Viernes
Mi desesperación es máxima.
Ni una noticia. Ni una llamada. Nada.
No sé absolutamente nada de él. Y eso me hace entender que
efectivamente fui su juguete durante unos días y ahora sólo espero olvidarme yo
de él.
Mi jefa es una borde. Hoy me ha montado un numerito delante de
varios compañeros. No la he mandado a hacer puñetas porque hay mucho paro,
porque si no… ésta se iba a enterar de quién es Judith Flores García.
Por la tarde, me llama mi amiga Azu y quedo con ella para ir al
cine. Vamos a ver la película Tengo ganas de ti y lloro… lloro como una
magdalena. Es preciosa y triste a la vez. Me siento como Ginebra, una guerrera
luchadora e incomprendida, y enamorada hasta las trancas de un hombre que
guarda secretos.
A la salida, mis amigos, que nos esperan, se ríen de mí. Ninguno
entiende que llore por una película y proponen ir a tomar unos pinchos a la
plaza Mayor. Saben que me gustan y eso me alegrará.
Entre pincho y pincho, caen muchas cervezas y por fin consigo
sonreír. De allí nos vamos a tomar unas copas y, a las cuatro de la mañana,
¡por fin vuelvo a ser yo! Río, me divierto y bailo como una loca, aunque para
eso me he bebido los suministros de ron con Coca-Cola de todo Madrid.
A la mañana siguiente, el zumbido de la puerta me despierta.
Me tapo la cabeza con la almohada, pero el zumbido sigue y sigue…
Cabreada, me levanto y descuelgo el telefonillo.
—¿Quién es?
—Hola, tita. Somos mami y yo.
Lo que me faltaba.
¡Mi hermana!
Les abro la puerta con desgana. Comenzar el día con la negatividad
de mi hermana me desespera, pero no tengo escapatoria. Mi pequeña sobrina se
tira a mis brazos como una bomba nada más verme y mi hermana, al ver mi estado,
pasa sin decir ni mu y rápidamente pone la tele. Busca el canal de los niños y,
en cuanto sale Bob Esponja, la pequeña desaparece de nuestro lado. Menudo
enganche tiene a esos ridículos dibujos.
Entro en la cocina, como un espíritu.
Me preparo un café y mi hermana me sigue. Su gesto es serio y
presiento que va a acribillarme a preguntas. Veo cómo encoge el cuello.
—Lo primero, dame mi copia de las llaves de tu casa ahora mismo.
Con ganas de degollarla, voy hasta el aparador de la entrada, las
saco y se las pongo en la mano en cuanto llego de vuelta a la cocina.
—Lo segundo —prosigue—, eres una mala hermana. Te he llamado
cientos de veces durante estos días y no me has devuelto las llamadas. ¿Y si
hubiera pasado algo grave?
No contesto. Tiene razón. A veces soy una descerebrada y esta vez
asumo que lo he sido.
—Y lo tercero, ¿qué narices te pasa para que tengas esta pinta tan
desastrosa?
—Raquel, anoche salí de juerga y
me he acostado a las siete de la mañana. Estoy destrozada.
Mi hermana se prepara otro café y se sienta frente a mí.
—Desde luego, la juerga ha tenido que ser apoteósica. Tu pinta lo
dice todo.
—Lo ha sido —murmuro, mientras cojo una aspirina. La necesito.
—¿Fue con el chulazo ese con el que sales?
—No.
Su gesto se descompone y el mío más al pensar en Eric.
A mi hermana, Azu y mis amigos no le gustan. Eso de que lleven
piercings en la ceja y tatuajes le parece algo de delincuentes. Está muy
equivocada, pero como ya se lo he intentado explicar muchas veces, paso de
seguir con el mismo rollo. Que piense lo que le salga del mismísimo mondongo.
—Cuchuuuu… no me digas que la juerga ha sido con esos amigos que
tienes porque me cabreo.
Me encojo de hombros y suelto:
—Cabréate. Así tendrás dos oficios: cabrearte y descabrearte.
—¿Y qué me dices de Eric? Así se llama, ¿verdad?
—Sí.
—¿Sigues con él?
—No.
—Pero ¿por qué?
—¿Y a ti que te importa, Raquel?
—Por Dios, Judith, parecía un tío que se viste por los pies. ¿Cómo
lo dejas escapar?
Ese comentario es de mi padre, pero, no contenta con lo que ha
dicho y a pesar de que la miro con mi gesto de «¡Cállate o te callo yo de un
puñetazo!», prosigue:
—Desde luego, Judith, no te entiendo. Fernando, el hijo del
Bicharrón bebe los vientos por ti y tú pasas de él y ahora, para otro hombre
interesante, decente y con pinta de serio que se fija en ti, ¡lo pierdes!
—Joder… ¡¿te quieres callar?!
Mi hermana arruga el cuello. Uy, mal asunto.
—Pues no. No me voy a callar. Llevo sin verte demasiados días y
cuando te llamo no me coges el teléfono. Y hoy vengo a verte y te encuentro
hecha una piltrafa humana por haber salido con tus amigotes. Y encima ya no
estás con Eric.
Resoplo. Resoplo y resoplo.
Y, cuando creo que ya no tengo más aire viciado en mi cuerpo que
soltar, miro a la plasta de mi hermana.
—Mira, Raquel, no tengo ganas de hablar sobre Eric, ni sobre mis
amigos, ni sobre Fernando, ni sobre nada. ¡Todo eso me importa una mierda!
Llevo una semana de perros en el trabajo y anoche salí porque necesitaba
divertirme y olvidarme de todas las cosas que me machacan la cabeza. Y ahora tú
estás aquí gritándome como una posesa sin corazón, sin querer darte cuenta de
que la cabeza me estalla… Y como no te calles te juro que soy capaz de hacer
cualquier cosa, y no buena, precisamente.
Mi hermana mueve su café, le da un trago y, tras dejarlo sobre la
mesa, se le arruga la cara, pone gesto de perro pachón y se pone a llorar.
¡Perfecto…! ¡Lo que me faltaba!
Al final, abandono mi silla para acercarme a ella y la abrazo.
—Vale… perdona, Raquel. Perdona por haberte gritado así. Pero ya
sabes que no
soporto que te metas en mi vida y…
—Tengo algo que explicarte y no sé cómo hacerlo, cuchufleta.
Aquel cambio en la conversación me desconcierta.
—Vamos a ver, ¿otra vez estamos con que Jesús te engaña?
Mi hermana se seca los ojos. Se levanta. Observa a mi sobrina
desde la puerta y, acercándose de nuevo a mí, murmura:
—Judith. Te he llamado mil veces para explicártelo.
Asiento. He visto sus llamadas perdidas pero he pasado de ella. Me
siento fatal.
—Yo… yo es que no sé por dónde empezar —cuchichea—. Es todo tan…
tan…
Eso me pone la carne de gallina y me comienza a picar el cuello.
¿Será cierto que el atontado de mi cuñado la engaña? Convencida de que esta vez
la cosa es grave, le tomo las manos.
—Tan ¿qué?
Mi hermana se tapa la cara con las manos y yo me quiero morir de
angustia. Pobrecita. Soy peor que una bruja. La conozco y lo está pasando
fatal.
—Es que me da vergüenza.
—Déjate de vergüenzas. Soy tu hermana.
Raquel se pone como un tomate. Se lleva la mano al cuello, baja la
voz y cuchichea:
—Jesús y yo hablamos seriamente la semana pasada cuando vino de su
viaje. —Hago un gesto de comprensión con la cabeza. Eso es un buen comienzo—.
Me ha dicho que no tiene ninguna amante y que me quiere, pero…
—¿Pero?
—Al día siguiente de nuestra conversación, el miércoles de la
semana pasada, cuando Luz se durmió cerró la puerta del salón y… y… puso una
peli de esas guarras.
—¿Una peli porno?
—Sí. ¡Oh, Dios…! ¡Qué cosas vi!
Me río. No puedo remediarlo.
—Venga, Raquel, no me seas antigua. Verías a gente dale que te
pego y…
—… Y tríos y orgías y…
—Vaya… veo que Jesusito te culturizó.
Ambas soltamos una carcajada.
—Reconozco que ver eso me subió la libido a mil y… bueno…
—susurra—… Una cosa llevó a la otra e hicimos el amor en el salón. ¡En el
suelo!
—¡Vaya no me digas!
—Como te lo cuento.
Divertida por saber que a mi hermana hacer sexo en el suelo le
parece inaudito, musito:
—Bueno, ¿y qué tal?
Sonríe. Se muere de la vergüenza y murmura sin mirarme:
—¡Oh, Judith…! Fue como cuando éramos novios. Pasión en estado
puro.
La agarro de las manos y la incito a mirarme.
—Eso es fantástico. ¿No es lo que querías? ¿Pasión?
—Sí.
—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Por qué me miras con esa cara?
—Porque en eso no termina la cosa. El sábado quise sorprenderlo
yo. Hablé con la madre de Alicia y llevé a Luz a dormir a su casa. Preparé una
cenita, fui a la peluquería y… y…
—¿Y?
—¡Ay, Cuchuuu! ¡Que me da vergüenza!
Pongo los ojos en blanco y resoplo.
—Pero vamos a ver, si me vas a decir que viste otra película porno
con tu marido y lo hicisteis contra la puerta, ¿dónde está lo malo?
Mi hermana se pone la mano en el pecho.
—Judith… es que no sólo lo hicimos en el sofá y en el suelo, es
que lo hicimos sobre la lavadora y en el pasillo.
—Vaya con Jesusín… ¡Menudo machote tienes en casa!
Por fin, mi hermana ríe a carcajadas y se acerca a mí.
—Me compró un conjunto rojo muy sexy y me lo hizo poner.
—Genial, Raquel…
—Y luego… cuando menos me lo esperaba, me hizo otro regalo y…
—¿Y?
Raquel bebe un trago de su café. Saca su abanico, se da aire y
añade colorada como un tomate:
—Me regaló un… un… un… consolador. Vale, ¡ya lo he dicho! Dice que
quiere que juguemos en la cama, que nuestra relación lo necesita y entonces
fantaseamos.
Me entra la risa otra vez.
¡No lo puedo remediar!
Mi hermana me mira y, molesta ante mi reacción, murmura:
—No sé qué te hace tanta gracia. Te estoy diciendo que…
—Perdona… perdona, Raquel. —Me pongo seria y bajo la voz, como
ella—. Me parece estupendo que Jesús te regale un consolador y fantaseéis. Si
así vuestra vida sexual se reactiva, ¡genial! Fantasear es bueno… La
imaginación está para algo, ¿no crees?
Ella asiente roja como un tomate.
—¡Ay, Jud…! Me pongo colorada de recordar las cosas que me decía
Jesús.
Intento entenderla. Intento imaginarme lo que Jesús le decía y eso
me hace sonreír. Al final, los humanos nos parecemos los unos a los otros más
de lo que pensamos. Me acerco a su oído.
—Vale… no me cuentes lo que Jesús te decía pero ¿qué tal con Don
Consolador?
—¡Judith!
—¿Le has puesto nombre?
—¡Cuchuuuu, por Dios!
—Venga, va… ¿te gustó o no?
Mi hermana vuelve a ponerse como un tomate pero, al ver que no le
quito ojo, asiente.
—Oh, Judith, fue fantástico. Nunca pensé que un aparatito de esos
que vibra y se mueve con pilas junto con la imaginación pudiera dar tanto
juego. Sólo puedo decirte que desde el sábado no hemos parado. Estoy asustada,
¿será malo tanto sexo? Con decirte que me duele hasta la entrepierna…
Divertida por la confidencia de mi hermana vuelvo a reírme. No lo
puedo remediar.
—Pues dile que te regale un vibrador para el clítoris —cuchicheo
en su oído de nuevo—. ¡Es alucinante!
La cara de mi hermana ahora es un poema.
Yo… su hermanita pequeña, acabo de revelarle que nada de lo que
ella me pueda contar me asombra. Deja el abanico sobre la mesa y se acerca a
mí.
—Pero ¿desde cuándo utilizas tú
esas cosas?
—Desde hace tiempo —miento.
—¿Y por qué no me lo habías dicho?
Asombrada por aquella pregunta, clavo mi mirada en ella.
—Vamos a ver, Raquel, el que tú necesites explicarme tus
intimidades en la cama con tu marido no significa que yo necesite explicarte
las mías. Los utilizo y punto. Y ahora, si tú has visto que te excitan, te
ponen o como quieras llamarlo, disfruta del momento y seguro que tu vida será
más feliz.
Mi hermana asiente y le da un nuevo trago a su café.
—Eres mi mejor amiga y necesitaba decírtelo. Sabía que no te
escandalizarías y me animarías a que siguiera jugando con Jesús.
Sonrío, le tomo de la mano y ella sonríe también. En ocasiones
parezco yo la hermana mayor y eso me gusta.
—Esas cosas, como tú las llamas, son juguetes sexuales y no hay
ningún mal en utilizarlos —cuchicheo, finalmente, entre risas—. Y sí… yo
también juego con ellos y con la imaginación. Creo que el noventa por ciento
del planeta lo hace, pero pocos lo dicen. El sexo, ya sabes que es tabú y,
aunque todos lo hacemos, ninguno hablamos de ello. Pero el morbo es el morbo y
hay que disfrutar de él.
Eric regresa a mi cabeza y, con una sonrisita tonta, añado:
—Recuerdo que la persona que me regaló mi primer juguete me dijo
que cuando un hombre regala un aparatito de ésos a una mujer es porque quiere
jugar con ella y pasarlo bien. Por lo tanto, hermanita, ¡a disfrutar, que la
vida son dos días!
De pronto, mi hermana suelta una carcajada y yo la imito. Aún no
me puedo creer que yo esté hablando de vibradores y utilizando la palabra
«jugar» con mi hermana cuando entra mi sobrina en la cocina.
—¿De qué os reís?
Contra todo pronóstico, Raquel me guiña un ojo y dice, mientras yo
me río a carcajadas.
—De lo mucho que a tu tía y a mí nos gusta jugar.
Esa noche, tras una tarde de risas y confidencias con la ahora
¡alocada de mi hermana!, enciendo el ordenador nada más irse las dos y me quedo
ojiplática. ¡He recibido un correo de Eric! Nerviosa, lo abro y me sorprende
ver que lleva un archivo adjunto. Abro el archivo y veo una foto mía de la
noche anterior, bailando como una loca con los brazos en alto. Eso me cabrea.
¿Me ha vuelto a espiar? Pero mi enfado se redobla cuando leo el texto del
correo.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 21 de julio de 2012 08.31
Para: Judith Flores
Asunto: Preciosa cuando bailas
Me alegra verte feliz y más aún saber que cumples lo prometido.
Atentamente,
Eric Zimmerman (el gilipollas)
La sangre se me espesa. Saber que me vigila, que ha leído el
correo donde lo insulté y que no me respondió me enfurece hasta unos límites
insospechados ¿Por qué no me llama? ¿Por qué no responde a mis correos? ¿Por
qué me sigue?
Pienso en contestarle. Comienzo a
escribir, diciéndole de todo menos bonito. Pero no… me niego a darle ese gusto
y lo borro de un plumazo. Finalmente, apago el portátil y, con un enfado
impresionante, me voy a la cama. Nueva noche en blanco.
30
El sábado por la tarde decido salir de nuevo con mis amigos. Nos
tomamos unas birras en el bar de Asensio, cenamos en una pizzería y, después de
la cena, nos vamos a tomar algo al Amnesia. Miro a mi alrededor en busca del
espía que Eric con seguridad ha mandado tras de mí. Como es lógico, no veo
nada. Sólo gente divirtiéndose como yo.
Cuando llevo una hora allí, aparece Fernando. Lo miro sorprendida
y él me sonríe.
—¿Qué haces aquí?
—Jerez sin ti es muy aburrido.
Extrañada por aquella aparición, vuelvo a mirarlo.
—Fernando… te estás equivocando conmigo. Nunca te he mentido y…
Pone un dedo en mi boca para hacerme callar.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo. Vamos… ven a mi hotel. Tenemos que
hablar.
Me despido de mis amigos y a Azu le prometo que regresaré pronto.
Sé que lo haré. La conversación que voy a tener con Fernando va a ser corta y,
seguramente, no muy agradable.
Cuando llegamos al hotel, la tensión se puede palpar en el ambiente.
Me niego a subir a su habitación. Vamos a la cafetería y pedimos algo de beber.
Hablamos durante una hora , discutimos, dejamos claros nuestros sentimientos.
Y, cuando por fin parece todo aclarado y me voy a marchar, me coge por el brazo
y acerca su frente a la mía.
—Dame una oportunidad, por favor. Tú misma acabas de decir que no
sabes si quieres algo más. Déjame demostrarte de una vez por todas lo que soy
capaz de darte. Eres preciosa, me gustas, me enloquece tu ímpetu al hacer las
cosas y quiero que sepas que por ti soy capaz de cualquier cosa.
Necesito mimos y sus palabras son, en ese momento, un bálsamo para
mis heridas. No puedo dejar de pensar en mi maldito jefe. Cierro los ojos y la
mirada posesiva e intrigante de Eric Zimmerman aparece y, sin saber por qué,
beso a Fernando. Lo beso con tal erotismo y necesidad que hasta yo misma me
sorprendo.
Sin mediar palabra, Fernando me arrastra hasta el ascensor. Sé lo
que quiere. Sé dónde me lleva y yo le dejo. Subimos a su habitación y entramos
sin mediar palabra. Durante unos minutos, nos besamos mientras dejo que recorra
mi cuerpo con sus manos. Pero me siento una traidora, no puedo evitar pensar en
Eric. Cuando siento que me sube la falda vaquera hasta dejarla a la altura de
mis caderas suspiro y, sorprendiéndolo, le cojo una mano y le incito a que me
toque.
Fernando, excitado por mi efusividad, me tumba en la cama, se pone
sobre mí y me restriega su erección aún guardada bajo su vaquero. Es cauteloso.
Siempre lo ha sido. Su manera de hacer el amor no tiene nada que ver con la de
Eric. Fernando, en el plano sexual, es pausado y delicado. Eric es posesivo y
rudo.
Dos hombres distintos para mí, con dos formas diferentes de hacer
el amor.
Mi corazón bombea con fuerza. Pienso en Eric y eso me excita.
Estoy segura de que si viera lo que hago se excitaría tanto o más que yo. Su
juego se ha convertido en el mío. En ese momento, aunque es Fernando quien me
toca, es Eric quien me posee.
Saco mi móvil y, con disimulo, hago un par de fotos mientras me
besa.
Enloquecido por la entrega que ve en mí, me quita las bragas y veo
su sorpresa cuando me ve con las piernas abiertas para él. Sin demora, planta
su boca en mi vagina e, instantes después, mi jadeo envuelve la habitación
mientras dejo que me coma, que me
chupe, que me penetre con sus
dedos.
Tengo los ojos cerrados y siento la mirada de Eric. Sus ojos
ardientes me reprochan mi actitud, pero al mismo tiempo veo el deseo en su
mirada. No quiero abrir los ojos. No quiero ver a Fernando. Sólo quiero seguir
con los ojos cerrados y que Eric vuele sobre mí.
De pronto, Fernando para y abro los ojos. Se ha abierto el vaquero
y se está poniendo un preservativo.
—¿Estás segura? —me pregunta, al subir de nuevo a la cama.
Contesto que sí con la cabeza. No puedo hablar.
Él sonríe pero no dice nada. Instantes después, con delicadeza,
comienza a entrar en mi interior. Un poco… otro poco… otro poco más, pero la
impaciencia me puede y soy yo quien va en su busca. Incorporo las caderas y me
ensarto en él, deseosa de que descargue toda su potencia sexual en mí. Aquel
ataque lo pilla por sorpresa. Lo oigo resoplar, me agarra por las caderas y
comienza a bombear su pene una y otra vez dentro y fuera de mí. Me gusta. Sí…
sigue… sigue… pero necesito más. Mi vagina se abre pare recibirlo pero aquel
pene no es el que yo anhelo. Mis músculos se contraen, a la espera de más
profundidad, más posesión, pero Fernando, tras varios envites más, se corre y
cae sobre mí.
Cierro los ojos y siento ganas de llorar. Deseo a Eric. Deseo que
sea él quien me tome y me haga vibrar. Lo que hacía un mes antes con Fernando o
cualquier otro era una maravilla; ahora, tras él, se ha vuelto soso y aburrido.
Yo necesito más y sólo Eric sabe dármelo.
Siento la cabeza de Fernando en mi cuello. Lo oigo respirar por el
esfuerzo. Cuando se separa de mí me pregunta si todo va bien. Yo le miento y
asiento. No quiero herirlo.
Me ayuda a levantarme y voy al baño. Cierro la puerta y me echo
agua en la cara, me miro al espejo y susurro al pensar en Eric:
—¿Qué me has hecho, gilipollas?
Una vez me he refrescado, salgo y me encuentro a Fernando sentado
en una silla. Nos miramos.
—Me voy.
Su cara se contrae.
—No, Judith… no te vayas.
Consciente de que me estoy comportando como una mala persona, como
una cabrona, de que soy lo peor de lo peor, me acerco a él y le doy un beso en
los labios.
—Por favor, Fernando, continúa con tu vida y déjame a mí continuar
con la mía. Nos vemos en Jerez.
Dicho esto, me doy la vuelta y me marcho. Cuando cierro la puerta
tras de mí cierro los ojos y suspiro. Qué mal me siento. Me encamino hacia el
ascensor y, cuando salgo a la calle, llamo a mi amiga Azu. Me dice en qué local
están y me encamino hacia allí. Necesito emborracharme y olvidar lo que acabo
de hacer.
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