Capítulo 30
Una tos interrumpe mis dulces sueños. Creo que
es una tos. Parece una tos, pero ni mi cerebro ni mi
cuerpo están preparados para recibir el nuevo
día, de modo que hago caso omiso del sonido y me
aprieto más todavía contra el cuerpo duro que
tengo debajo.
Ahí está otra vez, y cada vez me cuesta más
ignorarlo. De hecho, está empezando a cabrearme.
Abro un párpado y lo primero que veo es la
serena belleza de Jesse. Mi irritación disminuye y
levanto la mano para sentir su barba en su
tercer día sin afeitar.
Ahí está esa tos de nuevo. Me incorporo sin
pensar para localizar la procedencia del ruido
exponiendo mi total desnudez frente a... Cathy.
—¡Ay, mierda! —Me dejo caer de nuevo sobre el
pecho de mi hombre y el brusco movimiento
lo despierta—. ¡Jesse! —susurro como si ella no
me oyera—. ¡Jesse, despierta!
Sonríe antes de abrir los ojos. Me coge del culo
y me aprieta las nalgas al oír mi voz.
—Si abro los ojos voy a encontrarme con unos
enormes ojos castaños suplicándome sexo,
¿verdad? —Su voz es grave y rasposa, y eso junto
con esas palabras normalmente haría que se me
tensara el estómago por la anticipación sexual.
Pero no esta mañana.
—No, vas a ver unos enormes ojos castaños
perturbados —susurro—. Abre los ojos.
Lo hace. Revela el verde de sus iris con la
frente arrugada y se asoma por encima de mi hombro
cuando ladeo la cabeza.
—Oh. —Abre los ojos como platos, consternado—.
Buenos días, Cathy.
—Buenos días, tortolitos. Tenéis que compraros
pijamas. —El tono divertido de la mujer hace
que sienta todavía más pudor—. O al menos
dejaros la ropa interior puesta. Voy a la cocina a
prepararos el desayuno.
Oigo cómo se aleja apresuradamente dejándonos
aquí desnudos y exhalo con desesperación
mientras dejo caer la cabeza sobre el pecho de
Jesse, que se echa a reír. Claro, a él no le importa
porque yo estoy cubriendo sus vergüenzas.
—Buenos días, nena. —Mueve las piernas para
estirarlas sobre el sofá y mi cuerpo se desliza
entre ellas—. Deja que te vea la cara.
—No. La tengo como un tomate. —Me pego todavía
más a su cuello, como si la vergüenza fuese
a desaparecer si la oculto el tiempo suficiente.
—Vaya, qué tímida —dice. Está sonriendo, lo sé.
Y aunque me gustaría limitarme a
sospecharlo, no me lo permite y me obliga a
mirarlo para confirmarlo. Tiene una amplia sonrisa
dibujada en el rostro—. ¿Vamos arriba?
—Sí —gruño, sabiendo perfectamente que si Cathy
ya está aquí es porque debe de ser tarde,
aunque eso no parece importarme mucho
últimamente. Es como si inconscientemente estuviera
intentando que me despidieran para no darle a
Jesse la satisfacción de dejar mi trabajo sólo porque
él me lo haya pedido.
Me siento con cautela y compruebo el paradero de
Cathy. Me echo a reír sonoramente cuando él
se incorpora también y asoma la cabeza por el
respaldo del sofá por si acaso aparece. Me mira, con
las cejas enarcadas y ligeramente desconcertado.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—¡Pareces una suricata! —Me río y me dejo caer
de espaldas, exponiéndome por completo.
Entre incontrolables carcajadas, me coloco bien
el sujetador como si eso fuera a marcar alguna
diferencia. No llevo bragas—. ¡Ahí meneando el
cuello!
Resopla con una mezcla de diversión y
resentimiento ante el ataque de histeria de su mujer y me
aparta con suavidad para liberar las piernas. Se
pone de pie y me coge en brazos. Me coloca sobre
su hombro y yo sigo riéndome. Ahora, además, me
deleito con la vista de su duro trasero mientras
camina hacia la escalera.
—En mi pueblo eso significa otra cosa totalmente
distinta. —Me da una palmada en el culo—.
Deberías ser tú la que estuviera meneando el
cuello.
—Sé lo que significa. Estaba siendo irónica. —Le
acaricio la espalda—. Y me temo que de
menear el cuello, nada.
—De esperanzas se vive.
Sube los escalones de dos en dos pero apenas lo
noto, porque no me sacudo sobre su hombro y
él no resopla ni jadea. No, asciende por la
escalera retroiluminada de ónice como si fuera una
especie de extraño paracaidista en perfecta
forma física.
—Al suelo. —Me deja de pie y abre el grifo de la
ducha—. Adentro.
—Espero que cierres la puerta de tu despacho con
llave —digo cuando me viene a la cabeza la
dulce e inocente cara de Cathy.
Se echa a reír.
—Es sólo para nosotros, nena. Tengo una llave y
he escondido otra entre los montones de
encaje en tu cajón de la ropa interior. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo —asiento. Lo cierto es que voy a
llegar tardísimo, pero eso no me impide
acercarme y agarrar su erección matutina. No sé
de dónde ha salido tan rápido, pero me alegro de
verla. Se estremece y yo sonrío y trazo círculos
con el pulgar sobre ella lentamente, con la mirada
fija en su miembro palpitante.
—Ava... —me advierte débilmente. Da un paso
atrás, pero en lugar de soltarlo recorro su verga
entera con la mano. Sisea y se cubre el rostro
con las manos. Ya es mío. Se frota las mejillas en un
gesto que sugiere que es posible que recupere un
poco el control—. Si no te tomo ahora, me va a
doler la polla todo el día.
—Tómame —digo recordando perfectamente las
palabras. Doy un paso hacia adelante para
reducir el espacio que ha dejado entre nosotros
y él baja las manos y me mira con aceptación.
—Eso pienso hacer —responde. Me levanta y me
coloca sobre el mueble del lavabo—. Ya no
tienes escapatoria.
—Ni la quiero.
—Bien. —Se inclina y me besa dulcemente—. Me
gusta tu vestido.
—No llevo ninguno, así que no podemos perderlo.
Sonríe en mi boca y, al abrir los ojos, me
encuentro con unos brillantes pozos verdes plagados
de sincera felicidad.
—¿Rememorando? —pregunta.
—Sí. ¿Te importaría empotrarme contra la pared
ya?
No puedo ir a trabajar con esta hinchazón entre
las piernas. Tiene que aliviarme de esta presión
en aumento. Siempre lo he encontrado
irresistible, pero esta incesante necesidad de tenerlo
constantemente se está apoderando de mi vida.
Llego tarde al trabajo y me importa una mierda, y sé
que a él también.
Vuelvo a notar su erección, pero algo me
interrumpe en plena táctica seductora.
La noche de la inauguración del Lusso fue
alguien intentando abrir la puerta lo que nos hizo
volvernos sobresaltados. Esta vez son los gritos
de consternación de Cathy. Mi espalda se tensa y
salgo al instante de mi estado de frenesí.
Jesse desaparece de delante de mí y me quedo
sentada en el mueble del lavabo, preguntándome
qué narices pasa. Bajo de un salto y corro al
vestidor, cojo la primera camisa que pillo y me acerco
al cajón a toda velocidad para agarrar unas
bragas mientras cuelo los brazos por las mangas. Me
abrocho la camisa por el camino a toda prisa.
Estoy en mitad de la escalera cuando veo la puerta de
entrada. Jesse, vestido únicamente con un bóxer
blanco, aparta a Cathy del umbral, donde se
encuentra tapando a quien sea que esté al otro
lado.
—Pensaba que sería Clive —jadea, probablemente
agotada por el forcejeo.
—Cathy, ya me encargo yo. —La deja a un lado y
le frota el brazo para tranquilizarla mientras
ella se alisa el mandil y se arregla el pelo.
—¿Quién coño se cree que es? —espeta ella en un
tono desagradable. Jamás la había visto tan
contrariada.
—Cathy —Jesse la apacigua con suavidad—, por
favor, ve y prepárale el desayuno a Ava —
susurra mientras sostiene la puerta cerrada sin
esfuerzo, como si no quisiera que yo lo oyera.
Sin embargo, los insistentes golpes desde el
otro lado son imposibles de ignorar. Quienquiera
que esté fuera es imposible de ignorar.
Veo cómo Cathy se aleja, resoplando y
maldiciendo, y centro los ojos en Jesse al llegar al pie
de la escalera. Me ve, y la expresión de cautela
que invade su rostro me alerta al instante.
—¿Qué pasa? —inquiero.
—Nada, nena —responde sonriendo, pero sé que
miente. Es obvio que está muy nervioso—.
Cathy te está preparando el desayuno. Ve.
—No tengo hambre —respondo tajantemente con la
vista fija en él.
—Ava, anoche no cenaste nada. Ve y desayuna. —Su
tono se torna más y más impaciente a cada
segundo que pasa, y los golpes en la puerta
continúan.
No puedo creer que, viéndolo tan agitado, crea
de verdad que su orden de que desayune vaya a
apartarme del misterio que se esconde tras la
puerta.
—Te he dicho que no tengo hambre —replico, roja
de ira. Estoy furiosa.
Un golpe sacude de nuevo la puerta de entrada y
Jesse lanza un gruñido de frustración. Su
mandíbula tiembla frenéticamente y levanta la
vista al techo para armarse de paciencia. Me gustaría
pensar que es el gilipollas que golpea la puerta
del ático persistentemente quien le está provocando
esta ira, pero sé que soy yo.
—Ava, ¿por qué cojones no haces nunca lo que te
digo? —Agacha la cabeza y sé al instante que
lo dice en serio—. Ve-te-a-de-sa-yu-nar.
—Pronuncia cada palabra lentamente, pero sé que eso
también lo dice en serio.
—No. —Corro sin que me importe lo más mínimo
estar medio desnuda y agarro la manija de la
puerta—. Suéltala. —Tiro de él pero no sirve de
nada—. ¡Jesse, abre la puta puerta!
—¡Esa puta bo...!
—¡Vete a la mierda! —espeto tirando de la puerta
como una loca embarazada con las hormonas
disparadas.
—¡Ava! —Él la mantiene en su sitio mientras yo
insisto en abrirla sin éxito. Sé que jamás lo
conseguiré, no obstante, no pienso ceder. De
ninguna manera.
Pero entonces ambos nos quedamos parados cuando
una voz interrumpe nuestro forcejeo, y no
es la de ninguno de nosotros. Si ya estaba algo
nerviosa, ese sonido acaba de volverme totalmente
psicótica. Ya no va a hacer falta que abra la
puerta porque, en cualquier momento, voy a empezar a
rodar por el apartamento como el mismísimo
Demonio de Tasmania y voy a echarla abajo.
Lo miro con los dientes apretados. Él se hunde
en el sitio.
—¿Qué cojones está haciendo ella aquí?
—Aprovecho su momento de pérdida de concentración
y de debilidad para abrir la puerta y me
encuentro frente a frente con Coral—. ¿Qué cojones haces
aquí? —silbo mirándola de arriba abajo con todo
el desprecio del mundo. Hoy lleva el pelo
recogido en una minúscula y ridícula coleta
negra. Qué mala idea. Sé que ésta va a ser la primera de
muchas, lo intuyo. Y puede que no sean sólo
ideas.
Me ignora por completo y mira directamente a mi
dios de torso desnudo. ¿Por qué cojones no se
ha puesto unos vaqueros y una camiseta?
—Necesito hablar contigo —le dice con
determinación—. A solas —añade lanzándome una
mirada impertinente. De poco le va a servir su
fuerza. Tendrá que pasar por encima de mi cadáver
para estar a solas con él.
—Tienes más posibilidades de tomarte un té con
la reina —rujo. Mi ira aumenta a cada
segundo, y soy incapaz de controlarla—. ¿Qué es
lo que quieres?
Jesse me apoya la mano en la espalda cubierta
por la camisa a la altura de las lumbares. Es su
manera de ordenarme que me calme sin hablar. No
funcionará. Cuanto más miro a esa zorra
desvergonzada más furiosa me estoy poniendo, si
es que eso es posible. Me siento como una olla a
presión a punto de estallar.
—Te he hecho una pregunta.
—Ava. —La voz tranquilizadora de Jesse me
enfurece aún más—. Cálmate, nena. —Desliza la
palma hacia adelante y me sostiene el vientre.
No me puedo creer que esté agobiado por mi
presión sanguínea. Ésa debería ser la última de sus
preocupaciones. Lo que más debería inquietarle
ahora es la posibilidad de que haya derramamiento
de sangre.
—Estoy calmada —replico, aunque es evidente que
no lo estoy—. No te lo voy a repetir.
Retiro la mano de Jesse de mi estómago, pero él
no se conforma. Me aparta para dejarme detrás
de él y extiende un brazo hacia un costado a
modo de advertencia. No me disuade, pero entonces
empieza a hablar antes de que pueda apartar la
extremidad de mi camino.
—Coral, ya te lo he dicho. No puede ser. —Su
tono es algo airado, pero tras mi escenita no sé
si es por mí o por ella—. Lárgate y búscate a
otro a quien acosar.
Aplaudo mentalmente sus palabras, aunque sé que
no me va a gustar lo que está por venir al ver
que ella no se amilana. Debo de tener un aspecto
ridículo con la camisa de Jesse, con las ondas
castañas enmarañadas, el maquillaje de ayer todo
corrido y retenida por mi marido, que está
prácticamente desnudo.
Los ojos de Coral oscilan entre Jesse y yo
varias veces hasta que los fija en mi dios de nuevo.
No me gusta esa mirada. Es descarada, y estoy
segura de que sus siguientes palabras también lo
serán. No se irá a ninguna parte sin decir lo
que ha venido a decir, y siento una curiosidad tremenda
por saber qué es.
—Como quieras. —Se encoge de hombros con
indiferencia y le extiende a Jesse una hoja de
papel.—
¿Qué coño es esto? —ladra él con tono
intolerante.
—Míralo tú mismo. —Agita el papel en el aire
animando a Jesse a cogerlo.
No puedo evitarlo: estiro el cuello para
intentar ver qué es, pero él me aparta de nuevo con el
brazo. Lo coge y veo cómo inclina la cabeza para
leerlo. Después observo a Coral y en su rostro
distingo la sonrisa más artera que jamás haya
visto. ¿Qué pretende? Vuelvo a mirar a mi marido, que
se ha quedado tieso como una tabla y con los
músculos hinchados por la tensión.
Quiero saber qué es ese papel, y quiero saber
qué es lo que ha provocado esa sonrisa de zorra
en la cara de Coral, pero al mismo tiempo no
tengo ningunas ganas.
—¿Qué es? —La pregunta que no quiero formular
escapa de mis labios, pero él no contesta.
Coral, sí.
—Es una ecografía de su bebé.
Sé que me tambaleo y sé que él se ha vuelto para
sostenerme, pero todo se nubla a mi alrededor.
—Joder. —Su tono de preocupación no es más que
un sonido amortiguado, y sé que es porque
la sangre está abandonando mi cabeza. Estoy
mareada—. ¡Mierda! ¡Ava!
Mis pies dejan de tocar el suelo, pero no me
caigo. No me he desmayado. Jesse me ha recogido
y, en un abrir y cerrar de ojos, me encuentro
sentada en el sofá con la cabeza hundida entre las
piernas.
—Respira, nena. Respira. —Me coloca la mano en
la frente y me frota la espalda trazando
ansiosos círculos—. ¡¿A qué coño estás jugando?!
—chilla hacia la puerta—. ¡Maldita loca de
mierda! ¡Hace meses que no me acuesto contigo!
—Cuatro meses, y estoy de cuatro meses. —Se
apresura a contestar, toda orgullosa—. Haz los
cálculos.
Sé que está poniendo cara de zorra satisfecha
pero no quiero mirarla, porque si lo hago tendré
ganas de abalanzarme sobre ella. Necesito controlar
la respiración porque la cabeza sigue dándome
vueltas y lo veo todo negro. Si me levanto, me
caeré de bruces.
—¡Eso es imposible! —espeta ansioso pero
demasiado inseguro—. ¡Joder!
Esto es el fin. Ese bebé nacerá antes que los
míos y, sabiendo lo desesperado que está Jesse por
tener un hijo, aceptará el primero que caiga en
sus manos. Me dejará. Me quedaré sola con dos bebés
berreando y sin nadie que me ayude. Seré madre
soltera. ¿Quién me masajeará los pies cuando los
tenga hinchados? ¿Quién me hará el amor vestida
de lencería de encaje cuando esté llena de estrías?
¿Quién me obligará a comer cuando no tenga
hambre? ¿Quién me dará ácido fólico? ¿Quién chupará
mantequilla de cacahuete de mis pechos y me
pintará las uñas de los pies cuando yo no llegue? Me
empieza a invadir el pánico, pero entonces mis
ojos reparan en el pequeño papel que Jesse ha dejado
caer al suelo para atenderme.
Al ver esa ecografía no ha reaccionado como lo
hizo cuando vio la de nuestros pequeños. No se
ha postrado de rodillas para agarrar a Coral de
las piernas y abrazarla. Pero ¿qué coño me pasa? Me
siento como un saco de emociones contradictorias
y exageradas. Ambos me observan, pero me tomo
mi tiempo. Primero veo escrito el nombre de
Coral. Sin duda la ecografía es suya, pero no hay
ninguna fecha impresa. Tampoco aparece el tiempo
estimado de gestación. Analizo la imagen más
detenidamente.
—Ava, ¿qué haces? —pregunta Jesse intentando que
lo mire, pero lo ignoro.
—Eso, ¿qué haces? —silba Coral.
Señalo la ecografía.
—Estoy intentando ver si estás de cuatro o de
cinco semanas —digo con la vista fija en la
imagen—. Supongo que son sólo cuatro.
—Estoy de cuatro meses, no semanas.
—No, no lo estás. —Miro a Jesse, que está
conteniendo la respiración—. ¿Cuándo te acostaste
con ella por última vez?
—Hace cuatro o cinco meses. —Sacude la cabeza y
la arruga de preocupación aparece en su
frente—. Ava, mis recuerdos de entonces son algo
confusos. No existía antes de conocerte a ti. —
Apoya las manos sobre la parte superior de mis
muslos y me da un apretón—. Y siempre usaba
condón, ya te lo dije.
—Lo sé —digo, pero hay otra posibilidad y
detesto tener que preguntarlo, sobre todo delante de
esa intrusa. Cierro los ojos con fuerza—. ¿Fue
ella una de las...? —Me detengo para reformular la
frase—. ¿Te...?
Me interrumpe para evitarme el mal trago.
—No. —Dice la palabra con suavidad mientras me
agarra de la nuca—. Mírame —me ordena
en el mismo tono, y lo hago. Lo miro a los ojos
y él sacude la cabeza muy levemente—. No —repite.
Asiento, exhalo en silencio y le sonrío para
demostrarle que lo creo. No necesito una confesión
porque no tiene nada que confesar. Nuestro
silencioso intercambio de comprensión casi me hace
olvidar la presencia de Coral.
—¿Vas a seguir con él sabiendo que va a tener un
hijo con otra mujer? —pregunta con tono
burlón—. ¿Dónde está tu orgullo?
—Voy a aplastarla —le digo en voz baja
pidiéndole permiso en esta ocasión.
Él sonríe y me besa en la mejilla.
—Adelante, nena. Pero, por favor, aplástala
verbalmente. —Señala mi vientre con la vista y
después le lanza a la perra descarada una mirada
de compasión sin decir nada. Va a dejar que me
encargue de ella.
—¿Qué estáis cuchicheando, si puede saberse?
—inquiere Coral. Su engreimiento empieza a
desintegrarse a marchas forzadas. No tiene ni
idea de cómo interpretar nuestra reacción.
Me pongo de pie junto a Jesse y lo miro.
—Dame la foto.
Mi pregunta lo obliga a apartar la mirada
acusatoria de Coral y a centrarla en mí. Lo he pillado
por sorpresa.
—¿Qué foto?
Pongo los ojos en blanco.
—La que llevas a todas partes. No soy idiota.
¿Dónde está?
—En el bolsillo de mi chaqueta —admite, algo
avergonzado.
Ve a por ella.
—No, no pienso dejarte a solas con ésta. —Esta
vez ni siquiera le dedica una mirada.
—¿Ésta? —espeta Coral con tono de incredulidad—.
¿Así es como le vas a hablar a la madre
de tu hijo?
Jesse se vuelve entonces con violencia.
—¡Tú no eres la madre de mi hijo, maldita loca
de mierda! —Su ira aumenta de nuevo. Tengo
que acabar con esto de una vez por todas.
Los dejo a solas y me dirijo al despacho de
Jesse. Su chaqueta está en el mismo sitio donde la
dejó tirada anoche. Rebusco rápidamente en los
bolsillos y encuentro un fajo de billetes
perfectamente ordenados y doblados y su teléfono
móvil. Por fin doy con la imagen en el bolsillo
interior. Está un poco deteriorada,
probablemente de pasarla de un bolsillo a otro. Salgo de la
estancia armada con la prueba número dos y veo
que la distancia entre ellos ha disminuido. Mi
hombre sigue en el mismo sitio, pero Coral está
avanzando hacia él.
—Teníamos algo especial, Jesse —dice
disponiéndose a tocarlo, pero él le aparta el brazo.
—¿Especial? —se echa a reír—. Follamos unas
cuantas veces. Te usé y te deseché. ¿Qué tiene
eso de especial?
—Viniste a por más. Eso tiene que significar
algo —dice con tono esperanzado. Está loca de
verdad—. Hiciste que te necesitara.
Esas palabras me crispan los nervios. Quiero
interrumpirlos, pero también quiero oír qué
responde Jesse.
—No, tú te empeñaste en necesitarme. Apenas
hablaba contigo cuando follábamos. No eras más
que un trozo de carne y estabas siempre
dispuesta. —Se acerca a ella y se inclina hacia adelante, lo
que la obliga a retroceder ligeramente. El tono
de Jesse está cargado de veneno con toda la intención.
La está aplastando él mismo perfectamente—. Eres
igual que las demás, pero estás aún más
desesperada si cabe. Te echan un buen polvo y ya
crees que tu vida depende de ello.
Casi me echo a reír. Lo cierto es que mi vida
depende de ello, y más ahora que tengo las
hormonas disparadas por el embarazo.
Él la observa de arriba abajo, y veo la mirada
presuntuosa del hombre que estuvo tratando a las
mujeres como objetos durante tanto tiempo, del
hombre que bebía, follaba y después se deshacía de
ellas.
—¿Qué coño te hace pensar que vaya a dejar a mi
mujer por ti?
—Voy a tener un hijo tuyo. —Su engreimiento ha
desaparecido por completo. Sabe que está
perdiendo la batalla.
—Estás mintiendo —replica, pero en su tono se
nota que no está del todo seguro.
—Está mintiendo —intervengo, incómoda al ver a
Jesse acercándose tanto a ella aunque sólo
sea para gruñirle a la cara. Y tampoco me gusta
verlo tan preocupado por algo por lo que no debería
estarlo.—
No estoy mintiendo. Ahí tienes la prueba —dice
ella señalando la imagen que tengo en la
mano.—
Exacto, aquí la tengo. —Le doy la vuelta y se la
planto delante de la cara—. Esto es una
ecografía de seis semanas.
Ella frunce el ceño.
—No, es una ecografía de cuatro meses.
—Este bebé no es el tuyo, Coral.
—¿Y de quién es, entonces? —pregunta lentamente.
Está empezando a captar por dónde voy.
—Mío. —Miro con cariño el trozo de papel
desgastado—. Y de Jesse.
—¿Qué?
—Bueno, he dicho «bebé». Lo que quería decir en
realidad es «bebés». Verás, estamos
esperando mellizos, y sé que estás intentando
colárnosla porque esto sí es una ecografía de seis
semanas de verdad. Y aquí hay dos cacahuetes,
más pequeños que el de la tuya, ya lo sé, pero no hay
tanta diferencia. Sé que mientes, no sé, puede
que sea... instinto maternal. —Me encojo de hombros
—. ¿Querías algo más?
Se queda ligeramente boquiabierta y, aunque sigo
furiosa para mis adentros, estoy orgullosísima
de mí misma por haber mantenido la compostura.
Jesse tiene razón: no puedo abalanzarme sobre ella
y empezar a rodar por el suelo, por más que me
gustaría arrancarle todos los pelos de la cabeza.
—A menos que puedas explicar ese pequeño detalle
y confirmar las fechas, creo que ya hemos
terminado. —La miro expectante, pero ella no
dice nada. Le tiro la ecografía—. Y ahora lárgate y
vete a buscar al verdadero padre de tu criatura.
—No aparto los ojos de esa mujer, y no lo haré hasta
que la puerta esté cerrada con ella al otro
lado—. ¿Te vas ya o voy a tener que arrastrarte? —
pregunto dando un paso hacia adelante.
Ella se agacha, recoge la imagen y se dirige a
la puerta. Su mirada se desvía nerviosa de Jesse a
su histérica esposa embarazada, y en cuanto su
cuerpo atraviesa el umbral le cierro la puerta en las
narices y me vuelvo para mirar a mi marido ex
gigoló. Se muerde con nerviosismo el labio inferior, y
quizá no debería, pero estoy furiosa con él.
Paso por su lado y subo la escalera. El grifo de la ducha
sigue abierto cuando llego al baño de la
habitación. Me desnudo, me lavo los dientes y me meto bajo
el agua sin ninguna prisa por acabar pronto.
Llevo despierta menos de media hora y ya me siento
como si fuera el final del día.
Tengo los ojos cerrados mientras me aclaro el
pelo, pero lo siento detrás de mí. No me está
tocando, pero sé que se encuentra ahí. Y está
preocupado. Siento su ansiedad contra mi espalda
mojada. El hecho de que se mostrara intranquilo
ante la posibilidad de ser el padre del hijo de Coral
no hace sino que aumente mi preocupación. ¿Tengo
que añadir posibles preñadas a mi lista de cosas
que podrían traernos problemas? Tan sólo hace
dos días que regresamos del Paraíso y ya estoy
mentalmente agotada. Una vida de paz y
tranquilidad. Eso es lo que quiero y lo que necesito, y cada
vez que pienso que estamos cerca de alcanzarlo,
aparece algo que lo jode.
La sensación familiar de la esponja natural
conecta con mi espalda, al igual que su mano sobre
mi vientre. Actúa con tiento, y hace bien. Lo
único que me saca de mis casillas es él y su sórdido
pasado con las mujeres.
—Jesse, no estoy de humor. —Me aparto y termino
de lavarme el pelo. No sabe qué hacer, y
como siempre que se ve en esa situación, está
intentando apaciguarme a través de su tacto. Espero oír
un resoplido de incredulidad, o incluso de
indignación ante mi rechazo, pero no oigo nada. En lugar
de eso, siento cómo su mano se desliza por mi
vientre—. Te he dicho que no estoy de humor —
espeto con dureza quitándomelo de encima y
cogiendo una toalla para secarme.
—Me prometiste que jamás dirías eso —murmura
hoscamente.
Me envuelvo con la toalla, levanto la vista y lo
veo de pie debajo del agua, con las manos a
ambos lados de su cuerpo, derrotado.
—Llego tarde. —Lo dejo totalmente turbado y
salgo del baño para arreglarme para ir a trabajar.
Cuando estoy a punto de salir del dormitorio,
aparece con ojos tristes.
—Nena, se me está partiendo el corazón en mil
pedazos. Detesto que nos peleemos. —No hace
ningún tipo de intento para acortar la distancia
que nos separa.
—No nos estamos peleando —replico quitándole
importancia—. Tienes que cambiar el código
del ascensor. Y averiguar cómo ha subido hasta
aquí. —Salgo del cuarto, pero apenas he pisado el
primer escalón cuando siento su mano cálida
alrededor de mi muñeca, deteniéndome.
—Lo haré, pero tenemos que hacer las paces.
—Ya estoy vestida. No vamos a hacer las paces
ahora.
—No del todo. Pero no dejes que me pase el día
entero sabiendo que no me hablas. —Se pone
de rodillas delante de mí y me mira—. Los días
ya se me hacen bastante largos de por sí.
—Sí que te hablo —mascullo.
—¿Y por qué estás tan cabreada?
Suspiro.
—Porque una mujer acaba de irrumpir en nuestra casa
y ha intentado reclamarte, Jesse. Por eso
estoy tan cabreada.
—Ven aquí. —Tira de mí para que me agache y me
envuelve con los brazos—. Te quiero
cuando aplastas a la gente.
—Es agotador —farfullo contra su pecho—. Tengo
que irme ya.
—De acuerdo. —Me besa el pelo, se aparta y me
coge de las mejillas—. Dime que somos
amigos.
—Somos amigos.
Borra mi enfado al instante con su sonrisa, la
mía.
—Buena chica. Ya haremos las paces como es
debido después. Ve desayunando, tardaré dos
minutos.
—Tengo que irme —le recuerdo mirando mi Rolex—.
Ya son las ocho y media.
—Dos minutos —repite, y vuelve a ponerme de
pie—. Espérame.
—¡Pero date prisa! —Lo aparto y él empieza a
correr hacia atrás con una enorme sonrisa en la
cara. Ya está otra vez contento y con cara de
pillo.
Me encuentro a Cathy en la cocina envolviéndome
un sándwich y farfullando. Se detiene en
cuanto advierte mi presencia.
—Ava —corre hacia mí limpiándose las manos en el
mandil—, ¡he intentado detener a esa
fresca vengativa!
Algo me dice que ya ha tenido algún encuentro
con Coral anteriormente.
—Tranquila, Cathy. —Sonrío y le froto el brazo
cariñosamente—. ¿Ya la conocías? —presiono
ligeramente.
—Uy, sí, sí la conozco, y no me gusta nada.
—Empieza a farfullar de nuevo y vuelve a la isleta
para terminar de envolverme el desayuno—. Lleva
meses viniendo, molestando a mi chico y diciendo
que era pobre. Ya se lo advertí. Le dije: «Mira,
golfilla urdidora, deja en paz a mi chico e intenta
arreglar tu matrimonio.» —Sonrío al ver cómo
mueve las manos con agresividad, casi aplastando mi
sándwich—. No sé cuántas veces ya la ha mandado
mi chico a paseo. No hay furia en el infierno
como la de una mujer despechada. —Me mira—. ¿Te
has tomado el ácido fólico?
—No. —Me acerco a la nevera y saco una botella
de agua para tomarme las pastillas que me
pasa Cathy, seguidas de una galleta de
jengibre—. Gracias.
—De nada, querida. —Su rostro arrugado sonríe—.
Menos mal que la has puesto en su sitio. —
Se echa a reír, coge el sándwich y me lo mete en
el bolso—. Cómetelo, ¿eh? Lo digo en serio.
—Pareces Jesse. —Me trago las pastillas.
—Le importas mucho, Ava. No lo condenes por ello
—me reprende ligeramente mirando por
encima de mi hombro—. Mira, ahí viene. ¡Y está
vestido!
—Estoy vestido. —Se echa a reír mientras se
coloca bien la corbata—. Y mi preciosa esposa
también.
Pongo los ojos en blanco, pero no siento nada de
vergüenza. Esa mujer ya lo ha visto todo, y la
visita de Coral ha conseguido eclipsar cualquier
pudor que pudiera sentir.
—¿Puedo irme a trabajar ya?
Se baja el cuello de la camisa y se frota la
barba de tres días. En dos minutos no tenía tiempo de
afeitarse.
—¿Te has tomado el ácido fólico?
—Sí —gruño.
—¿Has desayunado?
Me doy unos golpecitos en el bolso.
—Cómetelo —me advierte, y me coge de la mano—.
Despídete de Cathy.
—¡Adiós, Cathy!
—¡Adiós, querida! ¡Adiós, mi chico!
Salgo con precaución del ático, y con más
precaución todavía del ascensor en el vestíbulo del
Lusso, pero no está por ningún lado. Hago un
gesto de dolor cuando veo a Clive en conserjería,
consciente de que está a punto de recibir un
buen rapapolvo.
—Buenos días, Ava. Señor Ward. —La alegría del
pobre hombre no va a durar mucho.
—Clive —empieza Jesse—, ¿por qué coño has dejado
subir al ático a una mujer?
La expresión de confusión en el rostro del
conserje es evidente.
—Señor Ward, mi turno acaba de empezar.
—¿Ahora mismo?
—Sí, he relevado al chico nuevo... —se mira el
reloj— hace tan sólo diez minutos.
Mi mueca de dolor se acentúa. Ahora va a ser
Casey quien se la cargue. Mi compasión por el
nuevo conserje aumenta.
Miro un instante a mi hombre y veo su cara de
absoluta irritación. Será mejor para Casey que no
vuelva jamás.
—¿Cuándo empieza su turno otra vez? —pregunta
Jesse.
—Yo acabo a las cuatro —confirma Clive—. ¿Ha
hecho algo mal, señor Ward? Le he
explicado el protocolo.
Tira de mí hacia el soleado exterior.
—Pues no ha servido de mucho —masculla Jesse—.
John te llevará al trabajo —me dice
cuando salimos.
—¿Cuándo voy a recuperar mi Mini? —pregunto al
ver al grandullón al otro lado del
aparcamiento apoyado contra la puerta del
conductor.
—No lo vas a recuperar. Dalo por perdido.
—¿Por qué? —protesto. Adoro mi Mini—. Bueno,
pues ¿cuándo voy a poder conducir yo
misma al trabajo? —Jesse abre la puerta del
acompañante del Range Rover de John y me levanta
para colocarme en el asiento.
—Cuando averigüe quién me robó el coche.
—¿Por qué no me llevas tú al trabajo?
Me abrocha el cinturón, comprueba que estoy
segura y me besa en la frente.
—Tengo unas cuantas reuniones en La Mansión.
—Y entonces ¿por qué me has pedido que te
esperara? —inquiero con el ceño fruncido.
—Para poder meterte en el coche de John y
recordarte que hables con Patrick.
Gruño sonoramente.
—Eres imposible.
—Y tú, preciosa. Que tengas buen día. —Me besa
una vez más y cierra la puerta. Asiente en
dirección a John y se dirige a su DBS. No sé a
qué ha venido ese gesto hacia John y, cuando el
grandullón se sienta a mi lado, dirijo todas mis
sospechas hacia él.
—¿Qué pasa, muchacha?
—Él.
—Ah, entonces todo sigue igual —se ríe con su
risa atronadora y gutural de siempre.
—Sí, todo sigue igual —gruño.
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