7
Por la mañana, cuando me levanto,
lo primero que hago es llamar a mi padre. Estará intranquilo.
Le comunico que estoy bien y me
emociono al oír su voz de felicidad. Está pletórico de alegría por mí y por
Eric, y eso me hace sonreír. Me pregunta si me ha gustado la casa que Eric me
ha comprado. Me sorprende que mi padre lo sepa, pero me confiesa que ha estado
al tanto de todo. Eric se lo pidió y él, encantado, aceptó controlar las obras
y guardar el secreto.
Mi padre y Eric se llevan
demasiado bien. Esto me gusta, aunque me inquieta al mismo tiempo.
Una vez acabada la llamada, abro
la puerta y curioseo a través de ella. No veo nada; sólo oigo música. Me parece
que el que canta es Stevie Wonder. Me lavo los dientes, me peino un poco y me
pongo unos vaqueros. Al entrar en el amplio salón, ahora unido a la cocina, lo
veo sentado en el sofá leyendo un periódico. Eric sonríe al verme. ¡Qué
atractivo es! Está guapísimo con la camiseta gris y morada de los Lakers y los
pantalones vaqueros.
—Buenos días. ¿Quieres café?
—pregunta con buen humor.
Frunzo el ceño y respondo:
—Sí, con leche.
En silencio veo que se levanta,
va hasta la encimera de la cocina y llena una taza blanca y roja con café y
leche, mientras yo me fijo en sus manos, esas fuertes manos que tanto me gustan
cuando me tocan y consiguen que yo me vuelva loca de placer.
—¿Quieres tostadas, embutido,
tortilla, plum-cake, galletas?
—Nada.
—¡¿Nada?!
—Estoy a régimen.
Sorprendido, me mira. Desde que
nos conocemos nunca le he dicho que estuviera a régimen. Esa tortura no va
conmigo.
—Tú no necesitas ningún régimen
—afirma mientras deja el café con leche ante mí—. Come.
No contesto. Sólo lo miro, lo
miro y lo miro, y bebo café. Una vez que lo acabo, Eric, que no ha levantado su
vista de mí, dice:
—¿Has dormido bien?
—Sí —miento. No pienso revelar
que no he pegado ojo pensando en él—. ¿Y tú?
Eric curva la comisura de sus
labios y murmura:
—Sinceramente, no he podido pegar
ojo pensando en ti.
Asiento.
¡Qué rico lo que ha dichooooooo!
Pero esa miradita suya me pone
cardíaca. Me provoca. Por eso, para alejarme de la tentación, o soy capaz de
arrancarle la camiseta de los Lakers a mordiscos, me levanto de la silla y me
acerco a la ventana para mirar al exterior. Llueve. Dos segundos después, lo
noto detrás de mí, aunque sin tocarme.
—¿Qué te apetece hacer hoy?
¡Guaaaaaau!, lo que me apetece
hacer lo tengo claro: ¡sexo! Pero no, no pienso decirlo, así que me encojo
hombros.
—Lo que tú quieras.
—¡Mmm...! ¿Lo que yo quiera?
—susurra cerca de mi oreja.
¡Madre, madre, madre! A Iceman le
apetece lo mismo que a mí. ¡Sexo!
Escuchar su voz e imaginar lo que
está pensando me ponen la carne de gallina. Sin que pueda evitarlo, me vuelvo
para mirarlo, y él añade con ojos guasones:
—Si es lo que yo quiera, ya
puedes desnudarte, pequeña.
—Eric...
Divertido, sonríe y se aleja de
mí tras tentarme como un auténtico demonio.
—¿Quieres que vayamos a Zahara
para ver a Frida y Andrés? —pregunta cuando está lo suficientemente lejos.
Ésa me parece una excelente idea
y acepto encantada.
Media hora después, los dos vamos
en su coche en dirección a Zahara de los Atunes. Llueve. Hace frío. Pone música
y vuelve a sonar ¡Convénceme! ¿Por qué de nuevo esta canción? Cierro los
ojos y maldigo en silencio. Cuando los abro, miro por la ventanilla. Me
mantengo callada.
—¿No cantas?
Mentalmente sí que lo hago, pero
no lo pienso admitir.
—No me apetece.
Silencio entre los dos hasta que
Eric lo rompe de nuevo.
—¿Sabes?, una vez una preciosa
mujer a la que adoro me comentó que su madre le había dicho que cantar era lo
único que amansaba a las fieras y...
—¿Me estás llamando animal?
Sorprendido, da un respingo.
—No..., ni mucho menos.
—Pues canta tú si quieres; a mí
no me apetece.
Eric hace un gesto afirmativo y
se muerde el labio. Finalmente, asegura con resignación:
—De acuerdo, pequeña, me callaré.
La tensión en el ambiente es
palpable, y ninguno abre la boca durante lo que dura el trayecto. Cuando
llegamos a nuestro destino, Frida y Andrés me abrazan encantados; en especial,
Frida, que en cuanto puede me aparta de los hombres y cuchichea:
—Por fin, por fin... ¡Cuánto me
alegra ver que estáis de nuevo juntos!
—No cantes victoria tan pronto,
que lo tengo en cuarentena.
—¿Cuarentena?
Sonrío irónicamente.
—Lo tengo castigado sin sexo ni
cariñitos.
—¿Cómo?
Tras mirar a Eric y contemplar su
semblante ceñudo, musito:
—Él me castiga cuando hago algo
mal, y a partir de ahora he decidido que voy a
hacer lo mismo. Por lo tanto, lo
he castigado sin sexo.
—Pero ¿sólo contigo o con todas
las mujeres?
Esto me alerta.
No lo he concretado, pero estoy
segura de que él me ha entendido que es con todas. ¡TODAS! Frida, al ver mi
gesto, se ríe.
—Oye, y cuando él te ha
castigado, ¿con qué lo hizo?
Pienso en sus castigos y me pongo
roja como un tomate. Frida sigue riendo.
—No hace falta que me los
cuentes. Ya sé por dónde vas.
Su cara de picaruela me hace
sonreír.
—Vale..., te lo cuento porque
contigo no me da vergüenza hablar de sexo. La primera vez que me castigó, me
llevó a un club de intercambio de parejas y, tras calentarme y hacerme abrir de
piernas para unos hombres, me obligó a regresar al hotel sin que nadie, ni
siquiera él, me tocara. La siguiente vez me entregó a una mujer y...
—¡Oh, Diossssssssssss!, me
encantan los castigos de Eric, pero creo que el tuyo es excesivamente cruel.
Viendo la expresión de Frida, al
final yo sonrío de nuevo.
—Eso para que sepa con quién se
las está jugando. Voy a ser su mayor pesadilla y se va a arrepentir de haberme
hecho enfadar.
A la hora de la comida ha parado
de llover y decidimos ir a uno de los restaurantes de Zahara. Como siempre,
todo está buenísimo, y como no he desayunado tengo un hambre atroz. Me pongo
morada a langostinos, a cazón en adobo y a chopitos. Eric me mira con sorpresa.
—¿No estabas a régimen?
—Sí —respondo, divertida—, pero
hago dos. Con uno me quedo con hambre.
Mi comentario lo hace reír e
inconscientemente se acerca a mí y me besa. Acepto su beso. ¡Oh, Dios!, lo
necesitaba. Pero cuando se retira añado todo lo seria que puedo:
—Controle sus instintos, señor
Zimmerman, y cumpla su castigo.
Su gesto se vuelve serio y
asiente con acritud. Frida me mira y, ante su sonrisa, gesticulo.
El resto del día lo pasamos bien.
Estar con Frida para mí es muy divertido y siento que Eric busca mis
atenciones. Necesita que lo bese y lo toque tanto o más que yo, pero me
reprimo. Aún estoy enfadada con él.
Por la noche, regresamos a la
casa. Cuando llega la hora de dormir, hago de tripas corazón y, después de
darle un tentador beso en los labios, me voy a mi habitación; pero antes de que
pueda llegar, Eric me coge de la mano,
—¿Hasta cuándo va a durar esto?
Quiero decir que se acabó.
Quiero decir que ya no puedo más.
Pero mi orgullo me impide
claudicar. Le guiño un ojo, me suelto de su mano y me meto en el dormitorio sin
contestar.
Una vez dentro, mis instintos más
básicos me gritan que abra la puerta y termine con la tontería del castigo que
yo solita he impuesto, pero mi pundonor no me deja. Como la noche anterior, le
oigo acercarse a la puerta. Sé que quiere entrar, pero al final vuelve a
marcharse.
Por la mañana, la madre de Eric
llama por teléfono y le pide que regrese urgentemente a Alemania. La mujer que
se encarga de cuidar a su sobrino en su ausencia ha decidido abandonar el
trabajo sin previo aviso e irse a vivir con su familia a Viena. Eric se
encuentra en una encrucijada: su
sobrino o yo.
¿Qué debe hacer?
Durante horas observo cómo
intenta solucionar el problema por teléfono. Habla con la mujer que cuidaba
hasta ahora a su sobrino y discute. No entiende que no lo haya avisado con
tiempo para buscar una sustituta. Después, habla con su hermana Marta y se
desespera. Habla con su madre y vuelve a discutir. Le oigo hablar con el
pequeño Flyn y siento su impotencia al dialogar con él. Por la tarde, al verlo
agotado, tremendamente agobiado y sin saber qué hacer, se impone mi sentido
común y accedo a acompañarlo a Alemania. Tiene que resolver un problema. Cuando
se lo digo, cierra los ojos, pone su frente sobre la mía y me abraza.
Hablo con mi padre y quedo en
regresar el día 31 para cenar con ellos. Mi padre se muestra conforme, pero me
deja claro que, si al final, por lo que sea, decido quedarme este año en
Alemania, lo entenderá. Esa tarde cogemos su jet privado en Jerez, y
éste nos lleva hasta el aeropuerto Franz Josef Strauss Internacional de Múnich.
8
En Alemania ha caído una gran
nevada y hace un frío de mil demonios. Al llegar nos espera un coche oscuro.
Eric saluda al chófer y, tras presentármelo y saber que se llama Norbert, nos
montamos en el vehículo.
Observo las calles nevadas y
vacías mientras Eric habla por teléfono con su madre y promete ir a su casa
mañana. Nadie juega con la nieve ni pasea de la mano. Cuando el coche, media
hora después, se para ante una gran verja de color acero intuyo que ya hemos
llegado. La verja se abre y veo junto a ella una pequeña casita. Eric me indica
que ésa es la vivienda del matrimonio que trabaja en su casa. El coche continúa
a través de un bonito y helado jardín. Pestañeo alucinada al contemplar el
precioso y enorme caserón que aparece ante mí. Cuando el coche se para, Eric me
ayuda a bajar y, al ver cómo miro a mi alrededor, dice:
—Bienvenida a casa.
Su voz, su gesto y cómo me mira
hacen que se me ponga toda la carne de gallina. Me agarra de la mano con
decisión y tira de mí. Lo sigo y, cuando una mujer de unos cincuenta años nos
abre la puerta rápidamente, Eric la saluda y me la presenta:
—Judith, ella es Simona. Se ocupa
de la casa junto con su marido.
La mujer sonríe, y yo hago lo
mismo. Entramos en el enorme vestíbulo cuando llega hasta nosotros el hombre
que nos ha recogido en el aeropuerto.
—Norbert es su marido —señala
Eric.
Ni corta ni perezosa, les planto
dos besazos en la cara que los dejan trastocados y digo en mi perfecto alemán:
—Estoy encantada de conoceros.
El matrimonio, alucinado por mi
efusividad, intercambia una mirada.
—Lo mismo decimos, señorita.
Eric sonríe.
—Simona, Norbert, márchense a
descansar. Es tarde.
—Subiremos antes el equipaje a su
habitación, señor —indica Norbert.
Una vez que se marchan con
nuestro equipaje, Eric me dedica una mirada burlona y cuchichea:
—En Alemania no somos tan
besucones y los ha sorprendido.
—¡Vaya!, lo siento.
Con una candorosa sonrisa, clava
sus bonitos ojos en mí y murmura mientras me toca el óvalo de la cara con
delicadeza:
—No pasa nada, Jud. Estoy seguro
de que tu manera de ser les va a gustar tanto como a mí.
Muevo la cabeza a modo de
aprobación y doy un paso atrás para alejarme de él, o no respondo de mis actos.
Miro a mi alrededor en busca de
una salida, y al ver la escalera doble por la que el matrimonio ha subido,
susurro mientras él me coge de la mano:
—Impresionante.
—¿Te gusta? —pregunta, inquieto.
—¡Dios, Eric...! ¿Cómo no me va a
gustar? Pero..., pero si esto es alucinante. Enorme. Precioso.
—Ven, te enseñaré la casa —dice
sin soltarme de la mano—. Estamos solos, a excepción de Simona y Norbert, pero
ya se van. Flyn está en la casa de mi madre. Mañana lo recogeremos.
Me gusta el tacto de su mano, y
sentir su felicidad rompe poco a poco la coraza de frialdad que hay en mi
corazón. Entramos en un maravilloso salón donde una gran y señorial chimenea
encendida invita a calentarse frente a un sillón color chocolate. Me fijo en
todo. Muebles oscuros y sobriedad. Es una casa de hombres. Ni una foto. Ni un
detalle femenino. Nada.
Cogida de su mano, me enseña
todas las estancias de la primera planta: dos preciosos baños, una increíble
cocina de diseño, un lavadero. Camino a su lado sorprendida por todo lo que
veo. Recorremos un pasillo, abre una puerta y salimos a un enorme e impoluto
garaje.
¡Dios! ¡El sueño de mi padre!
Hay aparcados un Mitsubishi
todoterreno azul oscuro, un Maybach Exelero gris claro, un Audi A6 negro y una
moto BMW 1.100 gris oscura. Lo miro todo atónita, y cuando creo que ya no puedo
asombrarme más, al regresar por el pasillo, abre otra puerta y ante mí aparece
una espectacular y rectangular piscina que me deja totalmente boquiabierta.
Piscina interior. ¡Qué lujazo!
Eric sonríe. Parece divertido al
ver mis gestos de sorpresa. Intento retenerlos, pero no lo consigo. ¡Soy así de
exagerada!
Una vez que salimos de la
estancia azulada donde está la piscina, seguimos por el pasillo y entramos en
un despacho. Su despacho. Todo es de roble oscuro y hay una enorme librería con
una escalerita móvil de esas que siempre veo en las películas. ¡Qué chulada!
Sobre la mesa descansa un
portátil de veinte pulgadas y en una mesa auxiliar una impresora y varios
aparatos informáticos más. A la derecha de la mesa, hay una chimenea encendida
y, a la izquierda, una vitrina de cristal que contiene varias pistolas.
—Son tuyas, ¿verdad? —pregunto
después de acercarme a la vitrina.
—Sí.
Observo las pistolas con repelús.
—Nunca me han gustado las armas.
—Y antes de que diga nada, continúo—: ¿Sabes utilizarlas?
Como siempre, me mira..., me mira
y, al final, dice:
—Un poco. Practico tiro olímpico.
Sin dejarme preguntar más me
vuelve a tomar de la mano y salimos del despacho. Entramos en una segunda
estancia, donde hay multitud de juguetes y un escritorio. Me indica que es la
habitación de juegos y estudios de Flyn. Todo está pulcramente ordenado. No hay
nada fuera de lugar, y eso me sorprende. Si mi sobrina o yo misma dispusiéramos
de una habitación de juegos sería el caos personificado.
No expreso nada de lo que pienso,
y salimos de la habitación para entrar en otra.
Ésta se encuentra parcialmente
vacía, a excepción de una cinta para correr y cajas, muchas cajas.
—Esta estancia es para ti. Para
tus cosas —dice de pronto.
—¿Para mí?
Eric asiente y prosigue:
—Aquí podrás tener tu propio
espacio personal, algo que sé que quieres y te gusta. —Voy a decir algo cuando
añade—: Como has visto, Flyn tiene su espacio y yo tengo el mío. Es justo que
tú también tengas el tuyo para lo que quieras.
Ante lo que dice, no sé qué
responder. Estoy tan bloqueada que prefiero callarme a soltar algo de lo que sé
que luego me arrepentiré. Eric se acerca más a mí, me da un beso en la frente y
murmura:
—Ven. Continuaré enseñándote la
casa.
Ensimismada por toda la amplitud
y el lujo que hay aquí, subo por la impresionante escalera doble del vestíbulo.
Eric me indica que en esa planta hay siete habitaciones, cada una con baño
incluido.
La habitación de Eric es
impresionante. ¡Enorme! Es en tonos azules y en el centro tiene una cama
gigante, lo que hace que mi corazón se dispare tanto como mi tensión. El baño
es otra maravilla: jacuzzi, ducha de hidromasaje. Todo lujo.
Al regresar a la habitación me
fijo en la lámpara que hay en una de las mesillas y sonrío. Es la lamparita que
compramos en El Rastro, con mis labios marcados. No pega en este dormitorio ¡ni
con cola! Demasiado informal. Sin mirarlo, sé que Eric me está observando y eso
me altera. Con disimulo miro hacia otro lado de la habitación y veo mi
equipaje. Eso me pone más cardíaca, pero, como puedo, disimulo.
Salimos de la habitación de Eric
y entramos en la de Flyn. Aviones y coches perfectamente colocados. ¿Tan
ordenado es este niño? Esto me vuelve a sorprender. La estancia es bonita pero
impersonal. No parece que un crío viva aquí.
Una vez que salimos me enseña las
cinco habitaciones restantes. Son grandes y bonitas pero sin vida. Se nota que
nadie las usa. Vistas las habitaciones, me coge de nuevo de la mano y tira de
mí escaleras abajo. Entramos en la increíble cocina en color acero y madera con
una isla central. Abre una nevera americana, saca una coca-cola fresquita para
mí y una cerveza para él.
—Espero que la casa te guste.
—Es preciosa, Eric.
Sonríe y da un trago a su
cerveza.
—Es tan grande que... ¡Uf! —digo,
mirando alrededor y tocándome la frente—. Vaya pedazo de casa que tienes. Si la
ve mi padre alucina en colores. Pero..., pero si mi casa es más pequeña que uno
de los cuartos de baño de esta planta. —Eric sonríe, y pregunto—: ¿Cómo no me
lo habías dicho nunca?
Se encoge de hombros, echando un
vistazo a lo que nos rodea.
—No sé. Nunca me has preguntado
por mi casa.
Sonrío. Parezco tonta, pero soy
incapaz de dejar de sonreír. Eric me gusta. La casa me gusta. Estar con él aquí
me gusta. Todo..., absolutamente todo lo que tenga que ver con él ¡me gusta! Y
antes de que me pueda retirar, siento sus manos en mi cintura y me sube a la
encimera. Se mete entre mis piernas y pregunta en tono dulzón cerca de mi boca:
—¿Me has levantado el castigo ya?
Esa pregunta y su rápida cercanía
me pillan tan de sorpresa que vuelvo a no saber qué decir. Por un lado, tengo
que ser la tía dura que sé que soy y hacerle pagar los malos
días que me ha hecho pasar, pero
por otro lo necesito tanto que soy capaz de perdonarle absolutamente todo para
el resto de su vida y gritarle que me folle aquí mismo.
Durante lo que parece una
eternidad nos miramos.
Nos calentamos.
Nos besamos con la mirada.
Y como es normal en mí comienzo a
desvariar. ¿Lo perdono? ¿No lo perdono?
Pero harto de la espera posa su
tentadora boca sobre la mía. Siento sus labios arder encima de los míos cuando
dice:
—Bésame...
No me muevo.
No lo beso.
Estoy tan paralizada por el deseo
que apenas si puedo respirar.
—Bésame, pequeña —insiste.
Al ver que no hago nada, posa sus
manos en mi cabeza y hace eso que me vuelve loca: me repasa con su lengua el
labio superior y después el inferior, terminando el momento con un mordisquito
delicioso. Su respiración se acelera. La mía parece una locomotora, y entonces
me besa. No espera más. Me posee con su boca de tal manera que ya estoy
dispuesta a absolutamente todo lo que él me pida.
Mientras me besa, siento cómo una
de sus manos baja de mi cabeza a mi cuello y luego llega a mi espalda. Sus
dedos se hunden en mi carne y me arrastra hacia él hasta sentir sobre mi vagina
su dulce, tentadora y exquisita erección.
¡Oh, Dios! Menos mal que llevo
vaqueros; si no fuera así, Eric ya me habría arrancado las bragas, o mejor
dicho, ya me las habría arrancado yo misma. Inconscientemente, cierro los ojos
y echo para atrás la cabeza. Él, al ver mi disfrute y el cambio de mi
respiración, primero me muerde la barbilla y, bajando su húmeda lengua por mi
garganta, murmura:
—Vamos a la habitación, cariño.
Necesito desnudarte y poseerte como llevo días deseando hacer. Quiero abrir tus
piernas para mí y, tras saborearte, hundirme en ti una y otra vez hasta que tus
gemidos calmen el ansia viva que siento por ti.
Escuchar eso me marea. «¡Ansia
viva!»
Instantáneamente, me siento
borracha de él y, como siempre, quiero más. Pero no, no debo. Lucho con
determinación contra mi deseo y mi excitación, y con las fuerzas que aún tengo
a mi favor me echo para atrás, me separo de él y dejo escapar, a sabiendas de
lo que pasará:
—No..., no estás perdonado.
—Jud..., te deseo.
—No..., no debes.
—Jud..., cariño —protesta.
—Dime cuál es mi habitación y...
Sin terminar la frase, oigo su
frustración cuando se separa de mí. Su gesto está tan tenso como la entrepierna
de su pantalón. Cierra los ojos y se apoya en la encimera. Sus nudillos están
blancos, y sin mirarme, finalmente sisea:
—De acuerdo, continuemos con tu
juego. Sígueme.
Esta vez, sin darme la mano,
comienza a andar hacia la escalera y lo sigo. Miro su ancha espalda, sus
fuertes piernas y su trasero. Eric es tentador. Pura tentación y, ¡uf!, soy
consciente de a lo que acabo de decir que no.
Al llegar a la primera planta
camina con decisión hacia su habitación, abre la puerta,
coge mi equipaje y sale de nuevo
al pasillo.
—¿En qué habitación quieres
dormir?
—En... una que esté libre
—consigo responder.
Eric, con furia y decisión,
camina hacia el fondo del pasillo y abre una puerta, la más alejada de su
habitación. Ambos entramos, deja mi equipaje junto a la cama y, tras decirme
sin mirarme ni besarme «buenas noches», cierra la puerta y se marcha.
Durante unos segundos me quedo
como una imbécil contemplando la puerta mientras mi pecho sube y baja por la
excitación del momento. ¿Qué he hecho? Acaso me estoy volviendo majareta
perdida. Pero incapaz de hacer o decir nada más, me desnudo, me pongo un pijama
y me acuesto en la bonita cama. No quiero pensar, así que conecto mi iPod y
canturreo: «Convénceme de ser feliz, convénceme».
Al final, apago la luz. Será
mejor que me duerma.
Pero mi subconsciente me
traiciona.
Sueño y en mi sueño húmedo y
morboso Eric me besa mientras abre mis piernas y da acceso a que otro me
penetre. Alzo mis caderas en busca de más profundidad, y el hombre, al que no
veo el rostro, acelera sus acometidas dentro y fuera de mí, hasta que no puede
más y se deja ir. Jadeo y suplico más. El desconocido me libera, y Eric, mi
Iceman, morboso, sexy y cautivador, toma su lugar.
Me toca los muslos... ¡Oh, sí!
Me abre las piernas... ¡Sí!
Clava su impactante mirada en mí
para que yo también lo mire, y dice en un morboso tono de voz: «Pídeme lo que
quieras». Y antes de que pueda contestar, mi amor, mi hombre, mi Iceman, de una
sola, certera y ardiente acometida, me penetra y me hace gritar de placer.
¡Eric!
Él y sólo él me da lo que
verdaderamente necesito.
Él y sólo él sabe lo que me
gusta.
Una..., dos..., tres..., veinte
veces se hunde en mí dispuesto a volverme loca. Grito, jadeo, le araño la
espalda, mientras el hombre al que amo me penetra hasta llevarme al más dulce,
maravilloso y devastador de los orgasmos.
Me despierto sobresaltada. Estoy
sola en la cama, sudando, y soy consciente de mi sueño. No sé hasta cuándo voy
a poder seguir infligiendo este terrible castigo de abstinencia sexual, pero lo
que sí sé es que necesito a Eric y me muero por estar entre sus brazos.
porque no se puede leer el capitulo 5 y 6
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