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Pídeme lo que quieras, ahora y siempre Cap.13 y 14


13
Cuando el taxi me lleva hasta la puerta de la enorme mansión donde vive Eric, lo pago con la Visa y me bajo. Como era de esperar, vuelve a nevar y mis botas se hunden en la nieve, pero no importa; estoy feliz, además de congelada. Cuando el taxi se marcha me quedo sola ante la imponente verja y un ruido cercano me alerta. Miro hacia los cubos de basura que hay a mi izquierda y me sobresalto. Unos ojazos brillantes y saltones me observan, y grito.
—¡Joder, qué susto!
Mi chillido hace que el pobre perro huya despavorido. Creo que se ha asustado más que yo. Una vez que me quedo sola de nuevo, busco el timbre para que me abran, pero entonces veo que se enciende una luz en la casita de Simona y Norbert. Las cortinas de una ventana se mueven y de pronto se abre una puerta junto a la verja.
—¿Señorita Judith? ¡Por todos los santos, se va a usted a congelar!
Me vuelvo y veo a Norbert, el marido de Simona que, abrigado con un oscuro abrigo hasta los pies, corre hacia mí.
—Pero ¿qué hace aquí con este frío? ¿No se había marchado a España?
—He cambiado de planes en el último momento —respondo tiritando a la par que sonriendo.
El hombre asiente, me devuelve la sonrisa y me apremia mientras caminamos hacia la portezuela lateral.
—Pase, por favor. He oído que un coche paraba en la puerta, y por eso me he asomado. Entre. La llevaré de inmediato a la casa.
Juntos atravesamos el enorme jardín lo más rápidamente que podemos. Los dientes me castañetean, y el hombre se ofrece a darme su abrigo. Me niego. Eso no lo voy a consentir. Cuando llegamos a la casa, nos dirigimos hacia la puerta de la cocina. Norbert saca una llave, abre y me invita a pasar.
—Le prepararé algo calentito. ¡Lo necesita!
—No..., no, por favor —digo, cogiéndole las frías manos—. Regrese a su casa. Es tarde y debe descansar.
—Pero, señorita, yo...
—Norbert, tranquilo. Yo lo haré. Ahora, por favor, regrese a su casa.
El hombre acepta a regañadientes y me indica que el señor a esa hora suele estar en su despacho y Flyn dormido. Le agradezco la información y por fin se va.
Me quedo sola en la enorme y oscura cocina, y respiro con agitación. La casa está silenciosa, y eso me pone la carne de gallina, pero ¡he regresado! Tiemblo. Tengo frío, aunque pensar en Eric y su cercanía me hace empezar a tener calor. Estoy nerviosa, ansiosa
por ver su cara cuando me vea.
Incapaz de aguardar un segundo más, me encamino hacia el despacho, y al acercarme, oigo música. Como una niña, acerco mi oreja a la puerta y sonrío al escuchar la maravillosa voz de Norah Jones interpretar la romántica canción Don’t know why.
Desconocía que a Eric le gustara esa cantante, pero me embruja saberlo.
Abro la puerta en silencio y sonrío al ver a mi chico duro sentado junto a la enorme chimenea con un vaso en la mano mientras mira el fuego. La música, el calor y la emoción de verlo me envuelven, y camino hacia él. De pronto, él vuelve la cabeza y me ve.
Se levanta. Mi respiración se agita mientras su rostro lo dice todo. ¡Está sorprendido!
Deja el vaso sobre una mesita. Su gesto de asombro me hace sonreír y suelto la mochila que aún llevo en mis congeladas manos.
—Papá te manda un saludo y espera que pasemos una feliz Nochevieja. —Eric parpadea; yo tirito y prosigo—: Y como me dijiste que podía regresar cuando quisiera, ¡aquí estoy! Y...
Pero no puedo decir más. Mi gigante alemán camina hacia mí, me abraza con verdadero amor y susurra antes de besarme:
—No sabes lo mucho que he deseado que ocurriera esto.
Me besa, y cuando separa sus labios de los míos, sonríe, sonríe, sonríe..., hasta que de repente su expresión se contrae.
—¡Por el amor de Dios, Jud! ¡Estás congelada, cariño! Acércate al fuego.
Cogida de su mano, hago lo que me pide mientras esos ojos me observan con una calidez extrema.
—¿Por qué no me has llamado? —pregunta, aún conmocionado por la sorpresa—. Hubiera ido a recogerte.
—Quería sorprenderte.
Con semblante preocupado, me retira el pelo húmedo de la cara.
—Pero estás congelada, cariño.
—No importa..., no importa...
Me besa de nuevo. Está nervioso. La sorpresa ha sido increíble y está totalmente descolocado.
—¿Has cenado?
Niego con la cabeza, y me ayuda a deshacerme de mi frío y congelado abrigo.
—Quítate esa ropa. Estás empapada y enfermarás.
—Espera. Tranquilo —le digo riendo, dichosa—. En mi mochila tengo ropa que...
—Lo de tu mochila estará todo mojado y frío —insiste, y rápidamente se quita la sudadera gris de Nike que lleva.
¡Diosss..., qué tableta de chocolate!
Es impresionante. Cada día me recuerda más al guapísimo Paul Walker.
—Toma, ponte esto mientras voy a por ropa seca a la habitación.
Sale escopetado del despacho; mientras, yo no puedo parar de reír como una auténtica tonta y un calor maravilloso recorre mi cuerpo. El efecto Eric Zimmerman ha regresado a mí.
Estoy tonta.
Idiota.
Enamoradita perdida.
Y antes de que pueda moverme, ya ha regresado con ropa en sus manos y una
sudadera azul puesta.
Al ver que todavía no me he quitado la ropa húmeda, me desnuda mientras suena la sensual canción Turn me on de Norah Jones ¡Dios, me encanta esa canción!
Eric no me quita ojo. Mimosa, le tiento con mi mirada y mi cuerpo. Le deseo. Desnuda ante él, mete por mi cabeza su enorme sudadera gris.
—Baila conmigo —le pido cuando ya tengo la prenda puesta.
Sin tacones y sin bragas, me agarro al hombre que adoro y le hago bailar conmigo. Acaramelados y sintiéndome totalmente protegida por él, bailamos esa bonita y romántica canción de amor sobre la mullida alfombra frente a la chimenea.
Like a flower waiting to bloom
Like a lightbulb in a dark room
I’m just sitting here waiting for you
To come on home and turn me on
Disfruto de él entre sus brazos. Sé que disfruta de mí entre mis brazos. Mientras, nuestros pies se mueven lentamente sobre la alfombra y nuestras respiraciones se funden hasta convertirse en una sola. Bailamos en silencio. No podemos hablar. Sólo necesitamos abrazarnos y seguir bailando.
Una vez que termina la canción, nos miramos a los ojos, y Eric, agachándose, me da un dulce beso en los labios.
—Acaba de vestirte, Jud —dice con la voz cargada de sensualidad.
Divertida por las mil emociones que él me hace ver y sentir, sonrío, y más aún cuando veo que me ha traído unos calzoncillos.
—¡Vaya..., me encantan! Y encima, de Armani. ¡Sexy!
Eric sonríe, y tras darme una cachetada cariñosa en el trasero, me entrega unos mullidos calcetines blancos.
—Vístete y no me provoques más, ¡provocadora! Vamos, siéntate ante la chimenea. Iré a la cocina y traeré algo de comida para ti.
—No hace falta, Eric..., de verdad.
—¡Oh, sí!, cariño —insiste—. Sí hace falta. Siéntate y espera a que regrese.
Encantada por su felicidad y la mía, hago lo que me pide. Me da un beso y se marcha. Cuando me quedo sola en el despacho, miro a mi alrededor mientras la música de la fantástica Norah Jones me envuelve. Cojo mi húmeda mochila, saco un peine, me siento en la alfombra y comienzo a desenredar mi empapado pelo. Estoy peleándome con él cuando Eric entra con una bandeja. Al verme, la deja sobre la mesa de su despacho y se acerca a mí.
—Dame el peine. Yo te lo desenredaré.
Como una niña chica, asiento y dejo que me peine. Sentir sus manos desenredándome el pelo con mimo me enloquece. Me pone la carne de gallina. Es tan tierno en ocasiones que me resulta imposible creer que yo pueda discutir con él. Una vez que acaba, me da un beso en la coronilla.
—Solucionado lo de tu precioso pelo. Ahora toca comer.
Se levanta, coge la bandeja de la mesa y la deja sobre la alfombra. Acto seguido, se sienta a mi lado y me besa con cariño en el cuello.
—Estás preciosa, pequeña.
Su gesto, sus palabras, su mirada, todo en él denota la felicidad que siente por tenerme aquí. El olorcito rico del caldito llega hasta mi nariz y, contenta, cojo la taza. Eric no me quita ojo mientras tomo un sorbo y dejo la taza en la bandeja.
—Te he sorprendido, ¿verdad?
—Mucho —confiesa, y me retira un mechón de la cara—. Nunca dejas de sorprenderme.
Eso me hace reír.
—Cuando iba a coger el avión, he recibido una llamada de mi padre. He hablado con él y me ha dicho que si lo que me hacía dichosa era estar contigo que me quedara y no desaprovechara la oportunidad de ser feliz. Para él es más importante saber que estoy aquí, contigo, satisfecha, que tenerme a su lado y saber que te echo de menos.
Eric sonríe, coge el sándwich de jamón york que me ha hecho y lo pone en mi boca para que yo dé un mordisco.
—Tu padre es una excelente persona, pequeña. Tienes mucha suerte de que él sea así.
—Papá es la persona más buena que he conocido en mi vida —contesto después de tragar el rico trozo—. Incluso me ha dicho que comenzar mi nueva vida contigo en Navidades es algo bonito que no debo desaprovechar. Y tiene razón. Éste es nuestro comienzo y quiero disfrutarlo contigo.
Eric me ofrece de nuevo el sándwich y yo le doy otro mordisco. Cuando entiende el significado de lo que acabo de decir, añado, cerrándole la boca:
—Definitivamente, me quedo contigo en Alemania. Ya no te libras de mí.
La noticia le pilla tan de sorpresa que no sabe ni qué hacer, hasta que suelta el sándwich en la bandeja, coge mi cara con sus manos y dice cerca de mi boca:
—Eres lo mejor, lo más bonito y maravilloso que me ha pasado en la vida.
—¿En serio?
Eric sonríe, me da un beso en los labios y afirma:
—Sí, señorita Flores. —Y al ver las intenciones de mi mirada, puntualiza con voz ronca—: Hasta que no te acabes el caldo, el sándwich y el postre, no pienso satisfacer tus deseos.
—¿Todo el sándwich?
Mi alemán asiente y murmura en un tono de voz bajo, que me pone la carne de gallina:
—Todo.
—¿Y el plátano también?
—Por supuesto.
Su respuesta me hace sonreír.
Cojo el caldo y me lo bebo en tanto lo miro por encima de la taza. Lo tiento con mis ojos y veo la excitación en su mirada.
¡Dios, Dios! ¡Eric, cómo me excitas!
Una vez que acabo, sin hablar, dejo la taza y me como el sándwich. Bebo agua, y cuando cojo el plátano, se lo enseño, sonrío y lo dejo sobre la bandeja.
—De postre... te prefiero a ti.
Eric sonríe.
Me besa y yo le empujo hasta tumbarlo en la alfombra. Estamos frente a la chimenea encendida.
Solos...
Excitados...
Y con ganas de jugar.
Me siento a horcajadas sobre él. Su pene está duro ante mi contacto e insinuaciones y dispuesto a darme lo que quiero y necesito. Sus manos pasean por mis piernas, lenta y pausadamente, y se paran en mis muslos.
—Todavía no me creo que estés aquí, pequeña.
—Tócame y créelo —lo invito, mirándolo a los ojos.
La excitación sube segundo a segundo y decido quitarle la sudadera.
Desnudo de cintura para arriba, a mi merced y con una sonrisa triunfal en mi boca, poso mis manos en su estómago y lentamente las subo hacia su pecho. En el camino, me agacho y su boca va a mi encuentro. Nos besamos. Sus manos cogen las mías.
—Eric..., me pones como una moto.
Él sonríe. Yo sonrío.
—¿Quieres que te muestre cómo me pones tú a mí? —me pregunta hambriento y jadeante.
—Sí.
Eric asiente, agarra los calzoncillos que llevo puestos y, sin preámbulos, me los quita. Después, hace lo propio con la sudadera y me quedo totalmente desnuda sobre él. Sus manos van directas a mis pechos y susurra atrayéndome hacia él:
—Dámelos.
Excitada, me agacho. Le ofrezco mi cuerpo, mis pechos. Él los besa con delicadeza, y luego se mete primero un pezón en la boca y, tras endurecerlo, se dedica a hacer lo mismo con el otro, mientras sus manos me aprietan contra él para que no me retire. Durante unos minutos disfruto de sus afrodisíacas caricias. Son colosales, calientes y morbosas, hasta que con sus fuertes manos me hace moverme, se desliza por debajo de mí y quedo sentada sobre su boca.
Mi estómago se encoge al sentir el calor de su aliento en el centro de mi deseo. ¡Oh, sí! Me agarra con sus fuertes manos por la cintura y sólo puedo escuchar mientras me deshago:
—Voy a saborearte. Relájate y disfruta.
Sentada sobre su boca, Eric cumple lo que promete y me hace disfrutar. Su ávida lengua, deseosa de mí, busca mi centro del placer como un exquisito manjar y me arranca gemidos incontrolados mientras yo cierro los ojos y me carbonizo segundo a segundo. Una y otra vez, con sus toques de lengua en mi ya inflamado clítoris, me lleva hasta el borde del clímax, pero no deja que culmine. Eso me vuelve loca y quiero protestar.
Imágenes morbosas pasean por mi mente mientras el hombre que me enloquece toma de mí todo lo que quiere, y yo se lo doy deseosa de más. Estar solos, en su despacho, ante la chimenea y desnudos es delicioso y placentero. Pero inexplicablemente una vocecita en mi cabeza susurra muy bajito que si fuéramos tres todo sería más morboso.
Alucinada, abro los ojos. ¿Qué hago pensando yo así? Eric ha conseguido meterme totalmente en su juego y ahora soy yo la que fantaseo con ello.
Suelto un gemido de placer mientras me siento perversa. Muy perversa. Y dejándome llevar por mis fantasías, digo:
—Quiero jugar, Eric..., jugar contigo a todo lo que quieras.
Sé que me escucha. Su azotito en mi trasero me lo confirma. Su boca se pasea por mis labios vaginales, sus dientes me mordisquean arrancándome oleadas de placer y, por
fin, deja que culmine y llegue al clímax.
Cuando mi cuerpo se recupera de ese maravilloso ataque, Eric me vuelve a colocar sobre su pecho y, con una sonrisa triunfal, me pide con voz ronca, cargada de erotismo:
—Fóllame, Jud.
Noto mis mejillas arreboladas por el deseo que mi alemán me provoca. No es la chimenea la que me acalora, es Eric. Mi Eric. Mi alemán. Mi mandón. Mi cabezón. Mi Iceman.
Dispuesta a que él disfrute tanto como yo, me acomodo y agarro su pene. Su suavidad es exquisita. Lo miro con ojos de «relájate y disfruta» y, sin esperar ni un segundo más, lo introduzco en mi vagina.
Estoy húmeda, empapada, y siento cómo la punta de su maravilloso juguete llega hasta casi mi útero sin él moverse.
¡Dios, qué placer!
Muevo las caderas de izquierda a derecha en busca de más espacio, y luego me aprieto sobre él. Eric cierra los ojos y jadea. Este movimiento cimbreante le gusta. ¡Bien! Lo vuelvo a repetir mientras apoyo las manos en su pecho y le exijo:
—Mírame.
Mi voz. El tono exigente que utilizo en ese instante es lo que hace que Eric abra los ojos rápidamente y me mire. Mando yo. Él me ha pedido que tome la iniciativa y me siento poderosa. De pronto, varío el movimiento de mis caderas y, al dar un seco empujón hacia adelante, Eric jadea en alto y, gustoso, se contrae.
Pone sus manos en mis caderas. La fiera interna de mi Eric está despertando. Pero yo se las agarro y, entrelazando mis manos con las suyas, susurro:
—No..., tú no te muevas. Déjame a mí.
Está ansioso. Excitado. Caliente.
Su mirada me habla sola y sé lo que desea. Lo que piensa. Lo que ansía. De nuevo, muevo mis caderas con fuerza. Me clavo más en él, y Eric vuelve a jadear. Yo también.
—¡Dios, pequeña...!, me vuelves loco.
Una y otra vez repito los movimientos.
Lo llevo hasta lo más alto, pero no lo dejo culminar. Quiero que sienta lo que me ha hecho sentir minutos antes a mí, y su mirada se endurece. Yo sonrío. ¡Aisss..., cómo me pone esa cara de mala leche! Sus manos intentan sujetarme y las detengo otra vez mientras mis movimientos rápidos y circulares continúan llevándolo hasta donde yo quiero. Al éxtasis. Pero su placer es mi placer, y cuando veo que ambos vamos a morir de combustión, acelero mis acometidas hasta que un orgasmo maravilloso me toma por completo, y mi Iceman, enloquecido, se contrae y se deja llevar.
Gustosa tras lo hecho, me dejo caer sobre él y me abraza. Me encanta sentirle cerca. Nuestras respiraciones desacompasadas poco a poco se relajan.
—Te adoro, morenita —dice en mi oído.
Sus palabras, tan cargadas de amor, me enloquecen, y sólo puedo sonreír como una tonta mientras sus brazos se cierran sobre mi cintura y me aprietan.
Su calor y mi calor se funden al unísono, y levantando la cabeza, lo beso.
Permanecemos durante unos minutos tirados en la alfombra, hasta que Eric, al ver mi carne de gallina, me invita a levantarme. Ambos lo hacemos. Coge una manta oscura que hay sobre el sillón y me la echa por encima. Después, desnudo, se sienta y, sin soltarme, me hace que me siente sobre él y me retira el desordenado pelo de la cara.
—¿Qué pasaba por tu cabecita cuando has dicho que querías jugar a todo lo que yo
quisiera?
¡Guau! Esto me pilla por sorpresa. No me lo esperaba.
—Vamos, Jud —me anima al ver cómo lo miro—. Tú siempre has sido sincera.
Increíble. ¿Cómo sabe que escondo algo? Al final, dispuesta a decir lo que pensaba, respondo:
—Bueno..., yo..., la verdad es que no sé. —Eric sonríe sobre mi cuello y claudico—: Venga, va..., te lo cuento. Me encanta hacer el amor contigo; es maravilloso y excitante. Lo mejor. Pero mientras pensaba esto se me ha ocurrido que de haber sido tres sobre la alfombra todo habría sido aún más morboso. —Y rápidamente, añado—: Pero, cariño..., no pienses cosas raras, ¿vale? Adoro el sexo contigo. ¡Me encanta! Y no sé por qué extraña razón ese pensamiento ha cruzado mi mente. Como me has dicho que fuera sincera y..., y..., te lo he dicho. Pero de verdad..., de verdad que yo disfruto mucho estando sólo contigo y...
Una carcajada suya corta mi parrafada y responde, abrazándome por encima de la manta:
—Me enloquece saber que deseas jugar, cariño. El sexo entre nosotros es fantástico, y el juego, un suplemento en nuestra relación.
Encantada con su contestación, murmuro:
—¡Qué bien lo has definido! Un suplemento.
Eric me vuelve a besar en el cuello y, levantándose conmigo en brazos, dice con voz llena de felicidad:
—De momento, preciosa, te quiero en exclusividad para mí. Los suplementos ya los incluiremos otro día.
Me río, se ríe, y abandonamos el despacho dispuestos a tener una larga noche de pasión.
14
Cuando me despierto por la mañana me cuesta reconocer dónde estoy, pero el olor de Eric inunda mis fosas nasales y, cuando abro totalmente los ojos, está tumbado a mi lado.
—Buenos días, preciosa.
Encantada con su presencia en la cama a esas horas, sonrío.
—Buenos días, precioso.
Eric se acerca para besarme en la boca, pero le paro. Su cara es un poema, hasta que digo:
—Déjame que me lave los dientes, al menos. Al despertar me doy asco a mí misma.
Sin esperar respuesta, abandono la cama, entro en el baño, me lavo los dientes en cero coma un segundo y, sin preocuparme de mi pelo, salgo del baño, salto de nuevo a la cama y lo abrazo.
—Ahora sí. Ahora bésame.
No se hace de rogar. Me besa mientras sus manos se enredan en mi cuerpo, y yo, encantada, me enredo en el suyo. Varios besos después, murmuro:
—Oye, cariño, he estado pensando...
—¡Hum, qué peligro cuando piensas! —se mofa Eric.
Divertida, le pellizco en el culo y, al ver que me sonríe, prosigo:
—He pensado que como ahora yo estoy aquí no hace falta que contrates a nadie para que acompañe a Flyn cuando tú no estás. ¿Qué te parece la idea?
Eric me mira, me mira, me mira..., y contesta:
—¿Estás segura, pequeña?
—Sí, grandullón. Estoy segura.
Durante un buen rato, charlamos abrazados en la cama, hasta que de pronto se abre la puerta.
¡Adiós intimidad!
Flyn aparece con el gesto fruncido. No se sorprende al verme e imagino que Eric ya le ha dicho que estaba aquí. Sin mirarme se acerca a la cama.
—Tío, tu móvil suena.
Eric me suelta, coge el móvil y, levantándose de la cama, se acerca a la ventana para hablar. Flyn sigue sin mirarme, pero yo estoy dispuesta a ganármelo.
—¡Hola, Flyn!, qué guapo estás hoy.
El crío me mira, ¡oh, sí!, pasea sus achinados ojos por mi cara y suelta:
—Tú tienes pelos de loca.
Y sin más, se da la vuelta y se marcha.
¡Olé el chino! ¡Uisss, no...!, coreano-alemán.
Convencida de que el pequeño va a ser duro de roer, me levanto, voy al baño y me miro en el espejo. Realmente, ¡tengo pelos de loca! Mi pelo se mojó anoche y no es ni ondulado ni liso; es un refrito.
Eric entra en el baño, me abraza por detrás y, mientras lo observo a través del espejo, apoya su barbilla en mi coronilla.
—Pequeña..., debes vestirte. Nos esperan.
—¿Nos esperan? —pregunto, asombrada—. ¿Quién nos espera?
Pero Eric no responde y me da un nuevo beso en la coronilla antes de marcharse.
—Te espero en el salón. Date prisa.
Cuando me quedo sola en el baño, me miro en el espejo. ¡Eric y sus secretitos! Al final, decido darme una ducha. Al entrar de nuevo en el dormitorio, sonrío al ver que Eric ha dejado sobre la cama mis pantalones vaqueros secos y mi camisa. ¡Qué mono! Una vez vestida, recojo mi melena en una coleta alta y, cuando llego al salón, Eric se levanta y me entrega un abrigo azulón que no es mío, pero sí de mi talla.
—Tu abrigo continúa húmedo. Ponte éste. Vamos....
Voy a preguntar adónde vamos cuando aparece Flyn con su abrigo, gorro y guantes puestos. Sin abrir la boca y cogida de la mano de Eric, llego hasta el garaje. Nos montamos en el Mitsubishi los tres y nos ponemos en camino. Al pasar junto a los cubos de basura de la calle, miro con curiosidad y veo tumbado en un lateral, sobre la nieve, un perro. Me da penita. ¡Pobrecito, qué frío debe de tener!
Suena la radio, pero para mi disgusto ¡no conozco esas canciones ni esos grupos alemanes!
Media hora después, tras aparcar el coche en un parking privado, entramos en un ascensor. Se abren las puertas en el quinto piso y un hombre alto, de aspecto impoluto, grita, abriendo los brazos:
—¡Eric! ¡Flyn!
El pequeño se tira a sus brazos, y Eric le da la mano, sonriendo. Segundos después, los tres me miran.
—Orson, ella es Judith, mi novia —me presenta Eric.
El tal Orson es un tiarrón rubio y descolorido. Vamos, alemán, alemán, de esos que en verano se ponen del color de la sandía. Dejando a Flyn en el suelo, se acerca a mí.
—Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo —respondo con educación.
El hombre me observa y sonríe.
—¿Española? —pregunta, dirigiéndose a Eric. Mi amor asiente, y el otro dice—: ¡Oh, España! ¡Olé, toro, castañetas!
Ahora sonrío yo. Escuchar eso me hace gracia.
—¡Qué española más guapa!
—Es preciosa, entre otras muchas cosas —asegura Eric, fusionando su mirada con la mía, sonriente.
Voy a decir algo cuando Orson me agarra por la cintura.
—Ésta es tu casa desde este instante. —Y, sin dejarme responder, prosigue—: Ahora ya sabes, relájate y disfruta. Desnúdate, y yo te proporcionaré todo lo que necesites.
Sin entender nada, miro a Eric. ¿Que me desnude?
Eric sonríe ante mi gesto.
¡Por el amor de Dios, Flyn está con nosotros!
Quiero hablar, protestar, pero mi gigante se acerca a mí y con complicidad me besa en los labios.
—Deseo que lo pases bien, pequeña. Vamos..., desnúdate y disfrútalo.
Me va a dar un patatús. Pero ¿se ha vuelto loco? ¿Qué pretende que haga?
—Vamos, sígueme, preciosa —me apremia Orson. Y mirando a Eric y Flyn, dice—: Vosotros si queréis os podéis marchar. Yo me ocupo de ella y de todas sus necesidades.
Calor. Me va a dar algo. Estoy indignada. Voy a gritar, a explotar como una posesa, cuando aparece una joven con un perchero lleno de ropa. Mira a Eric y se ruboriza; después, me mira a mí y pregunta:
—Ella es la clienta que viene a probarse ropa, ¿verdad?
Eric suelta una carcajada, y yo, al aclarar de pronto todo el entuerto que me estaba formando yo solita en mi cabeza, le doy un puñetazo en el estómago y me río. Eric coge de la mano a su sobrino y me da un beso en los labios.
—Necesitas ropa, cuchufleta. Vamos, ve con Orson y Ariadna, y cómprate todo, absolutamente todo, lo que tú quieras. Flyn y yo tenemos cosas que hacer.
Encantada de la vida, le devuelvo el beso y sigo a Orson y a la chica del perchero.
Entramos en una habitación con grandes espejos y varios percheros con todo tipo de ropa. Sorprendida, miro a mi alrededor.
—Eric me ha dicho que necesitas de todo —me informa Orson—. Por lo tanto, disfruta. Pruébate todo lo que quieras, y si no te convence nada, avísame y te traeremos más.
Boquiabierta, veo que el hombre se marcha. La joven me mira y sonríe.
—¡Empezamos! —exclama.
Durante más de dos horas me pruebo toda clase de pantalones, vestidos, faldas, camisas, botas, zapatos, abrigos y conjuntos de lencería. Todo es precioso, y lo peor, ¡tiene un precio prohibitivo!
Suenan unos golpes en la puerta. Instantes después se abre y aparece Eric. Estoy vestida con un sexy vestido negro de gasa muy parecido al que luce Shakira en su canción Gitana. Me encanta el vestido y a Eric, por su gesto, veo que también. Eso me hace sonreír. Ariadna, al verlo entrar, desaparece de la habitación, y nos quedamos los dos solos.
Con coquetería me doy una vueltecita ante él.
—¿Qué te parece?
Eric se acerca..., se acerca..., me agarra por la cintura y sonríe.
—Que no veo el momento de arrancártelo, pequeña.
Voy a protestar pero me besa. ¡Oh, Dios, cómo me gustan sus besos!
—Estás preciosa con este vestido —afirma cuando se separa de mí—. Cómpralo.
Inconscientemente, miro la etiqueta y me escandalizo.
—Eric es un... ¡Dios! Pero si cuesta dos mil seiscientos euros. ¡Ni loca! Vamos, por favor, no gano yo eso ni echando tropecientas mil horas extras.
Él sonríe y me agarra de la barbilla.
—Sabes que el dinero no es un problema para mí. Cómpralo.
—Pero...
—Necesitas un vestido para la fiesta de mi madre del día cinco, y con éste estás increíblemente bella.
La puerta se vuelve a abrir. Entran Ariadna y Orson. Este último me mira y da un silbido de aprobación.
—Este vestido está hecho para ti, Judith.
Sonrío. Eric sonríe.
—Bueno, Judith, ¿has visto cosas que te gusten? —inquiere Orson.
Boquiabierta, miro a mi alrededor. Todo es fantástico.
—Creo que me gusta todo —contesto con gesto de guasa.
Orson y Eric se miran, y mi Iceman dice:
—Envíanoslo todo a casa.
Horrorizada, intervengo rápidamente.
—Eric, ¡por Dios, ni se te ocurra! ¿Cómo vas a comprar todo esto?
Divirtiéndose con mis caras, el hombre que me tiene completamente enamorada acerca su rostro al mío y susurra:
—Pues si no quieres que lo envíen todo a casa, elige algo. Y cuando digo algo, me refiero a... ¡varias prendas, incluidos zapatos y botas! Las necesitas hasta que lleguen tus cosas desde España, ¿de acuerdo?
¡Guau! Eso me puede volver loca. Me encanta la ropa.
—Pero ¿estás seguro, Eric? —insisto.
—Totalmente seguro, pequeña.
—Eric..., me da apuro. Es mucho dinero.
Mi Iceman sonríe y me besa la punta de la nariz.
—Tú vales muchísimo más, cariño. Vamos, dame el gusto de verte disfrutar de esto. Coge absolutamente todo lo que tú quieras sin mirar el precio. Sabes que puedo permitírmelo. Por favor, hazme feliz.
De reojo, miro a Orson, y éste sonríe. ¡Vaya pedazo de compra que Eric le va a hacer! Finalmente, claudico. Estoy viviendo el sueño que cualquier mujer de la Tierra quisiera vivir. ¡Comprar sin mirar el precio! Tomo aire, me vuelvo hacia las cosas que me han cautivado, dispuesta a darle el gusto, aunque mejor dicho el gustazo me lo voy a dar yo. ¡Madre..., madre..., qué peligro tengo!
Ariadna se pone a mi lado para que le pase lo que quiero, y entonces lo hago. Sin pensar en el precio, cojo varios vaqueros, camisetas, vestidos, faldas largas y cortas, zapatos, botas, medias, bolsos, ropa interior, un abrigo largo, gorros, bufandas, guantes, un plumón rojo y varios pijamas.
Una vez que acabo, con el corazón acelerado, miro a Eric.
—Deseo todo esto, incluido el vestido que llevo.
Eric sonríe. Está encantado, feliz.
—Deseo concedido.

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