Epílogo
Joder, ¿cuánto tiempo voy a tener que aguantar
que la gente invada mi casa y acapare a mi mujer y a
mis hijos? Demasiado, parece ser. Horas,
probablemente. Debería quitarles los regalos de las
manos, lanzarles un trozo de tarta y cerrarles
la puerta en las narices. Sonrío para mis adentros al
imaginarme la cara de Elizabeth si llegara a
hacer eso. Esto va a ser horrible, y para colmo de males,
este año vendrán también los compañeros del
colegio. Y sus madres..., un montón de mujeres que le
han tomado a Ava la palabra de que podían
quedarse si querían. Y es evidente que quieren.
Bajo por la escalera de nuestra encantadora y
pequeña Mansión mientras me abrocho los
botones de la camisa y me mordisqueo el labio
pensando en cualquier excusa para librarme de esto.
No se me ocurre ninguna. Nuestros hijos cumplen
cinco años hoy, y ni siquiera las increíbles tácticas
de negociación de papá los convencerán de que
celebrar una fiesta es una mala idea, no ahora que
empiezan a pensar por sí mismos. Lo he intentado
con ganas durante los últimos cuatro años y he
fracasado estrepitosamente, pero sólo porque mi
preciosa esposa intervino por ellos. No obstante, sé
que este año, si consigo reunirlos a solas,
podría sobornarlos con algo. Tal vez con ir a esquiar.
Cuando llego al pie de la escalera, me miro un
momento al espejo y sonrío. Cada día estoy más
guapo. Y ella sigue sin poder resistirse a mis
encantos. Joder, la vida es maravillosa.
—¡Papi!
Me vuelvo y mis fuertes músculos se derriten al
ver a mi pequeño bajar la escalera corriendo,
con el pelo rubio enmarañado alrededor de su
preciosa carita.
—Hombre, cumpleañero. —Sus ojos verdes brillan
mientras se abalanza contra mí y repta por
mi cuerpo.
—Adivina qué —me dice con los ojos abiertos de
emoción.
—¿Qué? —No estoy fingiendo interés. Tengo
auténtica curiosidad.
—La abu Lizabeth ha dicho que podemos dormir en
su casa esta noche. ¡Nos va a llevar al zoo
mañana!
Intento ocultar el enfado e igualar su estado de
emoción.
—La abu Lizabeth vive demasiado lejos, y a papá
le gusta llevarte él mismo al zoo —digo
colocándomelo sobre los hombros y volviéndome
hacia el espejo de nuevo—. ¿Has visto qué guapos
somos?—
Lo sé —responde como si nada, y me hace
sonreír—. La abu y el abu viven a diez minutos.
Lo he contado con el teléfono de mamá.
Me recuerda rápidamente que mi querida suegra
vive, efectivamente, a diez minutos de
distancia. La belleza de Newquay no fue capaz de
mantener a Elizabeth y a Joseph lejos de sus
nietos, o de mis hijos, mejor dicho.
—Oye, he pensado —digo empleando una táctica de
distracción—, que podríamos ir a esquiar
otra vez. —Hablo con un entusiasmo exagerado con
la esperanza de que caiga en mi trampa.
—Si ya vamos a ir. —Apoya las manitas en mi
frente y me cubre el ceño que acabo de fruncir.
—¿Ah, sí?
—Sí, nos lo dijo mamá, y también dijo que no te
hiciéramos caso si intentabas convencernos
para no celebrar la fiesta.
Dejo caer los hombros, rendido, y me apunto
mentalmente echarle un polvo de represalia a mi
pequeña seductora intrigante.
—Mamá necesita el dinero de papá para hacer eso
—digo sin ninguna vergüenza.
—¿Por qué no quieres que hagamos la fiesta,
papi? —Su pequeña frente se arruga imitando la
mía, haciéndome sentir al instante como una
auténtica mierda.
—Claro que quiero, hombre. Es que no me gusta
compartiros —admito.
—Tú también puedes jugar. —Se agacha y me besa
en la mejilla—. Mamá se va a poner
contenta.
—¿Y eso por qué? —Sé que estará satisfecha: ha
frustrado mi plan. Eso se merece dos polvos
de represalia: uno por haberlo hecho, y otro por
alegrarse de ello.
—Porque no te has afeitado. —Me pasa la palma
arriba y abajo varias veces y yo le sonrío
mientras nos dirigimos a la cocina.
Me detengo en el marco de la puerta y me paso
unos instantes deleitándome observando cómo
mi ángel bate frenéticamente una fuente con
alguna mierda marrón dentro. La perfecta curva de su
culo me deja cautivado. Joder, es preciosa. Mi
pequeño no me presiona para que continúe. Espera
felizmente sobre mis hombros, aguardando a que
su hechizado padre vuelva a la realidad. Está
acostumbrado a verme soñar despierto,
especialmente si su madre está presente. No sé qué he hecho
para merecer a esta mujer y a estos niños tan
maravillosos, pero no cuestionaré a los dioses del
destino.
—¡Mierda! —exclama ella cuando un gotarrón de
chocolate sale disparado y aterriza sobre su
mejilla aceitunada.
—¡Mamá, esa boca!
Mi mujer se da la vuelta, armada con una cuchara
de madera cubierta de chocolate, y mira mi
rostro sonriente con el ceño fruncido antes de desviar
sus enormes ojos castaños hacia nuestro hijo.
—Lo siento, Jacob.
Sonrío más todavía, y ella frunce aún más el
ceño. Soy un presuntuoso, ya se lo recompensaré
después. No puede actuar como la seductora
desafiante que es con nuestros hijos delante, y me
encanta.
—¿Qué estás preparando, nena? —pregunto mientras
levanto a Jacob de mis hombros y lo
siento sobre un taburete. Le paso mi teléfono
móvil para que juegue un poco y me acerco a la nevera
para sacar un tarro de Sun-Pat.
—Tartaletas de mantequilla de cacahuete con
chocolate.
Se la ve agobiada, pero no le ofrezco mi ayuda.
Sabe que se me da fatal cocinar y sólo la
estresaría más. El año que viene me adelantaré
con lo del esquí.
Me coloco detrás de ella, me asomo para ver el
contenido de la fuente y pienso que será mejor
que siga ciñéndome a mis tarros. Pobrecilla, lo
ha intentado millones de veces, pero jamás
conseguirá que le salgan las tartaletas de
mantequilla de cacahuete como a mi madre.
—¿Cuántos tarros de mi mantequilla de cacahuete
has desperdiciado con eso? —pregunto
pegándome a su espalda sin perder la oportunidad
de sentir su cuello con mis labios. Huele
demasiado bien.
—Dos. —Deja la fuente a un lado—. Quiero que
vuelva Cathy.
Me echo a reír, le doy la vuelta y la siento
sobre la encimera mientras sacude la cuchara de
madera frente a mi cara. Me estoy poniendo duro,
joder. No puedo evitarlo. Me inclino, observo
cómo me mira y le lamo la mejilla para
limpiársela.
—No empieces algo que no puedas terminar, Ward
—me susurra con una voz grave y seductora.
Ahora la tengo como una piedra.
«¡Joder!»
Ella me aparta sonriendo maliciosamente.
—Tengo que terminar. Los invitados empezarán a
llegar en seguida. —Se pone petulante de
nuevo y se gana un tercer polvo de represalia.
Sabe perfectamente lo que se hace. Sabe que no habrá
cuenta atrás ni placajes con los niños delante.
O con el niño.
—¿Y Maddie? —Me acomodo de manera discreta el
paquete antes de volverme hacia mi
pequeño, ajeno a lo que sucede a su alrededor.
No es raro ver a papá queriendo a mamá, aunque he
tenido que trabajar mucho en mi autocontrol.
No levanta la vista del móvil, pero veo que en
su pequeño rostro se forma un gesto de disgusto.
—Se está poniendo su vestido para la fiesta.
Está lleno de volantes. Se lo compró la abu.
Pongo los ojos en blanco al saber que mi pequeña
aparecerá vestida como si le hubiera
estallado encima un algodón de azúcar.
—¿Por qué piensa tu madre que mi hija tiene que
ir vestida como si la hubiera atacado un pirulí
rosa? —Me siento junto a Jacob y pongo el tarro entre
los dos para que se sirva. Y lo hace. Hunde su
dedito regordete y saca un pegote bien grande.
Se me hincha el pecho de orgullo y exhalo antes de
chuparme mi propio dedo. Después miro a Ava
esperando una respuesta.
Tiene las cejas enarcadas y sacude la cabeza
mirando a Jacob con una sonrisa cariñosa, aunque
después me mira a mí y deja de sonreír al
instante. Pero ¿qué he hecho?
—No la chinches, Jesse.
—¡No lo haré! —Me echo a reír. Por supuesto que
lo haré, y pienso disfrutar de cada momento
mientras lo haga.
—La abu dice que eres un peligro. —Mi hijo me
mira con el dedo todavía metido en la boca—.
Dice que siempre lo has sido y que siempre lo
serás, pero que ya lo ha aceptado —concluye, y
encoge sus pequeños hombros.
Empiezo a reírme a carcajadas y Ava se ríe
conmigo. Sus ojos soñadores de color chocolate
brillan, y sus suculentos labios me ruegan que
los posea. Entonces se quita el delantal y revela su
delgada, esbelta y menuda figura. Dejo de
reírme. Empiezo a jadear y meto la mano debajo de la
mesa para controlar lo que empieza a despertarse
de nuevo. Es una puta batalla constante.
—Me gusta tu vestido. —Recorro con la mirada de
arriba abajo su vestido negro entallado
mientras planeo cómo voy a quitárselo después.
Puede que me porte bien y deje que lo lleve otra vez,
está fantástica con él puesto, pero sé que más
tarde no estaré en disposición de tomarme mi tiempo.
—Te gustan todos los vestidos de mamá —suelta
Jacob, cansado de oír siempre lo mismo y
obligándome a apartar la vista de ese cuerpo que
me vuelve loco de deseo.
—Es verdad —admito, y le sacudo un poco la mata
desaliñada de pelo rubio—. Hablando de
vestidos, voy a buscar a tu hermana.
—Vale —responde, y vuelve a centrar la atención
en mi móvil y a hundir el dedo en el tarro.
Me levanto y voy en busca de Maddie. Subo los
escalones de dos en dos e irrumpo en la
habitación infestada de rosa.
—¿Dónde está mi cumpleañera?
—¡Aquí! —chilla saliendo de su casita de juegos.
Casi me quedo sin respiración.
—¡No vas a llevar eso puesto, señorita!
—¡Sí que lo voy a llevar! —Sale corriendo por la
habitación al ver que empiezo a andar hacia
ella.
—¡Maddie!
Pero ¿qué cojones? ¡Tiene cinco años! ¡Tan sólo
cinco años y ya tengo que preocuparme de que
no lleve pantalones sexys y camisetas
extracortas! ¿Qué coño ha sido de ese vestido de volantes?
—¡Mamá! —grita cuando la agarro del tobillo
sobre la cama. Puede gritar todo lo que quiera.
No va a llevar eso puesto—. ¡Mamá!
—¡Maddie, ven aquí!
—¡No! —Me da una patada. La muy granuja me da
una patada y sale corriendo del cuarto,
dejando a su padre patéticamente estresado
tirado sobre su cama mullida y rosa. Me ha ganado una
niña de cinco años. Pero esa niña es la hija de
mi preciosa esposa. Estoy jodido.
Me levanto y recobro la compostura antes de
salir en su busca.
—¡No corras por la escalera, Maddie! —grito
prácticamente abalanzándome tras ella. Veo
cómo su pequeño culito cubierto con un pantalón
minúsculo desaparece por la puerta de la cocina
buscando el respaldo de su madre.
Me detengo al instante y observo cómo trepa por
el cuerpo de Ava.
—¿Qué pasa? —pregunta mi mujer mirándome como si
me hubiera vuelto loco. Puede que así
sea.
—¡Mírala! —Agito las manos en el aire señalando
a mi pequeña como un poseso—. ¡Mírala!
Ava la deja en el suelo, se agacha, le coloca
los rizos de chocolate por detrás de los hombros y
tira del dobladillo de su camiseta excesivamente
corta. Puede tirar lo que le dé la gana. No va a
seguir sobre el cuerpo de mi pequeña.
—Maddie —Ava se pone en modo pacífico, algo que
tal vez yo debería haber pensado antes de
soltar la palabra prohibida. A estas alturas ya
debería haber aprendido: no hay que decirle a Maddie
que no. Es la regla número uno—, a papá le
parece que tu camiseta es un poco corta.
—Sí —interrumpo por si no ha quedado claro—. Es
demasiado corta.
Mi pequeña me mira con el ceño fruncido.
—Está siendo irracional.
Suelto un grito ahogado de estupefacción y acuso
a Ava con la mirada. Al menos tiene la
decencia de parecer arrepentida.
—¿Has visto lo que has hecho?
—¡Papá tiene el mando! —suelta Jacob, impidiendo
con su intervención que me anote un tanto.
Ahora es Ava la que resopla indignada.
—Ward, tienes que recordar que estas orejitas lo
oyen todo.
Decido ser sensato y cerrar la puta boca. Mi
mujer es incapaz de ocultar la exasperación, y no
espero que lo haga. Lo que espero es que retire
eso que llaman camiseta del cuerpo de mi pequeña.
—¡Él no puede decidir lo que hay en mi armario!
—espeta Maddie al tiempo que cruza sus
bracitos regordetes sobre su pecho en miniatura.
Miro a mi seductora desafiante y veo que apenas
consigue ocultar su preciosa sonrisa burlona.
«¡Joder!» Me llevo las manos al pelo y me doy un
tirón. Pronto no me quedará nada,
especialmente cuando es Ava quien me tira.
Olvido momentáneamente mi enfado y sonrío, sintiendo
mentalmente cómo lo hace mientras yo me hundo en
su precioso cuerpo. No obstante, no tardo en
volver a la realidad cuando mi pequeña señorita
me atraviesa con sus ojos marrones cargados de
rencor.
Ava razona con ella y, finalmente, la agarra de
los hombros y le da la vuelta hacia mí.
—Maddie está dispuesta a dialogar. —Mi esposa
inclina la cabeza como diciéndome que
acceda a darle algún capricho.
Eso no me hace sentir mejor. Ya lo he hecho
otras veces, y he acabado teniendo que llevarla a
hombros por el supermercado mientras ella
gritaba por todas partes y me daba patadas sin cesar.
Miro a Ava con ojos suplicantes y haciendo
pucheros como si fuera gilipollas, pero ella simplemente
sacude la cabeza y empuja con suavidad a mi
pequeña y caprichosa señorita hacia mí.
Ahora me está sonriendo y estira los brazos para
que la coja. Me derrite el puto corazón, pero,
joder, ¿qué coño me espera en los próximos años?
Me quedaré calvo, o puede que me dé un ataque al
corazón. O podría acabar en la cárcel, porque
como algún capullo adolescente le ponga las manos
encima le arrancaré el corazón. La levanto,
salgo con ella y dejo que Ava ayude al relajado de mi
hijo a ponerse las Converse.
—Papá, tienes que tranquilizarte. Te va a dar un
ataque al corazón. —Se acurruca en mi cuello y
recupero al instante mi amor absoluto por mi
pequeña señorita desafiante. Aunque, gracias a esto, mi
mujer se ha ganado el cuarto polvo de represalia
del día.
—Se dice «papi». Y tú tienes que dejar de
escuchar a tu madre. —Subo rápidamente la
escalera, entro en su habitación y la lanzo
sobre la cama. Me estalla el corazón de júbilo al oírla
chillar de gozo antes de empezar a saltar arriba
y abajo con sus rizos de color chocolate volando a su
alrededor—. Vale. —Me froto las manos en un
intento de hacer que lo que estoy a punto de sugerir
suene emocionante. ¿Dónde estarán sus vaqueros y
sus jerséis? Abro las puertas rosa de su armario,
rebusco entre las perchas y escojo algo lleno de
volantes. Lo saco y le muestro la espantosa prenda.
Ella pone la misma cara de asco que yo—. La abu
tiene que dejar de comprarte vestidos.
—Lo sé. —Se sienta y cruza las piernas—. ¿Vas a
aplastarla hoy, papá?
—Papi —la corrijo metiendo el vestido en el
estante superior para perderlo de vista—. Puede.
—Es divertido —dice entre risitas.
—Lo sé. —A continuación saco un precioso vestido
de marinerita. No tiene mangas, pero le
buscaré una rebeca—. ¿Qué te parece éste?
—No, papá.
—Papi. ¿Y éste? —Le enseño una especie de prenda
de tela de brocado hasta los tobillos de
color limón, pero ella niega desafiante—. Maddie
—suspiro—, no vas a ponerte eso.
«Señor, dame fuerzas antes de que le retuerza su
testaruda cabecita.»
—Me pondré unos leotardos. —Salta de la cama y
abre su cajonera rosa—. Éstos —dice
sosteniendo una prenda de rayas horizontales.
Inclino la cabeza y asiento ligeramente. Me
parece aceptable.
—¿Y qué hay de la camiseta?
Ella mira hacia abajo y se acaricia la
barriguita.
—Me gusta ésta.
—¿Y si compramos una de una talla más grande?
—Estoy dialogando con ella. Saco una
camiseta verde menta de manga repleta de
corazones y se la muestro, todo sonriente—. Ésta me
encanta. Venga, haz feliz a papi. —Le pongo
morritos como un idiota desesperado y sé que su mente
de cinco años también piensa que soy idiota.
—Está bien —suspira pesadamente. Esto es
ridículo. Ahora es ella la que me está dando el
gusto a mí.
—Buena chica. —La dejo sobre la cama—. Arriba.
—Ella levanta los brazos en el aire y
permite que le saque la media camiseta que le
cubre el torso antes de sustituirla por la verde que
tanto me gusta. Después le quito los shorts,
cubro sus piernas con los preciosos leotardos de rayas y
le pongo de nuevo los minúsculos vaqueros—.
Perfecta. —Retrocedo y asiento con aprobación.
Luego saco sus Converse altas plateadas del
armario—. ¿Éstas? —No sé para qué pregunto, se niega
a llevar otra cosa.
—Sí. —Se deja caer sobre su precioso culito y
levanta los pies para que se las ponga—. Papi...
Me tenso de los pies a la cabeza al oírla
llamarme como le pido constantemente que me llame.
Quiere algo.
—¿Maddie? —respondo lenta y cautelosamente.
—Quiero tener una hermanita.
Casi me caigo de culo de la risa. ¿Otra niña? Y
una mierda. Tendrían que drogarme e
inmovilizarme para extraer mi simiente. Ni
hablar, de ninguna manera, jamás, en absoluto.
—¿Qué tiene tanta gracia? —pregunta, confundida.
—Mami y yo estamos contentos de teneros sólo a
vosotros dos —la tranquilizo poniéndole
rápidamente la otra zapatilla y ansioso por huir
de esta habitación y de esta conversación.
—Mami dice que quiere tener otro bebé —me
informa, y mis ojos perplejos ascienden al
instante hasta los suyos, marrones y serios.
¿Ava quiere tener otro hijo? Si odió el
embarazo. A mí me encantaba, pero ella lo odiaba. Me
gustó todo al respecto, excepto el parto. Se
vengó bien a gusto durante esas veinticuatro horas
infernales. Me clavó las uñas, me chilló y me
amenazó con divorciarse de mí en numerosas
ocasiones. Y no paraba de decir tacos. Pero lo
que más me mortificaba era verla sufrir tanto y no
poder hacer nada por aliviarla. Jamás he pensado
en hacerla pasar por aquello otra vez.
—Con vosotros dos tenemos suficiente —afirmo
bajándola de la cama y dejándola en el suelo
sobre sus pies plateados.
—Lo sé. —Se larga corriendo y riéndose—. ¡Mamá
dijo que se te saldrían los ojos de las
órbitas, y así ha sido!
Me echo a reír, pero no porque sea gracioso, que
no lo es, sino porque me siento tremendamente
aliviado. No me negaría si Ava quisiera tener
otro hijo, no después de cómo me las ingenié de
manera sucia para fabricar estas dos copias de
nosotros mismos. Sonrío, y es una sonrisa amplia, la
que reservo sólo para mis pequeños. Me alegro
tanto de haber escondido aquellas píldoras.
Realmente se me está haciendo la tarde más larga
de toda mi puta vida, con decenas de críos
revoloteando y gritando y con sus madres
fingiendo estar vigilándolos, cuando lo que hacen en
realidad esa pandilla de amas de casa aburridas
y desesperadas es vigilarme a mí. Tal vez debería
hacerme consejero particular e invertir un poco
de tiempo en asesorar a los maridos de estas mujeres
sobre cómo complacerlas y en darles lecciones
sobre los distintos tipos de polvos. Asiento para mí
mismo sumido en mis pensamientos cuando veo
aparecer a mi madre. Nada más verle la cara ya sé
que va a sermonearme.
—Hijo, no bebas mucho —dice mirando la botella
de Bud que tengo en la mano, y de repente
me entran ganas de darle un trago.
Me acerco a ella y estrecho su cuerpo ansioso
contra el mío.
—Madre, no te preocupes tanto. —La guío hacia el
entarimado, donde están sentados mi padre,
Amalie y el doctor David, charlando alegremente.
Mis padres también fueron incapaces de
mantenerse alejados de mis hijos.
—Yo sólo... —tartamudea posando su mano arrugada
sobre mi estómago y acariciándomelo
suavemente—. Sólo me preocupo por ti, eso es
todo.
Sé que lo hace, pero no es necesario. Puedo
tomarme unas cuantas cervezas, como el resto de
ellos, y puedo hacerlo en un ambiente relajado
con mi familia. Aunque es cierto que sigo sin tocar el
vodka.—
Ya, pero ya te he dicho que no lo hagas, así que
quiero que dejes de hacerlo. Y punto. —La
insto a sentarse al lado de mi padre—. ¿Quieres
una cerveza, papá?
Él me mira sonriendo.
—No, hijo. Le he prometido a Jacob que daría
unos cuantos botes en esa cosa hinchable. —
Señala en dirección al césped y yo me vuelvo y
veo a decenas de niños saltando y gritando sobre el
castillo hinchable.
—¡Buena suerte!
David se ríe y apoya las manos en el vientre
prominente de su esposa embarazada. Yo sonrío
con cariño y veo cómo mi padre se dirige
lentamente hacia Jacob, que no para de pedirle a su abuelo
que se acerque agitando la mano frenéticamente.
Y entonces veo a Elizabeth arrodillada delante de
Maddie, recogiéndole los rizos en unos putos
moños.
—¡Déjala en paz, mamá! —grito desde el otro lado
del jardín, con lo que me gano una mirada
asesina de Elizabeth y una risita de mi pequeña
señorita.
—¡Aplástala, papi! —chilla Maddie apartándose de
un manotazo la mano del pelo y corriendo
para reclamar su casa del árbol.
Sonrío con picardía al ver cómo se levanta la sufridora
madre de Ava. No puedo evitarlo. Me
mira amenazadoramente, lo que no hace sino
ampliar mi sonrisa. Nada me proporciona más placer
que sacarla de quicio, pero ella no se queda
corta devolviéndome la pelota, así que no voy a
sentirme culpable. Simplemente seguiré
disfrutando de ello.
—¡¿Por qué ha tenido que salir a ti tu hija?!
—me grita.
Estoy a punto de escupir la cerveza.
—¿A mí?
—¡Sí, a ti! ¡Desafiante!
Suelto una risotada. Debe de estar de broma.
—Me temo que mi pequeña señorita es una copia exacta
de tu querida hija. ¡Igual de rebelde!
Ella resopla y empieza a farfullar, se alisa la
blusa y se marcha hacia la cocina para ayudar a
Ava. ¿Desafiante? Esa mujer no tiene ni idea de
qué está hablando.
Dejo a mi madre con Amalie y David y me acerco a
nuestros amigos, que, como era de esperar,
se han instalado cerca del bar.
—¡Eh, tío! —Sam me da unos golpecitos en la
espalda y John asiente mientras me agacho para
que Kate pueda darme un beso en la mejilla.
—¿Qué tal estáis? —pregunto, y me dejo caer sobre
una de las sillas—. ¿Dónde está Drew?
Kate se echa a reír y señala el castillo
hinchable, donde Drew se ha colado entre todos los
niños para buscar a su hija.
—Se está asegurando de que Georgia regresa con
su madre sin cortes ni moratones.
—Y hablando de niños... —digo señalando con la
botella a Kate y a Sam, incapaz de mantener
la seriedad cuando el cuerpo de John empieza a
sacudirse y toda la casa empieza a vibrar con su risa
profunda y atronadora.
—Jesse —responde ella, cansada de que siempre le
haga la misma pregunta—. Ya te lo he
dicho: este cuerpo no alberga ningún instinto
maternal.
—Pues te apañas muy bien con mis hijos —señalo.
Ellos la adoran.
—Sí, y eso es porque puedo traeros de vuelta a
esas adorables criaturas cuando ya me he
hartado de ellas. —Sonríe ampliamente y yo le
devuelvo la sonrisa levantando mi botella para que
brinde conmigo.
—Voy a buscar a mi mujer —digo. Me levanto y me
dispongo a buscarla para ponerla al tanto
de lo que pienso hacerle exactamente cuando esto
acabe.
¿Dónde está?
La encuentro en la cocina, con Cathy, que ha
traído algunas cosas preparadas de comer.
—¡Aquí está mi chico! —exclama mi vieja
asistenta. Se acerca para darme un beso y después
sale de la cocina con una bandeja llena de
pequeños sándwiches sin corteza—. Le diré a Clive que
reúna a los niños. ¡Hace un día estupendo!
Cuando la veo salir, me vuelvo lentamente hasta
que mis ojos encuentran lo que están buscando.
Ella me observa detenidamente, con la mirada
ardiente. Nunca se cansará de mí.
—Te echaba de menos. —Me acerco y dejo la
botella sobre el banco al pasar. Deja caer el
trapo que tiene entre las manos y se apoya hacia
atrás sobre la encimera, incitándome como la
pequeña seductora que es.
No me ando con tonterías. La agarro, la empotro
contra la pared y me abalanzo sobre la dulce
piel de su cuello.
—Jesse, no —exhala arqueándose contra mi pecho.
—Después voy a arrancarte este vestido y voy a
follarte hasta el año que viene.
Ella gime, levanta la rodilla descubierta y la
frota suavemente sobre mi polla tiesa. Control,
control, control. ¡Puto control!
—Hecho —accede, aunque es consciente de que no
tiene elección. Cuando sea y donde sea, lo
sabe perfectamente. Menos ahora.
Gruño frustrado y aparto el cuerpo del suyo.
—Joder, te quiero.
—Lo sé. —Sonríe, pero la sonrisa no hace que sus
ojos brillen como de costumbre.
—¿Qué pasa, nena? —Me agacho hasta que mi rostro
está a la altura del suyo—. Dímelo.
Ella suspira y me mira con ojos nerviosos.
—Me gustaría que Dan estuviera aquí.
Si no pongo los ojos en blanco ni gruño de
frustración es por todo el amor que siento por esta
mujer. Ese tipo me saca de quicio, no puedo
evitarlo.
—Oye, sabes que está bien —le recuerdo.
Joder, el muy capullo me ha costado casi medio
millón de libras desde que le conozco, aunque
eso no se lo voy a decir a Ava. Sabe lo del
primer rescate, pero no sabe nada de los dos siguientes.
No haría más que preocuparla. Su hermano es
incapaz de apartarse de los problemas.
—Le resulta demasiado duro, por Kate y Sam, ya
sabes —le digo, puesto que sé que eso la
sosegará.
—Lo sé —asiente—. Soy una estúpida.
—No, no lo eres. Bésame, mujer. —Tengo que
distraerla. No necesito decírselo dos veces. Se
abalanza sobre mí inmediatamente, gimiendo en mi
boca y tirándome del pelo. Siempre funciona—.
Eres deliciosa. —Empiezo a gruñir. Joder, voy a
perder la cabeza. Le muerdo el labio y pego las
caderas contra las curvas de su cuerpo
perfecto—. Voy a deshacerme de ellos —declaro—. Putos
usurpadores.
Ella sonríe con esa sonrisa tan maravillosa que
tiene y me pongo más duro todavía.
—Sé un poco razonable —dice riendo—. Es el día
de tus hijos.
—No tiene nada de irracional quereros a ti y a
mis hijos para mí solo. —Intento concentrarme
en apaciguar mi ferviente erección, pero, joder,
con mi cuerpo pegado al suyo y con esos ojos
suplicándome que la posea es imposible—. No
puedo mirarte —mascullo. Me aparto y salgo de la
cocina rápidamente antes de que la tumbe sobre
la encimera.
Estoy a punto de dar la fiesta por terminada.
Echo prácticamente a las últimas personas de
casa, que resultan ser los padres de Ava. Los
niños se quedan a dormir en su casa esta noche,
así que intento ser más o menos amable. Me inclino
sobre los asientos traseros del coche de Joseph
y mi corazón late de felicidad al oír a mis hijos reír
cuando hago turnos para asfixiarlos a besos.
—Portaos mal con la abu. —Les guiño un ojo y
recibo otra risita colectiva y una mirada asesina
por parte de Elizabeth.
Cierro la puerta, vuelvo corriendo a casa y me
pongo en modo depredador.
—¡¿Ava?! —grito asomando la cabeza por la puerta
de la cocina—. ¡¿Ava?!
—¡Tienes que buscarme! —responde riendo, pero no
sé de qué dirección procede su voz
aterciopelada.
Maldita sea, no es momento para jueguecitos.
—Ava, me voy a poner furioso —le advierto.
¿Dónde coño está?—. ¿Ava?
No dice nada. Se va a enterar en cuanto ponga
mis manos sobre ese cuerpo.
—¡Joder! —grito. Subo la escalera de cuatro en
cuatro y entro en nuestro dormitorio—. ¿Ava?
Nada.
Me quedo en medio de la habitación planeando mi
siguiente movimiento. No me lleva mucho
tiempo.—
Tres —digo tranquilamente y con total confianza.
Tengo motivos para tenerla. Es incapaz de
resistirse a mí—. Dos. —Sigo en el mismo sitio,
alerta a cualquier signo de movimiento. Nada—.
Uno —digo calmado, aunque mi polla se sacude
salvajemente. Sé que está cerca.
—Cero, nena —susurra por detrás de mí. Su voz
seductora dibuja una sonrisa en mis labios.
Me vuelvo y casi me da algo cuando veo lo que
tengo delante de mí, vestida sólo con unas
pequeñas bragas de encaje. Joder, está cada día
más guapa. A pesar de mi urgencia, me tomo mi
tiempo para admirarla en todo su esplendor. Mi
mirada recorre sus pechos firmes y perfectamente
formados, su vientre tremendamente plano y sus
fabulosas piernas. Mi miembro late al ver cómo hace
descender la prenda de encaje por sus muslos, y
yo me tomo mi tiempo para desabrocharme la
camisa y quitarme los vaqueros. A ella no parece
importarle. Sus enormes ojos castaños observan
extasiados mi cuerpo definido. Nada ha cambiado.
—¿Te gusta lo que ves? —Mi voz es grave y seductora,
aunque esta mujer no necesita
seducciones en lo que a mí respecta.
Entreabre la boca y se pasa la lengua por el
labio inferior. Me quedo rígido. En todas partes.
—Estoy acostumbrada —susurra desviando la mirada
hacia mi pecho.
Me abalanzo sobre ella en un abrir y cerrar de
ojos y mi boca ataca la suya con brutalidad. Ella
no me detiene. Nunca lo hará. Rodea mis caderas
con las piernas y mi cuello con los brazos y es toda
mía de nuevo.
—¿Cuánto crees que vas a gritar cuando te folle?
—pregunto, y la empotro contra la pared
respirándole en la cara.
—Yo diría que bastante —jadea. Me clava las uñas
en la espalda, desliza las manos hasta mi
pelo y tira con fuerza.
Sonrío, retrocedo y me hundo en ella. Lanzo la
cabeza hacia atrás con un alarido y ensordecido
por sus gritos.
Ya no le pido que abra los ojos. No necesito
comprobar que es real. Sabré que lo es mientras
mi corazón siga latiendo.
Y punto.
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