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Millennium 1: Capitulo 8

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SEGUNDA PARTE
ANÁLISIS DE CONSECUENCIAS
Del 3 de enero al 17 de marzo

En Suecia el cuarenta y seis por ciento de las mujeres
han sufrido violencia por parte de algún hombre.




CAPÍTULO 8
Viernes, 3 de enero - Domingo, 5 de enero
Cuando Mikael Blomkvist se apeó del tren en Hedestad por segunda vez, el cielo tenía un tono azul pastel y el aire era gélido. El termómetro de la fachada principal de la estación marcaba 18 grados bajo cero. Al igual que en la última ocasión, calzaba unos zapatos de suela fina, muy poco apropiados. Sin embargo, a diferencia de lo que había ocurrido entonces, no había ningún abogado Frode esperándolo con un coche de cálido interior. Mikael había anunciado su llegada, pero no dijo en qué tren exactamente. Suponía que habría algún autobús para Hedeby, pero no tenía ganas de cargar con dos pesadas maletas y una bandolera mientras lo buscaba. En su lugar, cruzó la plaza hasta la parada de taxis.
Entre Navidad y Año Nuevo había estado nevando copiosamente a lo largo de toda la costa de Norrland y, a juzgar por los bordes de las calles y los montones de nieve acumulada, las máquinas quitanieves ya llevaban algún tiempo trabajando sin cesar. El taxista que, según la licencia del parabrisas, se llamaba Hussein, movió la cabeza de un lado a otro cuando Mikael le preguntó si el tiempo había sido muy malo. Con un acento de Norrland muy pronunciado, le contó que habían sufrido la peor tormenta de nieve de las últimas décadas, y que se, arrepentía amargamente de no haber cogido vacaciones para pasar la Navidad en Grecia.
Mikael le indicó al taxista el camino hasta el patio de la casa de Henrik Vanger, del que acababan de quitar la nieve. Dejó sus maletas junto al porche y vio cómo el coche desaparecía de regreso a Hedestad. De repente se sintió solo y confuso. Quizá Erika tuviera razón al insistir en que toda esa historia era una locura.
Oyó la puerta abrirse a sus espaldas y se dio media vuelta. Henrik Vanger iba bien abrigado con un grueso abrigo de cuero, unas buenas botas y una gorra con orejeras. Mikael llevaba vaqueros y una fina cazadora de piel.
—Si vas a vivir aquí, tendrás que aprender a vestirte mejor durante esta época del año.
Se estrecharon las manos.
—¿Seguro que no quieres alojarte en la casa principal? ¿No? Bueno, entonces empezaremos por instalarte en tu nueva vivienda.
Mikael asintió. Una de sus exigencias había sido disponer de una vivienda donde él mismo pudiera encargarse de las tareas domésticas y entrar y salir cuando quisiera. Henrik Vanger llevó a Mikael camino abajo en dirección al puente. Luego cruzaron una verja y entraron en el patio delantero de una pequeña casa de madera situada casi al pie del puente. Acababan de quitar la nieve. La casa no estaba cerrada con llave y el viejo le abrió la puerta a Mikael. Entraron en un pequeño recibidor donde Mikael, suspirando de alivio, dejó las maletas.
—Esto es lo que nosotros llamamos la casita de invitados; aquí solemos alojar a la gente que se queda más tiempo. Fue aquí donde vivisteis tú y tus padres en 1963. De hecho, se trata de una de las casas más antiguas del pueblo, aunque está modernizada. Esta misma mañana le pedí a Gunnar Nilsson, que me ayuda con los trabajos de la finca, que pusiera la calefacción.
La casa se componía de una gran cocina y dos pequeñas habitaciones; en total, unos cincuenta metros cuadrados. La cocina ocupaba la mitad de la superficie y tenía una encimera eléctrica, una pequeña nevera y agua corriente. Junto a la pared del recibidor también había una vieja cocina de hierro con un buen fuego que llevaba ardiendo todo el día.
—No hace falta que la enciendas si no hace mucho frío. El cajón de leña está en el recibidor, pero encontrarás más en el cobertizo que hay detrás de la casa. Aquí no ha vivido nadie desde el otoño; la hemos encendido esta misma mañana para calentar la casa. Con los radiadores eléctricos tendrás bastante durante el día. Pero ten cuidado: no los cubras con ropa; podrías provocar un incendio.
Mikael asintió y miró a su alrededor. Había ventanas en tres de las paredes; desde la mesa tenía vistas al puente, situado a unos treinta metros. El mobiliario consistía en unos grandes armarios, unas sillas, un viejo arquibanco de cocina y una estantería con una pila de revistas. En lo alto del montón se veía un número de Se que databa de 1967. En un rincón había otra mesa más pequeña que podría usar para trabajar.
La puerta de entrada a la cocina estaba a un lado de la cocina de hierro. En el otro lado, había dos puertas estrechas que daban a las dos habitaciones. La de la derecha, más cercana a la pared exterior, era más bien un pequeño trastero habilitado y amueblado con una pequeña mesa de trabajo, una silla y una estantería que cubría la pared más larga. Servía como estudio. La otra estancia, entre ese cuarto de trabajo y el recibidor, era un dormitorio bastante pequeño. El mobiliario lo componían una estrecha cama de matrimonio, una mesilla y un armario. En las paredes colgaban unos cuadros con motivos paisajísticos. Los muebles y el papel de las paredes eran viejos y habían perdido su color, pero todo olía bien, a limpio. Alguien le había dado un repaso al suelo con una buena dosis de jabón. En el dormitorio también había una puerta lateral que daba al recibidor, donde otro viejo trastero había sido convertido en cuarto de baño con una pequeña ducha.
—Tal vez tengas problemas con el agua —dijo Henrik Vanger—. Esta misma mañana hemos comprobado que las tuberías van bien, pero como están casi a ras de suelo es posible que se congelen si sigue haciendo tanto frío durante mucho más tiempo. Hay un cubo en la entrada; si te hace falta, puedes subir a mi casa a por agua.
—Necesitaré un teléfono —dijo Mikael.
—Ya lo he pedido. Vendrán a instalártelo pasado mañana. Bueno, ¿qué te parece? Si cambias de opinión, puedes trasladarte a la casa grande en el momento que quieras.
—Todo es estupendo —contestó Mikael, lejos de convencerse, no obstante, de que la situación en la que se había metido fuera muy sensata.
—Me alegro. Nos queda más o menos una hora de luz antes de que anochezca. ¿Damos una vuelta para que te vayas familiarizando con el pueblo? Te recomiendo que te pongas unas botas y unos calcetines gordos. Los encontrarás en el armario del recibidor.
Mikael hizo lo que Henrik le acababa de decir y decidió que mañana mismo iría a comprarse unos calzoncillos largos y unas buenas botas de invierno.


El viejo empezó el paseo explicando que el vecino del otro lado del camino era Gunnar Nilsson, el ayudante que Henrik Vanger insistía en llamar bracero, pero Mikael no tardó en comprender que se trataba más bien de la persona que se ocupaba del mantenimiento de todas las casas de la isla de Hedeby y que, además, era el administrador de varios inmuebles de la ciudad de Hedestad.
—Es hijo de Magnus Nilsson, que fue mi bracero en los años sesenta y uno de los hombres que ayudó el día del accidente del puente. Magnus vive todavía, pero ya se ha jubilado y ahora reside en Hedestad. Gunnar vive en esta casa con su mujer, Helen. Los niños ya se han ido. —Henrik Vanger hizo una pausa y meditó un rato antes de volver a tomar la palabra—. Mikael, la versión oficial es que tú estás aquí porque me vas a ayudar a redactar mi autobiografía. Eso te dará un pretexto para husmear por todos los rincones y para hacerle preguntas a la gente. La verdadera naturaleza de tu misión es algo que queda entre tú, yo y Dirch Frode. Somos los únicos que la conocemos.
—De acuerdo. Aunque, insisto, es una pérdida de tiempo. No voy a ser capaz de resolver el misterio.
—Todo lo que te pido es que lo intentes. Pero debemos tener cuidado con lo que decimos cuando no estemos solos.
—Vale.
—Gunnar cuenta ahora con cincuenta y seis años y, por lo tanto, tenía diecinueve cuando desapareció Harriet. Hay una cosa que nunca me ha quedado clara. Harriet y Gunnar eran buenos amigos y creo que hubo una especie de romance juvenil entre los dos, él, por lo menos, se interesaba mucho por ella. Sin embargo, el día en el que Harriet desapareció estaba en Hedestad y fue uno de los que se quedaron aislados en la parte continental cuando se bloqueó el puente. Debido a su relación, naturalmente, Gunnar fue investigado con especial meticulosidad. Le resultó bastante desagradable, pero la policía investigó su coartada y ésta pudo comprobarse. Pasó todo el día con unos amigos y no volvió aquí hasta muy tarde.
—Supongo que tienes una lista detallada de los que se encontraban en la isla aquel día y de sus actividades.
—Por supuesto. ¿Seguimos?
Se detuvieron en el cruce de caminos de la colina, delante de la Casa Vanger; Henrik señaló con el dedo el viejo puerto pesquero.
—Toda la isla pertenece a la familia Vanger; bueno, para ser más exactos, a mí. La excepción la componen la granja de Östergården y unas pocas casas que hay aquí en el pueblo. Las viejas casetas de los pescadores del antiguo puerto pesquero ya se han vendido, pero se usan como residencias veraniegas y, por lo general, están deshabitadas en invierno; excepto la del final. ¿Ves aquella casa de la que sale humo por la chimenea?
Mikael asintió. El frío ya le había calado hasta los huesos.
—Una casucha con unas terribles corrientes de aire; allí vive Eugen Norman todo el año. Tiene setenta y siete años y dice que es pintor. A mí me parece más bien arte de mercadillo, aunque se le conoce bastante como paisajista. Viene a ser el típico bohemio que hay en cualquier pueblo.
Henrik Vanger condujo a Mikael por el camino que iba hasta la punta de la isla, señalándole casa tras casa. El pueblo lo conformaban seis casas en el lado oeste del camino y cuatro en el este. La primera, la más cercana a la casa de Mikael y a la Casa Vanger, pertenecía a Harald, el hermano de Henrik. Se trataba de una construcción cuadrada de piedra, de dos plantas. A primera vista parecía abandonada; las cortinas estaban corridas y el camino hasta la puerta se encontraba cubierto por medio metro de nieve. Al echar una segunda ojeada, unas huellas revelaron que alguien se había abierto camino entre la nieve.
—Harald es un solitario. Nunca nos hemos llevado bien. Aparte de las peleas sobre la empresa, de la que él también es socio, apenas hemos hablado en más de sesenta años. Es mayor que yo; tiene noventa y dos años y es el único de mis cinco hermanos que sigue vivo. Estudió medicina y trabajó principalmente en Uppsala; luego te contaré los detalles... Regresó cuando cumplió setenta años.
—Sí, ya sé que no os caéis bien. Y, aun así, sois vecinos.
—Me resulta repugnante y habría preferido que se quedara en Uppsala, pero es el propietario de la casa. Te pareceré malvado, ¿verdad?
—Me pareces alguien a quien no le gusta su hermano.
—Dediqué los primeros veinticinco o treinta años de mi vida a disculpar y perdonar a gente como Harald porque éramos familia. Luego descubrí que el parentesco no es una garantía de amor y que me faltaban razones para defender a Harald.
La siguiente casa pertenecía a Isabella, la madre de Harriet Vanger.
—Cumplirá setenta y cinco este año y sigue igual de elegante y vanidosa que siempre. Además, es la única del pueblo que habla con Harald y que, de vez en cuando, le hace una visita. Pero no tienen mucho en común.
—¿Cómo era la relación con su hija?
—Bien pensado. Incluso las mujeres deben formar parte del círculo de sospechosos. Ya te he contado que muchas veces abandonaba a sus hijos a su suerte. No lo sé; creo que tenía buenas intenciones pero que, simplemente, no era capaz de asumir responsabilidades. No estaban muy unidas, aunque tampoco eran enemigas. Isabella puede resultar algo dura, pero a veces parece no hallarse del todo en sus cabales. Ya entenderás lo que te quiero decir cuando la conozcas.
La vecina de Isabella era una tal Cecilia Vanger, hija de Harald.
—Antes estaba casada y vivía en Hedestad, pero se separó hace más de veinte años. Soy el propietario de la casa y la invité a instalarse ahí. Cecilia es profesora y en muchos sentidos es justamente lo opuesto a su padre. Debo añadir que tampoco ellos se hablan más de lo necesario.
—¿Y qué edad tiene?
—Nació en 1946, así que tenía veinte años cuando Harriet desapareció. Y sí, formaba parte de los invitados de la isla aquel día. —Henrik Vanger reflexionó un instante—. Cecilia puede dar la impresión de ser bastante voluble, pero, en realidad, es aguda como pocos. No la subestimes. Si hay alguien que puede darse cuenta de tu verdadera misión, es ella. Uno de los familiares que más aprecio.
—Entonces ¿no sospechas de ella?
—No he dicho eso. Quiero que lo cuestiones todo sin ningún tipo de prejuicios, independientemente de lo que yo pueda pensar o creer.
La casa aledaña a la de Cecilia pertenecía a Henrik Vanger, pero se la había alquilado a una pareja mayor que en su día trabajó en la dirección del Grupo Vanger. Se mudaron a la isla de Hedeby en los años ochenta; por lo tanto, no tenían nada que ver con la desaparición de Harriet. La siguiente casa era propiedad de Birger Vanger, hermano de Cecilia Vanger. Hacía varios años que permanecía vacía, desde que Birger Vanger se instalara en un moderno chalé de la ciudad de Hedestad.
Casi todas las construcciones situadas a lo largo del camino eran sólidas casas de piedra de principios del siglo pasado. La última casa se diferenciaba de las demás por su diseño arquitectónico: un moderno chalé de ladrillo blanco y oscuros marcos en las ventanas. Se hallaba en un sitio privilegiado; Mikael suponía que las vistas desde la planta de arriba debían de ser espectaculares: daba al mar por el este y a Hedestad por el norte.
—Aquí vive Martin Vanger, el hermano de Harriet y director ejecutivo del Grupo Vanger. En este solar se ubicaba antes la casa rectoral, pero fue parcialmente destruida por un incendio en los años setenta; Martin hizo construir el chalé en 1978, cuando asumió el cargo de director.
Al fondo, en la parte este del camino, vivían Gerda Vanger —la viuda de Greger, otro hermano de Henrik— y su hijo, Alexander Vanger.
—Gerda está enferma: sufre de reumatismo. Alexander es socio minoritario del Grupo Vanger, pero dirige sus propios negocios, entre los que se cuentan algunos restaurantes. Suele pasar varios meses al año en Barbados, en las Antillas Holandesas, donde ha invertido dinero en el sector del Turismo.
Entre la casa de Gerda y la de Henrik Vanger había un solar con dos pequeños edificios que estaban vacíos y que se usaban como casas de invitados para alojar a los distintos miembros de la familia cuando venían de visita. Al otro lado de la Casa Vanger había otra casa, vendida a un empleado retirado. Vivía allí con su mujer, pero ahora no había nadie porque la pareja pasaba todo el invierno en España.
Volvieron a salir al cruce, lo cual ponía fin al paseo. Ya estaba anocheciendo. Mikael tomó la iniciativa y dijo:
—Henrik, no puedo más que repetir que todo esto no dará resultado, pero haré el trabajo para el que me has contratado: voy a escribir tu autobiografía y accederé a tus deseos leyendo todo el material sobre Harriet Vanger tan crítica y meticulosamente como sea capaz. Sólo quiero que quede claro que no soy un detective privado, para que no albergues falsas esperanzas.
—No espero nada. Sólo quiero realizar un último intento de encontrar la verdad.
—Bien.
—Soy un ave nocturna —dijo Henrik Vanger—. Estaré a tu disposición desde la hora de comer en adelante. Voy a preparar un estudio aquí arriba que podrás utilizar cada vez que lo desees.
—No, gracias. Ya tengo un cuarto para trabajar en mi casita.
—Como quieras.
—Cuando necesite hablar contigo, nos veremos en tu estudio, pero no voy a empezar esta misma noche a avasallarte con preguntas.
—De acuerdo.
El viejo le resultó sospechosamente discreto.
—Me llevará un par de semanas estudiar todo el material. Trabajaremos en dos frentes. Nos veremos un par de horas al día para conversar y reunir material sobre tu biografía. Cuando tenga que hacerte preguntas sobre Harriet, te avisaré.
—Me parece muy sensato.
—Voy a trabajar muy libremente, sin horario fijo.
—Organízate como más te convenga.
—No te olvides de que tengo que ir a la cárcel un par de meses. No sé cuándo, pero no voy a recurrir la sentencia. Lo más seguro es que sea este año.
Henrik Vanger arqueó las cejas.
—Eso es una contrariedad. Pero ya lo resolveremos cuando llegue el momento. Puedes pedir una prórroga.
—Si las cosas van bien y tengo suficiente material, podré trabajar en el libro sobre tu familia desde la cárcel; ya hablaremos de ello si se diera el caso. Una cosa más: sigo siendo copropietario de Millennium, una revista en crisis, de momento. Si ocurre algo que requiera mi presencia en Estocolmo, no tendré más remedio que dejar todo esto e ir hasta allí.
—No te he contratado para que seas mi esclavo. Quiero que seas consecuente y constante con el trabajo que te he dado, pero, por supuesto, ponte tú mismo los horarios y organízate como más te convenga. Si necesitas coger unos días libres, hazlo; pero si descubro que pasas del trabajo, daré por hecho que has incumplido el contrato.
Mikael asintió. Henrik Vanger miró hacia el puente. El viejo estaba flaco y de repente a Mikael le pareció un pobre espantapájaros.
—En cuanto a Millennium, deberíamos reunimos para tratar la naturaleza de esa crisis; si yo pudiera ayudar de alguna manera...
—La mejor ayuda sería servirme hoy mismo la cabeza de Wennerström en una bandeja.
—No, no. Eso no lo voy a hacer. —El viejo le lanzó una incisiva mirada a Mikael—. La única razón por la que has aceptado este trabajo es porque yo te he prometido desenmascarar a Wennerström. Si lo hiciera ahora, podrías abandonar tu trabajo en cuanto te diera la gana. Esa información te la proporcionaré dentro de un año.
—Henrik, perdóname por lo que te voy a decir, pero ni siquiera puedo estar seguro de que sigas vivo dentro de un año.
Henrik Vanger suspiró mirando pensativo hacia el puerto pesquero.
—Tienes razón. Se lo comentaré a Dirch Frode, a ver si se nos ocurre algo. Pero en cuanto a Millennium, quizá yo pueda ayudar de otra manera. Si lo he entendido bien, son los anunciantes los que se retiran.
Mikael asintió lentamente con la cabeza.
—Los anunciantes constituyen el problema más inmediato, pero la crisis es más profunda. Una cuestión de credibilidad. No importa cuántos anunciantes haya si nadie quiere comprar la revista.
—Lo entiendo. Pero, aunque no participe activamente, sigo siendo miembro de la junta directiva de un grupo empresarial bastante importante. Nosotros también tenemos que anunciarnos en algún sitio. Ya hablaremos del asunto. ¿Quieres quedarte a cenar...?
—No. Quiero organizarme un poco, ir al supermercado y dar una vuelta por ahí. Mañana iré a Hedestad a comprar ropa de invierno.
—Buena idea.
—Me gustaría que trasladaras el archivo de Harriet a mi casa.
—Debe ser manejado...
—Con gran cuidado; ya lo sé.


Mikael regresó a su casa y, nada más entrar en ésta, comenzaron a castañetearle los dientes. Miró el termómetro exterior de la ventana. Marcaba 15 grados bajo cero; no recordaba haber tenido nunca tanto frío metido en el cuerpo como después del paseo que acababa de dar, de apenas veinte minutos.
Dedicó la siguiente hora a instalarse en la que iba a ser su nueva casa durante ese año. Sacó la ropa de la maleta y la puso en el ropero del dormitorio. Colocó los útiles de aseo en el armario del cuarto de baño. La otra maleta era muy grande y tenía ruedas. De ella sacó libros, cedes, un reproductor de discos compactos, cuadernos, un pequeña grabadora Sanyo, un escáner Microtek, una impresora portátil de inyección de tinta, una cámara digital Minolta y otros objetos que consideraba imprescindibles para su año de exilio.
Colocó los libros y los cedes en la librería del estudio, al lado de dos carpetas que contenían documentos de su investigación sobre Hans-Erik Wennerström. El material carecía de valor, pero no podía deshacerse de él. Aquellas dos carpetas tenían que convertirse de alguna manera en la base sobre la que edificar su nueva carrera profesional.
Por último, abrió la bandolera y colocó su iBook en la mesa del cuarto de trabajo. Luego se detuvo y miró a su alrededor con cara de tonto. The benefits of living in the countryside. De repente, se dio cuenta de que no tenía dónde conectar el cable de banda ancha. Ni siquiera había una toma telefónica para un viejo módem.
Mikael volvió a la cocina y, desde su móvil, llamó a Telia, la compañía telefónica. Tras no pocos inconvenientes consiguió que alguien buscara la solicitud que había hecho Henrik Vanger. Preguntó si la línea tenía capacidad para ADSL y le contestaron que sería posible a través de un relé instalado en Hedeby, pero que les llevaría unos días.
Eran más de las cuatro de la tarde cuando Mikael terminó de ordenarlo todo. Volvió a ponerse los calcetines de lana y las botas, y se abrigó con un jersey más. Ya en la puerta se detuvo; no le habían dado las llaves de la casa, y sus instintos urbanos se rebelaban contra el principio de dejar la puerta sin cerrar. Volvió a la cocina y abrió los cajones. Al final encontró la llave colgando de un clavo de la despensa.
El termómetro había bajado a 17 grados bajo cero. Mikael cruzó el puente apresuradamente y subió la cuesta, pasando por delante de la iglesia. Tenía el supermercado Konsum muy a mano, apenas a unos trescientos metros. Llenó dos bolsas hasta arriba de productos básicos, que cargó hasta la casa antes de cruzar el puente de nuevo. Esta vez entró en el Café de Susanne. Tras el mostrador había una mujer de unos cincuenta años. Le preguntó si era Susanne y se presentó diciendo que seguramente se convertiría en un cliente habitual. En ese momento no había nadie más, y Susanne lo invitó a café cuando pidió un sándwich y compró pan y unos bollos para llevar. Cogió del revistero el periódico local —Hedestads-Kuriren— y se sentó a una mesa con vistas al puente y a la iglesia, cuya fachada estaba iluminada. En medio de esa oscuridad parecía una postal de Navidad. Tardó alrededor de cuatro minutos en leer el periódico. La única noticia de interés era un breve texto sobre un político municipal llamado Birger Vanger (de los liberales) que quería apostar por el IT TechCent, un centro de alta tecnología de Hedestad. Se quedó media hora en el café hasta que Susanne cerró, a las seis.


A las siete y media de la tarde, Mikael llamó a Erika, pero el abonado no estaba disponible. Se sentó en el arquibanco de la cocina e intentó leer una novela que, según el texto de la contracubierta, constituía el sensacional debut de una feminista adolescente. La novela trataba de los intentos de la autora por poner orden en su vida sexual durante un viaje a París, y Mikael se preguntaba si a él lo llamarían feminista en el caso de que escribiera una novela sobre su vida sexual en estilo estudiantil. Probablemente no. Había comprado el libro sobre todo porque la editorial alababa a la escritora y la bautizaba como «la nueva Carina Rydberg». Tardó poco en constatar que no era cierto, ni estilísticamente ni en cuanto al contenido. Al cabo de un rato dejó la novela y, en su lugar, se puso a leer un relato del vaquero Hopalong Cassidy publicado en la revista Rekordmagasinet de los años cincuenta.
Cada media hora se oía el tañido breve y apagado del campanario de la iglesia. Las ventanas de la casa de Gunnar Nilsson, al otro lado del camino, estaban iluminadas pero no se veía a nadie. En la casa de Harald Vanger reinaba la oscuridad. Sobre las nueve, un coche cruzó el puente y desapareció con dirección a la punta de la isla. A medianoche la iluminación de la fachada de la iglesia se apagó. Ésa era, al parecer, toda la vida nocturna existente en Hedeby un viernes por la noche del mes de enero. Un silencio sepulcral.
Intentó llamar de nuevo a Erika y saltó el contestador, que le pidió que dejara un mensaje. Lo hizo. Acto seguido, apagó las luces y se acostó. Antes de conciliar el sueño, pensó que el riesgo que corría en Hedeby de volverse completamente loco era alto e inminente.


Le produjo una extraña sensación despertarse en completo silencio. En sólo una fracción de segundo, Mikael pasó de un profundo sueño a estar completamente despierto; luego se quedó un rato quieto escuchando. Hacía frío en el dormitorio. Giró la cabeza y miró el reloj que había dejado en un taburete al lado de la cama. Eran las siete y ocho minutos de la mañana; nunca había sido muy madrugador y normalmente le costaba despertarse sin, por lo menos, dos despertadores. Ahora lo había hecho sin ninguna ayuda y, además, se sentía descansado.
Puso a hervir agua para preparar el café antes de meterse bajo la ducha, donde de repente experimentó la placentera sensación de contemplarse a sí mismo: Kalle Blomkvist, explorador de tierras vírgenes.
Al menor roce con el grifo de la ducha el agua pasó de arder a estar helada. Ya en la cocina, echó en falta el periódico del desayuno. La mantequilla estaba congelada. No había ningún cortaquesos en el cajón. Fuera, seguía tan oscuro como la boca del lobo y el termómetro marcaba 21 grados bajo cero. Era sábado.


La parada del autobús para Hedestad estaba enfrente del supermercado Konsum y Mikael inició su particular exilio cumpliendo su plan de ir de compras. Se bajó del autobús delante de la estación de ferrocarril y dio una vuelta por el centro. Compró unas robustas botas de invierno, dos pares de calzoncillos largos, unas gruesas camisas de franela, un buen tres cuartos de invierno, un gorro y unos guantes forrados por dentro. En Teknikmagasinet encontró un pequeño televisor portátil con antena de cuernos. El vendedor le aseguró que en Hedeby iba a poder sintonizar, por lo menos, la televisión nacional; Mikael prometió regresar para que le devolvieran el dinero si no lo conseguía.
Pasó por la biblioteca, se hizo el carné de socio y sacó dos novelas de misterio de Elizabeth George. En una papelería adquirió bolígrafos y cuadernos. También se hizo con una bolsa de deporte para meter sus nuevas adquisiciones.
Por último, se compró un paquete de tabaco; había dejado de fumar hacía diez años, pero de vez en cuando tenía recaídas y experimentaba un repentino deseo de nicotina. Sin abrirla, se metió la cajetilla en el bolsillo de la cazadora. La última visita fue a una óptica, donde encargó unas lentillas nuevas y adquirió una solución limpiadora.
A eso de las dos ya había vuelto a Hedeby; estaba quitándole las etiquetas del precio a la ropa cuando se abrió la puerta. Una mujer rubia de unos cincuenta años llamó al marco de la puerta de la cocina al mismo tiempo que cruzaba el umbral. Traía un bizcocho en un plato.
—Hola, sólo quería darte la bienvenida. Me llamo Helen Nilsson y vivo justo enfrente, así que somos vecinos.
Mikael le estrechó la mano y se presentó.
—Ya sé quién eres; te he visto en la tele. Me alegro de ver luces encendidas en esta casita por las noches.
Mikael se puso a preparar café para los dos; ella intentó excusarse, pero, aun así, se sentó a la mesa de la cocina. Miró por la ventana de reojo.
—Aquí viene Henrik con mi marido. Por lo visto te hacían falta unas cajas.
Henrik Vanger y Gunnar Nilsson se detuvieron fuera con un carrito; Mikael se apresuró a salir para saludar y ayudarles con las cuatro cajas de cartón. Las dejaron en el suelo, junto a la cocina de hierro. Mikael puso las tazas de café sobre la mesa y cortó el bizcocho de Helen.
Gunnar y Helen le resultaron simpáticos. No daban la impresión de tener mucha curiosidad por saber por qué Mikael se encontraba en Hedestad; el hecho de que trabajara para Henrik Vanger parecía ser suficiente explicación. Mikael observaba la relación entre los Nilsson y Henrik Vanger y constató que no era nada afectada y que estaba exenta de la clásica subordinación entre el señor y el personal de servicio. Charlaron sobre el pueblo y sobre quién había construido la casita en la que se alojaba Mikael. El matrimonio Nilsson corregía a Vanger cuando la memoria le fallaba; y éste, por su parte, contó una divertida anécdota. Una noche Gunnar Nilsson descubrió al tonto del pueblo del otro lado del puente intentando entrar por la ventana de la casita. Nilsson se había acercado para preguntarle al torpe ladrón por qué no entraba por la puerta, que no estaba cerrada con llave.
Gunnar Nilsson examinó con cierto escepticismo el pequeño televisor, e invitó a Mikael a ir a su casa por las noches si quería ver algún programa de la tele. Tenían antena parabólica.
Henrik Vanger permaneció un rato más en la casa después de que el matrimonio Nilsson se marchara. El viejo comentó que le parecía mejor que el propio Mikael ordenara el archivo y que subiera a verle si le surgía alguna duda. Mikael le dio las gracias y aseguró que no habría ningún problema.
Cuando Mikael se quedó solo, llevó las cajas al estudio y se puso a revisar el contenido.


La investigación privada de Henrik Vanger sobre la desaparición de la nieta de su hermano se había prolongado durante treinta y seis años. A Mikael le costaba decidir si ese interés se debía a una obsesión enfermiza o bien si a lo largo de los años se había convertido en un juego intelectual. Resultaba completamente obvio, sin embargo, que el viejo patriarca había acometido el trabajo con la mentalidad sistemática de un arqueólogo aficionado: el material ocupaba casi siete metros de librería.
El grueso lo componían las veintiséis carpetas que conformaban la investigación policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. A Mikael le parecía difícil que cualquier otra desaparición más «normal» diese un material tan abundante. Claro que, por otra parte, sin duda Henrik Vanger había ejercido la influencia necesaria para que la policía de Hedestad no dejara de seguir todas las pistas, tanto las buenas como las menos prometedoras.
Además de la investigación de la policía, había cuadernos con recortes, álbumes de fotos, planos, recuerdos, artículos periodísticos sobre Hedestad y sobre las empresas Vanger, el diario de Harriet Vanger (que, sin embargo, no contenía muchas páginas), libros de texto del colegio, certificados médicos y otras cosas. Allí también había no menos de dieciséis volúmenes encuadernados, de cien páginas cada uno, que podían considerarse el cuaderno de bitácora de las investigaciones de Henrik Vanger. En esos cuadernos el patriarca había escrito, con letra pulcra, sus propias reflexiones, ideas, pistas falsas y otras observaciones. Mikael los hojeó un poco aleatoriamente. Tenían cierto estilo literario y a Mikael le dio la impresión de que los volúmenes contenían textos pasados a limpio desde decenas de cuadernos más antiguos. Para terminar, encontró diez o doce carpetas con material sobre distintas personas de la familia Vanger; las páginas estaban mecanografiadas y, al parecer, habían sido escritas durante un largo período de tiempo.
Henrik Vanger había investigado a su propia familia.


Hacia las siete, Mikael escuchó un claro maullido y abrió la puerta. Una gata parda rojiza entró como un rayo al calor del hogar.
—Te entiendo perfectamente —dijo Mikael.
La gata dio una rápida vuelta olisqueando toda la casa. Mikael cogió un plato y le puso un poco de leche, que la invitada se tomó a lengüetazos. Luego, el felino se subió de un salto al arquibanco de la cocina y se enroscó. No parecía tener intención de moverse de allí.


Eran más de las diez de la noche cuando, finalmente, Mikael pudo hacerse una idea general de todo el material y lo colocó sobre los estantes en un orden lógico. Fue a la cocina y se preparó café y dos sándwiches. A la gata le ofreció un poco de embutido y de paté. A pesar de no haber comido bien en todo el día, se sentía extrañamente inapetente. Cuando se terminó el café y los sándwiches, sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo de la cazadora y la abrió.
Escuchó los mensajes de su móvil; Erika no había dado señales de vida, así que intentó llamarla. Lo único que consiguió, de nuevo, fue escuchar el contestador.
Una de las primeras medidas que Mikael tomó en su investigación privada fue escanear el mapa de la isla de Hedeby que le dejó Henrik Vanger. Todavía tenía frescos en la memoria todos los nombres que Henrik le había ido mencionando durante el paseo, así que apuntó quién vivía en cada casa. La galería de personajes del clan Vanger era tan amplia que le llevaría algún tiempo aprenderse quién era cada uno.


Poco antes de medianoche, Mikael se abrigó bien, se puso las botas que acababa de comprar y dio un paseo cruzando el puente. Giró y tomó el camino que discurría paralelamente a la costa, por debajo de la iglesia. En el estrecho y el viejo puerto se había formado una capa de hielo, pero algo más allá divisó una franja de agua algo más oscura. Mientras permanecía allí, la iluminación de la fachada de la iglesia se apagó y la oscuridad le envolvió. Hacía frío y la noche estaba estrellada.
De repente, le invadió un profundo desánimo. Por mucho que lo intentara, no entendía por qué había dejado que Henrik Vanger lo persuadiera para aceptar esa absurda misión. Erika tenía toda la razón del mundo; era una absoluta pérdida de tiempo. Debería estar en Estocolmo —por ejemplo, en la cama, con Erika— preparando la guerra contra Hans-Erik Wennerström. Pero también respecto a eso se sentía apático; ni siquiera tenía la más mínima idea de cómo empezar a preparar una estrategia de contraataque.
Si en ese momento hubiese sido de día, habría ido a hablar con Henrik Vanger para romper el contrato y marcharse a su casa. Pero, desde la colina de la iglesia, pudo constatar que la Casa Vanger estaba ya a oscuras y en silencio. Desde allí se veían todas las edificaciones de la parte insular del pueblo. La casa de Harald Vanger también permanecía a oscuras, pero había luz en la de Cecilia Vanger y en la que estaba alquilada, al igual que en el chalé de Martin Vanger, ya hacia el final de la punta. En el puerto deportivo había luz en casa de Eugen Norman, el pintor de la casucha con corrientes de aire cuya chimenea también lanzaba su buen penacho de chispas y humo. La planta superior del café también estaba iluminada y Mikael se preguntó si Susanne viviría allí y, en ese caso, si se encontraría sola.


Mikael durmió hasta bien entrada la mañana del domingo y se despertó, presa del pánico, cuando un enorme estruendo invadió toda la casa. Le llevó un segundo orientarse y darse cuenta de que no eran más que las campanas de la iglesia llamando a misa y que, por tanto, faltaba poco para las once. Se sentía desanimado y se quedó un rato más en la cama. Al escuchar los exigentes maullidos de la gata, se levantó y le abrió la puerta para dejarla salir.
A las doce ya estaba duchado y había desayunado. Decidido, entró en el estudio y cogió la primera carpeta de la investigación policial. Luego dudó. Desde la ventana lateral vio el letrero del Café de Susanne; metió la carpeta en su bandolera y se abrigó bien. Al llegar al café descubrió que estaba hasta arriba de clientes; por fin encontró la respuesta a la pregunta que él llevaba tiempo haciéndose: ¿cómo podía sobrevivir un café en un pueblucho como Hedeby? Susanne se había especializado en los feligreses de la iglesia y en servir café para funerales y otros actos.
Así que cambió de idea y salió a dar un paseo. Konsum cerraba ese día, de modo que continuó un poco más por el camino que iba hacia Hedestad y compró periódicos en una gasolinera que sí abría los domingos. Dedicó una hora a pasear por Hedeby y a familiarizarse con el entorno de la parte continental. Las antiguas edificaciones en torno a la iglesia y el supermercado Konsum constituían el núcleo del pueblo: casas de piedra de dos plantas, seguramente construidas a lo largo de las dos primeras décadas del siglo xx, que conformaban una pequeña calle. Al norte de la carretera se levantaban unos bloques de pisos, muy bien cuidados, para familias con niños. Junto a la orilla y al sur de la iglesia, predominaban los chalés. Hedeby era, sin duda, una buena zona, destinada a ejecutivos y altos cargos administrativos de Hedestad.
Cuando volvió al puente, la avalancha del Café de Susanne había pasado, pero la dueña seguía ocupada recogiendo las mesas.
—¿La invasión dominical? —dijo a modo de saludo.
Ella asintió llevándose una mecha de pelo detrás de la oreja.
—Hola, Mikael.
—Así que te acuerdas de mi nombre...
—Es difícil no acordarse —contestó ella—. Te vi por la tele antes de Navidad, en el juicio.
De repente, Mikael se sintió avergonzado.
—Tienen que llenar las noticias con algo —murmuró, y se fue a la mesa del rincón desde la que se veía el puente.
Cuando su mirada se encontró con la de Susanne, ella sonrió.


A las tres de la tarde, Susanne le anunció que iba a cerrar el café. Después de la hora punta, tras finalizar la misa, sólo habían entrado unos pocos clientes. Mikael pudo leer poco más de una quinta parte de la primera carpeta de la investigación policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. La cerró, metió su cuaderno en la bandolera y se marchó. Atravesó el puente a paso ligero y luego se dirigió a casa.
La gata le esperaba en la entrada y Mikael echó un vistazo por los alrededores preguntándose de quién podría ser el animal. De todos modos la dejó entrar; al fin y al cabo, le hacía compañía.
Intentó, de nuevo, llamar a Erika, pero no consiguió escuchar más que la voz del contestador. Al parecer, estaba furiosa con él. Podría haberla llamado a la redacción o a su casa, pero, por pura cabezonería, decidió no hacerlo; ya le había dejado suficientes mensajes. En su lugar, se preparó café, se sentó en el arquibanco, no sin antes echar a un lado a la gata, y abrió la carpeta sobre la mesa de la cocina.
Se puso a leer con suma concentración para que no se le escapara ningún detalle. Al cerrar la carpeta, ya bien entrada la noche, había llenado con apuntes varias páginas de su cuaderno, tanto con palabras clave que resumían el contenido como con preguntas a las que esperaba dar respuesta en las próximas carpetas. El material estaba dispuesto cronológicamente; no sabía a ciencia cierta si lo había organizado Henrik Vanger o si se trataba del sistema adoptado por la policía en los años sesenta.
La primera hoja era la fotocopia de un formulario, escrito a mano, del servicio telefónico de urgencias de la policía de Hedestad. El agente que se puso al teléfono firmó como «Of. g. Ryttinger», lo cual Mikael interpretó como oficial de guardia. En calidad de denunciante figuraba Henrik Vanger, cuya dirección y número de teléfono habían sido apuntados. El informe estaba fechado el domingo 23 de septiembre de 1966 a las 11.14 horas de la mañana. El texto, seco y conciso, decía:
Llamada Sr. Hrk Vanger inf que sobrina (?) Harriet Ulrika VANGER, nacida 15 ene 1950 (16 años), desapareció de su casa en isla Hedeby sábado tarde. Denuncte expresa gran preocupación.
A las 11.20 había un apunte que determinaba que la P—014 (¿coche patrulla?, ¿patrulla?, ¿lancha patrulla?) se le ordenó acudir al lugar.
A las 11.35 otra Persona, cuya letra resultaba más difícil de interpretar que la de Ryttinger, había escrito que el «Ag. Magnusson inf. puente isla Hedeby todav. cortado. Transp. c. barca». En el margen, una firma ilegible.
A las 12.14 de nuevo Ryttinger: «Teléfono ag. Magnusson de H—by inf. que Harriet Vanger 16 años ausente desde primera hora sábado tarde. Fam. expresa gran preocup. No ha pasado noche en casa. No puede haber abandonado isla p. accidente del puente. Ning. de familiares interr. sabe dónde se encntra HV».
12.19: «G. M. inf. por tel. sobre asunto».
El último apunte había sido registrado a las 13.42: «Llegada de G. M. a H-by; se encarga del caso».


En la hoja siguiente ya se revelaba que la misteriosa firma G. M. hacía referencia a un tal inspector Gustaf Morell, que llegó por mar a la isla, asumió el mando del caso y redactó una denuncia formal sobre la desaparición de Harriet Vanger. A diferencia de los apuntes iniciales, con sus arbitrarias abreviaturas, los informes de Morell estaban redactados a máquina y en una prosa legible. En las páginas que seguían se daba cumplida cuenta de las medidas tomadas, con una objetividad y una riqueza de detalles que sorprendieron a Mikael.
Morell había abordado la investigación de modo sistemático. Al principio entrevistó a Henrik Vanger estando presente Isabella Vanger, la madre de Harriet. Luego, por este orden, habló con una tal Ulrika Vanger, Harald Vanger, Greger Vanger y Martin Vanger (el hermano de Harriet), así como con una tal Anita Vanger. Mikael sacó la conclusión de que estas personas habían sido entrevistadas por un decreciente orden jerárquico.
Ulrika Vanger era la madre de Henrik Vanger y, al parecer, gozaba de una serie de privilegios más bien propios de una reina madre. Vivía en la Casa Vanger y no tenía ninguna información que aportar. Se había acostado pronto la noche anterior y llevaba días sin ver a Harriet. Por lo visto, había insistido en ver al inspector Morell únicamente para expresar su opinión: que la policía tenía que actuar inmediatamente.
Harald Vanger, clasificado con el número dos en el orden jerárquico de los miembros de la influyente familia, era el hermano de Henrik. Explicó que había visto a Harriet apenas unos segundos al cruzarse con ella cuando la niña volvía de las fiestas de Hedestad, pero que «no la veía desde el accidente en el puente y no tenía noticia de su actual paradero».
Greger Vanger, hermano de Henrik y Harald, informó de que había visto a la desaparecida cuando ésta, de vuelta de Hedestad, iba al despacho de Henrik Vanger para hablar con él. Greger Vanger dijo que no habló personalmente con la joven, sino que sólo la saludó. No sabía dónde podía estar, pero pensaba, sin duda, que habría ido a ver a alguna amiga sin avisar, y seguro que volvería pronto. Al preguntarle sobre cómo podría haber abandonado la isla, no supo qué contestar.
Martin Vanger fue entrevistado muy brevemente. Estudiaba el último año de bachillerato en Uppsala, de modo que estaba alojado en casa de Harald Vanger. No había sitio en el coche de Harald, así que se fue en tren a Hedeby y llegó tan tarde que se quedó atrapado al otro lado del puente. Consiguió pasar por mar, pero mucho más tarde, por la noche. Fue interrogado con la esperanza de que, tal vez, su hermana hubiese confiado en él y le diera a entender que tenía intención de huir. Aquella idea originó una serie de protestas por parte de la madre de Harriet, pero el inspector Morell consideró que, en ese momento, la posibilidad de que se hubiera escapado debía entenderse como algo esperanzador. Sin embargo, Martin no había hablado con su hermana desde las vacaciones de verano; por consiguiente, no pudo aportar nada valioso.
Anita Vanger era hija de Harald Vanger, pero aparecía erróneamente identificada como «prima» de Harriet; en realidad, Harriet era la hija de su primo. Anita estudiaba su primer curso en la universidad de Estocolmo y había pasado el verano en Hedeby. Tenía casi la misma edad que Harriet y se habían hecho íntimas amigas. Declaró que había llegado a la isla el sábado, con su padre, y que tenía muchas ganas de ver a Harriet, pero que no le había dado tiempo. Anita Vanger comentó que se sentía preocupada porque no era propio de Harriet irse a ningún sitio sin avisar a la familia. Tanto Henrik como Isabella Vanger confirmaron esta conclusión.
Mientras el inspector Morell entrevistaba a los miembros de la familia, ordenó a los agentes Magnusson y Bergman —la patrulla 014— que organizaran una primera batida aprovechando que había luz. Como el puente seguía cortado, resultaba difícil pedir refuerzos desde el otro lado; la primera partida estuvo compuesta por una treintena de voluntarios de diferente sexo y edad. Esa tarde pasaron por la zona de las casas deshabitadas del viejo puerto pesquero, las orillas de la punta de la isla y del estrecho, la parte del bosque situada más cerca del pueblo e, incluso, por Söderberget, la montaña que se levantaba por encima del puerto pesquero. Este último lugar fue peinado desde el mismo momento en que alguien lanzó la teoría de que Harriet podía haber subido hasta allí para contemplar mejor el accidente del puente. También enviaron patrullas a la granja de Östergården, así como a la cabaña de Gottfried, en la otra punta de la isla, adonde Harriet solía acudir algunas veces.
Sin embargo, la búsqueda de Harriet Vanger resultó infructuosa, aunque no se interrumpió hasta mucho después de que anocheciera, a eso de las diez. Por la noche la temperatura descendió a cero grados.
Durante la tarde, el inspector Morell estableció su cuartel general en una sala que Henrik Vanger puso a su disposición en la planta baja de la Casa Vanger. Enseguida tomó una serie de medidas.
En compañía de Isabella Vanger, inspeccionó el cuarto de Harriet intentando averiguar si faltaba alguna cosa: ropa, una bolsa o algo parecido, que pudiera indicar que Harriet se había marchado de casa. Isabella Vanger no dio demasiadas muestras de querer colaborar y tampoco parecía tener mucha idea de lo que su hija guardaba en el armario. «A menudo se vestía con vaqueros, pero a mí todos me parecen iguales.» El bolso de Harriet se encontraba encima de la mesa, con su carné de identidad, una cartera con nueve coronas y cincuenta céntimos, un peine, un pequeño espejo y un pañuelo en su interior. Tras la inspección, la habitación de Harriet quedó precintada.
Morell llamó a varias personas, tanto a miembros de la familia como a empleados, para tomarles declaración. Todas las entrevistas se registraron meticulosamente.
A medida que los participantes de la primera batida fueron volviendo con sus decepcionantes resultados, el inspector decidió que había que llevar a cabo una búsqueda más sistemática. Durante la tarde y la noche solicitó refuerzos; entre otras personas, Morell se puso en contacto con el presidente del Club de Orientación de Hedestad y le pidió que llamara a los miembros del club —que sabían perfectamente cómo orientarse en el bosque— para organizar otra partida de búsqueda. A medianoche, recibió la respuesta de que cincuenta y tres deportistas, sobre todo de la sección juvenil, se presentarían en la Casa Vanger a las siete de la mañana. Henrik Vanger contribuyó, sin pensárselo dos veces, convocando a una parte del turno de mañana —cincuenta hombres— de la fábrica de papel que el Grupo Vanger tenía en Hedestad. Henrik Vanger también se encargó de la comida y la bebida.
Mikael Blomkvist pudo imaginarse perfectamente las escenas que debían de haberse desarrollado en la Casa Vanger durante aquellos días tan dramáticos. Quedaba claro que el accidente del puente contribuyó al desconcierto de las primeras horas; en parte, porque dificultó la posibilidad de recibir refuerzos efectivos; en parte, porque todos pensaron que dos sucesos tan dramáticos, en el mismo lugar y la misma hora, tenían que estar relacionados de alguna manera. Cuando se apartó el camión, el inspector Morell bajó hasta el puente para asegurarse de que Harriet Vanger —Dios sabe cómo— no había ido a parar debajo del vehículo. Esa era la única acción ilógica que Mikael descubrió en la actuación del inspector, ya que la desaparecida fue vista en la isla —eso había quedado demostrado— después de que el accidente tuviera lugar. Aun así, al jefe de la investigación, sin poder dar una explicación razonable del porqué, le costaba deshacerse de la idea de que, en cierto modo, un suceso provocó el otro.


Durante las primeras y confusas veinticuatro horas, las esperanzas de que el asunto tuviera un desenlace rápido y feliz fueron disminuyendo para ser sustituidas, poco a poco, por dos hipótesis. A pesar de las dificultades obvias que Harriet habría tenido para abandonar la isla sin ser descubierta, Morell no quiso ignorar la posibilidad de una fuga. Decidió dictar una orden de búsqueda de Harriet Vanger y ordenó a los agentes que patrullaban en Hedestad que mantuvieran los ojos abiertos por si veían a la chica. También le encargó a un colega de la brigada criminal que entrevistara a los conductores de autobuses y al personal de la estación de tren por si alguien la había visto.
A medida que fueron llegando las respuestas negativas, la probabilidad de que Harriet Vanger hubiese sufrido un accidente aumentó. Durante los días sucesivos, ésa se convirtió en la teoría predominante de la investigación.
La amplia batida realizada dos días después de la desaparición se llevó a cabo —según pudo determinar Mikael— de manera sumamente competente. Policías y bomberos con experiencia en asuntos parecidos organizaron la búsqueda. Pese a que la isla de Hedeby presenta algunas zonas de difícil acceso, la superficie es limitada, de modo que se pudo peinar toda la isla en un solo día. Una barca policía y dos barcos Pettersson voluntarios sondearon lo mejor que pudieron las aguas que rodean la isla.
Al día siguiente la búsqueda continuó con un equipo algo más reducido. Esta vez se enviaron patrullas a repetir la batida por determinadas zonas de terreno especialmente abrupto, así como por un lugar llamado La Fortificación, una serie de búnqueres abandonados, construidos durante la segunda guerra mundial para defender la costa. Ese día también se rastrearon pequeños escondites, pozos, sótanos excavados en la tierra, cobertizos y áticos de todo el pueblo.
Al tercer día de la desaparición, se suspendió la búsqueda. La frustración de Morell podía intuirse en sus notas. Naturalmente, Gustaf Morell aún no era consciente de eso, pero la investigación jamás avanzaría más allá del punto donde se encontraba en aquel momento. Estaba desconcertado y no sabía qué paso dar a continuación o qué lugares deberían seguir rastreando. Todo parecía indicar que a Harriet Vanger se la había tragado la tierra; la tortura de Henrik Vanger, de casi cuarenta años de duración, no había hecho más que empezar.

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