A la mañana siguiente cuando llego a la oficina, no me sorprende
encontrarme a Eric trabajando. Con disimulo dejo mis cosas sobre mi mesa y
suena mi teléfono interno. Eric. Quiere que pase.
—Buenos días, señorita Flores.
—Buenos días, señor Zimmerman.
Entonces veo a Julio Merino, un chico de la empresa, sentado en la
mesita redonda que hay en el despacho con unos papeles.
—Señor Merino —dice Eric recostándose en la silla—, ¿podría
traerme un café solo?
El joven se levanta.
—Sí, señor Zimmerman… en seguida se lo traigo.
Cuando pasa por mi lado pone los ojos en blanco y yo intento
contener la risa. Cuando Eric y yo nos quedamos solos en el despacho, él
suaviza su tono de voz:
—¿Qué tal has dormido?
—Fatal… te echaba de menos.
Noto la comisura de sus labios curvarse.
—Seguro que no tanto como yo a ti.
—Te equivocas… estoy segura que tanto o más.
Nos miramos. Duelo de miradas. He aprendido a aguantar sus retos.
—Esta noche duermes conmigo en mi hotel.
—Vale.
Esa proposición me encanta. Me enloquece y pienso que será un buen
momento de explicarle lo que me pasó el día anterior.
—¿Te apetece que juguemos con compañía?
Mi estómago se contrae. ¿Jugar acompañados? Sé lo que eso
significa y llevo mucho tiempo sin hacerlo. Trago el nudo de emociones que se
ha atascado en mi garganta.
—Me parece bien si a ti te lo parece.
Sin levantarse de su asiento, mueve su cabeza.
—¿Excitada? —pregunta al notar mi nerviosismo.
Asiento. Eric sonríe y se levanta.
—Por favor, señorita Flores, pase al archivo.
Sin dilación, me dirijo hacia donde me pide y mi respiración se
vuelve irregular. Una vez allí, Eric se acerca a mí, mi trasero golpea los
archivos y, apoyando su cadera sobre la mía, siento que su mano se mete por
debajo de mi falda y me toca el muslo derecho.
—Llevo sin entregarte mucho tiempo y no veo el momento de hacerlo.
—Eric…
—Sigo cabreado contigo y mereces un castigo.
—¿Un castigo?
—Sí… mi pequeña. Y esta tarde sabrás cuál es.
Regresa el duelo de miradas.
—Te recuerdo —murmuro—, que tu castigo en Barcelona fue calentarme
en aquel bar de intercambio de parejas y luego dejarme a dos velas.
Sonríe y pasa su nariz por mi pelo.
—Nunca se sabe, Jud… nunca se sabe.
Su mano me hace separar las
piernas. Toca la tirilla de mi ropa interior.
—Tu castigo te espera en mi hotel —murmura en mi oído—. Cuando
salgas de la oficina, coge tu coche y ve directa para allí.
Eric saca su mano de debajo de mi falda y se retira.
—Muy bien, ya puedes proseguir con tu trabajo.
Excitada y molesta por aquel trato tan frío me doy la vuelta para
salir cuando siento que me da un azote. Yo me vuelvo para reprenderlo y
entonces me atrae hacia él, me besa con pasión y murmura con una inquietante
sonrisa:
—Te quiero, pequeña…
Esas dulces palabras consiguen en mí el efecto Zimmerman. Mi
mosqueo se va y sonrío como una tonta mientras él me abraza y toma mi boca con
posesión.
A los pocos segundos, Eric me suelta.
—Señorita Flores, ¿quiere dejar de provocarme para que yo pueda
dirigir esta empresa?
Eso me hace reír y, tras colocarme bien la falda, salgo del
archivo, después del despacho y, con una tonta sonrisa en mi cara, regreso a mi
mesa. Definitivamente, esa noche le explicaré lo que me ocurrió.
Julio llega con el café y, cuando pasa por mi lado, murmura:
—Joder con el jefe… ¡hoy me tiene frito!
Sonrío e intento concentrarme en trabajar.
A las seis salgo del trabajo nerviosa y hago lo que me ha pedido.
Recojo mi coche y voy hasta su hotel. Cuando llego, Tomás está esperando en la
puerta y, al verme, me hace una seña con la mano. Paro el coche, bajo la
ventanilla y lo oigo decir:
—El señor Zimmerman la espera en su suite. Yo me encargaré de su
coche.
Encantada, me bajo y entro en el hotel mientras la excitación
crece a cada segundo más en mí. Llevo sin jugar a sus juegos desde que
estuvimos en Zahara de los Atunes y estoy inquieta. El ascensorista sonríe y me
saluda cuando me ve entrar. En silencio subimos las plantas y, cuando se abren
las puertas del ascensor, me sorprendo al encontrarme a Eric esperándome en el
vestíbulo.
—Hola, cariño.
—Hola —respondo feliz mientras paseo mis ojos por él y valoro lo
guapísimo que está con ese pantalón negro y la camisa celeste. Sin demora, me
besa, me coge por la cintura y me guía hasta la suite. Al entrar, oigo música
en el salón. Hay alguien pero no puedo ver quién es. Eric me mete directamente
en su dormitorio y cierra la puerta.
—Sobre la cama está lo que quiero que te pongas. Dúchate y, cuando
estés preparada, sal al salón.
Dicho esto, se da la vuelta y se marcha, dejándome sola.
Sorprendida, camino hacia la cama. Sábanas de seda negras.
¡Morboso! Sobre las sábanas veo un fino y corto camisón de seda junto a unos
zapatos negros de un imponente tacón. No hay bragas, pero sí un liguero lila.
Eso me reseca la boca. ¡Sexo! Dos hombres me poseerán.
Sin poder quitar los ojos de aquella prenda, me desnudo y paso al
baño. Me ducho y disfruto sintiendo el agua correr por mi piel. Me seco y me
pongo lo que Eric me ha pedido.
Abro la puerta de la habitación. Eric me ve y me hace una seña
para que me acerque a él. Cuando llego a su altura, veo a una pareja. Ella va
vestida como yo. Sorprendida por ello miro a Eric en busca de una explicación.
—Judith, ellos son Mario y su mujer Marisa. Unos amigos.
El hombre se acerca a mí y me da
dos besos en las mejillas y, cuando la luz se refleja en la mujer, me doy
cuenta de que se trata de Marisa de la Rosa. ¿Por qué hace como si no me
conociera? Se acerca a mí y me da dos besos.
—Hola, Judith, encantada de verte.
—Lo mismo digo —asiento confundida.
Ella no hace referencia a nuestros encuentros en el gimnasio, ni a
lo que pasó el día anterior. Yo tampoco. Me siento extraña al omitirlo pero,
sin saber por qué, lo hago.
Eric me coge por la cintura y me acerca más a él.
—Ellos estuvieron en la fiesta de los años veinte a la que
asistimos en Zahara. Desde entonces, Marisa no ha parado de enviarme e-mails
para conocerte.
Me vuelvo hacia ella y la veo sonreír.
—Me muero por saborearte, Judith.
No respondo. No puedo. Sólo puedo ver cómo esa mujer pasea su
lujuriosa mirada sobre mi cuerpo y se detiene en mis pechos. Me recuerda a Silvestre,
el gato de Piolín cuando se lo quiere comer.
Eric hace un gesto pícaro. Le gusta lo que ve; le agrada y lo excita.
—Tengo una novia muy… muy deseable.
Lo miro y él me besa sin importarle que esos dos nos estén
observando. Cuando me suelta, con el rabillo del ojo veo que Marisa y su marido
cuchichean, mientras se sirven champán. Eric coge del sofá un largo pañuelo de
seda y lo enreda en su mano.
—¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Quizá te ate a la cama en algún momento para ofrecerte. ¿Alguna
objeción?
Atizada por lo que dice, murmuro:
—Confío en ti.
Sus ojos chispean. Están brillantes. Eric se acerca a mí.
—Marisa es una mujer muy activa y se muere por jugar contigo. Por
supuesto, yo se lo consiento.
—¿Cómo?
Eric sonríe y me besa en el hombro.
—Ése es hoy mi castigo, cariño.
—Eric, no —susurro con la boca seca.
—¡¿No?!
Me acerco a su oído.
—Ya sabes que las mujeres no me van.
Él sonríe.
—Por eso es tu castigo. Pero, tranquila, yo te ofrezco para que
juegue contigo, tú no tienes que hacer nada, excepto disfrutar.
Me quedo estupefacta. Voy a replicarle, pero él me lo impide.
—Vamos, señorita Flores, sea consecuente con mis caprichos.
Con el estómago hecho trizas, miro a la mujer y, sólo de pensar lo
que Eric me pide, deseo salir corriendo.
Mario se ha sentado en el sillón mientras Marisa nos mira. Mis
nervios van a estallar de un momento a otro.
—Eric.
—Dime, Jud.
—No quiero hacerlo… no.
Eric me mira… me mira… me mira y
finalmente dice con voz tranquila:
—De acuerdo, Jud. Ve a la habitación y vístete. Tomás te llevará a
tu casa.
Eso me desconcierta. No quiero irme. Cuando voy a darme la vuelta
para marcharme, cierro los ojos.
—Eric
—Dime, Jud.
—Si me quedo, mis besos serán sólo tuyos y los tuyos sólo míos.
El rostro imperturbable de Eric asiente.
—Eso siempre, cariño… siempre.
Lo beso ansiosa y él acepta mi boca. Cuando me separo de él, miro
a Marisa.
—De acuerdo.
Eric se sienta junto a Mario.
Aquella mujer y yo nos quedamos de pie ante nuestros hombres,
vestidas únicamente con los cortos camisones mientras la música suena a nuestro
alrededor. La excitación comienza a crecer en mí cuando siento que ella se me
acerca por detrás y pone sus manos en mi cintura.
Eric coge la botella de champán y se sirve una copa. Cuando
termina de servirse, deja la botella en la cubitera y nos mira, repanchigándose
en el sillón.
—Marisa, por fin tienes a mi novia para ti. ¿Por dónde quieres
empezar?
Sus palabras me acaloran. Eric acaba de decir que soy toda para
ella. ¡Toda! Pero, antes de que pueda protestar, la mujer se me adelanta:
—De momento, quiero tocarla.
Dicho esto, hunde su nariz en mi cuello mientras pasea sus manos
por mi cuerpo ante los hombres. Me toca las caderas, los pechos, el monte de
Venus, todo ello por encima del insinuante camisón de seda negro. Oigo su
excitada respiración en mi oído mientras me quedo quieta y le dejo invadir mi
cuerpo ante la mirada de los hombres.
—Eric… dame cinco minutos a solas con ella.
—¡Treinta segundos! —aclara.
Voy a protestar. A negarme, cuando siento que ella se aprieta
contra mí.
—Vamos a la cama —susurra en mi oído.
Me coge de la mano y tira de mí. Yo miro a Eric y él levanta su
copa y sonríe mientras continúa sentado en el sillón. Camino de la mano de la
mujer y llegamos hasta la habitación. No puedo creer que Eric no vaya a estar
presente.
Marisa me sienta en la cama, me tumba y se pone a cuatro patas
sobre mí.
—Escucha, Judith. No te asustes. No te haré daño, sólo te
proporcionaré placer y espero que tú me lo des a mí también. Eric te ha
entregado a mí por algo que pasa entre vosotros. Eso no me interesa. Sólo me
interesa saborearte y disfrutar de tu cuerpo.
—¿Por qué no has dicho que nos hemos visto antes?
Ella sonríe y me mira con lujuria.
—Porque no es necesario explicarlo todo, ¿no crees?
Voy a protestar, pero ella me baja los tirantes del camisón y me
saca los pechos y eso me deja sin habla. Mis pezones se ponen duros y la veo
sonreír. Los observa y, finalmente, saca su lengua y me los chupa. Yo me muevo.
Me inquieto. No quiero reconocerlo, pero la situación me provoca. Su boca se
cierne sobre mis pechos y los succiona con avidez hasta que me los suelta.
—¿Te ha gustado? —pregunta.
Yo asiento. No puedo hablar.
—En el gimnasio, cada vez que te
veo desnuda en los vestuarios, deseo chuparte así. Por cierto, Rebeca te manda
recuerdos.
Voy decir cuatro frescas de esa tía cuando ella se baja los
tirantes de su camisón y deja sus tersos y magníficos pechos operados ante mí.
Me coge las manos y me las coloca sobre ellos. Sus manos cubren las mías y me
hace aplastarlos.
Cuando quita sus manos de las mías, sigo haciéndolo. Le toco los
pezones como sé que a mí me gusta y se los estrujo. Ella me mira, se muerde los
labios y jadea. Acerca su cara a la mía. No me muevo y, cuando creo que me va a
besar y no puedo retroceder, murmura:
—Ya me ha advertido Eric que no puedo probar esos labios tan
tentadores que tienes, pero te voy a devorar los otros labios y lo que esconden
en su interior, igual que deseo cada vez que te veo. Te los voy a morder y a
chupar de tal manera que querrás hacerme lo mismo a mí.
—No… yo no… —susurro dispuesta a marcar un poco mi terreno.
—Tú no ¿qué?
Dispuesta a darle una patada si se pasa conmigo, aclaro:
—Yo nunca he complacido a una mujer. No es lo mío.
—¿Me quieres complacer a mí?
—No.
Se mueve sobre mí. Se da la vuelta hasta que su vagina está sobre
mi cara y la mía bajo su boca. No me roza, sólo la muestra y murmura mientras
siento su aliento.
—Hazlo sólo una vez. Si no te gusta, te prometo que me retiraré.
Nunca he visto una vagina tan cerca. Está limpia, depilada como la
mía, reluciente y tentadora. Ensimismada, la observo cuando la escucho jadear.
—Judith… saca la lengua una vez… Sólo una vez. Mira así…
Noto su lengua pasar lentamente sobre mis labios exteriores.
Tiemblo.
Abducida por el momento y por la excitación que siento, hago lo
que me pide. Saco mi lengua y lo hago.
—Oh, sí… —la oigo decir.
La sensación me gusta y vuelvo a pasar mi lengua. Ella hace lo
mismo y la que jadea ahora soy yo.
—Hagamos una cosa. Repite lo mismo que yo te haga.
Sin más, aquella mujer abre los labios exteriores de mi vagina y
posa su ardiente boca en mí. Jadeo… pero hago lo mismo. Abro mi boca y chupo su
interior. Durante unos segundos intento hacer lo que ella hace pero no puedo…
Yo quiero mover mi lengua de otra manera y mordisquearle los labios internos.
Me olvido de mis prejuicios y la mordisqueo. Noto que ella
tiembla. Sus labios se abren ante mi contacto y vislumbro el clítoris. Curiosa,
llevo mi lengua hasta él y lo rozo. Éste responde hinchándose en décimas de
segundo y yo me inquieto.
—Oh… Judith… me estás volviendo loca… ¿De verdad que nunca lo
habías hecho?
—Nunca.
Avivada por la visión de su clítoris, hago lo que Eric suele
hacerme. Lo toco con la punta de la lengua, lo rodeo y, cuando está hinchado,
lo aprisiono entre mis labios y estiro.
Marisa se contrae y jadea. Intenta retirarse pero le agarro los
muslos y me llevo el clítoris a mi boca para avivarlo más y más.
Pensé que aquello me daría asco, pero no. Paseo mi boca por su
vagina perfectamente depilada y mordisqueo su clítoris y eso me hace sentir
poderosa y exigente.
Marisa se restriega contra mí y la
oigo gemir. En ese momento yo deseo más… mucho más, pero ella me quiere poseer
y me frena. Vuelve a su estado inicial. A cuatro patas sobre mí.
—Ahora que ya sabes lo que yo quiero de ti, permíteme que disfrute
de tu cuerpo.
Agarra mis pechos, junta los pezones y se introduce los dos en la
boca. Los endurece y con la lengua juega con ellos. Cuando escucha mi jadeo,
los deja.
—Te voy a quitar el camisón. Cierra los ojos y entrégate.
Asiento, excitada, pero antes veo que Eric y Mario entran en el
dormitorio. Se sientan cada uno en un lado diferente de la cama y nos observan.
Marisa me desnuda. Con sus suaves manos baja el camisón que esta
enrollado en mi cintura y me lo saca por las piernas. Me pone las manos en los
tobillos y las sube hasta llegar a mis muslos. A mi liguero. Con mimo, me
mordisquea la parte interna de mis muslos y sube… sube hasta que lo que me
mordisquea son los pechos.
—Me gusta lo que veo… —susurra Eric en mi oído.
Marisa prosigue su festín y, cuando los pezones no pueden estar
más duros y estimulados, baja a mi cintura y se entretiene en el ombligo. Me
estremezco.
Su boca caliente llega hasta mi monte de Venus y se detiene.
Recorre con su lengua mi tatuaje y murmura en voz alta y sugerente:
—Judith, el tatuaje es muy tentador. Seguro que levanta pasiones.
Miro a Eric y él sonríe. Yo sé por qué dice eso, pero me callo. No
digo ni mu.
Marisa levanta la vista un instante y una cascada de emociones se
apoderan de mí cuando siento sus manos juguetear entre mis piernas. Estoy
empapada. Húmeda. Receptiva. Me toca por encima y, sin esfuerzo, mete un dedo
en mi interior mientras con la palma de la mano roza mi clítoris. Excitada,
comienzo a moverme en busca de mi placer sobre su mano.
—Vamos chicos… —oigo que dice—. Participad en mi juego.
Mario me toca el pecho derecho y Eric lleva su boca hasta el
izquierdo. Cada uno a su modo y a su manera, me estimulan y me succionan hasta
que Marisa me abre las piernas y mete su cabeza entre ellas.
—Ah… —jadeo mientras tres personas me tocan y me chupan.
Mi ardiente sexo abierto y expuesto a las exigencias de Marisa
responde y yo me arqueo complacida. Me gusta lo que me hacen. Me gusta ser su
juguete. Su experta lengua se mueve dentro y fuera de mí y se detiene en mi
clítoris para hacer lo que yo le hice segundos antes. Lo chupa. Lo rodea y tira
de él. Me incorporo, extasiada.
Calor… calor… mucho calor.
Eric abandona mi pecho y busca mi boca, la encuentra y la besa. Su
lengua me avasalla, excitada y posesiva, mientras los gemidos que Marisa me
arranca salen una y otra vez de mis labios y lo enloquecen. Besos… mimos…
palabras susurradas que deseo escuchar.
—Sí, pequeña… así… entrégate y disfruta para mí.
—Sólo para ti —repito entre jadeos.
Durante lo que me parece una eternidad, Marisa juega entre mis
piernas mientras Mario me mordisquea los pezones y Eric me besa. Hasta que noto
que Mario me agarra un muslo y Eric otro. Me sientan en la cama, me abren para
Marisa y me ofrecen a ella.
La mujer, enloquecida por haber conseguido lo que lleva tiempo
ansiando, me succiona el clítoris con maestría. Yo me retuerzo. Me agarra del
culo y me aprieta sobre su boca. Me saborea de mil maneras posibles y yo me
dejo hacer mientras disfruto de todo ello. Oleadas de placer intenso y caliente
recorren mi cuerpo una y otra vez… una y otra vez…
—Mojada y lista para mí —oigo que
dice.
No sé a qué se refiere, pero su marido me suelta, se levanta y
desaparece de la habitación
Eric no habla. Sólo me observa tremendamente excitado mientras me
sujeta para Marisa. La mujer introduce dos de sus dedos hasta el fondo en mi
vagina, los mueve en su interior y los saca. Yo alzo mis caderas en busca de
más. Vuelve a meterlos y los saca y soy consciente de que la humedad de sus
dedos es mi humedad. Su marido aparece, se sienta en un lateral de la cama, y
nos enseña un consolador negro de dos cabezas.
—Estoy deseando ver cómo os folláis la una a la otra.
Miro a Eric y él aprovecha y me besa. Me muerde los labios y
murmura palabras cariñosas. Los dedos de Marisa prosiguen su saqueo mientras yo
jadeo y disfruto del momento. Instantes después, detiene sus acometidas para
llevar su juguetona boca de nuevo al centro de mi deseo. Me humedece más y más.
Yo chillo una y otra vez… una y otra vez… hasta que ella pone el vibrador de
dos cabezas entre nosotras y dice:
—Estás muy caliente… Follémonos.
Eric se pone detrás de mí. No me abandona. Está todo el rato
pendiente de mí y de mis acciones . Coge el consolador y tras chuparlo lo pone
en mi vagina y lo hunde poco a poco. Centímetro a centímetro mientras yo siento
cómo aquel objeto estriado me abre la carne y jadeo.
—Sí… así… —susurra Eric en mi oído.
Cuando Eric se detiene, Marisa abre sus piernas, coge la otra
punta del consolador y se ensarta en él. Se muerde los labios y gime mientras
lo hunde en su cuerpo y con ello más en el mío.
—Cuidado, pequeña… —murmura Eric.
Me fijo en Marisa y en cómo, con una mirada lujuriosa, se mueve en
busca del orgasmo. Mueve sus caderas. El consolador entra en mí y en ella
arrancándonos oleadas de placer. Marisa lanza su pelvis contra mí y yo grito,
pero no me achico y ahora soy yo la que lanza la pelvis contra ella. Aquel
juego nos introduce y nos saca el consolador de nuestras vaginas
proporcionándonos un placer maravilloso.
Sentadas la una frente a la otra, Marisa me agarra de los brazos y
adelanta su vagina. Me mira, aprieta los dientes y jadea. Yo grito enloquecida
pero, instantes después, soy yo la que agarra sus brazos y aprieta para que
ella chille. Chillidos… jadeos… todo ello, unido a las palabras de Eric en mi
oído, consigue que ambas nos corramos y quedemos sentadas sobre la cama y
unidas por el vibrador. Agotadas, nos dejamos caer para atrás.
Cierro los ojos. El juego que acabo de tener me ha dejado exhausta
hasta que siento que alguien me saca el vibrador, abro los ojos y veo que es
Marisa. Sonrío y entonces le oigo decir a Mario mientras se pone un
preservativo:
—Vamos, chicas… ahora nos toca a nosotros.
Miro hacia Eric. Veo que rasga un preservativo y se lo pone. Nada
más hacerlo, me coge la mano.
—Te voy a atar a la cama y te voy a ofrecer a Mario para que te
folle. Ponte boca abajo.
Sin rechistar, hago lo que me pide y veo que Marisa hace lo mismo.
Mario y Eric nos atan las muñecas con los pañuelos de seda al cabecero de la
cama. Instantes después, la cama se hunde y siento un azote en el trasero.
Pica. Reconozco la mano de Eric cuando me agarra y me hace poner el culo en
pompa.
—Abre las piernas para que él te pueda penetrar bien y yo lo pueda
ver. ¿Entendido,
cariño?
Muevo mi cabeza afirmativamente, mientras la excitación por lo que
dice me recorre el cuerpo.
Instantes después, unas manos desconocidas para mí me cogen de las
caderas e introducen su erección poco a poco en mi vagina. Su pene está duro y
es ancho, pero no es tan largo como el de Eric. No llega con profundidad. Yo
quiero más. Dejo que me penetre una y otra vez y jadeo de placer en cada
embestida mientras escucho los gemidos de Marisa a mi lado y sé que Eric me
mira mientras le da mucho… mucho placer.
Imaginar la escena me incita. Me exhorta. Me exalta. Las dos
atadas a la cama con el culo en pompa y nuestros hombres follándonos y
exigiendo más.
Una… dos… tres… cuatro… cinco… seis penetraciones y seis gritos
placenteros, a la séptima escucho a Eric que suelta un ronco gruñido, miro y
veo que se corre. Mario me coge en vilo y me levanta, bombea su gordo pene
varias veces más dentro y fuera de mí, me aprieta con brusquedad y finalmente
ambos nos corremos. Agotada, respiro con la boca sobre las sábanas hasta que
siento que Eric me toca y me desata las manos. Me besa las muñecas y dice:
—Vamos… cariño. Necesitas un baño.
Me coge entre sus brazos y yo me acurruco contra él. Me besa la
frente.
—Te quiero.
Yo sonrío.
—Yo también te quiero.
Lo vivido minutos antes me tiene exhausta, pero sus palabras hacen
que me lata con más fuerza el corazón. Veo el jacuzzi preparado, Eric me deja
sobre él y dice:
—Agáchate y sujétate al borde.
Hago todo lo que me pide. Me agacho y el agua me llega hasta la
cintura. ¡Qué placer! Oigo que abre la ducha. Se debe de estar duchando. Cuando
cierra el grifo, siento que se mete en el jacuzzi y comienza a lavarme. Me
enjabona el pelo, me da un masaje en la cabeza y luego, con mimo, me lo aclara.
Después me pide que me dé la vuelta. Sus ojos y los míos se miran. Con sus
manos, me enjabona el cuerpo y, cuando me aclara, me da un beso en el hombro.
—Ya está, cariño…
El pene de Eric está duro como una piedra y veo que todo él está
empapado. Sale del jacuzzi y me tiende la mano. Se la cojo y salgo yo también.
Las piernas me tiemblan y cuando estoy a su lado le hago sentarse sobre la tapa
del váter cerrado. Acto seguido me siento a horcajadas sobre él. Cojo su pene y
lo hundo centímetro a centímetro en mí.
—Dios, Jud…
—Ahora tú… —susurro ansiosa—. Ahora tú…
Cierro los ojos mientras noto que su pene llega hasta mi útero.
Echo la cabeza hacia atrás y contraigo mi pelvis. Eric jadea y yo con él. Sus
manos húmedas me agarran la cintura y me aprieta contra él. Me gusta. Me
enloquece cuando me hace eso. Sentir toda su enorme erección llegar a mi útero
me altera y vuelvo a contraer la pelvis. Ambos jadeamos.
—Así, nena… poséeme. Eres mía.
Sus órdenes son para mí el arrullo que necesito.
Restriego mi sexo contra él y vuelvo a contraerme. Mi vagina lo
succiona y cada centímetro que le hago hundirse en mí me hace sentir que me va
a partir en dos. Esa sensación es nuestra. La busco. La necesito. Sólo él me da
profundidad y quiero más.
Me echo hacia atrás y Eric jadea ante la electricidad que
sentimos, yo abro la boca
en busca de aire. Cada embestida
mía es un jadeo de él. Cada jadeo de él es una embestida mía. El movimiento de
mis caderas se vuelve más insistente, más delirante. Sus penetraciones más
profundas, más seguidas y, cuando siento que me voy a correr, lo miro y
susurro:
—Mío. Eres sólo mío.
Un grito gutural sale de su garganta y otro de la mía cuando Eric
se empotra totalmente en mí, mientras notamos que nuestros fluidos resbalan por
nuestras piernas. Me abrazo a él y el ritmo se detiene mientras me besa el
pelo. Durante varios minutos no nos movemos, sólo nos abrazamos hasta que él
coge una toalla seca y me la echa por encima. Tiemblo.
Con el pelo mojado sobre la cara, Eric comienza a repartirme un
millón de dulces besos mientras me retira el cabello. Sigo sentada sobre él y
su erección disminuye en mi interior cuando escucho jadeos e imagino que los
otros juegan en la habitación.
—Eric.
—¿Sí, cariño?
—¿Te encuentras bien?
Sonríe al notar mi preocupación por él.
—Perfectamente, mi amor, ¿y tú?
—Extasiada.
—¿Mi castigo ha sido muy duro?
Sonrío y lo beso por el cuello.
—Tus castigos me vuelven loca.
Ambos reímos y Eric me mira a los ojos.
—Espero que no hayan sido muy duros para ti.
—Yo más bien diría placenteros.
—¿Incluso con Marisa y Mario?
Asiento como una niña pequeña.
—Incluso con ellos.
Eric me da un beso en la punta de la nariz y susurra:
—Me vuelve loco verte disfrutar, cariño. Ofrecerte es un placer
para mí. Me provoca un morbo que no puedo remediar y…
—¿Te estás disculpando por ello?
Veo que asiente y murmura:
—Jud… tengo que hacerlo. Estos juegos no entraban dentro de tu
vida. Sé que lo haces por mí y…
—… y me gustan —lo interrumpo—. Me encanta que me ofrezcas
mientras tú miras. Eso, aunque no lo creas, me produce el mismo placer que a
ti. Y si a ti te enloquece que Björn, Marisa o quien decidamos se meta entre
mis piernas y juegue conmigo, yo lo acepto. Lo acepto gustosa porque disfruto
tanto que un día voy a explotar.
—¿Estás segura, cariño?
Abro los ojos y lo miro. Acerco mi nariz a la suya y siento la
necesidad de preguntar:
—¿En Alemania seguiremos jugando?
Aquello lo pilla de sorpresa. Mi pregunta le afirma lo que él
lleva deseando escuchar y me abraza encantado, antes de devorarme la boca.
—En Alemania te prometo todo lo que quieras.
60
A la mañana siguiente, Eric y yo llegamos a la oficina por
separado. Está emocionado por mi próximo traslado a Alemania y yo también. Por
suerte tengo algo de ropa en su hotel y me cambio para no ir con lo mismo del
día anterior. No le he explicado el episodio vivido con aquellas mujeres y
decido callar. En realidad, no pasó nada y, si se lo cuento, se enfadará
conmigo.
Miguel, como cada mañana, viene a buscarme. Nos vamos a tomar un
café antes de comenzar a trabajar.
Acepto encantada y me siento frente a la puerta. Sé que Eric
entrará de un momento a otro y me buscará con la mirada. No falla. Diez minutos
después, el hombre del que estoy completamente enamorada entra por la puerta y,
tras ver dónde estoy sentada se sienta enfrente de mí.
Miguel y yo seguimos charlando y observo disimuladamente a Eric
desayunar. Su elegancia para untar la mantequilla en el cruasán me tiene
totalmente ensimismada. En un par de ocasiones, nuestras miradas se cruzan, sé
que está feliz por mi decisión de irme con él a Alemania y tengo que hacer
grandes esfuerzos para no reír como una tonta.
Cuando acabamos el desayuno, Miguel y yo nos levantamos y Eric
hace lo mismo. Lo veo salir y, cuando llegamos al ascensor, está esperando con
las manos metidas en los bolsillos y su gesto serio e inescrutable. Al vernos,
nos mira.
—Buenos días, señorita Flores. Señor Morán.
—Buenos días, señor Zimmerman —decimos al unísono.
Las puertas del ascensor se abren y los tres nos metemos en él.
Damos a la planta diecisiete, pero, mientras sube, el ascensor se para en otras
plantas y coge a más personas. De pronto, siento que Eric roza mis nudillos con
los suyos y sonrío. Cada vez es más difícil estar juntos sin tocarnos.
Cuando las puertas se abren en nuestra planta, los tres nos
bajamos pero Eric toma un camino diferente al nuestro.
—¿Tú crees que Iceman sonríe alguna vez? —cuchichea Miguel, al ver
que se aleja.
—Pssss… no sé.
—A ese tío lo que le hace falta es un buen polvo. Verías cómo
sonríe.
Eso me hace soltar una carcajada. Si Miguel supiera lo que yo sé,
se quedaría de piedra, pero prefiero seguirle el rollo.
—Estoy totalmente convencida.
Entonces aparece mi jefa, nos mira y con su voz chillona dice de
malos modos:
—Judith, sobre tu mesa he dejado varias carpetas. Necesito que
fotocopies lo que hay en ella y después lo lleves a mi mesa. Miguel, creo que
te buscan en tu departamento. Vamos, ¡a trabajar!
Prosigo mi camino sola hasta el despacho. Una vez allí, veo las
carpetas de mi jefa y me encamino hacia la fotocopiadora. Hago lo que ella me
pide y después contesto varios correos de las delegaciones. Sobre las once,
entro en el archivo. Necesito varios papeles que me han pedido los delegados.
Me encuentro ensimismada con ellos, cuando oigo una voz a mi espalda.
—Mmmmm… reconozco que encontrarte en el archivo me sugiere mil
perversiones.
Sonrío. Es Eric, que me observa desde la puerta.
—Señor Zimmerman, ¿desea algo?
Sus ojos pasean por mi cuerpo.
—¿Qué tal una vueltecita? Me encanta cómo te quedan esos
pantalones.
Lo complazco y hago lo que me pide. Doy una vuelta sobre mí misma
y, cuando la termino, pregunto:
—¿Contento?
—Sí… aunque lo estaría más si te desnudaras y…
—¡Eric!
Con las manos en los bolsillos, sonríe.
—Nena… —murmura sin acercarse a mí—. Pero si me provocas…
—¡Tendrás morro! —Río y, cuando veo que se acerca, levanto una
mano y murmuro—: ¡Stop!
Eric se para.
—Fuera de mi archivo. Estoy trabajando y no quiero que me despidan
por hacer cosas en el trabajo que no debo, ¿entendido?
Eric da otro paso hacia mí.
—Mmmmm… estás tan guapa cuando trabajas. Ven aquí y dame un beso.
—No.
—Vamos… lo estás deseando tanto como yo.
—Eric, alguien nos puede ver…
Pone cara de bueno y hace un gesto con la mano.
—¿Uno chiquitito?
Resoplo… pero me acerco a él y le doy un beso en los labios.
Inmediatamente, Eric me coge de la cintura, me apoya contra los archivadores y
me mete su lengua en la boca. Me devora y yo me dejo llevar.
—Dios… pequeña ¿Qué voy a hacer contigo?
—De momento, soltarme —me quejo—. Me estoy clavando el pomo de la
puerta del archivador en el culo.
Me suelta rápidamente.
—¿Te duele? —pregunta, preocupado—. ¿Te he hecho daño?
—Noooooooo… —Río—. Sólo lo he dicho para que me soltaras.
De nuevo veo la guasa en sus ojos. Se repasa los labios con la
lengua y da un paso hacia atrás. Me mira, levanta un dedo y antes de marcharse
dice:
—Que sea la última vez, señorita Flores, que me incita a hacer
algo que yo no quiero. Póngase a trabajar y deje de insinuárseme.
Veo cómo sale del archivo y sonrío. La felicidad que Eric me
provoca no es comparable a nada en el mundo. Cuando salgo, lo veo hablando por
teléfono. Cuando cuelga, pasa por mi lado y, aunque no me mira directamente, sé
que me ha mirado. Ambos regresamos a nuestros trabajos.
A la una me avisan de recepción. Un mensajero trae un ramo de
rosas. Cuando el mensajero aparece e indica que el precioso ramo de rosas rojas
de tallo largo es para mí, me quedo sin palabras. Cuando se va, saco la
tarjetita y leo: «Como dice nuestra canción: te llevo en mi mente
desesperadamente».
Me quedo boquiabierta mirando la tarjeta con el ramo en las manos.
Leer eso me hace sonreír. Eric es tan romántico en la intimidad que me
encantaría que todo el mundo lo supiera. Mi jefa, que en ese momento pasa por
mi lado, se queda mirando el ramo de flores.
—Qué maravilla. ¿Quién me manda esta preciosidad?
—Me lo han enviado a mí.
Su cara se contrae al escuchar
eso, se da la vuelta y se marcha. No le ha hecho gracia saber que yo puedo
recibir flores maravillosas. Emocionada, saco uno de los jarrones que guardo
para cuando llegan flores, lo lleno de agua y lo pongo sobre mi mesa.
Eric aparece en el despacho, me mira y sin cambiar su habitual
gesto serio dice:
—Bonitas flores.
—Gracias, señor Zimmerman.
—¿Algún admirador secreto?
Sonrío como una boba.
—Mi novio, señor.
Eric asiente, se da la vuelta y se mete en su despacho. Esa tarde
cuando llego a casa, Eric llega quince minutos más tarde y, con posesión y
deleite, me hace el amor.
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