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—Tu madre y Stanton
no permitirán, de ninguna manera, que vengas aquí varias
veces a la semana
—dijo Cary, abrigándose con su elegante chaqueta de tela vaquera,
aunque no hacía más
que un poco de fresco.
El almacén reformado
que Parker Smith utilizaba de estudio era un edificio de
ladrillo caravista
situado en una zona de Brooklyn, anteriormente industrial, que buscaba
renovarse. El espacio
era enorme, y en las grandes puertas metálicas del área de carga no
había nada que
indicara lo que ocurría en el interior. Cary y yo nos sentamos en las gradas
de aluminio y
observamos a la media docena de púgiles que había en las esteras de abajo.
—¡Ay! —Hice una mueca
de dolor en solidaridad con el tipo que había encajado
una patada en la
ingle. Incluso con el acolchado, aquello había tenido que doler—. ¿Y
cómo va a enterarse
Stanton, Cary?
—¿Porque acabarás en
el hospital? —Me miró—. En serio, el Krav Maga es brutal.
Simplemente están
entrenando, y es de contacto pleno. Y si no te delatan los moratones, tu
padrastro se enterará
de alguna forma. Siempre lo hace.
—Por mi madre; ella
le cuenta todo. Pero no tengo intención de hablarle de esto.
—¿Por qué no?
—No lo entendería.
Pensará que quiero protegerme por lo que pasó, y se sentirá
culpable y me dará la
vara con ello. No se creerá que mi principal interés radique en el
ejercicio y el alivio
del estrés.
Apoyé la barbilla en
la palma de la mano y observé a Parker aleccionar en la pista a
una mujer. Era un
buen instructor. Paciente y riguroso, explicaba las cosas de una manera
fácil de entender. Su
estudio estaba en un barrio conflictivo, pero pensé que resultaba
apropiado para lo que
él enseñaba. Qué mejor que aquel inmenso almacén vacío para
aprender defensa
personal en situaciones reales.
—Ese Parker está como
un tren —murmuró Cary.
—También lleva una
alianza.
—Ya me he fijado. A
los mejores siempre los cazan enseguida.
Parker se reunió con
nosotros cuando terminó la clase, radiantes sus ojos oscuros, y
aún más radiante su
sonrisa.
—¿Qué te parece, Eva?
—¿Dónde hay que
firmar?
Ante aquella sonrisa
tan sensual, Cary se me acercó y me apretó la mano hasta
dejarme sin sangre en
ella.
—Venid por aquí.
El viernes comenzó de
manera abrumadora. Mark me explicó el proceso de recoger
información para una
solicitud de propuesta, y me habló un poco más acerca de Cross
Industries y Gideon
Cross, señalando que él y Cross tenían la misma edad.
—A veces tengo que
recordármelo —dijo Mark—. Resulta fácil olvidarse de lo
joven que es cuando
le tienes delante.
—Sí —coincidí, en el
fondo decepcionada porque no iba a verle en los siguientes
dos días. Me
fastidiaba, por mucho que me dijera a mí misma que no importaba. No me
había dado cuenta de
que me emocionaba la posibilidad de que nos encontráramos hasta
que esa posibilidad
desapareció. No tenía nada ni por asomo tan apasionante planeado para
el fin de semana.
Estaba tomando notas
en el despacho de Mark cuando oí que sonaba el teléfono de
mi mesa. Me disculpé
y corrí a cogerlo.
—Oficina de Mark
Garrity...
—Eva, cariño, ¿cómo
estás?
Me dejé caer en la
silla al oír la voz de mi padrastro. Stanton me sonaba siempre a
alta alcurnia:
refinado, altanero y arrogante.
—Richard. ¿Va todo
bien? ¿Le pasa algo a mamá?
—Sí, todo bien. Y tu
madre está maravillosa, como siempre.
Se le suavizaba el
tono de voz cuando hablaba de su mujer, y yo se lo agradecía. En
realidad, tenía
muchas cosas que agradecerle, pero a veces me resultaba difícil encontrar un
equilibrio entre esa
gratitud y mis sentimientos de deslealtad. Sabía que a mi padre le
acomplejaba la enorme
diferencia de sus respectivas categorías económicas.
—Bien —respondí
aliviada—. Me alegro. ¿Recibisteis mi nota de agradecimiento
por el vestido y el
esmoquin de Cary?
—Sí, y fue muy amable
de tu parte, pero ya sabes que no tienes que darnos las
gracias por esas
cosas. Discúlpame un momento. —Se puso a hablar con otra persona,
probablemente su
secretaria—. Eva, cielo, me gustaría que comiéramos juntos hoy. Enviaré
a Clancy para que te
recoja.
—¿Hoy? Pero si nos
vamos a ver mañana por la noche. ¿No puede esperar hasta
entonces?
—No, tiene que ser
hoy.
—Pero sólo dispongo
de una hora para almorzar.
Me volví al sentir
una palmadita en el hombro y vi a Mark a la entrada de mi
cubículo.
—Tómate dos
—susurró—. Te lo has ganado.
Suspiré y articulé un
gracias para que él me leyera los labios.
—¿Te va bien a las
doce, Richard?
—De maravilla. Me
apetece mucho verte.
A mí no me apetecía
especialmente verme en privado con Stanton, pero salí,
obediente, poco antes
del mediodía, y ya había un turismo esperándome junto al bordillo.
Clancy, el chófer y
guardaespaldas de Stanton, me abrió la puerta al tiempo que le
saludaba. Luego él se
sentó al volante y me llevó al centro. Veinte minutos después, me
sentaba a la mesa de
la sala de reuniones de las oficinas de Stanton, ojeando el almuerzo
magníficamente
dispuesto para dos personas.
Stanton llegó poco
después, con aspecto pulcro y distinguido. Tenía el pelo de un
blanco inmaculado y
arrugas en la cara, pero seguía siendo muy guapo. Sus ojos eran del
azul de los vaqueros
desgastados, y de una aguda perspicacia. Estaba delgado y atlético;
sacaba tiempo de su
apretada agenda para mantenerse en forma incluso antes de casarse con
su trofeo de esposa:
mi madre.
Me puse de pie cuando
se acercó, y él se inclinó a besarme en la mejilla.
—Estás preciosa, Eva.
—Gracias. —Me parecía
a mi madre, que también era rubia natural. Pero los ojos
grises los había
heredado de mi padre.
Tomando asiento a la
cabecera de la mesa, Stanton era consciente de que el
indispensable telón
de fondo del perfil de Nueva York recortado contra el horizonte
quedaba a sus
espaldas, y se aprovechó de lo impresionante que era.
—Come —dijo, con la
autoridad que tan fácilmente ejercen los hombres con poder.
Los hombres como
Gideon Cross. ¿Había sido Stanton tan ambicioso a la edad de Cross?
Cogí mi tenedor y
empecé con la ensalada de pollo, arándanos, nueces y queso feta.
Estaba deliciosa y
yo, hambrienta. Me alegré de que Stanton no se pusiera a hablar
inmediatamente, y así
poder disfrutar de la comida, pero el aplazamiento no duró mucho.
—Eva, cariño, me
gustaría discutir ese interés que tienes por el Krav Maga.
Me quedé de piedra.
—¿Perdona?
Stanton tomó un sorbo
de agua fría y se echó hacia atrás; su mandíbula adoptó una
rigidez que me
advertía de que no iba a gustarme lo que estaba a punto de decirme.
—Anoche tu madre se
alteró mucho cuando fuiste a ese estudio de Brooklyn. Me
costó tranquilizarla
y asegurarle que yo me encargaría de que siguieras haciendo lo que te
gusta pero sin
peligro. No quiere que...
—Un momento —dejé con
cuidado el tenedor en la mesa, se me habían quitado las
ganas de comer—.
¿Cómo sabía ella dónde me encontraba?
—Rastreó tu teléfono
móvil.
—¡Venga ya! —Respiré
hondo y luego me desinflé. La sinceridad de su respuesta,
como si aquello fuera
lo más natural del mundo, me puso mala. El estómago se me
revolvió, más
interesado de repente en rechazar el almuerzo que en digerirlo—. Por eso
insistió tanto en que
usara uno de los teléfonos de tu compañía. No tenía nada que ver con
ahorrarme dinero.
—Por supuesto que en
parte era por eso, pero además le da tranquilidad.
—¿Tranquilidad?
¿Espiar a su hija adulta? Eso no es sano, Richard. Tienes que
darte cuenta. ¿Sigue
viendo al doctor Petersen?
Tuvo la gentileza de
parecer incómodo.
—Sí, claro.
—¿Le cuenta lo que
está haciendo?
—No lo sé —respondió
con cierta dureza—. Eso es asunto de Monica. Yo no
intervengo.
No, no lo hacía. Él
la complacía, la mimaba, la consentía. Y permitía que su
obsesión con mi
seguridad se le descontrolara.
—Tiene que olvidarse
de aquello. Yo lo he olvidado.
—Eras una niña, Eva,
y ella se siente culpable de no haberte protegido. Tenemos
que dejarla un poco a
su aire.
—¿A su aire? ¡Se
comporta como una acosadora! —La cabeza me daba vueltas.
¿Cómo podía mi madre
invadir mi intimidad de aquella manera? ¿Por qué lo hacía? Se
estaba volviendo
loca, y me estaba volviendo loca a mí también—. Esto tiene que acabar.
—Tiene fácil arreglo.
He hablado con Clancy. Él te llevará cuando tengas que
aventurarte a entrar
en Brooklyn. Está todo arreglado. Eso te resultará mucho más práctico.
—No trates de
tergiversarlo para que parezca que es en beneficio mío. —Me
escocían los ojos y
me quemaba la garganta con lágrimas de frustración no derramadas.
Detestaba la forma en
que hablaba de Brooklyn, como si fuera un país tercermundista—.
Soy una mujer adulta.
Tomo mis propias decisiones. ¡Lo dice la puñetera ley!
—¡No me hables en ese
tono, Eva! Yo simplemente cuido de tu madre. Y de ti.
Me separé de la mesa
de un empujón.
—Es culpa tuya. Eres
tú quien no deja que se cure, y me enfermas a mí también.
—Siéntate. Tienes que
comer. A Monica le preocupa que no estés comiendo bien.
—Le preocupa todo,
Richard. Ése es el problema. —Dejé mi servilleta en la mesa—
. Tengo que volver al
trabajo.
Me di la vuelta y me
dirigí furiosa hacia la puerta para salir de allí lo antes posible.
Recogí el bolso, que
me guardaba la secretaria de Stanton, y dejé el teléfono encima de su
escritorio. Clancy,
que me esperaba en la zona de recepción, me siguió, y yo sabía que no
podría librarme de
él. Sólo obedecía órdenes de Stanton.
Iba echando humo en
el asiento de atrás del coche en el que Clancy me llevaba de
vuelta al centro de
la ciudad. Por mucho que despotricara, al final yo no era mucho mejor
que Stanton, porque
iba a ceder. Iba a rendirme y a dejar que mi madre se saliera con la
suya, porque se me
partía el corazón de pensar que mi madre sufriera más de lo que ya
había sufrido. Era
muy sensible y frágil, y me quería hasta la locura.
Seguía con el ánimo
decaído cuando llegamos al Crossfire. Cuando Clancy se alejó
del bordillo, me
quedé plantada en la acera llena de gente, mirando a un lado y a otro de la
ajetreada calle en
busca de una tienda donde pudiera comprar un poco de chocolate o de
una tienda de
teléfonos donde pudiera hacerme con un móvil nuevo.
Al final di una
vuelta a la manzana y compré media docena de chocolatinas en la
tienda de la esquina
antes de volver al Crossfire. Llevaba fuera alrededor de una hora, pero
no pensaba hacer uso
del tiempo extra que me había concedido Mark. Necesitaba trabajar
para distraerme de
aquella familia de chiflados que tenía.
Mientras entraba en
un ascensor vacío, rasgué el envoltorio de una de las
chocolatinas y la
emprendí a mordiscos con ella. Iba haciendo grandes progresos en la
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deglución de la cuota
de chocolate que me había autoimpuesto antes de llegar al vigésimo
piso, cuando el
ascensor se paró en el cuarto. Agradecí el tiempo añadido que la parada me
proporcionaba para
disfrutar del reconfortante placer del chocolate y el caramelo al
derretírseme en la
lengua.
Se abrieron las
puertas y allí estaba Gideon Cross hablando con otros dos
caballeros.
Como siempre, me
quedé sin respiración al verle, lo cual reavivó la irritación, que
estaba empezando a
pasárseme. ¿Por qué me producía aquel efecto? ¿Cuándo iba a
inmunizarme?
Él se giró y, al
verme, sus labios se curvaron en una sonrisa lenta, de infarto.
Estupendo. Qué mierda
de suerte la mía. Me había convertido en una especie de
reto.
Cross pasó de sonreír
a fruncir el ceño.
—Luego terminamos
—dijo a sus acompañantes sin dejar de mirarme.
Al entrar en el
ascensor, levantó una mano para disuadirles de que hicieran otro
tanto. Sorprendidos,
me lanzaron una mirada, luego a Cross y luego a mí otra vez.
Pensé que lo mejor
para mi salud mental era salir y tomar otro ascensor.
—No tan deprisa, Eva.
—Cross me agarró del codo y tiró de mí hacia atrás. Se
cerraron las puertas
y el ascensor se puso en marcha suavemente.
—¿Qué hace? —espeté.
Después de vérmelas con Stanton, lo último que necesitaba
era a otro déspota
tratando de mangonearme.
Cross me agarró por
la parte superior de los brazos y me escudriñó la cara con su
intensa mirada azul.
—Algo pasa. ¿Qué es?
Aquella conocida
electricidad volvió a chisporrotear entre nosotros, con mucha más
fuerza, por lo
furiosa que estaba yo.
—Usted.
—¿Yo? —Me acariciaba
los hombros con los pulgares. Luego me soltó y sacó una
llave del bolsillo y
la introdujo en el panel. Se apagaron todas las luces excepto la del
último piso.
Vestía de negro otra
vez, con finas rayas grises. Verle por detrás era una revelación.
Tenía una buena
anchura de hombros, sin ser corpulento, lo que hacía resaltar su fina
cintura y sus largas
piernas. Me sentía tentada de agarrarle aquellos sedosos mechones de
pelo que le caían por
encima del cuello de la camisa y tirar. Con fuerza. Por muy
encabronada que
estuviera, le deseaba. Quería pelea.
—No estoy de humor
para usted, señor Cross.
Él observaba cómo la
aguja de estilo antiguo que había encima de las puertas iba
marcando el piso al
que llegábamos.
—Yo puedo hacer que
lo estés.
—No estoy interesada.
Cross me lanzó una
mirada por encima del hombro. Su camisa y su corbata eran del
mismo azul cerúleo
que las pupilas de sus ojos. El efecto era impresionante.
—Nada de mentiras,
Eva. Nunca.
—No es ninguna
mentira. ¿Y qué, si me siento atraída por usted? Supongo que a la
mayoría de las
mujeres les ocurre lo mismo. —Envolví lo que quedaba de la chocolatina y
la metí en la bolsa
de plástico que me había guardado en el bolso. No necesitaba comer
chocolate cuando
estaba respirando el mismo aire que Gideon Cross—. Pero no tengo el
menor interés en
hacer nada al respecto.
Entonces me miró,
girándose pausadamente, con aquel amago de sonrisa que le
suavizaba su pícara
boca. Su naturalidad e indiferencia me sulfuraron aún más.
—La palabra atracción
se queda corta para describir —señaló el espacio que había
entre nosotros—...
esto.
—Creerás que estoy
loca, pero para que me desnude e intercambie sudores con
alguien, antes tiene
que gustarme ese alguien.
—No, loca, no —dijo
él—. Pero yo no tengo ni tiempo ni ganas de salir con nadie.
—Ya somos dos. Me
alegro de que lo hayamos aclarado.
Se me acercó un poco
más, levantando una mano hacia mi cara. Me obligué a no
apartarme ni darle la
satisfacción de ver que me intimidaba. Me rozó la comisura de la boca
con el pulgar y a
continuación se lo llevó a la suya. Se lamió la yema y ronroneó.
—Chocolate y tú.
Delicioso.
Me recorrió un
escalofrío, seguido de una ardiente punzada entre las piernas al
imaginarme lamiendo chocolate
de aquel cuerpo tan letalmente sexy.
Se le oscureció la
mirada y bajó la voz hasta darle un tono de intimidad.
—El amor romántico no
está en mi repertorio, Eva. Pero sí mil maneras de
conseguir que te
corras. Déjame que te lo demuestre.
El ascensor se paró
de golpe. Sacó la llave del panel y se abrieron las puertas.
Retrocedí hasta el
rincón y le dije que se largara con un gesto de la mano.
—En serio, no me
interesa.
—Vamos a discutirlo.
—Cross me cogió por el codo y suavemente, pero con
insistencia, me
exhortó a salir.
Le acompañé porque me
gustaba el subidón que me producía estar cerca de él y
porque tenía
curiosidad por saber lo que me diría si le dedicaba algo más de cinco minutos.
Le abrieron la puerta
de seguridad tan deprisa que no tuvo ni que detenerse ante
ella. La guapa
pelirroja de recepción se apresuró a levantarse, a punto de transmitirle alguna
información hasta que
él sacudió la cabeza con impaciencia. La chica cerró la boca de
golpe y se me quedó
mirando con los ojos abiertos como platos cuando pasamos por
delante con paso
enérgico.
Menos mal que
llegamos enseguida al despacho de Cross. Su secretario se puso de
pie en cuanto vio a
su jefe, pero permaneció en silencio al darse cuenta de que no estaba
solo.
—No me pases
llamadas, Scott —dijo Cross, haciéndome entrar en su despacho a
través de la doble
puerta de cristal abierta.
A pesar de mi
irritación, no pude evitar quedarme impresionada con el espacioso
centro de operaciones
de Gideon Cross. Unas ventanas que iban desde el suelo hasta el
techo dominaban la
ciudad en dos laterales, y una pared entera de cristal daba al resto de la
oficina. La única
pared opaca que había, enfrente de su enorme escritorio, estaba cubierta
de pantallas planas
en constante funcionamiento con canales de noticias de todo el mundo.
Había tres zonas de
estar diferentes, cada una de ellas más grande que la oficina entera de
Mark, y un aparador
en el que se exhibían licoreras de cristal tallado, que proporcionaban
las únicas notas de
color en un lugar en el que, por lo demás, predominaban el negro, el gris
y el blanco.
Cross apretó un botón
de su escritorio que cerró las puertas; luego otro que escarchó
al instante la pared
de cristal, protegiéndonos completamente de la vista de sus empleados.
Con las láminas
reflectantes, de una preciosa tonalidad azul zafiro, que había en las
ventanas exteriores,
la intimidad estaba garantizada. Se quitó la chaqueta y la colgó en un
perchero de cromo.
Luego volvió a donde yo me había quedado parada nada más cruzar la
puerta.
—¿Quieres tomar algo,
Eva?
—No, gracias.
—¡Caray! Estaba aún más apetecible sólo con el chaleco. Veía mejor
lo en buena forma que
estaba, aquellas vigorosas espaldas. La forma tan bonita en que se le
marcaban los bíceps y
el culo cuando se movía.
Señaló hacia el sofá
de cuero negro.
—Siéntate.
—Tengo que volver a
trabajar.
—Y yo tengo una
reunión a las dos. Cuanto antes resolvamos esto, antes
volveremos a nuestros
respectivos asuntos. Y ahora, siéntate.
—¿Qué cree que vamos
a resolver?
Suspirando, me
levantó como a una novia y me llevó hasta el sofá. Me dejó caer de
culo, y luego se
sentó a mi lado.
—Tus objeciones. Ya
es hora de que hablemos de qué es lo que hace falta para que
te me pongas debajo.
—Un milagro. —Me eché
hacia atrás, ampliando el espacio que nos separaba. Tiré
del dobladillo de mi
falda verde esmeralda, lamentando no haberme puesto pantalones—.
Su manera de
acercarse me parece grosera y ofensiva.
Y un tío bueno como
pocos, pero eso no iba a reconocerlo.
Se me quedó mirando
con ojos entrecerrados.
—Puede que sea
directa, pero es sincera. No me pareces de esa clase de mujeres que
quieren sandeces y halagos
en lugar de la verdad.
—Lo que no quiero es
que me traten como si fuera una muñeca hinchable.
Cross arqueó las
cejas.
—En fin...
—¿Hemos terminado?
—Me levanté.
Agarrándome de la
muñeca, tiró de mí para que volviera a sentarme.
—De ninguna manera.
Hemos establecido unos puntos de discusión: entre nosotros
existe una poderosa
atracción sexual, pero ninguno de los dos quiere comprometerse.
Entonces ¿qué es lo
que quieres tú... exactamente? ¿Seducción, Eva? ¿Quieres que te
seduzcan?
Aquella conversación
me fascinaba y horrorizaba a partes iguales. Y, sí, también me
tentaba. No podía ser
de otro modo ante un hombre tan guapo y viril como aquél,
empeñado en retozar
conmigo. A pesar de todo, ganó la indignación.
—Las relaciones
sexuales que se planifican como si fueran una transacción
comercial no me
ponen.
—Fijar unos criterios
al principio probablemente evitará que haya expectativas
exageradas y
decepción al final.
—¿Está de broma?
—dije, frunciendo el ceño—. Escúchese. ¿Por qué llamarlo un
polvo siquiera? ¿Por
qué no ser claro y llamarlo expulsión seminal en un orificio
previamente acordado?
Me encabronó que
echara la cabeza hacia atrás y riera a carcajadas. Aquel sonido
profundo y gutural me
inundó como un torrente de agua tibia. Cada vez me sentía más
vulnerable en su
presencia. Su risa campechana le hacía menos dios del sexo y más
humano. De carne y
hueso. Real.
Me levanté y me eché
hacia atrás, fuera de su alcance.
—En el sexo
esporádico no tiene por qué haber vino y rosas, pero, por el amor de
Dios, sea lo que sea,
debería ser personal. Incluso amistoso. Con respeto mutuo por lo
menos.
Cuando se puso de
pie, el humor le había desaparecido y se le habían ensombrecido
los ojos.
—No hay señales
contradictorias en mis asuntos privados. Tú quieres que cambie
de actitud, pero no
se me ocurre una buena razón para hacerlo.
—Yo no quiero que
haga una mierda, aparte de dejarme volver al trabajo. —Me
encaminé hacia la
puerta y tiré del picaporte, y maldije en voz baja cuando vi que ni se
movía—. Déjeme salir,
Cross.
Le sentí aproximarse
por detrás. Puso las palmas en el cristal a ambos lados de mi
espalda,
enjaulándome. Cuando le tenía tan cerca era incapaz de pensar en mi
supervivencia.
La fuerza y la
exigencia de su voluntad proyectaban un campo de fuerza casi
tangible. Cross se me
acercó tanto que me sentí encerrada allí dentro con él. Todo lo que
quedaba fuera de
aquella burbuja dejó de existir, mientras que en su interior mi cuerpo
entero se estiraba
hacia el suyo. El que produjera en mí un efecto tan profundo y visceral
estando yo tan
sumamente irritada hacía que la cabeza me diera vueltas. ¿Cómo podía
ponerme tan cachonda
un hombre cuyas palabras deberían haberme enfriado por completo?
—Date la vuelta, Eva.
Cerré los ojos contra
la oleada de excitación que me produjo aquel tono autoritario.
¡Dios, qué bien olía!
Aquel vigoroso cuerpo irradiaba avidez y pasión y estimulaba el
salvaje deseo que yo
sentía por él. Esa incontrolable reacción se vio intensificada por la
frustración con
Stanton, que no terminaba de desaparecer, y mi más reciente irritación con
el propio Cross.
Le deseaba. Mucho.
Pero no me convenía. Sinceramente, podía joderme la vida yo
solita. No necesitaba
la ayuda de nadie.
Apoyé la frente, que
me ardía, en el cristal climatizado.
—Déjelo, Cross.
—Ya lo hago. Eres muy
complicada. —Me rozó detrás de la oreja con los labios.
Luego me puso una
mano abierta en el estómago, separando los dedos para incitarme a que
me apretara contra
él. Estaba tan excitado como yo, con la polla dura y gorda pegada a la
parte inferior de mi
espalda—. Date la vuelta y dime adiós.
Decepcionada y
pesarosa, me giré entre sus brazos, arqueándome contra la puerta
para que se me
enfriara un poco la espalda. Él estaba encorvado sobre mí, con su abundante
cabello enmarcándole
la hermosa cara y el antebrazo apoyado en la puerta para acercarse
aún más. Yo apenas
tenía espacio para respirar. La mano que antes me había puesto en la
cintura descansaba
ahora en la curva de mi cadera, apretando, volviéndome loca. Me
miraba fijamente, con
aquella mirada intensa, penetrante.
—Bésame —dijo con voz
ronca—. Concédeme eso al menos.
Jadeando suavemente,
me lamí los labios secos. Él gimió, inclinó la cabeza y me
selló la boca con la
suya. Me sorprendió lo suaves que eran sus labios firmes y la
delicadeza de la
presión que ejerció. Suspiré y él introdujo la lengua, saboreándome con
largas lengüetadas,
sin prisas. Su beso era seguro, diestro y con el punto justo de
agresividad para
excitarme salvajemente.
Oí, a lo lejos, el
ruido de mi bolso al dar en el suelo; acto seguido tenía las manos en
su pelo. Tiraba de
sus sedosos mechones para dirigir su boca hacia la mía. Él ahondó el
beso, acariciándome
la lengua con suculentos deslizamientos de la suya. Notaba el
desbocado latido de
su corazón contra mi pecho, prueba de que no era el ideal imposible
que me había forjado
en mi calenturienta imaginación.
Se apartó de la
puerta dando un empujón. Rodeándome la nuca con una mano y la
curva de mis nalgas
con la otra, me levantó en el aire.
—Te deseo, Eva.
Complicada o no, no puedo evitarlo.
Todo mi cuerpo estaba
en contacto con el suyo, dolorosamente consciente de cada
duro y ardiente
centímetro de su ser. Respondí a su beso como si fuera a comérmelo vivo.
Se me había puesto la
piel húmeda y muy sensible, y los pechos blandos y pesados. El
clítoris reclamaba
atención a gritos, palpitando al ritmo del furioso latido de mi corazón.
Fui vagamente
consciente de que nos movíamos, y de repente noté que caía de
espaldas en el sofá.
Cross estaba apalancado sobre mí con una rodilla en el cojín y el otro
pie en el suelo.
Apoyaba el torso en el brazo izquierdo, mientras que con la otra mano me
agarraba por detrás
de la rodilla, deslizándola por el muslo con decisión y firmeza.
Le oí resoplar cuando
llegó al punto en el que la liga sujetaba la parte superior de
mis medias de seda.
Apartó los ojos de los míos y miró hacia abajo, levantándome la falda
para desnudarme de
cintura para abajo.
—¡Santo Dios, Eva!
—En su pecho resonó un murmullo, y aquel primigenio sonido
me puso la piel de
gallina—. Tu jefe tiene mucha suerte de ser gay.
Medio atolondrada, vi
cómo el cuerpo de Cross descendía hacia el mío, y separé las
piernas de manera que
encajara el ancho de sus caderas. Se me tensaron los músculos con
la urgencia de
alzarme hacia él, para acelerar el contacto entre nosotros, por el que había
suspirado desde la
primera vez que le vi. Volvió a bajar la cabeza y de nuevo me tomó la
boca, lastimándome
los labios con un delicado punto de violencia.
De repente, se apartó
de mí, poniéndose de pie a trompicones.
Yo me quedé allí
tumbada, jadeante y húmeda, deseosa y dispuesta. Entonces me di
cuenta de por qué
había reaccionado de aquella tempestuosa manera.
Había alguien detrás
de él.
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