Cuando llegamos al circuito, nos encontramos con Roberto en la
puerta. En cuanto me ve, me saluda y me indica que espere a mi padre en la zona
de boxes. Le indico a Eric cómo llegar hasta allí y bromea conmigo mientras da
acelerones que hacen que yo grite y me agarre a él.
Al llegar a boxes no hay nadie. Nos apeamos de la moto y yo la
miro. Es una preciosidad.
—¿Quieres que te enseñe a llevarla?
Su pregunta me sorprende y reacciono como una niña.
—Uf… no sé.
—¿Te dan miedo?
—Nooooooooooo.
—¿Entonces?
El sol me da en la cara y guiño un ojo para verlo mejor.
—Me da miedo caerme y jorobarla.
—No dejaré que te caigas —responde con seguridad.
Eso me hace reír. Ése es Eric, un hombre seguro.
Al final, azuzada por él, me monto en la moto. Miro a mi alrededor
y veo que mi padre todavía no aparece. Durante unos minutos, me explica que las
marchas están en el pie izquierdo, luego me indica cuál es el puño de acelerar,
el embrague y cómo tengo que frenar. Después arranca la moto.
—¡Vaya, qué sonido tiene!
—Nena, las Ducati suenan todas así. Fuerte y bronco. Ahora venga,
mete primera y…
Hago lo que me pide y la moto se cala.
Con una sonrisa cariñosa, vuelve a arrancarla.
—Esto es como un coche, cariño. Si sueltas el embrague de prisa se
cala. Mete primera, suelta despacito y acelera.
Me ha llamado cariño dos veces en menos de dos horas. ¡Dos veces!
Vuelvo a meter primera, suelto despacito y ¡zas!, la moto se me
vuelve a calar.
—No te preocupes. —Ríe, acercándose a mí.
Hace el mismo proceso y esta vez me concentro. Meto primera,
suelto despacito el embrague y acelero. La moto comienza a andar y él aplaude
mientras yo chillo. De pronto freno y la moto se levanta de atrás. Eric grita y
se acerca corriendo hacia donde me he parado.
—Si frenas sólo con el freno de delante, te puedes caer.
—Vale.
Repetimos el proceso veinte veces más y cada vez lo hago peor.
Freno peor y me voy a matar. La cara de Eric es un poema.
—Vamos, bájate de la moto.
—Nooooo… ¡Quiero aprender!
—Otro día continuaremos con las clases —insiste.
—Venga, Eric… no seas aguafiestas.
Sus ojos no sonríen. Está tenso.
—Se acabó, Jud. No quiero que te rompas la cabeza.
Pero yo ya le he tomado el
gustillo al asunto y quiero seguir.
—Una vez más, ¿vale? Sólo una vez.
Eric me mira, muy serio, pero claudica.
—Una vez más, pero luego te bajas, ¿entendido?
—¡Biennnnn! Entonces meto primera y… —Al ver la incomodidad en su
mandíbula lo miro y pregunto—: Oye, ¿por qué estás tan preocupado?
—Jud… tengo miedo de que te hagas daño.
—¿Te angustia no saber lo que va a pasar?
—Sí.
—¿Por qué?
Sin entender mis preguntas y con el ceño fruncido responde:
—Porque necesito saber que estás bien y que no te pasa nada.
Arranco de nuevo la moto. Meto primera, suelto el embrague y acelero
con precaución. La moto va despacito y él a mi lado.
—¡Eric!
—Dime.
—Que sepas que la angustia que acabas de sentir en este ratito no
es comparable con la que yo he sentido por ti estas dos semanas. Y ahora, ¡mira
esto!
Meto segunda, acelero y la moto sale despedida. Meto tercera…
cuarta y salgo directa al circuito. Por el retrovisor veo que se queda
patidifuso y entonces sonrío. Estoy encantada de volver a conducir una moto.
Algo que siempre me ha gustado y que me proporciona libertad. Mientras cojo las
curvas del circuito de Jerez pienso en él. En su gesto de preocupación y de
nuevo vuelvo a sonreír. Me lo imagino en los boxes, sólo y desconcertado.
Acelero.
Salgo de la pista y me meto en los boxes. Me lo encuentro sentado
en un escalón. Cuando me ve, se levanta. Su gesto es duro. Iceman ha vuelto
pero, encantada de haberlo hecho sufrir por unos minutos, llego hasta él y
freno, con brusquedad y sin apagar la moto. Me quito el casco y al más puro
estilo de Los Ángeles de Charlie lo miro.
—Pero, vamos a ver, Iceman, ¿de verdad creías que yo, la hija de
un mecánico, no sabía conducir una moto?
Eric se acerca a mí. Creo que me va a decir de todo menos bonita
cuando me agarra por el cuello y me besa con auténtica pasión. Subida aún en la
moto lo agarro y lo devoro hasta que escucho la voz de mi padre:
—Ya sabía yo que la que corría por la pista era mi morenita.
Rápidamente me separo de Eric. Le guiño un ojo, lo que lo hace
sonreír, y vuelvo la cabeza hacia mi padre.
—Papá, te presento a un amigo. Eric Zimmerman.
Mi padre sonríe. Lo escanea con la mirada y sé que sabe que ése es
el hombre que está en mis pensamientos. Eric da un paso adelante y le da la
mano con fuerza. Mi padre se la acepta.
—Encantado de conocerlo, señor Flores.
—Llámame Manuel, muchacho, o tendré que llamarte yo a ti por ese
apellido tan raro que tienes.
Ambos sonríen y sé que se han caído bien. Después, Eric me mira y
se dirige a mi padre:
—Manuel, tiene usted una hija un poco mentirosa. Me había dicho
que no sabía montar en moto y, después de hacerme enseñarla cómo embragar, ha
salido disparada como
una flecha.
—¿Le has dicho eso, sinvergüenza? —se mofa mi padre.
Yo asiento divertida.
—Eric, mi morenita ha sido la campeona de motocross de Jerez
durante varios años y, a día de hoy, sigue cosechando premios.
—¿En serio?
—Ajá —asiento divertida.
Durante un rato, Eric y mi padre bromean y yo entro en sus bromas.
Tengo ante mí a los dos hombres que más quiero en mi vida y estoy feliz. Un
rato después, mi padre comienza a andar y vuelve su cabeza hacia nosotros.
—Seguidme, muchachos.
Cuando voy a seguir a mi padre, Eric me agarra por la cintura y me
acerca a él.
—Morenita, eres una cajita de sorpresas.
Pestañeo como una dulce damisela y le suelto un fingido puñetazo
en el estómago que lo hace reír.
—Pues ándate con ojo, que también fui campeona regional de kárate.
Lo oigo silbar, sorprendido, cuando mi padre dice al entrar en un
box:
—Mira lo que tengo preparado para ti.
Ante mí está la moto con la que gané esos premios de motocross,
limpia y reluciente. Una Ducati Vox Mx 530 de 2007. Emocionada, voy hasta ella
y me monto. A mi padre le suena el móvil y sale del box. La arranco y su sonido
áspero retumba a nuestro alrededor. Después miro a Eric y digo mientras sonríe
a carcajadas:
—¿Te he dicho que me encanta el sonido fuerte y bronco de las
Ducati, nene?
36
Durante seis días, mi mundo es de color de rosa. Vivo en un país
multicolor como la abeja Maya y me siento como una princesa,
tipiti-tipitesa, rodeada de dos personas que me quieren y me protegen.
Fernando continúa con sus llamadas y, en su último mensaje, me
indica que sabe que Eric Zimmerman está conmigo en Jerez. Eso me molesta.
Enterarme de que Fernando sabe sobre la vida de Eric no es plato de buen gusto,
pero decido callarme. Si le explico algo a Eric, seguro que empeoro la
situación.
Él y mi padre se llevan de maravilla y aunque, al principio, mi
padre se enfadó con él por haber alquilado una villa, al final entiende que
somos adultos y necesitamos intimidad.
Los amigos y vecinos de mi padre rápidamente apodan a Eric como
«el Frankfurt», por aquello de ser alemán y eso a él le hace gracia. El
carácter español, especialmente el andaluz, es tan diferente al alemán, que veo
la sorpresa continuamente en sus ojos.
Mi padre, día a día, se emociona con Eric. Noto que le gusta, lo
respeta y lo escucha y eso dice mucho de él. Incluso algunas tardes se van
juntos de pesca y regresan encantados y felices. En esos días siempre que puedo
me escapo para correr y derrapar un poco con mi moto. Me encanta hacerlo y lo
disfruto mogollón.
Una de esas tardes aparece Fernando con su moto. Se cruza en mi
camino. Ambos nos paramos.
—¿Te has vuelto loca? ¿Qué hace ese tipo aquí?
Molesta por la intromisión, me quito las gafas de protección del
casco.
—Te estás pasando. A ti no te importa lo que él hace aquí.
Fernando se baja de la moto y se acerca a mí.
—Por el amor de Dios, Judith, ¿sabe tu padre que ése es tu jefe?
—No.
—¿Y cuándo se lo vas a decir?
A cada instante que pasa me voy enfadando más.
—Cuando me dé la gana.
Fernando se mueve con rapidez, se acerca a mí, me coge del cuello,
posa su frente sobre la mía y murmura:
—Judith… yo te quiero.
—Fernando no…
Sin separarse de mí, sigue hablando:
—Te quiero sólo para mí, en exclusividad. Ese tipo no te quiere
como yo, piénsalo por favor y…
Le doy un empujón y me separo de él.
—Quiero continuar mi camino, Fernando. Quítate de en medio, ¿de
acuerdo?
—¿Me estás diciendo que prefieres la compañía de ese hombre a la
mía? —murmura, sin apartarse un ápice y con actitud intimidatoria—. Ese tipo te
está utilizando y, cuando se aburra de ti, te dejará a un lado como ha hecho
con cientos de mujeres. Para él eres una más, mientras para mí eres especial,
¿no lo ves? Te creía más lista, Judith, por el amor de Dios.
No quiero ser cruel como él lo está siendo conmigo. Quiero a
Fernando. Es un buen amigo. Pero por Eric siento algo tan fuerte que no lo
puedo obviar. Al ver mi silencio, se da la vuelta y se monta en su moto,
malhumorado.
—De acuerdo. Estréllate contra la
pared tú solita.
Dicho esto se va y me deja desconcertada y con un sabor amargo en
la boca.
El séptimo día, mi padre me recuerda el evento de motocross de
todos los años en Puerto Real, un pueblo cercano a Jerez. Al recordarlo se me
hace cuesta arriba. Ese año prefiero disfrutar de Eric y de su compañía, pero
al ver la ilusión de mi padre y sus amigos por que yo asista y participe,
claudico y animo a Eric a acompañarnos.
Papá siempre quiso tener un hijo. Un varón. Pero la vida le dio
dos hijas. Aunque yo, con mi locura, creo haber resarcido esa carencia.
Eric en un principio no sabe muy bien a lo que vamos. Me deja
claro que no le gustan los deportes de riesgo. Yo sonrío y lo engaño. ¿Qué le
voy a hacer?
Pero cuando ve mi moto en el remolque y a mi padre junto a sus dos
amigos del alma, el Lucena y el Bicharrón, hablar sobre saltos, derrapes y
demás entiende perfectamente lo que voy a hacer. Su gesto me demuestra su
incomodidad.
—No quiero que hagas lo que dicen —murmura a escasos metros de
ellos.
—Escucha, Eric. Para mí lo que dicen es pan comido. Llevo
practicando motocross desde que tenía seis años. Y mira, tengo veinticinco, y
sigo enterita.
Su rostro y su boca me muestran la tensión que siente.
—Te prometo que lo pasarás bien —insisto—. Tú ven y ya verás, ¿de
acuerdo?
—Vaya, vaya, vaya —escucho de repente detrás de mí—. Mi preciosa
motera jerezana.
Me vuelvo y me encuentro con Fernando. Su comentario no me gusta
nada. Mis tripas se contraen, pero intento que no se me note. El Bicharrón mira
a su hijo y después a Eric. Siento que está tan tenso como yo, pero hago de
tripas corazón y sonrío.
—Fernando, él es Eric. Eric, él es Fernando.
Ambos se dan la mano y yo, que estoy en medio, veo su incomodidad.
Se retan con las miradas. Dos rivales. Dos hombres y yo en medio como los
jueves. Por suerte, mi padre da una palmada al aire e indica que debemos
marcharnos. Fernando se apunta y Eric rápidamente me hace saber que nos seguirá
en su moto. Yo decido acompañarlo.
Cuando mi padre, el Lucena, el Bicharrón y Fernando se montan en
el coche y arrancan, Eric me pasa uno de los cascos.
—No me gusta ese tal Fernando.
—¿Celoso?
—¿He de estarlo?
Incómoda por lo que sé, le doy un beso en los labios.
—Para nada, cariño.
Cuando llegamos al lugar donde se va a celebrar la carrera, mi
padre y sus amigos comienzan a saludar a todo el mundo y yo también. Conocemos
al noventa por ciento de los corredores y acompañantes de todos los años que
hemos participado en ese tipo de carreras. A las diez y media, Cristina, la
organizadora del motocross femenino, me entrega mi dorsal, el 51, y me indica
que a las doce es la primera eliminatoria.
Eric no habla. Sólo me observa. A cada segundo que pasa veo en sus
ojos la inquietud e intento relajarlo. Pero cuando aparezco vestida con mi mono
rojo de cuero, las protecciones, las botas, los guantes y el casco, se queda
blanco como la cera.
—¿Me puedes explicar qué haces así vestida? —pregunta con enfado.
—¿No te parezco sexy? —Sonrío.
No contesta a mi pregunta.
—Jud. No quiero que lo hagas. Esto es un deporte de riesgo.
—¡Venga ya…! No digas tonterías
—Sonrío de nuevo e intento no darle importancia.
Fernando, que nos observa y sé que nos escucha, se acerca a
nosotros y con una sonrisa de lo más falsa dice:
—Vamos, preciosa… dale gas y déjalos a todos sin habla.
—Eso haré —respondo.
Fernando, que lleva dos cervezas en la mano, le pregunta a Eric:
—¿Quieres una? —Y sin darle tiempo a responder, continúa—: Toma.
Esta cerveza enterita para ti. La otra para mí. Yo no comparto nada.
Ese comentario me subleva. Pero ¿qué hace ese inconsciente?
Eric no habla pero puedo percibir su desagrado mientras Fernando
se dirige a él:
—¿Sabes que «nuestra chica» es especialista en saltos y
derrapajes?
—No.
—Pues prepárate, porque, si no lo sabías, hoy te va a quedar bien
claro.
Dicho esto, Fernando se acerca a mí y me da un beso en la cara.
—Vamos, preciosa. ¡Cómetelos!
En cuanto nos quedamos solos, Eric me mira, molesto.
—¿A qué venía eso de «nuestra chica» y lo de «compartir la
cerveza»?
—No lo sé —respondo incrédula por lo sucedido.
Eric no es tonto y nota como yo la mala baba en las palabras de
Fernando. Resopla, maldice y aparta su mirada de él.
—Te vas a hacer daño, Jud. No sé cómo tu padre te permite hacer
esto.
Eso me hace reír. Señalo a mi padre, que está con sus dos amigos
haciendo los últimos arreglos de mi moto.
—¿De verdad crees que mi padre está preocupado?
Eric lo mira. Lo estudia durante unos segundos y acaba dándose
cuenta de la felicidad en su rostro.
—Vale… pero el hecho de que él no esté preocupado, no quiere decir
que yo no deba estarlo.
Sonrío, me acerco más a él y, sin importarme que Fernando nos mire,
me subo a una caja que hay en el suelo para estar a su altura y acerco mi boca
a la suya.
—Tú tranquilo… pequeño. Sé lo que hago.
Consigo que Eric curve los labios y casi sonría. Le doy un beso
que me sabe a gloria.
—Por tu bien —me dice, serio—, más vale que sepas lo que haces o
te juro que luego te lo haré pagar.
—Mmmmm… ¡eso me encanta!
—Jud… hablo en serio —insiste.
—Venga vaaaaaaaa… si esto para mí es un paseíto de naaaaaaaaaa.
No sonríe. Yo sí.
Escucho la voz de mi padre que me llama. Tengo que salir a pista.
Doy un rápido beso a Eric, me bajo de la caja y suelto su mano para acercarme
hasta mi moto. Mi padre la acelera y la revoluciona. Yo grito feliz y llena de
emoción, mientras Eric cada vez arruga más el entrecejo.
Diez minutos después estoy en pista con otras participantes con la
adrenalina por los aires, saltando y corriendo sin ser consciente del peligro.
El motocross es una combinación de velocidad y destreza, y ambas cosas unidas
me gustan.
Siempre he sido una osada alocada,
el chico que mi padre nunca tuvo. Derrapo en curvas cerradas, salto baches con
cambios de rasantes y mi mono se llena de barro mientras mi adrenalina acelera
mis movimientos y soy consciente de que mi posición en esa carrera es buena.
Termino entre las cuatro primeras y paso a la segunda ronda.
Eric está blanco como el mármol. Lo que acabo de hacer y los
porrazos que él ha visto en otras participantes apenas lo dejan respirar. Pero
no tenemos tiempo de hablar, he de participar en la siguiente manga y así sucesivamente
hasta que sólo quedamos seis participantes.
Mi padre, junto al Lucena y el Bicharrón, gritan como locos
mientras hacen los ajustes de mi moto. Fernando, un experto en motocross, me da
instrucciones sobre otras participantes y yo lo escucho. Saben que lo hago bien
y saben que puedo alzarme con algún premio. Pero yo no puedo dejar de buscar a
Eric. ¿Dónde está?
—Morenita —dice mi padre—. Eric se ha marchado para Jerez.
—¡¿Cómo?! —preguntó boquiabierta.
—Lo que te digo, hija. Ha dicho que prefería esperarte en la
villa. —Y, acercándose a mí, murmura—: Ese hombre lo estaba pasando fatal,
hija. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si era por verte dar saltos en la
pista o por la presencia de Fernando y sus atenciones.
—Papáaaaaaaaaaaaa —le regaño al verlo sonreír.
Pero no podemos continuar hablando. La nueva manga comienza y
tengo que ponerme en la salida. Mi concentración flaquea, pero mi mala leche
está por todo lo alto. Eric se ha ido y eso me enfada. Cuando la carrera da
comienzo, salgo disparada como una flecha. Salto un montículo, dos… tres,
derrapo, acelero y cojo varios baches seguidos antes de derrapar. Al final
entro la segunda y grito de felicidad.
Mi padre, el Lucena y el Bicharrón corren a abrazarme. Estoy
totalmente embarrada, pero he vuelto a conseguir hacerlos vibrar. Cuando me
sueltan, es Fernando quien me coge entre sus brazos demasiado efusivo.
—Felicidades, preciosa. ¡Eres la mejor!
—Gracias y suéltame.
—¿Por qué? ¿Acaso a tu Eric no le gusta compartir a su mujer?
—Suéltame, gilipollas, o juro que te machaco aquí mismo —gruño
ofendida.
Cinco minutos después, en el improvisado podio, disfruto feliz al
ver a mi padre, al Lucena y al Bicharrón aplaudir junto a Fernando, orgullosos
de mí. Yo levanto el trofeo y soy consciente de que me hubiera gustado que Eric
estuviera allí.
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