Leer libros online, de manera gratuita!!

Estimados lectores nos hemos renovado a un nuevo blog, con más libros!!, puede visitarlo aquí: eroticanovelas.blogspot.com

Últimos libros agregados

Últimos libros agregados:

¡Ver más libros!

Pídeme lo que quieras Cap. 37, 38


El camino de regreso a Jerez es ameno y divertido. Escuchar a mi padre y a sus amigos contar chistes es para morirse de risa. ¡Qué gracia tienen los jodíos! Al llegar a Jerez, Fernando insiste en tomar algo con la excusa de que hay que celebrar el triunfo. Declino la invitación y, cuando llegamos a mi casa, sin cambiarme ni nada, bajo mi moto del remolque, agarro el trofeo y salgo disparada para la villa, donde me espera Eric.
Cuando llego a la puerta, llamo y, dos segundos después, la enorme cancela blanca se abre. Acelero mi moto y subo por el caminito rodeado de pinos. A lo lejos, veo la casa y a Eric. Parece hablar por teléfono. Acelero, hago una derrapada, un trompo y cuando el polvo me rodea, paro la moto, lo miro y levanto mi trofeo, orgullosa.
—Te lo has perdido. Te has perdido mi triunfo.
Eric no sonríe, cierra el móvil, se da la vuelta y entra en el interior de la casa.
Sorprendida por su seca reacción, me bajo de la moto y lo sigo. Me enferma cuando se pone tan hermético. En mi camino me quito las gafas y el casco y lo dejo sobre una mesa. Eric está en la cocina bebiendo agua. Espero que regrese antes de atacar.
—¿Cómo puedes haberte ido sin decirme nada?
—Estabas muy ocupada.
—Pero, Eric… yo quería que estuvieras allí.
—Y yo quería que tú no hicieras esas locuras.
—Eric… escucha…
—No. Escucha tú. Si tienes que volver a ir a dar saltos con la moto a cualquier otro lugar, no cuentes conmigo, ¿entendido?
—Valeeeee… pero, venga, no te enfades. No seas un niño.
Mis palabras lo hieren y se enfurece aún más.
—Te dije que no quería que te pusieras en peligro y tú has continuado con tu jueguecito sin pensar en cómo me podía sentir. Te podías haber matado delante de mis ojos y yo no podría haber hecho nada para impedirlo. Por Dios, ¿cómo puedes ser tan inconsciente?
Se aparta de mi lado. Su reacción me parece excesiva.
—No soy una inconsciente. Sé muy bien lo que hago.
—Sí, claro… no me cabe la menor duda. Y, por si fuera poco, encima tengo que soportar a ese tal Fernando.
—Ah, no… eso sí que no, guapito —replico enfurecida—. No me parece bien que me reproches lo del motocross pero, fíjate, ¡hasta lo puedo entender! Pero que me reproches las palabras de Fernando, no, ¡eso sí que no!
—¡«Nuestra chica»!, dice el imbécil —farfulla furioso—. No ha parado de hacer comentarios incómodos todo el rato ante mí. Si no le he partido la cara ha sido por respeto a tu padre y al suyo, porque si por mí hubiera sido… —Y antes de que yo pueda replicar, me pregunta—: Dijiste que habías tenido algo con él, ¿seguís teniéndolo?
No respondo. No quiero revelarle lo que Fernando me dijo que sabía de él, ni lo que hubo entre nosotros, pero Eric insiste:
—Respóndeme, ¿qué ha habido entre ese tipo y tú?
—Algo. Pero fue sin importancia y…
—¿Algo? ¿Qué es ese algo? —exige con voz gélida.
—¿Acaso te he pedido yo a ti un listado de todas tus amiguitas de juegos? —le
pregunto, sorprendida por el cariz que está tomando la conversación—. Si mal no recuerdo, tú fuiste el primero que quiso tener algo conmigo sin…
—Sé muy bien a lo que te refieres. Pero creo que eres lo suficientemente madura como para entender que eso entre nosotros ha cambiado.
—¿Ah, sí?
Sin cambiar su gesto, gruñe.
—Te acabo de hacer una pregunta. Yo siempre he sido sincero contigo. Cuando regresé en tu busca desde Asturias me preguntaste si había jugado con Amanda y yo fui sincero. ¿No puedes serlo tú ahora?
—De acuerdo. Entre Fernando y yo ha habido sexo.
—¿Y ahora? ¿En los días que has estado aquí antes de que yo llegara?
—Nada…
—No me lo creo.
—En Madrid me acosté con él, pero aquí no. —Eric maldice, y yo prosigo—: Aquí sólo ha habido un par de besos y…
—Ese tipo no es el típico que se conforma con besos. He visto cómo te miraba y, cuando ha dicho lo de compartir la cerveza, ¡Dios… lo hubiera machacado!
Enfadada por sus palabras y por cómo me grita, respondo:
—Quizá él no se conformara con besos, pero yo sí. Nunca me he comportado con él como me comporto contigo porque él no es como tú, maldita sea. Y, ¿sabes? Me voy. No quiero escuchar más tonterías por tu parte o te juro que no te lo voy a perdonar. Cuando te relajes me llamas por teléfono y quizá… sólo quizá yo te perdone el numerito que me acabas de montar.
Dicho esto me doy la vuelta, agarro el casco y las gafas de la moto y aún con el trofeo en las manos salgo de la casa, arranco mi moto y me marcho. El camino de pinos lo hago con la rabia instalada en mi rostro ¿Quién se ha creído Eric para hablarme así? ¿Por qué yo no le exijo nada y él a mí sí? Cuando llego a la cancela blanca veo que se abre para que salga. Acelero, pero antes de traspasarla, freno de nuevo y grito de frustración. Me bajo de la moto y doy un par de patadas en el aire. Mataría a Eric cuando se pone así.
La cancela blanca se cierra tras unos instantes y, durante unos minutos, cierro los ojos furiosa mientras me pongo de cuclillas en el suelo. Eric me agota y sus constantes cambios de humor me vuelven loca. Me desconcierta con sus palabras y sus hechos. No sé nunca lo que quiere y menos aún cómo proceder.
De pronto oigo un ruido ronco acercarse. Levanto la cabeza y veo a Eric que, con su moto, se dirige hacia mí. Cuando llega a mi altura, detiene la moto, pone la pata de cabra y se baja. Me mira.
—¿Cómo puedes ser tan frío?
—Con práctica.
Resoplo y, sin poder contener mi furia, me levanto del suelo.
—Me desesperas, Eric. No puedo con tu manera de ser. A veces te comería a besos, pero otras te mataría. Y ésta es una de esas veces. Siempre te crees el rey del mundo. El rey de la razón. El rey del universo. Eres un cabezón, un mandón, un intransigente y…
—Tienes razón.
Su respuesta me sorprende.
—¿Puedes repetir lo que has dicho?
Eric sonríe.
—Tienes razón, pequeña. Me he pasado. He pagado contigo mi nerviosismo al verte
saltar con esa maldita moto y los comentarios nada acertados de tu amigo Fernando. —Cuando ve que voy a decir algo, me interrumpe—: No quiero volver a hablar de ese tipo. Aquí lo importante somos tú y yo. Y por eso iba a buscarte.
Su sonrisa. ¡Oh, Dios…! Su sonrisa. Qué guapo está cuando sonríe. Sin necesitar nada más, me acerco a él.
—¿Por qué tenemos que discutir por todo?
—No lo sé.
—Discutimos por todo menos por el sexo.
—Mmmm… buen comienzo, ¿no?
Ambos soltamos una risotada y Eric me coge. Me besa los nudillos.
—¿Sigues enfadado?
—Mucho.
—¿De verdad?
—Con lo que has hecho hoy, me has quitado diez años de vida.
—Exagerado. —Sonrío.
Eric asiente, se le oscurece la mirada y cierra los ojos.
—Jud, mi hermana Hannah se mató hace tres años practicando deportes de riesgo. Ella era como tú, una chica joven llena de energía y vitalidad. Un día me invitó a ir con ella y sus amigos a hacer puenting. Lo pasábamos bien hasta que su cuerda… y… yo… yo no pude hacer nada por salvar su vida.
Las carnes se me abren. Aquello es terrible. Vio morir a su hermana. Lo que me acaba de confesar me hace entender la angustia que ha vivido mientras yo disfrutaba dando saltos y derrapando con el motocross. Consciente de su dolor, quiero decirle algo, pero se me vuelve a adelantar:
—Ése es el motivo real por el que no pude seguir viendo lo que hacías.
—Lo siento… yo… yo no sabía.
—Lo sé, cariño. —Me abraza con desesperación y murmura—: Ahora sonríe, por favor. Necesito que sonrías y que no me preguntes por nada de lo que te he explicado. Duele. Duele demasiado y no quiero recordarlo, ¿de acuerdo?
Muevo la cabeza, en un gesto de comprensión y, sin hablar nada más, Eric me besa con auténtica pasión. Sonrío, intento no pensar en la tragedia que me acaba de explicar y me dejo llevar por mi amor. Minutos después, coge el trofeo que aún llevo entre mis manos y lo mira.
—Te voy a matar, morenita. Qué rato más malo me has hecho pasar.
—Eric… es motocross, ¿qué esperabas?
Sonríe, me suelta y se monta en su moto con el trofeo en las manos.
—Volvamos a casa, campeona. Vamos a celebrar como se merece tu triunfo.
38
Al día siguiente, en la maravillosa villa y tras una noche plagada de morbo y pasión entre nosotros, Eric y yo tomamos el sol desnudos mientras planeamos una escapada a Zahara de los Atunes. No hemos vuelto a mencionar a Fernando. Ninguno quiere hablar de él. Me besa el tatuaje. Le ha encantado. Cada vez que me hace el amor, me mira con lujuria y me dice: «¡Pídeme lo que quieras!». Me vuelve loca. Totalmente majareta.
Eric me ha propuesto ir a casa de unos amigos suyos en Zahara y a mí me parece bien. Podemos disfrutar de unos días con ellos y luego regresar a la villa, que, por cierto, me encanta. Es una preciosidad.
Por la noche, cuando me lleva de regreso a la casa de mi padre, me lo encuentro sentado en el patio trasero sobre el balancín y voy a saludarlo.
—Este hombre te conviene, morenita.
—¿Ah… sí? ¿Por qué? —pregunto divertida mientras me siento en el balancín con él.
—Es un hombre que se viste por los pies. ¿Cuántos años tiene?
—Treinta y uno.
—Buena edad en un hombre.
Eso me hace sonreír y continúa:
—Te mira de la misma forma que yo miraba a tu madre y eso me gusta. Y mira lo que te digo, hasta hace poco pensaba que Fernando era el hombre ideal para ti. Pero después de conocer a Eric, me retracto. Eric y tú estáis hechos el uno para el otro. Se le ve que es un hombre con principios y dignidad que te cuidará. No es un depravado como el mequetrefe que conocí en Madrid, lleno de agujeros y pendientes.
De nuevo vuelvo a reírme. Mi padre tiene razón, Eric tiene principios pero estoy segura de que si conociera su faceta en el sexo le daría un pasmo. Pero ésa es mi intimidad.
—Papá… Eric me gusta, pero no sé cuánto tiempo durará lo nuestro.
Sorprendido, me mira.
—¿Qué ocurre, morenita?
Las palabras bullen por salir. Quisiera explicarle a mi padre que es mi jefe, pero no puedo. Tengo miedo de su reacción. Cientos de dudas y miedos pugnan por salir de mí pero no se lo permito.
—No ocurre nada, papá —respondo, finalmente—. Sólo que es difícil mantener una relación a distancia. Ya sabes que él vive en Alemania y yo aquí. Y cuando acabe lo que ha venido a hacer a Madrid, ambos tendremos que regresar a nuestros trabajos y, bueno… ya me entiendes.
Veo que asiente y con la prudencia que lo caracteriza, añade:
—Mira, mi vida. Ya no eres una niña. Eres una mujer y como tal te tengo que tratar. Por eso, sólo te puedo decir que disfrutes el momento y seas feliz. De nada sirve pensar muchas veces en el «qué pasará», porque lo que tenga que pasar… ocurrirá. Si Eric y tú estáis predestinados a estar juntos, no habrá distancia que os separe. Eso sí, sé cautelosa y un poco egoísta y piensa en ti. No quiero verte sufrir innecesariamente cuando tú misma ya me estás diciendo que lo vuestro es complicado.
Las palabras de mi padre, como siempre, me reconfortan. No sé si será la edad, la experiencia de haber perdido a mi madre años atrás. Pero si hay algo que él siempre ha tenido claro y que nos ha transmitido a mi hermana y a mí es que la vida es para vivirla.
Al día siguiente, Eric me recoge muy temprano en su moto. Comienza nuestra pequeña y cercana aventura. Mi padre se despide de nosotros encantado y nos desea un feliz viaje. Visitamos Barbate y Conil. Allí comemos y nos bañamos en la playa y por la tarde, cuando llegamos a Zahara de los Atunes, su teléfono suena y él sonríe.
—Andrés nos espera.
Nos montamos en la moto y conduce hacia su casa. Por la seguridad con la que se mueve por las carreteras secundarias del lugar, imagino que ya ha estado allí en otras ocasiones. Los celos vuelven a mí, pero los expulso. Nada me va a impedir disfrutar de mi tiempo con Eric.
Tras desviarnos por un camino, paramos ante una valla de piedra. Eric toca un timbre y, segundos después, la enorme puerta de chapa negra se abre y yo me quedo sin habla. Ante mí se extiende un maravilloso jardín con cientos de flores de colores que enmarcan una preciosa casa minimalista.
Una vez llegamos hasta la puerta y Eric para la moto, me bajo y poco después Andrés y una mujer con un bebé en brazos salen a nuestro encuentro. Andrés es el médico que Eric llamó en Madrid y me curó el brazo, y eso me sorprende.
La mujer de Andrés se llama Frida y el niño, Glen. Frida es alemana como Eric, pero habla perfectamente español y en seguida hay buen rollo entre nosotras. Una mujer de mediana edad aparece y se lleva al pequeño, y, segundos después, los cuatro pasamos a un jardín trasero donde una asistenta nos lleva unas bebidas. Divertidos, los cuatro charlamos mientras escucho anécdotas divertidas de sus viajes. Pronto me doy cuenta de la estupenda amistad que los une desde hace años y eso me hace sonreír. Sobre las ocho, Frida nos conduce hasta nuestra habitación. Un lugar espacioso, decorado con un gusto exquisito y donde hay una enorme cama.
En cuanto nos quedamos solos, Eric me coge entre sus brazos y me besa mientras me desnuda. Me lleva en volandas hasta una enorme ducha donde abre el agua y los dos gritamos divertidos al sentir el agua fría caer sobre nosotros. Los besos de Eric se intensifican y mi ansiedad por él más. De pronto, me tumba en la ducha y se tumba sobre mí mientras el agua cae sobre nosotros. Su boca exigente me muerde los labios mientras siento sus manos recorrer mi cuerpo y éste vibrar por el contacto.
Cuando abandona mis labios, su boca baja hasta mi pecho. Mis pezones están duros y, al mordisquearlos, me hace gritar. Sigue su andadura por mi cuerpo y siento que su lengua baja por mi ombligo, se entretiene en él unos instantes hasta que continúa su camino y de pronto se detiene.
Al notar que él ha frenado su exploración incorporo mi cabeza para mirarlo y me doy cuenta de qué es lo que ha visto. Está mirando el tatuaje. Eso me excita y jadeo, mientras siento que me mira tras sus pestañas mojadas.
—¿En serio puedo pedir lo que aquí pone?
Asiento.
—¿Cualquier cosa?
El cosquilleo en mi vagina es impresionante. Creo que voy a tener un orgasmo con sólo escuchar su voz y ver el morbo de su mirada. Vuelvo a asentir ante lo que él me ha preguntado y curva la comisura de su boca.
Clava sus rodillas en el suelo de la ducha y, con urgencia, me coge de las caderas y me atrae hacia él. Coge la ducha con las manos me separa las piernas y me lava. Humedece cada centímetro de mi vagina y yo me dejo, encantada. Excitada, veo que cambia la intensidad de la ducha. Ahora son menos chorros pero el agua sale con más fuerza.
Imagino lo que va a hacer y no me muevo. Lo deseo.
Se agacha, mete su lengua en mi empapada vagina y me chupa. Busca mi clítoris, lo rodea con su lengua y juega con él. Lo mima. Lo estira. Lo devora. Me vuelve loca. Cuando lo tiene como él desea vuelve a coger la ducha, mientras con dos de sus dedos me separa los pliegues de mi sexo y siento que los chorros caen directamente sobre mi hinchado clítoris.
¡Me vuelvo loca!
Jadeo… me retuerzo y él me sujeta para que no me mueva mientras los chorros caen con fuerza sobre mi clítoris proporcionándome cientos de sensaciones. ¡Calor…! El calor sube por mi cuerpo y, cuando me contraigo por un maravilloso orgasmo, suelta la ducha, coloca su duro pene en mi abierta vagina. Entonces da un empellón y me la mete hasta el fondo.
—De acuerdo, pequeña… te tomo la palabra. Te pediré lo que yo quiera.
Tirada en el suelo de la ducha con Eric poseyéndome con fuerza, dejo que me mueva a su antojo.
Diez… once… doce, sigue su bombeo sobre mí, mientras mi vagina se contrae a cada embestida y mi clítoris con su roce me hace vibrar más y más. Vuelvo a tener otro maravilloso orgasmo esta vez al mismo tiempo que él.
Instantes después, rueda a mi lado y los dos quedamos en el suelo de la enorme ducha mirando hacia el techo mientras el agua corre a nuestro alrededor. Su mano busca la mía y cuando la encuentra la aprieta. Se la lleva a la boca. Me besa los nudillos y dice:

—Jud… Jud… ¿Qué me estás haciendo? 

Volver a capítulos

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ir a todos los Libros