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Pídeme lo que quieras Cap. 49, 50


Hoy, 21 de setiembre, es su cumpleaños. Eric cumple treinta y dos años e inexplicablemente estoy feliz por él. Soy así de imbécil.
No ha vuelto a aparecer por la oficina. Tras su viaje a las delegaciones regresó directamente a Alemania y no ha vuelto a pisar España.
Me encuentro sumergida en mi burbuja cuando suena el teléfono interno. Mi querida jefa me pide que pase a su despacho. Una vez en su interior, me sobrecarga de trabajo y me dice:
—Haz también una reserva para esta noche a las nueve y media en el Moroccio para diez personas a nombre del señor Zimmerman. Debe ser a ese nombre o no te darán la reserva, ¿entendido? —asiento—. Después, pídeme cita en la peluquería para dentro de una hora.
Asiento e intento no alterarme.
¿Eric en España? ¿En Madrid?
¡Jud…, relájate!
Cuando salgo del despacho, mi corazón bombea.
Busco en internet el teléfono del Moroccio y, cuando lo consigo, resoplo y llamo.
—Moroccio, buenas días.
—Hola, buenas días. Llamo para hacer una reserva para esta noche.
—Dígame a qué nombre, por favor.
—Sería a las nueve y media, para diez personas, a nombre del señor Eric Zimmerman.
—Oh… sí, el señor Zimmerman —oigo que repite el camarero—. ¿Algo más?
El corazón se me va a salir del pecho. De pronto, algo cruza mi mente. Es una maldad y no me detengo a mirar las consecuencias.
—También quería reservar otra mesa para dos personas, a las ocho, a nombre de la señora Zimmerman.
—¿La mujer del señor Eric Zimmerman? —pregunta el camarero.
—Exacto. Para su mujer. Pero, por favor, no le comente nada, es una sorpresa de cumpleaños.
—De acuerdo.
En cuanto cuelgo el teléfono me tapo la boca. Acabo de hacer una de las mías y me río. Sin pensarlo, descuelgo el teléfono y llamo a Nacho. Esta noche seré yo la que lo invite a cenar.
Ataviada con un precioso vestido negro con los hombros al aire que me ha dejado mi hermana y un moño alto a lo Audrey Hepburn, llego hasta el estudio de tatuajes de Nacho. Éste silba sorprendido nada más verme.
—¡Vaya, estás fabulosa!
—Gracias. Tú también —sonrío al verlo.
Nacho sonríe y abre los brazos.
—Que conste, que es el traje de la boda de mi hermano y me lo he puesto porque me lo has pedido tú. A mí este rollo de etiqueta no me va.
—Lo sé. Pero donde vamos hay que ir así o no te dejan entrar.
Nacho conoce mi plan.
—¿Estás segura de lo que vas a hacer, Judith?
Asiento y salimos del estudio.
—No lo sé, ya te contaré si reacciona. Éste es mi último cartucho.
A las ocho en punto entramos en el Moroccio.
El camarero, tras comprobar nuestra reserva, me mira sorprendido y veo que asiente complacido ante mi aspecto. Debe de verme como la digna mujercita del señor Zimmerman. Con arte, le cuchicheo que no comente mi presencia. Quiero sorprender a mi marido porque es su cumpleaños y después le pido que tenga preparada una tarta de fresa y chocolate. Éste asiente, complacido por mi simpatía, y me dice que no me preocupe. Mi tarta estará preparada. Como bien presupongo, nos pasan a uno de los reservados y observo cómo Nacho se queda sorprendido por el lugar y mira a nuestro alrededor.
—¡Qué pasote de sitio!
—Sí. Es el glamur personificado. —Sonrío mientras espero que no se encienda ninguna lucecita de colores y me pregunte qué significa.
—Por cierto, ¿a qué venía eso de señora Zimmerman? ¿Tu apellido no es Flores?
Suelto una risotada.
—La señora Zimmerman es la mujer de la persona que va a pagar esta cena.
Su cara es un poema. El camarero entra y deja un excelente vino ante nosotros que degustamos, aunque luego me doy el lujo de pedir una Coca-Cola. Nacho está sorprendido con el precio de todo aquello y veo su preocupación en la cara.
—Judith, creo que nos vamos a meter en un buen lío con lo que estamos haciendo.
—Tú tranquilo. Pide lo que quieras. El señor Zimmerman lo pagará.
—¿Ése es el apellido de Eric?
—Ajá…
—¿Está forrado, el tío?
—Digamos, que se puede permitir muchas cosas.
—¿Está casado?
—No. Pero la gente del restaurante no lo sabe.
Nacho asiente y sonríe. Después menea la cabeza.
—Pero qué pérfidas que sois las mujeres.
Doy un trago a mi Coca-Cola.
—No lo sabes tú bien —susurro.
El camarero entra y toma nota de los platos. Hemos pedido langosta y carpaccio de buey a las finas hierbas y de segundo solomillos al bourbon. Como es de esperar, todo está exquisito. A las nueve y media, miro el reloj y presupongo que Eric, mi jefa y sus acompañantes ya han llegado. Eric es muy puntual y eso me pone nerviosa. Saber que lo tengo a tan escasos metros de mí me altera, pero procuro disfrutar de la cena junto a Nacho. De postre pedimos fresas y una fondue de chocolate. Nos la comemos entre risas y, a las diez, damos por finalizada nuestra cena.
Cuando entra el camarero pregunto:
—¿Ha llegado ya mi marido, el señor Zimmerman?
El camarero asiente y mi estómago salta, pero, convencida de lo que hago, añado:
—¿Me trae papel, un sobre y un bolígrafo, por favor?
El hombre sale del reservado en busca de lo que le he pedido y Nacho cuchichea:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Agradecerle la cena.
—¿Estás loca?
—Probablemente, pero estoy segura de que eso le gustará.
Cuando el camarero entra, escribo sobre el papel:
Estimado señor Zimmerman:
Gracias por enseñarme un sitio tan especial y por la cena para dos que nos hemos tomado a su salud. Ha estado exquisita y el postre, como siempre, soberbio. Por cierto, feliz cumpleaños. ¡Gilipollas!
La chica de los e-mails fantasmas
En cuanto acabo de escribirlo, lo meto en el sobre, lo cierro, se lo entrego al camarero y le indico:
—Por favor, ¿sería tan amable de entregarle esto a mi marido junto con la tarta de fresas y chocolate cuando vayan a pedir el postre?
Dicho esto, Nacho se levanta, me coge del brazo y desaparecemos como alma que lleva el diablo mientras sonrío y me fastidio por no ver la cara que va a poner Eric. ¡Me encantaría verla!
50
A las once obligo a Nacho a que me deje en casa. Seguro que Eric estará a punto de ver la notita y la tarta y espero su reacción.
A las once y media, camino por la casa aún con los tacones. Estoy convencida de que eso lo hará reaccionar y llegará en cualquier momento.
A las doce, mi desesperación ya es latente. ¿Se habrán puesto a jugar y no habrán pedido los postres?
A la una de la madrugada, frustrada porque mi plan no ha funcionado, tiro los tacones contra el sofá justo en el momento en el que me suena el móvil. Me lanzo en plancha a por él. Un mensaje. Eric. Las manos me tiemblan cuando leo: «Gracias por la felicitación, señora Zimmerman».
Boquiabierta leo y vuelvo a leer el mensaje ¿Ya está? ¿No va a hacer ni a decir nada más?
Malhumorada, suelto el móvil y doy un trago a mi Coca-Cola. Deseo coger el móvil y llamarlo para ponerlo a caer de un burro. Pero no. Ahora sí que doy el cerrojazo definitivo al caso Eric.
Con desgana, me quito el bonito vestido, el sofisticado moño y la sugerente ropa interior que me he comprado esa tarde. Me planto mi pijama de nubecitas azules y me dirijo al baño para desmaquillarme. Saco una toallita desmaquillante y me lío con un ojo. No puedo ver lo que estoy haciendo, sólo que paseo la toallita en círculos mientras pienso en Eric.
De pronto, oigo que alguien llama con los nudillos a la puerta de mi casa. Mi corazón salta por la emoción. Suelto la toallita y corro para mirar por la mirilla. Me quedo sin palabras cuando veo a Eric al otro lado. Sin pensar en mi aspecto, abro y me encuentro frente a frente con él. ¡Con Eric!
—¿Señora Zimmerman?
Está impresionante con su traje oscuro y la camisa blanca abierta. Su porte, como siempre, es intimidatorio, varonil y su cara… ¡Oh, su cara…! Esa cara de mala leche me encanta y sin querer, ni poder, ni pensar en remediarlo digo:
—Vale… soy lo peor.
—¿Tú has osado decir en el Moroccio que eras la señora Zimmerman? —insiste.
Doy un paso atrás. Él lo da hacia el frente.
—Sí… perdón… perdón, pero necesitaba enfadarte.
—¿Enfadarme?
Da otro paso adelante. Yo doy otro atrás.
—Eric, escucha —me retiro rápidamente el pelo de la cara— … Sé que no he procedido bien. He abusado de tu generosidad y he tomado el pelo a los del restaurante. Te prometo que te reembolsaré mi cena y la de mi amigo. Pero te juro que sólo lo hice para que te cabrearas y vinieras hasta mi casa y así…
—¿Y así qué?
Su mirada es intimidatoria. Feroz. Pero aun así prosigo. Es mi única oportunidad. Él está ante mí y no la voy a desaprovechar.
—Necesito pedirte perdón por lo tonta que fui el día que me marché de Zahara y… —resoplo y me encojo de hombros ante su silencio—. Te echo de menos Eric. Te quiero.
Su gesto cambia. Se suaviza.
¡Oh, sí…! ¡Oh, sí!
Mi corazón salta de felicidad, justo en el momento que él da un paso hacia mí para abrazarme. Me aúpa y yo le echo los brazos al cuello. Enredo mis piernas a su cintura y así, sin hablar, cierro la puerta de mi casa. Dispuesta a no soltarlo nunca más en mi vida.
Durante unos minutos, ninguno de los dos habla. Sólo nos abrazamos y disfrutamos de nuestra cercanía hasta que Eric me da un beso en el cuello y me aprieta con fuerza.
—Te quiero, y ante eso, pequeña, no puedo hacer nada.
¿He escuchado bien?
¿Me está diciendo que me quiere?
La felicidad me hace reír, lo beso con posesión en los labios y, cuando me separo de él, murmuro:
—Si es cierto lo que dices, no vuelvas a alejarte de mí.
—Tú te fuiste.
—Tú me echaste.
—Te dije que te quedaras.
—¡Me echaste!
¡Ya empezamos!
Él asiente y yo prosigo:
—Te he pedido disculpas con mis e-mails todos los días y tú no te has dignado a responder.
Sonríe con dulzura y entonces hace eso que tan loca me vuelve. Acerca su boca a la mía. Saca la lengua, la pasa por mi labio superior, luego por el inferior y antes de besarme murmura:
—Yo te perdoné antes de que te hubieras marchado.
—¿Sí?
—Sí… osito panda.
—¿Osito panda? ¿Te parece poco pequeña, morenita o Jud… que ahora también me llamas osito panda?
Divertido, me lleva frente a uno de mis espejos y al ver el motivo de aquel apodo me parto de risa. Tengo un ojo totalmente emborronado y negro. Él ríe también.
—¿Qué estabas haciendo para tener el ojo así?
—Desmaquillándome. Con lo mona que me había puesto para ti por ser tu cumpleaños y vas tú y apareces en el momento menos glamouroso.
Eric sonríe.
—Para mí siempre estás preciosa, cariño.
Entre sus brazos, llego hasta mi habitación. Me suelta sobre la cama y se tumba sobre mí.
—Dios, nena, me encanta cómo hueles.
Con cuidado, le quito la chaqueta y comienzo a desabrocharle la camisa blanca mientras Eric recorre mi cuerpo con sus manos y me da delicados besos en el mentón y en el cuello. El roce de sus yemas al pasar por mis costillas me hace tener un escalofrío y sonrío de placer. Cuando termino de desabrocharle la camisa, le toco los abdominales. Duros y fuertes como siempre.
—Tengo un regalo para ti.
—Mi mejor regalo eres tú, pequeña.
Besos… caricias… palabras de cariño y de pronto Eric murmura:
—Tengo que hablar contigo, Jud.
—Luego… luego…
En cuanto me libro de su camisa y se queda vestido sólo con el pantalón, mis manos vuelan al botón. Lo desabrocho y, con cuidado, bajo la cremallera. La piel de Eric arde y yo con ella. Y cuando meto mis manos bajo los calzoncillos y tengo en ellas lo que anhelo y ansío, jadeo.
Eric se mueve. Su erección escapa de mis manos y vuelve a besarme.
—Si me sigues tocando, no duraré ni dos segundos… ¿Sigues tomando la píldora?
—Ajá…
—Biennnnn.
Eso me hace reír, mientras él me quita el pantalón del pijama. Luego me levanta, me pone frente a él y acerca su boca hasta mi monte de Venus y lo mordisquea por encima de mi tanga. Me quito la parte superior del pijama y Eric me observa. Mete sus dedos por la tirilla de mi tanga, me lo rompe y murmura mientras lee:
—«Pídeme lo que quieras.»
Eric me acaricia y me coge uno de los pechos con calidez, con mimo se lo mete en la boca y me chupa la areola. Después otorga el mismo mimo al otro pecho y me obliga a sentarme sobre sus rodillas. Durante un rato se entretiene con mis pechos, me los chupa, lame y succiona hasta que me arranca un gemido de placer.
—Pequeña… te he echado tanto de menos…
Se levanta conmigo en brazos y vuelve a posarme sobre la cama. Me besa los labios y comienza a bajar su lengua por mi cuerpo. Va al cuello, de allí a los pechos, sigue su recorrido por el ombligo y, cuando llega al monte de Venus, quien jadea es él.
Dispuesta a disfrutar, me abro de piernas antes de que él me lo pida y su lengua rápidamente entra en mí con exigencia. Con sus dedos me separa los labios y su húmeda lengua llega hasta mi clítoris. Salto de excitación.
—Oh, Eric… sí… así.
Se sube sobre la cama para estar más cómodo y pone mis piernas sobre sus hombros. El saqueo a mi clítoris se intensifica y mis jadeos cada vez son más seguidos, hasta que un intensísimo orgasmo toma mi cuerpo, lo agarro de la cabeza y lo aprieto contra mí.
Cuando me quedo sin fuerzas por el maravilloso orgasmo que acabo de tener, Eric se pone sobre mí, me besa. Su sabor a mi sexo es salado y me estimula mucho.
—Te voy a follar, cariño.
Asiento. ¡Lo estoy deseando!
Se quita los pantalones, después los calzoncillos y, con una mirada lobuna que me hace jadear, sonríe. Ensombrecido por el deseo, se pone encima de mí y me acomoda mejor en la cama. Coloca la punta de su pene contra la entrada húmeda de mi vagina y, a diferencia de otras veces, la introduce poco a poco mientras me muevo mimosa. Quiero más y le doy un azote en el trasero.
—¿Eso a qué se debe, pequeña?
—La necesito dentro ya… la tuya es tan grande… tan placentera. Sigue…
Eric sonríe y me embiste abriéndome toda la vagina de una sola estocada. Grito y jadeo. Grito y jadeo, mientras él me embiste una y otra vez y por fin me siento llena y enloquecida. Se me acelera la respiración y mi disfrute me vuelve loca. Una… dos… tres… quince veces me penetra y yo grito y me retuerzo de placer.
De pronto, su ritmo disminuye.
—¿Alguien te ha tocado durante estos días?
Su pregunta me pilla tan de sorpresa que sólo puedo pestañear. No sé qué decirle y
Eric me da un empellón que me hace gritar de nuevo.
—Dime la verdad, ¿quién te ha follado estos días?
Su cara se contrae y vuelve a penetrarme. Me da un azote en el trasero que me escuece.
—¿Quién?
Me niego a responder sin ser respondida, saco fuerzas de donde no las tengo y pregunto:
—¿Y tú?
Me mira e insisto.
—¿Tú has jugado estos días?
—Sí.
—¿Con Amanda?
—Sí. ¿Y tú?
—Con Fernando.
Durante unos segundos nos miramos. Los celos vuelan sobre nosotros y me penetra con fuerza. Ambos gemimos. Me agarra por el hombro y vuelve a penetrarme. Veo la oscuridad en su mirada. La rabia por lo que escucha y no quiere oír.
—Te vi con Amanda entrar en tu hotel y decidí proseguir con mi vida. Busqué a Fernando, me masturbé para él y luego me ofrecí.
Eric me mira. Está furioso. Tengo miedo de que se vaya, pero entonces me doy cuenta de que él también tiene miedo de que yo desaparezca. Me agarra por las caderas y comienza a penetrarme a un ritmo infernal.
—Eres mía y sólo te tocará quien yo quiera.
Me mira, a la espera de una contestación, mientras, desmadejada por sus penetraciones, me muevo debajo de él. Calor… tengo mucho calor, pero soy consciente de lo que me pide. Le pongo la mano en su estómago y me echo para atrás. Su pene sale de mí.
—Únicamente seré tuya, si tú eres mío y sólo te toca quien yo quiera.
Su respuesta es inmediata. Acerca su boca a la mía y me besa, mientras su pene duro como una piedra golpea mis muslos volviéndome loca. Con una de mis manos lo cojo y lo meto de nuevo en mi interior y, con su boca sobre mi boca, murmura:
—Soy tuyo, pequeña… tuyo.
Eric me penetra con delicadeza y soy yo la que subo mis caderas para llenarme de él. Mueve sus caderas a los lados y siento cómo los músculos de mi vagina se aferran a él.
—Cariño… me voy a correr.
El tono de su voz. Su cara. Su gesto y su mirada me hacen sonreír. Yo estoy cerca del orgasmo.
—Más rápido, cielo… lo necesito.

Eric me embiste de nuevo una… dos… tres veces. Se muerde los labios para darme lo que yo quiero hasta que de pronto los dos nos arqueamos y sabemos que hemos llegado juntos hasta el placer. 

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