El viernes, Eric me invita a cenar a un restaurante maravilloso.
Ponemos fecha a nuestro cambio de residencia y decidimos que será para mediados
de enero. Mi pisito es mío, en propiedad. Cuando me mudé a Madrid, mi padre me
ayudó a comprarlo y, tras nuestra conversación, decido no venderlo, ni
alquilarlo. Será un piso que siempre tendré para cuando quiera regresar a
Madrid de visita.
Esa noche, a pesar de la felicidad que veo en la mirada de Eric,
intuyo que le duele algo la cabeza. Lo he visto tomarse dos pastillas. Pero no
quiere hablar de ello. Se niega. Sólo quiere hablar de nosotros y de nuestra
próxima vida en Alemania.
Tras la cena, cuando nos vamos del restaurante, nos encontramos
con unos amigos suyos en la calle. Una pareja. Nos saludamos. Y en un momento
dado Eric me pregunta:
—¿Te apetece que invite a Víctor al hotel para jugar los tres?
Mi corazón bombea con fuerza y asiento. Eric sonríe.
—Voy a hablar con él. Seguro que no dice que no.
Eric y Víctor se alejan un metro de mí y de la chica que va con
él. Se llama Loli y es muy simpática. Las dos hablamos, mientras yo observo a
los dos hombres. De pronto, veo que a Eric le suena el móvil, atiende la
llamada y deja de sonreír. Tras eso, se acerca a mí y dice:
—Nos vamos.
Víctor y Loli se quedan donde estaban y observo que entran en el
restaurante. ¿Qué habrá pasado?
En el camino de vuelta está más callado de lo normal. Intento
hablar con él, bromear, pero no entra en el juego. Finalmente me callo. Cuando
Eric se pone así, mejor dejarlo.
Cuando llegamos al hotel, Eric pide que nos traigan una botella de
champán. Yo me quito los zapatos y me siento al borde de la cama. Tengo ganas
de jugar. La proposición de Eric me ha excitado mucho.
Eric se desprende de la chaqueta, la deja perfectamente colocada
en el galán de noche y me mira. Suena la puerta y mi corazón aletea. Pero el
aleteo se relaja cuando veo entrar al camarero con dos copas y la botella de
champán.
En cuanto nos quedamos solos, Eric descorcha la botella, sirve dos
copas y cuando me da una murmura en un tono frío y distante:
—Presiento que mi proposición te ha alterado, ¿verdad?
Pienso mi respuesta. Podría mentir, pero no quiero.
—Sí…
Eric asiente, da un trago a su copa y pregunta:
—Te gusta mucho que te ofrezca a otros hombres, ¿verdad?
—¡Eric!
—Responde, Jud.
Resoplo y murmuro:
—Sí, me gusta.
Se sienta a mi lado y toca con delicadeza mi rodilla.
—Te aseguro que eso me gusta mucho a mí también y espero ofrecerte
a otros.
—¿Otros?
—Sí… otros. Mis juegos son muchos y estoy seguro de que desearás
seguir jugando, ¿verdad?
Calor… calor… y más calor… ¡ya
comienza mi calor!
Eric vuelve a llenarme la copa de champán y me saca de mi
ensoñación.
—¿Te gustaría volver a jugar con una mujer?
Sorprendida, me encojo de hombros.
—No.
—¿Seguro? —insiste.
Su insistencia me inquieta. Cuando voy a decir algo, él me agarra
del brazo y me mira profundamente.
—¿Por qué no me dijiste que Marisa y tú os conocíais?
Eso me pilla totalmente descolocada.
—¿Cómo dices?
—Quiero saber cuándo sueles ver a Marisa.
—Yo no suelo verla.
Con la mirada velada por la furia, murmura:
—No me mientas, maldita sea.
—No te miento. Ella va a mi gimnasio y nos hemos visto allí en un
par de ocasiones. Nada más.
En ese instante creo que debo explicarle lo que llevo callando tanto
tiempo cuando Eric estalla.
—¡Maldita sea, Judith! No soporto la mentira. ¿Por qué no me
dijiste que ya os conocíais cuando vino el otro día al hotel?
—No… no lo sé… yo…
Fuera de control, Eric se aleja de mí.
—Será mejor que te vayas, Judith. Estoy terriblemente enfadado y
no quiero hablar.
—Pero yo quiero hablar contigo y no quiero dejar las cosas a
medias como siempre hacemos cuando te enfadas.
—Jud… —gruñe.
—Eric, ¡tenemos que hablar! De nada sirve que las cosas se queden
así. ¿No te das cuenta?
Se agarra la cabeza. Ese gesto me hace ver que no está bien. Veo
que abre su neceser y se toma otro par de pastillas. Eso me altera. No quiero
verlo sufrir. Sale del dormitorio y me quedo sola. Instintivamente, me siento
en la cama, me pongo los zapatos y sin decir nada más salgo yo también. Lo veo
en la terraza, mirando al horizonte. Me acerco a él.
—¿Te duele la cabeza?
—Sí.
—¿De verdad quieres que me vaya?
—Sí.
—Eric, cariño, no sé qué te han explicado pero es una tontería,
créeme.
—Le diré a Tomás que te lleve a tu casa.
—No.
—Sí. Él te llevará a tu casa. Adiós, Jud. Hasta mañana.
No me mira. No se mueve y, al final, me doy por vencida. Me vuelvo
y, con el corazón dolorido, me marcho.
62
Suena un ruido. Me sobresalto. Es el teléfono.
Salto de la cama. Miro el reloj. Las cinco y veintiocho.
Asustada, corro a contestar. Si alguien llama a esas horas, no
puede ser por nada bueno.
—¿Sí?
—Cuchufleta… soy yo.
¿Mi hermana?
La mato… ¡Yo la mato! Pero, al escucharla llorar, me asusto.
—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?
—Estoy mal… muy mal. He discutido con Jesús, se ha marchado de
casa a las nueve de la noche y mira qué horas son y no ha vuelto…
Llora… y llora y llora e intento tranquilizarla.
—¿Dónde está Luz?
—Durmiendo en casa de una amiguita. Por favor, necesito que
vengas.
—De acuerdo… voy para allá.
Cuelgo el teléfono y resoplo. Mi hermana y sus histerismos… Menos
mal que es sábado y no tengo que ir a trabajar. Pienso en Eric. ¿Lo llamo?
Puede que esté despierto, pero al final decido no molestarlo. Conociéndolo,
seguirá enfadado por lo que ocurrió el día anterior. Con rapidez me lavo los
dientes, la cara, me pongo unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta. Hace
fresquito.
Bajo a la calle y me monto en mi coche. Arranco. Mi hermana no
vive lejos, pero a esas horas no me apetece ir caminando. Pongo la radio y
tarareo mientras conduzco. Veo un hueco para aparcar frente al portal de mi
hermana, paro, meto la marcha atrás y cuando miro por el espejo retrovisor me
quedo sin respiración al ver que un coche se abalanza y finalmente choca contra
mí.
Murmullos… murmullos… oigo murmullos.
No puedo abrir los ojos, me pesan. No sé dónde estoy ni qué me
pasa. Entonces recuerdo el coche abalanzándose sobre mí y soy consciente de que
he tenido un accidente. Sirenas. El ruido de las sirenas me hace abrir de golpe
los ojos y me encuentro en una ambulancia con dos hombres mirándome y con gasas
con sangre en las manos.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Sí… no… no sé.
—¿Cómo se llama?
—Judith.
—Muy bien, Judith, no se asuste. Unos chicos que iban bebidos le
han dado un golpe con su coche. La vamos a llevar al Clínico para que se hagan
una revisión.
—¿Esa sangre es mía?
Uno de los jóvenes enfermeros que me atiende asiente.
—No se asuste, pero sí.
—Pero ¿es sangre? ¿De dónde es?
—Del labio y de la nariz. No ha saltado el airbag de su coche y se
ha golpeado contra el volante, pero no se preocupe, no es nada grave.
De pronto, escucho unos chillidos y los identifico rápidamente.
¡Mi hermana! Intento incorporarme para que me vea y sepa que estoy bien pero no
puedo. Me duele horrores el cuello.
—Por favor, la que chilla es mi
hermana. ¿Pueden dejar que me vea para que se tranquilice?
El muchacho accede y sonríe.
—Por supuesto. Si quiere, puede acompañarla en la ambulancia.
Dos segundos después, veo aparecer a mi hermana con su batita azul
de guata. Está pálida. Me ve y sus gritos se convierten en gemidos de terror.
—¡Ay, Dios mío…! ¡Ay, Dios mío! Cuchu… ¿qué te ha pasado? ¿Estás
bien? Todo por mi culpa, ¡mi culpa! Yo te he pedido que vinieras a casa. ¡Oh,
Dios mío…! ¡Dios mío! Cuando he escuchado las sirenas y he visto el coche… ¡Oh,
Dios! Como te pase algo, yo me muero, ¡me muero!
Uno de los jóvenes que nos atienden, al ver su estado de
histerismo, se dirige a ella.
—Si no se tranquiliza, la vamos a tener que atender a usted,
señora. Su hermana está bien. Un coche la ha embestido por detrás, pero su
estado es bueno, tranquilícese.
—Raquel —murmuro dolorida—. Tranquilízate, ¿vale?
Hace un gesto con la cabeza, mientras unos enormes lagrimones le
chorrean por la cara. Me coge la mano y la ambulancia arranca. Cuando llegamos
a Urgencias, la miro y digo:
—Quédate con mi bolso y no llames a papá. No lo asustes, ¿de
acuerdo?
Como una magdalena, me dice que sí y los enfermeros que llevan la
camilla me meten para adentro para atenderme. Me hacen varias radiografías del
cuello y del hombro porque les digo que me duele y cientos más de cosas. Estoy
cansada, dolorida y me quiero ir a mi casa. Pero allí todo es lento… muy lento.
Cuando salgo tres horas después con un collarín en el cuello, un
chichón en la frente y los labios hinchados, me sorprendo al ver a mi hermana,
a mi cuñado y a Eric.
El primero en llegar a mí es Eric. Su gesto me hace saber el susto
que tiene por lo ocurrido. Me abraza con delicadeza y no dice nada. Su manera
de abrazarme y la tensión que noto en su cuerpo hablan por sí solos. El abrazo
es interminable, tanto, que finalmente tengo que susurrar:
—Eric, estoy bien, cariño, de verdad.
Mi hermana nos observa y, cuando Eric me suelta, la veo llorar de
nuevo.
—Anda, ven aquí y deja de llorar, que no me ha pasado nada.
Raquel me abraza y llora desconsoladamente, mientras mi cuñado se
acerca.
—¿Estás bien?
Sonrío lo mejor que puedo.
—Sí, y por favor… haced el favor de dejar de discutir. En una de
éstas, me matáis.
—Lo siento. Ha sido todo culpa mía —se disculpa Jesús.
Me suelto de mi hermana y agarro a mi cuñado del brazo.
—No digas tonterías. Estas cosas pasan porque sí y ya está. Por
cierto, no habréis llamado a papá, ¿verdad?
Mi hermana niega con la cabeza y yo se lo agradezco.
Cuando salimos del hospital, mi hermana y mi cuñado se empeñan en
llevarme a su casa. Eric, por su parte, insiste en que me vaya con él al hotel.
Al final, me planto.
—Quiero irme a mi casa, por favor ¡entendedme!
Eric mira a mi hermana.
—Yo la llevaré a casa y me quedaré con ella.
Raquel asiente pero, antes de marcharse, responde:
—Descansa. Después de comer pasaré por tu casa para verte y
llamaremos a papá.
Cuando mi hermana y su marido se
van, veo aparecer el coche de Eric. Tomás, al ver mi estado, se baja
rápidamente.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Sí, no te preocupes, Tomás. No es tan malo como parece.
En cuanto estoy en el interior del vehículo, cierro los ojos y me
recuesto sobre el respaldo. Estoy dolorida y cansada. Eric se acerca a mí, me
da un beso en la frente. Abro los ojos.
—¿Estás mejor de tu dolor de cabeza?
—Sí, cariño. No te preocupes por eso, ni por nada. Ahora sólo me
importas tú. Sólo tú.
Sus palabras y la ternura con que las dice me indican que la
discusión está olvidada. Sonrío y le acaricio la cara con cariño.
—¿Te ha llamado mi hermana?
Me coge la mano y la besa.
—Te mandé un mensaje y ella me llamó —acerca su frente a la mía y
murmura—: Jamás en mi vida lo he pasado peor, cariño. Cuando tu hermana me ha
llamado, llorando… y yo oía sus sollozos y sólo entendía… Judith… ambulancia…
accidente… he creído morir.
—Exagerado.
—No, exagerado no. Te quiero y no quiero que te pase absolutamente
nada. El rato que he pasado hasta que te he visto ha sido horrible.
Desconcertante. No se lo deseo ni a mi peor enemigo. Me siento culpable. Si no
te hubiera echado de mi lado, nada de esto hubiera pasado.
—Eric, tú no tienes la culpa de nada.
—No estoy de acuerdo con lo que dices. Me siento fatal. —Al ver
que resoplo, me da un delicado beso en la comisura de los labios—. ¿Te
encuentras bien?
—Sí… —E intentando que sonría añado—: Como verás, de ésta ¡no te
libras de mí!
Los labios se le curvan pero está demasiado tenso.
—De ahora en adelante, yo te cuidaré.
Por la tarde, tras haber descansado toda la mañana, mi hermana y
mi cuñado llegan a mi casa con mi sobrina y mogollón de comida. Mi hermana la
mete en el frigorífico mientras observo que le da instrucciones a Eric que sólo
dice que sí, aunque sé que no se está enterando de nada.
Tras llamar a mi padre y explicarle lo ocurrido, me relajo. Él, a
pesar del susto inicial, tras hablar conmigo, con mi hermana y con Eric sé que
se ha quedado más tranquilo. Mi hermana y Jesús están en la cocina hablando.
Tienen que hablar. Eric está viendo un partido de baloncesto en la televisión,
cosa que me sorprende, ya que no sabía que le gustara el baloncesto. Mi sobrina
Luz, que está sentada entre los dos, pregunta:
—¿Eres el novio de mi tita?
Al escuchar aquello Eric la mira.
—Sí.
—¿Y te vas a casar con ella?
—Pues no lo hemos hablado —responde sorprendido.
—¿Y por qué no lo habéis hablado?
—Porque no.
—¿Y por qué no?
—Algún día.
—¿No te quieres casar con ella?
Eric clava su mirada en ella.
—Vale, Luz… lo hablaré con ella.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Quizá cuando se recupere, ¿te parece?
—¡Genial! ¿Tú quieres ser mi tito?
—Sí.
—¿Y por qué?
Eric comienza a desesperarse. Mi sobrina puede llegar a ser
exasperante, así que decido acudir en su auxilio:.
—Luz, ¿quieres irte a mi habitación a ver dibujos?
A la pequeña le cambia la cara. Sonríe y sale escopeteada hacia
allí. Eric me mira a los ojos y sonríe.
—Gracias, cariño.
—De nada. —Curiosa, pregunto—: ¿Flyn no es así?
—No. Es totalmente diferente. Ya lo verás.
Aquella noche, cuando Eric y yo nos quedamos solos en mi casa, se
ocupa totalmente de mí. En un cuaderno se apunta la medicación que tengo que
tomar y los horarios, y me sorprendo al ver lo apañado que puede llegar a ser
para atender a un enfermo. Eso me hace recordar que está acostumbrado a cuidarse
desde hace tiempo. No hace referencia a nuestra discusión y se lo agradezco.
Cuando nos acostamos, me da un beso en los labios.
—Descansa, cariño. Yo me ocuparé absolutamente de todo.
El lunes, cuando Eric se va a trabajar, viene mi hermana para tomarle
el relevo. A las once, me llega un mensaje al móvil. Es Miguel que dice: «Acabo
de enterarme de que eres la novia de Eric Zimmerman. Zorrona, ¡qué callado te
lo tenías! Ya me contarás. Un besito y recupérate».
Cuando dejo el móvil sobre la mesa no sé si reír o llorar.
Oficialmente ya soy su novia.
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