Capítulo 23
—¿Lo tenéis todo? —Mi madre aún lleva puesto el
camisón mientras se pasea de un lado para otro
frente a la puerta de entrada.
—Sí —suspiro por enésima vez, exasperada.
—Vaya, ha sido corto, pero me alegro de que
hayáis venido a vernos. —Me da unas palmaditas
en las mejillas y me besa. No debería estar
agradeciéndomelo a mí. De no ser por Jesse, quién sabe
cuánto tiempo habría retrasado este viaje—.
Cuídate mucho.
Pongo los ojos en blanco pero la abrazo.
—Yo también me alegro de haber venido.
—¿Estás insinuando que no sé cuidar de mi mujer?
—pregunta Jesse, muy serio, mientras cierra
el maletero del coche.
—No. Sólo le he dicho que se cuide —responde mi
madre, y le lanza una mirada asesina a Jesse
—. Jamás insinuaría que no sepas cuidar de mi hija. —Lo está provocando. Es como si las mujeres
de la familia O’Shea tuviésemos la necesidad de
pinchar a Jesse Ward.
Se acerca y deja a mi padre echando un vistazo
al DBS de sustitución.
—No necesita cuidarse porque ya la cuido yo
—replica al tiempo que me aparta de los brazos
de mi madre reclamando a su esposa—. Es mía.
—Sonríe y me besa por si no había quedado lo
bastante claro.
—Eres un peligro —resopla mi madre esforzándose
por no sonreír—. ¡Joseph! No te hagas
ilusiones.
Todos nos volvemos y vemos a mi padre pasando la
mano por el reluciente capó del Aston
Martin. Si estuviera más cerca, seguro que lo
oiría suspirar.
—Sólo lo estoy admirando —dice para sí—. ¿El tuyo
no era de piel negra?
Miro a Jesse y le envío un mensaje telepático
para que piense en algo rápido que explique por
qué el interior es ahora de color crema.
—El mío está en el taller. Es un coche de
sustitución —se apresura a contestar con total
normalidad. Miente mucho mejor que yo, y lo
detesto.
Mi padre se echa a reír.
—En mi taller no nos dan coches de sustitución
como éste.
Jesse sonríe y me guía hasta el asiento del
acompañante. Me empuja ligeramente hacia abajo,
me abrocha el cinturón y me lo ajusta sobre el
vientre. Le aparto las manos y me gruñe.
—No estoy incapacitada —mascullo.
—No, ya lo sé —dice mirándome con el ceño
fruncido—. ¡Eres muy capaz de sacarme de
quicio!—
Te sacas de quicio tú solito —replico, lo empujo
y cierro la puerta. Bajo la ventanilla—.
¡Adiós! —Les lanzo un beso a mis padres y veo
cómo Jesse le estrecha la mano a mi padre, besa a
mi madre en la mejilla y se acerca a la parte
delantera del coche atravesándome con la mirada.
Sube y arranca el motor.
—Este fin de semana será mucho más agradable si
haces lo que se te dice —gruñe mientras el
DBS empieza a alejarse de la casa de mis padres.
Me despido de nuevo de ellos con la mano y me
vuelvo en mi asiento para mirarlo.
—Sé ponerme el cinturón.
—Pero quiero hacerlo yo —masculla hoscamente—.
Es mi obligación.
—¿Ponerme el cinturón? —Me echo a reír.
—El sarcasmo no te pega, señorita —repone, y
empieza a pulsar unos botones en el volante—.
Tengo la obligación de cuidar de ti. ¿Hoy no
tienes náuseas?
—No —suspiro—. Parece que la galleta que me has
metido a presión en la boca en cuanto he
abierto los ojos ha funcionado —le digo, y doy
un brinco cuando los altavoces del coche se conectan
de repente y el mismísimo Justin Timberlake se
une a nosotros. Me vuelvo hacia él con una mezcla
de sorpresa y diversión. Sabe que lo estoy
mirando, pero se hace el sueco—. Les encargaste que
metieran este CD, ¿verdad? —Hago todo lo posible
por no reírme.
Jesse frunce el ceño mirando la carretera.
—No digas tonterías.
—Lo hiciste. En el apartado de peticiones del
formulario que completaste escribiste: «Por
favor, metan el disco de Justin en el
reproductor.» —Hago una pausa—. ¿Dibujaste un corazón y
unos cuantos besos también? —Apenas puedo
contener ya la sonrisa burlona.
Se vuelve lentamente con cara de pocos amigos.
—¿Te crees muy graciosa?
—Sí. —Alargo la mano, subo el volumen y empiezo
a reírme en mi asiento mientras canto y me
burlo de mi dios fanático de JT—. ¡Oye! —grito
cuando me aprieta con los dedos el hueso de la
cadera y baja la música de nuevo—. Lo estaba
disfrutando.
—Pues claro. Es un tío con mucho talento —afirma
Jesse, muy serio.
—Tú eres un tío con mucho talento.
—Lo sé —dice encogiéndose de hombros—. Tenemos
mucho en común. Es un gran tipo.
—¿Lo conoces en persona?
—No. No para de suplicármelo, pero estoy
demasiado ocupado. —Vuelve a contener una
sonrisa.
Me echo a reír y él se coloca las Wayfarer, no
sin antes guiñarme un ojo y dedicarme un
pequeño meneo rítmico de hombros.
El Jesse relajado de nuevo. Joder, amo a este
hombre.
Mi marido conduce alrededor del aeropuerto,
sorteando coches y girando en la dirección
equivocada. Es como si no tuviera ni idea de
hacia adónde tiene que ir.
Veo por la ventanilla cómo dejamos atrás el
cartel que indica el aparcamiento y frunzo el ceño,
extrañada. Entonces miro el reloj. Son las once
y media, y se supone que nuestro avión sale dentro de
treinta minutos. Ni siquiera hemos facturado,
pasado por el control de seguridad ni nada.
—¡Mierda! —espeto, y cojo mi bolso del suelo.
—¡Ava, esa boca! ¿Qué pasa? —Toma una curva con
demasiada brusquedad y levanto
rápidamente la mano para apoyarme en la puerta.
—¿Quieres tener cuidado? —lo reprendo, irritada.
¿Es buen momento para decirle que conduce
como un loco?
—Ava, en ningún otro lugar estarás más segura
que en un coche conmigo. ¿Qué pasa? —No me
mira, así que no ve mi cara de incredulidad,
pero pronto recuerdo por qué estaba cagándome en todo.
—Mi pasaporte —digo rebuscando en el bolso
totalmente en vano porque sé que no está aquí.
Yo no lo he metido, y mi búsqueda se ralentiza
cuando caigo en la cuenta de dónde lo he dejado. Se
va a poner hecho una furia—. Me he dejado el
pasaporte en la caja de los trastos —le digo, y me
maldigo a mí misma por no haberla ordenado
todavía.
Alarga la mano y abre la guantera.
—No, no te lo has dejado, pero has olvidado
cambiar tu nombre, señorita O’Shea. —Lo deja
sobre mi regazo y me lanza una mirada de
reproche.
—Entonces ¿voy a viajar como si estuviera
soltera? —pregunto mientras lo abro y leo mi
apellido.
—Cállate, Ava. —Frena derrapando y salta afuera
del coche. Se apresura hacia mi puerta y la
abre. Podría haberlo hecho yo misma, pero estoy
demasiado ocupada mirando a través del parabrisas
con la boca entreabierta—. Vamos.
Un hombre que viste traje y botas se acerca acompañado
de otro que lleva un uniforme de
piloto. Jesse me quita el pasaporte de las manos
y les estrecha la mano a ambos. Intercambian firmas
y papeles y después sacan nuestro equipaje del
maletero.
—¿Vas a pasarte el día aquí sentada, señorita?
—Me ofrece la mano, yo la acepto
automáticamente y dejo que tire de mí para salir
del vehículo.
—¿Qué es eso? —pregunto señalando con la cabeza
un avión que parece de juguete que tenemos
a sólo unos metros de distancia.
—Es un avión —dice con socarronería.
Me arrastra hacia el jet, y no me emociono más
cuando nos acercamos porque su tamaño no
aumenta, y no me inspira en absoluto confianza
ver que Jesse tiene que agacharse para entrar en el
maldito trasto sin golpearse en toda la cabeza.
Me detengo al ver la ridícula cantidad de pequeños
escalones que tengo que subir para embarcar, y
él se vuelve para ver por qué no subo cuando los
brazos que nos unen se tensan.
—¿Qué pasa, Ava?
—No pienso subirme a este cacharro. —De repente
me invade un pánico irracional. Nunca he
tenido miedo a volar, pero este avioncito hace
que sienta ansiedad. Incluso me falta el aire.
Jesse sonríe, pero frunce el ceño al mismo
tiempo.
—Claro que lo harás. —Tira de mi brazo
suavemente para animarme a hacerlo, pero no avanzo.
De hecho, empiezo a retroceder—. Ava, no me
habías dicho que tenías miedo a volar. —Se vuelve
por completo y me mira de frente, de nuevo fuera
del jet.
—No lo tengo. Me gustan los aviones grandes.
¿Por qué no vamos en un avión grande? —Miro
hacia atrás y veo un montón de aviones grandes—.
¿Por qué no podemos ir en uno de ésos?
—Porque probablemente ésos no vuelan a donde
vamos nosotros —dice suavemente. Mi brazo
empieza a descender cuando él se acerca, y
entonces me coge la mejilla con la palma de la mano.
»Es totalmente seguro —me garantiza, y tira de
mi cara para que deje de mirar todos esos
grandes aviones en los que preferiría embarcar.
Me da igual si no se dirigen a nuestro destino. Iré a
donde me lleven.
—No parece seguro —replico mirando el aparato, y
entonces veo a una mujer con una postura
perfecta, un pelo perfecto, un maquillaje
perfecto y una sonrisa perfecta—. Parece demasiado
pequeño.
—Ava. —Su voz suave y reconfortante me obliga a
desviar la mirada de nuevo hacia él. Me
está sonriendo—. Estás conmigo, con tu controlador
sobreprotector, irracional y posesivo. —Me
besa con cariño—. ¿De verdad crees que te
dejaría subir si corrieras algún peligro?
Sacudo la cabeza consciente de que me estoy
comportando como una niña, pero el pánico me ha
cogido por sorpresa. Debería sorprenderme el
hecho de que posea un jet privado, pero no es así. Lo
que me sorprende es el hecho de tener que volar
en su jet privado.
—Estoy algo nerviosa —admito al ser consciente
de la presencia de todo el personal, incluido
el capitán, detrás de mí.
—Responde a mi pregunta —insiste.
—No, sé que no.
—Bien. —Se coloca detrás de mí, me agarra de los
hombros y me empuja suavemente para que
suba los escalones—. Te va a encantar, créeme.
—¡Buenos días! —La mujer perfecta, que sigue de
pie en su sitio, nos saluda y señala con el
brazo el lugar hacia el que tenemos que ir,
aunque no es necesario. Sólo hay dos caminos que tomar,
y no pienso acercarme a la cabina de mando.
Cuando el interior del avión aparece ante
nosotros, veo unos pocos asientos enormes, todos de
piel, reclinables, divididos en dos filas, una a
cada lado. Llegamos hasta ellos y Jesse me obliga a
volverme y a sentarme sobre un asiento mullido.
Me mantengo calladita y resisto el impulso de salir
corriendo mientras me abrocha el cinturón y se
sienta enfrente de mí. Al instante me coloca los pies
sobre su regazo.
—¿Desea champán, señor? —La mujer perfecta ha
vuelto, y veo cómo le sonríe a mi dios, pero
estoy demasiado ocupada intentando superar mi
patética ansiedad.
—Sólo agua —responde Jesse tajantemente y sin
sonreír, sin mirarla y sin pedirlo «por favor».
La mujer se retira apresuradamente y él me quita
las bailarinas de los pies, las deja caer al suelo sin
cuidado, se acomoda y me recoloca los pies de
modo que estén en un buen ángulo para que pueda
masajeármelos—. ¿Estás bien? —pregunta.
—No mucho. —No tengo ni idea de qué me pasa—.
Había vuelos regulares disponibles, ¿no?
—pregunto con recelo mientras echo un vistazo
por la ventanilla, más pequeña de lo normal.
—No lo sé, no lo miré. Nosotros no viajamos en
vuelos comerciales, Ava.
—Habla por ti. Yo sí lo hago. —Muevo los dedos
de los pies—. Tengo los pies hinchados.
Sus pulgares obran maravillas trazando firmes
círculos en los arcos de mis pies.
—Cierra los ojos y ponte cómoda, nena —me ordena
con ternura, y lo obedezco. Cierro los
ojos lentamente, y la última imagen que veo es
la de mi dios masajeándome con cariño los pies,
intentando liberarme de mi repentino ataque de
ansiedad.
Desconecto y me sumo en un estado semiconsciente
de dicha, un estado que no me cuesta nada
alcanzar cuando él me está tocando, aunque sea
sólo los pies. Como siempre, él está intentando
eliminar todas mis preocupaciones, ya sean
justificadas o totalmente triviales e innecesarias, como
este repentino miedo a volar. Mi estado
subliminal apenas es consciente de que, ya sean
preocupaciones triviales o justificadas, es
siempre Jesse quien las provoca.
Y entonces empiezo a pensar en todo lo
relacionado con él y sonrío para mis adentros. Pienso
en el encaje, en las calas, en la mantequilla de
cacahuete y en cómo me regaña cuando digo tacos.
Suspiro. Pienso en las distintas clases de
polvos, en lo irascible, juguetón y considerado que es.
Puede que ahora esté sonriendo físicamente.
Pienso en las esposas, en la mordaza, en el crucifijo, en
la máquina de remo y en el pastelito de Ava. Mi
corazón se acelera. Pienso en ese rubio ceniza y en
esos ojos verdes, brillantes y adictivos, en su
perfección apolínea y en la barba de dos días. Pienso
en la manera que tiene de subirse el cuello de
los polos, en sus distintas sonrisas, para otras mujeres
y para mí, y ahora también para mi vientre.
Pienso en lo feroz, protector y dominante que es, en la
manera que tiene de caminar y de atraparme, y en
sus distintas formas de amarme, con una adoración
total y absoluta. Y pienso en la manera en que
le devuelvo ese amor.
Me revuelvo en mi asiento y, en mi
subconsciente, oigo su risa suave y grave. Después siento el
calor húmedo de su lengua en mis dedos de los
pies. Sonrío mientras mi guapo marido me saca de mi
ensoñación. Abro un ojo y me encuentro con esa
sonrisa reservada sólo para mí.
—¿Estabas soñando? —pregunta mordisqueándome el
dedo meñique del pie.
—Contigo —suspiro—. Avísame cuando vayamos a
despegar para que meta la cabeza entre las
piernas.
—Yo meteré la cabeza entre tus piernas. —Me
chupa el dedo y me estremezco.
—Tú avísame.
—Mira por la ventana, nena.
Frunzo el ceño y me asomo esperando ver pistas y
aviones, pero sólo veo nubes.
—¡Anda!
Por un segundo me entra el pánico, pero entonces
me doy cuenta de que no registro ningún
movimiento. Apenas se oye ningún ruido tampoco.
Todo está tranquilo. Miro al otro lado y veo
nuestros vasos de agua colocados sobre una mesa
reluciente. Entonces me asomo por el pasillo y veo
a la mujer perfecta ocupándose de sus cosas al
otro extremo del jet.
—¿Por qué no me has avisado? —pregunto
acomodándome de nuevo en mi asiento.
Me besa el dedo.
—¿Y perderme los sonidos y las caras que estabas
poniendo? —Me suelta el pie—. Ven aquí.
—No vacilo ni por un segundo. Me desabrocho el
cinturón y prácticamente me abalanzo sobre su
regazo, hundo la cabeza bajo su barbilla y le
rodeo el cuello con los brazos—. Vuelve a dormirte y
sueña conmigo, señorita.
No hace falta que me lo diga dos veces. Con el
madrugón y el viaje al aeropuerto, estoy
agotada, y no quiero estar hecha polvo cuando
lleguemos a donde sea que vayamos. Todavía no le he
preguntado, pero me da igual. Será un sitio
cálido y soleado donde estaremos solos Jesse y yo.
Me despierto y veo que sigo pegada a su cuerpo.
Lo oigo hablar en voz baja pero no entiendo lo
que dice. Adormilada, me separo un poco y veo a
la mujer perfecta a nuestro lado.
—Bienvenida a Málaga, señora Ward —dice, y me
ofrece una enorme sonrisa profesional y
falsa.
—Gracias. —Le devuelvo la sonrisa. La mía es más
pequeña pero mucho más sincera.
¿Málaga? ¿Málaga, en España? ¿La Málaga que está
cerca de Marbella?
—Mi preciosa se ha despertado. —Me besa en la
mejilla—. ¿Has disfrutado del vuelo?
Lo miro a través de mis ojos adormilados y veo
que me sonríe con el cabello rubio totalmente
revuelto.
—¿Te tiro del pelo mientras duermo? —grazno
mientras levanto la mano para arreglárselo un
poco.
—Haces muchas cosas mientras duermes. Me pasaría
la vida observándote.
Intento moverme pero no lo consigo.
—Necesito estirarme —protesto retorciéndome.
Oigo un clic y quedo libre al instante.
—Tenía que abrocharte el cinturón. —Me ayuda a
levantarme y me mira mientras alzo los
brazos y casi llego al techo del avión. Qué
bien. Necesitaba hacerlo.
—¿No se supone que tengo que estar en mi propio
asiento con el cinturón puesto para aterrizar?
—pregunto—. ¿Con el respaldo recto, la mesa
recogida y todas mis pertenencias metidas debajo del
asiento delantero?
Enarca una ceja con sarcasmo.
—Sí. He estado a punto de pegarle a esa señorita
tan agradable. —Se pone de pie y tira de mi
blusa, que se me ha subido hasta el ombligo
mientras me estiro. La sujeta en su sitio hasta que he
terminado—. ¿Ya has acabado?
—Sí —bostezo y suelta el dobladillo. Sé que esto
es probablemente un ejemplo de lo que me
espera los próximos tres días, pero más le vale
relajarse pronto, porque he traído los biquinis y
pienso ponérmelos.
Cuando salimos a la luz del día, sonrío al
sentir el calor que acaricia mi rostro y que calienta
todo mi cuerpo. Más todavía. El calor interior
que ya invade mi cuerpo irá en aumento durante los
próximos días. Cuando llegamos a la pista nos
recibe inmediatamente un hombre español muy
elegante que le entrega a Jesse unas llaves.
Entonces veo un DBS.
—¿En serio? —espeto—. ¿No podemos coger un taxi?
Él resopla y firma los papeles que le ponen
delante.
—Yo no voy en transporte público, Ava.
—Pues deberías. Te ahorrarías una fortuna.
Devuelve los papeles y hace como que va a
meterme en el asiento equivocado del coche para
tomarme un poco el pelo. Una vez que me ha
abrochado el cinturón y que yo me he espabilado, me
acomodo en el familiar asiento de piel, quizá
algo más cálido, y oigo cómo cargan el equipaje en el
maletero.
Jesse sube al coche y se pone las gafas de sol.
—¿Estás preparada para el atracón de los
próximos tres días?
—No, llévame a casa. —Sonrío y me inclino hacia
él para darle un beso en los labios.
—De eso, nada, señorita. Eres toda mía, y pienso
aprovecharlo al máximo. —Me devuelve el
beso, me agarra de la nuca y me acerca más a él.
—Siempre soy tuya.
—Exacto. Ve acostumbrándote. —Me suelta, arranca
el motor y nos alejamos del jet privado.
—Ya estoy acostumbrada —respondo mientras apoyo
el codo en la puerta y me recuesto para
ver pasar el entorno desconocido. Es todo
bastante aburrido, con hormigón por todas partes desde
que salimos del aeropuerto y nos alejamos del
bullicio del centro de Málaga, pero cuando llegamos a
la carretera junto a la costa, las vistas del
Mediterráneo fundiéndose con el cielo cautivan mi
atención durante el resto del trayecto. En el
equipo de música suena Mansun, Wide Open Space, y el
olor a calor mezclado con el polvo de la
carretera desgastada eclipsan el olor a agua fresca que
emana de mi hombre, y me molesta su intrusión en
mi nariz. Aparte de eso, todo es maravilloso.
Avanzamos en un cómodo silencio, con la compañía
de la música de fondo. Jesse apoya la mano
sobre mi rodilla y yo se la estrecho. Miro un
momento su perfil y sonrío antes de cerrar los ojos y
relajarme más aún sobre el asiento para pensar
en el tiempo tranquilo y sin interrupciones que
tenemos por delante.
No estoy dormida, pero abro los ojos al notar un
montón de baches, y el coche empieza a dar
trompicones. Miro la carretera que tenemos
delante y lo primero que me llama la atención es su
terrible estado de conservación. Hay escombros
por toda la superficie repleta de grietas, y Jesse
empieza a conducir el preciado coche con sumo
cuidado. Jamás lo había visto conducir con tanta
cautela, pero es bastante evidente que si lo
hiciese algo más de prisa acabaríamos volcando.
—¿Dónde estamos? —pregunto mientras miro a
nuestro alrededor en busca de algo interesante.
No hay nada. Sólo terrenos abandonados, esta
carretera destrozada y polvorienta y unas cuantas
casas. No, sería más apropiado decir: «No puedo
creer que haya gente viviendo ahí.»
—Esto es el paraíso, nena —dice él,
completamente en serio.
Casi me echo a reír, pero la preocupación me lo
impide. Yo he visto el paraíso, principalmente
en fotos, y esto dista mucho de la idea que
tengo de él. Estoy a punto de pedirle que dé media vuelta,
pero entonces diviso unas puertas gigantes de
madera con dos enormes muros blanquecinos altos y
largos a ambos lados. Y entonces lo veo.
Hay un cartel en la pared junto a la puerta en
el que se lee «Paraíso». No puede ser. ¿Paraíso?
Esto no tiene nada de paraíso. ¿No había otro
sitio con un nombre más cutre en el que quedarse?
¿Paraíso? Esos muros no han visto una capa de
pintura desde hace por lo menos veinte años, y
empiezo a sentir náuseas del traqueteo del
vehículo. ¿Me ha traído a este cuchitril? ¿Me tiene para él
solo durante tres días y me trae aquí?
Preferiría dormir en el coche. Mi mente serena ya no lo está
tanto, no ahora que estoy rodeada por estas
vistas tan inquietantes. Sí, es un lugar tranquilo, pero los
alrededores desiertos me ponen los pelos de
punta.
—Jesse... —No sé qué decir. No parece en
absoluto preocupado, lo que me hace pensar que ya
ha estado aquí antes. Y, si es así, ¿por qué iba
a volver? No me da ninguna explicación.
Aprieta un interruptor y sonríe cariñosamente
mientras las puertas de madera empiezan a abrirse
con un chirrido. Sin duda debe de haber estado
aquí antes. Decido mantener la boca cerrada a pesar
de lo que me indica mi sentido común. No pienso
quedarme aquí. Ni hablar.
Estoy toda enfurruñada mientras cruzamos las
puertas y nos vemos inmediatamente engullidos
por la sombra de la bóveda vegetal más verde que
he visto en mi vida, que se extiende por todo el
camino. Las flores blancas se acumulan aquí y
allá entre el follaje, y una potente fragancia inunda el
coche a pesar de que todas las ventanas están
cerradas.
—¿Qué es este olor? —digo inhalando
profundamente y exhalando con un suspiro.
—Pues esto no es nada. Por la noche es muy
intenso. —Él también inspira hondo y se deleita
con el aroma mientras exhala. Estoy muy
intrigada. Parece estar rememorando algo.
El aroma es divino, aunque sigue preocupándome
nuestra ubicación, pero entonces el sol
aparece hacia el final del camino y los
intermitentes rayos de luz que penetran a través del parabrisas
me obligan a entornar los ojos, a pesar de que
llevo puestas las gafas de sol. Es como si alguien
hubiera encendido de repente una luz y me
hubiera transportado al instante al...
Paraíso.
Me quedo sin palabras. Me desabrocho el cinturón
para inclinarme hacia adelante y parpadeo
para comprobar que no me estoy imaginando lo que
estoy viendo. La sucia jungla de cemento y
desperdicios ha desaparecido y ha dado paso a un
lugar idílico, rebosante de vegetación, de
céspedes perfectamente cortados y de pérgolas
cargadas de flores rojas. De repente hemos dejado de
avanzar, y no tardo ni un segundo en bajar del
coche y cerrar la puerta para absorber el magnífico
espacio que me rodea ahora. Echo a andar hacia
el camino empedrado que da a la villa de terracota
que tengo delante, sin esperar a Jesse y sin
mirar si viene detrás. Subo los escalones que llevan al
porche que rodea por entero la propiedad y me
vuelvo para admirar los jardines.
En efecto, es el paraíso.
Cuando creo que ya lo he asimilado todo bien, me
vuelvo hacia Jesse y lo encuentro sentado en
el capó del DBS, con las piernas estiradas y
cruzadas a la altura de los tobillos y los brazos cruzados
a la altura del pecho. Está sonriendo.
—¡¿En qué piensa mi chica?! —me grita.
Estiro la mano y cojo una hoja suelta sobre la
enredadera del enrejado que hay en el porche. La
huelo y suspiro.
—Creo que acabo de llegar oficialmente al
séptimo cielo de Jesse.
—¿Adónde? —dice con un tono a medio camino entre
la confusión y el regocijo.
Sonrío, suelto la hoja y echo a correr hacia él.
Veo cómo su alborozo aumenta cuando se pone
de pie y se prepara para recibir mi ataque. Me
arrojo a sus brazos, me engancho a él como si fuera un
monito como hago siempre y devoro su boca llena
de entusiasmo. No me detiene. Me sujeta del culo
y sonríe ante la exhibición de mi fuerza bruta.
—Es mi lugar preferido del mundo entero —digo
liberando sus labios y mirándolo. Entonces
me doy cuenta de que aún lleva las Wayfarer
puestas y se las quito para poder verle los ojos.
—¿Estás contenta? —pregunta a pesar de que es
bastante evidente que estoy que no quepo en mí
de la dicha.
—Estoy loca de alegría. —Hundo los dedos en su
pelo y le doy mi característico tironcito.
—Entonces, mi misión aquí ha terminado. —Acerca
la boca a mi cuello y me lo muerde
suavemente antes de despegarme de su cuerpo—.
Voy a coger las maletas.
—Te ayudo —digo sin pensar siguiéndolo hasta la
parte trasera del vehículo. Me detengo al
instante en cuanto se vuelve y me mira con cara
de advertencia—. Vale, pues no te ayudo. —Levanto
las manos de manera pacífica, me acerco al
asiento para coger mi bolso y sigo a mi hombre hacia la
villa de una sola planta.
Deja las maletas en el suelo brevemente mientras
prueba al menos tres llaves diferentes hasta
que por fin encuentra la correcta. La puerta se
abre y de pronto me veo sumida en una absoluta
oscuridad. Sólo unos pequeños rayos de luz
penetran por los agujeros a través de las persianas
bajadas. No veo mucho, pero sí que huelo, y dentro
también huele de maravilla. El aroma es
increíble y está por todas partes.
—Espera aquí —me ordena Jesse, que deja las
maletas junto a la puerta y sale de la casa de
nuevo.Y aquí me quedo, observando las paredes en
busca de algún interruptor, pero no veo nada, ni
siquiera con la débil luz que entra por la
puerta. Y, de repente, es como si un foco se hubiera
encendido en un escenario oscuro, y la luz del
sol inunda la habitación hasta la pared de enfrente.
Entonces aparece otro foco, procedente de otra ventana,
y el haz atraviesa el primer rayo y se forma
una brillante cruz en la penumbra. A
continuación aparece otro, y otro. Observo cómo el espacio se
transforma en un cruce de líneas de luz hasta
que la oscuridad ha desaparecido y el sol penetra por
todas las ventanas y también por la puerta. Mis
ojos sensibles quieren cerrarse, pero es imposible
hacerlo cuando hay tantas cosas que admirar. Las
paredes son blancas y lisas. El suelo está cubierto
de gigantes baldosas de color miel adornadas con
alfombrillas de color crema dispuestas
aleatoriamente. Un sofá gigante con forma de «U»
mira hacia las puertas que dan a una piscina
rodeada de un césped verde brillante. Y más allá
se ve una playa.
—¡Qué pasada! —exclamo.
Camino despacio hacia adelante, y mi emoción va
en aumento a cada paso que doy conforme
voy viendo más maravillas. Antes de darme
cuenta, he atravesado la terraza, he recorrido todo el
césped y me encuentro intentando abrir la puerta
de hierro fundido que se interpone entre la playa y
yo.
—Espera. —De repente, Jesse me coge la mano para
apartármela, inserta una llave en la
cerradura y abre la puerta para dejarme salir.
Diez traviesas de madera a modo de escalones
cubiertos de arena y césped me llevan hasta la
playa. Está desierta, y cuando miro a ambos
lados en busca de alguna señal de vida me doy cuenta de
que estamos en una bahía. No hay ninguna otra
propiedad a la vista, ni chiringuitos de playa, ni
hoteles..., nada. Estamos nosotros solos, en
esta hermosa villa, rodeados del calor azul del
Mediterráneo.
—¿Sigues en el séptimo cielo de Jesse? —me
susurra al oído mientras desliza el antebrazo
sobre mis hombros y me estrecha contra su pecho.
—Sí. ¿Y tú dónde estás?
—¿Yo? —pregunta. Me besa la mejilla con dulzura
y hace descender la mano hasta mi vientre
—. Nena, estoy en el paraíso.
Cierro los ojos con una sonrisa de satisfacción
y me hundo contra su cuerpo. Mi mano se une a
la suya en mi barriga. Entrelazamos los dedos y
permanecemos así, sintiéndonos el uno al otro. El
séptimo cielo de Jesse es el paraíso.
Nos pasamos el resto de la tarde deshaciendo las
maletas, pedimos algo de comida y mi hombre
me enseña la casa. Me muestra las seis
habitaciones con baño, todas con puertas que dan a una parte
distinta del porche. La cocina, que es blanca y
moderna, tiene encimeras de madera y algunos
pequeños detalles, como el cuadro de madera
suspendido del que cuelgan unas sartenes de hierro
fundido que mantienen el aire rústico de la
villa. Como diseñadora de interiores, estoy fascinada: no
podrían haberlo hecho mejor. Las habitaciones
tienen paredes sencillas, pero unas telas suntuosas
cubren las camas y unas largas cortinas de gasa
cuelgan ante las ventanas. Algunos cuadros aquí y
allá salpican las paredes, y las alfombrillas
aleatorias engalanan la inmensidad de las baldosas que
recorren toda la villa. Este lugar desempeña
algún papel importante en la historia de Jesse, estoy
convencida, pero no quiero presionarlo. Me ha
dicho que se han ido haciendo algunas reformas a lo
largo de muchos años, así que deduzco que es de
su propiedad, aunque no me lo ha confirmado.
Ahora estamos sentados ante una enorme mesa de
madera que hay entre la cocina y el salón, con
una jarra de agua helada, y las preguntas no
están preparadas para permanecer en mi cerebro durante
mucho más tiempo. Este sitio ocupa un lugar
importante en la vida de Jesse y mi mente curiosa no
consigue reprimirse.
Me observa con una pequeña sonrisa mientras me
llevo el vaso a los labios antes de proceder a
saciar su propia sed sin quitarme los ojos de
encima. Me muero por preguntarle, y lo sabe, pero me
está haciendo sufrir. En vez de contármelo por
iniciativa propia quiere que se lo pregunte, pero me
prometí a mí misma que nunca más lo presionaría
para que me contara nada que formara parte de su
pasado. El pasado pasado está, pero por poca
importancia que le dé, soy de naturaleza curiosa. No
puedo evitarlo.
Me siento agradecida cuando habla antes que yo,
evitando así que empiece a dispararle una
serie de preguntas.
—¿Quieres comer algo?
Una expresión de sorpresa se dibuja
repentinamente en mi rostro.
—¿Vas a cocinar para mí?
Cathy no está, y sabe que odio cocinar.
—Podría haber llamado a alguien, pero quería
estar a solas contigo —dice esbozando esa
sonrisa de pícaro—. Creo que deberías cuidar de
tu marido y cumplir con tu deber de esposa.
Carraspeo un poco ante su arrogancia. ¿Mi deber?
—Cuando te casaste conmigo ya sabías que odiaba
cocinar.
—Y cuando tú te casaste conmigo, sabías que yo
no sé cocinar —responde, petulante.
—Pero tú tienes a Cathy.
—En Inglaterra Cathy me da de comer,
afortunadamente, ya que mi mujer no lo hace. —Ahora
habla en serio—. En España tengo a mi esposa. Y
ella me va a preparar algo. Aquel pollo que hiciste
estaba muy bueno.
Es verdad, lo estaba, pero eso no significa que
disfrutase haciéndolo. No obstante, mentiría si
dijera que no disfruté al ver cómo se lo comía.
Cuidé yo de él para variar, y con eso en mente, de
pronto tengo ganas de prepararle la comida.
—Está bien. —Me levanto—. Cumpliré con mi deber.
—Estupendo. Ya iba siendo hora de que hicieses
lo que se te manda —dice con franqueza, sin
sonreír y sin bromear—. Ya puedes ir empezando.
—No te pases, Ward —le advierto. Lo dejo a la
mesa y me dirijo a la nevera.
No tardo mucho en decidir qué voy a cocinar.
Cojo algunos pimientos, chorizo, arroz,
champiñones y unas chuletas de cordero y las
dejo sobre la encimera. Después cojo una tabla de
cortar y un cuchillo.
Me pongo a la faena. Parto los pimientos por la
mitad y les saco las semillas. Después pico los
champiñones y el chorizo muy finos y lo salteo
todo. Hiervo el arroz, corto un poco de pan recién
hecho y hago el cordero a la plancha. Mientras
tanto, él permanece sentado, mirándome, y no se
ofrece a ayudarme ni intenta darme conversación.
Se limita a observar en silencio cómo cumplo con
mi deber de alimentarlo.
Mientras estoy rellenando los pimientos, aparece
delante de mí y se inclina desde el otro lado
de la encimera.
—Estás haciendo un gran trabajo, señorita.
Cojo el cuchillo y lo apunto con él.
—No seas condescendiente conmigo.
Me quedo pasmada cuando, de repente, su rostro
se torna oscuro y me arranca el cuchillo de la
mano.—
¡No juegues con los cuchillos, Ava!
—¡Lo siento! —espeto mientras miro el utensilio
en su mano y empiezo a darme cuenta de mi
estupidez. Tiene un filo muy peligroso, y estaba
usándolo como si fuera una cinta de gimnasia rítmica
—. Lo siento —repito.
Lo deja sobre la encimera con cuidado y empieza
a relajarse.
—No pasa nada. Olvídalo.
Señalo la mesa con la cabeza buscando algo que
hacer que no sea volver a disculparme. Parece
muy cabreado.
—¿Pones tú la mesa?
—Claro —dice tranquilamente. Tal vez esté
pensando que su reacción ha sido algo excesiva, no
lo sé, pero su repentina hosquedad y mi estupor
han creado una clara tensión.
Jesse se aleja y empieza a poner la mesa para
dos mientras yo termino de preparar la cena.
—Aquí tienes. —Le coloco el plato delante de él,
pero antes de que haya apartado la mano, me
la coge y me mira con cara de arrepentimiento.
—Siento haberme puesto así.
Ya estoy mejor.
—No pasa nada. No debería ser tan poco
cuidadosa.
Sonríe.
—Siéntate.
Me aparta la silla, pero en cuanto me siento, él
se levanta.
—Aquí falta algo —me informa.
Sale de la habitación y me deja preguntándome
adónde ha ido. A los pocos segundos vuelve con
una vela en una mano y un mando a distancia en
la otra. Busca unas cerillas, enciende la vela y la
coloca en el centro de la mesa. Después pulsa
unos cuantos botones en el mando a distancia y el
silencio de la villa es reemplazado por una
inconfundible voz masculina. La reconozco
inmediatamente.
—¿Mick Hucknall? —pregunto, algo sorprendida.
—O Dios, como prefieras llamarlo. —Sonríe y se
sienta.
—¿Estás dispuesto a compartir tu título?
—pregunto mientras cojo mi cuchillo sin filo y mi
tenedor seguro.
—Él lo vale —responde como si tal cosa—. Eso
tiene muy buena pinta. Come.
Sonrío al ver cómo señala mi plato con la cabeza
y empiezo a cortar un trozo de cordero. Me
esfuerzo por controlar el impulso de volver a
amenazarlo con el cuchillo cuando veo que se inclina
para mirar la carne. Está comprobando si está en
su punto. Para ayudarlo, giro mi plato para que
pueda ver el corte de mi chuleta. Debería estar
contento. El filete me gusta al punto, pero prefiero las
chuletas muy hechas.
Pincho un trozo con el tenedor y me lo llevo a
los labios.
—¿Puedo? —pregunto totalmente en serio y sin la
más mínima sonrisa en la cara.
Jesse tampoco sonríe.
—Adelante —dice, y corta un trozo de su propio
cordero y le da el primer bocado. Mastica,
asiente y traga—. Cocinas muy bien, esposa.
—Yo no he dicho que no sepa cocinar. Simplemente
no me gusta hacerlo.
—¿Ni siquiera para mí?
Lo miro inmediatamente para analizar su
expresión y es tal y como me la imaginaba. No está
bromeando, ni hace pucheros jugando conmigo. Sé
adónde quiere ir a parar y, aunque sí que me gusta
cocinar para él, no quiero tener que hacerlo
todos los días.
—No me importa hacerlo —respondo fríamente.
—A mí me gusta que cocines para mí —dice—. Es
algo normal.
Me detengo y dejo el cuchillo.
—¿Normal?
—Sí, normal. Es lo que hacen las parejas casadas
normales.
—¿Te parece normal que la mujer cocine para que
el marido coma? Eso es un poco machista.
Me echo a reír, pero él no lo hace. Sigue
cortando sus chuletas con cuidado y comiendo.
¿Quiere normalidad? Entonces debería intentar
empezar a comportarse de una manera un poco más
normal él mismo. Pero ¿quiero que sea normal?
No, para nada. Si lo fuera, no sería Jesse. Nosotros
no seríamos nosotros si él fuese normal. Me meto
otro pedazo de cordero en la boca para masticar en
lugar de llamarlo cavernícola. Jamás seremos
normales, no del todo, o al menos espero que no lo
seamos.
Se encoge de hombros, deja los cubiertos junto
al plato y se apoya en el respaldo de la silla.
Levanta los ojos lentamente hacia los míos y
mastica de forma deliberadamente lenta. ¿Qué pretende
con todo esto?
Sus ojos verdes me cautivan y empiezo a masticar
despacio yo también.
—¿Esto no te parece normal? —pregunta con voz
grave y gutural.
—¿Te refieres a que cenemos juntos?
—Sí.
Me encojo un poco de hombros.
—Sí, esto es normal.
Asiente suavemente.
—¿Y si te tumbara sobre esta mesa mientras
cenamos y te follara? ¿Eso sería normal?
Abro los ojos como platos un poco sorprendida.
No sé por qué, puesto que eso sería algo
completamente normal para nosotros.
—Para nosotros es normal que consigas lo que
quieras cuando quieras. Puedes pasar de una
comida que te ha cocinado tu mujer si te
apetece.
—Bien. —Vuelve a coger los cubiertos—. Me gusta
nuestra normalidad.
Lo miro con cara de extrañada. ¿A qué ha venido
eso?
—¿Te preocupa algo? —pregunto.
—No —se apresura a responder.
—Eso es que sí —insisto, y creo que sé lo que
es—. ¿De repente te estás planteando que no
podrás hacer lo que quieras cuando quieras
cuando lleguen los dos pequeños?
—Para nada.
—Mírame —le ordeno, y lo hace, pero me mira
perplejo. No le doy la oportunidad de protestar
ni de preguntarme con quién creo que estoy
hablando—. Es eso, ¿no?
Su expresión de asombro se transforma en ira.
—Donde quiera y cuando quiera.
—No con dos bebés. —Me dan ganas de echarme a
reír. Es eso. De repente se ha dado cuenta
de que no siempre podrá disponer de mi cuerpo
cuando le plazca. Continúo cenando, deleitándome
con esa revelación. No me puedo creer que no lo
haya pensado hasta ahora—. Necesitarán toda mi
atención.
Me señala con el tenedor. No con el cuchillo,
sino con el tenedor.
—Sí, tu papel principal será cuidar de nuestros
hijos, y después, por muy poca diferencia, será
el de complacerme a mí. Cuando quiera y donde
quiera, Ava. Puede que necesite controlarme hasta
cierto punto, pero no creas que voy a dejar de
dedicar mi vida a consumirte. Contacto constante.
Donde quiera y cuando quiera. Eso no va a
cambiar sólo porque tengamos hijos. —Pincha un trozo
de cordero y se mete el tenedor en la boca.
Si lo de que cocine para él ya es bastante
machista, no tengo palabras para calificar ese
discursito.
—¿Y si me siento exhausta después de estar toda
la noche dándoles de mamar? —lo provoco.
—¿Demasiado cansada como para dejar que te tome?
—pregunta, atónito.
—Sí.
—Contrataremos a una niñera. —Apuñala otro trozo
de cordero y yo me echo a reír para mis
adentros.
—Pero te tengo a ti —le recuerdo.
Suspira y deja los cubiertos de nuevo junto al
plato.
—Así es. —Se lleva las puntas de los dedos a la
sien y empieza a masajeársela en círculos—.
Me tienes a mí, y siempre me tendrás. —Me coge
de la mano—. Prométeme que nunca me dirás que
estás demasiado cansada o que no estás de humor.
—¡Pero si eres tú el que dice que estoy
demasiado cansada! —exclamo prácticamente chillando
—. Tú sí que puedes rechazarme, ¿no?
—Pero eso es porque yo soy el que manda —dice, y
se queda tan pancho—. Prométemelo —
insiste.—
¿Quieres que te prometa que puedes tomarme
siempre como y cuando te plazca?
Aparta la mirada sólo por unos instantes y luego
vuelve a fijar sus ojos pensativos en mí.
—Sí —se limita a responder.
—¿Y si no lo hago? —Estoy siendo insolente
porque sí. Jamás estaré demasiado cansada para
este hombre, pero su repentina epifanía me está
resultando bastante divertida. Debería haberlo
pensado antes de esconderme las píldoras
anticonceptivas.
Se echa a reír, y entonces el muy arrogante se
inclina hacia atrás y se quita la camiseta por la
cabeza para revelar su definida perfección. Se
mira el pecho, como si se estuviera recordando a sí
mismo lo increíblemente maravilloso que es. Yo
también tengo la mirada fija en su torso. Puede que
incluso esté babeando sobre el cordero, pero no
voy a ceder a sus tácticas. Me deleito observando su
divino esplendor y repaso con la vista cada
firme milímetro de su cuerpo. Tomo nota mentalmente de
que tengo que volver a marcarle el chupetón. Se
está borrando.
—Jamás podrás resistirte a esto —dice señalando
su torso.
Levanto la vista de repente y veo que sus ojos
verdes y brillantes me miran cargados de
seguridad.
—Estoy acostumbrada. —Aparto mi ávida mirada de
la perfección de su rostro y me vuelvo
hacia mi plato. Mis ojos se resisten dentro de
las cuencas y luchan para volver a mirarlo—. Llega un
momento en que me aburro de ver siempre lo mismo
—añado intentando parecer lo más indiferente
posible.
Se abalanza sobre mí en un segundo, me aparta de
la mesa y me tumba sobre una alfombra en el
suelo. No tengo tiempo de asimilar lo que ha
pasado hasta que apenas puedo respirar y su cuerpo me
cubre por completo.
—Mientes muy mal, nena.
—Lo sé —admito. Se me da fatal.
—Vamos a ver lo acostumbrada que estás, ¿de
acuerdo?
Me coloca los brazos a ambos lados de mi cuerpo
y se monta encima de mí, impidiendo que me
mueva. De repente me agobio por la situación. La
he vivido muchas veces antes, y la mayoría de
ellas he acabado muy frustrada.
—Jesse, por favor, no lo hagas —le ruego
sabiendo que no va a servir de nada. Darse cuenta de
que puede quedar en segundo plano ha despertado
su instinto animal, y se ha propuesto reclamar sus
derechos. Puede que también me marque. Es como
un león.
—¿El qué? —pregunta, aunque sabe perfectamente a
qué me refiero—. Si estás acostumbrada...
Sabe muy bien que estaba fingiendo indiferencia.
Jamás me acostumbraré, y me alegro de ello.
Lo veré, lo amaré y me moriré de deseo por él
durante el resto de mis días. Y me muero de ganas.
Ese deseo está corriendo ahora por mis venas.
Siempre permanece en el fondo de mi ser, latente,
aguardando las palabras o las caricias
adecuadas. Y cuando éstas llegan, siento una violenta
efervescencia en mi estómago, seguida de
impaciencia, y después de un placer tortuoso hasta que
llega la explosión, ya sea una explosión lenta y
dulce o una explosión intensa que me obliga a gritar.
Estoy empezando a sentir la efervescencia. Los
músculos de mi estómago se contraen, y seguramente
él lo esté notando porque, a diferencia de
nuestros últimos encuentros, está tumbado sobre mi vientre.
Además de percatarse de que ya no seré sólo
suya, ¿se ha dado cuenta por fin de que esto no hará
daño a nuestros pequeños?
Mi posición actual y el incesante palpitar que
siento entre las piernas no varía cuando se pone
de rodillas y empieza a bajarse la cremallera de
los vaqueros. Esto va a ser doloroso. Si va a
transformarse en el Jesse intenso y dominante,
quiero sacarle el máximo partido, y no podré hacerlo
si no puedo mover los brazos ni el cuerpo. Estoy
a punto de gritar de frustración y, por más que me
esfuerzo, no consigo apartar mis ojos
insaciables de esos magníficos abdominales. ¿Acostumbrada?
Menuda gilipollez.
—Jesse, deja que me incorpore. —No me molesto en
forcejear porque sé que sólo conseguiré
cansarme, y estoy reservando mis energías para
lo que está por venir.
—No, Ava. —Se baja la cintura de los pantalones
un poco y deja al descubierto sus
calzoncillos blancos y ceñidos de Armani. La
cosa se pone seria.
—¡Por favor! —ruego.
Un destello de triunfo reluce en sus ojos
cargados de deseo, aunque ambos sabemos que todavía
no ha terminado.
—No, Ava —repite con voz grave mientras desliza
el pulgar por dentro de la goma del bóxer.
Por un segundo, atisbo la oscura mata de vello
rubio y la inconfundible firmeza y suavidad de su
polla.—
Joder... —Cierro los ojos desesperada, odiándolo
y amándolo a partes iguales. En mi
desdicha, me desconcierta no recibir su típica
orden de que los abra.
Sin embargo, eso no dura mucho. Pronto siento el
movimiento y la sensación de que algo sólido
y húmedo se abre paso entre mis labios. Mi
reflejo natural entra en acción y abro los labios, pero no
me penetra la boca. Sé que eso podría hacer que
vomitara, pero sigo deseando que lo haga. Abro los
ojos de nuevo y veo su vientre. Apoya una mano
junto a mi cabeza y está inclinado sobre mí. Levanto
la vista para ver su rostro, a sabiendas de lo
que voy a encontrarme, pero eso no me detiene. Sé qué
mirada voy a descubrir en él, sé que va a
volverme loca de pasión, y sé que no podré hacer
absolutamente nada para evitarlo.
Y ahí está él. Mi señor, apoyado sobre uno de
sus portentosos brazos, con esos ojos adictivos y
obscenos cargados de ganas y coronados por esas
pestañas tremendamente largas que decoran su
maravilloso rostro. Desvío un poco la mirada y
veo su estómago y su pecho, que deberían
considerarse un peligro. Con el añadido de que
se está aguantando, rozándome los labios con la
gruesa magnificencia de su polla, estoy perdida.
—Métemela en la boca —le exijo con calma.
—¿Qué efecto tengo en ti, Ava? —pregunta,
claramente seguro de qué respuesta voy a darle y
tentándome con otro pequeño roce en los labios.
—¡Joder, me vuelves loca! —grito retorciéndome
sin éxito.
—Vigila esa puta boca —dice prácticamente
gruñendo las palabras, lo que no hace sino
aumentar mi excitación y mi desdicha.
—¡Por favor!
—¿Te has acostumbrado a mí?
—¡No!
—Y nunca lo harás. Esto es lo normal para nosotros,
nena. Hazte a la idea. —Se desliza en mi
boca con un gemido y yo lo acepto de buena gana,
eufórica y ansiosa. Gimo con la invasión. Lamo,
chupo y muerdo, pero no tengo todo el control.
Se niega a cederme el poder, pero me da igual. Es
contacto—. Despacito, Ava. —Le cuesta pronunciar
las palabras, y yo levanto la vista para
deleitarme en la expresión de tensión de su
rostro mientras él observa cómo mi boca disfruta de su
erección—. Me encanta tu puta boca, mujer.
Su mano libre repta por mi cuello y me agarra de
la nuca para que no me mueva mientras empuja
suavemente hacia adelante con golpes lentos,
rítmicos y deliciosos. No lo hace con brusquedad, pero
eso no significa que no esté cumpliendo con su
obligación de ser el Jesse dominante. Ha encontrado
el punto medio de nuestra relación normal,
aunque yo no lo haya hecho, pero estoy empezando a
captarlo, y él está haciendo un trabajo
excelente mostrándome el camino.
Mientras lamo su miembro de acero, éste palpita
y noto cómo sus piernas, que sujetan mis
brazos contra el suelo, se tensan. Eso me
proporciona el empujón que necesitaba. La presión y el
ritmo de mis labios se vuelven más frenéticos,
haciendo caso omiso de su orden de hacerlo despacio.
Va a correrse. Gimo, él se sacude soltando un
montón de tacos, pero cuando me quiero dar cuenta ya
no lo tengo en la boca. Se incorpora sobre sus
rodillas, se lleva los puños a la polla y me observa
con los labios entreabiertos mientras termina.
Estoy enfadada, pero me está refrescando una de mis
imágenes favoritas de todos los tiempos: la
erótica y extraordinaria visión de ver a Jesse
masturbándose hasta alcanzar el clímax. Esta
vez, sin embargo, es mejor, porque acaba de apartarse
el pelo húmedo de la cara, deslizándose la mano
desde la rubia mata de vello por los músculos
tonificados de su pecho. Casi me asfixio de
satisfacción. Unos pocos momentos más y creo que sería
capaz de correrme sólo de verlo. Joder, es como
un dios del Olimpo.
—¡Joder! —brama, y vuelve a sentarse sobre los
talones, tirando de mi camiseta y mi sujetador
antes de posicionar de nuevo su erección entre
mis senos para derramar su semilla por todo mi
pecho. Jadea, sudando y húmedo, y empieza a
menearse en círculos para extender su leche por todas
partes. Ya me ha marcado.
—Donde quiera y cuando quiera, nena —resopla, y
se inclina para devorar mi boca con
vehemencia. Esto también lo acepto de buen
grado, y dejo que continúe tomando lo que quiera—.
Joder, ha sido perfecto.
—Mmm —confirmo. No necesito expresarlo con
palabras. Ha sido perfecto. Él es perfecto.
—Ven aquí. —Se incorpora, me recoloca el
sujetador y la camiseta, se pone de pie y me coge
en brazos. Me lleva hasta la mesa, me sienta en
la silla y señala mi plato—. Acábate la cena.
—No he vomitado —digo casi con orgullo.
—Muy bien.
—¿Por qué no te has corrido en mi boca?
—pregunto mientras se abrocha la cremallera.
Por un momento, la severidad de su rostro
flaquea, pero sólo un poco. Se sienta en su sitio y
señala mis cubiertos con una instrucción
silenciosa. Después coge los suyos.
—Podría ser tóxico para los pequeños.
De haber tenido cordero en la boca, me habría
atragantado, pero en lugar de hacerlo empiezo a
desternillarme de risa.
—¿Qué? —digo entre carcajadas.
No me lo repite. Me guiña un ojo y yo me enamoro
de él un poco más.
—Cómete la cena, nena.
Miro mi plato con una sonrisa y empiezo a comer
de nuevo, totalmente satisfecha a pesar de que
no he tenido ningún orgasmo.
Sigo bullendo ligeramente, pero no me importa.
—¿Qué vamos a hacer mañana? —pregunto.
—Bueno, pues no sé tú, pero yo voy a darme un
atracón.
—¿Vas a tenerme encerrada en el Paraíso todo el
fin de semana? —No me importa, pero estaría
bien ir a dar un paseo, o a cenar.
—No iba a hacerlo, pero puedo poner cerrojos.
—Se mete el tenedor en la boca y empieza a
masticar un trozo de pimiento relleno lentamente
mientras me mira con las cejas enarcadas. Le estoy
dando ideas.
No le contesto. Amplío mi sonrisa burlona, plena
de felicidad, y sigo intentando terminar de
cenar.—
Joder, adoro esa puta sonrisa. Mírame.
Mi sonrisa ya no es socarrona, es una sonrisa
auténtica, y él me ofrece la suya, esa que tiene
reservada sólo para mí, con los ojos brillantes
incluidos.
—¿Estás contento? —pregunto.
—Estoy loco de alegría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario