Capítulo 19
El silencio que nos rodea es doloroso. Durante
el trayecto en ambulancia, yo lloraba y Jesse me
decía cuánto me amaba. No puedo evitar pensar
que lo hace simplemente porque no sabe qué otra
cosa hacer. No hay consuelo en esas palabras. No
ha dicho que no pasa nada porque sé que sí pasa.
No ha dicho que no es culpa mía porque sé que lo
es. No ha dicho que estaremos bien de cualquier
manera, y no sé si lo estaremos. Ahora que
empezaba a ver la luz al final del túnel interminable de
problemas, nos toca la peor de las calamidades,
un daño irreparable. No creo que nada pueda
arreglar esto. Va a poner a prueba el amor que
sentimos el uno por el otro. Sin embargo, el dolor que
noto en las entrañas no me llena de esperanza.
No estoy segura de que podamos sobrevivir a esto. Me
lo echará siempre en cara.
Me saca en brazos de la ambulancia y rechaza la
silla de ruedas que le ofrece una enfermera.
Sigue al doctor en silencio a través de un
pasillo en el que hay mucho ajetreo, con la vista al frente y
respondiendo a todo lo que le preguntan con
monosílabos. Sólo percibo el atronador latido del
corazón de Jesse bajo la mano que descansa en su
pecho. Mis terminaciones nerviosas parecen haber
muerto. No siento nada.
Tras una eternidad subiendo y bajando con
suavidad en los brazos de mi marido, me deposita en
una enorme cama de hospital en una habitación
privada. Es considerado, y todas sus acciones son
dulces y cariñosas: me acaricia el pelo, me
coloca la cabeza sobre la almohada y me cubre las
piernas con la fina sábana que está doblada a
los pies. Pero todavía no hay palabras de consuelo o
apoyo.
Estamos rodeados por todos lados de aparatos e
instrumental médico. Una enfermera permanece
en la habitación, pero los hombres de la
ambulancia se marchan tras dar un breve parte sobre mí, lo
que ha ocurrido y las observaciones que han
realizado de camino al hospital. La enfermera toma nota,
me pone cosas en la oreja y sostiene otras cosas
contra mi pecho. Me hace preguntas y yo respondo
en voz baja, aunque todo el tiempo mantengo la
vista fija en Jesse, que está sentado en una silla con
la cabeza entre las manos.
La enfermera me pasa un camisón y tengo que
dejar de mirar a mi afligido hombre. La mujer me
sonríe. Es una sonrisa compasiva. Después se marcha
de la habitación. Sostengo un rato el camisón y
el tiempo pasa. Pienso que podría ser la semana
siguiente, o incluso el año que viene. Quiero que sea
ya el año que viene. ¿Se habrán ido ya para
entonces este dolor y este sentimiento de culpa
paralizante?
Al final me vuelvo hacia un lado de la cama, le
doy la espalda a Jesse y me bajo la cremallera
del vestido. En el silencio, lo oigo levantarse,
como si mis movimientos lo hubieran sacado de su
pesadilla y se hubiera dado cuenta de sus
obligaciones.
Se planta delante de mí. Me escuecen los ojos y
sigo mirando al suelo.
—Déjame a mí —dice con ternura, y se ocupa de
quitarme el vestido.
—No pasa nada. Puedo hacerlo yo sola —contesto
en voz baja. No quiero que haga nada que no
quiera.
—Es probable. —Me quita el vestido por encima de
la cabeza—. Pero ése es mi trabajo y
quiero conservarlo.
Empieza a temblarme la barbilla cuando trato de
contener las lágrimas. No quiero que se sienta
más culpable aún.
—Gracias —susurro, pero evito que vea mis ojos
llorosos.
Es una misión imposible, especialmente cuando se
inclina, hunde la cabeza en mi cuello y yo
escondo la mía en el suyo.
—No me des las gracias por cuidarte, Ava. Para
eso he venido al mundo. Es lo que me mantiene
aquí. No se te ocurra darme las gracias.
—Lo he fastidiado todo. He destruido tu sueño.
Me tumba en la cama y se arrodilla delante de
mí.
—Mi sueño eres tú, Ava. Día y noche, sólo tú.
—Veo borroso, pero distingo perfectamente las
lágrimas que caen de sus ojos verdes—. Puedo
arreglármelas sin nada, excepto sin ti. Nunca podría.
No insinúes que crees que es el final. Para
nosotros nunca habrá final. Nada nos separará, Ava. ¿Me
entiendes?
Asiento pese a mi llanto silencioso, incapaz de
articular palabra. Se seca las mejillas con el
dorso de la mano.
—Haremos que esta gente nos diga que todo está
bien y nos iremos a casa para estar juntos.
Asiento de nuevo.
—Dime que me quieres.
Se me escapa un fuerte sollozo y mis brazos
buscan sus hombros para atraerlo hacia mí.
—Te necesito.
—Y yo a ti —susurra. Tiene las manos en mi
espalda, frías y temblorosas, pero me dan el apoyo
que me hace falta. Estaremos bien. Con el
corazón roto, pero bien—. Voy a ponerte el camisón.
Me levanta de la cama pero él permanece
arrodillado. Me quita la ropa interior manchada de
sangre. No puedo verlo. Aprieto los párpados y
siento sin ver cómo mis bragas se deslizan por mis
muslos. Me da un golpecito en los tobillos para
poder quitármelas por los pies, pero durante todo el
tiempo permanezco con los ojos cerrados. Se
aparta de mi lado un instante y oigo correr el agua de
un grifo abierto. Vuelve y, con cuidado, me pasa
un trapo húmedo por el interior de los muslos. Se
me encoge el corazón en el pecho y reprimo las
lágrimas que amenazan con brotar.
—Los brazos. —El tono cariñoso con el que
pronuncia la orden me anima a abrir los ojos.
Sostiene el camisón delante de mí. Me lo mete
por los brazos y me da la vuelta para poder atármelo
—. Arriba. —Me coloco en posición y llaman a la
puerta. Entonces, Jesse les dice que pueden pasar.
Entra la misma enfermera pero esta vez trae
consigo a un médico. Cierra sin hacer ruido y
saluda a mi marido con una inclinación de la
cabeza. Jesse está más alerta y sé por qué.
El médico ajusta la máquina que hay a un lado de
la cama y se sienta en el borde.
—¿Cómo te encuentras, Ava? —me pregunta.
—Bien.
Me sale la misma palabra que Jesse ha amenazado
con estamparme en el culo. Mi hombre
suspira pero no dice nada.
—Estoy bien, gracias.
—Vale. ¿No te duele nada? ¿Sientes alguna
molestia? ¿Tienes cortes o magulladuras?
—No, nada.
Sonríe ligeramente.
—Vamos a ver qué hay. Voy a examinarte.
Incluso ahora, en nuestro momento más triste,
siento que Jesse se tensa ante la perspectiva de
que otro hombre me ponga las manos encima. Lo
miro con ojos suplicantes pero él niega con la
cabeza.—
Voy a esperar fuera —dice en voz baja dando un
paso atrás en dirección a la puerta.
—¡Ni lo sueñes! —le espeto—. ¡No te atrevas a
dejarme!
Sé que lo está pasando fatal y que la idea de
que otro hombre me toque le resulta insoportable.
Es parte de su territorialidad irracional, de su
forma de ser imposible. Pero tiene que superarlo.
El médico nos mira, algo desconcertado, y espera
a que Jesse tome la iniciativa y se siente a mi
lado en la cama. ¿Qué haré si se marcha? No creo
que pueda soportarlo. Sin embargo, respira hondo,
coge fuerzas y se sienta a mi lado. Me coge la
mano entre las suyas y se las lleva al pecho. Agacha la
cabeza. No puede mirar.
Estoy flanqueada a un lado y a otro. Un hombre
me examina con cuidado y el otro respira hondo
y me aprieta la mano. Echo la cabeza atrás y
miro al techo. Estoy deseando terminar con esto para
que Jesse pueda llevarme a casa y podamos
comenzar el doloroso proceso de asimilar lo que ha
pasado. ¿Quién conducía el DBS? Esto arroja una
luz completamente diferente sobre el episodio del
desmayo en el bar. No creo que Mikael esté tan
trastornado por la venganza como para llegar a estos
extremos.
—Está un poco frío —dice el médico.
A continuación desliza el aparato por mi
interior sin quitarle ojo a la pantalla y la pequeña
habitación se llena de unos zumbidos y unos
golpeteos distorsionados. El médico emite sonidos
extraños mientras aprieta botones con una mano y
con la otra hace presión con la sonda. No duele.
Nada duele porque todavía estoy insensible. Y de
repente deja de mover la mano y de pulsar botones
en el ecógrafo. Miro al médico, que está
estudiando con atención la imagen de la pantalla. Y al final
me mira.
—Todo está bien, Ava.
—¿Perdón? —susurro. Mi corazón moribundo se ha
despertado de repente y amenaza con
salírseme por la boca, decidido a asfixiarme del
susto.
—Todo correcto. Un leve sangrado en los primeros
meses del embarazo puede ser
perfectamente normal pero, dadas las
circunstancias, teníamos que ser precavidos.
Jesse me aprieta la mano con fuerza, tanto que
al final siseo de dolor. Afloja de inmediato y
levanta poco a poco la cabeza hasta que sus ojos
encuentran los míos. Son enormes estanques verdes
que reflejan su sorpresa y tiene las mejillas
empapadas. Sacudo la cabeza como si, de todo el horror
que ha traído el día, éste fuera el instante que
he soñado. Nos limitamos a mirarnos. Ninguno de los
dos sabe qué hacer con la noticia. Jesse intenta
hablar pero no puede. Yo lo intento también pero no
logro articular palabra.
Se pone en pie y vuelve a sentarse para
levantarse de nuevo después. Me suelta la mano.
—¿Ava sigue estando embarazada? Ella... ella...
hay... estamos...
El médico se ríe.
—Sí, Ava sigue estando embarazada, señor Ward.
Siéntese. Se lo mostraré.
Jesse me mira un instante con ojos estupefactos
y luego mira la pantalla.
—Prefiero estar de pie, si no le importa.
Necesito mover las piernas. —Se inclina sobre la
cama con los ojos entornados—. No veo nada.
Es duro, pero dejo de mirar a mi marido. Yo
también quiero verlo. No obstante, en la pantalla
sólo distingo borrones en blanco y negro.
—Miren, ahí están. Dos latidos perfectos.
Frunzo el ceño. ¿Dos latidos?
Jesse se echa hacia atrás y casi mira mal al
médico.
—¿Mi bebé tiene dos corazones?
El doctor se ríe y nos mira, divertido.
—No, señor Ward. Cada uno de sus bebés tiene un
corazón y los dos laten perfectamente.
Se queda boquiabierto y empieza a andar hacia
atrás hasta que la parte posterior de sus piernas
choca contra una silla y se cae de culo sobre el
asiento con un estruendo.
—Perdone, ¿me lo repite? —farfulla.
El médico sonríe. ¿Le hace gracia? A mí, desde
luego, no. ¿He pasado de tener un bebé a no
tener ninguno y ahora a tener dos? Al menos, eso
es lo que parece que está diciendo. El hombre de la
bata blanca mira a Jesse.
—Señor Ward. Se lo diré más claro, para que nos
entendamos.
—Se lo ruego —susurra Jesse.
—Su mujer espera mellizos.
—Joder. —Traga saliva—. Tenía el presentimiento
de que iba a decir eso. —Me mira, pero si
espera una palabra, una expresión facial o lo
que sea, puede esperar sentado. Todavía estoy
insensible y patidifusa. ¿Mellizos?
—Está de unas seis semanas.
Sí, estoy pasmada. No obstante, sé que lo que
dice el médico es imposible. Tuve la regla hace
cinco semanas, más o menos. No puedo estar de
más de cuatro.
—Perdone, pero no puede ser. Tuve mi última
regla en ese tiempo, y antes de eso tomaba la
píldora.
No tiene por qué enterarse de que me olvidé de
alguna pastilla aquí y allá. Ahora ya no importa.
—¿Tuvo usted el período? —pregunta.
—¡Sí!
—Eso no es inusual —contesta con naturalidad—.
Déjeme hacer algunas comprobaciones.
¿No lo es? Miro a Jesse con cautela pero sólo
veo un cuerpo esbelto petrificado en el sitio.
Parece un fósil. ¿Seguirá igual de entusiasmado?
No lo sé, pero más le vale acostumbrarse: es todo
culpa suya. No pienso cargar con la culpa de
esto. Sí, debería haber sido más cuidadosa. Debería
haber hecho caso de mi intuición y haberle
parado los pies antes. O tal vez no. Ésta es la venganza
suprema. Él no esperaba esto, no era lo que
quería. Si no estuviera tan atónita, pensaría que le he
dado en la cresta. Creo que me partiría de la
risa en su hermosa cara de sorpresa y le diría que él se
lo ha buscado. ¿No quería un bebé? Pues toma.
Así que más le vale espabilar e ir haciéndose a la
idea. Va a ser papá, ya lo creo que sí. Ya me
encargaré yo de que así sea. Mi ex donjuán neurótico e
imposible tiene todo un reto entre manos: una
esposa histérica hecha un saco de hormonas y dos
bebés. Sonrío para mis adentros mientras dejo
caer la cabeza sobre la almohada y viajo al país del
caos, un lugar en el que Jesse se tira de los
pelos. Y yo lo miro y sonrío a nuestros dos pequeños, que
corretean entre sus tobillos y reclaman su
atención. Es una fantasía que muy pronto se hará realidad.
Mi señor va a tener competencia en el apartado
de exigencias y demandas porque, si hay algo que
deseo con todo mi corazón, es que los bebés
hereden todos sus rasgos molestos e irritantes. Espero
que salgan a su padre y que lo desobedezcan
todos los días durante el resto de su vida. Miro su
cuerpo inmóvil y me río para mis adentros.
También espero que se parezcan a él, porque es muy
guapo y es todo amor, un amor tan intenso que se
le sale del pecho. Amor para mí y para nuestros
bebés. Acabo de aterrizar en el séptimo cielo de
Jesse.
Me aconsejan unos días de reposo y que me
examinen las cervicales. El médico imprime la
ecografía y nos da el alta. Salimos del hospital
cogidos de la mano. Jesse sostiene con cuidado la
pequeña imagen en blanco y negro. Tengo que indicarle
el camino todo el rato porque está
ensimismado con la foto y no ve por dónde va.
John viene a buscarnos y nos lleva al Lusso. Se ríe a
mandíbula batiente, a carcajada limpia, cuando
lo pongo al corriente de las novedades. He tenido que
hacerlo yo porque Jesse sigue mudo; ni siquiera
le pregunta a John si ha recuperado el DBS. Así que
lo hago yo. Ha perdido de vista el dichoso
coche.
Casey parece estupefacto al no recibir ningún
gruñido. Meto a Jesse en el ascensor e intento
sonsacarle el código nuevo. No me lo quiere
decir. Lo introduce en el sistema, abstraído en otra
cosa.
Tres, dos, uno, cero.
Me muero de la risa por dentro pero por fuera
mantengo la compostura.
Ahora estamos en la cocina, Jesse tirado en un
taburete, mirando la ecografía sin moverse, y yo
bebiéndome un vaso de agua, esperando que mi
hombre vuelva a la vida. Le doy media hora, luego le
tiraré un cubo de agua fría.
Voy arriba, llamo a Kate y oigo su grito ahogado
de sorpresa, primero por la dramática
persecución en coche, y después por la buena
nueva de los mellizos. Luego se ríe. Me ducho, me
seco el pelo, me echo crema y me pongo mis
pantalones de pescador tailandés. Al menos éstos se
irán ensanchando al mismo tiempo que mi barriga.
Cuando vuelvo abajo, todavía está sentado y sin
moverse en la isleta, mirando la imagen de la
ecografía.
Algo frustrada, me siento a su lado y acerco su
cara a la mía.
—¿Vas a volver a hablar algún día?
Sus ojos vagan por mi rostro durante una
eternidad. Encuentran los míos.
—Joder, Ava. No puedo respirar.
—Yo también me he quedado a cuadros —confieso,
aunque no tanto como él.
Los dientes se ciernen sobre el labio inferior y
lo agarran con fuerza. Los engranajes se ponen a
trabajar en el tema. Me pongo en alerta de
inmediato.
—Yo tenía un hermano mellizo —dice en voz baja
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