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03 Confesión - Mi Hombre Capítulo 22

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Capítulo 22
—Las damas primero. —Jesse sostiene la puerta abierta para que mi madre y yo entremos—. Joseph.
—Gracias, Jesse.
Mi padre toma la delantera y nos guía hasta una mesa que hay junto a la chimenea, en la que hay
dispuestas un montón de velas en vez de los típicos troncos y llamas que crepitan durante los meses
de invierno.
—¿Qué queréis beber? —pregunta Jesse mientras retira mi silla. Cuando estoy a punto de
sentarme, me detiene al ver que el asiento es de madera dura y que no tiene ningún almohadón. Me
deja de pie y pronto la cambia por una de respaldo alto con reposabrazos tapizada en terciopelo
verde oscuro que había cerca.
—Yo tomaré una copa de vino blanco. —Mi madre se sienta con esmero y saca sus gafas para
leer el menú.
—Yo una pinta de Carlsberg —dice mi padre.
—Y mi chica guapa ¿qué va a tomar? —pregunta Jesse mientras me insta a sentarme sobre el
asiento blandito.
—Agua, por favor —digo sin pensar, y mi madre levanta la cabeza del menú inmediatamente.
—¿No bebes vino? —pregunta sorprendida mirándome por encima de las lentes.
Me revuelvo en mi asiento y noto que Jesse se mueve nervioso detrás de mí mientras me acerca
un poco más la silla a la mesa.
—No, tenemos que levantarnos pronto —contesto como si tal cosa, y cojo un menú. Acabo de
recordar bruscamente la razón por la que estamos aquí. Qué pesadilla.
—Ah. —Sigue sorprendida, pero lo deja estar y se pone a señalar los platos especiales del
menú. Siento el aliento caliente de Jesse en mi oreja. Por supuesto, me estremezco al instante. Aún me
dura el calentón desde nuestro encuentro frustrado en el Aston Martin.
—Te quiero. —Me besa en la mejilla y yo me acerco para sentir su cara, que pincha cubierta
por una barba incipiente.
—Lo sé.
Nos deja en la mesa para ir a pedir las bebidas y veo cómo mi madre le lee el menú entero a mi
padre y después empieza a recitar los platos del día que aparecen escritos en las numerosas pizarras
colgadas por el bar.
—¿Sabéis algo de Dan? —pregunto.
—Sí, nos ha llamado antes, cariño —me dice mi madre—. Dice que fuisteis a comer ayer. Qué
bien. Le he dicho que ibais a venir a vernos antes de iros de vacaciones, pero no sabía nada. Me
sorprende que Jesse no se lo dijera.
A mí no me sorprende, pero mi madre parece totalmente ajena a la evidente hostilidad que hay
entre mi hermano y mi marido.
—Lo decidimos en el último momento —digo quitándole importancia—. Jesse debió de olvidar
contárselo. —Me siento un poco culpable. No me costaba nada telefonear a Dan para decirle que iba
a estar fuera de Londres unos días.
Un camarero deja una bandeja en la mesa ahorrándome así más preguntas. Todo el mundo coge
su bebida y mis padres exclaman con entusiasmo al ver sus vasos llenos de alcohol. Miro mi vaso de
agua con el mismo poco entusiasmo que siento por él y suspiro al ver la copa de vino de mi madre.
—Bueno, ¿qué vais a querer? —pregunta ella—. Yo creo que voy a pedir la mariscada.
Me inclino sobre Jesse para compartir su menú y dejo caer la mano sobre su rodilla. Me la coge
y la besa distraídamente, sin apartar la vista de la carta.
—¿Qué te apetece, nena?
—No lo sé.
—Yo voy a pedir mejillones con mantequilla de ajo —anuncia mi padre señalando la pizarra
que muestra todos los sabrosos platos de marisco—. Están deliciosos. —Se relame y le da un trago a
la pinta.
No sé qué hacer. El marisco es obligatorio, sobre todo estando tan cerca del mar, pero ¿qué
pido? ¿La mariscada, llena de almejas, mejillones, cangrejo y langostinos; o los mejillones cubiertos
de mantequilla de ajo con pan calentito recién horneado? Las tripas me rugen y me exigen que las
llene.
—No me decido.
—Dime qué te apetece y yo te ayudo. —Me mira y espera a que lo ilumine con mi dilema.
—Mejillones o mariscada —digo.
Los ojos se le salen de las órbitas.
—¡Ni una cosa ni la otra! —exclama llamando la atención de mis padres, que se detienen a
medio trago.
—¿Por qué? —Me vuelvo y lo miro con el ceño fruncido, pero al instante me doy cuenta. Ha
leído algo al respecto en ese maldito libro—. ¡Venga ya, Jesse!
Niega con la cabeza.
—De eso, nada, señorita. Ni hablar. El pescado contiene mercurio, que puede afectar al sistema
nervioso del feto. Ni se te ocurra desobedecerme en esto.
—¿Vas a dejarme comer algo? —digo totalmente enfurruñada. Me encanta el marisco.
—Sí. Pollo, ternera. Tienen muchas proteínas, y eso es bueno para nuestros pequeños.
Protesto con frustración y cojo mi vaso de agua. Voy a volverme loca. Para cuando lleguen estas
criaturas estaré tomando Prozac.
Estoy tan ocupada con mi pataleta que tardo unos momentos en fijarme en la cara de asombro de
mis padres al otro lado de la mesa.
«¡Ay, mierda!»
—Hazlo con estilo, Ava —murmura Jesse dejando el menú sobre la mesa. Lo miro con
incredulidad. ¿Yo?
—¿Estás embarazada? —espeta mi madre cuando por fin asimila el exceso de información.
—¿Ava? —insiste mi padre al ver que sigo mirando a Jesse, que permanece con la vista fija en
el menú que acaba de soltar.
Respiro hondo y trago saliva. No hay escapatoria. Sé que Jesse jamás habría permitido que nos
fuésemos de Newquay sin decírselo.
—Sorpresa —susurro en un débil intento de restarle importancia.
—¡Pero si lleváis casados cinco minutos! —exclama mi madre—. ¡Cinco minutos!
Miro cómo mi padre le apoya una mano en el brazo para calmarla, pero eso no va a detenerla.
Sé que va a ponerse histérica y, si lo hace, Jesse se pondrá hecho una furia. No me lo imagino
aguantando un sermón de mi madre. Pero tiene razón. Sólo llevamos casados unas semanas. No son
cinco minutos, pero sigue siendo poco tiempo. No me atrevo a decirle de cuánto estoy. No tardaría en
calcular lo pronto que me quedé preñada después de conocer a este hombre. Ya le costó asimilar el
hecho de que me casase con él tan de prisa, a pesar de las artimañas de Jesse por ganárselos y por
conseguir la aprobación de mi padre.
Permanezco en silencio, Jesse y Joseph también, pero mi madre no. Nada de eso: acaba de
empezar. Lo sé por cómo coge la copa de vino y por cómo respira hondo para tomar aire.
Y entonces empiezo a preocuparme porque abre unos ojos como platos y dirige la vista hacia mi
hombre.
—Os casasteis de penalti, ¿verdad? ¡Te casaste con ella porque tenías que hacerlo!
—¡Gracias! —Me echo a reír pensando en lo ofensivo que me resulta que diga algo así. No
piensa con claridad, y está empezando a decir un montón de idioteces. A pesar del poco tiempo que
ha pasado con nosotros, sabe perfectamente lo que sentimos el uno por el otro.
—Elizabeth —dice Jesse, muy serio. Le tiembla la mandíbula. Me temo lo peor—. Sabes que
eso no es verdad. —Parece muy calmado, pero detecto la irritación en su tono, y no lo culpo. Se
siente insultado, y yo también.
Mi madre resopla un poco, pero mi padre interviene antes de que pueda responderle.
—¿Cuando os casasteis aún no lo sabíais?
—No —me apresuro a contestar, y agarro mi vaso con las dos manos para evitar que mi reflejo
natural me delate. Los dos lo sabíamos perfectamente, aunque yo lo negara.
—Vaya —suspira mi padre.
—No me lo creo —protesta Elizabeth—. Una novia embarazada sólo indica una cosa.
—Pues no se lo digas a nadie —le espeto.
Estoy muy cabreada con mi madre y por la reacción que ha tenido. No la culpo. Es una sorpresa,
más grande de lo que se imagina, pero ¿cómo se atreve a decir que nos casamos apresuradamente
porque estaba embarazada? Y si yo estoy furiosa, me imagino cómo debe de sentirse Jesse. Está
temblando, totalmente tenso, y cuando me coge la mano izquierda y empieza a darle vueltas a mi
anillo de boda sé que está a punto de avasallar a mi madre.
Se inclina hacia adelante y cierro los ojos.
—Elizabeth, no soy un puto crío de dieciocho años al que lo obligan a hacer lo correcto después
de haber echado un quiqui con una chica. —No le está rugiendo a mi madre, pero cuando abro los
ojos para evaluar a qué nivel de ferocidad nos estamos enfrentando, veo que se esfuerza por no
arrugar el labio—. Tengo treinta y ocho años. Ava es mi mujer, y no voy a permitir que se agobie ni
que se entristezca, así que puedes aceptarlo y darnos tu bendición o seguir así, en cuyo caso me
llevaré a mi chica a casa ahora mismo.
Sigue haciendo girar mi anillo y, aunque acaba de poner a mi melodramática madre en su sitio
con bastante brusquedad, tengo ganas de besarlo. Y de darle un bofetón también. ¿No quiere que me
agobie? Tiene gracia viniendo de él.
—Bueno, vamos a calmarnos todos un poco, ¿de acuerdo? —dice el mediador de mi padre, tan
tranquilo como siempre.
Además de incomodarle el afecto, tampoco le gustan los enfrentamientos. Le lanza a mi madre
una mirada de advertencia, algo raro en él, pues sólo lo hace con su mujer cuando lo considera
absolutamente necesario. Y definitivamente esta situación lo requiere, porque si mi madre no se
controla, Jesse se abalanzará sobre ella. Hasta el momento ha sido increíblemente tolerante, aunque
lo cierto es que ella también lo ha sido con mi hombre imposible.
—Ava. —Mi padre me sonríe desde el otro lado de la mesa, todavía con la mano en el brazo de
su mujer para indicarle de manera sutil que cierre la boca—. ¿Cómo te sientes al respecto?
—Bien —respondo rápidamente, y Jesse me aprieta la mano. Tengo que encontrar otra palabra
—. De maravilla. No podría estar más feliz —digo devolviéndole la sonrisa.
—Bueno, pues ya está. Están casados y tienen estabilidad económica. —Se echa a reír. Es
bastante gracioso decir que Jesse tiene estabilidad económica—. Además, son adultos, Elizabeth.
Hazte a la idea: vas a ser abuela.
Me siento bastante avergonzada. Después de lo que acaba de suceder, cualquiera diría que
somos un par de adolescentes. Le sonrío a Jesse como disculpándome y él sacude la cabeza,
exasperado.
—¡No pienso ser una «abuela»! —espeta mi madre—. Tengo cuarenta y siete años. —Se atusa
el pelo—. Pero no me importaría ser una «abu» —musita mientras considera la opción.
—Puedes ser lo que te dé la gana, Elizabeth. —Jesse vuelve a coger el menú haciendo un
esfuerzo evidente por dejar la cosa ahí. Sé que se muere por decirle cuatro cosas más.
—¡Deberías vigilar tu lenguaje, Jesse Ward! —replica ella. Se inclina por encima de la mesa y
baja la parte superior de su menú, pero él no se disculpa—. ¡Un momento! —chilla de pronto.
—¿Qué pasa? —pregunta mi padre.
La mirada de mi madre oscila entre Jesse y yo una y otra vez hasta que la fija en él, que la mira
con las cejas enarcadas, esperando a que nos diga qué pasa.
—Habéis dicho «pequeños», en plural. Habéis dicho «nuestros pequeños».
—Son mellizos. —Jesse sonríe alegremente, y toda la irritación y el resentimiento desaparecen
en un segundo. Me frota el vientre con suavidad—. Son dos bebés. Dos nietos.
—¡Por todos los santos! —Mi padre se echa a reír—. Eso es algo muy especial. ¡Enhorabuena!
Su pecho se hincha de orgullo y me hace sonreír.
—¿Mellizos? —interviene mi madre—. ¡Ay, Ava, querida! Vas a acabar agotada. ¿Cómo vas
a...?
—No, no se agotará —la corta Jesse bruscamente antes de que haga que tenga ganas de
abalanzarse sobre ella de nuevo—. Me tiene a mí.
Mi madre vuelve a sentarse y cierra la boca, y yo me derrito con un leve suspiro. Sí, lo tengo a
él.
—Y nos tienes a nosotros, querida —añade mi madre con cariño—. Lo siento mucho. Es que no
me lo esperaba. —Se inclina y me ofrece la mano. La acepto—. Siempre estaremos ahí.
Sonrío, pero al instante me doy cuenta de que en realidad no estarán ahí. Viven a kilómetros de
Londres, y puesto que no contamos con la familia de Jesse, no podré llamar a los abuelos para
acercarme y poder relajarme aunque sea por una hora. No podré ir a casa de mi madre a tomar un té
mientras charlamos para que pueda ver a sus nietos. Jesse me aprieta la mano y me saca de mis
tristes e inesperados pensamientos. Lo miro y él me mira directamente a los ojos.
—Me tienes a mí —reafirma como si me estuviera leyendo la mente. Probablemente lo haya
hecho. Asiento y trato de convencerme de que él es todo cuanto necesito, pero con dos bebés a los que
cuidar y con Jesse en La Mansión, me veo bastante sola. La interacción con adultos será limitada
porque, admitámoslo, salir por ahí con dos criaturas va a ser complicado, así que dependeré
prácticamente de las visitas que me hagan.
—¿Ya lo tienen?
Levanto la vista y veo a una camarera armada con una libreta y un bolígrafo lista para anotar
nuestros pedidos. Sonríe alegremente, y le sonríe alegremente a Jesse.
—Yo tomaré el filete, por favor —digo colocándole la mano sobre la rodilla a mi marido como
por instinto para marcarlo.
La camarera no hace ademán de escribir nada ni tampoco me pregunta cómo lo quiero, sino que
sigue ahí plantada, haciéndole ojitos a mi dios y recorriendo con la mirada su magnífico cuerpo con
todo el descaro del mundo.
—Yo tomaré el filete —repito, esta vez sin el «por favor»—. Al punto.
—¿Disculpe? —Finalmente la chica aparta los ojos de Jesse, que se esfuerza por contener la
risa mientras finge estar leyendo el menú.
—El filete. Al punto. ¿Quieres que lo anote yo? —pregunto de mala leche. Jesse se ríe por lo
bajo.
—Ah, claro. —Empieza a escribirlo—. ¿Y ustedes? —pregunta entonces mirando a mis padres.
—Mejillones para mí —gruñe mi padre.
—Y la mariscada para mí —canturrea mi madre—. Y otra copa de vino —añade levantando la
suya vacía.
La camarera lo apunta todo y se vuelve hacia Jesse de nuevo. Sonríe otra vez.
—¿Y para usted, caballero?
—¿Qué me recomiendas? —dice él mientras le sonríe con esa sonrisa reservada sólo para las
mujeres, lo que la obliga a retroceder unos cuantos metros.
Pongo los ojos en blanco y veo cómo se toquetea la coleta y se pone como un tomate.
—El cordero está muy bueno.
—Tomará lo mismo que yo —intervengo. Recojo todos los menús y se los entrego con una
dulce sonrisa falsa—. Al punto.
—¿Sí? —Mira a Jesse esperando su confirmación.
—Lo que diga mi esposa. —Se inclina y me rodea los hombros con el brazo, pero con la mirada
fija en la camarera—. Siempre hago lo que me manda, así que por lo visto hoy comeré filete.
Resoplo, mi madre y mi padre se echan a reír, y la camarera se derrite sobre su libreta,
probablemente deseando tener también un dios que la obedezca. Esto es increíble. Se aparta y se
guarda el bolígrafo y la libreta en el bolsillo del delantal.
—Eres imposible —digo, y mis padres ríen y miran con aprecio a Jesse mientras me
mordisquea el cuello—. ¿Desde cuándo haces lo que yo te mando?
—Ava, eso ha estado muy feo —me reprende mi madre—. Jesse puede comer lo que quiera.
—Tranquila, Elizabeth —dice él, y continúa chupeteándome el cuello un poco más—. Ava sabe
lo que me gusta.
—Te gusta ser imposible —bromeo, y me rasco suavemente la cara contra su barba incipiente.
—Me gusta cuando te pones posesiva —me susurra al oído—. Ojalá pudiera tumbarte sobre la
mesa y follarte como un animal.
No me avergüenza ni me sonroja que haya dicho esas palabras tan directas sin importarle lo más
mínimo quiénes nos acompañan. Sé que sólo las he oído yo. Me vuelvo hacia él y pego la boca a su
oreja.—
Deja de decir la palabra «follar» a menos que vayas a follarme.
—Vigila esa boca.
—No.
Se echa a reír y me da un mordisco en el cuello.
—Ya te vale.
—¡Brindemos! —El tono alegre de mi padre interrumpe nuestro momento privado—. ¡Por los
mellizos!
—¡Por los mellizos! —canturrea mi madre, y todos hacemos chocar nuestros vasos conscientes
de que voy a ponerme tremendamente gorda.
Disfruto de mi filete, aunque no puedo dejar de mirar con anhelo al otro lado de la mesa, donde
mis padres engullen con avidez su delicioso marisco. Más tarde, Jesse paga la cuenta y regresamos a
casa dando un paseo. Mi madre va explicándole a Jesse todos los rincones mientras caminamos. Al
llegar, mi padre se sienta junto a la ventana en su sitio de siempre, armado con el mando a distancia,
mientras que mi madre pone agua a hervir.
—¿Queréis un té antes de acostaros? —pregunta.
Jesse me mira desde el otro lado de la cocina y me pilla bostezando.
—No, voy a llevarme a Ava a la cama. Vamos, señorita. —Se acerca, me apoya las manos
sobre los hombros y me dirige fuera de la cocina. No ofrezco resistencia—. Dale las buenas noches a
tu madre.
—Buenas noches, mamá.
—Sí, acostaos ya. Tenéis que madrugar mucho —dice mientras enciende el hervidor.
—Dale las buenas noches a tu padre —me ordena Jesse mientras pasamos por el salón.
—Buenas noches, papá.
—Buenas noches a los dos. —Mi padre ni siquiera aparta la vista del televisor.
Jesse me empuja por la escalera y me guía por el pasillo hasta que llegamos a la habitación de
invitados, donde empieza a desnudarme.
—Ha estado bien —digo mientras me quita el vestido por la cabeza.
—Sí, pero tu madre sigue siendo una pesadilla —responde él secamente—. Dame la muñeca.
Le ofrezco la mano y observo cómo me quita el Rolex y lo deja sobre la mesilla de noche.
—Has vuelto a hacerla callar —digo sonriendo.
Acerca las manos a mi cuello y empieza a deshacerme el nudo del pañuelo de encaje.
—Ya aprenderá. —Me quita el pañuelo y el diamante queda expuesto. Sonríe y me lo coloca
recto—. ¿Tienes ganas de pasar unos días de contacto constante?
—Me muero de ganas —respondo sin vacilar, y empiezo a desabrocharle los botones de la
camisa. Es la verdad. Ha sido una noche estupenda, pero no me encontraré en el séptimo cielo de
Jesse hasta que estemos solos. Le deslizo la prenda por los hombros y suspiro—. Eres demasiado
perfecto. —Me inclino para besarle el pecho y me quedo un rato con los labios pegados a su piel.
—Lo sé —coincide sin broma ni sarcasmo. Lo sabe, el muy arrogante. Dejo caer su camisa y
empiezo a desabrocharle la cremallera de los vaqueros. Después deslizo las manos por su espalda y
desciendo hasta la solidez de su trasero.
—Me encanta esto —digo clavándole las uñas.
—Lo sé —vuelve a coincidir, y me saca una sonrisa.
Cuando llego hasta sus muslos, deslizo la mano hacia adelante y lo agarro sin fuerza. Está duro,
tal y como esperaba.
—Y ya sabes lo mucho que me gusta esto.
Inspira con los dientes apretados y aparta la ingle, pero yo sigo agarrándolo.
—Ava, nena, no pienso tomarte bajo el techo de tu madre.
—¿Por qué? —digo haciendo pucheros—. Estaré calladita —continúo entrando en modo
seductora.
Me mira poco convencido, y hace bien. No puedo garantizar eso.
—No creo que seas capaz.
Me pongo de rodillas para desatarle los cordones de los zapatos y él levanta un pie y luego el
otro para que se los quite junto con los calcetines. Agarro la cintura de sus pantalones y se los bajo
por las piernas lentamente.
—Te sorprenderías de lo que soy capaz de hacer. Arriba. —Le doy un golpecito en el tobillo.
—Quieres decir que me sorprendería de lo que soy capaz de hacer que hagas. —Levanta el pie
para que le quite los vaqueros y el bóxer—. Pero yo nunca me sorprendo. Sé qué efecto tengo en ti.
Suena engreído, pero sus palabras son totalmente ciertas, aunque no se lo digo, claro. No hace
ninguna falta. En lugar de alimentar su tremendo ego, me inclino y le beso el empeine. Después
muevo los labios hacia su tobillo y empiezo a trazar círculos con la lengua y a besarle la pierna en
dirección ascendente. Me tomo mi tiempo. Apoyo las palmas abiertas en la parte anterior de sus
muslos para sentir su calor mientras mi boca recorre cada centímetro de su piel desnuda, pero pronto
llego hasta su cuello, a pesar de mi determinación de alargar la cosa lo máximo posible.
Inspiro su aroma y me pongo de puntillas para alcanzar su barbilla, que está más elevada que de
costumbre porque está mirando al techo. No llego.
—¿Qué pasa?
—Estoy intentando controlarme —dice con voz grave.
—No quiero que lo hagas.
—No digas eso, Ava —me advierte.
—No quiero que lo hagas —repito con voz grave y gutural mientras le muerdo el cuello.
Actúa de prisa. Me enrosca el brazo alrededor de la cintura y me empotra contra la pared más
cercana con un gruñido. Estoy extasiada. Intento hacerme la dura, pero mis labios se separan y
empiezo a exhalar jadeos de sorpresa.
—Estás haciendo algo de ruido —señala tranquilamente mientras me sujeta por un lado de la
cara y pega la boca a mi oreja.
Cierro los labios, aprieto los ojos con fuerza y apoyo la cabeza contra la pared. Tengo que
centrarme, porque me lo va a poner difícil, aunque sé que no me va a dar con fuerza.
—Escúchame bien. —Me desabrocha el sujetador mientras sigue sujetándome de la mejilla y
habla con la boca pegada a mi oreja—. Parece que a tus padres les caigo bien. No lo fastidies.
Joder, mi seguridad flaquea por momentos. Maldita sea, ¿por qué no reservó un hotel? Me
muerdo el labio con fuerza decidida a no hacer ruido mientras me despega el sujetador de encaje del
cuerpo y lo tira al suelo. Después se inclina y toma mi pezón en la boca, sorbiendo la pequeña
protuberancia suavemente hasta que está totalmente erecta. Golpeo la cabeza contra la pared, con el
rostro contraído, intentando contener un gemido de placer.
No lo consigo.
—Jodeeeerrrr —gruño golpeando contra la pared de nuevo.
—En fin —dice pegando los labios a mi boca rápidamente—. No puedes controlarlo, ¿verdad?
Sacudo la cabeza sin ningún pudor, dándole la razón.
—No.
—Y eso confirma lo que ambos sabemos, ¿verdad? —Menea las caderas desnudas hacia arriba,
obligándome a ponerme de puntillas para intentar evitar el roce que hará que pierda por completo el
control.
—Sí —jadeo agarrándome a sus hombros descubiertos.
—¿Y qué es, Ava? —Me muerde el labio y lo mantiene entre sus dientes ligeramente mientras
espera a que le dé la respuesta que ambos conocemos.
—Tú tienes el poder —confirmo.
Sus ojos brillan con aprobación y me inclino para acariciarlo, pero él se aparta de mí negando
con la cabeza suavemente.
—Acabamos de aclarar quién tiene el poder. —Me aparta la mano—. Y debo salvaguardar mi
actual posición favorable con tus padres, así que vas a estarte calladita. —Me mira esperando
claramente que le confirme que lo entiendo. Y lo entiendo perfectamente, pero no puedo garantizar
que no vaya a hacer ruido—. ¿Puedes estar calladita, Ava?
—Sí —miento.
Me ha tendido una emboscada con su autoridad, y no voy a decir que no si al hacerlo va a
meterme en la cama para que nos limitemos a acurrucarnos. Este embarazo está haciendo que tenga
las hormonas disparadas. Estoy más desesperada que nunca, si es que eso es posible.
Parpadea vagamente y una sonrisa casi imperceptible empieza a formarse en su rostro. Levanta
la mano y retira la mía de mi pelo.
—Me parece que tenemos un problema —susurra—. No te muevas. —Se aparta y me entran
ganas de gritarle, pero después coge algo y camina hacia mí de nuevo, ocultando lo que ha cogido
detrás de la espalda.
Estoy nerviosa, retorciéndome, y siento una tremenda curiosidad por saber qué está
escondiendo, aunque no deja que sufra por mucho tiempo. Saca las manos y veo que sostiene mi
pañuelo de encaje. Se envuelve los puños con él y tira con fuerza. Aprieto los dientes, y los muslos.
De hecho, todos mis músculos se han tensado considerablemente al pensar en el uso que va a darle al
complemento. Sé que no va a vendarme los ojos.
—Creo que a éste vamos a llamarlo un polvo en silencio. —Me acerca el pañuelo a la boca y lo
hunde entre mis labios—. Mantén la lengua relajada —me ordena con suavidad mientras me rodea la
cabeza con la prenda y la ata con firmeza, aunque no demasiado tensa—. Cuando sientas la necesidad
de gritar, muerde el pañuelo, ¿entendido?
Asiento, y mi mirada lo sigue mientras se agacha y me quita las bragas. Da igual que no pueda
hablar, porque se me ha quedado la mente en blanco. No se me ocurre nada que decir, sólo puedo
pensar en lo que está por venir. Y puede que una pequeña parte de mí se pregunte si ha amordazado a
alguien antes. Seguramente sí. Las probabilidades son elevadas. La idea no me hace gracia, pero mi
estado de sumisión evita que siga con ese hilo de pensamiento (eso, y la lengua caliente que asciende
por la parte interior de mi pierna). No quiero gritar, pero muerdo el pañuelo de todos modos, cierro
los ojos y siento cómo mi corazón late a un ritmo constante en mi pecho. Estoy sorprendentemente
relajada.
Jesse respira de manera agitada en mi oído mientras entrelaza los dedos con los míos, me
levanta las manos y me las pega contra la pared que tengo detrás mientras me besa la piel sensible de
la parte interior del brazo dolorosamente despacio. Se está tomando su tiempo. Empiezo a temer que
sólo vaya a gritar de impaciencia.
—Creo que vamos a hacer esto tumbados —dice. Su tono de voz seguro me hace rogar por el
control mientras baja nuestras manos, con los dedos aún cruzados, y empieza a caminar hacia atrás
animándome a seguirlo, aunque no es necesario: seguiría a este hombre allá adonde fuera, ya sea a la
cama o al fin del mundo.
Se inclina, me coge en brazos y se arrodilla sobre la pequeña cama doble para colocarme
encima de ella con suavidad. Me besa la punta de la nariz, me aparta el pelo de la cara y me pone
ligeramente de lado, con una pierna levantada y flexionada para poder sentarse a horcajadas sobre la
que sigue extendida encima de la cama. Se inclina hacia adelante apoyándose en una mano y
sujetándome la pierna en alto con la otra, controlando lo que hace y acercándose hasta quedarse a
unos milímetros de mi abertura. Si pudiera gritaría, pero me limito a agarrarme a la cabecera de la
cama. Arqueo la espalda, pero él no se mueve. Es una tortura.
—Ava —dice besándome el pie—. No hay nada mejor que esto. —Se hunde lentamente en mí,
inclina la cabeza hacia atrás y me siento obligada a mirar.
Supero la tremenda necesidad de cerrar los ojos de pura dicha para poder verle la cara. Tensa
la mandíbula, me agarra el tobillo con más fuerza, apoya la mano libre en mi cintura y en su torso se
marcan las líneas de todos sus músculos definidos. Quiero tocarlo, pero estoy inmovilizada por el
placer. Es verdad: nada puede, ni podrá jamás superar esto. Es angustiosamente delicioso, y estoy
por completo paralizada, por completo cautivada y enamorada de él hasta las trancas.
—¿Te gusta lo que ves? —pregunta mientras se retira lentamente.
Estaba tan concentrada en el movimiento de sus músculos que no me he dado cuenta de que ha
bajado la cabeza y me está observando. Me amordaza, me inflige todo este placer y ahora espera lo
imposible. ¿Quiere que conteste? No hace falta, sabe la respuesta perfectamente, pero asiento de
todos modos. No sonríe ni muestra aprobación alguna a mi respuesta. Se limita a seguir hundiéndose
en mí poco a poco, como si me estuviera recompensando por mi respuesta silenciosa.
—A mí también me gusta lo que veo. —Me regala un golpe preciso de sus caderas. Tal vez no
pueda gritar de placer, pero puedo gemir, y lo hago.
Se retira lentamente y a continuación vuelve a hundirse de golpe. Está empezando a alcanzar un
ritmo estable. Permanece controlado, exacto y totalmente poderoso, pero sin la fuerza que sé que es
capaz de alcanzar. Está dispuesto a demostrarme que no es necesario hacerlo con rudeza, con la
rudeza que creo necesitar y que no sé si necesitaría de no estar embarazada. Me está concediendo un
capricho. Me está consintiendo. Y puedo sobrevivir con esto durante los próximos meses.
Gimo de nuevo mientras él empuja, y cuando siento que sus dientes se hunden en mi tobillo,
echo la cabeza atrás y unos calurosos calambres recorren todo mi cuerpo, erizando mi piel y
concentrándose intensamente entre mis piernas.
—Está perdiendo el control —jadea, y se eleva un poco más sobre sus rodillas, arrastrando la
parte inferior de mi cuerpo consigo.
Empiezo a sacudir la cabeza, a agarrarme con más fuerza a la cabecera y a retorcer mi cuerpo
para tratar de incorporarme, pero mi intento es en vano. Jamás lograré vencerlo. Me sujeta con
firmeza de la cadera y me mantiene donde quiere que esté.
—No te resistas, Ava. —Arremete con fuerza pero con cuidado. Aunque está muy lejos de
alcanzar la potencia de la que es capaz, sigue siendo delicioso. No la necesito. La ansío. Hay una
gran diferencia, pero ha alimentado mi deseo insaciable y ahora la espero.
Vuelve a hundirse en mí hasta el fondo. Intento incorporarme de nuevo pero no sirve de nada.
Jamás lo lograré, sólo conseguiré agotarme, y quiero reservar mis energías para la explosión que se
está acercando. Muerdo el pañuelo y dejo escapar un grito ahogado.
—¿Hago que te sientas cómoda, nena? —pregunta con evidente engreimiento mientras se retira a
un ritmo constante.
No lo miro. Cierro los ojos y centro la atención en los fuertes latidos de mi sexo. Me exige que
lo controle. Me está dominando, y aunque lo hace de una forma lenta y casi sin esfuerzo, está muy
dentro de mí y es muy placentero, así que voy a estallar.
—Lo estás haciendo bien, Ava. —Se hunde, menea la cadera y vuelve a salir—. Mi seductora
se está volviendo más fuerte. —Entra de nuevo, mueve la cadera, vuelve a salir.
Gimo y me agarro con fuerza a la cabecera. El flujo de su cuerpo en el mío es
inconcebiblemente delicioso. Qué gusto. ¡Joder! Intento gritar su nombre pero sólo consigo emitir un
aullido sofocado e inaudible.
—¡Ava! —susurra sonoramente—. ¡Cierra la boca!
A esa dura orden le sigue un movimiento menos controlado de sus caderas que me obliga a
gritar de nuevo, pero el sonido es igualmente indescifrable. Empiezo a alcanzar la cúspide del
placer. Acerca la boca a mi pierna, me clava los dientes en ella y comienza a acariciarme el clítoris
con el pulgar. Ya está. Trago saliva. Mi cuerpo forma un rígido arco y los espasmos se apoderan de
todos mis músculos. Muerdo con fuerza el pañuelo de encaje. Si pudiera hablar, no pararía de decir
palabrotas de placer, así que por suerte para él no puedo hacerlo. Estoy temblando y gimiendo. Jesse
sigue hundiéndose en mí, aún erecto, mientras continúa mordiéndome el tobillo. Estoy liberando el
placer, pero parece no detenerse nunca.
Me siento tremendamente agradecida cuando finalmente me suelta la pierna y puedo tumbarme
boca arriba. Estoy agotada, aunque mis músculos siguen contrayéndose sin parar alrededor de Jesse
mientras él continúa clavado en mi interior y se acomoda entre mis muslos.
—¿Te ha gustado? —pregunta con las cejas enarcadas con confianza mientras me mira. Yo
asiento y cierro los ojos a pesar de lo desesperada que estoy por mantenerlos fijos en su maravilloso
rostro húmedo. También quiero tocar su pelo y tirar de él, pero tengo los brazos soldados a la
cabecera—. Ni te imaginas la satisfacción que siento al ver cómo te deshaces bajo mi tacto —
susurra.
Abro los ojos brevemente y veo cómo eleva su torso, apoyado sobre sus musculosos brazos. No
intenta rozarme, parece contentarse con planear sobre mí.
Al cabo de unos instantes sigue en la misma postura, pero todavía dando sacudidas dentro de
mí. Me obligo a abrir bien los ojos. Me está mirando, esperando a que lo haga.
—Ha vuelto.
Sí, apenas, y sigue contrayéndose alrededor de su polla palpitante. Intento decir algo. Mi mente
extenuada había olvidado que estoy amordazada, pero en cuanto me doy cuenta de mi limitación,
convenzo a mis brazos para moverse y permitirme atrapar su cara entre las palmas de mis manos.
Lleva barba de dos días. Me encanta.
Gira la cabeza y me besa la palma antes de apoyarse sobre sus hombros y meter los dedos bajo
el pañuelo para bajármelo por la barbilla hasta dejarlo alrededor de mi cuello. Ya puedo hablar y,
curiosamente, ahora ya no quiero decir nada. Sostengo el rostro de Jesse y absorbo la felicidad que
emana de sus preciosos ojos verdes y no necesito hacer nada más.
—Quiero besarte —declara, pero aunque su proclamación me resulta muy dulce, está a años luz
de su típico «bésame», lo que probablemente explique mi ceño fruncido. Los ojos de Jesse brillan
con diversión.
—¿Ah, sí?
—Ajá. —Me pasa el pulgar por el labio inferior y observa atentamente—. Sí, mucho.
—Puedes besarme. —Estar amordazada ha hecho que se me seque la garganta y mi voz es
áspera y grave.
Su dedo alcanza la comisura de mi boca y empieza a recorrer mi labio de nuevo hacia el otro
extremo.
—No te estoy pidiendo permiso. —Cierra los ojos y los vuelve a abrir, fijándolos directamente
en mí—. Sólo pensaba en voz alta.
—¿Y si dejas de pensar y actúas? —Elevo las caderas para mostrarle que me gustaría que me
hiciera algo más que besarme. Sus movimientos van a hacer que vuelva a calentarme. Sigo
palpitando y apretando su erección dentro de mí.
—¿Me está dando usted órdenes, señora Ward?
—¿Me está rechazando, señor Ward?
—No, pero...
—Ya sé quién tiene el poder —lo interrumpo, y él me sonríe con picardía mientras se agacha,
pega los labios a los míos y toma lo que estoy tan dispuesta a darle.
—Jamás había probado nada tan delicioso. —Menea las caderas y sacude mis restos de placer.
—¿Ni siquiera un pastelito de Ava? —le pregunto pegada a su boca húmeda y exuberante.
—Ni siquiera —confirma dándome besos por la cara hasta llegar a mi oreja—. Ni siquiera la
mantequilla de cacahuete —murmura, baja el brazo y me rodea la rodilla con él. Tira de mi pierna
flexionada hacia arriba y hunde el puño en el colchón de manera que mi pierna envuelva todo su
brazo—. No hay nada tan puro... —me chupa el lóbulo—, tierno... —me lo mordisquea—, y
desnudo... —dice, y tira de mi carne con los dientes. Me estremezco mientras me besa la mejilla y
hunde la lengua en mi boca— como mi Ava —termina con un susurro—. Mi pura, tierna y desnuda
Ava. Y voy a tenerla tres días enteros... toda... para... mí.
Sonrío pegada a sus labios, hundo los dedos en su pelo y no puedo evitar darle un tironcito
juguetón mientras él gruñe y me bendice con esas exquisitas y maravillosamente diestras caderas. Me
penetra profundamente, con firmes embestidas, y luego se retira con suavidad. Yo suspiro y él gruñe,
pero no tengo intención de volver a correrme. Podría hacerlo, pero no quiero. Quiero concentrarme
en él, de modo que recibo sus movimientos con los míos, asegurándome de ofrecerle un contacto y un
placer óptimos.
Cuando noto que sus músculos se tensan alrededor de mi cuerpo, sé que está a punto, de modo
que lo beso con más intensidad, le tiro del pelo con algo más de fuerza y gimo. Está cerca y, cuando
se retira lanzando un grito ahogado, sé que quiere verme los ojos. Mis manos se desplazan
directamente a su cuello. El pulso de la vena de su cuello va en consonancia con su respiración
agitada. Nuestras miradas se encuentran, la suya cargada de deseo y la mía llena de entrega.
—Se me va a salir el corazón —murmura embistiéndome una última vez hasta el fondo y
permaneciendo ahí mientras inhala con dificultad y empieza a temblar—. Joder, qué gusto.
Yo no me corro, pero eso no evita que jadee ligeramente y que tenga que esforzarme por
controlar mi propia respiración. Le rodeo la cintura con los muslos y elevo los brazos a sus hombros
para tirar de él hacia mí.
Lo beso intensamente e invado su boca con ansia mientras su cuerpo tiembla y se sacude.
—¿Te ha gustado? —le pregunto pegada a su boca.
Él continúa besándome y me muerde la lengua ligeramente.
—Joder, no hagas preguntas estúpidas —me advierte, muy serio.
Después se aparta, se tumba boca arriba y levanta el brazo instándome a ocupar mi sitio
preferido. Mis dedos se posan sobre su cicatriz y empiezan a recorrerla de un lado a otro mientras él
me estrecha entre sus brazos con fuerza y aspira mi cabello.
—¿Estás bien?
—Joder, no hagas preguntas estúpidas —digo sonriendo pegada a su pecho.
—Ava, un día te meteré una pastilla de jabón en la boca.
Es capaz.
—¿A qué hora salimos?
—Sobre las siete. El vuelo sale a mediodía desde Heathrow.
—¿Desde Heathrow? ¿Tenemos que ir de nuevo hasta Londres? —exclamo. ¿Está de coña?
—Sí. Fue el único vuelo que encontré con tan poco tiempo.
Me hundo en su pecho, pero ese tono era inapelable y, además, ¿qué conseguiría quejándome?
Nada, y no sólo por la falta de tiempo y de disponibilidad.
—Podrías haber reservado algo desde Bristol, al menos —replico.
No he podido resistirme.
—Cállate. Hablemos de nuestros planes para el fin de semana.
—¿Has hecho planes? —pregunto.
—Sí, e incluyen un montón de encaje y mucha más piel desnuda. —Me besa la cabeza y pronto
olvido mi enfado.
Mi hombre y yo solos y un montón de piel desnuda tras haber retirado una pila de encaje...
lentamente. Sonrío, me acurruco más contra él y mi mente adormilada empieza a apagarse pensando
en mil cosas relacionadas con Jesse.


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