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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre Cap.9 y 10


9
Cuando me despierto no sé qué hora es. Miró el reloj. Faltan cinco minutos para las diez.
Salto de la cama. Los alemanes son muy madrugadores y no quiero parecer un oso dormilón. Me doy una ducha rápida y, tras ponerme un informal vestido de lana negro y mis botas altas, bajo al salón. Al entrar no hay nadie y camino hacia la cocina. Eric está sentado a una mesa redonda, leyendo un periódico. Al verme, cierra el diario.
—Buenos días, dormilona —me saluda sin sonreír.
Simona, que está cocinando, me mira y me saluda. Definitivamente, he quedado como un oso dormilón.
—Buenos días —respondo.
Eric no hace amago de levantarse ni besarme. Eso me extraña, pero reprimo mis instintos mientras rumio mi pena por no recibir mi beso de buenos días.
Simona me ofrece embutidos, queso y miel. Pero al ver que niego con la cabeza y sólo pido café, saca un plum-cake hecho por ella misma y luego me empuja para que me siente a la mesa junto a Eric.
—¿Has dormido bien? —inquiere él.
Hago un gesto afirmativo e intento no recordar mi excitante sueño. Si él supiera...
Dos minutos después, Simona deja un humeante café con leche sobre la mesa y un buen trozo de plum-cake. Hambrienta, me meto una porción en la boca y al percibir su sabor a mantequilla y vainilla, exclamo:
—¡Mmm, está buenísimo, Simona!
La mujer, encantada, asiente y se marcha de la cocina mientras yo continúo con el desayuno. Eric no habla, sólo me observa, y cuando ya no puedo más, lo miro y pregunto:
—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?
Sin sonreír, se echa para atrás en la silla y responde:
—Todavía no me creo que estés sentada en la cocina de mi casa. —Y antes de que yo pueda decir nada, cambia de tema y añade—: Cuando termines, iremos a casa de mi madre. Debo recoger a Flyn y comeremos allí. Después he quedado. Hoy tengo un partido de baloncesto.
—¿Juegas al baloncesto? —pregunto, sorprendida.
—Sí.
—¿En serio?
—Sí.
—¿Con quién?
—Con unos amigos.
—¿Y por qué no me habías dicho que jugabas al baloncesto?
Eric me mira, me mira, me mira, y finalmente, murmura:
—Porque nunca me lo has preguntado. Pero ahora estamos en Alemania, en mi terreno, y puede ser que te sorprendan muchas cosas de mí.
Asiento como una boba. Creía conocerlo y de pronto me entero de que hace tiro olímpico, juega al baloncesto y supuestamente me va a sorprender con más cosas. Sigo comiendo el delicioso desayuno. Volver a ver a su madre y conocer al pequeño Flyn son situaciones que me ponen nerviosa, por lo que no puedo callar lo que pulula por mi cabeza.
—Cuando dijiste que aquí no erais muy efusivos en los saludos, ¿significa también que tampoco habrá besos de buenos días?
Noto que mi pregunta lo pilla por sorpresa, pero contesta mientras vuelve a abrir el periódico:
—Habrá besos siempre que los dos queramos.
Vale..., me acaba de decir que ahora no le apetece a él. ¡Mierdaaaaaaaaaaa...! Me está dando a probar mi misma medicina y yo soy muy mala enferma.
Sigo comiendo el plum-cake, pero mi cara debe de ser tal que suelta:
—¿Alguna pregunta más?
Niego con la cabeza, y él vuelve a dirigir la vista al periódico, pero con el rabillo del ojo veo que las comisuras de sus labios se curvan. ¡Qué bribón!
Cuando termino totalmente el riquísimo desayuno, se levanta y yo hago lo mismo. Vamos hasta la entrada y aquí, tras abrir un armario, sacamos nuestros abrigos. Eric me mira.
—¿Qué pasa ahora? —le digo al ver su gesto.
—Eso que llevas es poco abrigo. Esto no es España.
Con mis manos toco mi abrigo negro de Desigual y aclaro:
—Tranquilo, abriga más de lo que crees.
Con el cejo fruncido, me sube el cuello del abrigo y, tras agarrarme de la mano, afirma mientras caminamos hacia el garaje por el interior de la casa:
—Habrá que comprarte algo si no quiero que enfermes.
Suspiro y no respondo. Tampoco voy a estar tanto tiempo aquí como para que necesite comprarme nada. Una vez que subimos al Mitsubishi, Eric acciona un mando que hay en el coche. La puerta del garaje se abre mientras la calefacción del vehículo caldea el ambiente en décimas de segundo. ¡Qué pasote el Mitsubishi!
Suena la radio y sonrío al reconocer la música de Maroon 5. Eric conduce. Está serio; vamos, como siempre. Y, sin necesidad de que yo le pregunte, comienza a explicarme por dónde vamos pasando.
Su casa, según me dice, está en el distrito de Trudering, un lugar bonito y donde a la luz del día veo que hay más viviendas como la de él alrededor. ¡Y menudas casas!, a cuál más impresionante. Al salir a una carretera me indica que, un poco más al sur, hay campos agrícolas y pequeños bosques. Eso me emociona. Tener la naturaleza cerca, como en Jerez, para mí es esencial.
Por el camino pasamos por el distrito de Riem, hasta llegar a un elegante barrio llamado Bogenhausen. Aquí vive su madre. Tras recorrer calles flanqueadas por chalets, nos paramos ante una verja oscura, y mis nervios se tensan. Conozco a Sonia y sé que es un amor, pero es la madre de Eric, y eso me pone muy nerviosa.
Una vez que Eric aparca el coche en el interior de un bonito garaje, me mira y sonríe. Me va conociendo y sabe que cuando estoy tan callada es porque estoy tensa.
Cuando voy a soltar una de mis tonterías para relajar el ambiente, se abre una puerta de la casa, y Sonia aparece ante nosotros.
—¡Qué alegría!, ¡qué alegría de teneros a los dos aquí!—dice, feliz.
Sonrío; no puedo hacer otra cosa. Y cuando Sonia me da un abrazo y yo le correspondo, ella susurra en mi oído:
—Bienvenida a Alemania y a mi casa, cariño. Aquí te vamos a querer muchísimo.
—Gracias —balbuceo como puedo.
Eric se acerca y le da un beso a su madre; después, me toma con seguridad de la mano y juntos entramos en el interior de la casa, donde el ambiente agradable rápidamente me hace entrar en calor. Sin embargo, el ruido es atroz. Suena una música repetitiva.
—Flyn está en el salón jugando con uno de sus infernales juegos —nos explica Sonia. Y, mirando a su hijo, añade—: Me tiene la cabeza loca. No sabe jugar sin esa dichosa musiquita. —Eric sonríe, y ella prosigue—: Por cierto, tu hermana Marta acaba de llamar por teléfono. Ha dicho que la esperemos para comer. Quiere saludar a Jud.
—Estupendo —asiente Eric mientras yo estoy a punto de volverme loca por la estridente música que sale del salón.
Durante unos minutos, Eric y su madre hablan sobre la mujer que cuidaba de Flyn. Ambos están decepcionados con ella, y los oigo decir que piensan contratar a alguien para que los ayude con el crío. Mientras hablan, me sorprende ver que lo hacen sin que el ruido infernal de fondo les sea un problema. Es más, da la sensación de que están acostumbrados a ello. Una vez que terminan, una joven se acerca a nosotros y le dice algo a Sonia. Ésta, disculpándose, se marcha con ella. De repente, Eric me de la mano.
—¿Preparada para conocer a Flyn?
Digo que sí con un gesto. Los niños siempre me han gustado.
Juntos caminamos hacia el salón. Eric abre la enorme puerta corredera blanca y los decibelios de la música suben irremediablemente. ¿Está sordo Flyn? Observo la estancia. Es grande y espaciosa. Llena de luz, fotografías y flores. Pero el ruido es insoportable.
Miro al frente y veo una enorme televisión de plasma y a unos guerreros luchando sin piedad. Reconozco el juego, Mortal Kombat: Armageddon. Es el juego que tanto le gusta a mi amigo Nacho y al que nos hemos tirado horas y horas jugando. Menudo vicio pillas con él.
En la pantalla los luchadores saltan y pelean, y observo que en el bonito sofá color frambuesa que hay frente a la tele se mueve una gorra roja. ¿Será Flyn?
Eric arruga el entrecejo. La música no puede estar más alta. Me suelta de la mano, camina hacia el sofá y, sin decir nada, se agacha, coge un mando y baja el volumen.
—¡Tío Eric! —grita una vocecita.
Y de pronto un muchacho menudo da un salto y se abraza a mi Iceman particular. Eric sonríe y, mientras lo abraza a su vez, cierra los ojos.
¡Oh, Dios, qué momento tan bonito!
Se me erizan los pelos de todo el cuerpo al percibir el amor que mi alemán siente por su sobrino. Durante unos segundos, los observo a los dos mientras comparten confidencias y oigo al niño reír.
Antes de presentármelo, Eric le presta toda su atención mientras que el chiquillo, emocionado por su presencia, le cuenta algo del juego. Tras unos minutos en los que el pequeño aún no se ha dado cuenta de que yo estoy allí, Eric lo deja sobre el sofá y dice:
—Flyn, quiero presentarte a la señorita Judith.
Desde mi posición percibo cómo la espalda del niño se tensa. Ese gesto de
incomodidad es tan de mi Iceman que no me extraña que lo haga también. Pero, sin demora, camino hacia el sillón y, aunque el pequeño no me mira, lo saludo en alemán.
—¡Hola, Flyn!
De pronto, vuelve su carita, clava sus oscuros y rasgados ojos en mí, y responde mientras Eric le quita la gorra para dejar al descubierto su cabecita morena:
—¡Hola, señorita Judith!
¡Halaaaaaaa, qué fuerte!
¿Chino?
¿Flyn es chino?
Sorprendida por los rasgos orientales del pequeño cuando yo esperaba el típico niño de ojos azules y blanquecino, intento reponerme del choque inicial y, con la mejor de mis sonrisas, afirmo ante el gesto divertido de Eric:
—Flyn, puedes llamarme sólo Jud o Judith, ¿de acuerdo?
Sus ojos oscuros me escanean en profundidad y asiente. Su mirada desconfiada es tan penetrante como la de su tío, y eso me pone la carne de gallina ¡Vaya dos! Pero antes de que pueda decir nada más, entra en el salón la madre de Eric, Sonia.
—¡Oh, Dios!, qué maravilla poder hablar sin dar gritos. ¡Me voy a quedar sorda! Flyn, cariño mío, ¿no puedes jugar con el volumen más bajo?
—No, Sonia —responde el pequeño aún con la vista clavada en mí.
¿Sonia?
Qué impersonal. ¿Por qué no la llamará abuela o yaya?
Durante unos instantes, observo que la mujer habla con el niño, hasta que le suena el móvil. El pequeño se sienta de nuevo en el sillón cuando Sonia contesta.
—¿Jugamos una partida, tío? —pregunta.
Eric mira a su madre, pero ésta sale de la habitación a toda prisa. Finalmente, toma asiento junto a su sobrino. Antes de que comiencen a jugar, me entremeto.
—¿Puedo jugar yo?
—Las chicas no sabéis jugar a esto —contesta el pequeño Flyn sin mirarme.
Mi cara es un poema y al desviar la vista hacia Eric intuyo que disimula una sonrisa.
¿Qué ha dicho ese enano?
Si algo he odiado durante toda mi vida es que los sexos condicionen para poder hacer las cosas. Sorprendida por ello, me quedo observando al mocoso, que sigue sin mirarme.
—¿Y por qué crees que las chicas no sabemos jugar a esto?
—Porque éste es un juego de hombres, no de mujeres —replica el infame mientras vuelve a clavar sus achinados y oscuros ojos en mí.
—En eso te equivocas, Flyn —respondo con tranquilidad.
—No, no me equivoco —insiste el pequeño—. Las chicas sois unas torpes para los juegos de guerra. A vosotras os gustan más los juegos de príncipes y moda.
—¿En serio crees eso?
—Sí.
—Y si yo te demostrara que las chicas también jugamos a Mortal Kombat.
El pequeño cabecea. Piensa su respuesta y finalmente asevera:
—Yo no juego con chicas.
Con los ojos como platos, miro a Eric en busca de ayuda y le pregunto en español:
—Pero ¿qué clase de educación machista le estás dando a este enano gruñón? —Y antes de que responda, añado con una falsa sonrisa en mis labios—: Oye, mira, porque es tu
sobrino, pero esto me lo dice otro y le suelto cuatro frescas, por muy niño que sea.
Eric sonríe como un tonto y responde mientras le revuelve el flequillo:
—No te asustes, pequeña. Lo hace para impresionarte. Y por cierto, Flyn sabe hablar perfectamente en español.
Me quedo boquiabierta y antes de que pueda decir algo el pequeño se me adelanta:
—No soy un enano gruñón y si no juego contigo es porque quiero jugar sólo con mi tío.
—Flyn... —le reprende Eric.
Convencida de que el comienzo con el niño no ha sido todo lo bueno que me hubiera gustado, sonrío y murmuro:
—Retiro lo de «enano gruñón». Y tranquilo, no jugaré si tú no quieres.
Sin más, deja de mirarme y pulsa el play. La música atroz suena de nuevo; Eric me guiña un ojo y se pone a jugar con él.
Durante veinte minutos observo cómo juegan. Ambos son muy buenos, pero me percato de que yo sé movimientos que ellos desconocen y que no estoy dispuesta a desvelar.
Cansada de mirar la pantalla y
de que esos dos machitos en potencia pasen de mí, me levanto y comienzo a andar por el enorme salón. Voy hasta una gran chimenea y me fijo en las fotos que hay expuestas.
En ellas se ve a Eric junto a dos chicas. Una es Marta y supongo que la otra era Hannah, la madre de Flyn. Se les ve sonreír y me doy cuenta de lo mucho que se parecían Eric y Hannah: pelo claro, ojos celestes e idéntica sonrisa. Inconscientemente sonrío.
Hay más fotos. Sonia con sus hijos. Flyn de bebé en brazos de su madre vestido de calabaza. Marta y Eric abrazados. Me sorprende ver una foto de Eric, mucho más joven y con el pelo largo. ¡Guau, qué sexy mi Iceman!
—¡Hola, Judith!
Al oír mi nombre me vuelvo y me encuentro con la encantadora sonrisa de Marta. Con el ruido existente no la he oído llegar. Nos abrazamos y dice, tomándome de la mano:
—Ya veo que esos dos guerreros te han abandonado por el juego.
Ambas los miramos y respondo con mofa:
—Según alguien, las chicas no sabemos jugar.
Marta sonríe, suspira y se acerca a mí.
—Mi sobrino es un pequeño monstruo en potencia. Seguro que él te ha dicho eso, ¿verdad? —Asiento, y ella vuelve a suspirar. Finalmente, añade—: Vayamos a la cocina a tomar algo.
Salir del salón es para mí, y en especial para mis oídos, un descanso.
Cuando llegamos a la cocina veo a una mujer cocinando y nos saluda. Marta me la presenta como Cristel, y cuando ésta regresa a sus quehaceres, pregunta:
—¿Qué te apetece tomar?
—Coca-cola.
Marta abre la nevera y coge dos cocas. Después me hace un movimiento con la cabeza y la sigo hasta un bonito comedor que hay junto a la cocina. Nos sentamos a la mesa y a través de la cristalera observo que Sonia, abrigada, está fuera de la casa hablando por teléfono. Al vernos sonríe, y Marta murmura:
—Mamá y sus novios.
Eso me sorprende. Pero ¿Sonia no está casada con el padre de Marta?
Y cuando mi curiosidad está a punto de explotar, Marta da un trago a su coca-cola y
me aclara:
—Mi padre y ella se divorciaron cuando yo tenía ocho años. Y aunque adoro a mi padre, soy consciente de que es un hombre muy aburrido. Mamá está tan llena de vitalidad que necesita otro tipo de vida loca. —Asiento como una boba, y ella, divertida, cuchichea—: Mírala, es como una quinceañera cuando habla con alguno de sus novietes por teléfono.
Me fijo en Sonia y soy consciente de que lo que dice Marta es cierto. En este momento, Sonia cierra su móvil y da un saltito de emoción. Luego, abre la cristalera y, al entrar y ver que estamos solas, nos comunica mientras se quita el abrigo:
—Chicas..., me acaban de invitar a Suiza. He dicho que sí y me voy mañana.
Su efusividad me hace sonreír.
—¿Con quién, mamá? —pregunta Marta.
Sonia se sienta junto a nosotras y en plan confidente murmura, emocionada:
—Con el guapísimo Trevor Gerver.
—¡¿Trevor Gerver?! —gesticula Marta, y Sonia asiente.
—¡Ajá, mi niña!
—¡Vaya, mamá! Trevor es todo un bombonazo.
Ahuecándose el pelo, Sonia nos explica:
—Hija, ya te dije yo que ese hombre me mira las piernas más de la cuenta cuando hacemos el curso. Es más, el día en que salté con él en paracaídas, noté que...
—¿Saltaste en paracaídas? —pregunto con la boca abierta.
Madre e hija me ordenan callar con gestos y, finalmente, Marta me avisa:
—De esto ni una palabra a mi hermano o nos la monta, ¿vale?
Asombrada, hago un gesto de asentimiento con la cabeza. Ese deporte de riesgo a Eric no le tiene que hacer ninguna gracia.
—Si se entera mi hijo de que ambas hacemos ese curso no habrá quien lo aguante —me informa Sonia—. Es muy estricto con la seguridad desde que ocurrió el fatal accidente de mi preciosa Hannah.
—Lo sé..., lo sé... Yo hago motocross y el día en que me vio hacerlo casi...
—¿Haces motocross? —pregunta Marta, sorprendida.
Asiento, y Marta aplaude.
—¡Uisss...! —interviene Sonia—, pero si eso lo hacía también mi hija con Jurgen, su primo. ¿Y mi hijo no ha montado en cólera al saberlo?
—Sí —respondo, sonriendo—, pero ya le ha quedado claro que el motocross es parte de mí y no puede hacer nada.
Marta y su madre sonríen.
—En el garaje tengo todavía la moto de Hannah —apunta Sonia—. Cuando quieras te la llevas. Al menos tú la utilizarás.
—¡Mamá! —protesta Marta—, ¿quieres enfadar a Eric?
Sonia suspira, después mueve la cabeza y, mirando a su hija, contesta:
—A Eric se le enfada sólo con mirarlo, cariño.
—También tienes razón —se mofa Marta.
—Y aunque se empeñe en querer que vivamos en una burbujita de cristal para que nada nos pase —prosigue Sonia—, debe entender que la vida es para disfrutarla y que no por ir en moto o tirarte en paracaídas te tiene que pasar algo horrible. Si Hannah viviera, sería lo que le diría. Por lo tanto, cariño —insiste, mirándome—, si tú quieres la moto, tuya es.
—Gracias. Lo tendré en cuenta —sonrío, encantada.
Al final, las tres nos reímos. Está claro que Eric con nosotras a su lado nunca tendrá tranquilidad.
Entre risas y confidencias me entero de que el mencionado Trevor es el dueño de la escuela de paracaidismo que está a las afueras de Múnich. Eso llama poderosamente mi atención. Me encantaría hacer un curso de caída libre. Pero de pronto, mientras las escucho hablar sobre aquel viaje a Suiza, me doy cuenta de que en dos días ¡es Nochevieja! E incapaz de callar, pregunto:
—¿Regresarás para Nochevieja?
Ambas me miran, y Sonia responde:
—No, cielo. La pasaré en Suiza con Trevor.
—¿Eric y Flyn la pasarán solos? —inquiero, pestañeando boquiabierta.
Las dos asienten.
—Sí —me aclara Marta—. Yo tengo planes y mamá también.
Mi cara debe de ser un poema porque Sonia se ve obligada a decir:
—Desde que murió mi hija Hannah, esa noche dejó de ser especial para todos, sobre todo para mí. Eric lo entiende y es él quien se queda con Flyn. —Y cambiando rápidamente de tema, cuchichea—: ¡Oh, Marta, ¿qué me llevo a Suiza?!
Durante un rato las sigo escuchando mientras pienso que mi padre nunca en la vida, ni por el más remoto pensamiento, nos dejaría solas a mi hermana o a mí con mi sobrina en una noche tan especial. Una gracia de Marta, de pronto, me hace sonreír, y nuestra conversación se corta cuando aparece Eric con el pequeño de la mano.
Él, que no es tonto, nos mira a las tres. Está claro que hablábamos de algo que no queremos que sepa, y Marta, para disimular, se levanta a saludarlo justo en el momento en que Sonia me mira y murmura:
—Ni una palabra de lo aquí hablado a mi siempre enfadado hijo. Guárdanos el secreto, ¿vale, cielo?
Contesto con una señal afirmativa casi imperceptible mientras observo que Eric sonríe ante algo que Flyn le acaba de decir.
Veinte minutos después, los cinco, reunidos alrededor de la mesa del comedor, degustamos una rica comida alemana. Todo está buenísimo.
A las tres y media, estamos todos sentados en el salón charlando cuando veo que Eric mira el reloj, se levanta, se acerca y, agachándose a mi lado, dice clavando sus impresionantes ojos azules en mí:
—Cariño, tengo que estar dentro de una hora en el polideportivo de Oberföhring. No sé si el baloncesto te gusta, pero me alegraría que te vinieras conmigo y vieras el partido.
Su voz, su cercanía y la forma de decir «cariño» hacen levantar el vuelo a las miles de maripositas que habitan en mi interior. Deseo besarlo. Deseo que me bese. Pero no es el mejor lugar para desatar toda la pasión contenida. Eric, sin necesidad de que yo hable, sabe lo que pienso. Lo intuye. Al final, asiento, encantada, y él sonríe.
—Yo también quiero ir —oigo que dice Flyn.
Eric deja de mirarme. Nuestro momento se ha roto, y presta atención al pequeño.
—Por supuesto. Ponte el abrigo.
10
Quince minutos después, los tres en el Mitsubishi de Eric nos dirigimos hacia el polideportivo de Oberföhring. Cuando llegamos y Eric para el motor del coche, Flyn sale escopetado y desaparece. Yo miro inquieta a Eric, pero éste dice, cogiendo su bolsa de deporte:
—No te preocupes. Flyn conoce el polideportivo muy bien.
Un poco más tranquila, le pregunto mientras caminamos:
—¿Te has dado cuenta de cómo me mira tu sobrino?
—¿Recuerdas cómo me miraba al principio tu sobrina? —responde Eric. Eso me hace sonreír, y él añade—: Flyn es un niño. Sólo tienes que ganártelo como yo me gané a Luz.
—Vale..., tienes razón. Pero no sé por qué me da que tu sobrino es como su tío, ¡un hueso duro de roer!
Eric suelta una carcajada. Se para, me mira y, acercándose a mí, se agacha para estar a mi altura y murmura:
—Si no estuviera castigado, en este mismo instante te besaría. Pondría mi boca sobre la tuya y te devoraría los labios con auténtico deleite. Después te metería en el coche, te arrancaría la ropa y te haría el amor con verdadera devoción. Pero, para mi desgracia, me tienes castigado y sin ninguna probabilidad de hacer nada de lo que deseo.
Mi corazón late desbocado. Tun-tun... Tun-tun...
¡Diosssssssssssss, cómo me ha puesto lo que acaba de decir!, y cuando estoy dispuesta a besarlo, de pronto oigo:
—¡Judith! ¡Eric!
Miro a mi derecha y veo aparecer a Frida y Andrés con el pequeño Glen. Ni que decir tiene que nos fundimos en unos efusivos abrazos.
—¿Tú también juegas al baloncesto? —pregunto mirando a Andrés.
El divertido médico me guiña el ojo.
—Soy lo mejor que tiene este equipo —cuchichea, y todos sonreímos.
Cuando llegamos a los vestuarios, Frida y Andrés se besan.
¡Qué monos!
Eric me mira con deseo, pero no se acerca a mí.
—Ve con Frida, cielo. Te veo después del partido —indica antes de desaparecer tras la puerta.
¡Dios mío, quiero que me beseeeeeeeeeeeeeeeeeeee! Pero no. No lo hace.
Cuando la puerta se cierra, mi cara de tonta debe de ser tal que Frida pregunta:
—¿No me digas que aún lo tienes castigado?
Como una boba, asiento, y mi amiga suelta una risotada.
—Anda..., vayamos a las gradas a animar a nuestros chicos. Por cierto, me encantan tus botas. ¡Son preciosas y sexies!
Sumida en mis pensamientos, sigo a Frida. Llegamos hasta una puerta y al abrirla ante mí aparece una bonita pista de baloncesto. Ahí está Flyn, sentado en unas gradas amarillas jugando con su PSP. Al vernos llegar se levanta y sin saludarnos va directo hacia Glen. El pequeño le gusta. Nos sentamos, y Flyn le pide a Frida que le deje al niño. Ella lo hace y durante unos minutos observo cómo pone caritas para que el pequeño Glen sonría.
La pista se va llenando de gente y de pronto Flyn le entrega el niño a su madre y se va y se sienta varias gradas más abajo que nosotras.
—¿Qué tal con Flyn? —inquiere Frida, mirándome.
Antes de responder, me encojo de hombros.
—Sinceramente, creo que no le he caído bien. No ha querido jugar conmigo y apenas me habla. ¿Es siempre así, o sólo es conmigo?
Frida se ríe.
—Es un buen niño, pero no es muy comunicativo. Fíjate que yo lo conozco de toda la vida y con él no habré cruzado más de diez palabras. Es un loco de las maquinitas y los juegos. Eso sí, cuando ve a Glen es todo sonrisas. —De pronto, se calla un instante y luego murmura—: ¡Uf, qué peste! Voy un momento al baño a cambiarle el pañal a esta pequeña mofetilla o moriremos todos con este olor.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, Judith. Quédate aquí. No tardaré.
Cuando se marcha, observo que Flyn se percata de que me quedo sola. Le sonrío invitándolo a sentarse conmigo, pero él se resiste. No se mueve y me doy por vencida. Cinco minutos después entra un grupo de mujeres de mi edad, todas monísimas y perfumadas a más no poder. Se sientan justo delante de mí. Parecen muy animadas mientras hablan sobre una peluquería, hasta que los jugadores salen a calentar y me quedo boquiabierta al reconocer al que va hablando con Eric y Andrés. ¡Es Björn!
Me entran los calores de la muerte. En la pista, a pocos metros de mí, está el hombre al que adoro con toda mi alma, junto a otros dos con los que me ha compartido en la cama. ¡Uf, qué calor y qué bochorno! Disimulo y me doy aire con la mano mientras no sé dónde mirar.
Cuando consigo que mi corazón deje de latir a dos mil por hora, miro a la pista y me vuelvo a poner roja como un tomate cuando veo que los tres hombres me miran y me saludan. Con timidez, levanto la mano y les respondo. Las mujeres que hay delante de mí creen que es a ellas a quienes se dirigen y cuchichean como gallinas mientras saludan entusiasmadas.
Soy consciente de que no puedo apartar mi mirada de mi Iceman particular. Es tan sexy... Él me mira, bota el balón, me guiña el ojo, y yo sonrío como una boba. ¡Dios...!, está tan estupendo de amarillo y blanco que estoy por gritarle «¡Guapo, guapo y guapo!» desde mi posición.
Flyn se acerca hasta su tío, y éste, contento, le tira el balón. El niño ríe, y Björn lo coge entre sus brazos y le da una voltereta. Durante unos segundos, el pequeño es el centro de los juegos de los hombres y está feliz. Le cambia el gesto y, por primera vez, le veo sonreír como un niño de su edad.
Cuando Flyn se retira y se sienta en el banquillo, observo orgullosa cómo Eric se mueve por la pista. Nunca lo había imaginado en el papel de deportista, y sólo puedo pensar
que ¡me encanta! Durante unos minutos disfruto de lo que veo mientras de forma involuntaria oigo decir a una de las mujeres que está sentada delante de mí:
—Vaya, vaya... Hoy juega el hombre al que deseo en mi cama.
—Y yo en la mía —salta otra.
Todas se ríen, y yo con disimulo también. Este tipo de comentarios entre mujeres de colegueo es de lo más normal. Todo es divertido y disfruto del momento, hasta que otra exclama:
—¡Oh, Dios! Eric cada día está mejor. ¿Habéis visto sus piernas? —De nuevo, todas ríen, y la rubia idiota, porque no tiene otro nombre, añade—: Aún tengo el recuerdo de la noche que pasé con él. Fue colosal.
La sangre se me espesa.
Toc... Toc... Los celos llaman a mi puerta.
Pensar que Eric ha compartido noche y sexo con ésa no me hace ninguna gracia y, sobre todo, me pregunto si el encuentro ha tenido lugar hace poco.
—Lora, pero si eso fue hace más de un año. ¿Cómo lo puedes recordar todavía?
¡Uf!, estoy por aplaudir cuando escucho eso.
Eric tuvo algo con ésa antes de conocerme a mí. Eso no se lo puedo reprochar. Yo también tuve mis cosas con otros hombres antes de estar con él.
—Gina, sólo te diré que Eric es un hombre que deja huella —responde la tal Lora, y todas sonríen, yo incluida.
Durante un rato oigo cómo las mujeres dejan al descubierto lo que piensan de todos y cada uno de los hombres que están en la pista calentando. Para todos tienen palabras estupendas, incluso para el marido de Gina. Cuando la tal Lora menciona a Andrés y después a Björn me percato de que le da igual uno que otro. Su manera de hablar de ellos me permite deducir lo que busca: sexo.
—Lora —ríe Gina—, si quieres repetir con Eric, sólo tienes que ganarte al chinito. Todas sabemos que ese monstruito es su debilidad.
La tal Lora arruga la nariz al mirar a Flyn. Se retira su melenaza rubia y estirándose murmura:
—Para lo que yo quiero a Eric, no necesito ganarme a nadie que no sea él.
Mi indignación está por todo lo alto. Están hablando de mi chico y yo estoy aquí, escuchando lo que dicen. De repente, aparece Frida con el pequeño Glen y se sienta a mi lado.
—¡Hola, chicas! —saluda.
Las cuatro mujeres miran hacia atrás y sonríen. Entre ellas se besuquean, hasta que Frida decide incluirme en el grupo.
—Chicas, os presento a Judith, la novia de Eric.
La cara de las mujeres, en especial de la rubia de la melenaza, es todo un poema.
¡Vaya sorpresa se ha llevado!
Frida ha dicho que soy su novia, algo que le he prohibido a Eric mencionar, pero que en este momento quiero que quede muy claro ante éstas. ¡Soy su novia, y él es mío!
Dispuesta a comenzar con buen pie con ellas, a pesar de los comentarios, decido hacerme la sorda y, encantada de la vida, las saludo. A partir de este instante, ninguna vuelve a mencionar a Eric.
El partido comienza, y yo decido centrarme en mi chico. Lo veo correr de un lado a otro de la cancha, y eso me emociona. Pero el baloncesto no es lo mío. Entiendo lo justo, y Frida me pone al día. Andrés juega de base y Eric, de alero, y rápidamente soy consciente
de que su posición es importante por la combinación de altura y velocidad. Aplaudo cada vez que encesta canastas de tres puntos e inicia algún contraataque. ¡Oh Dios, mi chico es tan sexy...!
Durante el descanso, observo con disimulo cómo la tal Lora lo mira. Busca su atención, pero en ningún momento la encuentra. Eric está concentrado en lo que habla con sus compañeros, y eso me gusta. Me enloquece ver cómo se entrega a algo que de pronto sé que le fascina.
Divertida, aplaudo como una posesa cuando el juego se reanuda y, junto a Frida, entro totalmente en el partido, de modo que cuando me quiero dar cuenta el encuentro finaliza y nuestros chicos ganan por doce puntos. ¡Olé y olé!
Feliz de la vida, observo desde mi posición cómo Flyn corre para abrazar a su tío, y éste sonríe, encantado, alzándolo entre sus brazos. Todo el mundo comienza a moverse de sus asientos.
—Ven... —dice Frida—, vamos.
Segura de lo que quiero hacer, llego hasta la pista junto al resto de las mujeres y observo que Eric se sienta, empapado en sudor y se pone una chaqueta de deporte. Su habitual gesto serio ha vuelto a su rostro, y eso me hace aletear el corazón. Definitivamente, ¡soy masoquista!
De pronto soy consciente de que Lora y la que está junto a ella cuchichean y miran a mi Iceman. E incapaz de no hacer nada, decido entrar en acción para dejarles las cosas claritas de una vez por todas. Camino hacia Eric y, sin cortarme un pelo, me siento sobre él y, ante su cara de sorpresa, acerco mi boca a la suya y lo beso. Lo beso con desesperación, con pasión y con gusto. Él, sorprendido en un principio, me deja hacer y finalmente, susurra con voz ronca a escasos centímetros de mi boca:
—Vaya..., pequeña, si lo sé te traigo antes a una cancha de baloncesto. —Excitada sonrío, y él pregunta—: ¿Esto significa el fin del castigo?
Asiento. Él cierra los ojos. Inspira por la nariz y me vuelve a besar.

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