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No te escondo nada - Sylvia Day - Cap.3



3
—Tu madre y Stanton no permitirán, de ninguna manera, que vengas aquí varias
veces a la semana —dijo Cary, abrigándose con su elegante chaqueta de tela vaquera,
aunque no hacía más que un poco de fresco.
El almacén reformado que Parker Smith utilizaba de estudio era un edificio de
ladrillo caravista situado en una zona de Brooklyn, anteriormente industrial, que buscaba
renovarse. El espacio era enorme, y en las grandes puertas metálicas del área de carga no
había nada que indicara lo que ocurría en el interior. Cary y yo nos sentamos en las gradas
de aluminio y observamos a la media docena de púgiles que había en las esteras de abajo.
—¡Ay! —Hice una mueca de dolor en solidaridad con el tipo que había encajado
una patada en la ingle. Incluso con el acolchado, aquello había tenido que doler—. ¿Y
cómo va a enterarse Stanton, Cary?
—¿Porque acabarás en el hospital? —Me miró—. En serio, el Krav Maga es brutal.
Simplemente están entrenando, y es de contacto pleno. Y si no te delatan los moratones, tu
padrastro se enterará de alguna forma. Siempre lo hace.
—Por mi madre; ella le cuenta todo. Pero no tengo intención de hablarle de esto.
—¿Por qué no?
—No lo entendería. Pensará que quiero protegerme por lo que pasó, y se sentirá
culpable y me dará la vara con ello. No se creerá que mi principal interés radique en el
ejercicio y el alivio del estrés.
Apoyé la barbilla en la palma de la mano y observé a Parker aleccionar en la pista a
una mujer. Era un buen instructor. Paciente y riguroso, explicaba las cosas de una manera
fácil de entender. Su estudio estaba en un barrio conflictivo, pero pensé que resultaba
apropiado para lo que él enseñaba. Qué mejor que aquel inmenso almacén vacío para
aprender defensa personal en situaciones reales.
—Ese Parker está como un tren —murmuró Cary.
—También lleva una alianza.
—Ya me he fijado. A los mejores siempre los cazan enseguida.
Parker se reunió con nosotros cuando terminó la clase, radiantes sus ojos oscuros, y
aún más radiante su sonrisa.
—¿Qué te parece, Eva?
—¿Dónde hay que firmar?
Ante aquella sonrisa tan sensual, Cary se me acercó y me apretó la mano hasta
dejarme sin sangre en ella.
—Venid por aquí.
El viernes comenzó de manera abrumadora. Mark me explicó el proceso de recoger
información para una solicitud de propuesta, y me habló un poco más acerca de Cross
Industries y Gideon Cross, señalando que él y Cross tenían la misma edad.
—A veces tengo que recordármelo —dijo Mark—. Resulta fácil olvidarse de lo
joven que es cuando le tienes delante.
—Sí —coincidí, en el fondo decepcionada porque no iba a verle en los siguientes
dos días. Me fastidiaba, por mucho que me dijera a mí misma que no importaba. No me
había dado cuenta de que me emocionaba la posibilidad de que nos encontráramos hasta
que esa posibilidad desapareció. No tenía nada ni por asomo tan apasionante planeado para
el fin de semana.
Estaba tomando notas en el despacho de Mark cuando oí que sonaba el teléfono de
mi mesa. Me disculpé y corrí a cogerlo.
—Oficina de Mark Garrity...
—Eva, cariño, ¿cómo estás?
Me dejé caer en la silla al oír la voz de mi padrastro. Stanton me sonaba siempre a
alta alcurnia: refinado, altanero y arrogante.
—Richard. ¿Va todo bien? ¿Le pasa algo a mamá?
—Sí, todo bien. Y tu madre está maravillosa, como siempre.
Se le suavizaba el tono de voz cuando hablaba de su mujer, y yo se lo agradecía. En
realidad, tenía muchas cosas que agradecerle, pero a veces me resultaba difícil encontrar un
equilibrio entre esa gratitud y mis sentimientos de deslealtad. Sabía que a mi padre le
acomplejaba la enorme diferencia de sus respectivas categorías económicas.
—Bien —respondí aliviada—. Me alegro. ¿Recibisteis mi nota de agradecimiento
por el vestido y el esmoquin de Cary?
—Sí, y fue muy amable de tu parte, pero ya sabes que no tienes que darnos las
gracias por esas cosas. Discúlpame un momento. —Se puso a hablar con otra persona,
probablemente su secretaria—. Eva, cielo, me gustaría que comiéramos juntos hoy. Enviaré
a Clancy para que te recoja.
—¿Hoy? Pero si nos vamos a ver mañana por la noche. ¿No puede esperar hasta
entonces?
—No, tiene que ser hoy.
—Pero sólo dispongo de una hora para almorzar.
Me volví al sentir una palmadita en el hombro y vi a Mark a la entrada de mi
cubículo.
—Tómate dos —susurró—. Te lo has ganado.
Suspiré y articulé un gracias para que él me leyera los labios.
—¿Te va bien a las doce, Richard?
—De maravilla. Me apetece mucho verte.
A mí no me apetecía especialmente verme en privado con Stanton, pero salí,
obediente, poco antes del mediodía, y ya había un turismo esperándome junto al bordillo.
Clancy, el chófer y guardaespaldas de Stanton, me abrió la puerta al tiempo que le
saludaba. Luego él se sentó al volante y me llevó al centro. Veinte minutos después, me
sentaba a la mesa de la sala de reuniones de las oficinas de Stanton, ojeando el almuerzo
magníficamente dispuesto para dos personas.
Stanton llegó poco después, con aspecto pulcro y distinguido. Tenía el pelo de un
blanco inmaculado y arrugas en la cara, pero seguía siendo muy guapo. Sus ojos eran del
azul de los vaqueros desgastados, y de una aguda perspicacia. Estaba delgado y atlético;
sacaba tiempo de su apretada agenda para mantenerse en forma incluso antes de casarse con
su trofeo de esposa: mi madre.
Me puse de pie cuando se acercó, y él se inclinó a besarme en la mejilla.
—Estás preciosa, Eva.
—Gracias. —Me parecía a mi madre, que también era rubia natural. Pero los ojos
grises los había heredado de mi padre.
Tomando asiento a la cabecera de la mesa, Stanton era consciente de que el
indispensable telón de fondo del perfil de Nueva York recortado contra el horizonte
quedaba a sus espaldas, y se aprovechó de lo impresionante que era.
—Come —dijo, con la autoridad que tan fácilmente ejercen los hombres con poder.
Los hombres como Gideon Cross. ¿Había sido Stanton tan ambicioso a la edad de Cross?
Cogí mi tenedor y empecé con la ensalada de pollo, arándanos, nueces y queso feta.
Estaba deliciosa y yo, hambrienta. Me alegré de que Stanton no se pusiera a hablar
inmediatamente, y así poder disfrutar de la comida, pero el aplazamiento no duró mucho.
—Eva, cariño, me gustaría discutir ese interés que tienes por el Krav Maga.
Me quedé de piedra.
—¿Perdona?
Stanton tomó un sorbo de agua fría y se echó hacia atrás; su mandíbula adoptó una
rigidez que me advertía de que no iba a gustarme lo que estaba a punto de decirme.
—Anoche tu madre se alteró mucho cuando fuiste a ese estudio de Brooklyn. Me
costó tranquilizarla y asegurarle que yo me encargaría de que siguieras haciendo lo que te
gusta pero sin peligro. No quiere que...
—Un momento —dejé con cuidado el tenedor en la mesa, se me habían quitado las
ganas de comer—. ¿Cómo sabía ella dónde me encontraba?
—Rastreó tu teléfono móvil.
—¡Venga ya! —Respiré hondo y luego me desinflé. La sinceridad de su respuesta,
como si aquello fuera lo más natural del mundo, me puso mala. El estómago se me
revolvió, más interesado de repente en rechazar el almuerzo que en digerirlo—. Por eso
insistió tanto en que usara uno de los teléfonos de tu compañía. No tenía nada que ver con
ahorrarme dinero.
—Por supuesto que en parte era por eso, pero además le da tranquilidad.
—¿Tranquilidad? ¿Espiar a su hija adulta? Eso no es sano, Richard. Tienes que
darte cuenta. ¿Sigue viendo al doctor Petersen?
Tuvo la gentileza de parecer incómodo.
—Sí, claro.
—¿Le cuenta lo que está haciendo?

—No lo sé —respondió con cierta dureza—. Eso es asunto de Monica. Yo no
intervengo.
No, no lo hacía. Él la complacía, la mimaba, la consentía. Y permitía que su
obsesión con mi seguridad se le descontrolara.
—Tiene que olvidarse de aquello. Yo lo he olvidado.
—Eras una niña, Eva, y ella se siente culpable de no haberte protegido. Tenemos
que dejarla un poco a su aire.
—¿A su aire? ¡Se comporta como una acosadora! —La cabeza me daba vueltas.
¿Cómo podía mi madre invadir mi intimidad de aquella manera? ¿Por qué lo hacía? Se
estaba volviendo loca, y me estaba volviendo loca a mí también—. Esto tiene que acabar.
—Tiene fácil arreglo. He hablado con Clancy. Él te llevará cuando tengas que
aventurarte a entrar en Brooklyn. Está todo arreglado. Eso te resultará mucho más práctico.
—No trates de tergiversarlo para que parezca que es en beneficio mío. —Me
escocían los ojos y me quemaba la garganta con lágrimas de frustración no derramadas.
Detestaba la forma en que hablaba de Brooklyn, como si fuera un país tercermundista—.
Soy una mujer adulta. Tomo mis propias decisiones. ¡Lo dice la puñetera ley!
—¡No me hables en ese tono, Eva! Yo simplemente cuido de tu madre. Y de ti.
Me separé de la mesa de un empujón.
—Es culpa tuya. Eres tú quien no deja que se cure, y me enfermas a mí también.
—Siéntate. Tienes que comer. A Monica le preocupa que no estés comiendo bien.
—Le preocupa todo, Richard. Ése es el problema. —Dejé mi servilleta en la mesa—
. Tengo que volver al trabajo.
Me di la vuelta y me dirigí furiosa hacia la puerta para salir de allí lo antes posible.
Recogí el bolso, que me guardaba la secretaria de Stanton, y dejé el teléfono encima de su
escritorio. Clancy, que me esperaba en la zona de recepción, me siguió, y yo sabía que no
podría librarme de él. Sólo obedecía órdenes de Stanton.
Iba echando humo en el asiento de atrás del coche en el que Clancy me llevaba de
vuelta al centro de la ciudad. Por mucho que despotricara, al final yo no era mucho mejor
que Stanton, porque iba a ceder. Iba a rendirme y a dejar que mi madre se saliera con la
suya, porque se me partía el corazón de pensar que mi madre sufriera más de lo que ya
había sufrido. Era muy sensible y frágil, y me quería hasta la locura.
Seguía con el ánimo decaído cuando llegamos al Crossfire. Cuando Clancy se alejó
del bordillo, me quedé plantada en la acera llena de gente, mirando a un lado y a otro de la
ajetreada calle en busca de una tienda donde pudiera comprar un poco de chocolate o de
una tienda de teléfonos donde pudiera hacerme con un móvil nuevo.
Al final di una vuelta a la manzana y compré media docena de chocolatinas en la
tienda de la esquina antes de volver al Crossfire. Llevaba fuera alrededor de una hora, pero
no pensaba hacer uso del tiempo extra que me había concedido Mark. Necesitaba trabajar
para distraerme de aquella familia de chiflados que tenía.
Mientras entraba en un ascensor vacío, rasgué el envoltorio de una de las
chocolatinas y la emprendí a mordiscos con ella. Iba haciendo grandes progresos en la
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deglución de la cuota de chocolate que me había autoimpuesto antes de llegar al vigésimo
piso, cuando el ascensor se paró en el cuarto. Agradecí el tiempo añadido que la parada me
proporcionaba para disfrutar del reconfortante placer del chocolate y el caramelo al
derretírseme en la lengua.
Se abrieron las puertas y allí estaba Gideon Cross hablando con otros dos
caballeros.
Como siempre, me quedé sin respiración al verle, lo cual reavivó la irritación, que
estaba empezando a pasárseme. ¿Por qué me producía aquel efecto? ¿Cuándo iba a
inmunizarme?
Él se giró y, al verme, sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, de infarto.
Estupendo. Qué mierda de suerte la mía. Me había convertido en una especie de
reto.
Cross pasó de sonreír a fruncir el ceño.
—Luego terminamos —dijo a sus acompañantes sin dejar de mirarme.
Al entrar en el ascensor, levantó una mano para disuadirles de que hicieran otro
tanto. Sorprendidos, me lanzaron una mirada, luego a Cross y luego a mí otra vez.
Pensé que lo mejor para mi salud mental era salir y tomar otro ascensor.
—No tan deprisa, Eva. —Cross me agarró del codo y tiró de mí hacia atrás. Se
cerraron las puertas y el ascensor se puso en marcha suavemente.
—¿Qué hace? —espeté. Después de vérmelas con Stanton, lo último que necesitaba
era a otro déspota tratando de mangonearme.
Cross me agarró por la parte superior de los brazos y me escudriñó la cara con su
intensa mirada azul.
—Algo pasa. ¿Qué es?
Aquella conocida electricidad volvió a chisporrotear entre nosotros, con mucha más
fuerza, por lo furiosa que estaba yo.
—Usted.
—¿Yo? —Me acariciaba los hombros con los pulgares. Luego me soltó y sacó una
llave del bolsillo y la introdujo en el panel. Se apagaron todas las luces excepto la del
último piso.
Vestía de negro otra vez, con finas rayas grises. Verle por detrás era una revelación.
Tenía una buena anchura de hombros, sin ser corpulento, lo que hacía resaltar su fina
cintura y sus largas piernas. Me sentía tentada de agarrarle aquellos sedosos mechones de
pelo que le caían por encima del cuello de la camisa y tirar. Con fuerza. Por muy
encabronada que estuviera, le deseaba. Quería pelea.
—No estoy de humor para usted, señor Cross.
Él observaba cómo la aguja de estilo antiguo que había encima de las puertas iba
marcando el piso al que llegábamos.
—Yo puedo hacer que lo estés.
—No estoy interesada.
Cross me lanzó una mirada por encima del hombro. Su camisa y su corbata eran del

mismo azul cerúleo que las pupilas de sus ojos. El efecto era impresionante.
—Nada de mentiras, Eva. Nunca.
—No es ninguna mentira. ¿Y qué, si me siento atraída por usted? Supongo que a la
mayoría de las mujeres les ocurre lo mismo. —Envolví lo que quedaba de la chocolatina y
la metí en la bolsa de plástico que me había guardado en el bolso. No necesitaba comer
chocolate cuando estaba respirando el mismo aire que Gideon Cross—. Pero no tengo el
menor interés en hacer nada al respecto.
Entonces me miró, girándose pausadamente, con aquel amago de sonrisa que le
suavizaba su pícara boca. Su naturalidad e indiferencia me sulfuraron aún más.
—La palabra atracción se queda corta para describir —señaló el espacio que había
entre nosotros—... esto.
—Creerás que estoy loca, pero para que me desnude e intercambie sudores con
alguien, antes tiene que gustarme ese alguien.
—No, loca, no —dijo él—. Pero yo no tengo ni tiempo ni ganas de salir con nadie.
—Ya somos dos. Me alegro de que lo hayamos aclarado.
Se me acercó un poco más, levantando una mano hacia mi cara. Me obligué a no
apartarme ni darle la satisfacción de ver que me intimidaba. Me rozó la comisura de la boca
con el pulgar y a continuación se lo llevó a la suya. Se lamió la yema y ronroneó.
—Chocolate y tú. Delicioso.
Me recorrió un escalofrío, seguido de una ardiente punzada entre las piernas al
imaginarme lamiendo chocolate de aquel cuerpo tan letalmente sexy.
Se le oscureció la mirada y bajó la voz hasta darle un tono de intimidad.
—El amor romántico no está en mi repertorio, Eva. Pero sí mil maneras de
conseguir que te corras. Déjame que te lo demuestre.
El ascensor se paró de golpe. Sacó la llave del panel y se abrieron las puertas.
Retrocedí hasta el rincón y le dije que se largara con un gesto de la mano.
—En serio, no me interesa.
—Vamos a discutirlo. —Cross me cogió por el codo y suavemente, pero con
insistencia, me exhortó a salir.
Le acompañé porque me gustaba el subidón que me producía estar cerca de él y
porque tenía curiosidad por saber lo que me diría si le dedicaba algo más de cinco minutos.
Le abrieron la puerta de seguridad tan deprisa que no tuvo ni que detenerse ante
ella. La guapa pelirroja de recepción se apresuró a levantarse, a punto de transmitirle alguna
información hasta que él sacudió la cabeza con impaciencia. La chica cerró la boca de
golpe y se me quedó mirando con los ojos abiertos como platos cuando pasamos por
delante con paso enérgico.
Menos mal que llegamos enseguida al despacho de Cross. Su secretario se puso de
pie en cuanto vio a su jefe, pero permaneció en silencio al darse cuenta de que no estaba
solo.
—No me pases llamadas, Scott —dijo Cross, haciéndome entrar en su despacho a
través de la doble puerta de cristal abierta.

A pesar de mi irritación, no pude evitar quedarme impresionada con el espacioso
centro de operaciones de Gideon Cross. Unas ventanas que iban desde el suelo hasta el
techo dominaban la ciudad en dos laterales, y una pared entera de cristal daba al resto de la
oficina. La única pared opaca que había, enfrente de su enorme escritorio, estaba cubierta
de pantallas planas en constante funcionamiento con canales de noticias de todo el mundo.
Había tres zonas de estar diferentes, cada una de ellas más grande que la oficina entera de
Mark, y un aparador en el que se exhibían licoreras de cristal tallado, que proporcionaban
las únicas notas de color en un lugar en el que, por lo demás, predominaban el negro, el gris
y el blanco.
Cross apretó un botón de su escritorio que cerró las puertas; luego otro que escarchó
al instante la pared de cristal, protegiéndonos completamente de la vista de sus empleados.
Con las láminas reflectantes, de una preciosa tonalidad azul zafiro, que había en las
ventanas exteriores, la intimidad estaba garantizada. Se quitó la chaqueta y la colgó en un
perchero de cromo. Luego volvió a donde yo me había quedado parada nada más cruzar la
puerta.
—¿Quieres tomar algo, Eva?
—No, gracias. —¡Caray! Estaba aún más apetecible sólo con el chaleco. Veía mejor
lo en buena forma que estaba, aquellas vigorosas espaldas. La forma tan bonita en que se le
marcaban los bíceps y el culo cuando se movía.
Señaló hacia el sofá de cuero negro.
—Siéntate.
—Tengo que volver a trabajar.
—Y yo tengo una reunión a las dos. Cuanto antes resolvamos esto, antes
volveremos a nuestros respectivos asuntos. Y ahora, siéntate.
—¿Qué cree que vamos a resolver?
Suspirando, me levantó como a una novia y me llevó hasta el sofá. Me dejó caer de
culo, y luego se sentó a mi lado.
—Tus objeciones. Ya es hora de que hablemos de qué es lo que hace falta para que
te me pongas debajo.
—Un milagro. —Me eché hacia atrás, ampliando el espacio que nos separaba. Tiré
del dobladillo de mi falda verde esmeralda, lamentando no haberme puesto pantalones—.
Su manera de acercarse me parece grosera y ofensiva.
Y un tío bueno como pocos, pero eso no iba a reconocerlo.
Se me quedó mirando con ojos entrecerrados.
—Puede que sea directa, pero es sincera. No me pareces de esa clase de mujeres que
quieren sandeces y halagos en lugar de la verdad.
—Lo que no quiero es que me traten como si fuera una muñeca hinchable.
Cross arqueó las cejas.
—En fin...
—¿Hemos terminado? —Me levanté.
Agarrándome de la muñeca, tiró de mí para que volviera a sentarme.
—De ninguna manera. Hemos establecido unos puntos de discusión: entre nosotros
existe una poderosa atracción sexual, pero ninguno de los dos quiere comprometerse.
Entonces ¿qué es lo que quieres tú... exactamente? ¿Seducción, Eva? ¿Quieres que te
seduzcan?
Aquella conversación me fascinaba y horrorizaba a partes iguales. Y, sí, también me
tentaba. No podía ser de otro modo ante un hombre tan guapo y viril como aquél,
empeñado en retozar conmigo. A pesar de todo, ganó la indignación.
—Las relaciones sexuales que se planifican como si fueran una transacción
comercial no me ponen.
—Fijar unos criterios al principio probablemente evitará que haya expectativas
exageradas y decepción al final.
—¿Está de broma? —dije, frunciendo el ceño—. Escúchese. ¿Por qué llamarlo un
polvo siquiera? ¿Por qué no ser claro y llamarlo expulsión seminal en un orificio
previamente acordado?
Me encabronó que echara la cabeza hacia atrás y riera a carcajadas. Aquel sonido
profundo y gutural me inundó como un torrente de agua tibia. Cada vez me sentía más
vulnerable en su presencia. Su risa campechana le hacía menos dios del sexo y más
humano. De carne y hueso. Real.
Me levanté y me eché hacia atrás, fuera de su alcance.
—En el sexo esporádico no tiene por qué haber vino y rosas, pero, por el amor de
Dios, sea lo que sea, debería ser personal. Incluso amistoso. Con respeto mutuo por lo
menos.
Cuando se puso de pie, el humor le había desaparecido y se le habían ensombrecido
los ojos.
—No hay señales contradictorias en mis asuntos privados. Tú quieres que cambie
de actitud, pero no se me ocurre una buena razón para hacerlo.
—Yo no quiero que haga una mierda, aparte de dejarme volver al trabajo. —Me
encaminé hacia la puerta y tiré del picaporte, y maldije en voz baja cuando vi que ni se
movía—. Déjeme salir, Cross.
Le sentí aproximarse por detrás. Puso las palmas en el cristal a ambos lados de mi
espalda, enjaulándome. Cuando le tenía tan cerca era incapaz de pensar en mi
supervivencia.
La fuerza y la exigencia de su voluntad proyectaban un campo de fuerza casi
tangible. Cross se me acercó tanto que me sentí encerrada allí dentro con él. Todo lo que
quedaba fuera de aquella burbuja dejó de existir, mientras que en su interior mi cuerpo
entero se estiraba hacia el suyo. El que produjera en mí un efecto tan profundo y visceral
estando yo tan sumamente irritada hacía que la cabeza me diera vueltas. ¿Cómo podía
ponerme tan cachonda un hombre cuyas palabras deberían haberme enfriado por completo?
—Date la vuelta, Eva.
Cerré los ojos contra la oleada de excitación que me produjo aquel tono autoritario.
¡Dios, qué bien olía! Aquel vigoroso cuerpo irradiaba avidez y pasión y estimulaba el
salvaje deseo que yo sentía por él. Esa incontrolable reacción se vio intensificada por la
frustración con Stanton, que no terminaba de desaparecer, y mi más reciente irritación con
el propio Cross.
Le deseaba. Mucho. Pero no me convenía. Sinceramente, podía joderme la vida yo
solita. No necesitaba la ayuda de nadie.
Apoyé la frente, que me ardía, en el cristal climatizado.
—Déjelo, Cross.
—Ya lo hago. Eres muy complicada. —Me rozó detrás de la oreja con los labios.
Luego me puso una mano abierta en el estómago, separando los dedos para incitarme a que
me apretara contra él. Estaba tan excitado como yo, con la polla dura y gorda pegada a la
parte inferior de mi espalda—. Date la vuelta y dime adiós.
Decepcionada y pesarosa, me giré entre sus brazos, arqueándome contra la puerta
para que se me enfriara un poco la espalda. Él estaba encorvado sobre mí, con su abundante
cabello enmarcándole la hermosa cara y el antebrazo apoyado en la puerta para acercarse
aún más. Yo apenas tenía espacio para respirar. La mano que antes me había puesto en la
cintura descansaba ahora en la curva de mi cadera, apretando, volviéndome loca. Me
miraba fijamente, con aquella mirada intensa, penetrante.
—Bésame —dijo con voz ronca—. Concédeme eso al menos.
Jadeando suavemente, me lamí los labios secos. Él gimió, inclinó la cabeza y me
selló la boca con la suya. Me sorprendió lo suaves que eran sus labios firmes y la
delicadeza de la presión que ejerció. Suspiré y él introdujo la lengua, saboreándome con
largas lengüetadas, sin prisas. Su beso era seguro, diestro y con el punto justo de
agresividad para excitarme salvajemente.
Oí, a lo lejos, el ruido de mi bolso al dar en el suelo; acto seguido tenía las manos en
su pelo. Tiraba de sus sedosos mechones para dirigir su boca hacia la mía. Él ahondó el
beso, acariciándome la lengua con suculentos deslizamientos de la suya. Notaba el
desbocado latido de su corazón contra mi pecho, prueba de que no era el ideal imposible
que me había forjado en mi calenturienta imaginación.
Se apartó de la puerta dando un empujón. Rodeándome la nuca con una mano y la
curva de mis nalgas con la otra, me levantó en el aire.
—Te deseo, Eva. Complicada o no, no puedo evitarlo.
Todo mi cuerpo estaba en contacto con el suyo, dolorosamente consciente de cada
duro y ardiente centímetro de su ser. Respondí a su beso como si fuera a comérmelo vivo.
Se me había puesto la piel húmeda y muy sensible, y los pechos blandos y pesados. El
clítoris reclamaba atención a gritos, palpitando al ritmo del furioso latido de mi corazón.
Fui vagamente consciente de que nos movíamos, y de repente noté que caía de
espaldas en el sofá. Cross estaba apalancado sobre mí con una rodilla en el cojín y el otro
pie en el suelo. Apoyaba el torso en el brazo izquierdo, mientras que con la otra mano me
agarraba por detrás de la rodilla, deslizándola por el muslo con decisión y firmeza.
Le oí resoplar cuando llegó al punto en el que la liga sujetaba la parte superior de
mis medias de seda. Apartó los ojos de los míos y miró hacia abajo, levantándome la falda
para desnudarme de cintura para abajo.
—¡Santo Dios, Eva! —En su pecho resonó un murmullo, y aquel primigenio sonido
me puso la piel de gallina—. Tu jefe tiene mucha suerte de ser gay.
Medio atolondrada, vi cómo el cuerpo de Cross descendía hacia el mío, y separé las
piernas de manera que encajara el ancho de sus caderas. Se me tensaron los músculos con
la urgencia de alzarme hacia él, para acelerar el contacto entre nosotros, por el que había
suspirado desde la primera vez que le vi. Volvió a bajar la cabeza y de nuevo me tomó la
boca, lastimándome los labios con un delicado punto de violencia.
De repente, se apartó de mí, poniéndose de pie a trompicones.
Yo me quedé allí tumbada, jadeante y húmeda, deseosa y dispuesta. Entonces me di
cuenta de por qué había reaccionado de aquella tempestuosa manera.

Había alguien detrás de él.

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