Aquella tarde cuando a Rubén le sentaron en una silla de ruedas
para
bajarle a la sala de rehabilitación, la incomodidad de su pierna
le hizo
blasfemar con dureza. Las enfermeras que se habían congregado a su
alrededor nerviositas, se marcharon despavoridas al escucharle.
Rubén se
lo agradeció. No tenía ganas de sonrisitas bobas ni nada de lo que
solía
recibir de muchas mujeres. Era un icono sexual en Milán, un hombre
deseado por su físico y sus triunfos.
Al final fue un enfermero quien le llevó hasta la sala de
rehabilitación en
el ascensor. Una vez allí, le dejo solo porque se marchó a buscar
a su
fisioterapeuta.
Su humor era oscuro, negro, más bien. Todavía no había asimilado
la
mala suerte de su fractura y menos aún todo el tiempo que estaría
alejado
de los terrenos de juego. Su lesión estaba considerada una de las
peores
para un futbolista y justo le había tenido que tocar a él. ¿Podía
tener peor
suerte?
Pues sí, pensó cuando vio llegar a la joven que el día anterior
había
estado en su habitación. Rubén, al verla, maldijo: ¿por qué ella?
El
enfermero le entregó unos informes a la fisioterapeuta y antes de
marcharse, miró a Rubén y le avanzó.
—Te dejo en unas excelentes manos.
—Déjame dudarlo —respondió Rubén sin disimular su desagrado.
La fisioterapeuta, sin inmutarse ni dejar de sonreír, agarró los
mangos de
empuje de la silla de ruedas y le desplazó hasta un lateral de la
sala.
Tranquilamente, se sentó cerca de él y comenzó a leer los informes
médicos. Rubén no habló; ella tampoco. Hasta que finalmente, con
la
mejor de sus disposiciones, ella decidió presentarse:
—Mi nombre es Daniela…
—Vaya, te llamas como mi perra.
Le miró fijamente, anonadada: aquello iba a ser insufrible. Estaba
claro
que cuanto más lejos lo tuviera, mejor. Pero ella era una
profesional y, solo
tenía dos opciones: enfadarse o pasar de él. Así que finalmente
optó por la
segunda.
—Mmmm… me encanta saber que tuvo el buen gusto de ponerle mi
bonito nombre a su perra.
Rubén la miró. Estaba seguro de que ella iba a mandarle a paseo,
pero
no. Ella prosiguió, tan sonriente como hasta entonces.
—Como decía, soy Daniela y voy a ser su fisioterapeuta de las
mañanas.
Hemos dividido su proceso de rehabilitación en dos bloques. Su
entrenador
me ha solicitado que sea yo quien le atienda por las mañanas; por
las
tardes, será Piero, un compañero y excelente profesional, quien
trabaje con
usted.
—¿Mi entrenador?
—Sí, el señor John Norton: conoce mi trabajo y sabe que puedo
ayudarle.
Rubén cabeceó. Se mordió la lengua y por una vez no dijo nada
mientras
ella indicaba.
—No se preocupe, entre todos, vamos a conseguir que su pierna
vuelva a
ser lo que era. —Y mirando el informe que el doctor le había
pasado
añadió—: Por lo que veo su doctor le quitará los clavos en un
plazo de unas
cuatro semanas si no presenta complicaciones y…
—Vale, guapa —cortó malhumorado—. Déjate de rollos y comencemos.
Su tono rudo y despectivo consiguió que Daniela retirara su
atención del
informe médico y le fulminara con la mirada. Dejó los documentos
sobre
la mesa, se cruzó de brazos y dibujando una sonrisa en su rostro,
le retó:
—Gracias por lo de «guapa».
—No te emociones.
Daniela se levantó con gracia y omitiendo su último comentario
contestó.
—Sabiendo lo que piensa de mí, ¡es todo un halago!
—No te lo tomes al pie de la letra, quizá he exagerado un poco, guapa
—siseó Rubén.
Ella volvió a sonreír. Eso le desconcertó.
—Si me llama Daniela, le irá mejor la recuperación: créame.
Rubén la miró y al ver que ella seguía sonriendo, cejó en sus
intentos por
molestarla.
—Vale… comencemos, Daniela.
Y se pusieron manos a la obra. Como era de esperar, Rubén no se lo
puso
fácil. Hacía lo que ella decía, pero protestaba. Protestaba demasiado.
Ella
aguantó estoicamente el mal humor del jugador sin perder la
sonrisa y,
cuando por fin llegó el enfermero para llevárselo, le dio dos
golpecitos en
el hombro y dijo:
—¡A descansar! Recuerde que mañana tiene otra cita conmigo.
—¡Qué emoción!
Ella soltó una carcajada y se dio la vuelta para atender a otro
paciente
que entraba. Rubén, con el ceño fruncido, la observó. Aquella era
una
auténtica tocapelotas, se le veía en la cara.
Al día siguiente, cuando Rubén abrió los ojos, se sorprendió al
ver a sus
padres y hermanas en la habitación del hospital. Todos le miraban.
—¡¿Mamá?! ¡¿Papá?! ¿Cuándo habéis llegado?
—Vale… nosotras somos invisibles, ¿no? —se mofó su hermana mayor,
Malena.
—Hace una hora, hijo —respondió su padre haciendo caso omiso del
comentario de su hija—. Y antes de que digas nada: o traía a tu
madre para
que te viera o nos costaba el divorcio.
La mujer, con la barbilla temblona, se acercó a su adorado hijo y,
tras
darle un candoroso beso en la frente, murmuró emocionada:
—Ay, mi niño… Ay, mi Rubén… Ay, mi príncipe… ¿estás bien?
—Mami… mami… —la mimó Olivia, la pequeña de los hermanos—.
Está bien, ¿no lo ves?
El futbolista, emocionado por tener cerca a la mujer que le había
dado la
vida y que tanto quería, sonrió y susurró con cariño:
—Mamá, estoy bien —y añadió tomándole las manos—: Todo va bien,
mi pierna pronto estará curada, no te preocupes.
—Pero ¿cómo no me voy a preocupar, mi niño? —cuchicheó pasándole
la mano por el pelo.
—Mama, créeme, ¿vale?
—Tranqui mamá, que de esta no la palma —respondió divertida
Malena.
La mujer al escuchar el comentario de su hija, la miró y
cuchicheó.
—Parece mentira que la médica de la familia seas tú. Tú hermano
está
postrado en la cama de un hospital y tú, tan pancha, ¿es que no lo
ves?
—Mamá, ¡soy odontóloga!
Malena cruzó una mirada cómplice con su hermano, sin que su madre
les viera, y ambos rieron a hurtadillas.
—Vale, mamá. Me callaré —cedió finalmente.
Su padre suspiró. Sus tres mujeres le volvían loco y desde hacía
años
había optado por callar y dejar que se mataran entre ellas: era lo
mejor. A
Rubén le entraron ganas de reír al ver el gesto desesperado de su
padre,
pero finalmente prefirió poner paz.
—Basta de dramas. Estoy bien mamá: te lo prometo.
Al escuchar esto, su madre le besuqueó durante un buen rato. Con
paciencia, Rubén aguantó sus monerías, hasta que, de pronto, su
hermana
Olivia sacó del bolso un sobre y se lo entregó.
—¡Sorpresita! Vamos, ábrelo.
Sin más, lo hizo y se quedó alucinado cuando vio que se trataba de
una
invitación de boda. Malena, al ver la cara de su hermano, soltó
una risotada
y añadió, para descontento de su madre y hermana:
—Sí, hijo, sí, esta descerebrada se casa.
—¡Malena! —protestó su madre
—¡¿Que te casas?!
La futura novia cruzó una inquisidora mirada con su hermana
Malena.
—Sí. Jacobo y yo hemos decidido dar el gran paso —anunció después
de
haber mirado molesta a su hermana.
—Di mejor… la gran cagada.
—¡Malena! —volvió a recriminarle su madre.
Rubén miró a su padre, que se encogió de hombros mientras su
hermana
mayor decía acercándose a ellos:
—Vamos a ver, Olivia tiene solo veintitrés años, ¿cómo podéis
permitir
que se case? ¿Pero es que todavía no os habéis dado cuenta que
vivimos en
el siglo XXI? Casarse a su edad ¡es un sacrilegio! Ella lo que
tiene que
hacer es vivir, pasarlo bien y disfrutar de su juventud. Tiempo
para casarse
y cagarla siempre habrá, ¿no crees?
—Mamaaá —gimoteó Olivia.
La mujer abrazó a la joven y mirando a su hija mayor le reprochó:.
—Desde luego Malena, lo tuyo es tremendo.
—No mamá, lo tremendo es lo que va a pasar. Olivia se va a casar y
dentro de cuatro o cinco años, le pasará como a mí. Se divorciará
y…
—¡Jesús del Gran Poder! ¡No digas eso, hija! —voceó—. Que tú te
divorciaras no quiere decir que ella también vaya a hacerlo, ¿pero
qué estás
diciendo?
Tras un incómodo silencio en el que su padre y Rubén se miraron,
Malena decidió callar. Era lo mejor. Olivia dejó de gimotear y
mirando a
su hermano preguntó:
—¿Te gusta la invitación?
Malena puso los ojos en blanco y tras una recriminatoria mirada de
su
padre, Rubén contestó.
—Sí Olivia, es muy bonita.
—Es preciosa, clásica y elegante —afirmó su madre arreglando las
sábanas de la cama.
Rubén volvió a mirar a su padre y este se encogió de hombros. Eso
le
hizo sonreír cuando su madre prosiguió.
—Por cierto, como habrás visto es el trece de abril en los
Jerónimos.
—Y encima ¡trece! Uisss que mal rollitooo —cuchicheó Malena
haciendo reír a su hermano.
Su madre, tras dedicarle otra punzante mirada a su hija mayor,
prosiguió:
—Ni que decir tiene que te quiero allí ese día ¿entendido hijo?
—Lo intentaré mamá.
—No… No lo intentarás. Lo harás —afirmó la mujer con convicción—.
Es la boda de tu hermana y tienes que estar sí o sí.
—Rubénnn —pidió Olivia—. No puedes faltar al día más maravilloso
de
mi vida. Porfi… porfi… porfiii.
—Lo intentaré, Olivia.
Pero su madre no contenta con la contestación insistió.
—Si es necesario, hablaré yo con quien tenga que hablar del Inter,
pero
tú no faltas a la boda de tu hermana o aquí se lía bien gorda…
Rubén suspiró. Adoraba a su madre pero cuando se ponía pesadita
¡era la
más!—
Venga mujer… ya te ha dicho el muchacho que lo intentará —
intercedió su padre que se acercó a él para aclararle—: Pasado
mañana
regresamos a Madrid. Tranquilo, hijo.
Teresa, la madre de Rubén, tras suspirar, volvió a cambiar de tema
y con
gesto lastimero, se secó los ojos y dijo:
—Tenía que venir a verte, príncipe mío. Lo entiendes, ¿verdad?
Rubén miró a su padre y asintió.
—Claro que sí, mamá. Claro que lo entiendo.
Pero tres horas más tarde, que su madre se pasó tapándole
continuamente con la sábana, ofreciéndole zumo, agua, y
enseñándole
fotos de cuando era un niño a todas las enfermeras que entraban en
la
habitación, mientras le llamaba «príncipe» comenzó a dejar de
entenderlo.
Cuando llegó el momento de ir a rehabilitación estaba deseoso de
salir
de la habitación. Lo que más le apetecía en el mundo era dejar de
oír el
parloteo de su madre y su hermana pequeña así que, cuando se
empeñaron
en acompañarle, se negó con gesto ceñudo. Al final, su madre se
dio por
vencida y solo Malena fue con él hasta el ascensor mientras su
progenitora,
enfurruñada, esperaba su regreso en la habitación.
—Vamos… vamos… respira o te va a explotar la cabeza —se mofó
Malena.
El futbolista, con un humor de perros, siseó:
—¿Por qué te gusta tanto enfadar a mamá?
—¡¿Yo?! —rio divertida a sabiendas de porqué lo decía—. Oye… que
esté pesadita contigo y eso te enfade no te da derecho a que ahora
me
vengas a mí a echar las culpas de todo. Mamá es mamá. Ya la
conoces.
Rubén soltó una carcajada y su hermana prosiguió mientras guiaba
la
silla de ruedas hacia el ascensor.
—Lo que va a hacer Olivia es una locura. Es demasiado joven para
casarse con el empanado de Jacobo. Olivia solo tiene veintitrés
años, la
edad justa para echarse mil novios, divertirse y experimentar.
Alguien debe
advertirle del error que va a cometer. El Jacobo ese, con quince
años más,
ya tiene mundo a sus espaldas. Pero Olivia ¡por favorrr!
Rubén estaba de acuerdo con Malena pero también entendía el paso
que
su hermana pequeña había decidido dar, y tomándole las manos,
aseveró:
—Escucha, Malena. Nosotros no pensamos como Olivia pero tenemos
que respetarla. Si ella se quiere casar, ¡que se case! Tú y yo
estamos aquí
para apoyarla, no para volverla loca. Y antes de que sueltes
alguna de tus
perlas, haz el favor de relajarte, porque entre lo pesada que es
mamá y
vuestras discusiones, me habéis sacado de mis casillas en menos de
cuatro
horas. Por lo tanto, contrólate y controla a mamá. Me temo que
como siga
llamándome «príncipe», mañana toda la prensa italiana me coronará
con
ese ridículo nombrecito.
La carcajada de Malena al escuchar aquello fue colosal, y tras dar
un
beso a su hermano antes de que las puertas del ascensor se
cerraran, dijo:
—Tranquilo, príncipe. Intentaré hacerle entender lo que me acabas de
decir.
Cinco minutos después, cuando el futbolista entró en la sala de
rehabilitación tenía la cabeza embotada: ¿pero qué hacían su madre
y sus
hermanas en el hospital? Daniela, ajena a todo aquello le preguntó
al verle:
—¡Buenos días, señor Ramos!, ¿cómo se ha levantado hoy?
—Con ganas de matar a alguien, guapa…
—Yupi… Yupi… hey ¡qué buen humor! —se mofó.
Como respuesta dio un gruñido y ella añadió:
—Mmmm… ¡qué bien…! creo que la mañana será estupenda.
Quince minutos después, mientras Rubén recibía la primera sesión
de
electroterapia, Daniela le acercó una botella de agua fresquita,
de la que él
bebió de inmediato.
—De nada, señor Ramos.
—Mira, guapa…
—Oh, dos veces «guapa», creo que lo voy a terminar creyéndomelo.
—Lo hago para subirte la moral.
La estruendosa carcajada de la chica le obligó a mirarla. ¿Por qué
narices estaba siempre tan feliz? Y sin abandonar la sonrisa de
los labios,
murmuró:
—Tenga cuidado, señor Ramos, si sigue diciéndome esas lindezas, y
sabiendo que tengo el mismo nombre que su perra, corre el peligro
de que
una mujer asexual como yo caiga rendida a sus pies.
—¡Pero que tocapelotas eres!
—Vaya… ¡qué coincidencia! Justo a lo que usted se dedica, ¿verdad?
A
tocar pelotas —se cachondeó ella.
—Eres insufrible, guapa.
—¡Qué pena más grande!
—Tú nunca te callas, ¿verdad?
Daniela sonrió y, encogiéndose de hombros, murmuró:
—Venga… va… me callaré. Pero que sepa que lo hago porque, sin
conocerla, ya me cae bien su sufrida perra. ¡Vaya tela… el dueño
que le ha
tocado!
Rubén la miró con el ceño fruncido. Iba a decirle alguno de sus
borderíos cuando escuchó una voz a su espalda.
—Príncipeee, ¿ya has terminado?
Cerró los ojos, inspiró con fuerza y dio la vuelta a la silla de
ruedas. Su
madre había entrado sin permiso en la sala y se dirigía
directamente hacia
ellos. Sin poder evitarlo observó el gesto de la joven y se
molestó al ver su
media sonrisa.
—Rubén, ¿todo bien, mi amor? —Y colocándole una mantita sobre las
piernas, añadió—: Arrópate, tesoro, que por aquí hay corrientes,
te puedes
constipar y ya lo que te faltaba.
—Mamá —murmuró incómodo quitándose la manta.
—Aisss, cariño. No me pongas esa cara que te conozco desde que te
parí.
Soy tu madre y si te digo que te arropes ¡te arropas!
—Mamá —volvió a susurrar.
—«Mamá… mamá… desde luego esa palabrita la sabes decir muy, pero
que muy bien, desde que eras pequeño ¡siempre con el mamá en la
boca!
—repitió ella con comicidad.
Sin inmutarse por la mirada que le estaba echando, la mujer volvió
a
colocar la manta sobre las piernas de su hijo y este, tras cerrar
los ojos para
no repetir de nuevo el «¡mamaaá!» preguntó:
—¿Cómo has entrado aquí?
Su madre, tras mirar a Daniela con una candorosa sonrisa respondió
retirándole el pelo de la cara
—Le dije a la chica que hay en la entrada que soy tu mamma y ella
rápidamente me dejó pasar. Que nena más amable.
—Mamá, ¿quieres dejarme el pelo?
—Rubén, ¿cuándo vas a cortarte esas melenas?
—Nunca, a mí me gusta así.
—Pero príncipe mío, con lo rebonito que estás con el pelo cortito,
¿a qué
vienen esas greñas a lo Sandokan?
—¡Por el amor de Dios, mamá!
—Con lo guapo que estás cuando se te ven esos ojos tan bonitos
como
luceros, ¿por qué parecer un melenudo príncipe mío? —insistió la
mujer
sin importarle los gruñidos del astro del fútbol.
Tras ver la sonrisa de la fisioterapeuta, Rubén apretó la
mandíbula y
respondió.
—Me gusta el pelo así y ¡ya basta!
Daniela entendía su incomodidad y siguió presenciando la escena
con
una sonrisa en los labios. La mujer cuando reparó en ella, cuchicheó:
—Pero qué niña más mona, y esta jovencita tan linda ¿quién es,
Rubén?
—Daniela, señora. Soy la fisioterapeuta que se encarga del
tratamiento
de la lesión de su hijo.
Teresa, sorprendida de que el personal médico del hospital milanés
hablase español, se olvidó por un momento de su hijo, tomó a la
chica de
las manos y, más feliz que una perdiz, le dijo casi gritando:
—Hija de mi alma ¡pero si hablas español!
—Ajá… soy española.
La madre de Rubén la abrazó y, como si la conociera de toda la
vida, la
agarró del brazo y se comportó con ella con total familiaridad.
—¡Qué alegría! ¡qué alegría! Yo soy Teresa. Al menos sé que mi
hijo se
entiende con alguien por aquí, porque entre tú y yo… ¡ yo no
entiendo
nada! Estos italianinis todas las palabras las acaban en «i».
Spaguetiiii.
Macarroniiii…
Rubén se quedó estupefacto con ese comentario.
—Mamá, me entiendo perfectamente con todo el mundo: aprendí a
hablar italiano y…
—Pero no es lo mismo y no me mires así que sabes perfectamente a
lo
que me refiero —le cortó la mujer—. El que tú hables el mismo
idioma
que Daniela es fundamental. —Y mirándola de nuevo, preguntó
dulcificando la voz—: Y este hijo mío, ¿se porta bien?
Daniela miró al futbolista y tras ver su ceño fruncido asintió.
—Es un buen paciente. Hace todo lo que le ordeno y se esfuerza
mucho.
—Aisss… siempre ha sido muy aplicado. Incluso cuando iba al
colegio
nos traía muy buenas notas, aunque las matemáticas nunca se le
dieron
bien. Es más de letras mi Rubén.
—Mamaaá.
La fisio soltó una carcajada que puso a Rubén mucho más furioso.
—Digo yo, Rubén, que lo mínimo que harás será invitar a esta
preciosa
jovencita española a cenar o a comer, ¿no?
—Oh, no se preocupe —cortó la joven—. Yo simplemente cumplo con
mi trabajo y…
—Ah, no —insistió la mujer—. Lo mínimo que puede hacer mi hijo es
invitarte cuando se reponga. —Y mirándole afirmó—. Rubén cuando
estés
bien, quiero que invites a Daniela a cenar al mejor restaurante
que
conozcas. Creo que te lo puedes permitir, ¿no?
Sin poder evitarlo Daniela volvió a reír y el joven, sin poder
aguantar un
segundo más, dijo mientras movía las ruedas de su silla:
—Mamá, vámonos.
—Pero hijo…
—Vámonos —repitió sin mirar atrás.
La mujer asintió y tras darle dos besos a Daniela fue tras él
dejando a la
joven con una enorme sonrisa en los labios. Sin poder evitarlo les
observó
hasta que desaparecieron dentro del ascensor. Su madre y la de
aquel
futbolista, estaban cortadas por el mismo patrón.
Dos días después, los padres y las hermanas de Rubén regresaron a
Madrid. Su madre, como era de esperar, lloró y lloró al separarse
de su
príncipe, pero al final Rubén pudo suspirar aliviado.
Aquel día, cuando el futbolista entró en la sala de
rehabilitación, estaba
más callado que de costumbre. Lo reconociera o no, la marcha de su
familia siempre le afectaba. Sin abrir la boca hizo todo lo que la
fisioterapeuta le pidió. Y por su rostro y las perlas de sudor que
bañaban su
pelo Daniela pudo ver que el esfuerzo le dolía.
Sin descanso, trabajaron hasta que ella dio por finalizada la
sesión. Él no
habló, ni protestó, ni la miró; y ella, que era incapaz de no
cruzar una
palabra con él, se puso en cuclillas ante la silla de ruedas y le
miró
fijamente intentando que él clavara sus ojos en los de ella.
—Es usted fuerte y tenaz, señor Ramos. Y le aseguro que por muy
duro
que le parezca este partido, lo vamos a ganar. Su pierna va a
quedar
fantástica y espero que el primer gol que meta con ella me lo
dedique.
Rubén la escuchó y, a diferencia de otras veces, se limitó a
asentir y
nada más. Estaba tan dolorido que no le apetecía hablar. Después,
un
enfermero guio su silla hacia el ascensor. Una vez llegó a la
habitación con
la ayuda de una enfermera se tumbó y se durmió. Estaba cansado.
Muy
cansado.
Al día siguiente el joven se levantó con las energías renovadas.
Había
dormido bien y el sueño reparador le había sentado fenomenal.
Recibió
varias llamadas de sus bellas, término que utilizaba para
llamar a las
mujeres que babeaban ante él. Aquel día al entrar en la sala de
rehabilitación, vio que la joven fisioterapeuta atendía a otro
paciente: la
observó y la vio sonreír y charlar con alegría. Y no pudo evitar
preguntarse: ¿por qué siempre estaba tan feliz?
Cuando finalizó con aquel paciente, la joven, sin mirarle, entró
en un
pequeño cuartito, Rubén la siguió con la mirada. Como no cerró la
puerta
se quedó de piedra cuando vio que ella se sentaba en una camilla y
comenzaba a pelar un plátano: ¿cómo podía comerse un plátano allí?
Lo degustó con tranquilidad, mientras tecleaba en su móvil bajo la
atenta mirada del futbolista. Cuando terminó el último bocado, se
lavó las
manos y, al salir del cuarto, se dirigió directamente hacia él.
—Ya era hora, guapa.
—Madre mía, hoy debo de estar impresionante —se mofó mientras
guiaba la silla de ruedas hasta un lateral—. «Guapa» nada más
verme ¡qué
subidón!
Inconscientemente, Rubén sonrió. No cabía duda de que ella era tan
mordaz como él. Durante una hora, fisioterapeuta y paciente
trabajaron la
pierna, aunaron fuerzas con un mismo propósito. Cuando ella le
entregó
una botellita de agua fresca, al finalizar la sesión, él le dio
las gracias.
Al escucharle, Daniela se volvió y arqueando las cejas murmuró:
—Ahora mismo le llevo a Urgencias. Usted está delirando.
—¿Podrías llamarme por mi nombre y dejar de ser tan correcta? —
respondió él, cabeceando, incapaz de no sonreír.
—No, señor —contestó tajante mientras comenzaba a recoger el
instrumental de trabajo.
Asombrado por aquello, la cogió del brazo. Pero ella, de un
respingo,
hizo que la soltara, provocando que él se sintiera rechazado.
—¿Qué pasa?
—No me gusta que me toquen —respondió ella dando un paso atrás.
Su gesto, y en especial, la ausencia de su sonrisa, llamó la
atención del
jugador, pero estaba dispuesto a hablar con ella, así que prefirió
obviarlo y
ser conciliador.
—¿Puedes sentarte un momento, por favor?
Ella accedió a sentarse junto a él, alucinada, eso sí.
—Vamos a ver, tú y yo no hemos comenzado con buen pie. Estoy
seguro
de que no vamos a ser buenos colegas, pero, por lo menos, mientras
trabajemos juntos me gustaría que me llamaras por mi nombre,
¿tanto te
cuesta, guapa?
La sonrisa volvió a su rostro. Le miró directamente a los ojos e
indicó.
—De acuerdo, príncipe.
Sorprendido, clavó la mirada en ella, que divertida murmuró:
—Es bromita… es bromita. Venga, vale, nos tutearemos. Eso nos
facilitará el trabajo a ambos, aunque, efectivamente, nunca
podremos ser
colegas. Y una cosa más, no se te ocurra volver a tocarme. Aquí la
fisioterapeuta soy yo; no tú, ¿entendido?
Un enfermero llegó hasta ellos, lo que impidió que él dijera lo
que
pensaba, así que al final simplemente asintió con la cabeza. Dos
segundos
después, ella desapareció de su vista.
Al día siguiente, el futbolista acudió acompañado por una guapa
joven a
la sala de rehabilitación
—Lo siento, pero ella no puede estar en la sala mientras
trabajamos —le
comunicó Daniela.
El futbolista, con una socarrona sonrisa, guiñó el ojo a su
acompañante.
—Dame un segundo, bella.
L a bella sonrió con coquetería mientras el futbolista clavaba su
inquisidora mirada en su fisioterapeuta.
—¿Por qué ella no puede estar en la sala?
—Es política del hospital —explicó educadamente Daniela, sin
dejarse
amedrentar por la actitud intimatoria del futbolista y manteniendo
en todo
momento su perenne sonrisa.
—¿Te han dicho alguna vez que eres una auténtica tocapelotas?
—Durante las sesiones rehabilitadoras con los pacientes, los
acompañantes deben esperar fuera —respondió conciliadora Daniela,
sin
querer entrar al trapo.
—Lo dudo.
—No, no lo dudes: es así.
—Exijo hablar con el director del hospital ahora mismo —expuso
Rubén
tajante, arqueando las cejas y sin querer dar su brazo a torcer.
—¿Cómo? —preguntó ella estupefacta.
—Lo que has oído, guapa.
Cada vez que la llamaba «guapa» y con ese tono, le daban ganas de
retorcerle la tibia.
—Pero no…
—He dicho, que lo llames, guapa.
Encogiéndose de hombros, Daniela se alejó: era insoportable. Sabía
lo
que el director iba a responderle, pero decidió llamar para no
aguantar más
las quejas de aquel divo del fútbol. Habló con la secretaria de
dirección,
quien le indicó que le pasaría el recado al jefe y que la volvería
a llamar.
Colgó y esperó esa llamada mientras, con disimulo, observaba a
Rubén reír
y bromear con aquella joven. Y su sorpresa fue mayor cuando
apareció por
la puerta el director que, al ver a Rubén, corrió a saludarle con
una cordial
sonrisa. Daniela se acercó de inmediato hasta ellos para
presenciar la
reprimenda del director.
—Le estaba diciendo a la fisioterapeuta que…
—Señor director —cortó Daniela—. Estaba informando al señor Ramos
de que durante las sesiones de rehabilitación no puede haber
visitantes y
que su acompañante tiene que salir de la sala.
El director, tras cruzar una cómplice sonrisa con Rubén y aquella
joven,
cogió a Daniela del brazo y la llevó a parte.
—Escúcheme, señorita: la joven que acompaña al señor Ramos es mi
sobrina, por lo tanto, comience su sesión. ¡Ya!
Sin más, aquel hombre se dio la vuelta y tras dar un cariñoso beso
en la
mejilla a la muchacha de bonitos ojos celestes, se marchó.
Alucinada,
Daniela observó la situación hasta ser consciente del gesto de
triunfo del
jugador que, al cruzar la mirada con ella, dijo:
—¿Te ha quedado claro, listilla?
A pesar de la sonrisa que Daniela lucía en su rostro, en su
interior tenía
ganas de cogerle por el cuello: ¿por qué tenía que soportarle
todos los días?
Al final decidió hacer lo de siempre, se encogió de hombros y dijo
amablemente.
—Cristalino. Vamos, debemos comenzar.
Dos días después el feeling entre ellos estaba estancado.
El jugador
parecía haberla tomado con ella y siempre que podía le hacía la
vida
imposible. El problema era que Daniela se mantenía en sus trece:
permanecía indiferente, haciendo caso omiso a los malos modos de
él.
Dejaba que se quejase, que gruñese y que protestase y eso a él, le
acababa
frustrando: ¿por qué aquella mujer nunca se enfadaba?
Daniela, por su parte, sabía que si entraba en su juego perdería
los
papeles e intentaba controlarse: contaba hasta cincuenta y así lo
conseguía.
Un consejo muy sabio de su padre. Pero una mañana, tras acabar la
sesión,
por cierto, más dolorosa de lo normal, Rubén, al sentarse en la
silla de
ruedas, protestó de mala manera.
—¡Dios…! Esto es insoportable.
—Tranquilo, todo pasará, ya lo verás.
—Mira, déjame en paz. No quiero tu maldita compasión —gruñó
furioso
por el mal cuerpo que tenía.
—¿Compasión?
—Sí, guapa… tu absurda compasión y todas esas tonterías de «este
partido lo vamos a ganar, señor Ramos» —le espetó malhumorado.
Al escucharle, Daniela quiso darle un pescozón: ¿cómo podía ser
tan
imbécil? pero en lugar de alargar la mano, comenzó a contar; al
llegar a
catorce no pudo más y decidió actuar.
—Vamos, hoy vas a acompañarme, quiero enseñarte algo.
La joven comenzó a empujar la silla de ruedas y él volviéndose
gruñó:
—¿Dónde me llevas?
—Cállate y espera —le ordenó ella mientras salían de la sala de
rehabilitación.
Sin más, le guio hasta el ascensor y, una vez dentro, la joven
presionó el
pulsador de la planta seis. Rubén giraba la cabeza, mostrándole su
enfado,
pero ella evitaba el contacto visual. Cuando las puertas se abrieron
ante
ellos, apareció el entrenador Norton.
—¿Entrenador? —Se sorprendió Rubén—. ¿Qué hace usted aquí?
El hombre, tras cruzar una mirada con Daniela, respondió tras
aclararse
la voz.
—He venido a visitar a un familiar. Y tú, ¿cómo estás hoy?
—Dolorido, pero bien —contestó el futbolista.
—Si no le importa, entrenador… Tenemos prisa —les interrumpió
Daniela.
Norton se metió en el ascensor sin decir una palabra y cuando las
puertas
se cerraron, Rubén se encaró:
—Podrías haber sido más amable; al fin y al cabo, es mi jefe.
Sin responder, Daniela comenzó a empujar de nuevo la silla por un
pasillo hasta llegar a una puerta. La abrió y, de pronto, varios
niños de
edades comprendidas entre los seis y los doce años miraron
alucinados al
futbolista y, al reconocerlo, corrieron hacia él. Rubén se quedó
sin
respiración.
—Chicos: mirad que sorpresa os traigo hoy —les anunció con alegría
Daniela, en un tono mucho más dulce que el que empleaba con él.
Los chiquillos se arremolinaron alrededor de Rubén, se le
acercaron con
cuidado. Todos excepto una niña morena de unos cinco o seis años,
con la
pierna vendada que, al verle, le saludó con la mano. Conmovido por
aquel
gesto, el futbolista la imitó y la pequeña sonrió mientras se
tiraba a los
brazos de Daniela. El rostro del jugador de fútbol cambió en un
segundo y
se dulcificó. Aquellos inocentes niños que le miraban con los ojos
muy
abiertos estaban enfermos pero sonrientes. Eso le llegó al
corazón, así que
contestó a todas sus preguntas sobre fútbol con una sonrisa en los
labios
mientras observaba a la fisioterapeuta besuquear en la cabeza a la
niña
morena.
Veinte minutos después, un médico entró y tras hacer una señal a
Daniela, salió de la sala para hablar con él. Rubén la siguió con
la mirada
justo cuando notó que alguien le cogía la mano y se la apretaba.
Al mirar
vio que se trataba de la niña morena.
—Y tú, ¿cómo te llamas?
—Suhaila.
—Que bonito nombre —sonrió Rubén.
La pequeña, regalándole otra impresionante sonrisa, le susurró
mimosa:
—Lo sé, mi nombre es muy bonito; Dani también me lo dice.
Durante unos instantes habló con ella a carcajada limpia al
comprobar lo
graciosa y ocurrente que era. Sus oscuros ojos y como le
presionaba la
mano le hicieron sentir algo diferente, especial. No sabía
explicar el qué
pero esa niña y su mirada le llegaron al corazón.
Una hora después, antes de marcharse de la sala de Pediatría,
prometió
regresar otro día con camisetas y regalos del Inter de Milán.
Ellos
aplaudieron encantados y felices.
Rubén volvió a fijarse en que, antes de salir, Daniela besaba a la
pequeña
Suhaila y prometía que regresaría más tarde; después empujó la
silla del
futbolista de nuevo hasta el ascensor.
—¡Qué chavales más majos! —murmuró Rubén—. Siempre me han
gustado los niños. Espero tener una preciosa familia numerosa
algún día.
Ella no habló, estaba seria y él, al notarla ausente, también se
quedó
callado. Cuando llegaron a la habitación del futbolista, la joven
se puso
frente a él y, acercando su cara a la de él, le susurró:
—Siento compasión por esos niños, no por ti. Ojalá a ellos les
pudiera
decir esa tontería de «este partido lo vamos a ganar». Ellos no
tienen las
posibilidades que tienes tú de salir adelante y continuar
viviendo.
Comenzando porque la mayoría de sus enfermedades son incurables y
no
son unos príncipes especiales como lo eres tú para tu mamá. A
diferencia
de ellos, tú solo tienes que reponerte de algo circunstancial y
luego podrás
olvidarte de lo ocurrido. Ellos nunca podrán olvidarse de lo que
les ocurre,
porque el día que se olviden será porque… porque…
Sin más, se dio la vuelta y se marchó dejando al futbolista sin
saber qué
decir ante la terrible realidad que ella le había mostrado.
Al día siguiente, Rubén regresó a la planta donde estaban los
pequeños
cargado de regalos, camisetas y merchandising del Inter.
Los niños le
recibieron con sonrisas, abrazos y algarabía. No todos los días se
tenía a un
famoso futbolista tan cerquita. Con curiosidad, no exenta de
inquietud, vio
que la pequeña Suhaila no estaba y preguntó por ella a una
enfermera, que
le indicó que esa mañana había sido dada de alta. Saber eso le
tranquilizó y
alegró, seguro que la pequeña estaba mejor.
Ese día no vio a Daniela y casi lo agradeció. Sus duras palabras
del día
anterior le habían hecho sentirse como un auténtico imbécil
egocéntrico y
aún le pesaban en el corazón.
Al día siguiente cuando se vieron, ninguno volvió a mencionar
aquel
episodio. Era mejor obviarlo.
Un día tras otro el trabajo conjunto continuaba. Nada había
cambiado
excepto que ahora ella le llamaba por su nombre. Daniela cada
mañana le
esperaba con una amplia sonrisa y él gruñía. Su humor era una
veleta: tan
pronto era amable como un auténtico tirano. Se enfadaba por los
ejercicios,
pero se esforzaba por hacer todo lo que aquella le indicaba.
Quería
reponerse al cien por cien.
Una de las mañanas ella no apareció en la sala de rehabilitación.
Eso le
extrañó. Le atendió otro fisio y se mordió la lengua para no
preguntar por
la tocapelotas. Aunque cuando terminó la sesión, mientras esperaba
el
ascensor, se sorprendió al verla al fondo del pasillo sentada con
su
entrenador: ¿qué hacían aquellos dos? ¿Hablarían de él?
Les observó durante varios minutos sin que ellos le viesen,
parecían
sumidos en una conversación íntima y, por el gesto en la mirada de
ella,
intuyó que intentaba no perder su sonrisa. Pero lo que le dejó de
piedra fue
ver que al final se abrazaban y que el entrenador la apretaba
contra él.
«Vaya con la santita… parecía una mosquita muerta», pensó antes de
entrar en el ascensor.
Al día siguiente, cuando volvió a la sala de rehabilitación, Rubén
se
sorprendió al darse cuenta que se alegraba de reencontrarse con
Daniela.
Ella, al verle, como siempre, sonrió; se acercó a él y, sin
tocarle, le saludó.
—Buenos días, ¿listo para comenzar?
Rubén asintió sin abrir la boca. Ella agarró los mangos de empuje
de la
silla y lo llevó hasta su zona de trabajo. Cinco minutos después
le tenía
sobre una camilla. Mientras ella trabajaba, él la observaba,
incapaz de
permanecer en silencio.
—¿Por qué no viniste ayer?
Sin parar de mover su pierna Daniela contestó:
—Porque tenía cosas importantes que hacer —respondió tajante, sin
dejar de movilizar la pierna lesionada.
—Ayer te vi.
—¿Ah, sí?, ¿dónde?
—Aquí… en el hospital, al fondo del pasillo —dijo él bajando el
tono de
voz.—Oh ¡que emocionante! —se mofó ella con mirada burlona.
Rubén, al ver su gesto, se sintió ridículo.
—Te vi con mi entrenador.
Daniela asintió y Rubén al notar que no soltaba prenda, insistió:
—¿De qué le conoces?
—Eso no te importa. —Hizo una pausa—. Ya te dije que él fue quien
propuso que yo me encargase de tu rehabilitación.
—¿Ah, sí?
—Pues sí…
—Y, ¿por qué?
—Porque sabe que soy muy buena en lo mío y que no acabaré en tu
cama.
—Eso de que eres buena en lo tuyo puede tener muchos significados.
¿A
qué te refieres?
—A mis resultados como profesional de la Fisioterapia, no seas mal
pensado.
—Que seas buena en lo tuyo, es algo que me tienes que demostrar, y
en
cuanto a mi cama, tranquila guapa, no hay sitio para ti.
—¡Wooo me encanta saberlo! Solo de pensarlo me entra urticaria.
Esa contestación hizo que Rubén soltara una carcajada.
—¡Pero si sabes sonreír, qué novedad! —se mofó ella.
—Mira, guapa, lo que sé es que mi entrenador está casado y no es
precisamente contigo. —Rubén volvió a su gesto adusto y siseó ante
el
buen humor de ella—: ¿Estáis liados?
La sonrisa de ella se agrandó. No pensaba contestar a aquello pero
él
insistió.
—Vamos… no lo niegues. Te lo noto en la cara.
—¿Ves vicio en mi cara?
Aquella pregunta tan directa le pilló por sorpresa. Esperaba
cualquier
otra cosa menos algo así.
—Para mi gusto debes de ser muy sosa.
—Tienes razón ¡sosísima! Me has calado a la primera.
—¿Cómo puedes estar liada con él?
—¿Ahora vas de paparazzi? —suspiró Daniela.
—No.
—Pues no lo parece. Creo que, precisamente, estás preguntando lo
que a
ti te preguntan continuamente, ¿verdad?
—Es solo una pregunta.
—¿Celoso?
—¿De mi entrenador y de ti? Por favorrr —se mofó Rubén.
Divertida, Daniela se retiró el pelo de la cara y se encogió de
hombros.
—Mejor. Tú no me pareces sexy; el sí, ¿no crees?
—Terminator no es mi tipo guapa.
Al escuchar aquel apodo ella soltó una carcajada.
—A mí Terminator me encanta. Pero psss… guárdame el secreto.
Rubén interpretó aquello como un «sí».
—¡Qué fuerte! —exclamó.
La joven sonrió pero no volvió a decir nada. Se limitó a seguir su
trabajo
hasta que terminó y antes de separarse de él preguntó:
—Hoy te dan el alta, ¿verdad?
—Sí.
—Dale mimitos a tu perra y sé bueno, no salgas de juerga con tus
amiguitas y regresa mañana para continuar con la rehabilitación
—le
aconsejó con una candorosa mirada.
Dicho esto se dio la vuelta y se marchó. Desconcertado por lo que
había
descubierto, Rubén la siguió con la mirada mientras esperaba a que
un
enfermero le llevase de vuelta a su habitación. Aquella se movía
como pez
en el agua por la sala de rehabilitación y bromeaba con todos los
presentes.
Una vez fueron a recogerle, subió a su habitación y, con la ayuda
de uno de
los chóferes del club, recogió sus objetos personales y se dispuso
a
marcharse.
A las tres de la tarde, cuando bajó a la recepción del hospital,
Rubén
resopló. La entrada principal estaba atestada de periodistas y no
le apetecía
tener que bregar con ellos. Pero no había más remedio.
—Giacomo, intentemos llegar hasta el coche —indicó al chófer.
El bullicio que se formó cuando Rubén Ramos salió por la puerta
del
hospital fue tremendo. Giacomo intentaba que nadie tuviera
contacto con
la pierna del futbolista, ya que podrían golpearle
accidentalmente, pero
todos se agolpaban a su alrededor, querían saber cómo se
encontraba.
Rubén contestó a todas las preguntas que le formularon durante
algunos
minutos que se le hicieron eternos, y es que siempre eran las
mismas, le
resultaban absurdas y repetitivas.
—Se acabó: el señor Ramos tiene que regresar a su casa a descansar.
Vamos… vamos… quítense todos de en medio. —Se oyó de pronto con
tono autoritario.
Al mirar, Rubén se sorprendió al encontrarse a la joven
fisioterapeuta,
que agarró la silla de ruedas y, sin importarle si se llevaba a
alguien por
delante, la arrastró hasta el coche que Giacomo le indicó. Rubén
pasó de la
silla al interior del vehículo con pericia y, cuando iba a darle
las gracias,
comprobó que ella ya se había marchado. Pero no. De pronto, la
puerta del
otro lado del vehículo se abrió, y ella entró.
Sorprendido, Rubén la miró, pero ella antes de que pudiera abrir
la boca,
se le adelantó:
—Sé que esto es un atraco en toda regla, pero ¿podrías llevarme
hasta la
parada del autobús que está al fondo de la calle?
—No.
—Venga, hombre. Llueve y no me he traído ni paraguas.
—Ve andando, guapa.
—¿Tengo que recordarte que acabo de quitarte de encima a decenas
de
paparazzi? —argumentó ella acompañando su insistencia con un seductor
aleteo de pestañas.
—No —concluyó con determinación.
Daniela sonrió ampliamente, se encogió de hombros, abrió la puerta
del
coche y sin decir nada más, bajó y la cerró. Confundido, Rubén la
siguió
con la mirada y la vio correr por la acera; llovía a mares.
—Vamos a recogerla antes de que pille una pulmonía y la acercamos
a
la parada del puñetero bus, anda.
El coche arrancó y cuando llegó a su altura, Rubén abrió la
puerta.
—Sube.
Sin pensarlo dos veces, ella accedió. Tenía el pelo empapado y
como
siempre con una gran sonrisa, dijo mientras se frotaba las manos.
—Gracias.
En silencio, recorrieron los escasos metros hasta la parada del
autobús.
Una vez llegaron, el coche paró, ella descendió, y con una de sus
adorables
sonrisas, se despidió. Cuando el vehículo arrancó de nuevo, Rubén
se
apoyó en el reposacabezas aliviado, deseando llegar a casa cuanto
antes.
Aunque su momento de relax se vio interrumpido al recordar que
debía
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