Del 3 de enero al 17 de marzo
En Suecia el cuarenta y seis por ciento
de las mujeres
han sufrido violencia por parte de algún hombre.
han sufrido violencia por parte de algún hombre.
CAPÍTULO 8
Viernes, 3 de enero - Domingo, 5 de enero
Viernes, 3 de enero - Domingo, 5 de enero
Cuando
Mikael Blomkvist se apeó del tren en Hedestad por segunda vez, el cielo tenía
un tono azul pastel y el aire era gélido. El termómetro de la fachada principal
de la estación marcaba 18 grados bajo cero. Al igual que en la última ocasión,
calzaba unos zapatos de suela fina, muy poco apropiados. Sin embargo, a
diferencia de lo que había ocurrido entonces, no había ningún abogado Frode
esperándolo con un coche de cálido interior. Mikael había anunciado su llegada,
pero no dijo en qué tren exactamente. Suponía que habría algún autobús para
Hedeby, pero no tenía ganas de cargar con dos pesadas maletas y una bandolera
mientras lo buscaba. En su lugar, cruzó la plaza hasta la parada de taxis.
Entre
Navidad y Año Nuevo había estado nevando copiosamente a lo largo de toda la
costa de Norrland y, a juzgar por los bordes de las calles y los montones de
nieve acumulada, las máquinas quitanieves ya llevaban algún tiempo trabajando
sin cesar. El taxista que, según la licencia del parabrisas, se llamaba
Hussein, movió la cabeza de un lado a otro cuando Mikael le preguntó si el
tiempo había sido muy malo. Con un acento de Norrland muy pronunciado, le contó
que habían sufrido la peor tormenta de nieve de las últimas décadas, y que se,
arrepentía amargamente de no haber cogido vacaciones para pasar la Navidad en
Grecia.
Mikael
le indicó al taxista el camino hasta el patio de la casa de Henrik Vanger, del
que acababan de quitar la nieve. Dejó sus maletas junto al porche y vio cómo el
coche desaparecía de regreso a Hedestad. De repente se sintió solo y confuso.
Quizá Erika tuviera razón al insistir en que toda esa historia era una locura.
Oyó
la puerta abrirse a sus espaldas y se dio media vuelta. Henrik Vanger iba bien
abrigado con un grueso abrigo de cuero, unas buenas botas y una gorra con
orejeras. Mikael llevaba vaqueros y una fina cazadora de piel.
—Si
vas a vivir aquí, tendrás que aprender a vestirte mejor durante esta época del
año.
Se
estrecharon las manos.
—¿Seguro
que no quieres alojarte en la casa principal? ¿No? Bueno, entonces empezaremos
por instalarte en tu nueva vivienda.
Mikael
asintió. Una de sus exigencias había sido disponer de una vivienda donde él
mismo pudiera encargarse de las tareas domésticas y entrar y salir cuando
quisiera. Henrik Vanger llevó a Mikael camino abajo en dirección al puente.
Luego cruzaron una verja y entraron en el patio delantero de una pequeña casa
de madera situada casi al pie del puente. Acababan de quitar la nieve. La casa
no estaba cerrada con llave y el viejo le abrió la puerta a Mikael. Entraron en
un pequeño recibidor donde Mikael, suspirando de alivio, dejó las maletas.
—Esto
es lo que nosotros llamamos la casita de invitados; aquí solemos alojar a la
gente que se queda más tiempo. Fue aquí donde vivisteis tú y tus padres en
1963. De hecho, se trata de una de las casas más antiguas del pueblo, aunque
está modernizada. Esta misma mañana le pedí a Gunnar Nilsson, que me ayuda con
los trabajos de la finca, que pusiera la calefacción.
La
casa se componía de una gran cocina y dos pequeñas habitaciones; en total, unos
cincuenta metros cuadrados. La cocina ocupaba la mitad de la superficie y tenía
una encimera eléctrica, una pequeña nevera y agua corriente. Junto a la pared
del recibidor también había una vieja cocina de hierro con un buen fuego que
llevaba ardiendo todo el día.
—No
hace falta que la enciendas si no hace mucho frío. El cajón de leña está en el
recibidor, pero encontrarás más en el cobertizo que hay detrás de la casa. Aquí
no ha vivido nadie desde el otoño; la hemos encendido esta misma mañana para
calentar la casa. Con los radiadores eléctricos tendrás bastante durante el
día. Pero ten cuidado: no los cubras con ropa; podrías provocar un incendio.
Mikael
asintió y miró a su alrededor. Había ventanas en tres de las paredes; desde la
mesa tenía vistas al puente, situado a unos treinta metros. El mobiliario
consistía en unos grandes armarios, unas sillas, un viejo arquibanco de cocina
y una estantería con una pila de revistas. En lo alto del montón se veía un
número de Se que databa de 1967. En un rincón había otra
mesa más pequeña que podría usar para trabajar.
La
puerta de entrada a la cocina estaba a un lado de la cocina de hierro. En el
otro lado, había dos puertas estrechas que daban a las dos habitaciones. La de
la derecha, más cercana a la pared exterior, era más bien un pequeño trastero
habilitado y amueblado con una pequeña mesa de trabajo, una silla y una
estantería que cubría la pared más larga. Servía como estudio. La otra
estancia, entre ese cuarto de trabajo y el recibidor, era un dormitorio
bastante pequeño. El mobiliario lo componían una estrecha cama de matrimonio,
una mesilla y un armario. En las paredes colgaban unos cuadros con motivos
paisajísticos. Los muebles y el papel de las paredes eran viejos y habían
perdido su color, pero todo olía bien, a limpio. Alguien le había dado un
repaso al suelo con una buena dosis de jabón. En el dormitorio también había
una puerta lateral que daba al recibidor, donde otro viejo trastero había sido
convertido en cuarto de baño con una pequeña ducha.
—Tal
vez tengas problemas con el agua —dijo Henrik Vanger—. Esta misma mañana hemos
comprobado que las tuberías van bien, pero como están casi a ras de suelo es
posible que se congelen si sigue haciendo tanto frío durante mucho más tiempo.
Hay un cubo en la entrada; si te hace falta, puedes subir a mi casa a por agua.
—Necesitaré
un teléfono —dijo Mikael.
—Ya
lo he pedido. Vendrán a instalártelo pasado mañana. Bueno, ¿qué te parece? Si
cambias de opinión, puedes trasladarte a la casa grande en el momento que
quieras.
—Todo
es estupendo —contestó Mikael, lejos de convencerse, no obstante, de que la
situación en la que se había metido fuera muy sensata.
—Me
alegro. Nos queda más o menos una hora de luz antes de que anochezca. ¿Damos
una vuelta para que te vayas familiarizando con el pueblo? Te recomiendo que te
pongas unas botas y unos calcetines gordos. Los encontrarás en el armario del
recibidor.
Mikael
hizo lo que Henrik le acababa de decir y decidió que mañana mismo iría a
comprarse unos calzoncillos largos y unas buenas botas de invierno.
El viejo
empezó el paseo explicando que el vecino del otro lado del camino era Gunnar
Nilsson, el ayudante que Henrik Vanger insistía en llamar bracero, pero Mikael
no tardó en comprender que se trataba más bien de la persona que se ocupaba del
mantenimiento de todas las casas de la isla de Hedeby y que, además, era el
administrador de varios inmuebles de la ciudad de Hedestad.
—Es
hijo de Magnus Nilsson, que fue mi bracero en los años sesenta y uno de los
hombres que ayudó el día del accidente del puente. Magnus vive todavía, pero ya
se ha jubilado y ahora reside en Hedestad. Gunnar vive en esta casa con su
mujer, Helen. Los niños ya se han ido. —Henrik Vanger hizo una pausa y meditó
un rato antes de volver a tomar la palabra—. Mikael, la versión oficial es que
tú estás aquí porque me vas a ayudar a redactar mi autobiografía. Eso te dará
un pretexto para husmear por todos los rincones y para hacerle preguntas a la
gente. La verdadera naturaleza de tu misión es algo que queda entre tú, yo y
Dirch Frode. Somos los únicos que la conocemos.
—De
acuerdo. Aunque, insisto, es una pérdida de tiempo. No voy a ser capaz de
resolver el misterio.
—Todo
lo que te pido es que lo intentes. Pero debemos tener cuidado con lo que
decimos cuando no estemos solos.
—Vale.
—Gunnar
cuenta ahora con cincuenta y seis años y, por lo tanto, tenía diecinueve cuando
desapareció Harriet. Hay una cosa que nunca me ha quedado clara. Harriet y
Gunnar eran buenos amigos y creo que hubo una especie de romance juvenil entre
los dos, él, por lo menos, se interesaba mucho por ella. Sin embargo, el día en
el que Harriet desapareció estaba en Hedestad y fue uno de los que se quedaron
aislados en la parte continental cuando se bloqueó el puente. Debido a su
relación, naturalmente, Gunnar fue investigado con especial meticulosidad. Le
resultó bastante desagradable, pero la policía investigó su coartada y ésta
pudo comprobarse. Pasó todo el día con unos amigos y no volvió aquí hasta muy
tarde.
—Supongo
que tienes una lista detallada de los que se encontraban en la isla aquel día y
de sus actividades.
—Por
supuesto. ¿Seguimos?
Se
detuvieron en el cruce de caminos de la colina, delante de la Casa Vanger;
Henrik señaló con el dedo el viejo puerto pesquero.
—Toda
la isla pertenece a la familia Vanger; bueno, para ser más exactos, a mí. La
excepción la componen la granja de Östergården y unas pocas casas que hay aquí
en el pueblo. Las viejas casetas de los pescadores del antiguo puerto pesquero
ya se han vendido, pero se usan como residencias veraniegas y, por lo general,
están deshabitadas en invierno; excepto la del final. ¿Ves aquella casa de la
que sale humo por la chimenea?
Mikael
asintió. El frío ya le había calado hasta los huesos.
—Una
casucha con unas terribles corrientes de aire; allí vive Eugen Norman todo el
año. Tiene setenta y siete años y dice que es pintor. A mí me parece más bien
arte de mercadillo, aunque se le conoce bastante como paisajista. Viene a ser
el típico bohemio que hay en cualquier pueblo.
Henrik
Vanger condujo a Mikael por el camino que iba hasta la punta de la isla,
señalándole casa tras casa. El pueblo lo conformaban seis casas en el lado
oeste del camino y cuatro en el este. La primera, la más cercana a la casa de
Mikael y a la Casa Vanger, pertenecía a Harald, el hermano de Henrik. Se
trataba de una construcción cuadrada de piedra, de dos plantas. A primera vista
parecía abandonada; las cortinas estaban corridas y el camino hasta la puerta
se encontraba cubierto por medio metro de nieve. Al echar una segunda ojeada,
unas huellas revelaron que alguien se había abierto camino entre la nieve.
—Harald
es un solitario. Nunca nos hemos llevado bien. Aparte de las peleas sobre la
empresa, de la que él también es socio, apenas hemos hablado en más de sesenta
años. Es mayor que yo; tiene noventa y dos años y es el único de mis cinco
hermanos que sigue vivo. Estudió medicina y trabajó principalmente en Uppsala;
luego te contaré los detalles... Regresó cuando cumplió setenta años.
—Sí,
ya sé que no os caéis bien. Y, aun así, sois vecinos.
—Me
resulta repugnante y habría preferido que se quedara en Uppsala, pero es el
propietario de la casa. Te pareceré malvado, ¿verdad?
—Me
pareces alguien a quien no le gusta su hermano.
—Dediqué
los primeros veinticinco o treinta años de mi vida a disculpar y perdonar a
gente como Harald porque éramos familia. Luego descubrí que el parentesco no es
una garantía de amor y que me faltaban razones para defender a Harald.
La
siguiente casa pertenecía a Isabella, la madre de Harriet Vanger.
—Cumplirá
setenta y cinco este año y sigue igual de elegante y vanidosa que siempre.
Además, es la única del pueblo que habla con Harald y que, de vez en cuando, le
hace una visita. Pero no tienen mucho en común.
—¿Cómo
era la relación con su hija?
—Bien
pensado. Incluso las mujeres deben formar parte del círculo de sospechosos. Ya
te he contado que muchas veces abandonaba a sus hijos a su suerte. No lo sé;
creo que tenía buenas intenciones pero que, simplemente, no era capaz de asumir
responsabilidades. No estaban muy unidas, aunque tampoco eran enemigas.
Isabella puede resultar algo dura, pero a veces parece no hallarse del todo en
sus cabales. Ya entenderás lo que te quiero decir cuando la conozcas.
La
vecina de Isabella era una tal Cecilia Vanger, hija de Harald.
—Antes
estaba casada y vivía en Hedestad, pero se separó hace más de veinte años. Soy
el propietario de la casa y la invité a instalarse ahí. Cecilia es profesora y
en muchos sentidos es justamente lo opuesto a su padre. Debo añadir que tampoco
ellos se hablan más de lo necesario.
—¿Y
qué edad tiene?
—Nació
en 1946, así que tenía veinte años cuando Harriet desapareció. Y sí, formaba
parte de los invitados de la isla aquel día. —Henrik Vanger reflexionó un
instante—. Cecilia puede dar la impresión de ser bastante voluble, pero, en
realidad, es aguda como pocos. No la subestimes. Si hay alguien que puede darse
cuenta de tu verdadera misión, es ella. Uno de los familiares que más aprecio.
—Entonces
¿no sospechas de ella?
—No
he dicho eso. Quiero que lo cuestiones todo sin ningún tipo de prejuicios,
independientemente de lo que yo pueda pensar o creer.
La
casa aledaña a la de Cecilia pertenecía a Henrik Vanger, pero se la había
alquilado a una pareja mayor que en su día trabajó en la dirección del Grupo
Vanger. Se mudaron a la isla de Hedeby en los años ochenta; por lo tanto, no
tenían nada que ver con la desaparición de Harriet. La siguiente casa era
propiedad de Birger Vanger, hermano de Cecilia Vanger. Hacía varios años que
permanecía vacía, desde que Birger Vanger se instalara en un moderno chalé de
la ciudad de Hedestad.
Casi
todas las construcciones situadas a lo largo del camino eran sólidas casas de
piedra de principios del siglo pasado. La última casa se diferenciaba de las
demás por su diseño arquitectónico: un moderno chalé de ladrillo blanco y
oscuros marcos en las ventanas. Se hallaba en un sitio privilegiado; Mikael
suponía que las vistas desde la planta de arriba debían de ser espectaculares:
daba al mar por el este y a Hedestad por el norte.
—Aquí
vive Martin Vanger, el hermano de Harriet y director ejecutivo del Grupo
Vanger. En este solar se ubicaba antes la casa rectoral, pero fue parcialmente
destruida por un incendio en los años setenta; Martin hizo construir el chalé
en 1978, cuando asumió el cargo de director.
Al
fondo, en la parte este del camino, vivían Gerda Vanger —la viuda de Greger,
otro hermano de Henrik— y su hijo, Alexander Vanger.
—Gerda
está enferma: sufre de reumatismo. Alexander es socio minoritario del Grupo
Vanger, pero dirige sus propios negocios, entre los que se cuentan algunos
restaurantes. Suele pasar varios meses al año en Barbados, en las Antillas
Holandesas, donde ha invertido dinero en el sector del Turismo.
Entre
la casa de Gerda y la de Henrik Vanger había un solar con dos pequeños
edificios que estaban vacíos y que se usaban como casas de invitados para
alojar a los distintos miembros de la familia cuando venían de visita. Al otro
lado de la Casa Vanger había otra casa, vendida a un empleado retirado. Vivía
allí con su mujer, pero ahora no había nadie porque la pareja pasaba todo el
invierno en España.
Volvieron
a salir al cruce, lo cual ponía fin al paseo. Ya estaba anocheciendo. Mikael
tomó la iniciativa y dijo:
—Henrik,
no puedo más que repetir que todo esto no dará resultado, pero haré el trabajo
para el que me has contratado: voy a escribir tu autobiografía y accederé a tus
deseos leyendo todo el material sobre Harriet Vanger tan crítica y meticulosamente
como sea capaz. Sólo quiero que quede claro que no soy un detective privado,
para que no albergues falsas esperanzas.
—No
espero nada. Sólo quiero realizar un último intento de encontrar la verdad.
—Bien.
—Soy
un ave nocturna —dijo Henrik Vanger—. Estaré a tu disposición desde la hora de
comer en adelante. Voy a preparar un estudio aquí arriba que podrás utilizar
cada vez que lo desees.
—No,
gracias. Ya tengo un cuarto para trabajar en mi casita.
—Como
quieras.
—Cuando
necesite hablar contigo, nos veremos en tu estudio, pero no voy a empezar esta
misma noche a avasallarte con preguntas.
—De
acuerdo.
El
viejo le resultó sospechosamente discreto.
—Me
llevará un par de semanas estudiar todo el material. Trabajaremos en dos
frentes. Nos veremos un par de horas al día para conversar y reunir material
sobre tu biografía. Cuando tenga que hacerte preguntas sobre Harriet, te
avisaré.
—Me
parece muy sensato.
—Voy
a trabajar muy libremente, sin horario fijo.
—Organízate
como más te convenga.
—No
te olvides de que tengo que ir a la cárcel un par de meses. No sé cuándo, pero
no voy a recurrir la sentencia. Lo más seguro es que sea este año.
Henrik
Vanger arqueó las cejas.
—Eso
es una contrariedad. Pero ya lo resolveremos cuando llegue el momento. Puedes
pedir una prórroga.
—Si
las cosas van bien y tengo suficiente material, podré trabajar en el libro
sobre tu familia desde la cárcel; ya hablaremos de ello si se diera el caso.
Una cosa más: sigo siendo copropietario de Millennium,
una revista en crisis, de momento. Si ocurre algo que requiera mi presencia en
Estocolmo, no tendré más remedio que dejar todo esto e ir hasta allí.
—No
te he contratado para que seas mi esclavo. Quiero que seas consecuente y
constante con el trabajo que te he dado, pero, por supuesto, ponte tú mismo los
horarios y organízate como más te convenga. Si necesitas coger unos días
libres, hazlo; pero si descubro que pasas del trabajo, daré por hecho que has
incumplido el contrato.
Mikael
asintió. Henrik Vanger miró hacia el puente. El viejo estaba flaco y de repente
a Mikael le pareció un pobre espantapájaros.
—En
cuanto a Millennium, deberíamos
reunimos para tratar la naturaleza de esa crisis; si yo pudiera ayudar de
alguna manera...
—La
mejor ayuda sería servirme hoy mismo la cabeza de Wennerström en una bandeja.
—No,
no. Eso no lo voy a hacer. —El viejo le lanzó una incisiva mirada a Mikael—. La
única razón por la que has aceptado este trabajo es porque yo te he prometido
desenmascarar a Wennerström. Si lo hiciera ahora, podrías abandonar tu trabajo
en cuanto te diera la gana. Esa información te la proporcionaré dentro de un
año.
—Henrik,
perdóname por lo que te voy a decir, pero ni siquiera puedo estar seguro de que
sigas vivo dentro de un año.
Henrik
Vanger suspiró mirando pensativo hacia el puerto pesquero.
—Tienes
razón. Se lo comentaré a Dirch Frode, a ver si se nos ocurre algo. Pero en
cuanto a Millennium, quizá yo
pueda ayudar de otra manera. Si lo he entendido bien, son los anunciantes los
que se retiran.
Mikael
asintió lentamente con la cabeza.
—Los
anunciantes constituyen el problema más inmediato, pero la crisis es más
profunda. Una cuestión de credibilidad. No importa cuántos anunciantes haya si
nadie quiere comprar la revista.
—Lo
entiendo. Pero, aunque no participe activamente, sigo siendo miembro de la
junta directiva de un grupo empresarial bastante importante. Nosotros también
tenemos que anunciarnos en algún sitio. Ya hablaremos del asunto. ¿Quieres
quedarte a cenar...?
—No.
Quiero organizarme un poco, ir al supermercado y dar una vuelta por ahí. Mañana
iré a Hedestad a comprar ropa de invierno.
—Buena
idea.
—Me
gustaría que trasladaras el archivo de Harriet a mi casa.
—Debe
ser manejado...
—Con
gran cuidado; ya lo sé.
Mikael
regresó a su casa y, nada más entrar en ésta, comenzaron a castañetearle los
dientes. Miró el termómetro exterior de la ventana. Marcaba 15 grados bajo
cero; no recordaba haber tenido nunca tanto frío metido en el cuerpo como
después del paseo que acababa de dar, de apenas veinte minutos.
Dedicó
la siguiente hora a instalarse en la que iba a ser su nueva casa durante ese
año. Sacó la ropa de la maleta y la puso en el ropero del dormitorio. Colocó
los útiles de aseo en el armario del cuarto de baño. La otra maleta era muy
grande y tenía ruedas. De ella sacó libros, cedes, un reproductor de discos
compactos, cuadernos, un pequeña grabadora Sanyo, un escáner Microtek, una
impresora portátil de inyección de tinta, una cámara digital Minolta y otros
objetos que consideraba imprescindibles para su año de exilio.
Colocó
los libros y los cedes en la librería del estudio, al lado de dos carpetas que
contenían documentos de su investigación sobre Hans-Erik Wennerström. El
material carecía de valor, pero no podía deshacerse de él. Aquellas dos
carpetas tenían que convertirse de alguna manera en la base sobre la que
edificar su nueva carrera profesional.
Por
último, abrió la bandolera y colocó su iBook en la mesa del cuarto de trabajo.
Luego se detuvo y miró a su alrededor con cara de tonto. The benefits of living in the
countryside. De repente, se dio cuenta de que no tenía dónde conectar el
cable de banda ancha. Ni siquiera había una toma telefónica para un viejo
módem.
Mikael
volvió a la cocina y, desde su móvil, llamó a Telia, la compañía telefónica.
Tras no pocos inconvenientes consiguió que alguien buscara la solicitud que
había hecho Henrik Vanger. Preguntó si la línea tenía capacidad para ADSL y le
contestaron que sería posible a través de un relé instalado en Hedeby, pero que
les llevaría unos días.
Eran
más de las cuatro de la tarde cuando Mikael terminó de ordenarlo todo. Volvió a
ponerse los calcetines de lana y las botas, y se abrigó con un jersey más. Ya
en la puerta se detuvo; no le habían dado las llaves de la casa, y sus
instintos urbanos se rebelaban contra el principio de dejar la puerta sin
cerrar. Volvió a la cocina y abrió los cajones. Al final encontró la llave
colgando de un clavo de la despensa.
El
termómetro había bajado a 17 grados bajo cero. Mikael cruzó el puente
apresuradamente y subió la cuesta, pasando por delante de la iglesia. Tenía el
supermercado Konsum muy a mano, apenas a unos trescientos metros. Llenó dos
bolsas hasta arriba de productos básicos, que cargó hasta la casa antes de
cruzar el puente de nuevo. Esta vez entró en el Café de Susanne. Tras el
mostrador había una mujer de unos cincuenta años. Le preguntó si era Susanne y
se presentó diciendo que seguramente se convertiría en un cliente habitual. En
ese momento no había nadie más, y Susanne lo invitó a café cuando pidió un
sándwich y compró pan y unos bollos para llevar. Cogió del revistero el
periódico local —Hedestads-Kuriren— y se sentó a una mesa con vistas al
puente y a la iglesia, cuya fachada estaba iluminada. En medio de esa oscuridad
parecía una postal de Navidad. Tardó alrededor de cuatro minutos en leer el
periódico. La única noticia de interés era un breve texto sobre un político
municipal llamado Birger Vanger (de los liberales) que quería apostar por el IT
TechCent, un centro de alta tecnología de Hedestad. Se quedó media hora en el
café hasta que Susanne cerró, a las seis.
A las
siete y media de la tarde, Mikael llamó a Erika, pero el abonado no estaba
disponible. Se sentó en el arquibanco de la cocina e intentó leer una novela
que, según el texto de la contracubierta, constituía el sensacional debut de
una feminista adolescente. La novela trataba de los intentos de la autora por
poner orden en su vida sexual durante un viaje a París, y Mikael se preguntaba
si a él lo llamarían feminista en el caso de que escribiera una novela sobre su
vida sexual en estilo estudiantil. Probablemente no. Había comprado el libro
sobre todo porque la editorial alababa a la escritora y la bautizaba como «la
nueva Carina Rydberg». Tardó poco en constatar que no era cierto, ni
estilísticamente ni en cuanto al contenido. Al cabo de un rato dejó la novela
y, en su lugar, se puso a leer un relato del vaquero Hopalong Cassidy publicado
en la revista Rekordmagasinet de los años cincuenta.
Cada
media hora se oía el tañido breve y apagado del campanario de la iglesia. Las
ventanas de la casa de Gunnar Nilsson, al otro lado del camino, estaban
iluminadas pero no se veía a nadie. En la casa de Harald Vanger reinaba la
oscuridad. Sobre las nueve, un coche cruzó el puente y desapareció con
dirección a la punta de la isla. A medianoche la iluminación de la fachada de
la iglesia se apagó. Ésa era, al parecer, toda la vida nocturna existente en
Hedeby un viernes por la noche del mes de enero. Un silencio sepulcral.
Intentó
llamar de nuevo a Erika y saltó el contestador, que le pidió que dejara un
mensaje. Lo hizo. Acto seguido, apagó las luces y se acostó. Antes de conciliar
el sueño, pensó que el riesgo que corría en Hedeby de volverse completamente
loco era alto e inminente.
Le
produjo una extraña sensación despertarse en completo silencio. En sólo una
fracción de segundo, Mikael pasó de un profundo sueño a estar completamente
despierto; luego se quedó un rato quieto escuchando. Hacía frío en el
dormitorio. Giró la cabeza y miró el reloj que había dejado en un taburete al
lado de la cama. Eran las siete y ocho minutos de la mañana; nunca había sido
muy madrugador y normalmente le costaba despertarse sin, por lo menos, dos
despertadores. Ahora lo había hecho sin ninguna ayuda y, además, se sentía descansado.
Puso
a hervir agua para preparar el café antes de meterse bajo la ducha, donde de
repente experimentó la placentera sensación de contemplarse a sí mismo: Kalle Blomkvist, explorador de tierras
vírgenes.
Al
menor roce con el grifo de la ducha el agua pasó de arder a estar helada. Ya en
la cocina, echó en falta el periódico del desayuno. La mantequilla estaba
congelada. No había ningún cortaquesos en el cajón. Fuera, seguía tan oscuro
como la boca del lobo y el termómetro marcaba 21 grados bajo cero. Era sábado.
La parada
del autobús para Hedestad estaba enfrente del supermercado Konsum y Mikael
inició su particular exilio cumpliendo su plan de ir de compras. Se bajó del
autobús delante de la estación de ferrocarril y dio una vuelta por el centro. Compró
unas robustas botas de invierno, dos pares de calzoncillos largos, unas gruesas
camisas de franela, un buen tres cuartos de invierno, un gorro y unos guantes
forrados por dentro. En Teknikmagasinet encontró un pequeño televisor portátil
con antena de cuernos. El vendedor le aseguró que en Hedeby iba a poder
sintonizar, por lo menos, la televisión nacional; Mikael prometió regresar para
que le devolvieran el dinero si no lo conseguía.
Pasó
por la biblioteca, se hizo el carné de socio y sacó dos novelas de misterio de
Elizabeth George. En una papelería adquirió bolígrafos y cuadernos. También se
hizo con una bolsa de deporte para meter sus nuevas adquisiciones.
Por
último, se compró un paquete de tabaco; había dejado de fumar hacía diez años,
pero de vez en cuando tenía recaídas y experimentaba un repentino deseo de
nicotina. Sin abrirla, se metió la cajetilla en el bolsillo de la cazadora. La
última visita fue a una óptica, donde encargó unas lentillas nuevas y adquirió
una solución limpiadora.
A
eso de las dos ya había vuelto a Hedeby; estaba quitándole las etiquetas del
precio a la ropa cuando se abrió la puerta. Una mujer rubia de unos cincuenta
años llamó al marco de la puerta de la cocina al mismo tiempo que cruzaba el
umbral. Traía un bizcocho en un plato.
—Hola,
sólo quería darte la bienvenida. Me llamo Helen Nilsson y vivo justo enfrente,
así que somos vecinos.
Mikael
le estrechó la mano y se presentó.
—Ya
sé quién eres; te he visto en la tele. Me alegro de ver luces encendidas en
esta casita por las noches.
Mikael
se puso a preparar café para los dos; ella intentó excusarse, pero, aun así, se
sentó a la mesa de la cocina. Miró por la ventana de reojo.
—Aquí
viene Henrik con mi marido. Por lo visto te hacían falta unas cajas.
Henrik
Vanger y Gunnar Nilsson se detuvieron fuera con un carrito; Mikael se apresuró
a salir para saludar y ayudarles con las cuatro cajas de cartón. Las dejaron en
el suelo, junto a la cocina de hierro. Mikael puso las tazas de café sobre la
mesa y cortó el bizcocho de Helen.
Gunnar
y Helen le resultaron simpáticos. No daban la impresión de tener mucha
curiosidad por saber por qué Mikael se encontraba en Hedestad; el hecho de que
trabajara para Henrik Vanger parecía ser suficiente explicación. Mikael
observaba la relación entre los Nilsson y Henrik Vanger y constató que no era
nada afectada y que estaba exenta de la clásica subordinación entre el señor y
el personal de servicio. Charlaron sobre el pueblo y sobre quién había
construido la casita en la que se alojaba Mikael. El matrimonio Nilsson
corregía a Vanger cuando la memoria le fallaba; y éste, por su parte, contó una
divertida anécdota. Una noche Gunnar Nilsson descubrió al tonto del pueblo del
otro lado del puente intentando entrar por la ventana de la casita. Nilsson se había
acercado para preguntarle al torpe ladrón por qué no entraba por la puerta, que
no estaba cerrada con llave.
Gunnar
Nilsson examinó con cierto escepticismo el pequeño televisor, e invitó a Mikael
a ir a su casa por las noches si quería ver algún programa de la tele. Tenían
antena parabólica.
Henrik
Vanger permaneció un rato más en la casa después de que el matrimonio Nilsson
se marchara. El viejo comentó que le parecía mejor que el propio Mikael
ordenara el archivo y que subiera a verle si le surgía alguna duda. Mikael le
dio las gracias y aseguró que no habría ningún problema.
Cuando
Mikael se quedó solo, llevó las cajas al estudio y se puso a revisar el
contenido.
La
investigación privada de Henrik Vanger sobre la desaparición de la nieta de su
hermano se había prolongado durante treinta y seis años. A Mikael le costaba
decidir si ese interés se debía a una obsesión enfermiza o bien si a lo largo
de los años se había convertido en un juego intelectual. Resultaba
completamente obvio, sin embargo, que el viejo patriarca había acometido el
trabajo con la mentalidad sistemática de un arqueólogo aficionado: el material
ocupaba casi siete metros de librería.
El
grueso lo componían las veintiséis carpetas que conformaban la investigación
policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. A Mikael le parecía difícil
que cualquier otra desaparición más «normal» diese un material tan abundante.
Claro que, por otra parte, sin duda Henrik Vanger había ejercido la influencia
necesaria para que la policía de Hedestad no dejara de seguir todas las pistas,
tanto las buenas como las menos prometedoras.
Además
de la investigación de la policía, había cuadernos con recortes, álbumes de
fotos, planos, recuerdos, artículos periodísticos sobre Hedestad y sobre las
empresas Vanger, el diario de Harriet Vanger (que, sin embargo, no contenía
muchas páginas), libros de texto del colegio, certificados médicos y otras
cosas. Allí también había no menos de dieciséis volúmenes encuadernados, de
cien páginas cada uno, que podían considerarse el cuaderno de bitácora de las
investigaciones de Henrik Vanger. En esos cuadernos el patriarca había escrito,
con letra pulcra, sus propias reflexiones, ideas, pistas falsas y otras
observaciones. Mikael los hojeó un poco aleatoriamente. Tenían cierto estilo
literario y a Mikael le dio la impresión de que los volúmenes contenían textos
pasados a limpio desde decenas de cuadernos más antiguos. Para terminar,
encontró diez o doce carpetas con material sobre distintas personas de la
familia Vanger; las páginas estaban mecanografiadas y, al parecer, habían sido
escritas durante un largo período de tiempo.
Henrik
Vanger había investigado a su propia familia.
Hacia las
siete, Mikael escuchó un claro maullido y abrió la puerta. Una gata parda
rojiza entró como un rayo al calor del hogar.
—Te
entiendo perfectamente —dijo Mikael.
La
gata dio una rápida vuelta olisqueando toda la casa. Mikael cogió un plato y le
puso un poco de leche, que la invitada se tomó a lengüetazos. Luego, el felino
se subió de un salto al arquibanco de la cocina y se enroscó. No parecía tener
intención de moverse de allí.
Eran más
de las diez de la noche cuando, finalmente, Mikael pudo hacerse una idea
general de todo el material y lo colocó sobre los estantes en un orden lógico.
Fue a la cocina y se preparó café y dos sándwiches. A la gata le ofreció un
poco de embutido y de paté. A pesar de no haber comido bien en todo el día, se
sentía extrañamente inapetente. Cuando se terminó el café y los sándwiches,
sacó la cajetilla de tabaco del bolsillo de la cazadora y la abrió.
Escuchó
los mensajes de su móvil; Erika no había dado señales de vida, así que intentó
llamarla. Lo único que consiguió, de nuevo, fue escuchar el contestador.
Una
de las primeras medidas que Mikael tomó en su investigación privada fue
escanear el mapa de la isla de Hedeby que le dejó Henrik Vanger. Todavía tenía
frescos en la memoria todos los nombres que Henrik le había ido mencionando
durante el paseo, así que apuntó quién vivía en cada casa. La galería de personajes
del clan Vanger era tan amplia que le llevaría algún tiempo aprenderse quién
era cada uno.
Poco
antes de medianoche, Mikael se abrigó bien, se puso las botas que acababa de
comprar y dio un paseo cruzando el puente. Giró y tomó el camino que discurría
paralelamente a la costa, por debajo de la iglesia. En el estrecho y el viejo
puerto se había formado una capa de hielo, pero algo más allá divisó una franja
de agua algo más oscura. Mientras permanecía allí, la iluminación de la fachada
de la iglesia se apagó y la oscuridad le envolvió. Hacía frío y la noche estaba
estrellada.
De
repente, le invadió un profundo desánimo. Por mucho que lo intentara, no
entendía por qué había dejado que Henrik Vanger lo persuadiera para aceptar esa
absurda misión. Erika tenía toda la razón del mundo; era una absoluta pérdida
de tiempo. Debería estar en Estocolmo —por ejemplo, en la cama, con Erika—
preparando la guerra contra Hans-Erik Wennerström. Pero también respecto a eso
se sentía apático; ni siquiera tenía la más mínima idea de cómo empezar a
preparar una estrategia de contraataque.
Si
en ese momento hubiese sido de día, habría ido a hablar con Henrik Vanger para
romper el contrato y marcharse a su casa. Pero, desde la colina de la iglesia,
pudo constatar que la Casa Vanger estaba ya a oscuras y en silencio. Desde allí
se veían todas las edificaciones de la parte insular del pueblo. La casa de
Harald Vanger también permanecía a oscuras, pero había luz en la de Cecilia
Vanger y en la que estaba alquilada, al igual que en el chalé de Martin Vanger,
ya hacia el final de la punta. En el puerto deportivo había luz en casa de
Eugen Norman, el pintor de la casucha con corrientes de aire cuya chimenea
también lanzaba su buen penacho de chispas y humo. La planta superior del café
también estaba iluminada y Mikael se preguntó si Susanne viviría allí y, en ese
caso, si se encontraría sola.
Mikael
durmió hasta bien entrada la mañana del domingo y se despertó, presa del
pánico, cuando un enorme estruendo invadió toda la casa. Le llevó un segundo
orientarse y darse cuenta de que no eran más que las campanas de la iglesia
llamando a misa y que, por tanto, faltaba poco para las once. Se sentía
desanimado y se quedó un rato más en la cama. Al escuchar los exigentes
maullidos de la gata, se levantó y le abrió la puerta para dejarla salir.
A
las doce ya estaba duchado y había desayunado. Decidido, entró en el estudio y
cogió la primera carpeta de la investigación policial. Luego dudó. Desde la
ventana lateral vio el letrero del Café de Susanne; metió la carpeta en su
bandolera y se abrigó bien. Al llegar al café descubrió que estaba hasta arriba
de clientes; por fin encontró la respuesta a la pregunta que él llevaba tiempo
haciéndose: ¿cómo podía sobrevivir un café en un pueblucho como Hedeby? Susanne
se había especializado en los feligreses de la iglesia y en servir café para
funerales y otros actos.
Así
que cambió de idea y salió a dar un paseo. Konsum cerraba ese día, de modo que
continuó un poco más por el camino que iba hacia Hedestad y compró periódicos
en una gasolinera que sí abría los domingos. Dedicó una hora a pasear por
Hedeby y a familiarizarse con el entorno de la parte continental. Las antiguas
edificaciones en torno a la iglesia y el supermercado Konsum constituían el
núcleo del pueblo: casas de piedra de dos plantas, seguramente construidas a lo
largo de las dos primeras décadas del siglo xx, que conformaban una pequeña
calle. Al norte de la carretera se levantaban unos bloques de pisos, muy bien
cuidados, para familias con niños. Junto a la orilla y al sur de la iglesia,
predominaban los chalés. Hedeby era, sin duda, una buena zona, destinada a
ejecutivos y altos cargos administrativos de Hedestad.
Cuando
volvió al puente, la avalancha del Café de Susanne había pasado, pero la dueña
seguía ocupada recogiendo las mesas.
—¿La
invasión dominical? —dijo a modo de saludo.
Ella
asintió llevándose una mecha de pelo detrás de la oreja.
—Hola,
Mikael.
—Así
que te acuerdas de mi nombre...
—Es
difícil no acordarse —contestó ella—. Te vi por la tele antes de Navidad, en el
juicio.
De
repente, Mikael se sintió avergonzado.
—Tienen
que llenar las noticias con algo —murmuró, y se fue a la mesa del rincón desde
la que se veía el puente.
Cuando
su mirada se encontró con la de Susanne, ella sonrió.
A las
tres de la tarde, Susanne le anunció que iba a cerrar el café. Después de la
hora punta, tras finalizar la misa, sólo habían entrado unos pocos clientes.
Mikael pudo leer poco más de una quinta parte de la primera carpeta de la
investigación policial sobre la desaparición de Harriet Vanger. La cerró, metió
su cuaderno en la bandolera y se marchó. Atravesó el puente a paso ligero y
luego se dirigió a casa.
La
gata le esperaba en la entrada y Mikael echó un vistazo por los alrededores preguntándose
de quién podría ser el animal. De todos modos la dejó entrar; al fin y al cabo,
le hacía compañía.
Intentó,
de nuevo, llamar a Erika, pero no consiguió escuchar más que la voz del
contestador. Al parecer, estaba furiosa con él. Podría haberla llamado a la
redacción o a su casa, pero, por pura cabezonería, decidió no hacerlo; ya le
había dejado suficientes mensajes. En su lugar, se preparó café, se sentó en el
arquibanco, no sin antes echar a un lado a la gata, y abrió la carpeta sobre la
mesa de la cocina.
Se
puso a leer con suma concentración para que no se le escapara ningún detalle.
Al cerrar la carpeta, ya bien entrada la noche, había llenado con apuntes
varias páginas de su cuaderno, tanto con palabras clave que resumían el
contenido como con preguntas a las que esperaba dar respuesta en las próximas
carpetas. El material estaba dispuesto cronológicamente; no sabía a ciencia
cierta si lo había organizado Henrik Vanger o si se trataba del sistema
adoptado por la policía en los años sesenta.
La
primera hoja era la fotocopia de un formulario, escrito a mano, del servicio
telefónico de urgencias de la policía de Hedestad. El agente que se puso al
teléfono firmó como «Of. g. Ryttinger», lo cual Mikael interpretó como oficial
de guardia. En calidad de denunciante figuraba Henrik Vanger, cuya dirección y
número de teléfono habían sido apuntados. El informe estaba fechado el domingo
23 de septiembre de 1966 a las 11.14 horas de la mañana. El texto, seco y
conciso, decía:
Llamada Sr. Hrk Vanger inf que sobrina
(?) Harriet Ulrika VANGER, nacida 15 ene 1950 (16 años), desapareció de su casa
en isla Hedeby sábado tarde. Denuncte expresa gran preocupación.
A
las 11.20 había un apunte que determinaba que la P—014 (¿coche patrulla?,
¿patrulla?, ¿lancha patrulla?) se le ordenó acudir al lugar.
A
las 11.35 otra Persona, cuya letra resultaba más difícil de interpretar que la
de Ryttinger, había escrito que el «Ag. Magnusson inf. puente isla Hedeby
todav. cortado. Transp. c. barca». En el margen, una firma ilegible.
A
las 12.14 de nuevo Ryttinger: «Teléfono ag. Magnusson de H—by inf. que Harriet
Vanger 16 años ausente desde primera hora sábado tarde. Fam. expresa gran
preocup. No ha pasado noche en casa. No puede haber abandonado isla p.
accidente del puente. Ning. de familiares interr. sabe dónde se encntra HV».
12.19:
«G. M. inf. por tel. sobre asunto».
El
último apunte había sido registrado a las 13.42: «Llegada de G. M. a H-by; se
encarga del caso».
En la
hoja siguiente ya se revelaba que la misteriosa firma G. M. hacía referencia a
un tal inspector Gustaf Morell, que llegó por mar a la isla, asumió el mando
del caso y redactó una denuncia formal sobre la desaparición de Harriet Vanger.
A diferencia de los apuntes iniciales, con sus arbitrarias abreviaturas, los
informes de Morell estaban redactados a máquina y en una prosa legible. En las
páginas que seguían se daba cumplida cuenta de las medidas tomadas, con una
objetividad y una riqueza de detalles que sorprendieron a Mikael.
Morell
había abordado la investigación de modo sistemático. Al principio entrevistó a
Henrik Vanger estando presente Isabella Vanger, la madre de Harriet. Luego, por
este orden, habló con una tal Ulrika Vanger, Harald Vanger, Greger Vanger y
Martin Vanger (el hermano de Harriet), así como con una tal Anita Vanger.
Mikael sacó la conclusión de que estas personas habían sido entrevistadas por
un decreciente orden jerárquico.
Ulrika
Vanger era la madre de Henrik Vanger y, al parecer, gozaba de una serie de
privilegios más bien propios de una reina madre. Vivía en la Casa Vanger y no
tenía ninguna información que aportar. Se había acostado pronto la noche
anterior y llevaba días sin ver a Harriet. Por lo visto, había insistido en ver
al inspector Morell únicamente para expresar su opinión: que la policía tenía
que actuar inmediatamente.
Harald
Vanger, clasificado con el número dos en el orden jerárquico de los miembros de
la influyente familia, era el hermano de Henrik. Explicó que había visto a
Harriet apenas unos segundos al cruzarse con ella cuando la niña volvía de las
fiestas de Hedestad, pero que «no la veía desde el accidente en el puente y no
tenía noticia de su actual paradero».
Greger
Vanger, hermano de Henrik y Harald, informó de que había visto a la
desaparecida cuando ésta, de vuelta de Hedestad, iba al despacho de Henrik
Vanger para hablar con él. Greger Vanger dijo que no habló personalmente con la
joven, sino que sólo la saludó. No sabía dónde podía estar, pero pensaba, sin
duda, que habría ido a ver a alguna amiga sin avisar, y seguro que volvería
pronto. Al preguntarle sobre cómo podría haber abandonado la isla, no supo qué
contestar.
Martin
Vanger fue entrevistado muy brevemente. Estudiaba el último año de bachillerato
en Uppsala, de modo que estaba alojado en casa de Harald Vanger. No había sitio
en el coche de Harald, así que se fue en tren a Hedeby y llegó tan tarde que se
quedó atrapado al otro lado del puente. Consiguió pasar por mar, pero mucho más
tarde, por la noche. Fue interrogado con la esperanza de que, tal vez, su hermana
hubiese confiado en él y le diera a entender que tenía intención de huir.
Aquella idea originó una serie de protestas por parte de la madre de Harriet,
pero el inspector Morell consideró que, en ese momento, la posibilidad de que
se hubiera escapado debía entenderse como algo esperanzador. Sin embargo,
Martin no había hablado con su hermana desde las vacaciones de verano; por
consiguiente, no pudo aportar nada valioso.
Anita
Vanger era hija de Harald Vanger, pero aparecía erróneamente identificada como
«prima» de Harriet; en realidad, Harriet era la hija de su primo. Anita
estudiaba su primer curso en la universidad de Estocolmo y había pasado el
verano en Hedeby. Tenía casi la misma edad que Harriet y se habían hecho
íntimas amigas. Declaró que había llegado a la isla el sábado, con su padre, y
que tenía muchas ganas de ver a Harriet, pero que no le había dado tiempo.
Anita Vanger comentó que se sentía preocupada porque no era propio de Harriet
irse a ningún sitio sin avisar a la familia. Tanto Henrik como Isabella Vanger
confirmaron esta conclusión.
Mientras
el inspector Morell entrevistaba a los miembros de la familia, ordenó a los
agentes Magnusson y Bergman —la patrulla 014— que organizaran una primera
batida aprovechando que había luz. Como el puente seguía cortado, resultaba
difícil pedir refuerzos desde el otro lado; la primera partida estuvo compuesta
por una treintena de voluntarios de diferente sexo y edad. Esa tarde pasaron
por la zona de las casas deshabitadas del viejo puerto pesquero, las orillas de
la punta de la isla y del estrecho, la parte del bosque situada más cerca del
pueblo e, incluso, por Söderberget, la montaña que se levantaba por encima del
puerto pesquero. Este último lugar fue peinado desde el mismo momento en que
alguien lanzó la teoría de que Harriet podía haber subido hasta allí para
contemplar mejor el accidente del puente. También enviaron patrullas a la
granja de Östergården, así como a la cabaña de Gottfried, en la otra punta de
la isla, adonde Harriet solía acudir algunas veces.
Sin
embargo, la búsqueda de Harriet Vanger resultó infructuosa, aunque no se
interrumpió hasta mucho después de que anocheciera, a eso de las diez. Por la
noche la temperatura descendió a cero grados.
Durante
la tarde, el inspector Morell estableció su cuartel general en una sala que
Henrik Vanger puso a su disposición en la planta baja de la Casa Vanger.
Enseguida tomó una serie de medidas.
En
compañía de Isabella Vanger, inspeccionó el cuarto de Harriet intentando
averiguar si faltaba alguna cosa: ropa, una bolsa o algo parecido, que pudiera
indicar que Harriet se había marchado de casa. Isabella Vanger no dio
demasiadas muestras de querer colaborar y tampoco parecía tener mucha idea de
lo que su hija guardaba en el armario. «A menudo se vestía con vaqueros, pero a
mí todos me parecen iguales.» El bolso de Harriet se encontraba encima de la
mesa, con su carné de identidad, una cartera con nueve coronas y cincuenta
céntimos, un peine, un pequeño espejo y un pañuelo en su interior. Tras la
inspección, la habitación de Harriet quedó precintada.
Morell
llamó a varias personas, tanto a miembros de la familia como a empleados, para
tomarles declaración. Todas las entrevistas se registraron meticulosamente.
A
medida que los participantes de la primera batida fueron volviendo con sus
decepcionantes resultados, el inspector decidió que había que llevar a cabo una
búsqueda más sistemática. Durante la tarde y la noche solicitó refuerzos; entre
otras personas, Morell se puso en contacto con el presidente del Club de
Orientación de Hedestad y le pidió que llamara a los miembros del club —que
sabían perfectamente cómo orientarse en el bosque— para organizar otra partida
de búsqueda. A medianoche, recibió la respuesta de que cincuenta y tres
deportistas, sobre todo de la sección juvenil, se presentarían en la Casa
Vanger a las siete de la mañana. Henrik Vanger contribuyó, sin pensárselo dos
veces, convocando a una parte del turno de mañana —cincuenta hombres— de la
fábrica de papel que el Grupo Vanger tenía en Hedestad. Henrik Vanger también
se encargó de la comida y la bebida.
Mikael
Blomkvist pudo imaginarse perfectamente las escenas que debían de haberse
desarrollado en la Casa Vanger durante aquellos días tan dramáticos. Quedaba
claro que el accidente del puente contribuyó al desconcierto de las primeras
horas; en parte, porque dificultó la posibilidad de recibir refuerzos
efectivos; en parte, porque todos pensaron que dos sucesos tan dramáticos, en
el mismo lugar y la misma hora, tenían que estar relacionados de alguna manera.
Cuando se apartó el camión, el inspector Morell bajó hasta el puente para
asegurarse de que Harriet Vanger —Dios sabe cómo— no había ido a parar debajo
del vehículo. Esa era la única acción ilógica que Mikael descubrió en la
actuación del inspector, ya que la desaparecida fue vista en la isla —eso había
quedado demostrado— después de que el accidente tuviera lugar. Aun así, al jefe
de la investigación, sin poder dar una explicación razonable del porqué, le
costaba deshacerse de la idea de que, en cierto modo, un suceso provocó el
otro.
Durante
las primeras y confusas veinticuatro horas, las esperanzas de que el asunto
tuviera un desenlace rápido y feliz fueron disminuyendo para ser sustituidas,
poco a poco, por dos hipótesis. A pesar de las dificultades obvias que Harriet
habría tenido para abandonar la isla sin ser descubierta, Morell no quiso
ignorar la posibilidad de una fuga. Decidió dictar una orden de búsqueda de
Harriet Vanger y ordenó a los agentes que patrullaban en Hedestad que mantuvieran
los ojos abiertos por si veían a la chica. También le encargó a un colega de la
brigada criminal que entrevistara a los conductores de autobuses y al personal
de la estación de tren por si alguien la había visto.
A
medida que fueron llegando las respuestas negativas, la probabilidad de que
Harriet Vanger hubiese sufrido un accidente aumentó. Durante los días
sucesivos, ésa se convirtió en la teoría predominante de la investigación.
La
amplia batida realizada dos días después de la desaparición se llevó a cabo
—según pudo determinar Mikael— de manera sumamente competente. Policías y
bomberos con experiencia en asuntos parecidos organizaron la búsqueda. Pese a
que la isla de Hedeby presenta algunas zonas de difícil acceso, la superficie
es limitada, de modo que se pudo peinar toda la isla en un solo día. Una barca
policía y dos barcos Pettersson voluntarios sondearon lo mejor que pudieron las
aguas que rodean la isla.
Al
día siguiente la búsqueda continuó con un equipo algo más reducido. Esta vez se
enviaron patrullas a repetir la batida por determinadas zonas de terreno
especialmente abrupto, así como por un lugar llamado La Fortificación, una
serie de búnqueres abandonados, construidos durante la segunda guerra mundial
para defender la costa. Ese día también se rastrearon pequeños escondites,
pozos, sótanos excavados en la tierra, cobertizos y áticos de todo el pueblo.
Al
tercer día de la desaparición, se suspendió la búsqueda. La frustración de
Morell podía intuirse en sus notas. Naturalmente, Gustaf Morell aún no era
consciente de eso, pero la investigación jamás avanzaría más allá del punto
donde se encontraba en aquel momento. Estaba desconcertado y no sabía qué paso
dar a continuación o qué lugares deberían seguir rastreando. Todo parecía indicar
que a Harriet Vanger se la había tragado la tierra; la tortura de Henrik Vanger,
de casi cuarenta años de duración, no había hecho más que empezar.
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