Cuando llego al Amnesia, mis amigos me preguntan por Fernando. Mis
señas les indican que no quiero hablar. Respetan mi silencio y no vuelven a
preguntar. Mi buen amigo Nacho se acerca a mí y me pide una Coca-Cola.
—Bebe… Te sentará bien.
Una hora después, ya estoy más relajada. Nacho se ha encargado de
hacerme sonreír y sólo me ha permitido beber Coca-Cola. Según él, el alcohol no
es bueno para las penas. Mientras todos hablamos, me fijo en su brazo. Su
tatuaje me llama la atención. Por ello lo agarro y lo acerco a mí.
—¿Éste es nuevo?
—Sí, ¿te gusta?
Asiento.
Siempre me han gustado los tatuajes y los hombres que los llevan.
Algo que, ni por asomo tiene Eric. Su piel es suave e impoluta,
algo de lo que carece Nacho, que es tatuador y un ferviente amante de grabar su
piel. De pronto, se me ocurre algo.
—Nacho, ¿tú me harías un tatuaje?
Sus almendrados ojos me miran.
—Claro que sí. Cuando tú quieras, Judith.
—¿Cuánto me cobrarías?
Nacho sonríe
—Nada, cielo. A ti te lo hago gratis.
—¿En serio?
—Que sí, petarda.
—¿Me lo harías ahora?
Sorprendido, deja su cerveza sobre el mostrador y repite mis
palabras:
—¿Ahora?
—Sí.
—Son las cinco de la madrugada.
Sonrío. Pero, dispuesta a conseguir mi propósito, me acerco a él.
—¿No crees que es una hora estupenda para hacerlo?
No hace falta seguir hablando. Nacho me agarra con fuerza de la
mano y salimos del bareto. Nos montamos en su moto y me lleva hasta su estudio,
su negocio de tatuajes. Al entrar, enciende las luces y yo miro a mi alrededor.
Cientos de dibujos colgados por las paredes, el trabajo de Nacho durante todos
aquellos años. Tribales, nombres, caricaturas, dragones…
—Bueno, doña Impaciencia. ¿Qué tatuaje quieres que te haga?
Sin moverme, sigo observando las fotos hasta que veo algo y
entonces sé lo que deseo tatuarme. Se sorprende cuando se lo digo, pero
buscamos en sus plantillas lo que quiero. Decidimos el tamaño. No muy grande,
pero que se vea. Decidido, trabaja en la plantilla. Veinte minutos después, me
mira.
—Ya lo tengo, preciosa.
Nerviosa, respondo afirmativamente. Me lo enseña.
Observo su diseño y sonrío. Me invita a sentarme en la camilla
donde hace los trabajos.
—¿Dónde quieres que te tatúe?
Durante unos instantes, dudo. Quiero que aquel tatuaje sea algo
muy íntimo, que sólo vea quien yo quiera y que siempre… siempre me recuerde a
él. A Eric. Al final. convencida de lo que quiero, me toco justo encima de mi
depilado monte de Venus y susurro:
—Aquí, quiero que lo tatúes aquí.
Nacho sonríe. Yo lo hago también.
—Nena, será un tatuaje muy sensual. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —contesto.
Nacho asiente y pregunta, mientras coge una aguja:
—¿Estás segura, Judith?
—Sí —afirmo con rotundidad
—Vale preciosa, entonces túmbate.
Mientras hablamos y escuchamos a Bon Jovi, Nacho trabaja sobre mi
cuerpo. Los pinchazos de la aguja me duelen, pero no es comparable con el dolor
que tengo en mi corazón por culpa de Eric. Sobre las siete de la mañana, Nacho
deja la aguja sobre la mesita y me lava con agua.
—Ya está, preciosa.
Me levanto, ansiosa por ver el resultado.
En bragas, me dirijo hacia un espejo y el corazón se me encoge al
leer sobre mi pubis: «Pídeme lo que quieras».
Cuando llego a casa, sobre las ocho de la mañana, estoy agotada y
algo dolorida por el tatuaje. Pero abro el portátil. Descargo las fotos que
hice con mi móvil y decido cuál enviar. Después abro mi correo y escribo.
De: Judith Flores
Fecha: 22 de julio de 2012 08.11
Para: Eric Zimmerman
Asunto: Noche satisfactoria
Para que veas que lo que te prometí lo cumplo y lo disfruto.
Atentamente,
Judith Flores
Adjunto al mensaje una foto en la que se me ve sobre una cama con
Fernando besándome. El tatuaje ni lo menciono. No se lo merece. Quiero que se
sienta mal. Que vea que sin él mi vida sigue. Tras leer el escueto mensaje cien
veces, lo envío. Cierro el portátil y me marcho a dormir.
32
Con el lunes comienza la semana laboral. No he vuelto a saber nada
de Fernando y casi que lo agradezco. Cada vez que pienso lo que hice me
avergüenzo. Soy una cabrona con todas las letras. Me aproveché de la debilidad
que siente por mí y, en cuanto conseguí lo que quise, lo dejé sin pensar en sus
sentimientos.
Miro mi correo mil veces, dos mil, tres mil, pero Eric no
contesta. Da la callada por respuesta y eso me enfurece más. Definitivamente no
le importo. He sido un rollito más para él y tengo que asumirlo. ¡Soy imbécil!
Mi jefa llega y hoy está especialmente impertinente. Miguel
intenta quitármela de encima y lo hace de la mejor forma que sabe. ¡Sexo! Yo me
hago la tonta y hago como que no me entero de nada. En el fondo, hoy le
agradezco a Miguel que la tenga ocupada.
Los días pasan y mi tatuaje apenas me molesta. He seguido todas
las instrucciones que Nacho me dio, y aún lo llevo bajo el plástico que él me
puso.
Continúo sin noticias de Eric.
Mi jefa, como siempre, sigue tan simpática. Me llena la mesa de
trabajo hasta el último día y yo, como buena pringada, me lío con él. Si hay
algo que mi padre me ha enseñado es a no dejar nada a medias nunca.
El jueves salgo con mis amigos a tomar unas cervezas. Nacho está
entre ellos y me pregunta por mi tatuaje. Es el único que lo sabe y me niego a
que lo sepa nadie más. Quedo con él en pasar el viernes por su estudio para que
lo vea.
¡Y por fin es viernes!
En unas horas cojo las vacaciones.
Sigo sin saber nada de Eric y del supuesto viaje a las
delegaciones, por lo que lo doy por olvidado. Tras darle mil vueltas a la
cabeza, decido no pensar en ello. Algo imposible, pues Eric no me abandona.
Cuando apago mi ordenador y me despido de mis compañeros, casi no
me lo creo. Voy a estar casi un mes fuera de aquella oficina, de aquel
ambiente, y eso me apetece una barbaridad. Cuando salgo, voy directamente a ver
a Nacho. Me ve el tatuaje y me indica que ya me puedo quitar el plástico que lo
protege.
Al llegar a casa, tengo un mensaje de mi hermana en el
contestador.
Me pide que me quede con mi sobrina dos noches. Tiene planes con Jesús.
Incapaz de hacer lo contrario, le digo que sí. Mi hermana está desatada y eso
me hace sonreír.
A las nueve de la noche, mi tremenda sobrina llega a casa y se
hace dueña de la televisión, mientras mi hermana, entre suspiros y aspavientos,
me cuenta sus últimas hazañas sexuales. Cuando se va, mi sobrina me pide que
llame a TelePizza y juntas nos comemos una pizza de jamón de York mientras me
hace tragarme los absurdos dibujos de Bob Esponja. ¿Por qué le gustarán?
A las doce, agotada de tanto Bob Esponja, Calamardo y de oír
«burguer-cangre-burguer», nos vamos a la cama. Luz se empeña en dormir conmigo
y yo accedo, encantada.
El domingo por la mañana, mi hermana aparece más feliz que una
perdiz, y tras decirme «¡Ya te contaré!», se marcha con prisas con mi sobrina.
Mi cuñado la espera en doble fila en el coche.
Aquella noche, tras un día tirada en el sofá, observo mi maleta.
Al día siguiente me voy para Jerez a pasar unos días con mi padre. Me bebo un
vaso de agua y me meto en la cama aunque, antes de apagar la luz de la
lamparita, miro los labios marcados de Eric en
ella. Apago la luz y decido
dormir. Lo necesito.
Mi llegada a Jerez, a la casa de mi padre, como siempre es motivo
de algarabía en el vecindario. Lola, la jarandera, me abraza; Pepi, la de la
bodega, me besuquea. El Bicharón y el Lucena, cuando me ven, dan triples
mortales de alegría. Todos me quieren. Mi padre es un hombre muy apreciado.
Tiene el típico taller de coches y motos de toda la vida, «Taller Flores», y es
más conocido aquí que el vino fino.
Por la tarde, mientras me estoy dando un bañito en la maravillosa
piscina que mi padre ha puesto en la casa, aparece Fernando. Mientras nado
hacia el borde, me fijo en sus pantalones blancos y en la camisa de lino
naranja que lleva. Está tan guapo como siempre y esos colores a su tono de piel
le vienen fenomenal. Sonríe. Eso es buena señal.
—Hola, jerezana.
—¡Holaaaaaaa!
—Ya era hora de que regresaras al hogar, ¡descastá!
Sus palabras y su sonrisa me dan a entender que está bien, que su
enfado conmigo está olvidado. Eso me reconforta. Salgo de la piscina con mi
biquini de camuflaje y noto cómo recorre con sus ojos todo mi cuerpo. Mi padre,
que no ve su mirada, se acerca por detrás.
—Mira quién ha venido a verte, morenita. ¿Quieres una cervecita,
Fernando?
—Gracias, Manuel, la tomaré encantado.
Mi padre se va y nos deja solos. Nos miramos y le pregunto entre
risas:
—¿Quéeeeeeeeeeee?
—Estás muy guapa.
Encantada por el piropo, murmuro mientras me seco la cara con una
toalla:
—Graciasssssssss… tú también lo estás.
Me acerco a él y le doy dos besos. Siento sus manos en mi cintura
mojada y al ver que no me suelta, le replico.
—Suéltame o mi padre le irá con el cuento al tuyo y nos organizan
la boda en dos días.
—Si ésa es la manera de verte más a menudo, ¡aceptaré!
Me río y él me suelta. Nos sentamos en una de las sillas.
—¿Qué tal todo?
—Bien. ¿Y tú?
Fernando asiente. No quiere profundizar en lo que ocurrió. En ese
momento, aparece mi padre con dos cervezas y una Coca-Cola para mí.
Durante un buen rato, los tres charlamos junto a la piscina. A las
ocho, Fernando me invita a cenar. Voy a decir que no, que no me apetece, pero
mi padre rápidamente acepta por mí. A las nueve, ya arreglada, salgo del chalet
de mi padre con Fernando y me monto en su coche.
Me lleva a un restaurante nuevo que han abierto en Jerez y
disfrutamos de una cena agradable. Fernando es simpático y con él nunca se
acaban los temas de conversación. Cuando salimos de allí nos vamos a una
terracita a tomar algo.
—Judith —me dice, cuando menos me lo espero—, si te invito a
venirte conmigo unos días al Algarve, ¿aceptarías?
Casi me atraganto. Lo miro y le pregunto:
—¿A qué viene eso ahora?
Fernando se apoya en la mesa y me retira un mechón que me cae en
los ojos.
—Ya lo sabes.
Lo miro, desconcertada. ¿Otra vez
con lo mismo? Y, antes de que pueda decir nada, se abalanza sobre mí y me da un
beso. Su lengua toma mi boca.
—Tu jefe no es recomendable para ti.
¡Stop! ¿Fernando me está hablando de Eric?
—Eric Zimmerman no es el hombre que tú crees —me dice.
—¿De qué estás hablando?
Fernando me acaricia el óvalo de la cara.
—Digamos que se mueve en ambientes que no son sanos para ti.
Sin necesidad de preguntar sobre lo que habla, lo entiendo. Pero
la sangre se me espesa al darme cuenta de que Fernando curiosea en mi vida.
¿Por qué últimamente todos me espían? Lo miro a los ojos, malhumorada.
—¿Y tú qué sabes de mi jefe y de sus ambientes?
—Judith, soy policía y para mí es muy fácil conocer ciertas cosas.
Eric Zimmerman es un rico empresario alemán al que le gustan mucho las mujeres.
Se mueve en un ambiente muy selecto y me consta que le gusta compartir algo más
que amistad.
Saber que Fernando conoce ciertas cosas de Eric me incomoda, me
inquieta.
—Mira, no sé de qué hablas, ni me importa —le replico, incapaz de
callarme—. Pero lo que no entiendo es qué haces tú hablándome de mi jefe y de
lo que hace en su vida privada.
—Judith, tu jefe no me importa, pero tú sí —aclara mirándome—. Y
no quiero que tomes una decisión equivocada. Sé quién eres, me gustas y no
quiero que nadie pueda jorobar lo nuestro.
—¿Lo nuestro? ¿Y qué es lo nuestro?
—Lo nuestro es lo que tú y yo tenemos. Nos gustamos desde hace
años y…
—Diosssssssss… Diosssssssssss… —murmuro horrorizada.
—Judith ese hombre no…
—¡Se acabó! No quiero oírte hablar de mi jefe, ni de mi vida
privada, ¿entendido?
Fernando dice que sí con la cabeza y nos envuelve un silencio
incómodo.
—Llévame a casa o me iré sola, ¡elige! —le digo, levantándome.
Se levanta, apura su copa y se saca las llaves del coche del
bolsillo.
—Vamos.
Nos montamos en su coche. Conduce y ninguno de los dos hablamos.
Cuando llegamos a la puerta de la casa de mi padre, para el motor me mira y
susurra:
—Judith, piensa en lo que te he dicho.
Y acercándose a mí, me besa. Me toma los labios con dulzura y yo
en un principio le respondo, pero, cuando Eric aparece en mi cabeza, me aparto.
Abro la puerta del coche, me bajo y camino hacia la casa de mi padre,
maldiciendo.
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