No volvemos a comentar nada del
tema boda. Se lo agradezco. A pesar del amor que nos tenemos, somos dos titanes
y nuestros encontronazos sé que nos asustan. Nos desorientan. Sé por Eric que
Amanda se marcha de nuevo a Londres. Cuanto más lejos esté de mí, mejor.
Simona y yo seguimos disfrutando
de «Locura esmeralda». Estoy enganchadísima al culebrón. Eric, cuando se
entera, se mofa de mí. No puede creer que yo esté enganchada a algo así. Yo
tampoco. Pero lo cierto es que deseo que Carlos Alfonso Halcones de San Juan
reciba su merecido a manos de Luis Alfredo Quiñones, y que Esmeralda Mendoza
recupere a su bebé, se case con su amor y sea por fin feliz. ¡Pa matarme!
Una tarde, cuando llega Eric a
casa, estoy trabajando en mi moto. Cuando oigo el coche rápidamente le echo el
plástico azul por encima y salgo del garaje. Corro a mi habitación, pero antes
me lavo las manos. Él no se percata de nada. Donde está la moto no se ve, ya
aunque yo respiro aliviada, cada día me es más difícil ocultarle el secreto. Mi
conciencia me dice que hago mal. Me martirizo, pero no sé cómo decírselo.
El sábado, Eric y yo nos
dirigimos por la noche a la fiestecita privada del Natch. Por fin voy a conocer
ese conocido bar de intercambio de parejas. Cuando entramos Eric me presenta a
Heidi y Luigi. Frida y Andrés se unen a nosotros, y poco después, Björn llega
con una amiga. Divertidos, tomamos algo cuando veo que aparece Dexter. Me
saluda y en mi oído murmura:
—Diosa, qué chévere. Muero por
verte sometida entre dos hombres.
Mi estómago se contrae, y Eric,
al imaginar lo que me ha dicho el otro, sonríe.
Una copa tras otra, y el local se
llena de gente. Todos parecen conocerse y charlan con afabilidad. Le he
prohibido a Eric que mencione que soy española. No soporto que nadie más diga
aquello de «¡olé, paella, torero!». Eric, risueño, me propone bailar. Accedo.
Entramos en un cuarto oscuro con una escasa luz violeta.
—No te soltaré. Tranquila.
Suena Cry me a river en la
voz de Michael Bublé. Eric me besa, y yo disfruto de su cercanía. Bailamos casi
a oscuras. Noto su excitación entre mis piernas y en cómo besa mi cuello. De
pronto siento unas manos detrás de mí. Alguien me toca la cintura. No veo su
rostro. Pero rápidamente sé quién es cuando escucho en mi oído:
—Suena nuestra canción, preciosa.
Sonrío. Es Björn. Al compás de la
música bailamos como hicimos aquel día en su casa, mientras yo dejo que sus
manos vuelen por todo mi cuerpo. Sexy. Aquella canción es sexy, excitante, y
mis dos hombres me vuelven loca. Eric me besa, y con posesión mete su mano por
debajo de mi vestido, llega hasta mi tanga y de un tirón lo arranca. Sonrío, y
más
cuando susurra en mi boca:
—Aquí no lo necesitas.
¡Glups y reglups!
Sonrío y disfruto. Me siento
lasciva. Caliente.
En ese momento, Björn me da la
vuelta y mis pechos quedan a su disposición. Pasea su boca por el escote de mi
vestido y me muerde los pezones a través de él. Duros. Así los pone. Después su
boca besa mi cuello, mis mejillas, mi nariz, pero cuando llega a la comisura de
mi boca se para. No traspasa el límite que sabe que no debe. Mientras, Eric me
sube el vestido y toca mi trasero en la oscuridad. Me aprieta contra él. Björn,
excitado, hace lo mismo. Eric vuelve a darme la vuelta, y ahora es Björn quien
me aprieta las nalgas.
Calor..., tengo un calor
tremendo.
El cuarto oscuro se comienza a
llenar de gente. La música cambia y la voz de Mariah Carey cantando My All llena
la estancia. Las manos de Björn desaparecen mientras Eric continúa
mordisqueándome los labios. Escucho gemidos a nuestro alrededor. Imagino lo que
la gente hace y me excita, en tanto mi hombre, mi Iceman, mi amor, susurra:
—Eres muy excitante, cariño.
Estoy tan duro que creo que voy a hacerte mía aquí mismo.
Sonrío y, sin ver por la
oscuridad que nos rodea, murmuro:
—Soy tuya. Haz conmigo lo que
quieras.
Escucho su risa en mi oreja.
—Cuidado, pequeña. Oírte decir
eso es peligroso. Ya me he dado cuenta de que el sexo, el morbo y los juegos te
gustan tanto o más que a mí, ¿verdad?
Asiento. Tiene razón.
—Esta noche estoy muy caliente.
—Me gusta saberlo. Yo también
—consigo decir mientras respiro con dificultad.
—Eres mi fantasía, morenita. Mi
loca fantasía.
Superexcitada por lo que me dice,
le agarro las nalgas, le aprieto contra mí y murmuro, deseosa de juegos
calientes y morbosos:
—Me gusta ser tu fantasía. ¿Qué
quieres probar hoy conmigo?
El pene de Eric está duro.
Tremendo. Enorme. Lo siento contra mi tripa y, tras besarme, dice sobre mi boca
mientras bailamos al compás de la música:
—Quiero hacer de todo. ¿Estás
dispuesta? —Asiento, y murmura, acalorándome más—: Deseo verte con otra mujer.
Te miraré. Te observaré. Y cuando tus gemidos me enloquezcan te follaré, y
después haré que dos hombres te follen mientras yo miro y me follo a esa mujer.
¿Qué te parece?
Jadeo..., cierro los ojos.
Me humedezco, y cuando voy a
responder, siento unas manos alrededor de la cintura de Eric. Son finas y
cuidadas. Una mujer. Las toco. Me toca, y noto un anillo grande que parece una
margarita.
¿Será ésta la mujer con la que
Eric quiere verme?
En la oscuridad, dejo que la
desconocida recorra el cuerpo de mi amor mientras él me besa. Le excita tener
dos mujeres a su alrededor. Su excitación es mi excitación, y disfruto mientras
siento cómo la desconocida toca su erección. Cojo su mano y hago que le
apriete. Las dos le apretamos, y Eric jadea.
Así estamos durante un buen rato.
Pero Eric en ningún momento se da la vuelta. Deja que ella lo toque, pero se
recrea en mi boca, en apretar mi trasero. Se recrea sólo en mí. Cuando la
canción acaba, olvidándonos de la mujer salimos del cuarto oscuro y
entramos en otra sala diferente de
la primera.
Veo a Björn con la chica que ha
venido y sonrío al ver cómo él y Dexter la hacen reír mientras los dos le tocan
los pechos. Eric me lleva hasta la barra. Miro alrededor y no veo a Frida ni a
Andrés. Pedimos algo de beber. Tengo la boca seca. Con mimo, mi amor me mira.
Pasea sus nudillos por mi rostro y leo su boca cuando dice «te quiero». Después
acerca un taburete y me siento.
Segundos más tarde, varias
personas se acercan a nosotros. Eric me los presenta. Una de ellas, al
escucharme hablar, se da cuenta de que soy española y dice «¡olé!».
¡Qué cansinos, por favor!
En un momento dado, una de las
mujeres sonríe ante algo que comenta Eric, y mi amor me ordena:
—Abre las piernas, Jud.
Lo hago. Aquella desconocida toca
mis piernas. Sube su mano por mis muslos hasta llegar a mi vagina, donde posa
su palma, y musita.
—Me gustan depiladas.
Eric asiente, y tras dar un trago
a su bebida, añade:
—Está totalmente depilada.
La mujer se pasa la lengua por la
boca, sonríe y, llevando su otra mano a uno de mis pechos, los toca por encima
del vestido y murmura mientras los aprieta:
—Tú y yo lo vamos a pasar muy
bien.
El morbo me puede. Asiento.
—Me gustan mucho..., mucho las
mujeres. Y tú me gustas —insiste ella.
Abro más las piernas y la mujer
mete un dedo en mí sin importarme que lo haga en esa sala llena de gente.
Levanto el mentón. Me echo hacia adelante en el taburete para que ella tenga
más accesibilidad, y Eric murmura en mi oído:
—Ésta va a ser la mujer que va a
jugar contigo, ¿te gusta?
Paseo mi mirada por ella y
asiento. La otra saca su mano de entre mis piernas, se chupa el dedo que ha
estado en mi interior y sonríe.
Yo hago lo mismo y escucho decir
a mi chico:
—Os esperamos en la habitación
negra.
Sin más, la mujer se aleja, y mi
chico, mirándome, pregunta:
—¿Dispuesta a jugar?
Asiento.
Estoy tan excitada que los labios
me tiemblan al sonreír. De su mano, camino por el local.
Traspasamos una puerta, caminamos
por un pasillo y veo a Frida y a Andrés sobre la cama de una habitación
abierta. Frida no me ve, está totalmente entregada disfrutando entre las
piernas de una mujer, mientras ella le hace una felación a Andrés y otro hombre
penetra a Frida.
Excitante.
Eric y yo los miramos. Seguimos
nuestro camino. Él abre una puerta. Entramos en la habitación. No veo nada, y
mi amor dice:
—No te muevas.
Instantes después, la habitación
se ilumina tenuemente en lila al proyectarse en una de sus paredes una película
porno. Curiosa, observo la estancia. Hay una cama redonda, un sillón, una
especie de encimera y, al fondo, una mampara con una ducha. Eric me abraza. Me
besa la oreja y me la chupa mientras observamos las imágenes calientes que se
proyectan en la pared. Cinco
minutos después, la puerta se abre. Aparece la mujer que anteriormente me ha
tocado, desnuda y con un vibrador doble en sus manos. Entra y nos comunica:
—Ahora vienen.
Eric asiente. Yo no sé quiénes
vienen, pero no me importa. Mi respiración entrecortada me hace saber lo
excitada que estoy cuando Eric se sienta en la cama.
—Diana, desnuda a mi mujer —dice.
No me muevo.
Me dejo hacer.
Me excita esa sensación.
Los ojos de mi amor se nublan de
deseo mientras la mujer me desabrocha el vestido. Las manos de ella vuelan por
todo mi cuerpo en tanto Eric nos observa. Mi vestido cae al suelo y quedo sólo
vestida con las medias de liguero, los tacones y el sujetador. El tanga me lo
ha roto Eric minutos antes.
La mujer me toca. Pasea sus manos
por mi cuerpo y me pide que me siente en la encimera que hay en un lateral.
Eric se levanta, me coge en brazos y me sube. Me tumba en ella y me separa los
muslos. La boca de la mujer va directa a mi vagina y, con brusquedad, mete su
lengua dentro de mí.
Exige. Exige mucho mientras me
abre la vagina con sus manos y me devora.
Eric nos observa. Yo lo miro y
jadeo mientras veo que se desnuda. Se toca su duro pene y grito de placer al
sentir lo que la mujer me hace. Me acaba de meter uno de los lados del doble
consolador. ¡Calor!
Lo mueve con destreza y práctica
mientras su boca juguetea con mi clítoris. Cierro los ojos. Disfruto..., me
abro para ella... y muevo las caderas en busca de más. La mujer sabe lo que se
hace y estoy disfrutando mucho. Muchísimo.
Abro los ojos. Eric nos observa
y, de pronto, ella se sube a la encimera de un salto, sin sacar el consolador
de mi cuerpo, se introduce la otra parte y con maestría y técnica se tumba
sobre mí, me coge por las caderas y me comienza a follar. El consolador doble
entra en mí y en ella al mismo tiempo, y nuestros jadeos son acompasados. Su
ritmo se intensifica mientras mi excitación se acrecienta. Como si de un hombre
se tratara, toma mi cuerpo, mientras sin apenas moverme yo tomo el suyo, hasta
que las dos nos arqueamos y nuestros orgasmos nos hacen gritar.
Miro a mi amor. No se mueve, y
Diana, con maña, saca el consolador doble de ambas, se baja de la encimera y
dice, abriéndome a tope las piernas:
—Dame tu jugo..., dámelo.
Su boca ansiosa me lame. Quiere
mi orgasmo. Me chupa con pericia, y yo me vuelvo loca de nuevo. Nunca me ha
pasado eso anteriormente. Nunca habría imaginado que una mujer pudiera hacer
que me corriera dos veces en menos de dos minutos. Pero ella, Diana, con
desenvoltura, lo consigue, y yo me entrego a ella dispuesta a que lo logre mil
veces más. Eric se acerca; yo extiendo la mano y me la besa mientras ella disfruta
de mí.
Me siento como una muñeca entre
sus brazos cuando mi amor me agarra y me baja de la encimera. Su duro pene
choca con mis piernas y sonrío. Me posa en la cama. Se sienta a mi lado, y la
mujer al otro. Me tocan. Cuatro manos recorren mi cuerpo, y yo jadeo. La puerta
se abre y entra un hombre desnudo. Observa nuestro juego mientras yo me fijo en
cómo su pene crece mientras nos contempla.
Paramos. El recién llegado se
presenta como Jefrey, y Eric se agacha y pregunta:
—¿Te ha gustado Diana?
—Sí... —susurro como puedo.
Sonríe. Me besa, y cuando
abandona mi boca, pregunto, extasiada:
—¿Puedo pedirte algo?
Mi amor me retira el pelo de la
frente y asiente.
—Lo que quieras.
Acalorada, me levanto de la cama.
Tumbo a Eric y, sentándome sobre él, murmuro:
—Quiero que Jefrey te masturbe.
Jefrey accede al segundo. Mi
alemán no dice nada. Tumbado me mira. Su gesto me muestra que eso no le gusta,
y entonces susurro antes de besarlo:
—Soy tu mujer, ¿verdad? —Eric
asiente—. Y tú eres mi marido, ¿verdad?
Vuelve a asentir y con
sensualidad le beso los labios.
—Entrégate a mí y a mis
fantasías, cariño. Sólo te masturbará. Te lo prometo.
Veo que cierra los ojos. Piensa
en mi proposición, y cuando los abre, asiente. Lo beso. Sé lo que supone eso
para él y me agrada. Me siento a un lado, le toco los pezones y murmuro:
—Jefrey, haz que disfrute mi
marido.
Sin dudar un segundo, Jefrey se
arrodilla en la cama, coge el duro pene de Eric y lo masajea. Lo mueve de
arriba abajo, y Eric cierra los ojos. No quiere verlo. La mujer se pone a mi
lado y toca mis pechos. Le gusto y me lo hace saber mientras él sigue
masturbando a mi amor. Le toca, tira de él, hasta que se mete la totalidad del
pene en la boca. Eric se arquea. Jadea. Gustosa de ver aquello, me acerco a su
boca.
—Abre las piernas, cariño.
Me hace caso. Jefrey se acomoda
entre las piernas de Eric para lamer, chupar y excitar al hombre al que amo.
Indico a la mujer que me toca que le chupe los pezones. Lo hace y asiento,
gozosa de controlar la situación. Me gusta ordenar, tanto como ser ordenada.
Jefrey, con la boca ocupada, pasea sus manos libres por el trasero de mi amor,
y éste se contrae. Disfruta con las caricias. Cierra los ojos, y yo exijo:
—Mírame.
Obedece. Clava su azulada mirada
en mí mientras siento que el vello del cuerpo se le eriza ante lo que ese
hombre le hace. Eric se arquea. El placer rudo que le ocasiona Jefrey y que
nunca había probado lo aviva. De pronto, soy consciente de que Eric tiene una
de sus manos sobre la cabeza de Jefrey. Lo empuja a bajar sobre su pene. Quiere
más. Sonrío. Mi amor jadea y, loca de excitación, hago que Jefrey se quite, me
siento a horcajadas sobre él y me empalo.
Eric coge mis caderas y me
aprieta contra él en busca de su loco orgasmo, mientras Jefrey y la mujer nos
observan. Cuando mi amor da un sórdido gemido, me aprieto contra él, y
entonces, sólo entonces, se deja ir.
Tumbada sobre él lo abrazo. Lo
beso y pregunto:
—¿Todo bien, cariño?
Eric me mira. Cabecea y murmura:
—Sí, pequeña. Al final, lo has
conseguido.
Eso me hace reír. De pronto, la
puerta se abre. Dexter entra con un hombre desnudo. Eric se levanta y se mete
en la ducha mientras yo me quedo sentada en la cama. La mujer que está a mi
lado no se puede resistir y comienza a tocarme. El mexicano sonríe, se acerca a
mí y me enseña la cadenita de los pezones. Sin necesidad de que me lo pida,
acerco mis pechos a él y los pellizca con las pinzas. Luego, tira de las
cadenas y murmura:
—Diosa..., hazme disfrutar.
Eric regresa con nosotros y se
sienta en una butaca. Sé que quiere observar. Lo sé. La mujer que está a mi
lado me susurra que quiere de nuevo mi vagina. Accedo. Abro mis piernas tumbada
en la cama y guío su cabeza hasta ella. Con exigencia, la agarro por el pelo
mientras me chupa, y soy yo la que en ese momento marca la intensidad. Ella
coge la cadena que hay entre mis pechos y cada vez que con sus labios tira de
mi clítoris tira de la cadena, y yo grito.
Somos el espectáculo caliente y
morboso de cuatro hombres. Me gusta serlo. Ellos nos miran, y observo que
Jefrey y el otro se ponen preservativos. Dexter respira con irregularidad, y
Eric me come con la mirada. Los hombres disfrutan de lo que ven entre nosotras,
y yo disfruto de ser mirada.
Cuando el orgasmo me hace
convulsionar, la mujer vuelve a chuparme con avidez. Desea mi esencia. Yo dejo
que tome toda la que quiera. Venero cómo me chupa. Eric la llama, la aleja de
mí y le pide que se siente a horcajadas sobre él.
Como un dios, todopoderoso mi
dueño me mira. Yo lo miro y lo oigo decir:
—Quiero ver cómo te follan.
Miro a los dos hombres que me
observan. Ambos se suben a la cama y comienzan a tocarme mientras Eric se deja
hacer por la mujer.
Dexter se acerca a mí, me agarra
de la cadenita y, tirando de ella hasta estirarme los pezones al máximo, sisea,
quitándomela:
—... déjame ponerte el trasero
rojo.
Me doy la vuelta, le ofrezco mi
culo y, tras besarlo, me da seis azotes. Tres en cada lado. Después, acerca su
cara a las cachas de mi trasero y, al sentir su calor, murmura:
—Ahora sí, diosa..., ahora ya
estás preparada.
Jefrey me tumba en la cama. Se
pone sobre mí y me chupa mis doloridos pezones. Por extraño que parezca a pesar
de estar doloridos el hormigueo que siento ante los lametazos me hace
disfrutar. La demanda de Jefrey en sus movimientos es excitante, y cuando él lo
considera oportuno, me pone sobre él. Yo me dejo.
—Ofrécele tus pechos —pide Eric.
Me agacho sobre Jefrey y mis
pechos van a su boca. Los chupa, los lame y los endurece, mientras el otro
hombre me toca la cintura y me muerde con mimo las costillas. Así estamos unos
minutos, hasta que Jefrey, ante la atenta mirada de mi amor, me penetra. A su
antojo me zarandea y yo jadeo. Agarrado a mi cintura me desplaza de adelante
atrás, y su pene entra sin piedad en mí. Disfruto. Me sofoco, y Eric no me
quita ojo.
De pronto, siento que el otro
hombre me da un azote, me abre las nalgas y me llena de lubricante. Con
firmeza, mete un dedo en mi ano y lo comienza a mover mientras Jefrey me
penetra sin parar. Yo jadeo. Eric se levanta. Se sube a la cama y, acercándose
a mí, murmura:
—¿Estás preparada, cariño?
Ardorosa, asiento, y entonces
aquel desconocido pone su erección en el agujero de mi ano y comienza a entrar
en mí hasta que me empala completamente. Yo resoplo al sentirme totalmente
follada ante los ojos de mi amor. Mi ano está dilatado. No hay dolor. Sólo
placer. Una y otra vez aquellos hombres entran y salen de mí, y yo disfruto.
Diana se tumba en la cama, coge la enorme erección de Eric y se la mete en la
boca. Lo chupa. Lo disfruta.
—Así, cariño..., así..., arquéate...
—murmura Eric extasiado por lo que ve, hasta que da un grito varonil y se corre
en la boca de aquella mujer.
Esos desconocidos continúan
hundiéndose en mí y mi cuerpo los acepta. Dexter
pide a Jefrey que me muerda los
pezones y, al que está detrás, que me azote. Lo hacen al mismo tiempo que me
follan. Una vez..., y otra..., y otra más, hasta que me corro y ellos también.
Tras eso, Eric me besa. Hace
salir de mí a
los hombres, me coge de la
cintura y
me lleva entre sus brazos hasta
la ducha. El agua cae sobre nuestros cuerpos y no hablamos. Mi vagina y mi ano
aún tiemblan. Todo ha sido tan morboso y excitante que apenas puedo pronunciar
palabra. Mi Iceman pasa su mano por mi cara y murmura:
—¿Todo bien, cariño?
Asiento y sonrío. Ha sido
alucinante.
Nuestras bocas se encuentran. Se
devoran, y Eric, embravecido me vuelve a penetrar. Se ha recuperado y su
erección me necesita. Me coge entre sus brazos y, bajo el chorro de la ducha,
me hace suya. Aprisionada contra la pared, mi amor se hunde en mí, una y otra
vez, mientras mis piernas se enredan en su cintura deseosa de más y más. Nos
decimos al oído palabras calientes, y acrecentamos nuestro deseo. Palabras
salvajes, mirándonos a los ojos para enloquecernos más. Y cuando nuestro
orgasmo nos hace gritar, nos quedamos apoyados en la pared, y Eric murmura en
mi oído:
—Me vas a matar, pequeña...
Yo sonrío. Me muevo, y Eric me
posa en el suelo. El agua sigue cayendo sobre nuestros cuerpos. Nos miramos y
sonreímos. Cuando salimos de la ducha me fijo en las otras personas que están
en la habitación, y al ver que es ahora la mujer la que está en la cama con los
otros dos y Dexter la toca enloquecido, pregunto:
—¿Esto es siempre así?
Eric asiente, y acercándome a su
cuerpo, murmura:
—Siempre. Uno encuentra lo que
desea. Son fantasías. Recuérdalo.
Diez minutos después, Eric y yo,
vestidos, regresamos a la segunda sala donde hemos estado. Me besa, disfruta de
mí y yo disfruto de él. Somos felices. Estamos compenetrados ¿Qué más puedo
pedir?
Tras beber un par de cubatas mi
vejiga está que explota. Le indico que tengo que ir al baño. Me dice dónde está
y me encamino a él. Al entrar hay dos mujeres besándose, me miran, las miro y
sonrío. Entro en una de las cabinas y suspiro gustosa mientras hago pis. Oigo
entrar más gente al baño. Risas. Unas mujeres cuchichean y escucho:
—¡Oh, sí! El viernes que viene
tengo una cena con Raimon Grüher y sus padres. Por fin, he conseguido mi
objetivo. Me va a pedir que me case con él.
Chilliditos de satisfacción. Me
río. Y otra voz dice:
—¿Dónde has quedado con ellos?
—A las siete en la Trattoria de
Vicenzo. Un sitio ideal, ¿verdad?
—Maravilloso.
—Y exclusivo.
—Y carísimo.
Risas de nuevo.
—Pero, oye, creía que Raimon no
era tu tipo. A ti te gustan más jovencitos.
—Y no lo es, querida, pero su dinero
sí. —Ambas ríen, y yo resoplo. ¡Menuda lagarta!—. No es un hombre que me vuelva
loca en la cama. A su edad, ¿qué esperas? Pero eso ya lo he solucionado con su
primo Alfred y mis propios amigos. Al fin y al cabo, todo queda en familia, ¿no
crees?
—¡Oh, Betta! Eres terrible.
¡¿Betta?!
¿Ha dicho Betta?
El corazón me comienza a palpitar
cuando oigo:
—Mira quién va a hablar. Ni que
tú fueras una santa cuando te lo pasas de vicio en este local sin tu marido. Si
Stephen se enterara te iba a dar lo tuyo.
La risa me confirma que es ella.
¡Betta! Su risa de cerdo pachón es indiscutible. Me bajo el vestido, ya que
bragas no llevo, pues Eric me las ha roto, y abro la puerta del baño. Ellas me
miran y observo que Betta no se sorprende al verme en el local. Por su gesto,
intuyo que ya sabía que yo estaba allí. Y antes de que yo pueda hacer nada, me
da un empujón que me lanza contra la pared. Pero yo soy rápida, la agarro del
vestido y tiro de ella. Cae de bruces contra el suelo. Su amiga comienza a
chillar y sale en busca de auxilio. Las dos mujeres que se besaban salen
corriendo. Nos dejan solas.
Al caer a mi lado miro su mano.
Veo un anillo en forma de margarita y, furiosa, grito:
—Le has tocado, maldita cerda.
¿Has tocado a Eric?
Sonríe con malicia.
—Me ha parecido que os gustaba a
los dos cuando lo he hecho, ¿no?
Su afirmación me deja sin
palabras. ¡La mato! Le propino un bofetón y después otro ante la cara de horror
de una mujer que entra en ese momento en el aseo. Betta se levanta del suelo, y
yo la sigo. Ella es más alta que yo, pero yo soy mucho más ágil y rápida que
ella, y cuando va a escapar, la tiro contra la pared y, aprisionándola contra
ella, siseo:
—¿Cómo te atreves a tocarlo?
—grito.
Ella no responde. Sólo ríe, y
acalorada siseo:
—Te dije que no te quería ver
cerca de Eric.
—Lo que tú me digas me importa
bien poco.
¡Oh, Dios, le arranco las
extensiones! Y mirándola, clamo muy enfadada:
—Te dije que si me buscabas, me
encontrarías, ¡zorra!
Betta grita. Se asusta cuando le
retuerzo el brazo y, de pronto, Eric me agarra y, separándome de ella,
pregunta:
—¡Por el amor de Dios, Jud!, ¿qué
estás haciendo?
Betta, con el semblante arrugado
y con una recriminadora mirada, chilla.
—Tu novia es una asesina.
—¡Serás zorra...! —grito,
descompuesta.
—Me ha visto y me ha atacado.
—Eres una sinvergüenza. Tú me has
atacado primero a mí.
—Mentirosa. —Y mirando a Eric,
murmura—: Cariño, no la creas. Yo estaba en el baño, y ella llegó y...
—¡Cállate, Betta! —sisea Eric,
enfurecido.
—¡¿Cariño?! ¿Le has dicho
«cariño»? —grito, deshaciéndome de los brazos de Eric—. No le llames «cariño»,
¡perra!
Eric me vuelve a sujetar. Soy una
fiera. Me mira y dice:
—No entres en su juego, cielo.
Mírame, Jud. Mírame.
Pero yo, dispuesta a sacarle los
ojos a esa que me mira con diversión, grito:
—¿Cómo has podido tocarnos? ¿Cómo
has podido acercarte a él? ¿A nosotros?
—Éste es un local público,
bonita. No es un lugar exclusivo para Eric y para ti.
—Betta, ¡basta! —grita Eric sin
entender a lo que nos referimos.
La mato. ¡Yo la mato!
Eric, furioso, intenta
tranquilizarme. No le presta atención a Betta, no le interesa;
sólo me la presta a mí, hasta que
ella grita:
—Ya es la segunda vez que me
ataca en Múnich. ¿Qué le pasa a tu novia? ¿Es un animal?
Eso llama la atención de Eric y
me pregunta:
—¿La segunda vez?
No respondo. Resoplo, y ella
insiste:
—Sí. En la tienda de Anita.
Estaba tu hermana Marta, y ella también me atacó. Entre las dos me acosaron y
pegaron, y...
—¿Tú hiciste eso? —pregunta Eric,
airado.
Avergonzada por reconocerlo y, en
especial por cómo me mira, respondo:
—Sí. Se la debía. Por su culpa tú
y yo rompimos, y...
Eric me suelta y se lleva las
manos a la cabeza.
—¡Por el amor de Dios, Judith!,
somos adultos ¿Cómo se te ocurre hacer algo así?
Asombrada por cómo él se lo está
tomando, lo miro y siseo:
—El que me la juega me la paga. Y
esta zorra me la jugó.
Frida, alertada, entra en el
baño. Al ver a Betta no lo piensa. Se acerca a ella y le da un bofetón.
—¡Zorra!, ¿qué haces aquí?
—grita.
Betta mira a su alrededor. Nadie
la ayuda. Todos conocen su historia con Eric y nos amenaza a gritos,
mirándonos:
—Voy a llamar a la policía y os
voy a denunciar a las dos.
—Llámala —gritamos al unísono
Frida y yo.
Esa imbécil saca su móvil de
última generación y, tras intentarlo, chilla con frustración:
—¿Por qué aquí no hay cobertura?
Frida y yo reímos, e indico con
chulería:
—Sal del local. Seguro que fuera
tienes. Vamos..., llama a la policía. Será genial que tus futuros suegros y
maridito se enteren de que estabas aquí.
Andrés llega, sujeta a su mujer y
la reprende al verla chillar. Frida protesta y sale del baño, enfadada. No
soporta a Betta. Björn, que hasta el momento había permanecido en un lateral de
la puerta, al ver a su amigo tan enfadado, murmura:
—Esto se acabó. Vamos, regresemos
al local.
Eric, sin decirme nada, sale del
baño. Betta sonríe. Y yo, incapaz de sujetar mi instinto, le doy un empujón que
la empotra contra los lavabos.
—Te juro por mi padre que esto no
se va a quedar aquí.
Una vez que salgo del baño muy
enfadada, Björn me agarra del brazo, me hace mirarlo y murmura:
—Así no se arreglan las cosas,
preciosa.
—¿De qué hablas? ¡Yo no quiero
arreglar nada con esa zorra!
Y tras contarle lo que me había
hecho en Madrid y la ruptura que había originado entre Eric y yo, dice:
—No me extraña que le pase lo que
le pasa. Es más, estoy por entrar y darle yo también otra bofetada.
Eso me hace reír. Björn, al ver
mi gesto, sonríe y me abraza. En ese momento, Eric llega hasta nosotros y, con
furia en su mirada, sisea:
—Me voy a casa. ¿Te vienes
conmigo, o te quedas con Björn para que continuéis jugando?
Sorprendidos lo miramos, y digo:
—Serás gilipollas.
—Jud... —sisea Eric.
—Ni Jud ni leches. ¿Qué estás
queriendo insinuar con lo que has dicho?
Eric no responde. Björn,
divirtiéndose, me empuja hacia Eric y añade.
—Vamos, tortolitos, ¡terminad la
discusión en la cama de vuestra casa!
En el coche no nos hablamos.
Ambos estamos enfadados y no
entiendo por qué él tiene ese enfado. Al fin y al cabo, Betta se lo merecía. Y
encima ha tenido la poca vergüenza de tocarlo. De tocarnos. De acercarse a
nosotros. ¡Maldita mujer!
En el camino, nuestros móviles
pitan. Hemos recibido varios mensajes. Ninguno de los dos los mira. No estamos
de humor. Seguro que son Frida y Björn para ver cómo estamos. Cuando llegamos a
casa y metemos el coche en el garaje, doy tal portazo que Eric me mira, y yo,
deseosa de montar gresca, grito:
—¿Qué pasa?
Eric se acerca a grandes zancadas
a mí.
—Podrías no ser tan bruta y
cerrar con cuidado.
—No.
Levanta una ceja sorprendido y
repite:
—¡¿No?!
—Exacto. ¡No, no quiero tener
cuidado! Y no quiero tenerlo porque estoy muy enfadada contigo. Primero, por
gritarme delante de la subnormal esa de Betta, y segundo por la idiotez que has
dicho en referencia a Björn.
Eric cierra los ojos.
—¿Por qué no me contaste lo de
Betta?
—Porque no lo vi necesario. Es
algo entre ella y yo.
—¿Entre tú y ella?
—Exacto. Y antes de que añadas
nada más, déjame decirte que mi padre me enseñó a...
—¿Ya estamos con tu padre?
¿Quieres dejar a tu padre al margen de todo esto?
Indignada por su furia, grito:
—Pero bueno..., ¿y por qué no voy
a poder hablar de mi padre cuando me dé la gana?
—Porque estamos hablando de
Betta, no de tu padre.
—Eres un imbécil, ¿lo sabías?
Eric no contesta. Y cuando no
puedo retener lo que pienso, lo dejo ir:
—Iba a decir que mi padre me
enseñó a no dejarme avasallar por las malas personas. Esa imbécil, por no decir
algo peor, me la jugó. Fue una arpía y buscó complicarme la vida. ¿Qué
pretendes?, ¿que cuando la vea la felicite? Mira, no..., eso no te lo crees tú
ni ¡jarto de Moët del rosa!
Sin mirarme, se toca la frente.
—No pretendo que la aplaudas.
Sólo pretendo que no tengas nada que ver con ella. Aléjate de Betta, y podremos
vivir en paz.
—¿Y qué me dices de esta noche?
Esa..., esa... zorra ha tenido la poca vergüenza de acercarse a nosotros en el
cuarto oscuro. Te ha tocado. Ha pasado sus sucias manos por tu cuerpo, y yo la
he incitado sin darme cuenta de que era ella. Te ha tocado delante de mí. Me ha
vuelto a provocar. De nuevo ella ha jugado sucio. ¿Crees que debo perdonárselo
otra
vez?
Eric no contesta. Lo que acaba de
escuchar lo sorprende.
—Ella ha sido la mujer que...
—Sí, ella. Esa asquerosa. ¡Ella
ha sido la del cuarto oscuro! —grito, desesperada.
Lo oigo maldecir. Camina hacia un
lado; después, hacia otro, y al final, murmura:
—Es tarde. Vámonos a la cama.
—Y una mierda. Estamos hablando.
Me da igual la hora que sea. Tú y yo estamos teniendo una conversación de
adultos, y no voy a dejar que la cortes porque tú no quieras seguir hablando
del tema. Te acabo de decir que esa zorra ha vuelto a engañarnos. Ha jugado
sucio.
Nervioso, se mueve por el garaje.
Blasfema.
De pronto, se fija en algo. Veo
mi casco amarillo de la moto. ¡Oh, no! Cierro los ojos y maldigo. ¡Dios, ahora
no! Eric camina hacia su objetivo y grita cuando quita el plástico azul.
—¿Qué hace esta moto aquí?
Resoplo. La noche va de mal en
peor. Me acerco hasta él y respondo:
—Es mi moto.
Incrédulo, me mira, mira la moto
y sisea:
—Es la moto de Hannah. ¿Qué hace
aquí?
—Me la ha regalado tu madre. Ella
sabe que hago motocross y...
—¡Esto es increíble! ¡Increíble!
Consciente de lo que piensa,
suavizo mi tono de voz.
—Escucha, Eric. A Hannah le
gustaba el mismo deporte que a mí, y yo aquí no tengo mi moto, y...
—Tú no necesitas esa moto porque
aquí no vas a hacer motocross. ¡Te lo prohíbo!
Eso me subleva. Me pica el
cuello.
¿Quién es él para prohibirme
nada? Y dispuesta a presentar batalla, contesto:
—Te equivocas, chato. Voy a
seguir haciendo motocross. Aquí, allí y donde me dé la real gana. Y para que lo
sepas: he ido alguna mañana con tu primo Jurgen y sus amigos a correr. ¿Me ha
pasado algo? Nooooooooooooo..., pero tú, como siempre, tan dramático.
Sus ojos echan fuego. No lo estoy
haciendo bien. Sé que estoy metiendo la pata hasta el fondo, pero ya nada puedo
hacer. ¡Soy una bocazas! Eric me mira. Asiente con la cabeza. Se muerde el
labio.
—¿Has estado ocultándomelo?
—Sí.
—¿Por qué? Creo que lo primero
que nos pedimos cuando retomamos nuestra relación fue sinceridad, ¿no, Judith?
No respondo. No puedo. Tiene
razón. Soy lo peor. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! De pronto, la puerta del
garaje se abre y aparecen Sonia y Marta. Nos miran, y Sonia dice:
—Vosotros, ¿para qué tenéis los
móviles?
Me sorprendo al verlas aquí. ¿Qué
hora es? Pero Eric grita:
—¡Mamá, ¿cómo has podido darle la
moto a Judith?!
La mujer me mira. Yo suspiro.
—Hijo, vamos a ver, relájate. Esa
moto en casa no hacía nada, y cuando Judith me dijo que ella hacía motocross
como Hannah, lo pensé y decidí regalársela.
Eric resopla y grita otra vez:
—¡¿Cómo tengo que deciros que no
os metáis en mi vida?! ¡¿Cómo?!
—Perdona, Eric... ¡Es mi vida!
—aclaro ofendida.
Marta, al ver el genio de su
hermano, lo mira y grita, señalándole:
—Punto uno: a mamá no le grites
así. Punto dos: Judith es mayorcita para saber lo que puede o no puede hacer.
Punto tres: que tú quieras vivir en una burbuja de cristal no quiere decir que
los demás lo tengamos que hacer.
—¡Cállate, Marta! ¡Cállate!
—sisea Eric.
Pero su hermana se acerca a él, y
añade:
—No me voy a callar. Os hemos
estado escuchando desde el interior de la casa. Y te tengo que decir que es
normal que Judith no te contara ni lo de la moto ni otras cosas. ¿Cómo te lo
iba a contar? Contigo no se puede hablar. Eres don Ordeno y Mando. Hay que
hacer lo que a ti te gusta, o montas la de Dios. —Y mirándome, dice—: ¿Le has
contado lo mío y lo de mamá?
Niego con la cabeza, y Sonia,
llevándose las manos a la boca, susurra:
—Hija, por Dios..., cállate.
Eric, sin dar crédito, nos mira.
Su gesto cada vez es más oscuro. Finalmente, se quita el abrigo. Tiene calor.
Lo deja sobre el capó del coche, se pone las manos en la cintura y, mirándome
intimidatoriamente, pregunta:
—¡¿Qué es eso de si me has
contado lo de mi madre y mi hermana?! ¡¿Qué más secretos me ocultas?!
—Hijo, no grites así a Judith.
Pobrecilla.
No puedo hablar. Tengo la lengua
pegada al paladar, y Marta, ni corta ni perezosa, dice:
—Para que lo sepas, mamá y yo
llevamos meses recibiendo un curso de paracaidismo. ¡Ea!, ya te lo he dicho.
Ahora enfádate y grita; eso se te da de lujo, hermanito.
La cara de Eric es todo un poema.
—¡¿Paracaidismo?! ¿Os habéis
vuelto locas?
Las dos niegan con la cabeza y,
de pronto, Simona, con gesto descompuesto, entra en el garaje.
—Señor, Flyn está llorando.
Quiere que suba usted.
Eric mira a la mujer y dice:
—¿Qué hace Flyn despierto a estas
horas? —Da un paso, pero se para en seco. Mira a su hermana y a su madre, y
pregunta—: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí vosotras a estas horas?
No les da tiempo a contestar.
Sale escopeteado hacia la habitación de Flyn. Sonia va tras él. Marta me mira
y, asustada, pregunto:
—¿Qué pasa?
Marta suspira y me mira.
—Cielo, siento decirte que mi
sobrino se ha caído con el skate y se ha roto un brazo.
Cuando escucho eso las piernas se
me doblan. No. ¡No puede ser verdad!
—¿Cómo?
—Os hemos llamado por teléfono
mil veces, pero no lo cogíais.
Blanca como la pared, miro a
Marta.
—No había cobertura donde
estábamos. ¿Está bien?
—Sí, aunque no hace más que
repetir que Eric se va a enfadar contigo.
Mientras entramos en el interior
de la casa, mi corazón bombea con fuerza. Eric no
me perdonará nada de todo esto.
Todos los secretos que me martirizaban han salido a la luz al mismo tiempo. Eso
le enfadará mucho. Lo sé. Lo conozco.
Cuando entro en la habitación de
Flyn, el pequeño está escayolado. Me mira, y cuando me voy a acercar a él, Eric
se pone delante y sisea:
—¿Cómo has podido desobedecerme?
Te dije que no al skate.
Tiemblo. Tiemblo
descontroladamente y con un hilo de voz susurro:
—Lo siento, Eric.
Con el gesto totalmente
desencajado, me mira con desprecio.
—No lo dudes, Judith. Por
supuesto que lo vas a sentir.
Cierro los ojos.
Sabía que esto sucedería algún
día, pero jamás pensé que Eric reaccionaría tan a la tremenda. Estoy tan
desorientada que no sé qué decir. Sólo veo su fría mirada. Echándome a un lado,
me acerco al niño y le beso en la frente.
—¿Estás bien?
El crío asiente.
—Perdóname, Jud. Me aburría, cogí
el skate y me caí.
Con cariño, sonrío y murmuro:
—Lo siento, cielo.
El pequeño asiente con tristeza.
Eric me coge del brazo, me saca de la habitación junto a su madre y a su
hermana, y dice con furia:
—Idos a dormir. Ya hablaré con
vosotras. Yo me quedo con Flyn.
Esa noche, cuando entro en
nuestra habitación, no sé qué hacer. Me siento en la cama y me desespero.
Quiero estar con Eric y con Flyn. Quiero acompañarlos, pero Eric no me lo
permite.
36
A la mañana siguiente, cuando
bajo a la cocina, están sentadas a la mesa Marta, Eric y Sonia. Discuten.
Cuando yo entro, se callan, y eso me hace sentir fatal.
Simona, con cariño, me prepara
una taza de café. Con su mirada me pide tranquilidad. Conoce a Eric y sabe que
está furioso, y me conoce a mí. Cuando me siento a la mesa miro a Eric y
pregunto:
—¿Cómo está Flyn?
Con una mirada dura que no me
gusta, sisea:
—Gracias a ti, dolorido.
Sonia mira a su hijo y gruñe:
—¡Maldita sea, Eric!, no es culpa
de Judith. ¿Por qué te empeñas en culpabilizarla?
—Porque ella sabía que no debía
enseñarle a utilizar el skate. Por eso la culpabilizo —responde,
furioso.
Me tiemblan las piernas. No sé
qué decir.
—Pero ¿tú eres tonto o te lo
haces? —interviene Marta.
—Marta... —sisea Eric.
—¿Qué es eso de que ella no
debía? Pero ¿no ves que el niño ha cambiado gracias a ella? ¿No ves que Flyn ya
no es el niño introvertido que era antes de que ella llegara? —Eric no
responde, y Marta continúa—: Deberías darle las gracias por ver a Flyn sonreír
y comportarse como un crío de su edad. Porque, ¿sabes, hermanito?, los críos se
caen, pero se levantan y aprenden, algo que por lo visto tú todavía no has
aprendido.
No responde. Se levanta y sin
mirarme se marcha de la cocina. Mi corazón se encoge, pero tras echar una
mirada a las tres mujeres que me observan, murmuro:
—Tranquilas, hablaré con él.
—Dale un pescozón. Es lo que se
merece —sisea Marta.
Sonia me mira, toca mi mano y
murmura:
—No te culpabilices de nada,
tesoro. Tú no tienes la culpa de nada. Ni siquiera de tener la moto de Hannah y
salir con Jurgen y sus amigos.
—Tenía que habérselo dicho —declaro.
—Sí, claro, ¡como si fuera tan
fácil decirle algo a don Gruñón! —protesta Marta—. Demasiada paciencia tienes
con él. Mucho le tienes que querer porque, si no, es incomprensible que lo
soportes. Yo lo quiero, es mi hermano, pero te aseguro que no lo soporto.
—Marta... —susurra Sonia—, no
seas tan dura con Eric.
Se levanta y se enciende un
cigarrillo. Yo le pido otro. Necesito fumar.
Cuando salgo de la cocina veinte
minutos después, me acerco hasta la puerta del
despacho de Eric. Tomo aire y
entro. Al verme, clava sus acusadores ojos en mí y sisea:
—¿Qué quieres, Judith?
Me acerco a él.
—Lo siento. Siento no haberte
dicho lo...
—No me valen tus disculpas. Has
mentido.
—Tienes razón. Te he ocultado
cosas, pero...
—Me has mentido todo este tiempo.
Me has ocultado cosas importantes cuando tú sabías que no debías hacerlo. ¿Tan
ogro soy que no puedes decirme las cosas?
No respondo. Silencio. Nos
miramos y, finalmente, pregunta:
—¿Qué significado tiene para ti
eso de ahora y siempre? ¿Qué significa para ti el compromiso de estar juntos?
Sus preguntas me descolocan. No
sé qué responder. Silencio. Al final, él dice:
—Mira, Judith, estoy muy cabreado
contigo y conmigo mismo. Mejor sal del despacho y déjame tranquilo. Quiero
pensar. Necesito relajarme o, tal y como estoy, voy a hacer o decir algo de lo
que me voy a arrepentir.
Sus palabras me sublevan y, sin
hacerle caso, siseo:
—¿Ya me estás echando de tu vida
como haces siempre que te enfadas?
No responde. Me mira, me mira, me
mira, y yo decido darme la vuelta y salir de la habitación.
Con lágrimas en los ojos me
dirijo hacia mi cuarto. Entro y cierro la puerta. Sé que su enfado es
justificado. Sé que yo me lo he buscado, pero él tiene que darse cuenta de que
si no le he dicho nada ha sido porque todos temíamos su reacción. Estoy
arrepentida. Muy arrepentida, pero ya nada se puede hacer.
Diez minutos después, Marta y
Sonia pasan a despedirse de mí. Están preocupadas. Yo sonrío y les indico que
se marchen tranquilas. La sangre no llegará al río.
Cuando se van, me siento en la
mullida alfombra de mi habitación. Durante horas pienso y me lamento. ¿Por qué
lo he hecho tan mal? De pronto, oigo que un coche se marcha. Me asomo a la
ventana y me quedo sin palabras al ver que quien se va es Eric. Salgo de la
habitación, busco a Simona, y ésta, antes de que yo pregunte, me explica:
—Ha ido a ver a Björn. Ha dicho
que no tardará.
Cierro los ojos y suspiro. Subo a
la habitación de Flyn, y el pequeño, al verme, sonríe. Su aspecto es mejor que
el de la noche anterior. Me siento en su cama y murmuro, tocándole la cabeza.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—¿Te duele el brazo?
El crío asiente y, al sonreír,
digo:
—¡Aisss, Dios!, cariño, pero ¡si
te has roto también un diente!
La alarma en mi cara es tal que
Flyn murmura:
—No te preocupes. La abuela Sonia
dice que es de leche.
Asiento, y me sorprende con sus
palabras:
—Siento que el tío esté tan
enfadado. No cogeré el skate. Me advertiste de que nunca lo usara sin
estar tú delante. Pero me aburría y...
—No te preocupes, Flyn. Estas
cosas pasan. ¿Sabes?, yo cuando era pequeña me rompí una vez una pierna al
saltar en moto y, años después, un brazo. Las cosas pasan porque tienen que
pasar. De verdad, no le des más vueltas.
—¡No quiero que te vayas, Judith!
Eso me descoloca.
—¿Y por qué me voy a marchar?
—pregunto.
No contesta. Me mira, y entonces
murmuro con un hilo de voz:
—¿Te ha dicho tu tío que me voy a
ir?
El crío niega con la cabeza, pero
yo saco mis propias conclusiones.
Dios, no. ¡Otra vez no!
Trago el nudo de emociones que en
mi garganta pugna por salir. Respiro y susurro:
—Escucha, cielo. Tanto si me voy
como si me quedo, seguiremos siendo amigos, ¿vale? —Asiente, y yo con el
corazón dolorido cambio de tema—: ¿Te apetece que juguemos a las cartas?
El niño accede, y yo me trago las
lágrimas. Juego con él mientras mi cabeza piensa en lo que ha dicho. ¿Querrá
Eric que me vaya?
Tras la comida, Eric regresa. Va
directo a la habitación de su sobrino, y yo me abstengo de entrar. Durante
horas me tiro en el sillón del salón y veo la televisión, hasta que no puedo
más, y salgo al exterior con Susto y Calamar. Me doy una vuelta
por la urbanización y tardo más de la cuenta con la esperanza de que Eric me
busque o me llame al móvil. Pero nada de eso ocurre, y cuando regreso, Simona
sale de su casa y me indica que el señor ya se ha ido a dormir.
Miro mi reloj. Las once y media
de la noche.
Confusa porque Eric se acueste
sin regresar yo, entro en la casa y, tras dar de beber a los animales, subo la
escalera con cuidado. Me asomo al cuarto de Flyn y el pequeño duerme. Voy hasta
él, le doy un beso en la frente y me encamino a mi habitación. Al entrar, miro
hacia la cama. La oscuridad no me deja ver con claridad a Eric, pero sé que el
bulto que vislumbro es él. En silencio, me desnudo y me meto en la cama. Tengo
los pies congelados. Quiero abrazarlo y, cuando me acerco a él, se da la
vuelta.
Su desprecio me duele, pero
decidida a hablar con él, murmuro:
—Eric, lo siento, cariño. Por
favor, perdóname.
Sé que está despierto. Lo sé. Y
sin moverse responde:
—Estás perdonada. Duérmete. Es
tarde.
Con el corazón roto me acurruco
en la cama y, sin tocarlo intento dormirme. Doy mil vueltas y al final lo
consigo.
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