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Millennium 1: Capitulo 9

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CAPÍTULO 9
Lunes, 6 de enero - Miércoles, 8 de enero
Mikael continuó leyendo hasta bien entrada la noche, de modo que el día de Reyes se levantó tarde. Al llegar a casa de Henrik Vanger, vio un Volvo azul marino último modelo aparcado justo delante de la puerta. En el mismo momento en que Mikael puso la mano en el picaporte de la puerta, ésta se abrió y un señor de unos cincuenta años salió apresuradamente. Casi chocaron.
—¿Sí? ¿Le puedo ayudar en algo?
—Voy a ver a Henrik Vanger —contestó Mikael.
Al hombre se le suavizó la mirada. Sonrió y le tendió la mano.
—Ah, tú debes de ser Mikael Blomkvist, el que va a ayudar a Henrik con la crónica familiar.
Mikael asintió y le estrechó la mano. Al parecer, Henrik Vanger había empezado a difundir la cover story de Mikael, la que explicaba por qué se encontraba en Hedestad. El hombre tenía sobrepeso —resultado, sin duda, de muchos años de arduas negociaciones sentado en oficinas y salas de reuniones—, pero Mikael vio enseguida que sus facciones recordaban a las de Harriet Vanger.
—Soy Martin Vanger —le confirmó—. Bienvenido a Hedestad.
—Gracias.
—Te vi en la tele hace unos días.
—Parece que todo el mundo me ha visto en la tele.
—Es que Wennerström... no es una persona muy popular en esta casa.
—Ya me lo ha dicho Henrik. Aunque sigo esperando el final de la historia.
—El otro día me comentó que te había contratado —de repente Martin Vanger se rio—. Dijo que seguramente aceptaste el trabajo por Wennerström.
Mikael dudó un instante antes de decidirse a sincerarse.
—Sí, bueno, ésa ha sido una razón de peso, pero la verdad es que, francamente, necesitaba salir de Estocolmo, y Hedestad apareció en el momento oportuno. Bueno, eso creo. No voy a hacer como si el juicio nunca se hubiera celebrado. Lo cierto es que iré a la cárcel.
Martin Vanger, repentinamente serio, asintió con la cabeza.
—¿Puedes recurrir la sentencia?
—En este caso no serviría de nada.
Martin Vanger consultó su reloj.
—Debo estar en Estocolmo esta misma tarde, así que me voy ya. Volveré dentro de unos días. Ven a cenar conmigo alguna noche. Me gustaría saber qué ocurrió realmente en aquel juicio.
Volvieron a estrecharse la mano; Martin Vanger bajó las escaleras y abrió la puerta del Volvo. Se dio media vuelta y le gritó a Mikael:
—Henrik está en la planta de arriba. Entra.
Henrik Vanger estaba sentado en el sofá de su despacho; encima de la mesa tenía el Hedestads-Kuriren, el Dagens Industri, el Svenska Dagbladet y los dos diarios vespertinos.
—Acabo de conocer a Martin en la puerta.
—Se ha ido corriendo a salvar el imperio —contestó Henrik Vanger mientras cogía el termo—. ¿Café?
—Sí, por favor —dijo Mikael. Se sentó y se preguntó por qué Henrik Vanger estaba tan risueño.
—Hablan de ti en el periódico.


Henrik Vanger le acercó uno de los vespertinos, abierto por una página que tenía un artículo titulado «Cortocircuito periodístico». Lo firmaba uno de esos columnistas con chaqueta a rayas —antiguo empleado de Finansmagasinet Monopol— que se dio a conocer como experto en criticar y burlarse de toda persona que se comprometiera con un tema o que diera la cara por algo. Las feministas, los antirracistas y los activistas ecologistas se encontraban entre aquellos a los que solía salpicar con la tinta de su sarcástica pluma. En cambio, el columnista jamás manifestaba ni una sola opinión controvertida propia. Al parecer, en la actualidad se dedicaba a meterse con los medios de comunicación; ahora, unas cuantas semanas después del juicio del caso Wennerström, le tocaba el turno a Mikael Blomkvist, quien —mencionado con nombre y apellido— era descrito como un completo idiota. A Erika Berger la presentaba como una rubia tonta e incompetente.
Corre el rumor de que Millennium —a pesar de que la redactora jefe sea una feminista con minifalda que saca morritos en televisión— está a punto de irse a pique. Durante vanos años, la revista ha sobrevivido gracias a la imagen que la redacción ha conseguido promocionar jóvenes periodistas dedicados al periodismo de investigación. que desenmascaran a los malos de la película del mundo empresarial. Ese truco de marketing quizá funcione entre los jóvenes anarquistas deseosos de oír precisamente ese mensaje, pero no tiene ningún éxito en los juzgados. Kalle Blomkvist acaba de experimentarlo en sus propias carnes.
Mikael encendió el móvil para ver si Erika lo había llamado. No tenía mensajes Henrik Vanger aguardó sin hacer comentarios; Mikael se dio cuenta de que el viejo pensaba dejarle romper el silencio a él.
—¡Menudo idiota! —exclamó Mikael.
Henrik Vanger se rio, pero comentó sin sentimentalismos:
—Puede. Pero no es él quien ha sido condenado en los juzgados.
—Cierto. Y nunca lo será. Nunca dice nada original ni propio, pero siempre se sube al tren y se apunta a tirar la última piedra en los términos más humillantes posibles.
—He conocido a muchos como él en mi vida. Un buen consejo, si me lo permites, es ignorarlo cuando hace ruido, no olvidar nada y pagarle con la misma moneda en cuanto tengas ocasión. Pero ahora no, porque te lleva ventaja.
Mikael no supo qué decir.
—A lo largo de todos estos años he tenido muchos enemigos y hay una cosa que he aprendido: nunca entres en la batalla cuando tienes todas las de perder. Sin embargo, jamás dejes que una persona que te ha insultado se salga con la suya. Espera tu momento y, cuando estés en una posición fuerte, devuelve el golpe, aunque ya no sea necesario hacerlo.
—Gracias por la clase de filosofía. Pero ahora quiero que me hables de tu familia.
Mikael puso la grabadora entre los dos y empezó a grabar.
—¿Qué quieres saber?
—He leído la primera carpeta: la de la desaparición de Harriet y la búsqueda de los primeros días. Pero hay tantos Vanger en el texto que apenas puedo distinguir a unos de otros.


Antes de tocar el timbre, Lisbeth Salander permaneció inmóvil durante casi diez minutos en el solitario rellano de la escalera, mirando fijamente la placa metálica en la que se podía leer «Abogado N. E. Bjurman». La cerradura hizo clic.
Era martes. La segunda reunión. Estaba llena de malos presentimientos.
No es que le tuviera miedo al abogado Bjurman; Lisbeth Salander raramente le tenía miedo a las personas o a las cosas. Sin embargo, el nuevo administrador de sus bienes le provocaba un intenso malestar. El predecesor de Bjurman, el abogado Holger Palmgren, estaba hecho de una madera completamente distinta: era correcto, educado y amable. Esa relación cesó hacía ya tres meses, cuando Palmgren sufrió una apoplejía y, de acuerdo con alguna burocrática jerarquía que ella desconocía, le correspondió a Nils Erik Bjurman hacerse cargo de la joven.
Durante los doce años que Lisbeth Salander había sido objeto de atenciones por parte de los servicios sociales y psiquiátricos, de los cuales pasó dos en una clínica infantil, nunca jamás, ni en una sola ocasión, había contestado ni siquiera a la sencilla pregunta de «¿cómo estás hoy?».
Al cumplir los trece años, de acuerdo con la ley de tutela de los menores de edad, el juez ordenó que la internaran en la clínica de psiquiatría infantil de Sankt Stefan, en Uppsala. La decisión se apoyaba fundamentalmente en informes que la consideraban psíquicamente perturbada y peligrosa para sus compañeros de clase y, tal vez, incluso para sí misma.
Esta última suposición se basaba más bien en juicios empíricos y no en un análisis serio y meticuloso. Cualquier intento por parte de algún médico, u otra persona con autoridad en la materia, de entablar una conversación sobre sus sentimientos, su vida espiritual o su estado de salud era contestado, para su enorme frustración, con un profundo y malhumorado silencio, acompañado de intensas miradas al suelo, al techo y a las paredes. Coherente con sus actos, solía cruzarse de brazos y negarse, sistemáticamente, a participar en tests psicológicos. Su completa oposición a todo intento de medir, pesar, estudiar, analizar o educarla se aplicaba también al ámbito escolar; las autoridades podían trasladarla a un aula y encadenarla al pupitre, pero no podían impedir que ella cerrara los oídos y se negara a levantar el lápiz en los exámenes. Abandonó el colegio sin sacarse ni siquiera el certificado escolar.
Por consiguiente, el simple hecho de diagnosticar sus «taras» mentales conllevaba grandes dificultades. En resumen, Lisbeth Salander era cualquier cosa menos fácil de manejar.
Cuando cumplió trece años, se designó a un tutor que administrara sus bienes y defendiera sus intereses hasta que alcanzara la mayoría de edad. Ese tutor fue el abogado Holger Palmgren, quien, a pesar de no haber empezado con muy bien pie, lo cierto es que al final tuvo éxito allí donde los psiquiatras y los médicos habían fracasado. No sólo fue ganándose paulatinamente la confianza de Lisbeth, sino que también consiguió una tímida muestra de afecto por parte de la complicada joven.
Al cumplir quince años, los médicos estuvieron más o menos de acuerdo en que, en cualquier caso, ya no era peligrosa para los demás ni para sí misma. Debido a que su familia había sido definida como disfuncional y a que no tenía parientes que pudieran garantizar su bienestar, se decidió que Lisbeth Salander saliera de la clínica de psiquiatría infantil de Uppsala y se fuera adaptando gradualmente a la sociedad por medio de una familia de acogida.
El camino no fue fácil. Huyó de la primera familia al cabo de tan sólo dos semanas. Pasó por la segunda y tercera a la velocidad de un rayo. Luego, Holger Palmgren mantuvo una seria conversación con ella en la que le explicó, sin rodeos, que si seguía por ese camino, sin duda volverían a ingresarla en una institución. La amenaza surtió efecto y aceptó a la familia número cuatro: una pareja mayor que residía en el suburbio de Midsommarkransen.


Eso no significaba que la niña se portara bien. A la edad de diecisiete años, Lisbeth Salander ya había sido detenida por la policía en cuatro ocasiones: dos de ellas en un estado de embriaguez tan grave que requirió asistencia médica urgente, y otra vez bajo la manifiesta influencia de narcóticos. En una de estas ocasiones, la encontraron borracha perdida y completamente desaliñada, con la ropa a medio poner, en el asiento trasero de un coche aparcado en la orilla de Söder Mälarstrand. Estaba acompañada de un hombre igual de ebrio y considerablemente mayor que ella.
La cuarta y última intervención policial tuvo lugar tres semanas antes de cumplir los dieciocho años, cuando, esta vez sobria, le dio una patada en la cabeza a un pasajero en la estación de metro de Gamla Stan. El incidente acabó en arresto por delito de lesiones. Salander justificó su actuación alegando que el hombre le había metido mano y que, como su aspecto era más bien el de una niña de doce años y no de dieciocho, ella consideró que el pervertido tenía inclinaciones pedófilas. Eso fue todo lo que consiguieron sacarle. Sin embargo, la declaración fue apoyada por testigos, lo cual significó que el fiscal archivó el caso.
Aun así, en conjunto, su historial era de tal calibre que el juez ordenó un reconocimiento psiquiátrico. Como ella, fiel a su costumbre, se negó a contestar a las preguntas y a participar en los tests, los médicos consultados por la Seguridad Social emitieron al final un juicio basado en sus «observaciones sobre el paciente». Tratándose, en este caso, de una joven callada que, sentada en una silla, se cruzaba de brazos y se ponía de morros, no quedaba muy claro qué era exactamente lo que estos expertos habían podido observar. Se llegó simplemente a la conclusión de que sufría una perturbación mental cuya naturaleza no aconsejaba que permaneciera desatendida. El dictamen del forense abogaba por que se la recluyera en algún centro psiquiátrico; al mismo tiempo, el jefe adjunto de la comisión social municipal elaboró un informe apoyando las conclusiones de los expertos.
Por lo que respecta a su curriculum, el dictamen constató que existía «un gran riesgo de abuso de alcohol o drogas», y que, evidentemente, «carecía de autoconciencia». A esas alturas, su historial cargaba con el lastre de vocablos como «introvertida, inhibida socialmente, ausencia de empatía, fijación por el propio ego, comportamiento psicópata y asocial, dificultades de cooperación e incapacidad para sacar provecho de la enseñanza». Cualquiera que lo leyera podría engañarse fácilmente y llegar a la conclusión de que se trataba de una persona gravemente retrasada. Tampoco decía mucho a su favor el hecho de que una unidad asistencial de los servicios sociales la hubiera visto más de una vez en compañía de varios hombres por los alrededores de Mariatorget; en una ocasión, además, la policía la cacheó en el parque de Tantolunden al encontrarla, de nuevo, en compañía de un hombre considerablemente mayor. Se temía que Lisbeth Salander se dedicara a la prostitución, o que corriera el riesgo de verse metida en ella de una u otra manera.
Cuando el Juzgado de Primera Instancia —la institución que iba a pronunciarse sobre su futuro— se reunió para tomar una decisión sobre el asunto, el resultado ya parecía estar claro de antemano. Se trataba de una joven manifiestamente problemática y resultaba poco creíble que el tribunal dictaminara algo distinto a lo recomendado en el informe social y forense.
La mañana de la vista oral fueron a buscar a Lisbeth Salander a la clínica psiquiátrica infantil, donde se hallaba recluida desde el día del incidente en el metro. Se sentía como un preso en un campo de concentración, sin esperanzas de llegar al final de la jornada. La primera persona a la que vio en la sala del juicio fue Holger Palmgren, y le llevó un rato comprender que no estaba allí en calidad de tutor, sino que actuaba como su abogado y representante jurídico. Lisbeth descubrió en él una faceta completamente desconocida.
Para su sorpresa, Palmgren se situó en su rincón del cuadrilátero y formuló con claridad una serie de alegaciones oponiéndose enérgicamente a que la internaran. Ella no dio a entender, ni con un simple arqueo de cejas, que se sentía sorprendida, pero escuchó con atención cada una de sus palabras. Palmgren estuvo brillante cuando, durante dos horas, acribilló a preguntas a aquel médico, un tal doctor Jesper Löderman, que había firmado la recomendación de que Salander fuera recluida en un centro psiquiátrico. Palmgren analizó todos los detalles del informe y le pidió al médico que explicara la base científica de cada una de sus afirmaciones. En muy poco tiempo quedó claro, debido a que la paciente se había negado a realizar un solo test, que las conclusiones de los médicos se basaban en meras suposiciones.
Como conclusión de la vista oral, Palmgren insinuó que la reclusión forzosa muy probablemente no sólo iba en contra de lo establecido por el Parlamento en este tipo de asuntos, sino que incluso podría ser objeto de represalias políticas y mediáticas. Por lo tanto, a todos les interesaba encontrar una solución alternativa. Ese tipo de discurso no era nada habitual en juicios de esa índole, de modo que los miembros del tribunal se revolvieron, inquietos, en sus sillas.
La solución adoptada fue una fórmula de compromiso. El Tribunal de Primera Instancia concluyó que Lisbeth Salander estaba psíquicamente enferma, pero que su locura no exigía necesariamente un internamiento. En cambio, tomaron en consideración la recomendación del jefe de los servicios sociales de asignarle un administrador. El presidente del tribunal, con una sonrisa venenosa, se dirigió a Holger Palmgren, que hasta ese momento había ejercido de tutor, y le preguntó si estaba dispuesto a aceptar el cometido. Resultaba evidente que el presidente creía que Holger Palmgren iba a declinar la responsabilidad y que intentaría pasarle la responsabilidad a otro; sin embargo, éste explicó, con una sonrisa bondadosa, que estaría encantado de ser el administrador de la señorita Salander, aunque ponía, para ello, una condición.
—Eso será, naturalmente, en el caso de que la señorita Salander deposite su confianza en mí y me acepte como su administrador.
Se dirigió directamente a ella. Lisbeth Salander se encontraba algo confusa por el intercambio de palabras que había tenido lugar por encima de su cabeza durante todo el día. Hasta ese momento, nadie le había pedido su opinión. Miró durante un largo rato a Holger Palmgren y, luego asintió con un simple movimiento de cabeza.


Palmgren era una peculiar mezcla de abogado y trabajador social de la vieja escuela. En sus comienzos fue miembro, designado políticamente, de la comisión social municipal, y había dedicado casi toda su vida a tratar con críos conflictivos. Un respeto reacio que casi rayaba en la amistad surgió entre el abogado y la protegida más conflictiva que jamás había tenido.
Su relación duró once años, desde que ella cumplió trece hasta el año pasado, cuando, unas pocas semanas antes de Navidad, Lisbeth fue a casa de Palmgren tras no acudir éste a una de sus habituales reuniones mensuales. Como no abrió la puerta a pesar de que ella podía oír ruidos en el interior del piso, Lisbeth trepó por un canalón hasta el balcón de la tercera planta y entró. Lo encontró en el suelo de la entrada, consciente pero incapaz de hablar y moverse después de haber sufrido una repentina apoplejía. Sólo tenía sesenta y cuatro años. Llamó a una ambulancia y lo acompañó al hospital, a Södersjukhuset, con una creciente sensación de pánico en el estómago. Durante tres días apenas abandonó el pasillo de la UVI. Como un fiel perro guardián vigilaba cada paso que daban los médicos y enfermeras al salir o entrar por la puerta. Deambulaba como un alma en pena de un lado a otro del pasillo y le clavaba una mirada intensa a cada médico que se acercaba. Al final, un doctor cuyo nombre nunca llegó a conocer la llevó a una habitación y le explicó la gravedad de la situación. El estado de Holger Palmgren era crítico; acababa de sufrir una grave hemorragia cerebral. No esperaban que se despertara. Ella ni lloró ni se inmutó. Se levantó y abandonó el hospital para no volver.
Cinco semanas más tarde, la Comisión de Tutela del Menor convocó a Lisbeth Salander a una reunión con su nuevo administrador. Su primer impulso fue hacer caso omiso de la convocatoria, pero Holger Palmgren le había inculcado meticulosamente que todos los actos tienen sus consecuencias. Había aprendido a analizarlas antes de actuar, así que, pensándolo bien, llegó a la conclusión de que lo más fácil para salir de la situación era satisfacer a la comisión, actuando como si realmente le importara lo que sus miembros tuvieran que decir.
Por consiguiente, en diciembre —haciendo una breve pausa en la investigación sobre Mikael Blomkvist— se presentó en el despacho de Bjurman, en Sankt Eriks-plan, donde una mujer mayor que representaba a la comisión le entregó el extenso informe sobre Salander al abogado Bjurman. La señora le preguntó amablemente cómo se encontraba y pareció contenta con el profundo silencio que recibió como respuesta. Al cabo de una media hora la dejó al cuidado del abogado Bjurman.
Apenas cinco segundos después de darle la mano al abogado Bjurman ya le había cogido antipatía.
Mientras Bjurman leía el informe, Lisbeth lo observó de reojo. Edad: cincuenta y pico. Cuerpo atlético; tenis los martes y los viernes. Rubio. Pelo ralo. Hoyuelo en la barbilla. Perfume de Boss. Traje azul. Corbata roja con pasador de oro y ostentosos gemelos con las iniciales NEB. Gafas de montura metálica. Ojos grises. A juzgar por las revistas que había en una mesita, le interesaban la caza y el tiro.
Durante la década que estuvo con Palmgren, él solía invitarla a tomar café para charlar un rato. Ni siquiera sus peores huidas de las casas de acogida ni el sistemático absentismo escolar le hacían perder los estribos. La única vez que Palmgren se mostró realmente indignado fue cuando la detuvieron por maltratar a aquel asqueroso tipo que la tocó en Gamla Stan. «¿Entiendes lo que has hecho? Le has hecho daño a otra persona, Lisbeth.» Sonó como la bronca de un viejo profesor, pero ella la aguantó estoicamente, ignorando cada palabra.
Bjurman, sin embargo, no era muy amigo de charlar. Él constató inmediatamente que, según el reglamento del administrador, había una discrepancia entre los deberes de Holger Palmgren y el hecho de que, al parecer, hubiera dejado a Lisbeth Salander al mando de su propia economía. La sometió a una especie de interrogatorio. «¿Cuánto ganas? Quiero una copia de tus gastos e ingresos. ¿Con quién te relacionas? ¿Pagas el alquiler dentro del plazo? ¿Tomas alcohol? ¿Ha aprobado Palmgren esos piercings que tienes en la cara? ¿Sabes mantener tu higiene personal?».
«Fuck you!»
Palmgren se había convertido en su tutor poco después de que ocurriera Todo Lo Malo. Había insistido en verla al menos una vez al mes —o incluso con mayor frecuencia— en reuniones fijadas de antemano. Además, desde que ella volvió a Lundagatan casi eran vecinos; él vivía en Hornsgatan, a sólo un par de manzanas, y, de vez en cuando, se encontraban en la calle por pura casualidad y se iban a tomar café a Giffy o a alguna otra cafetería de la zona. Palmgren nunca la molestaba, pero en alguna que otra ocasión fue a verla para darle un pequeño regalo por su cumpleaños. Lisbeth podía ir a visitarlo siempre que quisiera, un privilegio que raramente aprovechaba, pero desde que se mudó al barrio de Söder empezó a celebrar la Navidad en su casa, después de visitar a su madre. Comían el típico jamón asado navideño y jugaban al ajedrez. Ella no tenía ningún interés por el juego, pero desde que aprendió las reglas nunca perdía una partida. Palmgren era viudo y Lisbeth Salander veía como un deber compadecerse de él durante esas solitarias fiestas.
Se lo debía; y ella siempre pagaba sus deudas.
Fue Palmgren el que puso en alquiler el apartamento de la madre de Lisbeth en Lundagatan, hasta que la joven necesitó una vivienda. El piso, de cuarenta y nueve metros cuadrados, estaba sin reformar y era algo cutre; pero al menos Lisbeth tenía un techo bajo el que dormir.
Ahora Palmgren era historia y otro vínculo más con la sociedad «normal» se había roto. Nils Bjurman pertenecía a otra clase de personas. Lisbeth tenía claro que no pasaría la Nochebuena en su casa. La primera medida que él tomó fue introducir nuevas reglas referentes a cómo administrar el dinero de la cuenta corriente de Handelsbanken. Palmgren, despreocupadamente, había interpretado la ley a su manera y dejó que ella misma se hiciera cargo de su propia economía. Ella pagaba sus facturas y disponía del dinero a su antojo.
Lisbeth había preparado el encuentro con Bjurman una semana antes de Navidad, y cuando lo tuvo delante intentó explicarle que su predecesor confiaba en ella y nunca tuvo razón para no hacerlo; que Palmgren la dejaba llevar su propia vida sin meterse en sus asuntos privados.
—Ése es uno de los problemas —contestó Bjurman, golpeando el expediente con el dedo.
Le soltó un largo discurso sobre las reglas y los decretos estatales vigentes referentes a la tutela y luego le comunicó que las cosas tenían que cambiar.
—Te dejó a tu aire, ¿a que sí? Me pregunto cómo se lo permitieron.
«Porque era un loco socialdemócrata que llevaba casi cuarenta años ocupándose de niños conflictivos.»
—Ya no soy una niña —dijo Lisbeth Salander como si eso fuese suficiente explicación.
—No, no eres una niña. Pero a mí me han nombrado tu administrador y, mientras lo sea, tendré responsabilidad jurídica y económica sobre ti.
Empezó por abrir una nueva cuenta corriente, a nombre de Lisbeth, pero controlada por él. A partir de ahora, y una vez comunicado el número al departamento de personal de Milton Security, ésa sería la cuenta que ella debía usar. Salander comprendió que la buena vida se había acabado; en lo sucesivo, el abogado Bjurman pagaría sus facturas y le daría cada mes una paga fija para sus gastos. Ella tendría que presentar facturas de todo. Decidió asignarle mil cuatrocientas coronas por semana «para comida, ropa, cine y esas cosas».
Dependiendo de cuánto trabajara, Lisbeth Salander ganaba alrededor de ciento sesenta mil coronas al año. Podría doblar fácilmente esa suma trabajando a jornada completa y aceptando todos los trabajos que Dragan Armanskij le ofreciera. Pero tenía pocos gastos y no necesitaba mucho dinero. El coste del piso rondaba las dos mil coronas al mes y, a pesar de sus modestos ingresos, tenía noventa mil en su cuenta de ahorro, una cantidad de la que ya no podía disponer.
—Es que ahora soy yo el responsable de tu dinero —le explicó Bjurman—. Tienes que ahorrar para el futuro. Pero no te preocupes; yo me encargaré de todo.
«¡Me las he arreglado sola desde que tenía diez años, maldito hijo de puta!»
—Socialmente funcionas lo bastante bien como para que no sea necesario internarte, pero la sociedad tiene una responsabilidad para contigo.
Le hizo un meticuloso interrogatorio sobre su trabajo en Milton Security. Ella mintió instintivamente y le dio una descripción de sus primeras semanas en la empresa. El abogado Bjurman, por tanto, tuvo la impresión de que preparaba el café y distribuía el correo, unas actividades apropiadas para alguien con tan pocas luces. Pareció satisfecho con las respuestas.
Lisbeth no sabía por qué había mentido, pero estaba convencida de que se trataba de una decisión inteligente. Si el abogado Bjurman hubiera figurado en una lista de insectos en peligro de extinción, ella, sin dudarlo ni un momento, lo habría pisado con el tacón de su zapato.


Mikael Blomkvist pasó cinco horas en compañía de Henrik Vanger y luego dedicó gran parte de la noche, y todo el martes, a pasar a limpio sus apuntes y completar el rompecabezas genealógico de la familia Vanger. La historia familiar que salía a flote en las conversaciones con Henrik Vanger era una versión dramáticamente diferente a la oficial. Mikael era consciente de que todas las familias tenían trapos sucios que lavar, pero la familia Vanger necesitaba una lavandería entera para ella sola.
Ante esta situación, Mikael se vio obligado a recordarse a sí mismo que su verdadera misión no consistía en redactar una autobiografía de la familia Vanger, sino en averiguar qué le pasó a Harriet Vanger. Había aceptado el encargo consciente de que, en la práctica, iba a perder un año de su vida con el culo pegado a una silla, y de que el trabajo encomendado, en realidad, sólo sería de cara a la galería. Al cabo de un año, cobraría su disparatado sueldo; el contrato redactado por Dirch Frode ya estaba firmado. La verdadera recompensa, esperaba, sería la información sobre Hans-Erik Wennerström que Henrik Vanger afirmaba poseer.
Sin embargo, después de escuchar a Henrik Vanger se dio cuenta de que aquel año no tenía por qué ser un año perdido. Un libro sobre la familia Vanger tendría valor por sí mismo; en el fondo, se trataba de una buena historia.
Ni por un segundo se le pasó por la cabeza poder dar con el asesino de Harriet Vanger, si es que realmente la habían asesinado y no había fallecido en algún absurdo accidente o desaparecido Dios sabe cómo. Mikael estaba de acuerdo con Henrik en que la probabilidad de que una chica de dieciséis años se hubiera ido voluntariamente y hubiera conseguido burlar todos los sistemas de control burocrático durante treinta y seis años era inexistente. En cambio, Mikael no quería descartar que Harriet Vanger hubiera huido; tal vez llegara a Estocolmo o quizá le ocurriera algo en el camino: drogas, prostitución, un atraco o, simplemente, un accidente.
Por su parte, Henrik Vanger estaba convencido de que Harriet había sido asesinada y de que algún miembro de la familia, tal vez en colaboración con otra persona, era el responsable. Su razonamiento se basaba en el hecho de que ella desapareciera durante aquellas dramáticas horas en las que la isla estuvo cortada y todas las miradas se centraron en el accidente.
Erika tenía razón en que, si se trataba de resolver el misterio de un crimen, la misión era un auténtico disparate. En cambio, Mikael Blomkvist empezaba a comprender que el destino de Harriet Vanger había ejercido una influencia determinante en la familia, sobre todo en Henrik Vanger. Llevara razón o no, la acusación de Henrik Vanger tenía una gran importancia en la historia de esa familia: a lo largo de más de treinta años, desde que la formulara abiertamente, había marcado las reuniones del clan y creado profundos conflictos que contribuyeron a desestabilizar a todo el Grupo Vanger. Un estudio sobre la desaparición de Harriet Vanger, por lo tanto, cumpliría su función como capítulo propio, incluso como hilo conductor de la historia de la familia; y material había de sobra... Un razonable punto de partida, tanto si Harriet Vanger era su principal misión como si simplemente se contentaba con escribir una crónica familiar, lo constituía el estudio de la galería de personajes. Sobre eso versó la conversación que mantuvo con Henrik Vanger aquel día.
La familia Vanger estaba compuesta —incluyendo a los hijos de los primos y a los primos segundos— por un centenar de personas. La familia era tan amplia que Mikael tuvo que crear una base de datos en su iBook. Usó el programa NotePad (www.ibrium.se), uno de esos geniales productos diseñado por dos chavales de la universidad KTH de Estocolmo que lo distribuían por dos duros en Internet como shareware. Al parecer de Mikael, pocos programas resultaban tan imprescindibles para un periodista de investigación. Así, cada miembro de la familia pudo contar con su propio archivo en la base de datos.
El árbol genealógico podía ser reconstruido, con toda fiabilidad, hasta comienzos del siglo XVI, cuando el apellido familiar era Vangeersad. Es posible que el nombre, según Henrik Vanger, procediera del holandés Van Geerstat; en tal caso, el origen de la familia podría remontarse incluso hasta el siglo XII.
En lo que concernía a la época moderna, la familia llegó a Suecia desde el norte de Francia a principios del siglo XIX con Jean-Baptiste Bernadotte. Alexandre Vangeersad era militar; no conocía personalmente al rey pero había destacado como jefe de guarnición. En 1818 se le regaló la finca de Hedeby en señal de agradecimiento por la fidelidad y los servicios prestados. Alexandre Vangeersad poseía, además, una fortuna propia que usó para comprar unos extensos terrenos en los bosques de la provincia de Norrland. El hijo, Adrian, nació en Francia, pero, a petición de su padre, se mudó a Hedeby, ese perdido rincón del norte lejos de los salones de París, para encargarse de la administración de la finca. Se dedicó a la agricultura y la silvicultura con nuevos métodos importados del continente, y fundó la fábrica de papel en torno a la cual se fue creando Hedestad.
El mayor de los nietos de Alexandre se llamaba Henrik, y fue él quien acortó el apellido hasta dejarlo en Vanger. Desarrolló las relaciones mercantiles con Rusia y, a mediados del siglo XIX, creó una pequeña flota comercial de goletas que hacían la ruta de los países bálticos, Alemania y la Inglaterra de la industria del acero. Diversificó la actividad empresarial de la familia: comenzó con una modesta explotación minera y fundó algunas de las primeras industrias metalúrgicas de Norrland. Dejó dos hijos, Birger y Gottfried, y fueron ellos los que asentaron las bases de las actividades financieras de la familia Vanger.
—¿Conoces las viejas normas hereditarias? —le había preguntado Henrik Vanger a Mikael.
—No, no es precisamente un tema en el que me haya especializado.
—Te entiendo. Yo tampoco lo tengo muy claro. Según la leyenda familiar, Birger y Gottfried siempre andaban como el perro y el gato, peleándose por el poder y la influencia en la empresa familiar. En muchos sentidos, esa lucha se convirtió en un lastre que amenazaba potencialmente la supervivencia de la empresa. Por esa razón, poco antes de morir, su padre decidió crear un sistema mediante el cual todos los miembros de la familia heredarán una parte de la empresa. Bien pensado, sin duda, en su momento, pero condujo a una situación en la que, en vez de buscar a gente competente y posibles socios de fuera, acabamos con un consejo de administración compuesto por miembros de la familia cuyo voto correspondía tan sólo al uno o al dos por ciento.
—¿Esa norma sigue vigente en la actualidad?
—Así es. Si algún miembro de la familia quiere vender su parte, ha de hacerlo dentro del ámbito familiar. La junta general de accionistas anual reúne hoy en día a unos cincuenta miembros de la familia. Martin posee poco más de un diez por ciento de las acciones; yo tengo el cinco por ciento, ya que las he ido vendiendo, entre otros, al propio Martin. Mi hermano Harald tiene el siete por ciento, pero la mayoría de los que se presentan a la junta general sólo poseen un uno por ciento o un cero coma cinco por ciento.
—No tenía ni idea de eso. Suena un poco medieval.
—Es un auténtico disparate. Implica que para que Martin pueda llevar a cabo una determinada estrategia empresarial, tiene que dedicarse a ganar adeptos para asegurarse así el apoyo de, al menos, un veinte o un veinticinco por ciento de los socios. Es todo un mosaico de alianzas, escisiones e intrigas. —Henrik Vanger prosiguió—: Gottfried Vanger murió en 1901, sin hijos. Bueno, perdona, era padre de cuatro hijas, pero en aquella época las mujeres no contaban. Tenían su parte, pero los verdaderos dueños eran los varones de la familia. Hasta que se introdujo el derecho a voto, bien entrado el siglo XX, las mujeres ni siquiera podían asistir a la junta general.
—Muy liberal.
—No te pongas irónico. Eran otros tiempos. De todos modos, el hermano de Gottfried, Birger Vanger, tuvo tres hijos: Johan, Fredrik y Gideon, todos nacidos a finales del siglo XIX. Podemos olvidarnos de Gideon Vanger; vendió su parte y emigró a América, donde todavía existe una rama de la familia. Pero Johan y Fredrik convirtieron la compañía en el moderno Grupo Vanger.
Henrik Vanger sacó un álbum y empezó a enseñarle fotos. En algunos retratos de principios del siglo pasado se veía a dos hombres con barbillas prominentes y el pelo engominado que miraban fijamente a la cámara sin el más mínimo amago de sonrisa.
—Johan Vanger era el genio de la familia; estudió para ingeniero y desarrolló la industria mecánica con varios inventos patentados. El acero y el hierro constituían la base del Grupo, pero se amplió a otros sectores como el textil. Johan Vanger murió en 1956; por aquel entonces tenía tres hijas: Sofia, Märit e Ingrid, las primeras mujeres que automáticamente tuvieron acceso a la junta general del Grupo.
»El otro hermano, Fredrik Vanger, era mi padre; un hombre de negocios y el líder industrial que transformó los inventos de Johan en ingresos. No murió hasta 1964. Participó activamente en la dirección de la empresa hasta su muerte, aunque en los años cincuenta me dejó a mí al mando del día a día. Pasaba lo mismo que en la generación anterior, aunque al revés: Johan Vanger sólo tuvo hijas.
Henrik Vanger mostró las fotografías de unas mujeres con generosos pechos que llevaban sombreros de ala ancha y parasoles.
—Y Fredrik, mi padre, sólo tuvo hijos. En total llegamos a ser cinco hermanos: Richard, Harald, Greger, Gustav y yo.


Para hacerse una idea clara de todos y cada uno de los miembros de la familia, Mikael dibujó un árbol genealógico en unos folios pegados con celo. Resaltó los nombres de los familiares presentes en la isla de Hedeby en la reunión familiar de 1966 que, al menos teóricamente, podían tener algo que ver con la desaparición de Harriet Vanger.
Mikael renunció a incluir a los niños menores de doce años; le pasara lo que le pasase a Harriet Vanger, tenía que poner un límite lógico. Tras una breve reflexión también tachó a Henrik Vanger; si el patriarca hubiera tenido algo que ver con la desaparición de la nieta de su hermano, sus actividades de los últimos treinta y seis años pertenecerían al campo de la psicopatología. La madre de Henrik Vanger, que en 1966 tenía la respetable edad de ochenta y un años, también podía ser descartada razonablemente. Quedaban veintitrés miembros de la familia que, según Henrik Vanger, debían incluirse en el grupo de «sospechosos». Siete de ellos habían fallecido y algunos ya se hallaban en una edad muy avanzada.
Sin embargo, Mikael no estaba dispuesto a aceptar sin más la certeza de Henrik Vanger de que un miembro de la familia fuera responsable de la desaparición de Harriet. Había que añadir otras personas a la lista de sospechosos.
Y dejando de lado a los miembros de la familia, ¿quién más trabajaba en Hedeby cuando Harriet Vanger desapareció? Dirch Frode empezó a trabajar como abogado de Henrik Vanger en la primavera de 1962. El actual bracero Gunnar Nilsson, con coartada o sin ella, tenía diecinueve años; su padre, Magnus Nilsson, sí estaba en la isla de Hedeby al igual que el artista Eugen Norman y el reverendo Otto Falk. ¿Estaba casado Falk? Martin Aronsson, el granjero de Östergården, así como su hijo, Jerker Aronsson, también se encontraban en la isla; además, formaron parte del entorno de Harriet Vanger durante su infancia. ¿Qué relación había entre ellos? ¿Estaba casado Martin Aronsson? ¿Había más gente en la granja?



FREDRIK VANGER(1886-1964)
casado con Ulrika (1885-1969)
Richard (1907-1941)
casado con Margareta (1906-1959)
    Gottfried (1927-1965)
    casado con Isabella (1928-)
        Martin (1948-)
        Harriet (1950-¿?)

Harald (1911-)
casado con Ingrid (1925-1992)
    Burger (1939-)
    Cecilia (1946-)
    Anita (1948-)

Greger (1912-1974)
casado con Gerda (1922-)
    Alexander (1946-)

Gustav (1918-1955)
soltero, sin hijos

Henrik (1920-)
casado con Edith (1921-1958)
sin hijos
JOHAN VANGER (1884-1963)
casado con Gerda (1888-1960)
Sofia (1909-1977)
casada con Åke Sjogren (1906-1967)
    Magnus Sjogren (1929-1994)
    Sara Sjogren (1931-)
    Erik Sjogren (1951-)
    Håkan Sjogren (1955-)

Marit (1911-1988)
casada con Algot Günther (1904-1987)
    Ossian Günther (1930-)
    casado con Agnes (1933-)
        Jakob Günther (1952-)

Ingrid (1916-1990)
casada con Harry Karlman (1912-1984)
    Gunnar Karlman (1942-)
    Maria Karlman (1944-)









 Cuando Mikael empezó a apuntar todos los nombres, el grupo se amplió a unas cuarenta personas. Algo frustrado, tiró el rotulador sobre la mesa. Eran ya las tres y media de la mañana y el termómetro seguía marcando 21 grados bajo cero. Parecía que la ola de frío iba a durar. Echaba de menos su cama de Bellmansgatan.


A las nueve de la mañana del miércoles unos golpes en la puerta despertaron a Mikael: Telia venía a instalarle el teléfono y un modem ADSL. A las once ya tenía conexión; ahora no se sentía tan discapacitado profesionalmente. Sin embargo, su móvil seguía en silencio. Erika llevaba una semana sin contestar a sus llamadas. Debía estar muy cabreada. Él también empezó a portarse como un cabezota y se negó a telefonear a la oficina; si la llamaba al móvil, ella podía ver que se trataba de una llamada suya y, por tanto, decidir si cogerlo o no. Y, a la vista de los resultados, era obvio que no quería.
De todos modos, abrió su correo electrónico y repasó los más de trescientos cincuenta correos que había recibido durante la última semana. Guardó una docena de ellos; el resto eran spam o envíos de listas de mailing en las que estaba apuntado. El primer correo que abrió fue de 'demokrat88@yahoo.com' y contenía el texto «ESPERO QUE CHUPES MUCHAS POLLAS EN EL TRULLO, COMUNISTA DE MIERDA». Mikael guardó el correo en el archivo «Crítica inteligente».
Escribió un breve texto a 'erika.berger@millennium.se':
Hola, Ricky. Imagino que, dado que no me devuelves las llamadas, estás tan enfadada conmigo que querrías matarme. Sólo quería avisarte de que tengo conexión a la red y de que me encontrarás en mi dirección de correo cuando quieras perdonarme. Por cierto, Hedeby es un sitio bastante pintoresco que merece la pena visitar. M.
A la hora de comer, metió su iBook en la bolsa y subió al Café de Susanne, donde se instaló en su mesa habitual del rincón. Cuando Susanne le sirvió el café y los sándwiches, miró el ordenador llena de curiosidad y le preguntó en qué estaba trabajando. Mikael usó por primera vez su cover story y le explicó que había sido contratado por Henrik Vanger para redactar su biografía. Se intercambiaron cumplidos. Susanne lo instó a recurrir a ella para las historias verdaderamente suculentas.
—Llevo treinta y cinco años atendiendo a la familia Vanger y conozco la mayoría de los cotilleos que hay sobre ellos —dijo, y se volvió contoneándose.
El árbol que había dibujado Mikael mostraba que la familia Vanger no paraba de engendrar proles de niños. Contando a los hijos, los nietos y los bisnietos —le dio pereza incluirlos en la genealogía—, los hermanos Fredrik y Johan Vanger tenían unos cincuenta descendientes. Mikael también reparó en que los miembros de la familia presentaban una tendencia general a la longevidad. Fredrik Vanger llegó a cumplir setenta y ocho años, y su hermano Johan ochenta. Ulrika Vanger murió a la edad de ochenta y cuatro. De los dos hermanos con vida, Harald Vanger tenía noventa y dos, y Henrik Vanger ochenta y dos.
La única excepción era el hermano de Henrik Vanger, Gustav, que falleció como consecuencia de una enfermedad pulmonar a la edad de treinta y siete años. Henrik Vanger le explicó a Mikael que Gustav siempre había sido enfermizo y un poco suyo, y que prefirió mantenerse al margen del resto de la familia. No se casó y tampoco tuvo hijos.
Los que murieron jóvenes lo hicieron por causas distintas a la enfermedad. Richard Vanger falleció en el campo de batalla cuando participaba como voluntario en la guerra de Invierno de Finlandia, con sólo treinta y cuatro años. Gottfried Vanger, el padre de Harriet, murió ahogado un año antes de que ella desapareciera. Harriet sólo tenía dieciséis años. Mikael reparó en la extraña simetría existente en esa rama de la familia: abuelo, padre e hija habían sido víctimas de una curiosa serie de desgracias. Por la parte de Richard sólo quedaba Martin Vanger, quien, a la edad de cincuenta y cinco años, seguía sin casarse y sin tener descendencia. No obstante, Henrik Vanger informó a Mikael de que su sobrino mantenía una relación estable con una mujer que vivía en Hedestad.
Martín Vanger tenía dieciocho años cuando su hermana desapareció. Pertenecía a ese reducido grupo de familiares que podían ser descartados, con bastante seguridad, de la lista de personas potencialmente relacionadas con la desaparición. Aquel otoño lo pasó en Uppsala, donde estudiaba el último año de instituto. Iba a participar en la reunión familiar, pero llegó algo más tarde y, por lo tanto, se encontraba entre los espectadores, al otro lado del puente, durante la trágica hora en la que su hermana desapareció.
Mikael se fijó en otras dos curiosidades del árbol genealógico. La primera, que los matrimonios parecían ser para toda la vida; ningún miembro de la familia Vanger se había divorciado ni se había vuelto a casar, ni siquiera si el cónyuge había muerto joven. Mikael se preguntó con qué frecuencia estadística ocurriría eso. Cecilia Vanger se había separado de su marido hacía ya muchos años pero, por lo visto, seguía casada.
La otra curiosidad era que la familia parecía dividida geográficamente entre el lado «masculino» y el lado «femenino». Los herederos de Fredrik Vanger, a los cuales pertenecía Henrik Vanger, desempeñaban, tradicionalmente, importantes papeles en la empresa y se instalaban en Hedestad o en sus alrededores. Los miembros de la rama familiar de Johan Vanger, que sólo daba mujeres herederas, se casaron y se dispersaron por otras partes del país; vivían principalmente en Estocolmo, Malmö y Gotemburgo —o en el extranjero—, y sólo iban a Hedestad de vacaciones o para las reuniones importantes del Grupo. Había una sola excepción: Ingrid Vanger, cuyo hijo, Gunnar Karlman, vivía en Hedestad. Era el redactor jefe del periódico local, Hedestads-Kuriren.
En su faceta de investigador privado, Henrik pensaba que «el verdadero móvil del asesinato de Harriet» quizá debiera buscarse en la estructura de la empresa, en el hecho de que él, ya desde muy pronto, diera a entender que Harriet era especial; que posiblemente el motivo fuera hacer daño al propio Henrik, o que Harriet hubiera encontrado algún tipo de información delicada respecto al Grupo, convirtiéndose así en una amenaza para alguien. Todo eso no eran más que especulaciones sin fundamento; aun así, Mikael conformó un grupo «de especial interés» compuesto por trece personas.
La conversación del día anterior con Henrik Vanger también fue instructiva en otro aspecto. Desde el primer momento, el viejo habló de su familia en unos términos tan despectivos y peyorativos que a Mikael le resultaron extraños. Mikael llegó incluso a preguntarse si las sospechas contra su propia familia por la desaparición de Harriet no habrían hecho que al viejo patriarca perdiera un poco el juicio. Pero ahora empezaba a darse cuenta de que la apreciación de Henrik Vanger, en realidad, era asombrosamente sensata.
La imagen que se iba configurando revelaba una familia que era social y económicamente exitosa, pero claramente disfuncional en todos los ámbitos cotidianos.


El padre de Henrik Vanger fue una persona fría e insensible que engendraba a sus hijos para luego dejar que su esposa se encargara de su educación y bienestar. Hasta que los niños alcanzaron aproximadamente los dieciséis años, apenas vieron a su padre, con la excepción de esas celebraciones familiares especiales en las que se esperaba que estuvieran presentes, pero que también fueran invisibles. Henrik Vanger no podía recordar que su padre le hubiera expresado, ni tan siquiera una vez, alguna muestra de afecto; todo lo contrario: a menudo le dejaba claro que era un incompetente, y lo convertía en objeto de su destructiva crítica. Raramente había castigos corporales; no hacía falta. No llegó a ganarse el respeto de su padre hasta más tarde, con sus logros profesionales en el Grupo Vanger.
Su hermano mayor, Richard, se había rebelado. Tras una discusión, cuya causa nunca se comentó en la familia, Richard se marchó a Uppsala para estudiar. Allí inició la carrera nazi, ya referida por Henrik Vanger, que algún tiempo después lo llevaría a las trincheras en la guerra de Invierno de Finlandia.
Sin embargo, el viejo no le había contado que otros dos hermanos hicieron carreras similares.
En 1930, tanto Harald como Greger Vanger siguieron las huellas del hermano mayor en Uppsala. Harald y Greger estuvieron muy unidos, pero Henrik Vanger no sabía hasta que punto se relacionaron también con Richard. Lo que quedaba completamente claro era que los hermanos se unieron al movimiento fascista. La Nueva Suecia, de Per Engdahl. Luego, Harald Vanger permaneció leal a Per Engdahl a lo largo de los años, al principio en la Asociación Nacional de Suecia, luego en Oposición Sueca y, finalmente, en el Movimiento de la Nueva Suecia, fundado una vez acabada la guerra. Siguió afiliado hasta la muerte de Per Engdahl, en los años noventa, y durante un tiempo fue uno de los contribuyentes económicos más importantes de los restos del hibernado movimiento fascista sueco.
Harald Vanger estudió medicina en Uppsala y casi inmediatamente entró en contacto con grupos que tenían verdadera obsesión por la biología racial y la higiene de razas. Durante un tiempo trabajó en el Instituto Sueco de Biología de Razas, y se convirtió, en calidad de médico, en un destacado activista de la campaña a favor de la esterilización de individuos no deseados.
Cita, Henrik Vanger, cinta 2, 02950
Harald fue aún más allá. En 1937 fue coautor, afortunadamente bajo seudónimo, de un libro titulado La nueva Europa de los pueblos. De eso no me enteré hasta los años setenta. Tengo un ejemplar, si quieres leerlo. Se trata probablemente de uno de los libros más repulsivos jamás publicados en lengua sueca. Harald no sólo argumentó a favor de la esterilización, sino también de la eutanasia, ayudar a morir a las personas que ofendían sus gustos estéticos y que no encajaban en su imagen del pueblo sueco perfecto. O sea, abogaba por el genocidio en un texto redactado con una intachable prosa académica que contenía todos los argumentos médicos necesarios. Eliminar a los discapacitados. No dejar que la población sami se expandiera porque tenía genes mongoles. Los enfermos mentales experimentarían la muerte como una liberación, ¿no? Mujeres lascivas, quinquis, gitanos y judíos, ya te puedes imaginar. En la fantasía de mi hermano, Auschwitz podría haber estado situado en Dalecarha.
Después de la guerra, Greger Vanger se hizo profesor y, al cabo de algún tiempo, director del instituto de bachillerato de Hedestad. Henrik creía que, al acabar la guerra, Greger ya no pertenecía a ningún partido, que había abandonado el nazismo. Murió en 1974 y hasta que Henrik no repasó sus cosas no se enteró, a través de la correspondencia, de que su hermano había entrado, en los años cincuenta, en una secta políticamente insignificante pero completamente absurda llamada PNN Partido Nacional Nórdico. Fue miembro hasta su muerte.
Cita, Henrik Vanger, cinta 2, 04167
De modo que tres de mis hermanos fueron, desde un punto de vista político, enfermos mentales ¿Como de enfermos estarían en otros aspectos?
El único hermano que consiguió un poco de clemencia a ojos de Henrik Vanger fue el enfermizo Gustav, el que falleció de una enfermedad pulmonar en 1955. Gustav nunca tuvo interés por la política y más bien daba la sensación de ser un bohemio con alma de artista, totalmente apartado del mundo, sin el menor interés por los negocios ni por trabajar en el Grupo Vanger. Mikael le preguntó a Henrik Vanger:
—Ahora sólo quedáis tú y Harald. ¿Por qué volvió él a Hedeby?
—Regresó en 1979, poco antes de cumplir setenta años. Es el propietario de la casa.
—Debe de ser raro vivir tan cerca de un hermano al que uno odia tanto.


Henrik Vanger se quedó mirando a Mikael asombrado.
—No me has entendido bien. No odio a mi hermano. Más bien siento compasión por él. Es un completo idiota, pero es él el que me odia a mí.
—¿Él te odia?
—Pues sí. Creo que fue por eso por lo que volvió. Para poder pasar sus últimos años odiándome de cerca.
—¿Y por qué te odia?
—Porque me casé.
—Me parece que eso me lo vas a tener que explicar.
Henrik Vanger perdió pronto el contacto con sus hermanos mayores. Era el único que mostraba algún talento para los negocios: la última esperanza de su padre. No le interesaba la política y no quiso ir a Uppsala; en su lugar, optó por estudiar economía en Estocolmo. Desde que cumplió dieciocho años pasaba todas sus vacaciones haciendo prácticas en alguna de las muchas oficinas del Grupo Vanger, o participando en las juntas directivas. Llegó a conocer todos los entresijos de la empresa familiar.
El 10 de junio de 1941, en plena segunda guerra mundial, Henrik fue enviado seis semanas a Hamburgo, Alemania, a la oficina comercial del Grupo Vanger. Sólo tenía veintiún años. Su protector y mentor era el agente alemán de las empresas Vanger, un veterano de la empresa llamado Hermann Lobach.
—No te voy a cansar con todos los detalles, pero, cuando yo estuve allí, Hitler y Stalin seguían siendo buenos amigos y aún no existía el frente oriental. Todo el mundo estaba convencido de que Hitler era invencible. Había un sentimiento de... optimismo y desesperación; creo que ésas serían las palabras adecuadas. Más de medio siglo después todavía me cuesta describir el ambiente. No me malinterpretes, nunca fui nazi y Hitler me parecía un ridículo personaje de opereta, pero resultaba difícil no dejarse contagiar por el optimismo y la confianza en el futuro que reinaba entre la gente de a pie de Hamburgo. A pesar de que la guerra se iba acercando cada vez más, y de que varias escuadrillas aéreas bombardearon la ciudad durante el tiempo que pasé allí, la gente parecía pensar que aquello era algo pasajero; que pronto llegaría la paz y que Hitler instauraría su Neuropa, la nueva Europa. La gente quería creer que Hitler era Dios. En eso consistía el mensaje que difundía la propaganda.
Henrik Vanger abrió uno de sus muchos álbumes de fotografías.
—Éste es Hermann Lobach. Desapareció en 1944; probablemente murió durante alguna incursión aérea y fue enterrado. Nunca supimos lo que le ocurrió. Durante las semanas que pasé en Hamburgo llegué a estar muy unido a él. Me alojaba en casa de su familia en un piso elegante, en el barrio acomodado de la ciudad. Nos veíamos a diario. Era tan poco nazi como yo, pero estaba afiliado al partido por comodidad. El carné de miembro le abrió muchas puertas y aumentó sus posibilidades de hacer negocios para el Grupo Vanger; y negocios fue precisamente lo que hicimos. Construíamos vagones de carga para sus trenes; siempre me he preguntado si alguno de los vagones tendría Polonia como destino. Les vendíamos tela para los uniformes y tubos para las radios, aunque oficialmente no sabíamos qué uso le daban a la mercancía. Y Hermann Lobach sabía cómo hacer llegar a buen puerto un contrato; era ameno y campechano. El perfecto nazi. Al cabo de algún tiempo empecé a darme cuenta de que también era un hombre que intentaba desesperadamente ocultar un secreto.
»La noche del 22 de junio de 1941, Hermann Lobach llamó de repente a la puerta de mi dormitorio y me despertó. Mi habitación era contigua a la de su mujer y me hizo señas para que estuviera callado, me vistiera y lo acompañara. Bajamos a la planta baja y nos sentamos en la sala de fumadores. Resultaba obvio que Lobach llevaba toda la noche despierto. Tenía la radio puesta y me di cuenta de que había pasado algo dramático; se había puesto en marcha la Operación Barbarroja. Alemania había atacado a la Unión Soviética durante el fin de semana de Midsommar. —Henrik Vanger hizo un gesto resignado con la mano—. Hermann Lobach puso dos copas sobre la mesa y sirvió unos buenos chupitos de aguardiente. Estaba visiblemente afectado. Al preguntarle qué significaba todo aquello, contestó, con clarividencia, que era el fin de Alemania y del nazismo. Le creí sólo a medias porque Hitler parecía invencible, pero Lobach me propuso un brindis por la caída de Alemania. Luego habló de los asuntos prácticos.
Mikael asintió dando a entender que seguía escuchando la historia.
—Para empezar, él no tenía ninguna posibilidad de contactar con mi padre para recibir instrucciones, pero, por iniciativa propia, decidió interrumpir mi estancia en Alemania y mandarme a casa tan pronto como fuera posible. En segundo lugar, quería que yo hiciera algo por él.
Henrik Vanger señaló un retrato amarillento y desportillado de una mujer morena de perfil.
—Hermann Lobach estaba casado desde hacía cuarenta años, pero en 1919 conoció a una mujer mucho más joven que él, de una belleza deslumbrante, de la que se enamoró perdidamente. Ella era una pobre y sencilla costurera. Lobach la cortejó y, al igual que tantos otros hombres adinerados, se pudo permitir instalarla en un piso a poca distancia de su oficina. Ella se convirtió en su amante. En 1921 dio a luz a una hija que fue bautizada como Edith.
—Hombre rico mayor, joven mujer pobre y una hija como fruto del amor; supongo que eso no fue un gran escándalo, ni siquiera en los años cuarenta —comentó Mikael.
—Correcto. Si no hubiera sido por un detalle: la mujer era judía y, por lo tanto, Lobach era padre de una hija judía en plena Alemania nazi. En la práctica, era un «traidor de la raza».
—Ah, eso, indudablemente, cambia las cosas. ¿Y qué pasó?
—La madre de Edith fue detenida en 1939. Desapareció y sólo nos queda imaginar su destino. Era bien conocido que tenía una hija que todavía no había sido registrada en ninguna lista de deportados, pero a la cual buscaba ahora una sección de la Gestapo, cuya misión era perseguir a los judíos fugitivos. En el verano de 1941, la misma semana que yo llegué a Hamburgo, se vinculó a la madre de Edith con Hermann Lobach, y él fue convocado a un interrogatorio. Confesó la relación y la paternidad, pero declaró que no tenía ni idea de dónde se encontraba su hija y que llevaba diez años sin saber de ella.
—¿Y dónde estaba la hija?
—Yo la veía todos los días en casa de los Lobach. Era una chica de veinte años guapa y callada que limpiaba mi habitación y ayudaba a servir la cena. En 1937 la persecución de los judíos llevaba ya varios años y la madre de Edith le suplicó a Lobach su ayuda. Y él la ayudó; Lobach quería tanto a su hija ilegítima como a sus otros hijos. La ocultó en el sitio más inimaginable, ante las mismas narices de todos. Le consiguió papeles falsos y la contrató como asistenta.
—¿Sabía su esposa quién era?
—No, ella no tenía ni idea de la situación.
—¿Y qué pasó?
—Eso había funcionado durante cuatro años, pero ahora Lobach se sentía con la soga al cuello. Era sólo una cuestión de tiempo que la Gestapo llamara a su puerta. Todo esto me lo contó sólo unas semanas antes de que yo volviera a Suecia. Luego buscó a su hija y nos presentó. Era muy tímida y ni siquiera se atrevió a mirarme a los ojos. Lobach me suplicó que salvara su vida.
—¿Cómo?
—Lo tenía todo organizado. Según los planes, yo me quedaría allí otras tres semanas más y luego cogería el tren nocturno a Copenhague para cruzar el estrecho en barco; un viaje relativamente seguro, incluso en tiempos de guerra. Dos días después de nuestra conversación, un carguero, propiedad del Grupo Vanger, iba a zarpar del puerto de Hamburgo con destino a Suecia. Entonces Lobach quiso sacarme de Alemania, sin más demora, en ese buque. Los cambios de planes tenían que ser aprobados por los servicios de seguridad. Unos simples trámites burocráticos; no habría problemas. Pero Lobach insistía en que yo me fuera ya.
—Junto con Edith, supongo.
—A Edith la subieron a bordo clandestinamente, escondida en una de las trescientas cajas que contenían maquinaria. Mi misión era protegerla en el caso de que fuese descubierta en aguas alemanas, e impedir que el capitán del barco hiciera una estupidez. Pero si todo iba bien, debía esperar hasta que nos alejáramos un buen trecho de Alemania antes de dejarla salir.
—Vale.
—Parecía fácil, pero el viaje se convirtió en una pesadilla. El capitán del barco se llamaba Oskar Granath; y no le gustó nada la idea de tener bajo su responsabilidad al engreído heredero de su jefe. Zarpamos de Hamburgo hacia las nueve de la noche, a finales de junio. Estábamos a punto de salir del puerto interior cuando la alarma empezó a sonar. Un ataque aéreo inglés, el peor que he visto en mi vida; y el puerto constituía, por supuesto, una zona prioritaria. No exagero si te digo que por poco me meo en los pantalones cuando vi que las bombas empezaban a caer cerca de nosotros. Pero de alguna manera sobrevivimos; y después de una avería en el motor y de una noche miserablemente tormentosa navegando por aguas minadas, llegamos a Karlskrona al día siguiente por la tarde. Y ahora me vas a preguntar qué pasó con la chica.
—Creo que ya lo sé.
—Mi padre, naturalmente, se puso furioso. Me había jugado la vida con aquella estúpida acción. Y la chica podría ser deportada en cualquier momento; recuerda que estábamos en 1941. Pero a esas alturas yo ya estaba tan perdidamente enamorado de ella como Lobach lo estuvo de su madre. Pedí su mano y le di un ultimátum a mi padre: o aceptaba el matrimonio o se buscaba otro sucesor para la empresa familiar. Y claudicó.
—Pero ¿ella murió?
—Sí, demasiado joven. En 1958. Pasamos poco más de dieciséis años juntos. Tenía una anomalía congénita en el corazón. Y resultó que yo era estéril, así que no tuvimos hijos. Por eso mi hermano me odia.
—¿Porque te casaste con ella?
—Porque, para usar su terminología, me casé con una sucia puta judía. Eso representaba para él una traición contra la raza, el pueblo, la moral y absolutamente todo lo que él encarnaba.
—Está loco de remate.


—Yo no podría haberlo definido mejor.Volver a Capítulos

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