Leer libros online, de manera gratuita!!

Estimados lectores nos hemos renovado a un nuevo blog, con más libros!!, puede visitarlo aquí: eroticanovelas.blogspot.com

Últimos libros agregados

Últimos libros agregados:

¡Ver más libros!

Pídeme lo que quieras Cap. 45, 46


Un par de horas después, Andrés baja a recogernos a la playa. Está de buen humor y, mientras nos encaminamos hacia el coche, me dice que Eric está descansando. Yo asiento. Me niego a preguntar nada. Bastante rayada estoy ya con el tema de las llamadas de aquellas mujeres como para preguntar nada más. Cuando llegamos al chalet me dirijo directamente hacia la piscina. Si Eric está descansando, no quiero molestar.
Frida y Andrés desaparecen y me quedo sola en la piscina. Cojo mi iPod y me pongo los auriculares. Escucho a Jessie James tumbada en una de las hamacas y canturreo. Media hora después, Eric aparece por la puerta, parapetado tras unas oscuras gafas de sol. Se para a mi lado. No lo miro. No lo saludo. Sigo enfadada con él. Durante más de diez minutos permanecemos en silencio hasta que él me quita un auricular.
—Hola, morenita.
Con un gesto que denota mi cabreo, le quito el auricular de la mano y me lo pongo de nuevo. Al ver mi poca predisposición para hablar, se sienta cómodamente en una de las hamacas que están frente a mí, se pone los brazos en la cabeza y me mira. Me mira… Me mira… Me mira y, al final, le increpo:
—Por tu bien, deja de mirarme.
—¿O? ¿Me vas a pegar?
Resoplo. Le daría un bofetón con toda la mano abierta.
—Mira, Eric, ahora la que no quiere tu cercanía soy yo. Vete a paseo.
Él sonríe y eso me cabrea más.
Me levanto y él hace lo mismo. Y, sin pensar en nada más, lo empujo y cae vestido a la piscina.
—Pero Jud, ¿qué haces? —protesta.
Con rapidez, cojo mi bolsa de la playa y corro a la habitación. Cuando entro en ella, voy directa a la ducha, allí veo el neceser abierto de Eric y por primera vez me fijo en los frascos de pastillas que hay. ¿Qué es eso? Pero antes de que pueda acercarme para leer qué pone, lo oigo entrar en el baño y comienza a quitarse la ropa mojada.
—Vamos a ver, Jud, ¿qué te pasa?
No lo miro. Paso por su lado y respondo mosqueada:
—Nada que te importe.
—De ti me importa todo, pequeña.
Sentirlo tan relajado, cuando yo estoy que echo humo, me hace mirarlo cabreada.
—Eric, cuando estoy enfadada, es mejor que no me hables, ¿vale?
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿Y por qué no?
—Pero, vamos a ver, ¿tú eres tonto? ¿No ves que me estás cabreando más?
—Si quieres, le digo a Frida que le haces una limpieza general ahora mismo. Te conozco y sé que cuando estás cabreada te gusta limpiar la casa.
Al escuchar aquello, gruño. No estoy de humor. Él se acerca a mí y se agacha, colocándose a mi altura.
—Me paso media vida pidiéndote disculpas. Pero merece la pena por el solo hecho de estar contigo y ver tu cara cuando me perdonas.
Intenta besarme y yo me muevo.
—¿Otra vez la cobra?
Su comentario, en especial su cara, finalmente me hacen sonreír.
—Sí, y como no te alejes, además de la cobra, te vas a llevar un guantazo.
—¡Vaya! Me encanta ese carácter tuyo tan español…
—Pues a mí, tu cabezonería alemana me saca de quicio, ¡cabezón!
Acto seguido me coge por la cintura, me tumba en la cama y me besa. La toalla se queda por el camino y estoy desnuda. Intento rechazar su boca, pero su fuerza es mucho mayor que la mía y, cuando consigue meter su lengua en ella, ya ha podido con mi voluntad y con mi cabreo, y respondo a sus besos con avidez.
—Así me gusta… —me dice—. Que seas una fiera a la que, cuando yo quiero, domestico.
Aquel comentario tan machista me hace darle un mordisco en el hombro y él se encoge, me mira y me muerde en el cuello.
—¡Serás bestia…!
—Para ti siempre, pequeña. ¡Somos como la bella y la bestia! Por supuesto, la bella eres tú y la bestia soy yo.
Ese comentario vuelve a hacerme sonreír y, tras aceptar gustosa el beso de la paz, me doy cuenta de que no tiene buena cara.
—¿Estás bien, Eric?
—Sí. Pero aquí la importante eres tú, no yo.
—No, señor Zimmerman, no. Se está usted equivocando. Aquí el que se encontraba mal hace unas horas y no tiene buen aspecto es usted. Si alguien se tiene que preocupar aquí es una servidora, no usted.
Eric se quita de encima de mí y se pone a mi lado, frente a mi cara.
—Eres preciosa.
—No me vengas con zalamerías, Eric… y responde, ¿qué ocurre? Acabo de ver en tu neceser varios botes de pastillas y…
—Eres la mujer más bonita e interesante que he tenido el placer de conocer.
—¡Eric! ¿Quieres que te insulte y te dé una patada?
—Mmmmm… me encanta la guerrera que llevas en tu interior.
Sin perder mi sonrisa, le acaricio el pelo.
—Da igual lo que digas. No voy a cambiar de tema. ¿Qué ocurre? ¿Qué son esas medicinas que tienes en tu neceser?
—Nada.
—Mientes.
—¿Tú crees?
—Sí… yo creo. Y que sepas que me estás cabreando otra vez.
Sus ojos me miran y sé que lucha por contestar a mis preguntas. Finalmente murmura sin mucha convicción:
—No pasa nada. No quiero preocuparte.
—Pues me preocupas.
Durante unos instantes, que se me hacen eternos, piensa… piensa… piensa y finalmente dice:
—Jud… hay cosas que no sabes y…
—Cuéntamelas y las sabré.
De pronto sonríe y choca su nariz contra la mía en un gesto amoroso.
—No, cariño. No puedo o sabrás tanto como yo.
Sigo sin entenderlo y cada vez soy más consciente de que me oculta algo.
—Escucha, cabezón…
—No, escucha tú… —Pero luego se arrepiente de lo que va a decir y me revuelve el pelo—. ¡Ah… morenita!, ¿qué voy a hacer contigo?
Deseosa de que confíe totalmente en mí, le abro mi corazón.
—Encapricharte de mí tanto como yo lo estoy de ti. Quizá, al final, hasta me quieras y dejes de ocultarme tus secretitos.
Espero una risa. Una contestación inmediata. Pero Eric cierra los ojos y con el rostro serio responde:
—No puedo, Jud. Si despierto las emociones, sólo sentiré dolor y te lo haré sentir a ti.
—Pero ¿qué tontería es ésa? —protesto.
Eric, al ver mi gesto, intenta cambiar de conversación.
—Mañana ¿qué te apetece que hagamos?
Me siento en la cama y me retiro el pelo de la cara.
—Eric Zimmerman, ¿qué es eso de que, si despiertas los sentimientos, los dos sufriremos?
—La verdad.
—Mis sentimientos ya se han despertado y ante eso nada se puede hacer. Me gustas. Me enloqueces. Me encantas. Y no mientas, sé que yo consigo el mismo efecto en ti. Lo sé. Me lo dice tu cara, tus ojos cuando me miran, tus manos cuando me acarician y tu posesión cuando me haces el amor. Y ahora dime de una maldita vez qué son esas medicinas.
Su mandíbula se contrae y, con un movimiento enérgico, se levanta de la cama. Voy tras él. Lo sigo hasta el baño, donde se echa agua en la cabeza, coge el neceser, lo cierra y lo estrella contra la pared. Sin saber qué pasa, lo miro, interrogándolo con mis ojos.
—¿Qué ocurre? ¿Qué he dicho para que te pongas así? ¿Esto tiene algo que ver con las llamadas de la tal Marta y de la tal Betta? ¿Quiénes son? Porque mira, he intentado callarme, ser prudente y no preguntar, pero… pero ¡ya no puedo más!
Eric no me mira. Sale del baño y se para junto a la ventana. Voy detrás de él y me planto delante de su cara.
—No huyas de mí. Tú y yo estamos en esta habitación y quiero que seas totalmente sincero conmigo y me digas lo que te pasa. Joder, Eric, no te estoy pidiendo amor eterno. Sólo necesito saber qué te ocurre y quiénes son esas mujeres.
—Basta, Jud. No quiero seguir hablando.
Me desespero y, al ver mi cuerpo desnudo en el cristal del armario, decido vestirme. Me pongo unas bragas, una camiseta rosa y un corto peto vaquero. Después me vuelvo hacia él.
—Vamos a ver, ¿de qué es de lo que no quieres seguir hablando?
—¡He dicho que basta! Por hoy, mi cupo de numeritos ya está lleno.
—¿Tu cupo de numeritos? Pero ¿de qué estás hablando?
—Me incomodan tus preguntas.
Pero yo ya me he envalentonado y soy como un miura que entra a matar.
—¿Que te incomodan mis preguntas? ¡Anda, mi madre…! Pues que sepas que a mí me incomoda tu falta de respuestas. Cada día te entiendo menos.
—No pretendo que me entiendas.
—¿Ah, no?
—No.
Deseo estamparle en la cabeza la lámpara que tengo al lado. Cuando contesta tan a
la defensiva, me saca de mis casillas.
—¿Sabes? Casi te tenía olvidado, después de que desaparecieras de mi vida, pero cuando apareciste en la puerta de casa de mi padre…
—¿Olvidado? —sisea cerca de mi cara—. ¿Cómo me podías tener olvidado y tatuarte lo que te has tatuado en el cuerpo?
Tiene razón.
La frase que me he tatuado es nuestra, y no me veo capaz de rebatirle ese argumento.
—De acuerdo, me tatué esa frase por ti. Apenas te conocía cuando lo hice, pero algo en mi interior me decía que eras alguien importante en mi vida y quería tener en mi cuerpo algo que fuera sólo de nosotros dos y que durara para siempre.
—¿De nosotros dos?
—Sí —grito colérica.
—Me vas a decir que cuando te acuestes con otro, vea esa frase y te la repita, ¿te vas a acordar de mí?
—Probablemente.
—¿Probablemente?
—¡Sí! —grito como una loca—. Probablemente me acuerde de ti y cada vez que un hombre me diga «Pídeme lo que quieras», cuando lo lea en mi cuerpo, conseguiré ver tus ojos y disfrutar lo que disfruto contigo cuando accedo a tus caprichos y hacemos el amor.
Mis palabras lo hieren. Su cara se contrae y da un puñetazo a la pared.
—Esto es un error. Un error imperdonable por mi parte. Debería haber dejado que continuaras tu vida con Fernando o con el que quisieras.
—¡Eric! ¿De qué estás hablando?
Se mueve por la habitación como un león enjaulado. Su rostro, pétreo.
—Recoge tus cosas. Te vas.
—¿Me estás echando?
—Sí.
—¡¿Cómo?!
—Quiero que te vayas.
—¡¿Qué?!
—Llamaré un taxi para que te lleve hasta la casa de tu padre.
Alucinada por la contestación, grito:
—¡Y una chorra! No llames a un taxi, que no lo necesito.
Eric deja de moverse. Me mira y siento el dolor en sus ojos. ¿Qué le ocurre? No lo entiendo. Tengo ganas de llorar. Las lágrimas pugnan por salir de mis ojos pero las contengo. Él se da cuenta y se acerca a mí.
—Jud…
—Me acabas de echar, Eric, ¡ni me toques!
—Escucha, nena…
—No me toques… —replico despacio.
Se detiene a un metro de mí y se pasa las manos por el pelo, nervioso.
—No quiero que te vayas… pero…
Ese «pero» no me gusta. Odio esa puñetera palabra. Nunca depara nada bueno.
—Mira, mejor me voy. Con «pero» y sin «pero», ¡Me voy!
—Cariño… escúchame.
—¡No! No soy tu cariño. Si fuera tu cariño no me hablarías como me has hablado y
serías sincero conmigo. Me explicarías quiénes son Marta y Betta. Me explicarías por qué no puedo mencionar a tu padre y, sobre todo, me dirías qué son esas puñeteras medicinas que guardas en tu neceser.
—Jud… por favor. No lo hagas más difícil.
Convencida de que quiero irme, cojo mi mochila y comienzo a meter mis cuatro pertenencias en ella. Veo de reojo que me está mirando. Vuelve a mostrarse inflexible, su cara se contrae y las manos le tiemblan. Está nervioso, pero como yo estoy furiosa.
—Eres un imbécil egocéntrico que sólo piensa en ti… en ti y en ti.
—Jud…
—Olvídate de mi nombre y sigue mandándote mensajes con esas mujeres. Seguro que ellas saben más de ti que yo.
—Maldita sea, mujer, ¿quieres dejar de gritar? —vocea.
—No. No me da la gana. Te grito porque quiero, porque te lo mereces y porque lo necesito. ¡Gilipollas! Al final le tendré que dar la razón a Fernando.
Está claro que no esperaba esa frase.
—¿En qué le tendrás que dar la razón?
—En que me utilizarías y luego pasarías de mí.
—¿Eso te ha dicho ese imbécil?
—Sí. Y me acabo de dar cuenta de que dice la verdad.
La desesperación lo hace alejarse de mí mientras despotrica como un loco.
La puerta se abre y Andrés y Frida entran. Nuestros gritos los han debido de alertar. Frida se pone a mi lado e intenta tranquilizarme y Andrés va junto a su amigo. Pero Eric no quiere hablar, sólo blasfema en alemán y sus gritos se escuchan hasta en la Cochinchina. Sorprendida por aquello, Frida tira de mí y me lleva hasta la cocina. Allí me da un vaso de agua y me quita la mochila de las manos.
—No te preocupes, Andrés lo tranquilizará.
Enfadada con el mundo en general, bebo agua y respondo:
—Pero, Frida, yo no quiero que Andrés lo tranquilice. Quiero ser yo la que lo haga y, sobre todo, quiero enterarme de por qué es tan hermético con su vida. No puedo preguntar nada. No me contesta ninguna pregunta. Y encima, cuando se enfada, se larga corriendo o me echa de su lado, como en este caso.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé. Estábamos bromeando, hablando y, de pronto, le he preguntado por unos medicamentos que he visto en su neceser y por los mensajes y las llamadas telefónicas que recibe continuamente de Betta y Marta.
Rompo a llorar. La tensión por fin se relaja y puedo llorar. Frida me abraza, me sienta junto a ella en la cocina y murmura:
—Jud… tranquilízate. Estoy segura de que lo vuestro es una discusión de enamorados y ya está.
—¿Enamorados? —gimoteo—. Pero ¿has oído lo que te he dicho?
—Sí. Lo he oído muy bien. Y aunque Eric no te lo diga, te repito lo que te dije hace unas horas en la playa. Está loco por ti. Sólo hay que ver cómo te mira, cómo te trata y cómo te protege. Lo conozco desde hace más de veinte años, somos amigos de toda la vida y créeme cuando te digo que sé que él siente algo muy fuerte por ti.
—¿Y por qué lo sabes?
—Porque lo sé, Judith. Confía en mí y, en cuanto a esas mujeres, no te preocupes. Créeme.
En ese instante aparece Andrés por la puerta, me mira y murmura con gesto incómodo:
—Judith… Eric quiere que subas a la habitación.
—No. Ni hablar. Que baje él.
Mi contestación los desconcierta. Se miran y Andrés insiste:
—Por favor, sube, quiere hablar contigo.
—No. Que baje él —insisto—. Pero bueno, ¿quién se ha creído el marquesito para que yo tenga que ir detrás de él como una idiota? No. No subo. Si quiere, que baje él.
—Judith… —susurra Frida.
—Por favor —suplico deseosa de marcharme de allí—, necesito que me llaméis a un taxi. Por favor…
Frida y él se miran alarmados y Andrés indica:
—Judith, Eric ha dicho que…
Con la rabia instalada en mi rostro, en mis venas y en todo mi ser, replico:
—Lo que diga Eric me importa un bledo, lo mismo que yo le importo a él. Por favor, llama un taxi. Sólo te pido eso.
—No pongas palabras en mi boca que yo no he dicho —dice Eric, que aparece por la puerta.
Lo miro. Me mira y volvemos a comportarnos como dos rivales.
—Frida, por favor, llama a un taxi —exijo.
Andrés y Frida se miran. No saben qué hacer. Eric, ofuscado, no se acerca a mí.
—Jud, no quiero que te vayas. Sube conmigo a la habitación y hablaremos.
—No. Ahora soy yo la que no quiere hablar contigo y se quiere ir. Me niego a que me utilices más, ¡se acabó!
Eric cierra los ojos y respira con fuerza. Mi última frase le ha dolido, pero decide no contestar. Cuando abre los ojos no me mira.
—Frida, por favor, llama a un taxi.
Dicho esto, se da la vuelta y se va. Diez minutos después, un taxi llega hasta la puerta de la casa. Eric no ha vuelto a aparecer. Me despido de Frida y Andrés y, con todo el dolor de mi corazón, me voy. Necesito alejarme de allí y de él.
46
En Jerez, mi padre no habla, sólo me mira.
Hace tres días que he llegado y soy una piltrafilla humana. Sabe que no estoy bien, que algo ha ocurrido entre Eric y yo, pero respeta mi silencio. Los vecinos de mi padre son otro cantar. Continuamente me preguntan por el Frankfurt y eso me desespera. Algunas veces no tienen tacto y ésta es una de esas veces.
Alguien avisa a Fernando de que estoy allí. Me envía mensajes al móvil y al tercer día se presenta en mi casa. Estoy en la piscina tumbada sobre una hamaca, cuando lo veo llegar.
—Hola —saluda.
—Hola —respondo.
Se sienta en la hamaca que hay junto a la mía y no dice nada. Ninguno decimos nada. Mi padre se asoma por la ventana de la cocina y nos mira, pero no se acerca a nosotros. Deja que hablemos.
—¿Estás bien Judith?
—Sí.
Silencio… ninguno dice nada más hasta que Fernando añade:
—Siento que estés así.
—No pasa nada —respondo con una sonrisa—. Como tú dijiste, yo solita me he dado contra el muro.
—No me alegro por ello, Judith.
—Lo sé.
De nuevo, silencio entre los dos. De pronto, comienza a sonar en la radio la canción Satisfaction de los Rolling Stones y sin poder remediarlo sonreímos. Al final soy yo la que dice:
—Siempre que escucho esta canción me acuerdo de la fiesta que dio Rocío hace unos años. ¿Te acuerdas de la que liamos con esta canción?
Fernando asiente, sonríe y comienza a cantarla. Yo lo sigo. Él se levanta, comienza a bailar mientras canta y yo me río. Al final, me pongo de pie y canto y bailo junto a él la canción, mientras me olvido de todos mis problemas.
Cuando la canción acaba, los dos nos reímos, nos miramos. Levanto los brazos en busca de un abrazo y nos abrazamos.
—Así me gusta verte, Judith. Feliz y divertida. Como tú eres. Perdóname por haberme metido donde no me llamaban, pero a veces los hombres hacemos cosas de idiotas.
—Estás perdonado, Fernando. Perdóname tú a mí también.
—Por supuesto. De eso no te quepa la menor duda.
Esa anoche salgo a cenar con él y vamos a los sitios donde sabemos que nos encontraremos con los amigos. Mi amiga Rocío se sorprende al verme aparecer con él, y no me pregunta por Eric. Nadie hace la más mínima referencia al hombre con el que me vieron las últimas semanas y yo me limito a no pensar y a disfrutar lo mejor que puedo.
Los días pasan y Eric no se pone en contacto conmigo. No entiendo cómo unas maravillosas vacaciones pueden acabar así, tan de repente, y con tal mal rollo, cuando él y yo nos entendemos sólo con la mirada. La presencia de Fernando esos días me hace sonreír. No ha intentado nada conmigo. No se ha acercado a mí más de lo estricto y le agradezco
que se comporte como un amigo.
Mi hermana aparece sin avisar con Jesús y la niña, como hace siempre. Mi padre se vuelve loco de felicidad. Tener a sus dos hijas y a su nieta para él es lo más y no puede ocultar su orgullo.
Luz, mi sobrina, es la alegría de la casa. Estar con ella para mí es un soplo de aire fresco. Mi hermana y mi cuñado están felices. No paran de hacerse arrumacos y salen todas las noches a cenar y llegan a las mil. Eso me hace sonreír. Llevaba años sin ver a Raquel tan sonriente, activa y enamorada.
Contenta por su felicidad, veo cómo mi cuñado la observa, cómo se cruzan miradas y cómo buscan, en cuanto pueden, su intimidad. Es tal el descaro de la pareja que hasta mi padre los mira a veces asombrado. Mi hermana intenta hablar conmigo. Sabe que estoy mal, aunque sonrío, pero yo le pido que lo dejemos para más adelante. Por primera vez en mi vida, la pesada de mi hermana respeta mi decisión. Debe verme fatal.
Una noche, después de que Fernando me deje en casa sobre las tres de la mañana, entro en la casa de mi padre y me dirijo al balancín que hay en la parte trasera. Hace una noche perfecta y las estrellas se ven maravillosamente bien. Mi padre me ve por la ventana y viene a sentarse a mi lado. Trae dos Coca-Colas. Cojo una y él le da un trago a la suya.
—Estoy muy feliz por ver a tu hermana tan contenta, pero me apena verte a ti tan triste, cuando, por norma, la situación suele ser al revés.
—Que le dure mucho, papá. El que ella esté así nos hace felices a todos.
Ambos sonreímos y mi padre cuchichea:
—No me extrañaría que dentro de poco me hagan abuelo otra vez… Pero ¿tú los has visto?
Divertida, asiento y más al ver cómo mi padre menea la cabeza.
—Sí, papá, los he visto. Es maravilloso ver que su relación va viento en popa.
Volvemos a tomar un nuevo trago de nuestras Coca-Colas.
—Escucha, morenita. Tú vales mucho y estoy seguro de que Eric lo sabe.
—¿Y de qué sirve eso, papá?
—De mucho, cariño, ya lo verás. Eric es un hombre que se viste por los pies y verás cómo no te deja escapar.
—A lo mejor soy yo quien lo deja escapar a él.
Mi padre sonríe y me acaricia el pelo.
—Pues entonces, morenita, serás tú la que haga la mayor tontería de su vida.
Incapaz de callar un segundo más el secreto que guardo, lo miro y digo:
—Papá, Eric es mi jefe. El jefazo de la empresa. Ahora ya lo sabes.
Mi padre se queda callado durante unos segundos y se rasca la barba.
—¿Está casado?
—No, papá… Eric está soltero y sin compromiso. ¿Por quién me has tomado?
Siento que mi padre respira. Lo último que hubiera querido escuchar era que él estaba casado y sé que mi respuesta, en cierto modo, lo alivia.
—No te mira como un jefe y yo sé lo que digo, hija. Ese hombre te mira como a una mujer a la que quiere y desea proteger. Pero tengo que decirte que Fernando te mira igual y me da pena el chaval.
Me encojo de hombros y suspiro. Al ver que no digo nada más del tema me pregunta:
—Entonces, ¿regresas a Madrid mañana?
—Sí. Cuando desayune cargo el coche y rumbo a la ciudad. Quiero llegar a buena
hora para ir a comprar y todas esas cosas.
—¿Cuándo volverás?
—Pues no lo sé, papá, en cuanto tenga más de cuatro días juntos. Ya sabes que venir para estar unas horas no me gusta y…
—Lo sé… cariño… lo sé.
Como cuando era pequeña, me abraza, me acuna en sus brazos y me besa el pelo.
—Sé que vas a ser feliz porque te lo mereces. Y si tú y ese Eric no os dais una nueva oportunidad, os vais a arrepentir el resto de vuestras vidas. Piénsalo, ¿vale?

—Vale, papá… lo pensaré. 

Volver a capítulos

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ir a todos los Libros