El sábado, el sexo, los besos y las caricias priman en todo
momento. Cada vez que intentamos hablar para profundizar en nuestra relación
acabamos desnudos y jadeando. Eric es mi vicio y me doy cuenta de que yo soy el
suyo. Estar juntos sin tocarnos se nos hace imposible y, como los dos nos
deseamos, nos dejamos llevar por la lujuria y el desenfreno. El domingo, más de
lo mismo, pero tras hacer entre los dos la cama Eric dice:
—Jud… Tengo una conversación pendiente contigo, ¿lo recuerdas?
—Sí.
El susto se apodera de mí. De pronto me asusta saber qué es
aquello que me tiene que explicar.
—Es importante que lo hablemos, te lo debo.
—¿Me lo debes? —pregunto sorprendida.
—Sí, cariño…
Me olvido totalmente del sexo y me centro en él. Su mirada vuelve
a ser inquieta. Sus ojos me esquivan y eso me perturba. Eric se sienta a mi
lado, a los pies de la cama.
—Escucha, hay algo que debes saber y que no te he dicho hasta
ahora. Pero quiero que sepas que si no te lo he dicho es porque…
—¡Dios mío! ¿No estarás casado?
—No.
—¿Te vas a casar con Betta? ¿Con Marta?
Sorprendido por mis preguntas y por el tono chirriante de mi voz
vuelve a responder:
—No, cariño. No es nada de eso.
Suspiro aliviada. No hubiera podido soportar una noticia así.
—¿Y quiénes son?
Eric asiente y suspira resignado.
—Betta es la mujer con la que compartí mi vida durante dos años y
con la que acabé la relación hace un tiempo —asiento y él continúa—: Nuestra
relación se acabó el día que la encontré en la cama con mi padre. Ese día
decidí finalizar mi relación con los dos. Espero que, sin necesidad de
explicarte nada más, entiendas por qué no quiero nunca hablar de mi maravilloso
progenitor.
Mi cara se descompone al escuchar eso. Nunca me hubiera esperado
una historia así.
—Ella nunca ha querido aceptar esa ruptura e intenta acercarse a
mí continuamente. Me ha pedido perdón de todas las maneras que te puedas
imaginar y, aunque me ha costado, la he perdonado, pero no quiero nada más con
ella. De ahí el motivo de los mensajes y su insistencia. Aquel día en la playa,
cuando me enfadé y me volví al chalet sin dejar que me acompañaras, mi enfado
venía porque ella me dijo en un mensaje que estaba en la puerta del chalet de
Andrés y Frida. No quería que regresaras conmigo de la playa porque te quería
evitar la desagradable escena que ella me iba a montar. Sólo intenté que tú no
lo presenciaras. Pero tampoco fui sincero contigo y no te lo dije. Intenté
evitarme un problema pero, con mi reacción, lo agravé.
—Me lo tenías que haber dicho. Yo…
Durante unos segundos, Eric me observa, me pone un dedo en los
labios para que calle y pasa su mano por el óvalo de mi cara.
—Eres preciosa, Jud… Sólo te quiero a ti.
Me acerco a él y lo beso, pero él
vuelve a colocarme donde estaba.
—Marta es mi hermana.
¿Hermana? Eso me sorprende. Miguel me comentó que Eric sólo tenía
una hermana, pero Eric prosigue:
—¿Recuerdas que te comenté que mi hermana Hannah había muerto en
un accidente? —asiento—. Hannah tenía un hijo que está a mi cargo. Era madre
soltera. El pequeño se llama Flyn y tiene nueve años. Desde que ocurrió lo de
Hannah, se ha vuelto un niño difícil de tratar y sólo nos da disgustos. En
julio, cuando tuve que regresar a Alemania y suspender el viaje a las
delegaciones, fue por un problema con él. Mi hermana y mi madre no consiguen
controlarlo y por eso recibo tantas llamadas de Marta. Flyn sólo me respeta a
mí y mi hermana necesita que regrese a Alemania. —Escuchar eso me pone sobre
alerta y él prosigue—: Escucha, Jud, te quiero pero también quiero a Flyn y no
lo puedo abandonar. Puedo estar contigo aquí durante varios días, pero tarde o
temprano tendré que regresar a mi día a día en Alemania. No me puedo permitir
cambiar mi residencia. Los psicólogos no creen que otro cambio sea bueno para
Flyn y, aunque quizá es una locura demasiado precipitada, me gustaría que te
trasladaras a vivir conmigo a Alemania. —Mis ojos se abren escandalosamente y
él añade—: Lo sé, pequeña, lo sé. Sé que es una locura, pero te quiero, me
quieres y me gustaría que lo pensaras, ¿de acuerdo?
Asiento, mientras intento procesar toda aquella información y,
cuando voy a decir algo, Eric pone uno de sus dedos en mi boca y susurra de
nuevo:
—Aún no he acabado, Jud. Tengo más cosas que explicarte. Si cuando
acabe, aún me quieres besar y continuar a mi lado, no seré yo el que te lo
impida. —Sus palabras me sorprenden, pero él prosigue—: ¿Recuerdas cuando te
dije que no te quería hacer daño?
—Sí.
—Pues siento decirte que, llegados a este punto, te lo voy a hacer
sin querer y nada tiene que ver con lo que te acabo de explicar.
Frunzo el ceño. No entiendo de lo que habla. Me coge las manos.
—Jud…tengo un problema y, aunque no quiero pensar en él, en un
futuro sé que se agravará.
—¿Un problema? ¿Qué problema?
—¿Recuerdas las medicinas que viste en mi neceser? —Muevo mi
cabeza afirmativamente, asustada—. Es algo relacionado con algo que te encanta
de mí y que en más de una ocasión te he dicho que yo odio. Son mis ojos y
cuando te lo explique seguro que entenderás muchas cosas.
—Dios mío, Eric. ¿Qué te ocurre?
—Tengo un problema en la vista. Padezco un glaucoma. Una
enfermedad heredada de mi maravilloso padre y, aunque me lo estoy tratando y de
momento estoy bien, la enfermedad con el tiempo avanzará y, para mi desgracia,
es irreversible. Quizá en un futuro me quede ciego.
Pestañeo y pregunto en un hilo de voz:
—¿Qué es un glaucoma?
—Es una enfermedad crónica del ojo. Una enfermedad del nervio
óptico que a veces me produce visión borrosa, dolor de ojos y de cabeza o
náuseas y vómitos. Creo que ahora, al saberlo, entenderás muchas cosas de mí.
Mi cuerpo se ha paralizado, excepto mis pestañas. El tema Betta me
importa un pepino. El problema de su sobrino y mi traslado de residencia es
algo que hablaremos. Pero Eric acaba de decirme que tiene un problema en la
vista y yo no puedo reaccionar. Mi
corazón bombea muy fuerte y apenas
puedo respirar. Sólo puedo mirar a Eric, al hombre que quiero con toda mi alma
sin ser capaz de decir ni una palabra.
Mi mundo se desmorona en décimas de segundo, mientras reconstruye,
pedazo a pedazo, todas las alarmas que en esos meses he visto de él pero que no
he sabido descifrar. De pronto, entiendo muchas cosas. Sus prisas en todo. Sus
temores. Sus viajes. Sus cambios de humor. Sus dolores de cabeza y, sobre todo,
por qué siempre me exige que lo mire cuando hacemos el amor. Eric me observa.
Quiere que hable pero yo no puedo. Mi respiración se acelera, le suelto las
manos y una va a mi corazón y la otra, a mi cabeza.
Me levanto. Me doy la vuelta y, cuando puedo despegar la lengua
del paladar, vuelvo a mirarlo.
—¿Por qué no me lo habías contado antes?
—¿El qué? ¿Lo de Betta, lo de Flyn o lo de mi enfermedad?
—Lo de tu enfermedad.
—Jud, es algo que no me gusta que la gente sepa.
—Pero yo no soy la gente…
—Lo sé, cariño. Pero…
—Por eso siempre me pides que te mire cuando…
Eric asiente y tras pasar su mano por mis labios susurra:
—Quiero grabar tu cara, tus gestos en mi retina, para recordarlos
el día que no vea.
El dolor en su mirada me hace reaccionar. ¿Qué estoy haciendo? Me
siento de nuevo junto a él y le tomo las manos.
—Maldito cabezón, ¿cómo me has podido ocultar eso? Yo… yo me he
enfadado contigo. Te he reprochado tus ausencias, tus cambios de humor y… tú…
tú no has dicho nada. Oh, Dios, Eric… ¿por qué?
Mis lágrimas se desbordan. Intento contenerlas pero, como si de
una presa se tratara, comienzan a salir con fuerza de mis ojos y apenas las
puedo controlar.
Eric me consuela. Me abraza y me mima, cuando soy yo la que
debería estar consolándolo a él. Pero mis fuerzas, mi seguridad y toda mi vida
se acaban de resquebrajar y no sé cuándo las voy a poder recuperar. Me habla de
su enfermedad. Algo que le descubrieron hace mucho y que cada año que pasa se
agrava más.
No sé cuánto tiempo lloro entre sus brazos en busca de una
solución con la que no puedo dar. Habla conmigo y yo apenas puedo dejar de
llorar.
—No me mires así.
—¿Cómo? —pregunto al escuchar su voz.
—Noto que te doy pena.
Conmovida por sus palabras, me agarro a él.
—Cariño, no digas tonterías. Te miro así porque te quiero y sufro
por…
—¿Lo ves? Te estoy haciendo daño. No debí permitir que lo nuestro
continuara.
—No digas tonterías, Eric, por favor.
Con un gesto que recordaré toda mi vida, me coge la cara entre sus
manos.
—Estar a mi lado te hará sufrir, cariño. Soy un hombre con
demasiadas responsabilidades. Una empresa que llevar, un niño problemático al
que criar y, por si fuera poco, un problema de salud. Creo que ha llegado el
momento en que tú decidas lo que quieres hacer. Asumiré tu decisión sea cual
sea. Bastante culpable me siento ya.
Lo escucho, boquiabierta, y de pronto deseo cruzarle la cara de un
manotazo. ¿Qué tonterías está diciendo? La seguridad aparece de nuevo en mi
cuerpo. Clavo mi mirada en sus martirizados ojos azules.
—No estarás queriendo decir lo que
estoy entendiendo, ¿verdad?
—Sí, Jud.
—Pero tú eres idiota, por no decir ¡gilipollas!
Eric sonríe.
—Eres una preciosa mujer joven y sana con toda la vida por delante
y yo…
—Y tú ¿qué? —Pero no lo dejo contestar y comienzo a gritar como
una posesa—: Y tú eres el hombre con responsabilidades, sobrino y enfermedad al
que yo amo. Y si antes tu cara de mala leche y tus malos modos no me daban
miedo, ahora menos, ¿y sabes por qué? —Eric niega con la cabeza—. Porque no te
voy a dejar por mucho que me lo pidas. Y no te voy a dejar porque te quiero… te
quiero… te quiero ¡métete eso en tu jodida y cuadriculada cabeza alemana! El
futuro me da igual. Sólo me importas tú… tú… tú, ¡maldito cabezón! Y sí, es
precipitado dejarlo todo e irme a vivir contigo a Alemania, pero, como te
quiero, lo pensaré.
—Jud…
—Tú estás aquí, cariño. Tú eres mi presente. ¿Dónde voy a ir yo
sin ti? Pero ¿te has vuelto loco? Cómo se te ocurre ni siquiera pensar que yo
te voy a dejar por tu enfermedad.
Eric, emocionado, niega con la cabeza y, por primera vez, lo veo
llorar. Verlo llorar me parte el corazón. Se tapa los ojos con sus manos y
llora como un niño.
—Jud, cuando mi enfermedad prosiga, mi calidad de vida será muy
limitada. Llegará un momento en que seré un estorbo para ti y…
—¿Y?
—¿No lo entiendes?
—No. No lo entiendo —respondo sin aire en los pulmones—. Y no lo
entiendo porque tú seguirás a mi lado. Me podrás tocar, besar, me harás el amor
y yo te lo haré a ti. ¿Qué es lo que te hace dudar de mí?
Eric murmura emocionado:
—Eres lo mejor que me ha pasado nunca. Lo mejor.
Deseosa de llorar como una magdalena, le quito las manos de los
ojos y le seco las lágrimas.
—Pues si soy lo mejor que has tenido nunca, no vuelvas a mencionar
ni de broma que te deje, ¿vale? Ahora dime que me quieres y dame un beso de
esos que tanto me gustan.
Las lágrimas brotan de nuevo por mis ojos, pero sonrío. Él sonríe,
me abraza y me besa.
52
La semana comienza con fuerza y yo intento procesar todo lo que me
ha explicado.
¿Sobre Betta? No me interesa. No me importa. Sé que Eric no quiere
nada con ella y lo creo aunque no he querido profundizar en lo que me explicó
sobre su padre. Ahora entiendo por qué nunca habla de él y lo omite.
En cuanto a su sobrino, lo entiendo pero me inquieta. Si a mi
hermana y mi cuñado les pasara algo, no me cabe la menor duda de que Luz se
quedaría conmigo. Yo cuidaría de ella y por nada del mundo la querría ver
sufrir.
Vivir en Alemania es algo que nunca me había planteado. Pero, por
Eric, lo haría. Prefiero vivir con él a vivir amargada sin él. Lo tengo claro,
aunque en general tengo que pensarlo un poco más. Irme supondría ver menos a mi
padre, a mi hermana a mi sobrina y eso me cuesta. Me cuesta mucho.
Pero lo que me desequilibra emocionalmente es su enfermedad.
Busco en internet toda la información que puedo sobre el glaucoma
y soy consciente del miedo de Eric y de su inquietud. Lloro en mi casa cuando
él no me ve. Sólo me permito llorar allí. Tengo que ser fuerte. Con sus
palabras me ha dado a entender el miedo que tiene a su enfermedad aunque no lo
dice y no quiero que él vea que yo también le tengo miedo.
Pensar en él ciego me parte el corazón. Eric, un hombre tan
fuerte, tan posesivo, tan lleno de vida… ¿Cómo puede quedarse ciego?
Comienzo a tener pesadillas. Ya son cuatro noches seguidas las que
me despierto sobresaltada entre sus brazos y él me acuna mientras maldice por
habérmelo explicado. Mi apetito desaparece y, aunque intento sonreír, la
sonrisa se queda en el camino. Ya apenas canto, ni bailo y sólo estoy pendiente
de él. Sólo necesito saber que él está bien para yo estarlo. Pero una noche,
mientras los dos leemos tirados en el sofá de mi piso veo en sus ojos la furia
y el dolor por la inseguridad que me ha creado y decido que tengo que hacer
algo.
Tengo que cambiar el chip.
Necesito que él vea que vuelvo a ser la Jud loca que conoció, así
que decido tragarme el miedo, la inseguridad y las lágrimas y comienzo día a
día a ser la que era. Él respira y me lo agradece.
A partir de ese momento, Eric comienza a viajar más a Alemania. Su
sobrino lo necesita y él me necesita a mí tanto como yo a él. Dos semanas
después, cuando suena el despertador un lunes a las siete y media, Eric ya está
levantado. Se acerca a mí, me besa con cariño y yo lo acepto gustosa. No
podemos ir juntos a la oficina. Me niego. La gente cuchichearía y no quiero. Al
final, Eric llama a Tomás, éste lo recoge en la puerta de mi casa y se va. Yo
voy a por mi coche y me dirijo al trabajo.
En la cafetería de la planta nueve, tomo un café en compañía de
Miguel cuando veo aparecer a Eric junto a mi jefa y dos jefes más. Una fugaz
mirada de él me hace saber que lo incomoda verme sentada con mi compañero. Pero
no me levanto. Miguel es un amigo y él tiene que aceptarlo.
Cuando regresamos a nuestro despacho, intuyo que me observa desde
el suyo. Cada vez que cruzo una mirada con él, siento mi cuerpo arder y más
cuando siento que sus ojos me abrasan.
Sé lo que piensa…
Sé lo que quiere…
Sé lo que desea…
Pero ambos debemos mantener la compostura y esperar a la noche, a
que llegue nuestro momento de intimidad para disfrutarlo.
Aquella mañana a las doce, Eric sale de su despacho. Su cara es
indescriptible. ¿Qué le pasa? Lo sigo con la mirada, disimuladamente, mientras
camina por la planta y de pronto veo que va directo a una joven rubia que está
junto a los ascensores. Se dan dos besos en la mejilla y ella le acaricia el
rostro. ¿Será Betta?
Durante unos minutos hablan y después se marchan. Una hora
después, Eric regresa con la misma cara con la que se fue y deseo que me llame
a su despacho. Espero durante quince minutos y, al no hacerlo, decido entrar.
Cuando entro, Eric habla por teléfono. Cuando me ve entrar, se despide de su
interlocutor antes de colgar.
—Ahora no puedo, mamá. Luego te llamo.
En cuanto cuelga, me mira.
—¿Desea algo, señorita Flores?
—No están ni mi jefa ni Miguel —aclaro—. ¿Qué te ocurre?
—Nada. ¿Por qué me tendría que ocurrir algo?
—Eric… te he visto salir con una joven rubia y…
—¿Y qué?
Su voz es de enfado.
Ese dichoso tonito me molesta, así que, sin decir nada más, me doy
la vuelta y salgo del despacho. Antes de llegar a mi mesa, mi teléfono interno
suena y me pide que regrese. Una vez en el despacho cierro la puerta.
—Jud…, ¿qué es lo que has venido a preguntarme realmente?
—Creo que quedamos en que habría sinceridad entre nosotros y me da
la sensación de que hoy no lo estás cumpliendo.
Eric hace un gesto afirmativo. Entiende lo que le digo.
—Pasa al archivo.
—¡Ya estamos con el archivo!
—Jud… es el único sitio donde tenemos intimidad.
—Pero, bueno, tú es que todo lo quieres arreglar en el archivo.
Sin dejarme decir nada más, me agarra del brazo y cierra la puerta
de acceso al despacho de mi jefa.
—Jud… te juro que no tienes que inquietarte por esa mujer.
—Vale… Pero ¿quién es?
Sonríe y susurra:
—Dame un beso y te diré quién es.
—Ni lo pienses. Dime tú quién es y después te daré el beso.
—Jud…
—Eric…
Sin perder ni un segundo me agarra, me atrae hacia él y me besa. Entonces,
cuando parece que me va a aclarar lo que he ido a preguntar, oigo a mi
compañero Miguel llamar a la puerta de su despacho. Rápidamente, Eric me mira.
—No te preocupes por nada. Hoy tengo mucho trabajo y no puedo
entretenerme, pero esta tarde en tu casa hablamos, ¿de acuerdo, cariño?
Asiento, me da un rápido beso y sale hacia su despacho. Abro con
cuidado las puertas del archivo y salgo por el despacho de mi jefa.
Tras la hora de comer, regreso a
mi puesto de trabajo y en el pasillo me cruzo con Eric. Él va hablando con el
jefe de administración y al verme simplemente me saluda con cordialidad. Sonrío
acalorada cuando me cruzo con él y me dirijo hacia mi mesa. Cuando llego, cojo
unos expedientes y me meto en el archivo. Sin embargo, me sorprende ver a mi
jefa con varios archivadores abiertos.
—Estoy buscando los datos del último trimestre de Alicante y
Valencia…
—¿Quiere que se los busque yo?
—No… Yo los buscaré.
Me doy la vuelta para marcharme y veo a Eric parado en la puerta
del archivo. Me ha seguido hasta allí.
—Buenas tardes, señor Zimmerman —susurro, cuando paso por su lado.
Mi jefa, al escucharme, levanta la vista y ve a Eric apoyado en la
puerta.
—Dame un segundo, Eric, y te entrego lo que me has pedido.
Él le hace un gesto con la cabeza y, mientras yo dejo unos
expedientes sobre la mesa de mi jefa, me observa. Sonrío al verlo tan nervioso
y tenso. Entonces, antes de salir del despacho, me detengo, pongo la mano en el
pomo de la puerta y me subo la parte trasera de la falda para mostrarle mi
tanga. Eso me hace reír y, más todavía, cuando me giro y veo su cara de
sorpresa.
Divertida por lo que acabo de hacer, salgo del despacho y me
siento en mi mesa. Mi móvil pita. Un mensaje de Eric: «Te haré pagar muy caro
lo que acabas de hacer. ¡Depravada!».
Sin apenas moverme, miro a través de mis pestañas y veo que Eric
se ha sentado en su mesa. Durante unos segundos, nos miramos y me doy cuenta de
que, desde su posición, puede ver mis piernas. Miro a mi alrededor y, al no ver
a nadie, las abro y tecleo en el móvil: «La depravada anhela tu castigo».
Vuelvo a mirar a Eric y veo que se mueve nervioso en su asiento.
Cuando mi jefa sale del archivo, cierro en seguida las piernas. Y, con una
risita tonta en los labios, sigo trabajando.
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