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03 Confesión - Mi Hombre Capítulo 21

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Capítulo 21

Podría quedarme aquí tumbada eternamente, observándolo dormir con sus tranquilas bocanadas de
aliento fresco acariciándome el rostro a intervalos intermitentes, reforzando la profunda sensación de
pertenecerle en mi interior. Su manera tierna de colocarme la mano en el vientre está intensificando
mi amor por mi hombre. Y la perfección de su cuerpo aumenta mi sed por su tacto. Me exasperan un
millón de cosas de él, y por otro lado una infinidad de cosas hacen que lo adore. Incluso llego a
adorar algunas de esas cosas exasperantes.
Incapaz de resistirme, acerco la mano y le paso el pulgar por la mejilla, cubierta por una barba
incipiente, y por los labios separados. Sonrío al ver cómo se encoge ligeramente y después suspira y
vuelve a relajarse. La mano que tiene sobre mi vientre empieza a trazar círculos de manera
inconsciente. La perfección de su hermoso rostro me fascinará hasta el día en que me muera; su piel
ligeramente bronceada, sus largas pestañas casi femeninas y la pequeña arruga de su frente son sólo
algunos de sus maravillosos rasgos. Tardaría una vida entera en nombrarlos todos. Mi hombre
devastador, con su manera de ser imposible.
Con la yema del dedo le acaricio la piel firme de su garganta y deslizo la palma por su sólido
torso. Suspiro embelesada de satisfacción y me paso estos momentos de serenidad explorando su
cuerpo y su rostro. Por un instante me gustaría que permaneciese así para toda la eternidad, para
poder observarlo y verlo tan relajado. Pero entonces nunca oiría su voz, y jamás vería sus ojos, y
tampoco experimentaría sus placajes y sus cuentas atrás.
—¿Has acabado de palparme? —Su voz áspera me saca de mi ensueño y mi mano se detiene en
su cicatriz. Sus ojos siguen cerrados.
—No, cállate y no te muevas —contesto, y continúo con mis caricias.
—Como ordenes, señorita.
Sonrío y me inclino hacia adelante hasta que mis labios quedan justo delante de los suyos.
—Buen chico.
Sus párpados cerrados se mueven y las comisuras de su boca se esfuerzan por contener una
sonrisa burlona.
—¿Y si quiero ser un chico malo? —pregunta.
—Estás hablando —señalo, y abre uno de los ojos para desafiarme. Nada puede evitar que
sonría al ver esa cara, por muy seria que quiera estar.
—Buenos días.
Es demasiado rápido. En una milésima de segundo, me encuentro boca arriba atrapada bajo su
cuerpo, con los brazos sujetos sobre mi cabeza. Ni siquiera me da tiempo a asimilar su ataque o a
emitir un grito de sorpresa.
—Alguien está pensando en echar un polvo somnoliento —musita mientras se inclina para
mordisquearme la nariz.
—No, estoy pensando en Jesse Ward, lo que significa que tengo distintas variedades de polvos
en mente.
Enarca las cejas lenta y pensativamente.
—Eres insaciable, preciosa mía —dice, y me besa con fuerza—. Pero vigila esa boca.
Me apresuro a devolverle el beso, pero me detiene y me aparta. Lo miro mal y sonríe con su
sonrisa de pillo. Lo miro peor todavía, pero hace caso omiso.
—He estado pensando —anuncia.
Dejo de fruncir el ceño al instante. Cuando Jesse piensa es mejor echarse a temblar.
—¿En qué? —pregunto con recelo.
—En lo dramática que ha sido nuestra vida de casados.
Es verdad. No puedo discutírselo, pero ¿adónde quiere ir a parar con esto?
—¿Y? —digo alargando la palabra para que continúe hablando.
—Vayámonos unos días —me ruega. Sus ojos verdes me suplican y ahora también está haciendo
pucheros. Creo que ha empezado a darse cuenta de que esa cara tiene el mismo efecto que un polvo
de entrar en razón—. Los dos solos.
—Jamás volveremos a estar solos —le recuerdo.
Se incorpora y mira mi vientre. Sonríe y se inclina para besarme la barriga y después vuelve a
mirarme con ojos de cachorrito.
—Déjame quererte. Deja que te tenga para mí solo unos días.
—¿Y mi trabajo? —replico, aunque últimamente mi dedicación es muy cuestionable.
—Ava, ayer sufriste un accidente de tráfico.
—Ya. Pero tengo que visitar a clientes, y Patrick...
—Yo me encargaré de Patrick —me interrumpe—. Él se encargará de tus clientes.
Lo miro con recelo.
—¿Quiere decir eso que piensas amenazarlo? —inquiero. Finge estar dolido. No cuela.
—Hablaré con Patrick.
—Con educación.
Sonríe.
—Más o menos.
—No, Ward. De más o menos, nada. Con educación y punto.
—¿Eso es un sí? —pregunta, esperanzado. Me dan ganas de abrazarlo. Es imposiblemente
adorable.
—Sí —confirmo. Necesita un respiro tanto como yo, probablemente más. Lo sucedido ayer no
va a ayudar en nada a su preocupación—. ¿Adónde vamos?
De repente entra en acción y salta de la cama como un niño emocionado la mañana de Navidad.
—A cualquier sitio, me da igual.
—Pues a mí no. ¡No pienso ir a esquiar! —Me siento tiesa en la cama al instante al pensar en
verme equipada con la ropa de esquí y unas enormes tablas de madera en los pies.
—No seas idiota, mujer. —Pone los ojos en blanco y desaparece en el vestidor para reaparecer
unos momentos después con una maleta—. Llevas a mis bebés ahí dentro —añade señalando mi
vientre—. Tienes suerte de que no te encadene a la cama lo que te queda de embarazo.
—Puedes hacerlo si quieres —digo apoyando las muñecas contra la cabecera—. No voy a
protestar.
—Es usted una seductora, señora Ward. Ven a hacer la maleta. —Vuelve al vestidor y me deja
esperando en la cama.
Con un gruñido lo bastante sonoro como para que me oiga, me arrastro fuera de la cama y lo
sigo hasta la habitación que tenemos por armario. Está sacando ropa al azar y tirándola en un montón
junto a la maleta.
—¿Adónde vamos?
—No lo sé. Haré unas cuantas llamadas.
Está haciendo su maleta feliz y contento, y de repente levanta la vista hacia donde me encuentro,
apoyada en el marco de la puerta.
—¿No haces la tuya?
—No sé adónde voy. ¿Hará frío, hará calor? ¿Iremos en coche, en avión?
—En coche —afirma rotundamente, y se vuelve para coger más camisetas—. No puedes volar.
—¿Cómo que no puedo volar? —espeto a su espalda.
—No lo sé. Por lo de la presión en cabina y todo eso —responde encogiendo sus hombros
desnudos—. Igual aplasta a los bebés.
Me echo a reír para no darle un coscorrón.
—¡Dime que estás de coña!
Se vuelve lentamente para mirarme. A él no le hace ninguna gracia, su cara lo dice todo.
—No bromeo en lo que se refiere a ti, Ava. Ya deberías saberlo.
Esto es ridículo.
—La presión en cabina no aplastará a los bebés, Jesse. Si quieres que nos vayamos por ahí,
será en avión —declaro, y estoy a punto de dar una patada en el suelo para reafirmar mi postura.
Parece algo sorprendido por mi exigencia, y se sume en sus pensamientos mientras se
mordisquea el labio. Sus engranajes mentales entran en acción.
—No es seguro que vuelen las mujeres embarazadas —dice tranquilamente—. Lo he leído.
—¿Dónde lo has leído? —pregunto riéndome, temiendo que esté a punto de sacar alguna guía de
embarazo. Dejo de reírme inmediatamente cuando mete la mano entre sus trajes y saca una guía de
embarazo de verdad.
—Aquí. —La sostiene algo avergonzado—. También deberías tomar ácido fólico.
Me quedo mirando el libro que tengo delante con la boca abierta y observo con una mezcla de
estupefacción y diversión cómo empieza a pasar las páginas. Algunas tienen las esquinas dobladas, e
incluso me parece ver algún párrafo subrayado con un rotulador fosforito. Está buscando algo en
concreto y no puedo hacer otra cosa que esperar aquí de pie, mirando, mientras mi guapo y neurótico
obseso del control lo encuentra.
—Aquí, mira. —Me planta el libro en la cara y señala el centro de la página, donde hay un
apartado subrayado con rotulador rosa—. «El Ministerio de Salud recomienda que las mujeres tomen
un suplemento diario de cuatrocientos microgramos de ácido fólico mientras intentan concebir, y
deberían continuar con esta dosis durante las primeras doce semanas de embarazo, período en el que
se desarrolla la columna vertebral del bebé.» —Frunce el ceño—. Pero tenemos dos bebés, así que
igual deberías tomar ochocientos microgramos.
Mi corazón está a punto de estallar.
—Te quiero —digo sonriendo.
—Lo sé. —Pasa más páginas—. Lo de volar está por aquí, en alguna parte. Espera...
Le quito el libro de las manos y ambos vemos cómo cae al suelo, donde rebota una vez antes de
asentarse en él. Me mira con recelo y sus labios forman una línea recta. Me entra la risa y su
semblante se vuelve aún más severo. Le doy una patada al libro y lanza un grito ahogado de
indignación.
—Recoge el libro —ruge.
—Es una estupidez. —Le doy otra patada. Sigo riéndome.
—Recoge el libro, Ava.
—No —respondo con petulancia. Sé perfectamente lo que estoy provocando. Mis ojos se
deleitan ante la ferocidad que emana de su esbelto físico.
Enarca las cejas y la característica arruga de su frente empieza a marcarse. No sabe si hacerlo o
no. Sabe lo que pretendo. Entonces, tres dedos aparecen ante mí.
—Tres —susurra.
Mi sonrisa se vuelve más amplia y le aparto la mano.
—Dos —le respondo.
Hace todo lo posible por contener su propia sonrisa.
—Uno.
—Cero, nena —termino por él, y dejo escapar un alarido de complacencia cuando me carga
sobre su hombro con convicción pero con cuidado y me traslada a la habitación.
Me río con ganas cuando me suelta sobre la cama con demasiada precisión, me cubre con su
cuerpo y me aparta el pelo de la cara.
—Señorita, ¿cuándo vas a aprender? —pregunta. Me coge de la nuca y me levanta la cabeza
hasta que rozo su nariz.
—Nunca —admito.
Me sonríe con esa sonrisa reservada sólo para mí.
—Eso espero. Bésame.
—¿Y si no lo hago? —pregunto. Sé que lo haré. Y él también lo sabe.
Se inclina y apoya la punta del dedo en el hueco sobre el hueso de mi cadera. Contengo la
respiración.
—Los dos sabemos que vas a besarme, Ava. —Me hace cosquillas con los labios en los míos
—. No perdamos el tiempo con tonterías cuando podría estar perdiendo el sentido contigo. Bésame
ya.
Mi lengua se desliza entre mis labios, roza su labio inferior y empiezo a provocarlo dándole
pequeños lametones hasta que cede y también libera su lengua. Nos encontramos en el centro y
trazamos dulces círculos hasta que gruñe y ataca mi boca con una fuerza bruta. Me anoto un tanto
mental. Le resulta tan imposible resistirse a mí como a mí me sucede con él.
—Mmm —suspiro mientras igualo la intensidad de sus lametones.
Esto es lo que necesitamos, unos cuantos días solos para amarnos y acostumbrarnos a nuestro
inminente futuro juntos. Un futuro en el que ahora hay dos pequeños. Necesito a Jesse para mí sola un
tiempo, sin distracciones. Sólo él, sin problemas. Sólo nosotros.
—En realidad no pone nada de que no pueda volar, ¿verdad? —pregunto. Sé que no puede ser,
porque he visto mujeres embarazadas en aviones. No es más que otra de las estúpidas reglas de
embarazo de Jesse.
Me muerde y me chupa el labio.
—Es algo lógico —dice.
—No. Es neurótico —discrepo—. Las mujeres embarazadas vuelan todo el tiempo, así que vas
a llevarme en avión a algún sitio cálido y vas a dejar que me sacie contigo todo lo que quiera.
Contacto constante. Quiero contacto constante. —Sé que eso lo complacerá, y cuando levanta la
cabeza arrastrando mi labio entre sus dientes, la maravillosa sonrisa dibujada en su rostro lo
confirma.
—Me muero de ganas. —Me besa la nariz y se levanta—. Venga, vamos. Estamos perdiendo
mucho tiempo de saciarnos. —Me guiña un ojo, da media vuelta y me deja holgazaneando entre las
sábanas blancas, en el séptimo cielo de Jesse.
Tiro de mi maleta y ésta empieza a rebotar en la escalera.
—¡Eh! —El grito me hace dar un brinco a medio paso y me agarro del pasamanos para no
caerme. Un sonoro grito ahogado de pánico inunda el aire seguido de unos fuertes pasos que
ascienden por los escalones. Me agarra y me inmoviliza—. ¿Qué coño haces, mujer?
Mi sobresalto se transforma en ira.
—¡Joder, Jesse! ¡Relájate, hostia! ¡Casi me caigo por tu puta culpa! —Al instante me doy cuenta
de lo que he hecho, y el gruñido de Jesse confirma que acabo de decir un montón de tacos. Tres de
una tirada, para ser exactos. Me preparo para la bronca cerrando un ojo y encogiéndome.
—¡¿Quieres hacer el favor de vigilar esa puta boca?! —Coge mi maleta—. ¡Espera aquí! —
ladra, y obedezco, pero principalmente porque su aturdidor grito de furia me ha dejado inmóvil y sin
palabras.
Prácticamente lanza la maleta cuando llega abajo mientras masculla y maldice entre dientes.
Después vuelve a subir y me coge en brazos.
—Podrías haberte partido el puto cuello.
—¡Llevaba bien la maleta! ¡Ha sido tu grito lo que casi hace que me caiga! —No forcejeo ni
intento liberarme.
—El único peso que debes llevar es el de mis pequeños.
—¡Nuestros pequeños!
—¡Eso es lo que acabo de decir! —Me deja en el suelo—. No hagas ninguna estupidez,
señorita. —Me recoloco la camiseta resoplando.
—¿Desde cuándo es una estupidez llevar una maleta?
—¡Desde que estás embarazada!
Esto es el colmo.
—Ward, será mejor que te relajes o... —Lo apunto con un dedo—: ¡Cornualles!
Se echa a reír, lo que no hace sino aumentar mi frustración unos cuantos niveles. Debería
preocuparse, no reírse.
—¿Cuántas veces vas a amenazarme con el puto Cornualles? —pregunta con engreimiento,
como si supiera que jamás cumpliré mi amenaza. Puede que lo haga. No me entusiasma la idea de
pasarme todo el embarazo con mis padres, pero cualquier cosa será mejor que esto.
—¡Me iré ahora mismo! —le grito a la cara.
—Muy bien. Yo te llevo. —Coge mi maleta, se dirige a la puerta y me mira por encima del
hombro mientras me quedo ahí plantada, perpleja. ¿Cómo que él me lleva?—. ¿Vienes o no?
Me está tomando el pelo.
—¿Has llamado a Patrick? —pregunto tras él. Jesse jamás me llevaría voluntariamente a casa
de mi madre.
—Sí —responde tajantemente—. Tienes que volver al trabajo el martes. —Cierra la puerta
cuando salgo y llama el ascensor.
—No puedo creer que hayas puesto la cuenta atrás de código —gruño, pero él no me hace caso.
Bajamos en silencio. Yo lo miro en las puertas de espejo mientras él llama a John. Hace como
si no estuviera.
Las puertas se abren. Me insta a salir con un gesto de la cabeza mientras continúa la
conversación con el grandullón y le pide que le diga a Steve que se encargue él antes de decirle que
va a llevarme a casa de mis padres. Todavía no me lo creo. ¿Y que se encargue Steve de qué?
—¡Hola, Ava! —El alegre tono de Casey logra cambiar rápidamente mi ceño fruncido por una
abierta sonrisa.
—¡Señora Ward! —brama Jesse, que todavía habla con John mientras pasamos junto al
mostrador del conserje.
No le hago caso.
—¡Buenos días, Casey! ¿Qué tal?
—Muy bien, gracias. Hoy hace un día estupendo. —Señala hacia el exterior con la cabeza y al
volverme veo que luce un sol espléndido—. Que tenga usted un buen día, Ava.
—Gracias.
Salgo al bochornoso exterior toda distraída y al instante me doy cuenta de que mi regalo de
boda ha regresado por arte de magia del Lusso, aunque pronto me olvido de mi flamante Range
Rover blanco al ver un Aston Martin.
—Sí, gracias, grandullón. —Jesse cuelga, se dirige al maletero del coche extraño y guarda en él
las maletas.
—¿Qué es esto? —pregunto señalando el DBS.
Cierra el maletero y se da unos golpecitos en la barbilla con aire pensativo.
—Creo que podría ser un coche.
—El sarcasmo no te pega, Dios. ¿De dónde ha salido?
—De un garaje, para sustituir al mío hasta que lo encuentren. —Me coge del brazo y me insta a
meterme en el vehículo.
—¿Todavía no han encontrado tu coche?
—No —responde tajantemente sin darme pie a insistir en el tema, aunque eso no logra
detenerme.
—¿Qué tiene que hacer Steve? —pregunto, y veo que por unos instantes actúa con menos
determinación.
—Nada —miente. Arqueo una ceja con recelo para que sepa que lo sé—. Va a encargarse de
algunas cosas por mí —añade, y me suelta mientras estira el brazo para abrocharme el cinturón.
Le golpeo las manos cuando empieza a ajustarme la cinta inferior sobre el vientre.
—¿Quieres parar ya? —Se las aparto y le cierro la puerta en toda la cara.
Él se queda cavilando al otro lado de la ventanilla, mirándome mal. Empiezo a desear que me
lleve de verdad a casa de mi madre. No sé si puedo soportar esto, y ni siquiera voy a intentar
convencerme de que puede parar. Parece que dos bebés implican doble sobreprotección.
Sobreprotección de Jesse. Y sé perfectamente de qué va a encargarse Steve, y también sé que si
Jesse no le pegó una paliza es porque accedió a ocuparse del tema de las drogas que me echaron, y
ahora también del accidente. Me apoyo en el reposacabezas y me vuelvo un poco para ver cómo se
acomoda y ajusta el asiento del conductor, alejándolo todo lo posible del volante para que quepan
sus largas piernas.
—¿Por qué no vamos en mi coche? —pregunto señalando con la cabeza mi brillante bola de
nieve. Él se queda parado y me mira con el rabillo del ojo.
—No puedes conducir mucho.
Sonrío para mis adentros.
—No, pero podrías conducirlo tú.
Debería insistirle y obligarlo a conducir el maldito tanque. Seguro que también es a prueba de
balas.—
Sí, podría, pero ahora tengo éste —responde sin más, y arranca el motor y acelera para oír su
rugido con una amplia sonrisa de satisfacción—. Escucha eso. —Suspira, pisa el embrague y el
coche se pone en marcha.
A regañadientes, admiro el rugido gutural del DBS y observo a Jesse admirando su magnífico
perfil.—
Bueno, ¿adónde vas a llevarme? —pregunto mientras saco mi móvil del bolso.
—Ya te lo he dicho, a casa de tu madre.
Pongo los ojos en blanco de manera teatral. Sé que preferiría meter la cabeza en agua hirviendo
antes de ir a ver a mi madre por su propia voluntad.
—Vale —suspiro, y me dispongo a llamar a Kate.
—Dame tu móvil. —Acerca la mano para cogerlo—. Nada de teléfonos.
—Tengo que llamar a Kate.
Me lo quita y lo apaga.
—Ya he llamado a todos los que tienen que saber que nos vamos, Kate incluida. Relájate,
señorita.
No intento reclamarlo. No lo quiero.
—Ava, nena, despierta.
Abro los ojos, me estiro y mis manos chocan contra algo. Levanto la vista, confusa, y veo el
techo del coche. Después mis ojos adormilados miran a un lado y se encuentran de frente con mi
maravilloso controlador, que me sonríe alegremente.
—¿Dónde estamos? —pregunto frotándome los ojos.
—En Cornualles —se apresura a responder.
Mi cerebro registra al instante que necesito orinar.
—Ya vale —lo reprendo. Estoy algo quejica también—. Tengo que hacer pis.
Me vuelvo en mi asiento, cojo la manija para abrir la puerta y veo el entorno que nos rodea.
Reconozco ese muro bajo que bordea el pequeño cementerio, y la pequeña cabaña en la que puedes
entrar para tomar el sendero que lleva a la playa, y la mezcla de arena y hojas que se acumula en el
pequeño canal. Me resulta familiar. Demasiado familiar.
Me vuelvo hacia él.
—¿No era coña? —Miro otra vez, pero los trajes de buzo tendidos en el jardín que hay al otro
lado de la carretera confirman mis temores—. ¿Vas a dejarme en casa de mi madre? —digo
reflejando lo herida que estoy.
Tal vez él tampoco se vea capaz de soportar su ridícula sobreprotección y haya llegado a la
conclusión de que, si deja que mis padres cuiden de mí durante este embarazo, probablemente se
evite el infarto que va a sufrir a este paso. Y puede que esto también salve nuestro matrimonio,
porque si seguimos así nos esperan unos cuantos meses de exceso de control por su parte y de exceso
de resistencia por la mía, al menos hasta que esté demasiado gorda como para contraatacar. Me
pondré como una ballena. Gigante. Enorme. Gorda y preñada y en absoluto sexy. Creo que voy a
llorar. Desliza la mano por mi cuello y me agarra de la nuca para que me vuelva hacia él.
—No me amenaces con Cornualles. —Sonríe con malicia y me echo a llorar como una
embarazada estúpida con las hormonas alteradas. A través de mis lágrimas irracionales, veo que su
sonrisa se desvanece y es reemplazada por una mirada de preocupación—. Nena, es una broma.
Tendrían que matarme para apartarme de ti. Ya lo sabes. —Tira de mí, me coloca sobre su regazo y
yo hundo la cara en su cuello sollozando como una tonta. Sé que me estoy comportando de una
manera totalmente irracional. Él jamás me dejaría. ¿Qué coño me pasa?—. Ava, mírame.
Me sorbo los mocos y levanto a regañadientes la cabeza para dejar que vea mi cara cubierta de
lágrimas.
—Voy a ponerme gordísima. ¡Enorme! ¡Son mellizos, Jesse!
Mi engreimiento del hospital ha desaparecido. Toda mi idea de torturarlo con bebés gritones y
con mis cambios de humor acaba de esfumarse. Mi cuerpo va a estirarse por todas partes. Tengo
veintiséis años. No quiero tener pellejos colgando ni tampoco estrías. Jamás volveré a lucir lencería
de encaje.
—Ya no... —No quiero ni pensarlo, y me cuesta un mundo decirlo.
—¿Te desearé? —dice terminando la frase por mí. Sabe cómo me siento.
Asiento ligeramente y me siento culpable por ser tan egoísta, pero cuando pienso en cómo me
mira cada vez que me tiene en sus brazos, o cada vez que me mira, simplemente... no sé qué haría si
jamás volviera a mirarme así. Lo necesito. Es una parte importantísima de nuestra relación.
—Sí. —He de ser sincera. Es uno de mis temores, junto con todos los demás que acompañan
este embarazo.
Sonríe un poco, me coloca la mano en la mejilla y me la acaricia trazando suaves círculos con
el pulgar.
—Nena, eso no va a pasar.
—¿Y cómo lo sabes? No sabes cómo te sentirás cuando tenga los tobillos hinchados y camine
como si me hubieran metido una sandía a presión.
Se echa a reír con ganas.
—¿Así va a ser?
—Seguramente.
—Deja que te diga una cosa, señorita. Cada día que pasa te deseo más, y creo que llevas a mis
hijos ahí dentro desde hace unas cuantas semanas —dice, y me acaricia la barriga suavemente con la
otra mano.
—Todavía no estoy gorda —mascullo.
—No vas a engordar, Ava. Estás embarazada. Y además, pensar que tienes algo que forma parte
de ti y de mí ahí dentro, calentito y a salvo, hace que me sienta tremendamente feliz y... —empuja
lentamente las caderas hacia arriba. Está empalmado— hace que te desee aún más si cabe. Así que
cállate y bésame, esposa.
Le lanzo una mirada cínica y él me mira con expectación mientras sube la cadera de nuevo. Me
excito al instante y prácticamente me abalanzo sobre él, y en este mismo momento decido que no
pienso dejar que eso suceda. Voy a hacer esos ejercicios pélvicos hasta que me ponga morada del
esfuerzo. Y pienso ir a correr, y llevaré encaje cuando esté de parto.
—Mmm, ésta es mi chica —murmura cuando me aparto un segundo para que respire—. Joder,
Ava, me encantaría arrancarte esas bragas de encaje y follarte como un loco aquí mismo, pero no
quiero montar un espectáculo.
—Me da igual —replico, y lo ataco de nuevo. Hundo la lengua en su boca y lo agarro del pelo
con fuerza. Acaba de decir que quiere follarme, y me da igual dónde estemos.
—Ava. —Forcejea conmigo entre risas—. Para o no me hago responsable de mis actos.
—Tranquilo, no te haré responsable —digo. Tiro de su camiseta y me aferro a su erección.
—Joder, mujer —gruñe.
Casi lo tengo, pero entonces oigo unos fuertes golpes en la ventanilla a mi lado. Me aparto al
instante lanzando un grito ahogado de sorpresa e intento dominar mi casi indómita lujuria. Nos
miramos el uno al otro durante unos segundos, ambos jadeando, y después giramos la cabeza al
unísono en dirección al cristal.
Es un policía, y no parece muy contento. Jesse me aparta de su regazo y me coloca rápidamente
en mi asiento, donde empiezo a alisarme el pelo y me pongo de todas las tonalidades de rojo que
existen. Él esboza su sonrisa de pícaro mientras observa cómo me arreglo.
—Así aprenderás. —Baja la ventanilla y dirige la atención hacia el poli—. Disculpe, agente.
Está embarazada. Las hormonas, ya sabe... No me quita las manos de encima —dice conteniendo la
risa, mientras que yo resoplo indignada y le doy un golpe en el muslo. Jesse se echa a reír, me coge
la mano y me la aprieta—. ¿Lo ve?
El policía carraspea y se pone colorado.
—Sí..., bueno..., eh..., están en un lugar público —dice señalando a nuestro alrededor—.
Prosigan su camino.
—Hemos venido de visita.
Jesse vuelve a subir la ventanilla para bloquear cualquier posible balbuceo y tartamudeo
incómodo adicional del abrumado policía y vuelve su rostro socarrón hacia mí. Está de buen humor.
Es un sinvergüenza, como siempre, pero adorable, encantador y pícaro.
—¿Preparada?
—Creía que íbamos a viajar en avión.
Me encanta Newquay, y estoy deseando ver a mis padres, pero lo que necesito en estos
momentos es disfrutar de Jesse para mí sola.
—Y lo haremos, después de contarle a mi encantadora suegra que va a ser abuela. —Baja del
coche dejándome horrorizada. De repente se me han quitado las ganas de ver a mi madre. Le va a dar
algo. La puerta de mi lado se abre—. Vamos.
Cierro los ojos e intento reunir algo de paciencia.
—¿Por qué me haces esto? —pregunto.
—Tienen que saberlo. —Me coge de la mano y tira de mí.
—No, lo que pasa es que te mueres por anunciarle a mi madre de sólo cuarenta y siete años que
va a ser abuela.
—Para nada —responde a la defensiva, pero lo he pillado. Le encanta buscarle las cosquillas.
Cogiéndome de la mano, me guía por la entrada hasta la puerta del adosado de mis padres junto al
mar.
—¿Cómo sabías dónde era? —digo. Acabo de pensarlo. Nunca había venido. ¿O sí?
—Llamé y les pregunté la dirección, y creo que ése es el coche de tu padre —dice señalando el
Mercedes—. ¿No?
—Sí —gruño.
Por lo visto, nos están esperando.
Cuando llegamos a la puerta principal, Jesse levanta mi mano, me la besa con dulzura y me
guiña un ojo. Yo sonrío al pícaro irritante. De pronto, saca un par de esposas y nos las pone en las
muñecas.
—¿Qué haces? —inquiero. Intento apartarme pero es demasiado tarde: sabe manejarlas
perfectamente—. ¡Jesse!
La puerta delantera se abre y tras ella aparece mi madre, encantadora con un par de vaqueros
piratas y un jersey de color crema.
—¡Ya ha llegado mi chica!
—¡Hola, mamá! —exclama Jesse levantando nuestras manos esposadas y saludando con la
mano con una sonrisa. Sabía que iba a hacerlo, y aunque mi pobre madre acaba de quedarse
petrificada, no puedo evitar sonreír. Está en modo travieso y juguetón, y me encanta.
Mi madre se acerca nerviosa, inspecciona el terreno detrás de nosotros para comprobar que
nadie lo ha visto y agarra a Jesse del brazo y lo empuja hasta el recibidor.
—Quítale esas esposas a mi hija, delincuente.
Él se echa a reír y me las quita al instante. Mi madre recupera rápidamente la sonrisa.
—¿Contenta? —pregunta Jesse.
—Sí. —Le da un golpecito en el hombro y se acerca para estrecharme contra su pecho—.
Cuánto me alegro de verte, cariño. He preparado la habitación de invitados.
—¿Vamos a quedarnos? —pregunto aceptando su abrazo.
—Volamos por la mañana —me informa Jesse—. He pensado que sería mejor que viniéramos a
hacerles una visita antes de que tu madre piense que te impido verla.
Ella me suelta y abraza a mi marido.
—Gracias por traerla de visita —dice, y lo abraza aún más fuerte.
Sonrío al ver cómo acepta su abrazo y pone los ojos en blanco. Todo esto no le gusta. Sé que
preferiría tenerme en exclusiva todos los días de la semana, pero está haciendo un esfuerzo, y eso
hace que lo quiera aún más si cabe.
—Aprovéchate porque voy a secuestrarla por la mañana.
—Sí, sí, ya lo sé —dice mi madre, soltándolo—. ¡Joseph! ¡Ya están aquí! Voy a hacer té.
La seguimos hasta la cocina y echo un vistazo a la casa. Todo está limpio y ordenado, como
siempre en casa de mis padres. No me crié en este lugar, pero mi madre se ha propuesto crear aquí
una réplica de la casa de mi infancia. Incluso hizo que derribaran una pared para unir la cocina y el
salón y crear una sala familiar enorme.
Mi padre está sentado a la mesa de la cocina, leyendo un periódico.
—¡Hola, papá! —digo inclinándome por encima de su hombro, y le doy un beso en la mejilla.
Él se pone tenso como siempre que se enfrenta a un momento de afecto.
—Ava, ¿cómo estás? —Cierra el periódico y le ofrece la mano a Jesse, que ya se ha
acomodado en la silla que hay junto a él—. ¿Aún te tiene alerta?
—Por supuesto. —Jesse me mira de soslayo y yo resoplo.
Voy al cuarto de baño y luego me siento a la mesa junto a mi padre y mi marido y observo en
silencio cómo charlan tranquilamente mientras mi madre prepara té e interviene en la conversación
de vez en cuando. Es una escena maravillosa, y si alguien me hubiera dicho que esto iba a suceder
cuando me enrollé por primera vez con mi señor de La Mansión del Sexo, me habría reído en su cara.
Jamás lo habría imaginado. Me siento muy feliz.
—He pensado que podríamos ir a cenar a The Windmill —dice mamá mientras deja el té en la
mesa—. Iremos dando un paseo. Parece que hará buena noche.
Mi padre gruñe su asentimiento, probablemente ansioso por tomarse unas cuantas pintas.
—Buena idea —dice.
—Perfecto —conviene Jesse. Me pone la mano sobre la rodilla y me da un pequeño apretón. Sí,
es perfecto.



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