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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre Cap.11 y 12


11
Mientras los hombres se duchan tras el partido, me voy junto con Frida y las chicas a una salita a esperarlos. Aquí me divierto escuchando sus comentarios. Lora no ha vuelto a decir nada que me pueda molestar. Eso sí, me mira con gesto extraño. Está claro que saber que soy la novia de Eric le ha cortado todo el rollo. Media hora después comienzan a salir del vestuario hombretones relucientes y aseaditos.
El primero en acercarse a mí con curiosidad y sonriendo es un chico tan rubio que parece albino.
—¡Hola! ¿Tú eres Judith? ¿La española?
Estoy por decir «¡Olé!», pero finalmente decido no hacerlo.
—Sí, soy Judith.
—¡Olé..., toro..., paella! —dice uno de ellos, y yo me río.
Otros dos chicos, en este caso morenos, se acercan a nosotros y comienzan a interesarse por mí. Aquí soy la novedad, ¡la española! Eso me hace gracia y entablo conversación con ellos. De pronto veo a Eric salir del vestuario y mirarme. Lo incomoda verme rodeada de todos ésos, y yo sonrío. Estos tontos celitos por su parte me gustan y más cuando veo que se para con Frida, Andrés y el bebé, y espera que sea yo la que vaya a él. Sus ojos y los míos se cruzan, y entonces hace algo que me hace reír. Me indica con un movimiento de cabeza que me mueva.
Hago caso omiso a su orden. No quiero comenzar a seguirle como un perrillo. No, definitivamente no voy a volver a ser tan pavisosa con él como lo fui meses atrás. Al final, se acerca y, cogiéndome de manera posesiva por la cintura ante sus compañeros, me da un beso en los labios e indica:
—Chicos, ésta es mi novia, Judith. Por lo tanto, ¡cuidadito!
Sus amigos se ríen y yo hago lo mismo justo en el momento en que Björn se acerca a nosotros y, cogiéndome una mano, me la besa y me saluda. Inexplicablemente me pongo nerviosa, pero mis nervios se relajan cuando soy consciente de que Björn no hace ni dice nada fuera de lugar. Al revés, es totalmente correcto. Una vez que me saluda, Eric me besa en la sien y entre ellos planean que vayamos todos juntos a cenar algo a Jokers, el restaurante de los padres de Björn.
Miro mi reloj. Las siete y veinte de la tarde.
¡Vaya, qué horror!, voy a cenar en horario guiri.
Pero dispuesta a ello dejo que Eric me agarre estrechamente por la cintura mientras observo que con la otra mano coge a Flyn. Nos montamos en el coche, y el pequeño, emocionado por el partido, no para de hablar con su tío. En ningún momento me incluye en la conversación, pero aun así yo me integro. Al final, no le queda más remedio que
contestar a algunas preguntas que yo hago, y eso me hace sonreír.
Cuando llegamos a Jokers, aparcamos el Mitsubishi, y detrás de nosotros lo hacen Frida y Andrés, y tras ellos, Björn. Hace un frío de mil demonios y entramos raudos en el local. Un alemán algo desgarbado sale a saludarnos y Björn me indica que es su padre. Se llama Klaus y es un tipo muy simpático. En el mismo momento en que sabe que soy española, las palabras «paella», «olé» y «torero» salen de su boca, y yo sonrío. ¡Qué gracioso!
Tras servirnos unas cervezas, llega el resto del grupo, e instantes después una joven del restaurante nos abre un saloncito aparte y todos entramos. Nos sentamos y dejo que Eric pida por mí. Tengo que ponerme al día en lo que se refiere a la comida alemana.
Entre risas, comienza la cena e intento comprender todo lo que dicen, pero escuchar a tantas personas a la vez conservando en alemán me aturulla. ¡Qué bruscos son hablando! Mientras estoy concentrada en entender a la perfección lo que cuentan, Eric se acerca a mi oído.
—Desde que sé que me has levantado el castigo, no veo el momento de llegar a casa, pequeña. —Sonrío y me pregunta—: ¿Tú deseas lo mismo?
Le digo que sí, y Eric vuelve a preguntar en mi oído mientras noto cómo su dedo hace circulitos en mi muslo por debajo de la mesa:
—¿Me deseas?
Con gesto pícaro, levanto una ceja, centrándome en él.
—Sí, mucho.
Eric sonríe. Está feliz con lo que escucha.
—En una escala del uno al diez, ¿cuánto me deseas? —me plantea, sorprendiéndome.
Convencida de que mi libido está por las nubes, respondo:
—El diez se queda corto. Digamos, ¿cincuenta?
Mi contestación le vuelve a agradar. Coge una patata frita de su plato, le da un mordisco y después me la introduce en la boca. Yo, divertida, la mastico. Durante unos minutos, seguimos comiendo, hasta que escucho a Eric decir:
—Vamos, Flyn, come o me comeré yo tu plato. Estoy hambriento. Terriblemente hambriento.
El pequeño asiente, y de pronto, Björn suelta una carcajada.
—Eric, cuando le he contado a la nueva cocinera de mi padre que Judith es española me ha exigido que se la presentes.
Ambos sonríen, y sin tiempo que perder, Eric se levanta, choca con complicidad la mano con Björn, coge la mía y señala:
—Hagamos lo que pide la cocinera, o no podremos regresar a este local.
Asombrada, me levanto ante la mirada de todos, y cuando Flyn se va a levantar para acompañarnos, Björn, atrayendo la atención del pequeño, dice:
—Si te vas, me como yo todas las patatas.
El crío defiende su posesión mientras nosotros nos alejamos del grupo. Salimos del salón, caminamos por un amplio pasillo y, de pronto, Eric se para ante una puerta, mete una llave en la cerradura, me hace entrar y, tras cerrar la puerta, murmura, desabrochándose la chaqueta:
—No puedo aguantarlo más, cariño. Tengo hambre, y no es de la comida que me espera sobre la mesa.
Lo miro boquiabierta.
—Pero ¿no íbamos a saludar a la cocinera?
Eric se acerca a mí con una devoradora mirada.
—Desnúdate, cariño. Escala cincuenta de deseo, ¿lo recuerdas?
Con el asombro aún en el rostro, voy a responder cuando Eric me coge con ímpetu por la cintura y me sienta sobre la mesa del despacho. Pero ¿no me ha dicho que me desnude?
Con su lengua repasa primero mi labio superior, después el inferior y, cuando finaliza el morboso contacto con un mordisquito, soy yo la que se lanza sobre su boca y se la devora.
Calor.
Excitación.
Locura momentánea.
Durante varios minutos, nos besamos con auténtico frenesí mientras nos tocamos. Eric es tan caliente, tan activo en esa faceta, que siento que me voy a derretir, pero cuando con premura sube mi vestido y pone sus enormes manos en la cinturilla de mis medias digo:
Stop. —Mi orden lo hace parar, y antes de que siga, añado—: No quiero que me rompas ni las medias ni las bragas. Son nuevas y me costaron un pastón. Yo me las quitaré.
Sonríe, sonríe, sonríe... ¡Oh, Dios! Cuando sonríe mi corazón salta embravecido.
¡Que me rompa lo que quiera!
Eric da un paso hacia atrás. Soy consciente de que su deseo se intensifica por mí. Sin demora, pongo un pie en su pecho. Me desabrocha la bota sin apartar sus ojos de los míos y me la quita. Repito la misma acción con la otra pierna, y él con la otra bota.
¡Guau, qué morboso es mi Iceman!
Cuando las dos botas están en el suelo, me bajo de la mesa, da un paso hacia atrás, y yo me quito las medias. Las dejo sobre la mesa.
La respiración de Eric es tan irregular como la mía y, cuando se arrodilla ante mí, sin necesidad de que me pida lo que quiere, lo hago. Me acerco a él, acerca su cara a mis braguitas, cierra los ojos y murmura:
—No sabes cuánto te he echado de menos.
Yo también lo he echado de menos y, deseosa de sexo, poso mis manos en su pelo y se lo revuelvo, mientras él sin moverse restriega su mejilla por mi monte de Venus, hasta que con un dedo me baja las bragas, pasea su boca por mi tatuaje y le escucho murmurar:
—Pídeme lo que quieras, pequeña..., lo que quieras.
Sin dejar de repetir esta frase tan típica de él y que yo tatué en mí, me baja las bragas, me las quita, las deja sobre la mesa y, levantándose, me coge entre sus brazos, me sienta sobre la mesa, abre mis piernas, se baja el pantalón negro del chándal y, cuando clavo mis ojos en su erecto y tentador pene, susurra mientras me tumba:
—Me vuelve loco leer esa frase en tu cuerpo, pequeña. Me tiraría horas saboreándote, pero no hay tiempo para preámbulos, y por ello te voy a follar ahora mismo.
Y sin más, me acerca su enorme erección a la entrada de mi húmeda vagina y, de una sola y certera estocada, me penetra.
Sí..., sí..., sí...
¡Oh, sí!
Se oye el runrún de la gente tras la puerta cerrada, y Eric me posee. Lo miro. Me deleito.
—No más secretos entre tú y yo —musito.
Eric asiente. Me penetra.
—Quiero sinceridad en nuestra relación —insisto, jadeante.
—Por supuesto, pequeña. Prometido ahora y siempre.
La música llega hasta nosotros, pero yo sólo puedo disfrutar de lo que siento en este instante. Estoy siendo saciada una y otra vez con vigor por el hombre que más deseo en el mundo, y me encanta. Sus fuertes manos me tienen cogida por la cintura, me manejan, y yo, dichosa del momento, me dejo manejar.
Eric me oprime una y otra vez contra él mientras aprieta los dientes y oigo cómo el aire escapa a través de éstos. Mi cuerpo se abre para recibirlo y jadeo, dispuesta a abrirme más y más para él. De pronto, me levanta entre sus brazos y me apoya contra la pared.
¡Oh, Dios, sí!
Sus penetraciones se hacen cada vez más intensas. Más posesivas. Uno..., dos..., tres.... , siete..., ocho..., nueve... embestidas, y yo gimo de placer.
Sus manos, que me sujetan, me aprietan el culo. Me inmovilizan contra la pared y sólo puedo recibir gustosa una y otra vez su maravilloso y demoledor ataque. Éste es Eric. Ésta es nuestra manera de amarnos. Ésta es nuestra pasión.
Calor. Tengo un calor horrible cuando siento que un clímax asolador está a punto de hacerme gritar. Eric me mira y sonríe. Contengo mi grito, acerco mi boca a su oído y susurro como puedo:
—Ahora..., cariño..., dame más fuerte ahora.
Eric intensifica sus acometidas, sabedor de cómo hacerlo. Se hunde hasta el fondo en mí mientras yo disfruto y exploto de exaltación. Eric me da lo que le pido. Es mi dueño. Mi amor. Mi sirviente. Él lo es todo para mí, y cuando el calor entre los dos parece que nos va a carbonizar, oigo salir de nuestras gargantas un hueco grito de liberación que acallamos con un beso.
Instantes después, se arquea sobre mí y yo le aprieto contra mi cuerpo, decidida a que no salga de él en toda la noche.
Cuando los estremecimientos del maravilloso orgasmo comienzan a desaparecer, nos miramos a los ojos y él murmura, aún con su pene en mi interior:
—No puedo vivir sin ti. ¿Qué me has hecho?
Eso me hace sonreír y, tras darle un candoroso beso en los labios, respondo:
—Te he hecho lo mismo que tú a mí. ¡Enamorarte!
Durante unos segundos, mi Iceman particular me mira con esa mirada tan suya, tan alemana y castigadora que me vuelve loca. Me encantaría estar en su mente y saber qué pasa por ella mientras me mira así. Al final, me da un beso en los labios y me suelta a regañadientes.
—Te follaría en cada rincón de este lugar, pero creo que debemos regresar con el resto del grupo.
Me muestro conforme animadamente. Veo las medias y las bragas sobre la mesa, y de prisa me las pongo, aunque antes Eric abre un cajón y saca servilletas de papel para limpiarnos.
—Vaya..., vaya, señor Zimmerman —apunto con gesto pícaro—, por lo que veo no es la primera vez que usted viene aquí a satisfacer sus necesidades.
Eric sonríe, y tras limpiarse y tirar el papel a una papelera, contesta en tanto se ajusta su pantalón negro:
—No se equivoca, señorita Flores. Este local es del padre de Björn y hemos visitado este cuartucho muchas veces para divertirnos y compartir ciertas compañías femeninas.
Su comentario me resulta gracioso, pero esos celos españoles tan característicos en mi personalidad me hacen dar un paso adelante. Eric me mira.
—Espero que a partir de ahora siempre cuentes conmigo —señalo, achinando los ojos.
Eric sonríe.
—No lo dudes, pequeña. Ya sabes que tú eres el centro de mi deseo.
Fuego...
Hablar tan claramente sobre sexo con Eric me enloquece. Él, consciente de ello, se acerca a mí y me coge por la cintura.
—Pronto abriré tus piernas para que otro te folle delante de mí, mientras yo beso tus labios y me bebo tus gemidos de placer. Sólo de pensarlo ya vuelvo a estar duro.
Roja..., debo de estar más roja que un tomate en rama. Sólo imaginar lo que acaba de decir me aviva y enloquece.
—¿Deseas que ocurra lo que he dicho?
Sin ningún atisbo de vergüenza, muevo la cabeza afirmativamente. Si mi padre me viera me desheredaría. Eric, divertido, sonríe y me besa con cariño.
—Lo haremos, te lo prometo. Pero ahora termina de vestirte, preciosa. Hay una mesa llena de gente esperándonos a pocos metros de aquí y, si tardamos más, comenzarán a sospechar.
Atizada por lo ocurrido y, por sus últimas proposiciones, termino de ponerme las medias. Después, Eric me ayuda a abrocharme las botas.
—¿Vuelvo a estar decente? —pregunto una vez vestida, mirándole.
Eric me mira de arriba abajo y, antes de abrir la puerta, susurra:
—Sí, cariño, aunque cuando lleguemos a casa te quiero totalmente indecente. —Su comentario me hace reír y, tras resoplar, indica—: Salgamos ya de esta habitación, o no voy a ser capaz de contenerme para no romperte esta vez tus preciadas medias y bragas nuevas.
Por la noche, cuando llegamos a casa y Eric acuesta a Flyn, cerramos la puerta de nuestra habitación y nos entregamos a lo que más nos gusta: sexo salvaje, morboso y caliente.
12
El sábado 29 de diciembre Eric me pide dedicarle el día entero a su sobrino. Sus ojos al decírmelo me indican lo inquieto que está por ello, pero yo asiento convencida de que es lo mejor para todos, en especial para Flyn. Eso sí, éste no desperdicia la oportunidad siempre que puede de hacerme ver que yo estoy de más. No se lo tomo en cuenta. Es un niño. Jugamos gran parte del día a la Wii y la Play, lo único que al crío parece motivarlo, y le demuestro que las chicas sabemos hacer más cosas de las que él cree.
Me divierte observar cómo me mira cuando gano a Eric jugando a Moto GP o a él mismo jugando una partida de Mario Bros. El niño no da crédito a lo que ve. ¡Una chica ganándoles! Pero me dejo ganar por él al Mortal Kombat para darle un poco de cuartelillo y que no me odie más. Flyn es un crío duro de pelar, digno sobrino de mi Iceman.
Durante todo el día, Eric y yo nos dedicamos totalmente a él y, por la noche, tengo la cabeza como un bombo de tanta musiquita de videojuegos. Pero a la hora de la cena, sorprendida, me percato de que Flyn me pregunta si quiero ensalada y me rellena mi vaso de coca-cola sin que yo se lo pida cuando se me acaba. Esto es un comienzo, y Eric y yo sonreímos.
Cuando por fin conseguimos agotar al niño y acostarlo, en la intimidad de nuestra habitación, Eric vuelve a ser mío. Sólo mío. Disfruto de él, de su boca, de su manera de hacerme el amor, y sé que él disfruta de mí y conmigo.
Mientras me penetra, no dejamos de mirarnos a los ojos y nos decimos cosas calientes y morbosas. Su juego es mi juego, y juntos disfrutamos como locos.
El domingo, cuando me despierto, como siempre estoy sola en la cama. Eric y su poco dormir. Miro el reloj. Las diez y ocho minutos. Estoy agotada. Tras la noche movidita con Eric sólo deseo dormir y dormir, pero soy consciente de que en Alemania son muy madrugadores y debo levantarme.
De pronto, la puerta se abre, y el objeto de mis más pecaminosos y oscuros deseos aparece por ella con una bandeja de desayuno. Está guapísimo con ese jersey granate y los vaqueros.
—Buenos días, morenita.
Este apelativo tan de mi padre me hace sonreír. Eric se sienta en la cama y me da un beso de buenos días.
—¿Cómo está mi novia hoy? —pregunta con cariño.
Encantada de la vida y del amor que le profeso, me retiro el pelo de la cara y respondo:
—Agotada, pero feliz.
Mi contestación le gusta, pero antes de que diga nada, me fijo en la bandeja y veo
algo que me deja atónita.
—¿Churros? ¿Esto son churros?
Él asiente con una grata sonrisa mientras cojo uno, lo mojo en azúcar y le doy un mordisco.
—¡Mmm, qué rico! —Y al mirar mis dedos, susurro—: Con su grasita y todooooo.
La carcajada de Eric retumba en la habitación.
¡Oh, Dios!, comer un churro en Alemania es como poco ¡alucinante!
—Pero ¿dónde has comprado esto? —inquiero, aún sorprendida.
Con una megagigante sonrisa, Eric coge otro churro y le da un mordisco.
—Le comenté a Simona que los churros eran algo muy típico en España y que te gustaban mucho para desayunar. Y ella, no sé cómo, te los ha hecho.
—¡Vaya, qué pasada! —exclamo, encantada—. Cuando le cuente a mi padre que he desayunado café con churros en Alemania se va a quedar a cuadros.
Eric sonríe y yo también mientras comenzamos a comer churros. Cuando me voy a limpiar con la servilleta, al cogerla, el anillo que le devolví a Eric en la oficina aparece ante mí.
—Vuelves a ser mi novia y quiero que lo lleves.
Lo miro. Me mira. Sonrío. Sonríe, y mi loco amor coge el anillo y me lo pone en el dedo. Después, me da un beso en la mano y murmura con voz ronca:
—Vuelves a ser toda mía.
Mi cuerpo se calienta. Lo adoro. Lo beso en los labios y, cuando me separo de él, cuchicheo:
—Por cierto, novio mío —sonríe—, ¿puedo preguntarte algo de Flyn?
—Por supuesto.
Tras tragar el rico churro, clavo mi mirada en él y pregunto:
—¿Por qué no me habías dicho que tu sobrino Flyn es chino?
Eric suelta una carcajada.
—No es chino. Es alemán. No lo llames chino, o lo enfadarás mucho. No sé por qué odia esa palabra. Mi hermana Hannah se fue a vivir a Corea durante dos años. Allí conoció a Lee Wan. Cuando se quedó embarazada, Hannah decidió regresar a Alemania para tener a Flyn aquí. Por lo tanto, ¡es alemán!
—¿Y el padre de Flyn?
Eric tuerce el gesto.
—Era un hombre casado y nunca quiso saber nada de él. —Hago una señal de asentimiento, y sin yo esperarlo, él continúa—: Tuvo un padre en Alemania durante dos años. Mi hermana salió con un tipo llamado Leo. El crío lo adoraba, pero cuando ocurrió lo de mi hermana, ese imbécil no quiso volver a saber nada de él. Me dejó claro lo que siempre había pensado: estaba con mi hermana por su dinero.
Decido no preguntar más. No debo. Sigo comiendo, y Eric me besa en la frente. Durante unos segundos nos miramos y sé que ha llegado el momento de hablar sobre lo que me ronda por la cabeza. Antes, tomo un sorbo de café.
—Eric, mañana es Nochevieja, y yo...
No me deja continuar.
—Sé lo que vas a decir —asegura, poniendo un dedo en mi boca—. Quieres regresar a España para pasar la Nochevieja con tu familia, ¿verdad?
—Sí. —Eric asiente, y yo prosigo—: Creo que debería irme hoy. Mañana es Nochevieja y..., bueno, tú me entiendes.
Suspira, mostrándose conforme. Su resignación me toca el corazón.
—Quiero que sepas que, aunque me encantaría que te quedaras aquí conmigo, lo entiendo. Pero esta vez no te voy a poder acompañar. He de quedarme con Flyn. Mi madre y mi hermana tienen planes, y yo quiero pasar la noche con él en casa. Lo comprendes tú también, ¿verdad?
Recordar eso me rompe el corazón. ¿Cómo se van a quedar solos? Pero antes de que yo pueda decir nada, mi alemán añade:
—Mi familia se desmoronó el día en que Hannah murió. Y no puedo reprocharles nada. El que desapareció la primera Nochevieja fui yo. En fin..., no quiero hablar de esto, Jud. Tú vete a España y disfruta. Flyn y yo estaremos bien aquí.
El dolor que veo en su mirada me hace tocarle la mejilla. Deseo hablar con él de eso, pero mi Iceman no quiere que me compadezca de él.
—Llamaré al aeropuerto para que tengan preparado el jet.
—No..., no hace falta. Iré en un vuelo normal. No es necesario que...
—Insisto, Jud. Eres mi novia y...
—Por favor, Eric no lo hagas más difícil —le corto—. Creo que es mejor que me vaya en un vuelo regular. Por favor.
—De acuerdo —dice tras un silencio más que significativo—. Me encargaré de ello.
—Gracias —murmuro.
Resignado, parpadea y pregunta:
—¿Regresarás después de la Nochevieja?
Mi cabeza comienza a dar vueltas. Pero ¿cómo me puede preguntar eso? ¿Acaso no se ha dado cuenta todavía de que le quiero con locura? Deseo gritar que por supuesto volveré cuando él me toma las manos.
—Quiero que sepas —añade— que, si regresas a mi lado, haré todo lo que esté en mi mano para que no añores nada de lo que tienes en España. Sé que tu sentimiento hacia tu familia es muy fuerte, y que separarte de ellos es lo que peor llevas, pero conmigo estarás cuidada, protegida y, sobre todo, serás muy amada. Deseo que seas feliz conmigo en Múnich, y si para eso todos tenemos que aprender cosas españolas, las aprenderemos y conseguiremos que te sientas en tu casa. En cuanto a Flyn, dale tiempo. Estoy seguro de que antes de lo que esperas ese pequeño te adorará tanto o más que yo. Ya te dije que era un niño algo particular y...
—Eric —le interrumpo, emocionada—, te quiero.
El tono de mi voz, lo que acabo de decir y su mirada hacen que el vello de todo mi cuerpo se erice, y más cuando le oigo decir:
—Te quiero tanto, pequeña, que el sentirme alejado de ti me vuelve loco.
Nuestras miradas son sinceras y nuestras palabras, más. Nos queremos. Nos amamos locamente, y cuando se está acercando a mi boca para besarme, la puerta se abre de par en par y aparece el pequeño Flyn.
—¡Tíooooooooooo!, ¿por qué tardas tanto?
Rápidamente los dos nos recomponemos y, al ver que Eric no dice nada, ante la mirada del niño, cojo de la bandeja algo y le pregunto en español:
—¿Quieres un churro, Flyn?
El pequeño pone mal gesto. La palabra «churro» no la conoce y a mí no me soporta. Y como no está dispuesto a que le quite un segundo más del tiempo de su amado tío, contesta:
—Tío, te espero abajo para jugar.
Y antes de que ninguno pueda decir nada más, cierra la puerta y se va.
Cuando nos quedamos Eric y yo solos en la habitación, lo miro risueña.
—No tengo la menor duda de que Flyn se alegrará mucho de mi marcha.
Eric no dice nada. Calla, me da un beso en los labios, y después se levanta y se va. Durante un rato miro la puerta sin entender cómo Sonia y Marta, la madre y la hermana de Eric, los pueden dejar solos en una fecha así. Eso me apena.
A las seis y media de la tarde, Eric, Flyn y yo estamos en el aeropuerto. No tengo que facturar mi equipaje. Sólo llevo una mochila con mis pocas pertenencias. Estoy nerviosa. Muy nerviosa. Despedirme de ellos, en especial de Eric, me parte el corazón, pero tengo que estar con mi familia.
A pesar de la frialdad que veo en sus ojos, Eric intenta bromear. Es su mecanismo de defensa. Frialdad para no sufrir. Cuando el momento de la despedida finalmente llega, me agacho y beso en la mejilla a Flyn.
—Jovencito, ha sido un placer conocerte, y cuando regrese, quiero la revancha de Mortal Kombat.
El crío asiente y, por unos segundos, veo algo de calor en su mirada, pero mueve la cabeza y, cuando me vuelve a mirar, ese calor ya no existe.
Animado por Eric, Flyn se aparta de nosotros unos metros y se sienta a esperar.
—Eric, yo...
Pero no puedo continuar. Eric me besa con auténtica devoción y cuando se separa un poco clava sus impactantes ojos azules en mí.
—Pásalo bien, pequeña. Saluda a tu familia de mi parte y no olvides que puedes volver cuando quieras. Estaré esperando tu llamada para regresar al aeropuerto a buscarte. Cuando sea y a la hora que sea.
Emocionada, asiento. Tengo unas ganas terribles de llorar, pero me contengo. No debo hacerlo, o pareceré una tonta blandengue, y nunca me ha gustado eso. Por esa razón, sonrío, vuelvo a dar otro beso a mi amor y, tras guiñarle el ojo a Flyn, camino hacia los arcos de seguridad. Una vez que los paso y que recojo mi bolso y mi mochila, me vuelvo para decir adiós, y mi corazón se rompe al ver que Eric y el pequeño ya no están. Se han ido.
Camino por el aeropuerto con seguridad, busco en los paneles mi puerta de embarque y, tras saber cuál es, me dirijo hacia ella. Queda más de una hora para que la puerta se abra y decido dar un paseo por las tiendas para entretenerme. Pero mi cabeza no está donde tiene que estar y sólo puedo pensar en Eric. En mi amor. En el dolor que he visto en sus ojos al separarme de él, y eso me parte segundo a segundo más el alma.
Cansada y agotada por la tristeza que tengo, me siento y observo a la gente que pasea por mi lado. Gente alegre y triste. Gente con familia y gente sola. Así estoy durante un buen rato, hasta que de pronto mi móvil suena. Es mi padre.
—Hola, morenita. ¿Dónde estás, mi vida?
—En el aeropuerto. Esperando a que abran la puerta de embarque.
—¿A qué hora llegas a Madrid?
Miro el billete.
—En teoría, a las once tomamos tierra, y a las once y media cojo el último vuelo que va a Jerez.
—¡Perfecto! Estaré esperándote en el aeropuerto de Jerez.
Durante un rato, charlamos de cosas banales.
—¿Estás bien, mi niña? —pregunta de pronto—. Te noto algo alicaída.
Como soy incapaz de ocultar mis sentimientos al hombre que me dio la vida y me adora, respondo:
—Papá, es todo tan complicado que..., que... me agobio.
—¿Complicado?
—Sí, papá..., mucho.
—¿Has vuelto a discutir con Eric? —indaga mi padre sin entenderme bien.
—No, papá, no. Nada de eso.
—Entonces, ¿cuál es el problema, cariño?
Antes de decir algo, me convenzo de que necesito hablar con él de lo que me pasa.
—Papá, yo quiero estar con vosotros en Nochevieja. Deseo verte a ti, a Luz y a la loca de Raquel, pero..., pero...
La cariñosa risa de mi progenitor me hace sonreír aun sin ganas.
—Pero estás enamorada de Eric y también quieres estar con él, ¿verdad, cariño?
—Sí, papá, y me siento fatal por ello —susurro mientras observo que dos azafatas se ponen en la puerta de embarque por la que tengo que entrar en el avión.
—¿Sabes, morenita? Cuando yo conocí a tu madre, ella vivía en Barcelona y, como bien sabes, yo en Jerez, y te aseguro que lo que te pasa a ti, yo lo he sentido anteriormente, y el consejo que te puedo dar es que te dejes llevar por el corazón.
—Pero, papá, yo...
—Escúchame y calla, mi vida. Tanto Luz como tu hermana o yo sabemos que nos quieres. Te vamos a tener y a querer el resto de nuestras vidas, pero tu camino ha de comenzar como antes comenzó el mío y después el de tu hermana cuando se casó. Sé egoísta, miarma. Piensa en lo que tú quieres y en lo que deseas. Y si en este momento tu corazón te pide que te quedes en Alemania con Eric, ¡hazlo! ¡Disfrútalo! Porque si lo haces yo estaré más feliz que si te tengo aquí a mi lado triste y ojerosa.
—Papa..., qué romanticón eres —sollozo, conmovida por sus palabras.
—¡Ea, ea!, morenita.
—¡Aisss, papá! —lloro con emoción—. Eres el mejor..., el mejor.
Su bondad vuelve a llenarme el alma cuando lo oigo decir:
—Eres mi niña y te conozco mejor que nadie en el mundo, y yo sólo quiero que seas feliz. Y si tu felicidad está con ese alemán que te saca de tus casillas, ¡bendito sea Dios! Sé feliz y disfruta de la vida. Yo sé que me quieres, y tú sabes que yo te quiero. ¿Dónde está el problema? Da igual que estés en Alemania o a mi lado para saber que nos tendremos el uno al otro el resto de nuestras vidas. Porque tú eres mi morenita, y eso, ni la distancia, ni Eric, ni nada, lo va a cambiar. —Emocionada por sus palabras, lloro, y él sigue—: Vamos..., vamos..., no me llores, que entonces me pongo nervioso y me sube la tensión. Y tú no quieres eso, ¿verdad?
Su pregunta me hace soltar una risotada cargada de lágrimas. Mi padre es grande. ¡Muy grande!
—Vamos a ver, mi niña, ¿por qué no te quedas en Alemania y pasas la Nochevieja alegre y feliz? Éste es el comienzo de la vida que habías planeado hace poco y creo que empezarla en Navidades será siempre un bonito recuerdo para vosotros, ¿no crees?
—Papá..., ¿de verdad que no te importa?
—Por supuesto que no, mi vida. Por lo tanto, sonríe y ve en busca de Eric. Dale un saludo de mi parte y, por favor, sé feliz para que yo lo pueda ser también, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, papá. —Y antes de colgar, añado—: Mañana por la noche os llamaré. Te quiero, papá. Te quiero mucho.
—Yo también te quiero, morenita.
Conmovida, emocionada y con mil sensaciones en mi interior, cierro el móvil y me limpio las lágrimas. Durante varios minutos permanezco sentada mientras mi cabeza piensa en qué debo hacer. ¿Papá o Eric? ¿Eric o papá? Al final, cuando la gente de mi vuelo comienza a embarcar, agarro la mochila y tengo muy claro dónde tengo que ir. En busca de mi amor.

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