cierro los ojos, te veo con ese vestido rojo. Oigo los sonidos que
haces cuando estás cachonda. Te siento deslizándote sobre mi polla, apretándome como un
puño, haciendo que me corra con tanta fuerza que duele.
—Para. —Aparté la mirada, incapaz de soportar la intimidad con que me miraba.
—No puedo evitarlo.
La llegada del ascensor fue un alivio. Me cogió de la mano y me hizo entrar. Tras
poner la llave en el panel, me acercó más a él.
—Voy a besarte, Eva.
—No...
Me atrajo hacia sí y selló mi boca con la suya. Me resistí todo lo que pude; luego
me derretí al contacto de su lengua acariciando lenta y dulcemente la mía. Deseaba su beso
desde que nos habíamos acostado. Deseaba tener la certeza de que él valoraba lo que
habíamos compartido, que significaba algo para él como lo significaba para mí.
Pero una vez más me dejó sin ese consuelo cuando se apartó bruscamente.
—Vamos. —Sacó la llave al abrirse la puerta.
La pelirroja recepcionista de Gideon no dijo nada esta vez, aunque me miró de
manera extraña. Por el contrario, Scott, su secretario, se levantó cuando nos acercamos y
me saludó amablemente por mi nombre.
—Buenas tardes, señorita Tramell.
—Hola, Scott.
Gideon le dedicó un gesto seco.
—No me pases llamadas.
—Claro, por supuesto.
Entré en la amplia oficina de Gideon, y la mirada se me fue al sofá donde me tocó
íntimamente por primera vez.
85
 
El almuerzo estaba preparado en la barra: dos platos cubiertos en bandejas
metálicas.
—¿Me das el bolso? —preguntó.
Le miré, vi que se había quitado la chaqueta y se la había colgado del brazo. Estaba
allí plantado con sus pantalones sastre y su chaleco, su camisa y corbata, ambas de un
blanco inmaculado, el pelo negro y abundante alrededor de aquella cara que cortaba la
respiración y los ojos de un azul intenso y deslumbrante. En pocas palabras, me llenaba de
asombro. No podía creer que hubiera hecho el amor con un hombre tan guapo.
Pero, claro, no había significado lo mismo para él.
—¿Eva?
—Eres guapísimo, Gideon. —Las palabras salieron de mi boca sin proponérmelo.
Enarcó las cejas, y a continuación sus ojos se llenaron de ternura.
—Me alegro de que te guste lo que ves.
Le di el bolso y me alejé, necesitada de espacio. Colgó su chaqueta y mi bolso en el
perchero y se dirigió a la barra.
Crucé los brazos.

—Acabemos con esto de una vez. No quiero verte más.

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