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No te escondo nada - Sylvia Day - Cap.4


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Avergonzada ante la repentina irrupción en nuestra intimidad, me incorporé a toda
prisa, estirándome la falda.
—... reunión de las dos es aquí.
Tardé un buen rato en darme cuenta de que Cross y yo seguíamos solos en la sala, y
de que la voz que había oído venía del altavoz. Cross estaba de pie al otro extremo del sofá,
con la cara roja, el ceño fruncido y respirando agitadamente.
Tenía la corbata aflojada y la bragueta tensa gracias a su magnífica erección.
Yo me horrorizaba pensando en mi propio aspecto; y, para colmo de males, volvía
tarde al trabajo.
—¡Jesús! —Se llevó las manos a la cabeza—. ¡En pleno día y en mi oficina!
Me puse de pie y traté de recomponerme un poco.
—Déjame a mí —se acercó y me levantó la falda otra vez.
Disgustada por lo que había estado a punto de ocurrir cuando debía estar trabajando,
le di un manotazo.
—Basta ya. Déjeme en paz.
—Cállate, Eva —dijo en tono grave, y me ayudó a remeter la blusa, negra y de seda,
y a que la línea de botones quedase derecha. Luego me bajó la falda, alisándola con manos
expertas y serenas—. Arréglate la coleta.
Cross recuperó la chaqueta y se la puso antes de colocarse bien la corbata.
Llegamos a la puerta al mismo tiempo, y cuando me agaché para recoger el bolso, él se
inclinó conmigo.
Me cogió por la barbilla y me obligó a mirarle.
—Eh, ¿te encuentras bien? —me preguntó suavemente.
Me ardía la garganta. Estaba excitada, furiosa y de lo más abochornada. Nunca en la
vida había perdido la cabeza de aquella manera. Y me sentaba fatal que hubiera ocurrido
precisamente con él, un hombre cuya actitud hacia la intimidad sexual era tan fría que me
deprimía con sólo pensarlo.
Sacudí la cabeza para que me soltara la barbilla.
—¿Cómo estoy?
—Preciosa y como para echarte un polvo. Te deseo tanto que me hace daño. Estoy a
punto de llevarte otra vez al sofá y hacer que te corras hasta que me supliques que pare.
—No se te puede acusar de retórico —le reproché, pero dándome cuenta de que no
me sentía ofendida. La verdad era que aquella crudeza tenía un tremendo efecto
afrodisíaco. Con las piernas temblorosas y apretando firmemente la correa del bolso, sentía
la tremenda necesidad de huir de aquel hombre. Y cuando terminara mi jornada, quería
estar sola con una buena copa de vino.
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Cross seguía junto a mí.
—Ahora voy a ocuparme de lo que me queda por hacer y a las cinco habré
terminado. A esa hora vendré a buscarte.
—No, no venga. Esto no cambia nada.
—Ya lo creo que sí.
—No sea pretencioso, Cross. He estado ofuscada un ratito, pero todavía no quiero lo
que quiere usted.
—Claro que lo quieres; lo que pasa es que no te gusta el modo en que yo pretendo
dártelo. Así que volveremos a vernos y repasaremos.
Otro negocio. Preparado de antemano. Se me tensó todo el cuerpo.
Puse una mano sobre la suya e hice girar el pomo para deslizarme acto seguido por
debajo de su brazo y salir de allí. El secretario de Cross, boquiabierto, se levantó
inmediatamente, lo mismo que las tres personas, una mujer y dos hombres, que estaban
esperándole. Le oí hablar detrás de mí.
—Scott les acompañará a mi despacho. Yo llegaré enseguida.
Me alcanzó por la zona de recepción y me pasó el brazo por detrás a la altura de la
cadera. No quería montar un numerito, así que esperé hasta llegar a los ascensores para
zafarme.
Él se lo tomó con tranquilidad y apretó el botón de llamada.
Yo no aparté la vista de la tecla encendida.
—Tengo muchas cosas que hacer.
—Pues mañana.
—Voy a estar muy ocupada todo el fin de semana.
—¿Con quién? —me preguntó impulsivamente, acercándose mucho a mí.
—A usted no le...
Me tapó la boca con la mano.
—No sigas. Dime tú cuándo, entonces. Y, antes de que contestes que nunca, mírame
y dime si soy la clase de hombre a quien se rechaza así como así.
Tenía el gesto firme, los ojos entrecerrados y la mirada resuelta. Yo me estremecí.
No estaba nada segura de ganarle la batalla de la tenacidad a Gideon Cross.
Tragué saliva, y esperé hasta que retiró la mano.
—Creo que los dos necesitamos calmarnos y tomarnos un par de días para pensar.
—El lunes, al salir del trabajo —insistió.
Llegó el ascensor y entré. Luego, me volví hacia él y contraataqué.
—El lunes, a la hora de comer.
Sólo tendríamos una hora. Escapatoria garantizada.
—Va a suceder, Eva —dijo, justo antes de que se cerraran las puertas, y sonó más
como una amenaza que como un promesa.
—No te apures, Eva —me tranquilizó Mark cuando llegué hasta mi mesa casi a las
dos y cuarto—, que no te has perdido nada. Yo he comido tarde con el señor Leaman y
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acabo de llegar.
—Gracias.
Pero, dijera lo que dijera, yo me sentía muy mal. La dura mañana del viernes
parecía haber tenido lugar varios días atrás.
Trabajamos sin interrupción hasta las cinco, cambiando impresiones sobre un
anuncio de comida rápida e ideando algunos retoques, de modo que nos sirviera para una
cadena de tiendas de alimentación biológica.
—Para que luego hablen de extraños compañeros de cama —había bromeado Mark,
sin saber hasta qué punto tenía razón en cuanto a mi vida privada.
Acababa de cerrar el ordenador y estaba a punto de sacar el bolso del cajón, cuando
sonó el teléfono. Eché un vistazo al reloj y vi que eran exactamente las cinco, así que
contemplé la posibilidad de no hacer caso a la llamada, teniendo en cuenta que,
estrictamente hablando, mi jornada había terminado.
Pero como todavía me sentía fatal por haberme pasado con la hora de la comida, lo
consideré un castigo y contesté.
—Eva, cielo, dice Richard que te dejaste el móvil en su oficina.
Solté un bufido y me dejé caer sobre el respaldo de la silla. Me imaginaba el
pañuelo empapado que solía ir asociado con aquel característico tono de inquietud de mi
madre. Me trastornaba y al mismo tiempo me partía el corazón.
—Hola, mamá, ¿cómo estás?
—Muy bien, gracias. —Mi madre tenía voz de niña y, a la vez, entrecortada, como
la de Marilyn Monroe cruzada con la de Scarlett Johansson—. Clancy te ha dejado el
teléfono en la portería de tu casa. No deberías ir a ninguna parte sin él. Nunca se sabe si vas
a necesitar llamar a alguien...
Había estado dándole vueltas a la idea de quedarme con el teléfono y derivar las
llamadas a otro número que no supiera mi madre, pero eso no era lo que más me importaba
en aquel momento.
—¿Y qué opina el doctor Petersen de que fisgues en mi teléfono?
El silencio al otro lado de la línea fue muy significativo.
—El doctor Petersen sabe que me preocupo por ti.
—Mamá, creo que es hora de que vayamos juntas de nuevo a la consulta —le dije,
pellizcándome el puente de la nariz.
—Ah, sí... claro. De hecho, él me ha dicho que le gustaría volver a verte.
Probablemente porque piensa que no estás colaborando mucho. Cambié de tema.
—Me gusta mucho mi nuevo trabajo.
—Eso es estupendo, Eva. ¿Te trata bien tu jefe?
—Sí, es fantástico. No podría ser mejor.
—¿Es guapo?
—Sí, mucho. Pero no está libre —contesté, y sonreí.
—¡Qué pena! Los mejores nunca lo están.
Ella se rio y mi sonrisa se hizo más abierta.
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Me encantaba que estuviera contenta. Ojalá lo estuviera con más frecuencia.
—Estoy deseando verte mañana en la cena benéfica.
Monica Tramell Barker Mitchell Stanton, una deslumbrante belleza rubia a quien
nunca le había faltado atención masculina, se sentía como pez en el agua en los actos de
sociedad.
—Vamos a pasarlo bien —dijo mi madre entrecortadamente—. Tú, Cary y yo.
Iremos al spa y nos pondremos guapas y a tono. Estoy segura de que te vendría bien un
masaje después de trabajar.
—Yo no voy a rechazarlo, por supuesto, y sé que a Cary le encantará.
—¡Qué ilusión me hace! Os mando un coche a casa a eso de las once.
—Estaremos listos.
Cuando colgué, me recliné en la silla y suspiré por un baño caliente y un orgasmo.
Me tenía sin cuidado que Gideon Cross se enterase de que me masturbaba pensando en él.
La frustración sexual debilitaba mi posición, y él seguro que no tenía ese problema. No me
cabía duda de que contaría con un orificio condescendiente antes de que terminase el día.
El teléfono sonó de nuevo mientras me cambiaba los zapatos de tacón por los de
caminar. Casi nunca se podía despistar a mi madre durante demasiado rato. Los cinco
minutos que habían pasado desde que terminó nuestra conversación eran el tiempo justo
que había tardado en darse cuenta de que el problema del móvil no estaba resuelto. De
nuevo pensé en no hacer caso de la llamada, pero no quería llevarme a casa ningún disgusto
del día.
Respondí con la frase habitual, pero con menos energía.
—Sigo pensando en ti.
La voz ronca y aterciopelada de Cross me envolvió con tal sensación de alivio que
comprendí cuánto había deseado volver a oírla. Ese mismo día.
Mi ansia era tan profunda que tuve la certeza de que aquel hombre iba a convertirse
en una droga para mí, la fuente principal de muchos e intensos goces.
—Sigo tocándote, Eva. Sigo saboreándote. He estado empalmado desde que te
fuiste, pasando por dos reuniones y una teleconferencia. Te doy ventaja: pon tú las
condiciones.
—A ver... déjame que piense... —le hice esperar, sonriendo al recordar aquello de
las pelotas moradas que había dicho Cary—. Pues... no se me ocurre nada. Pero sí que
puedo darte un consejo de amiga: vete a pasar el rato con alguna mujer que babee por ti y te
haga creer que eres un dios. Folla con ella hasta que no podáis con el alma ninguno de los
dos. Así, cuando me veas el lunes, ya se te habrá pasado todo y volverás al orden obsesivocompulsivo
de tu vida normal.
Oí un crujido de cuero y me imaginé a Cross reclinándose en la silla.
—Ésa era tu carta blanca, Eva. La próxima vez que ofendas a mi inteligencia, te
daré unos azotes.
—A mí no me gustan esas cosas —repliqué, pero la advertencia, hecha con aquella
voz, me electrizó. Oscuro y Peligroso, no había duda.
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—Ya hablaremos de eso. Mientras tanto, dime lo que te gusta.
Yo seguí en mis trece.
—Es indudable que tienes voz de teléfono erótico, pero yo me largo; he quedado
con mi vibrador.
Debería haber colgado en ese momento, para que el efecto «calabazas» hubiera sido
total, pero no pude resistirme a saber si lo encajaría como yo me imaginaba. Además,
estaba divirtiéndome con él.
—Ay, Eva —Cross pronunció mi nombre en un desalentado susurro—, estás
decidida a hacerme poner de rodillas, ¿verdad? ¿Qué haría falta para convencerte de formar
un trío con un amigo que funciona a pilas?
No hice caso de sus preguntas, pero me alegré de que no pudiera ver el temblor de
mis manos cuando me puse el bolso en bandolera. No pensaba hablar de los amigos a pilas
con Gideon Cross. Nunca había hablado abiertamente sobre la masturbación con ningún
hombre, y mucho menos iba a hacerlo con alguien que, a efectos prácticos, era un
desconocido.
—Mi amigo a pilas y yo tenemos un viejo pacto: cuando terminamos, sabemos
exactamente cuál de los dos ha usado al otro, y la usada no soy yo. Adiós, Gideon.
Colgué y me dirigí a las escaleras, con la idea de que bajar veinte pisos andando
cumpliría dos funciones: una, eludir artefactos mecánicos, la otra, ahorrarme una sesión de
gimnasio.
Me alegré tanto de llegar a casa después de un día como el que había tenido, que
entré literalmente bailando en el apartamento. Mi sincero «¡Dios, por fin en casa!»,
acompañado de unos bailes, fue lo bastante vehemente como para sobresaltar a la pareja
que estaba en el sofá.
—¡Huy! —exclamé, avergonzada por mis tonterías. No es que Cary estuviera en
una situación comprometida con su invitado cuando yo aparecí sin previo aviso, pero sí que
se encontraban lo suficientemente cerca el uno del otro para que se intuyera una cierta
intimidad.
Sin querer, pensé en Gideon Cross, que prefería despojar de intimidad al acto más
íntimo que uno se puede imaginar. Yo había tenido ligues de una noche y amigos con
derecho a roce, y nadie sabía mejor que yo que hacer el amor y fornicar eran dos cosas muy
diferentes, pero no creo haber visto nunca el sexo como un apretón de manos. Me parecía
triste lo que hacía Cross, aunque no fuese alguien que inspirase compasión precisamente.
—Hola, nena —me saludó Cary, poniéndose de pie—. Tenía la esperanza de que
llegases antes de que Trey se marchara.
—Tengo clase dentro de una hora —explicó Trey, rodeando la mesa, mientras yo
dejaba la bolsa de los zapatos en el suelo y el bolso sobre un taburete en el mostrador de
desayuno—, pero me alegro de haber podido conocerte antes de irme.
—Yo también. —Le estreché la mano que me tendió y, de paso, le estudié de un
vistazo. Era de mi edad aproximadamente, estatura media y agradablemente musculoso.
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Tenía un rebelde pelo rubio y los ojos color avellana. En cuanto a la nariz, se le debía de
haber roto en alguna ocasión, eso resultaba evidente.
—¿Qué os parece una copa de vino?
—Me apunto —contestó Trey.
—Yo tomaré una también. —Cary se unió a nosotros en el mostrador de desayuno.
Llevaba unos vaqueros negros y un jersey de los que dejan los hombros descubiertos del
mismo color, con un aire informal y elegante que armonizaba maravillosamente con el pelo
castaño oscuro y los ojos verde esmeralda.
Abrí la vinoteca y saqué una botella cualquiera.
Trey, con las manos en los bolsillos de los pantalones, se balanceaba sobre los pies
y charlaba en voz baja, mientras yo descorchaba la botella y servía.
Entonces, sonó el teléfono y yo descolgué el auricular de la pared.
—¿Sí?
—Hola, Eva. Soy Parker Smith.
—Hola, Parker, ¿qué tal?
—Espero no molestarte con mi llamada. Tu padrastro me ha dado el número.
Ah. Ya había tenido yo bastante Stanton para un día.
—Claro que no me molesta, ¿ocurre algo?
—¿Sinceramente? Bueno, pues parece que las cosas ahora van bien. Tu padrastro es
como mi hada madrina. Está financiando unas cuantas mejoras en la seguridad del gimnasio
y algunas modernizaciones que hacen mucha falta. Por eso te llamo. El centro va a estar
cerrado unos días. Volvemos a abrir dentro de una semana, a contar desde el lunes.
Cerré los ojos y traté de reprimir un ramalazo de ira. Pero Parker no tenía la culpa
de que Stanton y mi madre fueran dos maníacos superprotectores empeñados en
controlarme. No veían lo irónico que resultaba que me defendieran estando rodeada de
personas tan cualificadas para hacerlo.
—Fantástico. Estoy deseando ir a entrenarme con vosotros.
—Yo también. Voy a darte caña, Eva. Tus padres darán el dinero por bien
empleado.
Puse un vaso delante de Cary y tomé un buen sorbo del mío. No dejaba de
sorprenderme toda la colaboración que podía comprarse con dinero. Pero Parker no tenía la
culpa.
—Por mí, fenomenal.
—Empezaremos contigo en cuanto abramos la próxima semana. Tu chófer tiene el
horario.
—Muy bien. Pues hasta entonces. —Colgué el auricular y capté la mirada, dulce y
amorosa, que Trey le dirigió a Cary cuando creía que no le veíamos ninguno de los dos. Me
hizo pensar que mis problemas podían esperar—. Trey, siento mucho que tengas que
marcharte. ¿Puedes venir el miércoles a cenar pizza? Me gustaría que hiciéramos algo más
que decirnos hola y adiós.
—Tengo clase —me sonrió, con cara de pena, y miró otra vez a Cary de soslayo—,
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pero podría venir el martes.
—Perfecto. Encargamos la comida y nos vemos una película.
—Me encanta la idea.
Cary me premió tirándome un beso cuando acompañó a Trey hasta la puerta.
Cuando volvió a la cocina, cogió su vaso de vino y dijo:
—Bueno, Eva, suéltalo ya. Se te ve muy estresada.
—Lo estoy —admití, botella en mano dando vueltas por el salón.
—Es por Gideon Cross, ¿no?
—Pues claro. Pero no quiero hablar de él. —Aunque la persecución de Gideon
había sido estimulante, su objetivo era asqueroso—; mejor hablamos de Trey y de ti.
¿Cómo os conocisteis?
—Me lo encontré en un curro. Trabaja media jornada como ayudante de un
fotógrafo. Es muy sexy, ¿verdad? —le brillaban los ojos de felicidad—, y todo un
caballero, a la vieja usanza.
—¿Pero queda alguno de ésos? —murmuré antes de liquidar el primer vaso.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, lo siento Cary. Me ha caído muy bien y es evidente que tú le molas.
¿Estudia Fotografía?
—Veterinaria.
—¡Vaya! Eso está muy bien.
—Eso mismo pienso yo. Pero dejemos a un lado a Trey por el momento y dime qué
es lo que te mortifica. Dilo de una vez.
—Mi madre —contesté, suspirando—, que se ha enterado de mi interés por el
gimnasio de Parker y está fastidiándola.
—¿Y cómo se ha enterado? Te juro que yo no se lo he dicho a nadie.
—Ya sé que no has sido tú; ni se me hubiera ocurrido pensarlo. —Agarré la botella
y me serví otro vaso—. Toma nota: ha estado fisgando en mi móvil.
Cary hizo un gesto de asombro levantando las cejas.
—¿En serio? Qué miedo.
—¿A que sí? Se lo conté a Stanton, pero él no quiere saber nada.
—Bueno. —Se pasó la mano entre el largo flequillo—. ¿Y qué vas a hacer?
—Comprar otro teléfono. Y hablar con el doctor Petersen a ver si puede inculcarle
un poco de sensatez.
—Buena jugada, pásale el asunto a su loquero. Esto... y en tu trabajo, ¿va todo bien?
¿Todavía te gusta?
—Mucho. —Recliné la cabeza en los cojines y cerré los ojos—. Mi empleo y tú sois
ahora mismo mi salvación.
—¿Y qué me dices del macizo supermillonario que quiere trincarte? Venga, Eva,
que me muero por saberlo. ¿Qué ha pasado?
Se lo conté, por supuesto. Quería su opinión sobre todo aquello; sin embargo,
cuando terminé, se quedó callado. Levanté la cabeza para mirarle y le encontré con los ojos
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brillantes y mordiéndose el labio.
—Cary, ¿en qué piensas?
—En que esta historia me pone muy caliente —se echó a reír, y el sonido afectuoso
y masculino de su risa barrió buena parte de mi irritación—. Apuesto a que está muy
confundido en estos momentos. Habría dado dinero por verle la cara cuando le respondiste
a eso de que quería darte unos azotes en el culo.
—Me parece increíble que dijera eso. —Sólo con recordar el tono de Cross al salir
con semejante amenaza, empezaron a sudarme las manos de tal forma que dejaba vapor en
la copa—. Pero ¿de qué demonios va?
—Los azotes en el culo no son una aberración. Además, en el sofá iba a hacer el
misionero, o sea que no tiene nada en contra de lo elemental. —Se dejó caer hacia atrás en
el asiento, con una sonrisa radiante que le iluminaba la cara, tan atractiva de por sí—. Tú
supones un desafío para un tipo que se mueve habitualmente entre ellos. Y está dispuesto a
hacer concesiones, algo a lo que no debe de estar acostumbrado, diría yo. Sólo tienes que
decirle lo que quieres.
Repartí entre los dos el vino que quedaba. Me sentía ligeramente mejor con un poco
de alcohol circulando por las venas. ¿Qué quería yo? Aparte de lo lógico.
—Somos totalmente incompatibles.
—¿Es así como calificas tú lo que pasó en el sofá?
—Vamos, Cary, resúmelo: me levanta del suelo del vestíbulo y me dice que quiere
follar conmigo. Así de simple. Cualquier tío que me ligue en un bar tiene más marcha que
él. Hola, ¿cómo te llamas? ¿Vienes mucho por aquí? ¿Quién es tu amigo? ¿Qué estás
tomando? ¿Te gusta bailar? ¿Trabajas por aquí?
—Vale, vale, lo entiendo. —Dejó el vaso en la mesa—. ¿Por qué no salimos por
ahí? Buscamos un buen sitio y bailamos hasta que no podamos más. Quizá conozcamos
algún tío que te dé un poco de conversación.
—O por lo menos que me invite a una copa.
—Bueno, Cross te ofreció una en su oficina.
Sacudí la cabeza de lado a lado y me levanté.
—Lo que quieras. Me doy una ducha y nos largamos.
Salí de marcha como si aquélla fuera la última vez. Cary y yo recorrimos todas las
discotecas del centro, desde Tribeca hasta el East Village, gastando dinero a lo tonto en
entradas y pasándonoslo de miedo. Yo bailé tanto que parecía que iba a quedarme sin pies,
pero resistí hasta que Cary se quejó primero de las botas con tacón que llevaba puestas.
Acabábamos de salir de una discoteca tecno-pop con la idea de comprarme unas
chancletas en un Walgreens que había cerca, cuando nos encontramos con un promotor que
hacía publicidad de un establecimiento a pocas manzanas de allí.
—Un sitio fantástico para que descansen los pies un poco —dijo, sin las sonrisas
exageradas ni los elogios aparatosos habituales en el oficio. La ropa que llevaba (vaqueros
negros y jersey de cuello alto) era de muy buena calidad, cosa que me sorprendió. Y no
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tenía folletos ni postales. Lo que me entregó fue una tarjeta comercial hecha de papiro, con
letras doradas que captaban la luz de los rótulos eléctricos que nos rodeaban. Tomé nota
mentalmente para tenerlo en cuenta como una buena alternativa en la publicidad impresa.
A nuestro alrededor se movía una presurosa multitud de peatones. Cary observó los
letreros entrecerrando los ojos; llevaba encima unas cuantas copas más que yo.
—Parece pretencioso.
—Enseñáis esta tarjeta —insistió el vendedor— y os ahorráis la entrada.
—Cariño —Cary me cogió del brazo y tiró de mí—. Vamos, a lo mejor encuentras a
un buen tipo en un local pijo.
Los pies me estaban matando cuando llegamos al sitio, pero dejé de lamentarme en
cuanto vi la entrada tan bonita que tenía. La fila para acceder al interior era muy larga; se
extendía por toda la calle y doblaba la esquina. Por las puertas abiertas salía la
conmovedora voz de Amy Winehouse junto con grupos de clientes muy bien vestidos y
sonrientes.
Tal como había dicho el promotor, la tarjeta fue una llave mágica que nos
proporcionó entrada inmediata y libre. Una encargada preciosa nos llevó al piso de arriba,
hasta un bar VIP más tranquilo, desde donde se dominaba el escenario y la pista de baile de
abajo, y nos señaló una zona de asientos junto a la terraza. Ocupamos una mesa rodeada por
dos sofás curvos de terciopelo. Ella puso una carta de bebidas en el centro y dijo:
—Invita la casa.
—¡Mira qué bien! —dijo Cary silbando—. Hemos acertado.
—Creo que el promotor te ha reconocido de algún anuncio.
—¿No sería genial? Jo, qué noche. Estoy de marcha con mi mejor amiga y
enamorándome de un nuevo cachas en mi vida.
—¿Cómo?
—He decidido que voy a ver hasta dónde llegan las cosas con Trey.
Me alegró saberlo. Me pareció que yo había estado siempre esperando que Cary
encontrase alguien que le tratase bien.
—¿Ya te ha pedido que salgas con él?
—No, pero no creo que sea porque no quiera. —Hizo un gesto con los hombros y se
estiró la camiseta, rasgada intencionadamente. A juego con los pantalones negros de cuero
y las muñequeras de clavos, le daba un aire sexy y rebelde—. Antes de nada, debe de estar
intentando comprender qué hay entre tú y yo. Flipó cuando le dije que vivía con una mujer
y que me había trasladado desde la otra punta del país para estar contigo. Tiene miedo de
que yo sea un bi-curioso de ésos y en el fondo esté colgado de ti. Por eso, quería que le
conocieras hoy, para que vea cómo es nuestra convivencia.
—Lo siento, Cary. Intentaré tranquilizarle en ese sentido.
No es culpa tuya; no te preocupes. Saldrá bien si tiene que ser así.
Su convicción no me hizo sentir mejor y me puse a pensar en un modo de ayudarle.
Dos chicos se acercaron a nuestra mesa.
—¿Podemos sentarnos con vosotros? —preguntó el más alto.
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Primero miré a Cary, luego a ellos. Parecían hermanos y eran muy atractivos,
risueños y seguros de sí mismos. Tenían una actitud relajada y natural.
Estaba yo a punto de decir claro que sí, cuando en mi hombro desnudo se posó una
cálida mano que me apretó firmemente.
—Ella no está libre.
Enfrente de mí, Cary miraba boquiabierto a Gideon Cross, que rodeó el sofá y le
tendió la mano.
—Me llamo Gideon Cross.
—Y yo, Cary Taylor —le estrechó la mano con una amplia sonrisa—, pero ya lo
sabías. Encantado de conocerte. He oído hablar mucho de ti.
Le habría matado de buena gana.
—Me alegro de saberlo. —Gideon tomó asiento a mi lado y puso un brazo sobre el
respaldo para poder acariciar el mío como el que no quiere la cosa, pero de un modo
posesivo al mismo tiempo—; quizás me quede alguna esperanza.
Giré la cintura para mirarle frente a frente y le susurré, furiosa:
—¿Pero qué haces?
—Lo que haga falta.
—Me voy a bailar. —Cary se puso en pie, con un gesto de ironía—. Vuelvo dentro
de un ratito.
Haciendo caso omiso de la mirada de súplica que le dirigí, me tiró un beso y se
alejó, seguido de los dos chicos. Yo tenía el corazón acelerado. Un minuto después, me
resultaba ridículo, e imposible, pasar de Gideon Cross.
Le eché un vistazo general. Llevaba pantalones de vestir color grafito y un jersey
negro con el cuello de pico que producían un efecto de sofisticación informal. Me
encantaba su apariencia y me atraía mucho la suavidad que sugería, aunque sabía que era
sólo una ilusión. Él era duro desde muchas perspectivas.
Respiré profundamente, por el esfuerzo que me costaba tratar con él. Después de
todo, ¿no era ése el problema principal? ¿Que él quisiera saltarse los preliminares de una
relación y pasar directamente a la cama?
—Tienes un aspecto... —me detuve. Fantástico. Maravilloso. Increíble. Sexy a más
no poder. Al final, me quedé corta—... que me gusta.
Gideon arqueó las cejas.
—¡Vaya! Menos mal que hay algo de mí que te parece bien. ¿Se trata de todo el
conjunto? ¿Sólo la ropa? ¿Sólo el jersey? ¿Los pantalones?
Me cayó mal el tonillo que empleó.
—¿Y si te digo que sólo el jersey?
—Pues me compro una docena y así tengo para todos los días.
—Sería una lástima.
—¿No te gusta el jersey? —Estaba un poco cabreado, las palabras le salían rápidas
y cortantes.
Yo había apoyado las manos en el regazo, pero las movía sin parar.
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—Sí me gusta, pero también me gusta el conjunto.
Me miró fijamente un minuto y luego me preguntó:
—¿Qué tal la cita con tu AAP?
¡Joder! Dirigí la vista a otro lado. Era muchísimo más fácil hablar por teléfono de
masturbarse que ante aquella penetrante mirada azul. Resultaba bochornoso y humillante.
—Yo no hablo de intimidades.
Me acarició la mejilla de nuevo y susurró:
—Estás poniéndote colorada.
Noté por la voz que se alegraba y rápidamente cambié de tema.
—¿Vienes mucho por aquí?
Mierda. ¿Cómo se me había ocurrido decir aquella frase estereotipada?
Acercó las manos hasta mi regazo y cogió una de las mías.
—Cuando es necesario.
Un ramalazo de celos me hizo ponerme tensa.
—¿Qué quieres decir? ¿Cuándo andas en busca de presa? —Le miré, irritada,
aunque en realidad estaba enfadada conmigo misma por el hecho de que aquello me
importara.
Gideon esbozó una genuina sonrisa que me hizo daño.
—Cuando hay que tomar decisiones importantes. Este local es mío, Eva.
¡Vaya! ¡Cómo no!
Una camarera muy mona dejó sobre la mesa unas bebidas con hielo, de color
rosado, en vasos cuadrados y altos, y le dedicó a Gideon una sonrisa insinuante.
—Aquí tiene, señor Cross, dos Stoli Elites con arándanos. ¿Alguna cosa más?
—De momento, nada, gracias.
Veía claramente que la chica quería entrar en la lista de preseleccionadas, y me
crispé. Después, me distraje con la bebida que nos había servido. Era lo que yo solía beber
en las discotecas, lo que había estado bebiendo toda la noche. Sentí un cosquilleo nervioso.
Observé a Gideon haciendo girar el líquido en la boca, como si catara un buen vino, y
tragárselo después. El movimiento de la garganta me puso caliente, pero no fue nada
comparado con el efecto que me produjo la intensidad de su mirada.
—No está mal —dijo—. Dime si lo hemos hecho bien.
Entonces me besó. Se acercó deprisa, pero yo le vi venir y no me aparté. Tenía la
boca fresca, con sabor a arándanos rociados de alcohol. Deliciosa. Todo el caos de energía
y emociones que había estado bullendo en mi interior se desbordó de repente. Llevé una
mano hasta su espléndido pelo y lo sujeté bien fuerte mientras le succionaba la lengua. El
gemido que emitió fue el sonido más erótico que había oído en mi vida, y la parte interna
de mis muslos se tensó ardorosamente.
Sorprendida yo misma por la vehemencia de mi reacción, me distancié, jadeante.
Gideon continuó acariciándome la cara con la boca, besándome las orejas,
respirando trabajosamente, también. El tintineo del hielo dentro del vaso removió mis
exaltados sentidos.
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—Eva, necesito estar dentro de ti —me susurró bruscamente—. No puedo más.
Clavé la vista en el vaso, mientras mi mente giraba en un torbellino de impresiones,
recuerdos y confusión.
—¿Cómo lo sabías?
Me pasó la lengua por la oreja, y yo me estremecí. Parecía que todas las células de
mi cuerpo lucharan contra el suyo. Resistirme a él consumía una cantidad de energía tan
considerable que me agotaba.
—¿El qué?
—Lo que me gusta beber, cómo se llamaba Cary.
Inspiró profundamente y se separó de mí. Dejó el vaso en la mesa y cambió de
posición, colocando una rodilla sobre el cojín que había entre nosotros, de modo que podía
mirarme de frente. Volvió a pasar el brazo por el respaldo del sofá y empezó a hacer
circulitos con la yema de los dedos en la curva de mi espalda.
—Habías estado antes en otro de mis locales. Tu tarjeta de crédito apareció y
quedaron anotadas tus consumiciones. Y Cary Taylor figura en el contrato de
arrendamiento de tu casa.
Todo daba vueltas a mi alrededor. No había manera... El teléfono móvil, la tarjeta
de crédito, el puñetero apartamento... Es que no podía ni respirar. Entre mi madre y Gideon
me hacían sentir claustrofobia.
—Caray, Eva, estás blanca como el papel. —Me puso un vaso en la mano—. Anda,
bebe.
Era el Stoli con arándanos. Me lo bebí todo. El estómago se revolvió por un
momento, luego se asentó.
—¿Es tuyo el edificio donde vivo? —pregunté, casi sin aliento.
—Curiosamente, así es. —Se sentó sobre la mesa, justo enfrente de mí, y colocó las
piernas a ambos lados de las mías. Tenía las manos heladas; Gideon me quitó el vaso para
dejarlo a un lado y me las calentó con las suyas.
—Gideon, ¿estás chiflado?
—¿Lo preguntas en serio? —dijo, apretando un poco los labios.
—Sí, lo pregunto en serio. Me madre me acosa también y está yendo a un loquero.
¿Vas tú a alguno?
—Por ahora, no, pero tú me vuelves lo suficientemente loco como para que eso esté
dentro de lo posible.
—Entonces, ¿este comportamiento no es habitual en ti? —Tenía palpitaciones;
hasta notaba la sangre circulando por los tímpanos?— ¿O sí lo es?
Se pasó una mano por el pelo, arreglándose los mechones que yo le había
despeinado cuando nos besamos.
—Simplemente, tuve acceso a ciertos datos que tú pusiste a mi disposición.
—¡A tu disposición, no! ¡Ni tampoco para el fin que tú los has empleado! Seguro
que has infringido alguna ley de protección de la intimidad. —Me quedé mirándole, más
confusa que nunca—. Pero ¿por qué lo haces?
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—Coño, para conocerte.
—¿Y por qué no hablas conmigo, Gideon? ¿Tan difícil es eso hoy en día?
—Contigo, sí. —Cogió el vaso y se bebió casi todo el contenido—. No puedo
tenerte a solas más de unos minutos cada vez.
—Porque lo único de lo que quieres hablar es de lo que tienes que hacer para tirarte
a alguien.
—Eva, por Dios, baja la voz —me pidió entre dientes.
Le examiné detenidamente, asimilando cada uno de sus rasgos, cada plano de su
cara. Por desgracia, catalogar los detalles no redujo ni un ápice mi turbación. Estaba
empezando a sospechar que su atractivo jamás dejaría de deslumbrarme.
Y no sólo a mí; había visto cómo reaccionaban las mujeres ante él. Y, encima, era
escandalosamente rico, cosa que hace interesantes hasta a hombres viejos, calvos y
barrigudos. No sería raro que estuviese acostumbrado a chascar los dedos y apuntarse un
orgasmo.
Me lanzó una mirada.
—¿Por qué me miras así? —me preguntó.
—Estoy pensando.
—¿En qué? —Apretó un poco las mandíbulas—. Te advierto que, si dices algo de
orificios, preadmisiones o emisiones seminales, no respondo de mis actos.
Casi me hizo reír.
—Es que quiero comprender unas cuantas cosas, porque tal vez no te esté creyendo
del todo.
—A mí también me gustaría entender algunas cosas —masculló.
—Me imagino que tienes mucho éxito con el método «Quiero follar contigo».
La cara de Gideon se fue transformando hasta quedarse inexpresiva.
—No quiero hablar de eso, Eva.
—De acuerdo. Tú quieres saber qué es lo que me induciría a acostarme contigo. ¿Es
ésa la razón por la que estás aquí esta noche? ¿Por mí? Y no me contestes lo que tú crees
que yo quiero oír.
Su mirada era clara y tranquila.
—Estoy aquí por ti, sí. Yo lo preparé.
De pronto pude atar los cabos sueltos y comprendí. El promotor que nos había
abordado era un empleado de Cross Industries.
—¿Pensabas que trayéndome aquí ibas a echar un polvo conmigo?
Le resultaba difícil disimular su regocijo.
—Siempre hay una esperanza, pero suponía que haría falta algo más que un
encuentro casual y unas copas.
—Tienes razón. Entonces, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué no has esperado al lunes
por la mañana?
—Porque tú andas buscando algún rollo. No puedo hacer nada respecto a los AAP,
pero, en mi bar, sí puedo evitar que ligues con algún imbécil. Tú buscas rollo, Eva, y yo
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estoy aquí.
—No estoy buscando ningún rollo, sino quemando la tensión de un día de estrés.
—No eres la única. —Tocó con los dedos uno de mis pendientes chandelier de
plata—. Tú bebes y bailas cuando estás tensa. Yo, en primer lugar, trato de solucionar el
problema que me provoca la tensión.
Su tono de voz se había suavizado y despertó en mí un alarmante deseo.
—¿Es eso lo que soy yo? ¿Un problema?
—Por supuesto que sí —pero lo dijo con un atisbo de sonrisa.
Yo sabía que ahí radicaba gran parte de su atractivo. Gideon Cross no podía estar
donde estaba, siendo tan joven, si aceptaba los «noes» tranquilamente.
—¿Cómo definirías tú salir con alguien?
Frunció el ceño.
—Como pasar mucho tiempo con una mujer durante el que no estamos follando.
—¿Te gusta la compañía femenina?
—Claro que sí, siempre que no haya expectativas exageradas ni exijan demasiado
tiempo. Me he dado cuenta de que la mejor manera de evitar esto es tener amistades y
relaciones sexuales exclusivas para ambos.
Allí estaban otra vez esas molestas «expectativas exageradas». Quedaba claro que
aquello suponía un escollo para él.
—Entonces, ¿tienes amigas?
—Naturalmente. —Aprisionó mis piernas con las suyas—. ¿Adónde quieres ir a
parar?
—Aíslas el sexo del resto de tu vida; lo separas de la amistad, del trabajo... de todo.
—Tengo buenas razones para hacerlo.
—Estoy segura. Vale, ahí van mis conclusiones. —Era difícil concentrarse tan cerca
de Gideon—: Te dije que no quería salir con nadie y no quiero. El trabajo es mi mayor
prioridad, y mi vida personal, como mujer soltera, le sigue muy de cerca. No me apetece
sacrificar ni una cosa ni la otra en aras de una relación ni queda espacio para incluir un
vínculo estable.
—En eso coincidimos.
—Ahora bien, me gusta el sexo.
—Bueno, pues practícalo conmigo. —Su sonrisa era toda una invitación erótica.
—Yo necesito que me una algo personal a los hombres con los que me acuesto. No
tiene que tratarse de nada intenso ni profundo, pero el sexo para mí debe ser algo más que
una fría transacción.
—¿Por qué?
No podía decirse que Gideon estuviera siendo frívolo. Por rara que fuese para él
aquella conversación, se la estaba tomando en serio.
—Llámalo capricho, si quieres, pero no estoy hablando a la ligera. Me fastidia que
me usen en cuestiones de sexo; me siento infravalorada.
—¿No puedes verlo como que me usas a mí?
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—Contigo, no. —Estaba siendo muy persuasivo, muy contundente.
Pude ver en sus ojos el brillo del depredador cuando dejé mi debilidad al
descubierto.
—Además —continué enseguida—, eso es semántica. En mis relaciones sexuales,
necesito un intercambio equitativo o ser yo la dominante.
—De acuerdo.
—¿De acuerdo? Lo has dicho demasiado pronto, teniendo en cuenta que yo quiero
combinar dos cosas que tú te esfuerzas muchísimo en evitar que se junten.
—No me siento a gusto con ello y no voy a pretender que lo entiendo, pero estoy
escuchándote. Es un problema. Dime cómo lo remediamos.
Me quedé sin aliento. No me esperaba aquello. Gideon era un hombre que no quería
complicaciones con el sexo, y yo una mujer que encontraba complicado el sexo; pero él no
se daba por vencido. Todavía.
—Tenemos que ser amigos, Gideon. No compañeros del alma ni confidentes, pero
sí dos personas que saben la una de la otra algo más que la anatomía. Para mí eso significa
poder estar juntos sin tener que follar necesariamente. Y me temo que tendremos que pasar
algunos ratos así en lugares donde nos veremos obligados a contenernos.
—¿No es lo que estamos haciendo ahora?
—Sí. Y a eso es a lo que me refiero. No creía que fueras capaz de hacerlo. Deberías
haber actuado de un modo menos extraño. —Le tapé la boca con la mano cuando intentó
interrumpirme—. Pero admito que intentaste buscar una oportunidad para hablar y yo no
colaboré.
Empezó a mordisquearme los dedos de tal modo que tuve que protestar y retirar la
mano.
—Oye, ¿por qué haces eso?
Se llevó a la boca mi mano mordida; la besó le pasó la lengua para aliviarla. Y para
provocarme.
Respondí devolviéndola a mi regazo. Todavía no estaba segura de que hubiéramos
dejado las cosas claras.
—Y para que no creas que hay expectativas exageradas, cuando tú y yo pasemos
tiempo juntos sin follar, no pensaré que estamos saliendo, ¿vale?
—Lo tendré en cuenta. —Gideon sonrió, y mi decisión de estar con él se reforzó. Su
sonrisa fue como un relámpago en la oscuridad, deslumbrador, bello y misterioso, y le
deseé tanto que experimenté verdadero dolor físico.
Deslizó la mano por la parte trasera de mis muslos y me atrajo suavemente hacia él.
El dobladillo de mi escaso vestido sin espalda quedó a una altura indecente, y los ojos de
Gideon permanecieron clavados en la carne que él mismo había dejado al aire. Se
humedeció los labios con la lengua en un gesto tan carnal y sugerente que casi pude sentir
la caricia sobre mi piel.
La voz de Duffy, cantando «Mercy», subía desde la pista de baile de abajo. Sentí un
inoportuno nudo en el estómago y me pasé la mano por él.
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Había ya bebido mucho, pero me sorprendí a mí misma diciendo:

—Necesito otra copa.

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