Capítulo 31
Llego una hora tarde al trabajo, pero esta vez
no me voy a librar. Patrick está aquí, y se encuentra
junto a mi mesa cuando por fin entro por la
puerta.
—¿Flor? —Me mira con una expresión de reproche
dibujada en su cara redonda, y eso es lo
último que necesito hoy. Llego tarde, y lo que
voy a anunciarle probablemente vaya a provocarle un
ataque al corazón. Mira el reloj de la oficina—.
¿Qué hora crees que es?
Es una de las pocas veces que le he visto una
mala cara a mi jefe. Siempre he estado muy
entregada a mi carrera, pero mi vida personal
está interfiriendo, y mi trabajo ha quedado en un
segundo plano. Estoy tentando la suerte, y llevo
haciéndolo desde que Jesse irrumpió en mi vida.
—Lo siento, Patrick. —No puedo mentirle
diciéndole que estaba reunida con algún cliente, así
que lo dejo en una simple disculpa.
—Ava, sé que en tu vida ha habido muchos cambios
últimamente, por cierto, enhorabuena, pero
necesito dedicación. —Saca su peine del bolsillo
interior de su chaqueta y se lo pasa por el pelo
cano.
Me quedo perpleja. ¿«Por cierto, enhorabuena»?
Eso no ha sido muy sincero.
—Lo siento —repito, porque no sé qué otra cosa
decir.
¿«Por cierto»? Me siento un poco insultada, pero
no se me ocurre un modo de expresar mi
desaire, y además, Patrick no me da ocasión de
hacerlo. Se marcha a su despacho y cierra la puerta
tras él. Centro mi confusión en mis tres
colegas, que están todos sentados en silencio con la cabeza
agachada. ¿Les ha echado la bronca a ellos
también? Me dejo caer en la silla y, ya sea buena idea o
no, dado el enfado de mi jefe, decido llamar a
Kate. Una amiga. Eso es lo que necesito en estos
momentos.
Responde al teléfono con voz rasposa.
—¿Todavía estás en la cama? —pregunto mientras
enciendo el ordenador.
—Sí. —Es la única palabra que sale por el
auricular.
Sonrío.
—¿Tienes a cierto hombre mono, con el pelo
desenfadado y un hoyuelo en la cara a tu lado? —
Ruego para que su respuesta sea un «sí», y
entonces oigo movimiento y unas risitas. Mi propia
sonrisa se amplía. Necesitaba oír una voz amiga,
pero esto también me sirve.
—Pues sí —responde casi con un chillido sin
molestarse en eludir mi pregunta—. ¡Sam!
—Vale, pues te dejo. Tengo cosas que contarte,
pero pueden esperar.
—¡No, Ava!
—¿Qué?
—¡Espera! —me exige. Oigo más movimiento, y unas
cuantas palmadas y después una puerta
que se cierra—. Sólo quería saber cómo acabó lo
de Dan. —Está susurrando, por razones obvias.
Eso me borra la sonrisa de la cara. No hace
falta que le cuente a Kate los detalles más
escabrosos. Además, en estos instantes me
avergüenzo tanto de mi hermano como él de sí mismo.
—Bien. Está todo bien. Ha vuelto a Australia, y
Jesse lo convenció para que mantuviera la boca
cerrada.
—Me siento responsable.
—Kate, él ya se lo había imaginado antes de que
hicieras la aparición del siglo. —Ahora ya
puedo bromear al respecto—. ¿Habéis hablado?
—pregunto tímidamente mientras golpeteo la mesa
con el boli frenéticamente y me pregunto si no
sería mejor hacerlo directamente con la cabeza.
—Sí, hemos hablado. Sabía lo de Dan. —Hace una
pausa y sé que está esperando un grito
ahogado de sorpresa por mi parte, pero ha pasado
demasiado tiempo como para que finja ahora.
De todos modos, hago un esfuerzo:
—¿En serio? —digo prácticamente chillando, y
tres pares de ojos sorprendidos me miran desde
todos los rincones de la oficina.
—Venga ya, Ava —farfulla—. Me sentí como una
auténtica idiota. No es tan ingenuo como yo
pensaba.
—Lo sé —asiento—. Entonces ¿todo va bien?
—Sí, todo va bien. De maravilla, de hecho.
Sonrío de nuevo.
—¿Se acabó La Mansión?
—Se acabó La Mansión —confirma—. ¿Y tú cómo
estás? ¿Con vómitos? ¿Te duelen las
piernas? ¿Te ha salido ya alguna estría?
—Todavía no. —Bajo la vista y veo que tengo la
mano apoyada sobre el vientre—. Aunque
puede que no sea la única que vaya a tener todos
esos síntomas —digo despertando su curiosidad.
No puedo guardarme esto para mí sola.
—¡¿Queeeeeé?! ¿Quién más está preñada?
—pregunta, claramente intrigada—. ¿No será la
simplona de Sal?
—¡No!
Miro a la simplona de Sal y compruebo que, de
hecho, vuelve a ser la simplona de siempre. Y
entonces siento lástima por ella. ¿Cómo no me
había percatado antes? Tiene el pelo mustio y sin
brillo, no lleva nada de maquillaje y ha vuelto
a ponerse la blusa negra de cuello cerrado. No sé si
lleva puesta la falda de cuadros porque tiene
las piernas escondidas detrás de su mesa, pero estoy
convencida de que así es.
—Entonces ¿quién? —La voz impaciente de Kate me
hace apartar la vista de la simple y suicida
Sal y vuelvo a centrar la atención en sus
preguntas.
—Coral.
—¡No me jodas!
—Sí, Coral está embarazada, y eso no es todo.
—Le estoy dando emoción cuando en realidad
no hace ninguna falta. Ya tengo toda su atención
y la he dejado pasmada. Todavía no ha oído lo mejor
—. Y dice que es de Jesse.
—¡¿QUÉ?!
Me aparto el teléfono de la oreja convencida de
que toda la oficina, y puede que todo Londres,
la ha oído.
—Pero es mentira.
—Espera, espera, espera. —Me la imagino haciendo
el gesto con la mano, y oigo que arrastra
una silla por el suelo de la cocina. Se está
sentando.
—¿Coral está preñada?
—Sí.
—¿Y dice que es de Jesse?
—Sí. —Abro mi correo electrónico y le contesto
como si tal cosa. Lo tengo superado.
—Pero ¿es mentira?
—Exacto.
—¿Y cómo lo sabes? —Me hace la pregunta con
prudencia pero con razón, y ya me la esperaba.
—Porque ha intentado colarnos un cacahuete por
una nuez.
—¿De qué cojones estás hablando?
Suspiro y continúo ojeando mi cuenta de correo
sin prestar atención.
—Tiene una ecografía. Dice que es de cuatro
meses, pero es evidente que no, y ha recortado
todas las posibles pruebas: la fecha, todo.
—¡Será puta! ¿Cómo puede estar tan desesperada?
—Ya ves. Estará de cuatro semanas como mucho. La
última vez que Jesse se acostó con esa
zorra fue hace más de cuatro meses. Te lo juro,
Kate, he estado a punto de...
—¡Espera un momento!
—¿Qué?
—¡Joder! ¡SAM! —chilla, y yo salto en mi silla—.
¡SAM!
—¿Quieres dejar de gritarme al oído? —protesto.
Entonces oigo unas fuertes pisadas al otro
lado de la línea y el sonido de una puerta que
se abre. Oigo la voz adormilada de Sam y después el
estridente chillido de Kate. No entiendo nada de
lo que dicen. Sam habla demasiado bajito, y Kate
tan alto que su voz está distorsionada—. ¿Kate?
—¡Joder, Ava!
Ahora sí que me cabreo en serio.
—Deja de gritarme y haz el favor de hablar
conmigo.
—Vale —jadea—. Drew se acostó con Coral.
Me pongo derecha en mi silla.
—¿Cuándo?
—Pues hará unas cuatro o cinco semanas —dice
como si tal cosa, a miles de kilómetros de
distancia de sus últimos gritos frenéticos.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo contó Sam. Drew estaba borracho y ella le
echó el guante. El pobre no sabía nada al
respecto, y probablemente nunca se habría
enterado si Sam no llega a presentarse en su casa. La pilló
marchándose a hurtadillas.
—Joder. —He dejado de mirar mi correo
electrónico y he vuelto a golpetear la mesa con el
bolígrafo, esta vez con más fuerza—. Pero ¿cómo
se le ocurre? ¡El bebé tardaría tres meses más de
lo esperado en nacer!
—La gente desesperada hace cosas desesperadas, amiga
mía —declara, más relajada al fin—.
Sam está hablando con él por teléfono en estos
momentos. ¿Estás bien? Debe de haber sido horrible,
aunque estuviera mintiendo.
—Sí, pero ya estoy acostumbrada a esa clase de
sorpresas con Jesse. —Le quito importancia
con la apatía que merece todo este episodio.
Aunque a Drew sí que lo pillará desprevenido.
—Bien. Ahora tendrás que cuidarte mucho, ¿no?
—dice dulcemente a modo de pregunta pero
con un tinte de advertencia.
—Sí, eso hago y eso haré. Oye, tengo que colgar.
Patrick está cabreado conmigo, y Tom, Sal y
Victoria están como si alguien les hubiera dado
un bofetón. ¿Comemos mañana?
—Vale. Llámame.
Cuelga, y yo me quedo mirando con escepticismo
la oficina. Sólo está tan silenciosa cuando me
quedo sola. Miro por encima de mi hombro hacia
el despacho de Patrick y veo que tiene la puerta
cerrada. Y aunque me muero por llamar a Jesse
para informarlo de lo que me acabo de enterar, eso
sería tentar demasiado la suerte, y sé que Sam
lo llamará de todos modos. Debería prepararme para
mi reunión con Ruth Quinn.
A las once y media nadie ha dicho ni mu todavía.
Patrick aún no ha salido de su despacho y me
siento nerviosa cuando llamo a su puerta. No la
abro sin más como suelo hacer. Espero a que me
invite a entrar y, cuando lo hace, asomo la
cabeza y sonrío dulcemente.
—Tengo una cita a mediodía con la señora Quinn.
—Bien. Tienes que estar de vuelta a las dos. Hay
una reunión. —Su tono es severo, y ni siquiera
me mira, sino que mantiene la atención fija en
la pantalla de su ordenador.
—De acuerdo.
Cierro la puerta con cuidado y me marcho de la
oficina consternada y preocupada. ¿Una
reunión? Seguro que es una reunión para discutir
mi reciente falta de formalidad pero, curiosamente,
no me angustia la idea.
En la puerta me topo con un mensajero.
—Tengo una entrega para Ava O’Shea. —Su voz está
amortiguada tras el casco de la moto que
no se ha quitado.
—Soy yo —murmuro con aprensión. Al oír mi nombre
de soltera se me han puesto los pelos de
punta.—
Firme aquí, por favor. —Me planta el
portapapeles debajo de mis narices, lo firmo y acepto
el sobre que me da una vez que he acabado.
No quiero aceptar esta entrega, pero cuando John
aparece, me esfuerzo por aparentar
normalidad, cuando en realidad debería mostrarme
exasperada ante la presencia del grandullón. El
mensajero se monta en la moto y se larga por la
carretera sin mediar palabra. Cuando John se inclina
para abrirme la puerta del acompañante me doy
cuenta de que me he quedado petrificada, todavía
con el sobre en la mano.
—¿Qué es eso, muchacha? —pregunta, y su frente
lisa y reluciente se arruga alrededor de sus
enormes gafas de sol.
—Nada. —Lo meto en el bolso, entro en el coche y
me pongo el cinturón—. ¿Qué haces aquí?
Se funde con el tráfico, inicia sus terapéuticos
golpeteos de la palma sobre el volante y me
pregunto cómo es posible que la funda de cuero
no esté desgastada por el roce constante.
—Tienes una cita, muchacha.
Lo atravieso con mi mirada inquisitiva. No es
posible que lo sepa porque me he asegurado de
guardar mi agenda laboral bajo llave, como mi
boca.
—¿Cómo lo sabes? —Por primera vez desde que
conozco a este negro enorme y amenazador,
parece incómodo. Está evitando mirarme a la
cara—. Te ha pedido que me sigas, ¿verdad? —lo
acuso. No me lo puedo creer.
Sus golpeteos se vuelven más rápidos. Le doy
unos instantes para pensar la respuesta, pero sé
por la expresión de su rostro que sabe que lo he
pillado.
—Muchacha, alguien intentó hacer que te salieras
de la carretera. Es normal que tu marido esté
un poco nervioso al respecto. ¿Adónde vamos?
—A Lansdowne Crescent —contesto—. ¿Y qué excusa
tienes para las otras veces que me ha
acosado?
—Ninguna —responde cándidamente—. En esas
ocasiones simplemente se estaba comportando
como un tarado hijo de puta.
Me echo a reír y John me acompaña echando la
cabeza hacia atrás como a mí me gusta.
—¿No te cansas? —pregunto pensando que es
posible que me considere una molestia. Dudo
mucho que esto forme parte de su trabajo.
—No —responde riendo, y se vuelve hacia mí
sonriendo con aprecio—. Ese tarado hijo de puta
no es el único que se preocupa por ti, muchacha.
Tengo que apretar los labios para evitar que mi
estúpida sensiblería de embarazada se apodere
de mí y empiece a sollozar ridículamente. Sé que
a John no le haría gracia.
—A mí tampoco me molesta tu presencia —respondo
quitándole importancia a su muestra de
afecto porque sé que me lo agradecerá, y su risa
silenciosa lo confirma.
—He estado leyendo —me informa, y se inclina
para abrir la guantera. Saca un libro, me lo
entrega y vuelve a golpetear el volante.
Leo el título y lo releo para asegurarme de que
lo he leído bien.
—¿Bonsáis?
—Sí.
Empiezo a pasar las páginas admirando los
preciosos arbolitos e imaginándome a John
inclinado sobre uno, podando con delicadeza las
frágiles ramas.
—¿Es tu hobby?
—Sí, es muy relajante.
—¿Dónde vives, John? —No sé de dónde sale esa
pregunta.
John y los bonsáis es algo que jamás
relacionaría de manera natural, pero con este nuevo y
extraño descubrimiento, me siento obligada a
saber más.
—En Chelsey, muchacha.
—¿Vives solo?
—Completamente. —Se ríe—. Mi única compañía son
mis árboles.
Estoy estupefacta. Jamás lo habría pensado. Este
negro enorme con cara de pocos amigos que
vigila La Mansión y que mantiene a los hombres
sobreexcitados (y quizá a algunas mujeres) en su
sitio, y que a primera vista me pareció un
miembro de la mafia, resulta que vive solo con sus bonsáis.
Es fascinante.
—¿Vas a esperarme fuera? —le pregunto con ironía
cuando detiene el vehículo delante de la
vivienda de Ruth Quinn.
Su diente de oro reluce y se inclina para coger
el libro.
—Estaré leyendo un poco, muchacha.
—Procuraré no tardar mucho.
Salgo del coche y corro por el camino hasta la
casa. La puerta se abre sin que me dé tiempo a
llamar.—
¡Ava! —Parece demasiado contenta de verme.
—Hola, Ruth, ¿cómo estás?
—¡De maravilla! Pasa. —Mira por encima de mi
hombro con el ceño ligeramente fruncido y me
insta a entrar rápidamente.
La dejo con su curiosidad porque explicarle lo
de John me llevaría una eternidad, y no quiero
permanecer aquí más tiempo del necesario. Tengo
que ser lo más profesional posible.
Me dirige por el pasillo hacia la cocina.
—¿Qué tal el fin de semana?
Bien y mal. Estupendo y horrible. Parece que han
pasado años luz.
—Bien, gracias. ¿Qué tal el tuyo? —Me siento a
la inmensa mesa de roble y saco mis archivos.
—Estupendo —canturrea, y se sienta a mi lado.
Sonrío amablemente y abro su archivo.
—¿De qué querías que hablásemos? ¿De los
armarios de la cocina?
—No, olvídate de los armarios. Seguiremos
adelante con el plan original. Oye, la nevera de
vinos, ¿al final escogimos la sencilla o la
doble?
Como me haya hecho venir hasta aquí para eso voy
a cabrearme a base de bien.
—La doble —respondo lentamente.
No me siento en absoluto cómoda. Podría haberse
limitado a llamar para aclarar eso. Mi
teléfono empieza a sonar en mi bolso, pero no
contesto a pesar de que suena la melodía de Angel. No
pienso permanecer aquí mucho más tiempo, ya que
no hay ninguna necesidad de que esté, así que le
devolveré la llamada en cuanto consiga escapar.
—¿Eso era todo? —digo con recelo. Mi móvil deja
de sonar pero vuelve a hacerlo
inmediatamente.
—¿Quieres contestar? —pregunta mirando mi bolso.
—Tranquila —respondo sacudiendo la cabeza
ligeramente. Aunque ella no lo sabe, mi
movimiento de cabeza se debe a que no me puedo
creer que me haya hecho venir hasta aquí—.
¿Querías algo más, Ruth?
—Eh... —Mira desesperada por la cocina—. Sí, he
cambiado de idea con respecto al suelo de
nogal —dice, y arrastra por la mesa una revista
que hay al otro lado—. Me gusta mucho éste —añade
señalando una alternativa en roble que aparece
en la portada.
Empiezo a expresarle las razones de por qué
considero que es mejor que el suelo sea de nogal,
pero mi teléfono me interrumpe. Dejo caer los
hombros.
Ruth empuja mi bolso hacia mí.
—Ava, tal vez deberías contestar. Es evidente
que quienquiera que sea quiere hablar contigo.
Cierro los ojos y hago un gesto de «por favor,
dame paciencia». Cojo el bolso, saco el móvil,
me levanto de la mesa y me dirijo a la entrada.
—Jesse, estoy en una reunión. ¿Te llamo luego?
—Tengo mono de Ava —farfulla—. ¿Tú tienes mono
de Jesse?
—¿Hay algún remedio? —pregunto con una sonrisa
en la cara, sabiendo perfectamente cuál es
el remedio.
—Sí, se llama contacto constante. ¿A qué hora
sales de trabajar?
—No lo sé. Tengo una reunión con Patrick a las
dos. —Miro por encima de mi hombro y veo
que Ruth está hojeando la revista de diseño.
Quizá no me está prestando atención, pero seguro que
me oye. A lo mejor eso es bueno. Estoy
felizmente casada, la mayor parte del tiempo. Y también
estoy embarazada. ¿Debería dejarlo caer de
alguna manera en la conversación?
—Ah, estupendo. Por fin vas a cumplir tu promesa
de hablar con él —dice Jesse.
—Sí.
—Aunque eso no te llevará mucho tiempo, ¿verdad?
—No, probablemente no, pero da igual, porque
John me estará esperando, ¿verdad? —
Respondo a su pregunta con la mía propia. Puede
que haya delatado a John, pero ¿qué sentido tiene
fingir que no estoy al tanto?
—Claro. —Oigo su risa en su tono—. ¿Cómo están
mis pequeños, señorita?
—Nuestros pequeños están bien. —Al instante me
doy cuenta de lo que acabo de decir, y
también de que me estoy acariciando la barriga—.
Jesse, tengo que dejarte. Hablamos luego.
—¿Y qué se supone que tengo que hacer hasta
entonces?
—Sal a correr.
—Eso ya lo he hecho —responde con orgullo—.
Puede que me vaya de compras.
—Eso, vete de compras —lo animo esperando que
acabe en Babies“R”Us y que no salga hasta
las seis—. Te quiero —añado, terminando así la
conversación con algo que lo apaciguará durante un
poco más de tiempo.
—Lo sé —suspira.
—Adiós. —Sonrío, cuelgo y me dirijo de nuevo a
la cocina—. Disculpa —digo toqueteando el
móvil mientras me siento—. ¿Roble, entonces?
Parece sumida en sus pensamientos mientras me
observa durante unos instantes. Entonces desvía
la mirada hacia mi vientre, que está escondido
debajo de la mesa. Estaba segura de que me estaba
escuchando, pero una parte de mí esperaba que no
lo hiciera.
Empiezo a anotar un montón de cosas sin sentido.
—Averiguaré el precio del roble. La instalación
costará lo mismo, pero lo preguntaré por si
acaso. ¿Seguro que quieres descartar el nogal?
—Espero su confirmación, pero cuando ya no tengo
nada más que anotar y ella sigue sin
contestarme, levanto la vista y la veo ensimismada—. ¿Ruth?
—¡Ay, perdona! Estaba en Babia. Sí, por favor.
—Se levanta—. Ava, discúlpame, ni siquiera te
he ofrecido una taza de té. ¿O te apetece mejor
un vino? Podríamos tomarnos una copita de almuerzo.
—No, gracias. No bebo.
—¿Por qué?
La brusquedad de su pregunta hace que me sienta
aún más incómoda.
—Entre semana. No bebo entre semana.
—Entiendo. Sí, no vaya a ser que se nos vaya de
las manos. —Esboza una sonrisa, pero ésta no
alcanza sus ojos azules—. ¿Cómo está tu marido?
Inspiro súbitamente. Acaba de relacionar el alcohol
y lo de que se nos vaya de las manos con mi
marido en dos frases muy seguidas.
—Está bien. —Empiezo a recoger mis cosas para
marcharme. Puede que me haya tocado la
fibra sensible sin querer, pero sigue mirándome
con anhelo, y empieza a resultarme insoportable—.
Te llamaré en cuanto me pasen los presupuestos.
Me levanto con demasiada brusquedad y el tacón
se me engancha en la pata de la silla haciendo
que me tambalee ligeramente. Está junto a mí en
un instante, sosteniéndome del brazo.
—Ava, ¿estás bien?
—Sí, tranquila. —Recobro la compostura y hago
todo lo posible por no parecer incómoda, pero
ahora que me ha puesto la mano encima no va a
soltarme fácilmente. De hecho, la está deslizando por
mi brazo. Me pongo tensa de los pies a la cabeza
cuando llega a mis mejillas y me las acaricia
suavemente.
—Eres tan guapa —susurra.
Debería apartarme, pero me he quedado totalmente
pasmada, y mi incapacidad para reaccionar
le está permitiendo acariciarme alegremente.
—Tengo que irme —digo con firmeza cuando por fin
recupero algo de sensatez.
Doy un paso atrás y ella deja caer la mano
ligeramente avergonzada. Se ríe y aparta la mirada.
—Sí, será lo mejor.
Inicio mi huida apresurándome por el vestíbulo
hasta la puerta principal y la abro. Ni siquiera
la cierro al salir. John me ve correr hacia el
coche y se apresura a salir.
—¡Ava, muchacha! —exclama mientras me abre la
puerta y me inspecciona rápidamente para
comprobar que estoy físicamente intacta.
Una vez satisfecho, mira detrás de mí y se lleva
la mano a la cabeza para quitarse las gafas de
sol. Esa acción no me habría extrañado tanto si
se las hubiera dejado puestas, pero no lo ha hecho, y
ahora está mirando por el camino que lleva a la
casa de Ruth.
Me detengo y me vuelvo para ver qué es lo que ha
captado su atención, y entonces veo que la
puerta se cierra.
—¿Qué pasa, John? —pregunto sintiéndome algo
mejor ahora que me he alejado de mi
excesivamente amigable clienta, que ahora
sencillamente me pone los pelos de punta.
—Nada, muchacha. Métete en el coche. —Se pone
las gafas de nuevo y me señala el vehículo
con la cabeza en lugar de repetirse, de modo que
entro y espero a que él también lo haga. Se sienta y
se vuelve hacia mí—. ¿Por qué te has puesto así?
Me hundo en mi asiento y me abrocho el cinturón,
sintiéndome un poco estúpida.
—Me temo que tengo una admiradora.
Esperaba una carcajada o un grito ahogado de
sorpresa pero no hace nada, ni siquiera asiente
ante mis palabras, sino que simplemente aparta
la mirada de mí.
—Otra cosa más para que ese cabrón se vuelva
loco —gruñe John secamente—. ¿Cómo se
llama?
—Ruth Quinn. Es muy rara.
Asiente pensativamente.
—¿Te llevo de vuelta a la oficina?
—Sí, por favor.
Dejo caer el bolso entre los pies y el sobre que
había guardado antes en él asoma recordándome
su presencia. Me agacho para cogerlo con mucha
curiosidad.
—¿Qué es eso? —pregunta él señalando el sobre
que tengo en las manos.
—No lo sé —digo con un tono que refleja la
aprensión que siento—. Me lo ha entregado un
mensajero. —Estoy siendo totalmente sincera
porque, si resultara ser otra advertencia, se lo contaría
a Jesse igualmente, así que no pasa nada si John
lo sabe también.
Abro el sobre y saco una especie de tarjeta. Me
quedo sin respiración en cuanto veo las letras
recortadas.
—¿Qué es? —pregunta John, muy preocupado.
Soy incapaz de articular palabra. Este tipo de
cartas siempre se envían con cierta malicia, y
conforme voy leyendo el mensaje compuesto de
recortes de distintos periódicos y revistas, mi
despreocupación por la advertencia anterior me
parece bastante imprudente.
—Es otra advertencia —consigo decir casi sin
aliento. Siento náuseas.
—¿Otra?
—Sí. Recibí una acompañada de unas flores
marchitas. Pero la tiré a la basura y di por hecho
que se trataba de alguna vieja conquista sexual
de Jesse a la que le había dado calabazas. —Bajo la
ventanilla para respirar un poco de aire fresco.
—¿Qué pone? —John sigue mirando constantemente
la tarjeta que he dejado caer sobre mi
regazo a través de las gafas de sol.
Le leo el mensaje.
TE DIJE QUE LO DEJARAS
Suelta un taco de frustración.
—¿Qué ponía en la otra nota? ¿Era igual que
ésta?
Intento concentrarme y recordar qué decía
exactamente el otro mensaje.
—Algo de que yo no lo conocía y ellos sí.
—Sacudo la cabeza con frustración—. No me
acuerdo bien. La otra estaba escrita a mano.
Me enfurezco conmigo misma por haberla tirado
cuando debería haber sido sensata y habérselo
contado a Jesse. Le ha encargado a Steve que
investigue el incidente del coche y cuando me
drogaron, y yo, idiota de mí, le oculté algo que
podría haber ayudado. Quizá se habría puesto hecho
una furia al principio, pero los beneficios a
largo plazo de haberlo puesto al corriente habrían pesado
más que el ataque de rabia que le habría dado
(como el que le va a dar pronto, porque esta vez sí que
se lo voy a contar, y sé que se va a cabrear
bastante). Qué estúpida he sido.
—¿Por qué no se lo has contado a tu marido?
—John parece preocupado, lo que no hace sino
acrecentar mi propio desasosiego.
—¿Tú qué crees? —No puede ser tan ingenuo como
para hacerme de verdad esa pregunta. El
profundo suspiro que lanza y la breve mirada de
comprensión que se dibuja en su rostro cabreado me
confirman que no lo es.
—Entiendo, muchacha. —No me reprocha haber sido
tan estúpida, pero sé que lo está
pensando.
—Creía que había sido Coral —me excuso.
—¿Incluso después del rapapolvo que le has
echado esta mañana? —Sé que está reprimiendo
una sonrisita.
—No, creía que era Coral antes. No ahora.
—¿Se lo dices tú o se lo digo yo? —pregunta
John, muy serio. Sé lo que quiere decir. No hace
falta que me dé más explicaciones y, cuando me
mira y asiente ante mi rostro de súplica, sé que lo
entiende—. Yo se lo contaré, muchacha.
—¿Podrías intentar apaciguarlo, también?
—Si estuviésemos hablando de alguna otra cosa,
te diría que sí. Pero estamos hablando de ti.
No puedo prometerte nada.
Suspiro, aunque agradezco su franqueza.
—Gracias. ¿Vas a ir a La Mansión?
—No, muchacha. Lo llamaré. Tú vete al trabajo
tranquila, te esperaré a la salida.
—De acuerdo —accedo sintiéndome ansiosa, idiota
y demasiado vulnerable. Una vez más, he
subestimado algo que no debería.
En la oficina sigue habiendo un incómodo
silencio cuando John me deja allí. Mis tres colegas
continúan con la cabeza agachada, Sally parece
estar aún al borde del suicidio y la puerta del
despacho de Patrick todavía permanece cerrada.
Nadie me saluda cuando entro, y Sally no me ofrece
café, de modo que dejo el bolso y me dirijo a la
cocina para prepararme uno yo misma. Estoy
echándome la tercera cucharada de azúcar en la
taza cuando doy un brinco y me tenso al oír el tono
que suena en mi móvil cuando llama mi marido. Si
supiera que es posible, lo dejaría sonar, pero sé
que llamará al fijo si no contesto, o que
irrumpirá en la oficina.
Dejo el café, respiro hondo unas cuantas veces
para reunir el valor suficiente y saco mi
teléfono. Ésta no es una llamada que pueda
contestar delante de todos, de modo que corro a la sala de
conferencias, cierro la puerta al entrar y
contesto temiendo oír la furia de un hombre enloquecido.
—¡Por favor, no me grites! —espeto, y me aparto
rápidamente el teléfono de la oreja después
de expresar mi súplica.
No me equivocaba.
—¡¿En qué coño estabas pensando?! —me chilla—.
¡¿Cómo has podido ser tan estúpida?!
Cierro los ojos y acepto la bronca en silencio
manteniendo el teléfono a una distancia segura.
Su respiración es agitada.
—Me he vuelto loco trabajando con Steve para
intentar sacar algo en claro, ¿y ahora me entero
de que recibiste una amenaza escrita a mano?
—Oigo un portazo—. ¿Y la rompiste? Era una prueba,
Ava. ¡Joder! ¡Era una prueba!
—¡Lo siento! —Estoy a punto de echarme a
llorar—. No quería preocuparte. Pensaba que era
una tontería.
—¿Una tontería después de que te drogaron? ¿Y
seguías pensando que era una tontería cuando
intentaron sacarte de la carretera? —Está
furioso, pero sé que es porque se siente impotente. No
puede controlar todo lo que está sucediendo, y
eso lo está volviendo loco.
—Debería habértelo dicho.
—¡Joder! —Se hace el silencio y sé que debe de
estar tirado sobre la silla de su despacho,
frotándose la sien con las puntas de los dedos—.
Dime que no vas a salir de esa oficina esta tarde.
—Tengo una reunión con Patrick. Le contaré lo de
Mikael. —Estoy intentando decirle lo que
quiere oír. No puedo trabajar con Mikael, a
pesar de que ya no creo que él esté detrás de todo esto.
—Esto no es obra de Mikael, Ava —dice con un
tono más tranquilo de lo que sé que está. Eso
ya lo sabía yo, pero ¿qué ha convencido a Jesse
de ello?—. Steve me ha confirmado que Mikael sí
tomó el vuelo a Dinamarca. Ha estado yendo y
viniendo de Londres constantemente durante las
últimas semanas, pero está todo confirmado. Es
imposible que él te drogara, y no podría haber
conducido mi coche porque hemos confirmado que
en las dos ocasiones se encontraba en Dinamarca.
Además, ¿por qué cojones iba a decir que me
conoce? —El tono de Jesse se vuelve más áspero
según acaba la frase. Es una referencia a la
primera amenaza que recibí.
—¿Y qué hay de las imágenes de la cámara de
seguridad? —pregunto con tiento.
—No lo sé, Ava —suspira—. Encontraron mi coche
ayer. Steve está en ello. Han desactivado
el localizador.
—Vaya.
Aposento mi culo cansado en una de las sillas
que rodean la mesa de conferencias. Podría
echarle en cara que no soy la única que ha
estado ocultando información, pero decido no hacerlo. Sé
que ha estado moviendo algunos hilos, pidiendo
favores y haciendo de todo menos alertar a la
policía, que es lo que debería hacerse en
realidad, mientras que yo me he comportado como una
idiota.—
¿Quieres que vaya a La Mansión después del
trabajo? —pregunto.
—No. John te llevará a casa en cuanto hayas
terminado de hablar con Patrick. Nos vemos allí.
Después de lo que acabo de descubrir, le he
pedido a Steve que se pase por aquí. —Su sarcasmo no
me pasa desapercibido, ni tampoco su tono furioso.
He cometido un tremendo error. No le digo que
es posible que mi día de trabajo no termine
después de haber hablado con Patrick porque no serviría
de nada más que para ganarme más rugidos a
través del teléfono. Tengo que jugar acorde con sus
reglas esta vez—. No salgas de la oficina, y
cuando John te deje en casa, no te muevas de allí,
¿entendido?
—Entendido —susurro.
—Buena chica. Hablaré con Steve, pero saldré
pitando de aquí en cuanto hayamos acabado.
—Te quiero —le digo con urgencia, como si no fuese
a tener la oportunidad de decírselo otra
vez.
Suspira.
—Lo sé, nena. Nos daremos un baño en cuanto
llegue a casa, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —asiento. Su suave promesa de
pasarnos un rato en remojo hace que me sienta un
poco mejor.
—Haz lo que te he mandado, señorita.
Cuelga después de esa última advertencia, pero
yo no me aparto el teléfono de la oreja. Aunque
sé que ya no está al otro lado, lo sostengo ahí
unos instantes con la esperanza de estar equivocada y
de que su voz grave y profunda continúe infundiéndome
un poco más de seguridad. Cuando la puerta
de la sala de conferencias se abre y Patrick
aparece empiezo a apartarlo y acepto que se ha ido.
—Ah, estás aquí. —Sigue de mal humor mientras
sostiene la puerta abierta—. ¿Estás
preparada?
—Sí. —Hago ademán de levantarme, pero me hace un
gesto de que no es necesario.
—No, quédate ahí. ¡Vamos a hacer aquí la
reunión! —les grita a los demás, y todos, uno por
uno, empiezan a entrar, perplejos y
tremendamente callados. Algo no va bien, todo el mundo lo
intuye, y ahora me doy cuenta de que la reunión
no era sólo conmigo.
Sally no ha traído bandejas de té ni hay
pastelitos para picar. Patrick parece cansado y
agobiado, mientras que los demás estamos
principalmente confusos por este repentino cambio en la
etiqueta de las reuniones. ¿Qué ha pasado con
ese ambiente relajado en el que todos nos apiñamos
alrededor de la mesa de nuestro jefe y nos
hinchamos a tarta mientras Patrick nos pone al día con
respecto a los progresos con nuestros clientes?
—Bien. —Sienta su corpachón en una silla
encabezando la mesa y se desabrocha el botón de la
chaqueta de su traje para evitar que le presione
su redonda barriga—. Últimamente no he estado
mucho por aquí, y seguro que todos os estaréis
preguntando la razón.
Los otros tres murmuran su asentimiento y,
aunque yo también me había percatado de su
ausencia, lo cierto es que tampoco le había dado
muchas vueltas. He estado demasiado distraída y
bastante ocupada con mi vida personal,
casándome, quedándome embarazada, dejando a mi marido,
volviendo con él, volando a España y teniendo
accidentes de tráfico...
—Bien, pues hay una muy buena razón —prosigue—,
y ahora estoy en disposición de
revelárosla. Me ha costado no contároslo antes.
Todos sabéis lo mucho que os valoro a todos, pero
tenía que resolver algunos asuntos primero.
Junta las manos sobre la barriga y se relaja en
su silla. Mi mirada pasa de Tom a Victoria y de
Victoria a Sal y viceversa unas cuantas veces en
un intento de evaluar sus reacciones ante esta
importante noticia, pero todos miran a Patrick
confundidos.
—Me retiro —declara—. Se acabó.
Todos suspiran aliviados, menos yo. Si se
retira, ¿qué será de Rococo Union? ¿No se les ha
ocurrido pensarlo?
—Todos conservaréis vuestro puesto de trabajo,
me he asegurado de ello. —Más suspiros
colectivos—. Pero no puedo continuar. El estrés
de la vida en Londres está acabando conmigo, de
modo que Irene y yo hemos decidido mudarnos al
Distrito de los Lagos.
Lo primero que pienso es: «¿Patrick pasando todo
el día con Irene? Pero ¿qué tiene en la
cabeza?» Y lo segundo: «¿Para quién voy a
trabajar ahora?» Sin embargo, la respuesta no se hace
esperar. La puerta se abre y Mikael hace su
aparición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario