Mikael continuó leyendo hasta bien entrada la noche, de modo que el día de
Reyes se levantó tarde. Al llegar a casa de Henrik Vanger, vio un Volvo azul
marino último modelo aparcado justo delante de la puerta. En el mismo momento
en que Mikael puso la mano en el picaporte de la puerta, ésta se abrió y un
señor de unos cincuenta años salió apresuradamente. Casi chocaron.
—¿Sí? ¿Le puedo ayudar en algo?
—Voy a ver a Henrik Vanger —contestó
Mikael.
Al hombre se le suavizó la mirada. Sonrió
y le tendió la mano.
—Ah, tú debes de ser Mikael Blomkvist, el
que va a ayudar a Henrik con la crónica familiar.
Mikael asintió y le estrechó la mano. Al
parecer, Henrik Vanger había empezado a difundir la cover story de
Mikael, la que explicaba por qué se encontraba en Hedestad. El hombre tenía
sobrepeso —resultado, sin duda, de muchos años de arduas negociaciones sentado
en oficinas y salas de reuniones—, pero Mikael vio enseguida que sus facciones
recordaban a las de Harriet Vanger.
—Soy Martin Vanger —le confirmó—.
Bienvenido a Hedestad.
—Gracias.
—Te vi en la tele hace unos días.
—Parece que todo el mundo me ha visto en
la tele.
—Es que Wennerström... no es una persona
muy popular en esta casa.
—Ya me lo ha dicho Henrik. Aunque sigo
esperando el final de la historia.
—El otro día me comentó que te había
contratado —de repente Martin Vanger se rio—. Dijo que seguramente aceptaste el
trabajo por Wennerström.
Mikael dudó un instante antes de decidirse
a sincerarse.
—Sí, bueno, ésa ha sido una razón de peso,
pero la verdad es que, francamente, necesitaba salir de Estocolmo, y Hedestad
apareció en el momento oportuno. Bueno, eso creo. No voy a hacer como si el
juicio nunca se hubiera celebrado. Lo cierto es que iré a la cárcel.
Martin Vanger, repentinamente serio,
asintió con la cabeza.
—¿Puedes recurrir la sentencia?
—En este caso no serviría de nada.
Martin Vanger consultó su reloj.
—Debo estar en Estocolmo esta misma tarde,
así que me voy ya. Volveré dentro de unos días. Ven a cenar conmigo alguna noche.
Me gustaría saber qué ocurrió realmente en aquel juicio.
Volvieron a estrecharse la mano; Martin
Vanger bajó las escaleras y abrió la puerta del Volvo. Se dio media vuelta y le
gritó a Mikael:
—Henrik está en la planta de arriba.
Entra.
Henrik Vanger estaba sentado en el sofá de
su despacho; encima de la mesa tenía el Hedestads-Kuriren, el Dagens
Industri, el Svenska Dagbladet y los dos diarios vespertinos.
—Acabo de conocer a Martin en la puerta.
—Se ha ido corriendo a salvar el imperio
—contestó Henrik Vanger mientras cogía el termo—. ¿Café?
—Sí, por favor —dijo Mikael. Se sentó y se
preguntó por qué Henrik Vanger estaba tan risueño.
—Hablan de ti en el periódico.
Henrik Vanger le acercó uno de los vespertinos, abierto por una página que
tenía un artículo titulado «Cortocircuito periodístico». Lo firmaba uno de esos
columnistas con chaqueta a rayas —antiguo empleado de Finansmagasinet
Monopol— que se dio a conocer como experto en criticar y burlarse de toda
persona que se comprometiera con un tema o que diera la cara por algo. Las
feministas, los antirracistas y los activistas ecologistas se encontraban entre
aquellos a los que solía salpicar con la tinta de su sarcástica pluma. En
cambio, el columnista jamás manifestaba ni una sola opinión controvertida propia.
Al parecer, en la actualidad se dedicaba a meterse con los medios de
comunicación; ahora, unas cuantas semanas después del juicio del caso
Wennerström, le tocaba el turno a Mikael Blomkvist, quien —mencionado con
nombre y apellido— era descrito como un completo idiota. A Erika Berger la
presentaba como una rubia tonta e incompetente.
Corre el rumor de que Millennium —a
pesar de que la redactora jefe sea una feminista con minifalda que saca
morritos en televisión— está a punto de irse a pique. Durante vanos años, la
revista ha sobrevivido gracias a la imagen que la redacción ha conseguido
promocionar jóvenes periodistas dedicados al periodismo de investigación. que
desenmascaran a los malos de la película del mundo empresarial. Ese truco de marketing
quizá funcione entre los jóvenes anarquistas deseosos de oír precisamente ese
mensaje, pero no tiene ningún éxito en los juzgados. Kalle Blomkvist
acaba de experimentarlo en sus propias carnes.
Mikael encendió el móvil para ver si Erika
lo había llamado. No tenía mensajes Henrik Vanger aguardó sin hacer
comentarios; Mikael se dio cuenta de que el viejo pensaba dejarle romper el
silencio a él.
—¡Menudo idiota! —exclamó Mikael.
Henrik Vanger se rio, pero comentó sin
sentimentalismos:
—Puede. Pero no es él quien ha sido
condenado en los juzgados.
—Cierto. Y nunca lo será. Nunca dice nada
original ni propio, pero siempre se sube al tren y se apunta a tirar la última
piedra en los términos más humillantes posibles.
—He conocido a muchos como él en mi vida. Un
buen consejo, si me lo permites, es ignorarlo cuando hace ruido, no olvidar
nada y pagarle con la misma moneda en cuanto tengas ocasión. Pero ahora no,
porque te lleva ventaja.
Mikael no supo qué decir.
—A lo largo de todos estos años he tenido
muchos enemigos y hay una cosa que he aprendido: nunca entres en la batalla
cuando tienes todas las de perder. Sin embargo, jamás dejes que una persona que
te ha insultado se salga con la suya. Espera tu momento y, cuando estés en una
posición fuerte, devuelve el golpe, aunque ya no sea necesario hacerlo.
—Gracias por la clase de filosofía. Pero
ahora quiero que me hables de tu familia.
Mikael puso la grabadora entre los dos y
empezó a grabar.
—¿Qué quieres saber?
—He leído la primera carpeta: la de la
desaparición de Harriet y la búsqueda de los primeros días. Pero hay tantos
Vanger en el texto que apenas puedo distinguir a unos de otros.
Antes de tocar el timbre, Lisbeth Salander permaneció inmóvil durante casi
diez minutos en el solitario rellano de la escalera, mirando fijamente la placa
metálica en la que se podía leer «Abogado N. E. Bjurman». La cerradura hizo
clic.
Era martes. La segunda reunión. Estaba
llena de malos presentimientos.
No es que le tuviera miedo al abogado
Bjurman; Lisbeth Salander raramente le tenía miedo a las personas o a las
cosas. Sin embargo, el nuevo administrador de sus bienes le provocaba un
intenso malestar. El predecesor de Bjurman, el abogado Holger Palmgren, estaba
hecho de una madera completamente distinta: era correcto, educado y amable. Esa
relación cesó hacía ya tres meses, cuando Palmgren sufrió una apoplejía y, de
acuerdo con alguna burocrática jerarquía que ella desconocía, le correspondió a
Nils Erik Bjurman hacerse cargo de la joven.
Durante los doce años que Lisbeth Salander
había sido objeto de atenciones por parte de los servicios sociales y
psiquiátricos, de los cuales pasó dos en una clínica infantil, nunca jamás, ni
en una sola ocasión, había contestado ni siquiera a la sencilla pregunta de
«¿cómo estás hoy?».
Al cumplir los trece años, de acuerdo con
la ley de tutela de los menores de edad, el juez ordenó que la internaran en la
clínica de psiquiatría infantil de Sankt Stefan, en Uppsala. La decisión se
apoyaba fundamentalmente en informes que la consideraban psíquicamente
perturbada y peligrosa para sus compañeros de clase y, tal vez, incluso para sí
misma.
Esta última suposición se basaba más bien
en juicios empíricos y no en un análisis serio y meticuloso. Cualquier intento
por parte de algún médico, u otra persona con autoridad en la materia, de
entablar una conversación sobre sus sentimientos, su vida espiritual o su estado
de salud era contestado, para su enorme frustración, con un profundo y
malhumorado silencio, acompañado de intensas miradas al suelo, al techo y a las
paredes. Coherente con sus actos, solía cruzarse de brazos y negarse,
sistemáticamente, a participar en tests psicológicos. Su completa oposición a
todo intento de medir, pesar, estudiar, analizar o educarla se aplicaba también
al ámbito escolar; las autoridades podían trasladarla a un aula y encadenarla
al pupitre, pero no podían impedir que ella cerrara los oídos y se negara a
levantar el lápiz en los exámenes. Abandonó el colegio sin sacarse ni siquiera
el certificado escolar.
Por consiguiente, el simple hecho de
diagnosticar sus «taras» mentales conllevaba grandes dificultades. En resumen,
Lisbeth Salander era cualquier cosa menos fácil de manejar.
Cuando cumplió trece años, se designó a un
tutor que administrara sus bienes y defendiera sus intereses hasta que
alcanzara la mayoría de edad. Ese tutor fue el abogado Holger Palmgren, quien,
a pesar de no haber empezado con muy bien pie, lo cierto es que al final tuvo
éxito allí donde los psiquiatras y los médicos habían fracasado. No sólo fue
ganándose paulatinamente la confianza de Lisbeth, sino que también consiguió
una tímida muestra de afecto por parte de la complicada joven.
Al cumplir quince años, los médicos
estuvieron más o menos de acuerdo en que, en cualquier caso, ya no era
peligrosa para los demás ni para sí misma. Debido a que su familia había sido
definida como disfuncional y a que no tenía parientes que pudieran garantizar
su bienestar, se decidió que Lisbeth Salander saliera de la clínica de psiquiatría
infantil de Uppsala y se fuera adaptando gradualmente a la sociedad por medio
de una familia de acogida.
El camino no fue fácil. Huyó de la primera
familia al cabo de tan sólo dos semanas. Pasó por la segunda y tercera a la
velocidad de un rayo. Luego, Holger Palmgren mantuvo una seria conversación con
ella en la que le explicó, sin rodeos, que si seguía por ese camino, sin duda
volverían a ingresarla en una institución. La amenaza surtió efecto y aceptó a
la familia número cuatro: una pareja mayor que residía en el suburbio de
Midsommarkransen.
Eso no significaba que la niña se portara bien. A la edad de diecisiete
años, Lisbeth Salander ya había sido detenida por la policía en cuatro
ocasiones: dos de ellas en un estado de embriaguez tan grave que requirió
asistencia médica urgente, y otra vez bajo la manifiesta influencia de
narcóticos. En una de estas ocasiones, la encontraron borracha perdida y
completamente desaliñada, con la ropa a medio poner, en el asiento trasero de
un coche aparcado en la orilla de Söder Mälarstrand. Estaba acompañada de un
hombre igual de ebrio y considerablemente mayor que ella.
La cuarta y última intervención policial
tuvo lugar tres semanas antes de cumplir los dieciocho años, cuando, esta vez
sobria, le dio una patada en la cabeza a un pasajero en la estación de metro de
Gamla Stan. El incidente acabó en arresto por delito de lesiones. Salander
justificó su actuación alegando que el hombre le había metido mano y que, como
su aspecto era más bien el de una niña de doce años y no de dieciocho, ella
consideró que el pervertido tenía inclinaciones pedófilas. Eso fue todo lo que
consiguieron sacarle. Sin embargo, la declaración fue apoyada por testigos, lo
cual significó que el fiscal archivó el caso.
Aun así, en conjunto, su historial era de
tal calibre que el juez ordenó un reconocimiento psiquiátrico. Como ella, fiel
a su costumbre, se negó a contestar a las preguntas y a participar en los
tests, los médicos consultados por la Seguridad Social emitieron al final un
juicio basado en sus «observaciones sobre el paciente». Tratándose, en este
caso, de una joven callada que, sentada en una silla, se cruzaba de brazos y se
ponía de morros, no quedaba muy claro qué era exactamente lo que estos expertos
habían podido observar. Se llegó simplemente a la conclusión de que sufría una
perturbación mental cuya naturaleza no aconsejaba que permaneciera desatendida.
El dictamen del forense abogaba por que se la recluyera en algún centro
psiquiátrico; al mismo tiempo, el jefe adjunto de la comisión social municipal
elaboró un informe apoyando las conclusiones de los expertos.
Por lo que respecta a su curriculum, el
dictamen constató que existía «un gran riesgo de abuso de alcohol o drogas», y
que, evidentemente, «carecía de autoconciencia». A esas alturas, su historial
cargaba con el lastre de vocablos como «introvertida, inhibida socialmente,
ausencia de empatía, fijación por el propio ego, comportamiento psicópata y
asocial, dificultades de cooperación e incapacidad para sacar provecho de la
enseñanza». Cualquiera que lo leyera podría engañarse fácilmente y llegar a la
conclusión de que se trataba de una persona gravemente retrasada. Tampoco decía
mucho a su favor el hecho de que una unidad asistencial de los servicios
sociales la hubiera visto más de una vez en compañía de varios hombres por los
alrededores de Mariatorget; en una ocasión, además, la policía la cacheó en el
parque de Tantolunden al encontrarla, de nuevo, en compañía de un hombre
considerablemente mayor. Se temía que Lisbeth Salander se dedicara a la
prostitución, o que corriera el riesgo de verse metida en ella de una u otra
manera.
Cuando el Juzgado de Primera Instancia —la
institución que iba a pronunciarse sobre su futuro— se reunió para tomar una
decisión sobre el asunto, el resultado ya parecía estar claro de antemano. Se
trataba de una joven manifiestamente problemática y resultaba poco creíble que
el tribunal dictaminara algo distinto a lo recomendado en el informe social y
forense.
La mañana de la vista oral fueron a buscar
a Lisbeth Salander a la clínica psiquiátrica infantil, donde se hallaba
recluida desde el día del incidente en el metro. Se sentía como un preso en un
campo de concentración, sin esperanzas de llegar al final de la jornada. La
primera persona a la que vio en la sala del juicio fue Holger Palmgren, y le
llevó un rato comprender que no estaba allí en calidad de tutor, sino que
actuaba como su abogado y representante jurídico. Lisbeth descubrió en él una
faceta completamente desconocida.
Para su sorpresa, Palmgren se situó en su
rincón del cuadrilátero y formuló con claridad una serie de alegaciones
oponiéndose enérgicamente a que la internaran. Ella no dio a entender, ni con
un simple arqueo de cejas, que se sentía sorprendida, pero escuchó con atención
cada una de sus palabras. Palmgren estuvo brillante cuando, durante dos horas,
acribilló a preguntas a aquel médico, un tal doctor Jesper Löderman, que había
firmado la recomendación de que Salander fuera recluida en un centro
psiquiátrico. Palmgren analizó todos los detalles del informe y le pidió al
médico que explicara la base científica de cada una de sus afirmaciones. En muy
poco tiempo quedó claro, debido a que la paciente se había negado a realizar un
solo test, que las conclusiones de los médicos se basaban en meras
suposiciones.
Como conclusión de la vista oral, Palmgren
insinuó que la reclusión forzosa muy probablemente no sólo iba en contra de lo
establecido por el Parlamento en este tipo de asuntos, sino que incluso podría
ser objeto de represalias políticas y mediáticas. Por lo tanto, a todos les
interesaba encontrar una solución alternativa. Ese tipo de discurso no era nada
habitual en juicios de esa índole, de modo que los miembros del tribunal se
revolvieron, inquietos, en sus sillas.
La solución adoptada fue una fórmula de
compromiso. El Tribunal de Primera Instancia concluyó que Lisbeth Salander
estaba psíquicamente enferma, pero que su locura no exigía necesariamente un internamiento.
En cambio, tomaron en consideración la recomendación del jefe de los servicios
sociales de asignarle un administrador. El presidente del tribunal, con una
sonrisa venenosa, se dirigió a Holger Palmgren, que hasta ese momento había
ejercido de tutor, y le preguntó si estaba dispuesto a aceptar el cometido.
Resultaba evidente que el presidente creía que Holger Palmgren iba a declinar
la responsabilidad y que intentaría pasarle la responsabilidad a otro; sin embargo,
éste explicó, con una sonrisa bondadosa, que estaría encantado de ser el
administrador de la señorita Salander, aunque ponía, para ello, una condición.
—Eso será, naturalmente, en el caso de que
la señorita Salander deposite su confianza en mí y me acepte como su
administrador.
Se dirigió directamente a ella. Lisbeth
Salander se encontraba algo confusa por el intercambio de palabras que había
tenido lugar por encima de su cabeza durante todo el día. Hasta ese momento,
nadie le había pedido su opinión. Miró durante un largo rato a Holger Palmgren
y, luego asintió con un simple movimiento de cabeza.
Palmgren era una peculiar mezcla de abogado y trabajador social de la vieja
escuela. En sus comienzos fue miembro, designado políticamente, de la comisión
social municipal, y había dedicado casi toda su vida a tratar con críos
conflictivos. Un respeto reacio que casi rayaba en la amistad surgió entre el
abogado y la protegida más conflictiva que jamás había tenido.
Su relación duró once años, desde que ella
cumplió trece hasta el año pasado, cuando, unas pocas semanas antes de Navidad,
Lisbeth fue a casa de Palmgren tras no acudir éste a una de sus habituales
reuniones mensuales. Como no abrió la puerta a pesar de que ella podía oír
ruidos en el interior del piso, Lisbeth trepó por un canalón hasta el balcón de
la tercera planta y entró. Lo encontró en el suelo de la entrada, consciente
pero incapaz de hablar y moverse después de haber sufrido una repentina
apoplejía. Sólo tenía sesenta y cuatro años. Llamó a una ambulancia y lo
acompañó al hospital, a Södersjukhuset, con una creciente sensación de pánico
en el estómago. Durante tres días apenas abandonó el pasillo de la UVI. Como un
fiel perro guardián vigilaba cada paso que daban los médicos y enfermeras al
salir o entrar por la puerta. Deambulaba como un alma en pena de un lado a otro
del pasillo y le clavaba una mirada intensa a cada médico que se acercaba. Al
final, un doctor cuyo nombre nunca llegó a conocer la llevó a una habitación y
le explicó la gravedad de la situación. El estado de Holger Palmgren era
crítico; acababa de sufrir una grave hemorragia cerebral. No esperaban que se
despertara. Ella ni lloró ni se inmutó. Se levantó y abandonó el hospital para
no volver.
Cinco semanas más tarde, la Comisión de
Tutela del Menor convocó a Lisbeth Salander a una reunión con su nuevo
administrador. Su primer impulso fue hacer caso omiso de la convocatoria, pero
Holger Palmgren le había inculcado meticulosamente que todos los actos tienen
sus consecuencias. Había aprendido a analizarlas antes de actuar, así que,
pensándolo bien, llegó a la conclusión de que lo más fácil para salir de la
situación era satisfacer a la comisión, actuando como si realmente le importara
lo que sus miembros tuvieran que decir.
Por consiguiente, en diciembre —haciendo
una breve pausa en la investigación sobre Mikael Blomkvist— se presentó en el
despacho de Bjurman, en Sankt Eriks-plan, donde una mujer mayor que representaba
a la comisión le entregó el extenso informe sobre Salander al abogado Bjurman.
La señora le preguntó amablemente cómo se encontraba y pareció contenta con el
profundo silencio que recibió como respuesta. Al cabo de una media hora la dejó
al cuidado del abogado Bjurman.
Apenas cinco segundos después de darle la
mano al abogado Bjurman ya le había cogido antipatía.
Mientras Bjurman leía el informe, Lisbeth
lo observó de reojo. Edad: cincuenta y pico. Cuerpo atlético; tenis los martes
y los viernes. Rubio. Pelo ralo. Hoyuelo en la barbilla. Perfume de Boss. Traje
azul. Corbata roja con pasador de oro y ostentosos gemelos con las iniciales
NEB. Gafas de montura metálica. Ojos grises. A juzgar por las revistas que
había en una mesita, le interesaban la caza y el tiro.
Durante la década que estuvo con Palmgren,
él solía invitarla a tomar café para charlar un rato. Ni siquiera sus peores
huidas de las casas de acogida ni el sistemático absentismo escolar le hacían
perder los estribos. La única vez que Palmgren se mostró realmente indignado
fue cuando la detuvieron por maltratar a aquel asqueroso tipo que la tocó en
Gamla Stan. «¿Entiendes lo que has hecho? Le has hecho daño a otra persona,
Lisbeth.» Sonó como la bronca de un viejo profesor, pero ella la aguantó
estoicamente, ignorando cada palabra.
Bjurman, sin embargo, no era muy amigo de
charlar. Él constató inmediatamente que, según el reglamento del administrador,
había una discrepancia entre los deberes de Holger Palmgren y el hecho de que,
al parecer, hubiera dejado a Lisbeth Salander al mando de su propia economía.
La sometió a una especie de interrogatorio. «¿Cuánto ganas? Quiero una copia de
tus gastos e ingresos. ¿Con quién te relacionas? ¿Pagas el alquiler dentro del
plazo? ¿Tomas alcohol? ¿Ha aprobado Palmgren esos piercings que tienes
en la cara? ¿Sabes mantener tu higiene personal?».
«Fuck you!»
Palmgren se había convertido en su tutor
poco después de que ocurriera Todo Lo Malo. Había insistido en verla al menos
una vez al mes —o incluso con mayor frecuencia— en reuniones fijadas de antemano.
Además, desde que ella volvió a Lundagatan casi eran vecinos; él vivía en
Hornsgatan, a sólo un par de manzanas, y, de vez en cuando, se encontraban en
la calle por pura casualidad y se iban a tomar café a Giffy o a alguna otra
cafetería de la zona. Palmgren nunca la molestaba, pero en alguna que otra
ocasión fue a verla para darle un pequeño regalo por su cumpleaños. Lisbeth
podía ir a visitarlo siempre que quisiera, un privilegio que raramente
aprovechaba, pero desde que se mudó al barrio de Söder empezó a celebrar la
Navidad en su casa, después de visitar a su madre. Comían el típico jamón asado
navideño y jugaban al ajedrez. Ella no tenía ningún interés por el juego, pero
desde que aprendió las reglas nunca perdía una partida. Palmgren era viudo y
Lisbeth Salander veía como un deber compadecerse de él durante esas solitarias
fiestas.
Se lo debía; y ella siempre pagaba sus
deudas.
Fue Palmgren el que puso en alquiler el
apartamento de la madre de Lisbeth en Lundagatan, hasta que la joven necesitó
una vivienda. El piso, de cuarenta y nueve metros cuadrados, estaba sin
reformar y era algo cutre; pero al menos Lisbeth tenía un techo bajo el que dormir.
Ahora Palmgren era historia y otro vínculo
más con la sociedad «normal» se había roto. Nils Bjurman pertenecía a otra
clase de personas. Lisbeth tenía claro que no pasaría la Nochebuena en su casa.
La primera medida que él tomó fue introducir nuevas reglas referentes a cómo
administrar el dinero de la cuenta corriente de Handelsbanken. Palmgren,
despreocupadamente, había interpretado la ley a su manera y dejó que ella misma
se hiciera cargo de su propia economía. Ella pagaba sus facturas y disponía del
dinero a su antojo.
Lisbeth había preparado el encuentro con
Bjurman una semana antes de Navidad, y cuando lo tuvo delante intentó
explicarle que su predecesor confiaba en ella y nunca tuvo razón para no
hacerlo; que Palmgren la dejaba llevar su propia vida sin meterse en sus
asuntos privados.
—Ése es uno de los problemas —contestó
Bjurman, golpeando el expediente con el dedo.
Le soltó un largo discurso sobre las
reglas y los decretos estatales vigentes referentes a la tutela y luego le
comunicó que las cosas tenían que cambiar.
—Te dejó a tu aire, ¿a que sí? Me pregunto
cómo se lo permitieron.
«Porque era un loco socialdemócrata que
llevaba casi cuarenta años ocupándose de niños conflictivos.»
—Ya no soy una niña —dijo Lisbeth Salander
como si eso fuese suficiente explicación.
—No, no eres una niña. Pero a mí me han
nombrado tu administrador y, mientras lo sea, tendré responsabilidad jurídica y
económica sobre ti.
Empezó por abrir una nueva cuenta
corriente, a nombre de Lisbeth, pero controlada por él. A partir de ahora, y
una vez comunicado el número al departamento de personal de Milton Security,
ésa sería la cuenta que ella debía usar. Salander comprendió que la buena vida
se había acabado; en lo sucesivo, el abogado Bjurman pagaría sus facturas y le
daría cada mes una paga fija para sus gastos. Ella tendría que presentar
facturas de todo. Decidió asignarle mil cuatrocientas coronas por semana «para
comida, ropa, cine y esas cosas».
Dependiendo de cuánto trabajara, Lisbeth
Salander ganaba alrededor de ciento sesenta mil coronas al año. Podría doblar
fácilmente esa suma trabajando a jornada completa y aceptando todos los trabajos
que Dragan Armanskij le ofreciera. Pero tenía pocos gastos y no necesitaba
mucho dinero. El coste del piso rondaba las dos mil coronas al mes y, a pesar
de sus modestos ingresos, tenía noventa mil en su cuenta de ahorro, una
cantidad de la que ya no podía disponer.
—Es que ahora soy yo el responsable de tu
dinero —le explicó Bjurman—. Tienes que ahorrar para el futuro. Pero no te
preocupes; yo me encargaré de todo.
«¡Me las he arreglado sola desde que tenía
diez años, maldito hijo de puta!»
—Socialmente funcionas lo bastante bien
como para que no sea necesario internarte, pero la sociedad tiene una
responsabilidad para contigo.
Le hizo un meticuloso interrogatorio sobre
su trabajo en Milton Security. Ella mintió instintivamente y le dio una
descripción de sus primeras semanas en la empresa. El abogado Bjurman, por
tanto, tuvo la impresión de que preparaba el café y distribuía el correo, unas
actividades apropiadas para alguien con tan pocas luces. Pareció satisfecho con
las respuestas.
Lisbeth no sabía por qué había mentido,
pero estaba convencida de que se trataba de una decisión inteligente. Si el
abogado Bjurman hubiera figurado en una lista de insectos en peligro de
extinción, ella, sin dudarlo ni un momento, lo habría pisado con el tacón de su
zapato.
Mikael Blomkvist pasó cinco horas en compañía de Henrik Vanger y luego
dedicó gran parte de la noche, y todo el martes, a pasar a limpio sus apuntes y
completar el rompecabezas genealógico de la familia Vanger. La historia
familiar que salía a flote en las conversaciones con Henrik Vanger era una
versión dramáticamente diferente a la oficial. Mikael era consciente de que
todas las familias tenían trapos sucios que lavar, pero la familia Vanger
necesitaba una lavandería entera para ella sola.
Ante esta situación, Mikael se vio
obligado a recordarse a sí mismo que su verdadera misión no consistía en
redactar una autobiografía de la familia Vanger, sino en averiguar qué le pasó
a Harriet Vanger. Había aceptado el encargo consciente de que, en la práctica,
iba a perder un año de su vida con el culo pegado a una silla, y de que el
trabajo encomendado, en realidad, sólo sería de cara a la galería. Al cabo de
un año, cobraría su disparatado sueldo; el contrato redactado por Dirch Frode
ya estaba firmado. La verdadera recompensa, esperaba, sería la información
sobre Hans-Erik Wennerström que Henrik Vanger afirmaba poseer.
Sin embargo, después de escuchar a Henrik
Vanger se dio cuenta de que aquel año no tenía por qué ser un año perdido. Un
libro sobre la familia Vanger tendría valor por sí mismo; en el fondo, se
trataba de una buena historia.
Ni por un segundo se le pasó por la cabeza
poder dar con el asesino de Harriet Vanger, si es que realmente la habían
asesinado y no había fallecido en algún absurdo accidente o desaparecido Dios
sabe cómo. Mikael estaba de acuerdo con Henrik en que la probabilidad de que
una chica de dieciséis años se hubiera ido voluntariamente y hubiera conseguido
burlar todos los sistemas de control burocrático durante treinta y seis años
era inexistente. En cambio, Mikael no quería descartar que Harriet Vanger
hubiera huido; tal vez llegara a Estocolmo o quizá le ocurriera algo en el
camino: drogas, prostitución, un atraco o, simplemente, un accidente.
Por su parte, Henrik Vanger estaba
convencido de que Harriet había sido asesinada y de que algún miembro de la
familia, tal vez en colaboración con otra persona, era el responsable. Su
razonamiento se basaba en el hecho de que ella desapareciera durante aquellas
dramáticas horas en las que la isla estuvo cortada y todas las miradas se
centraron en el accidente.
Erika tenía razón en que, si se trataba de
resolver el misterio de un crimen, la misión era un auténtico disparate. En
cambio, Mikael Blomkvist empezaba a comprender que el destino de Harriet Vanger
había ejercido una influencia determinante en la familia, sobre todo en Henrik
Vanger. Llevara razón o no, la acusación de Henrik Vanger tenía una gran
importancia en la historia de esa familia: a lo largo de más de treinta años,
desde que la formulara abiertamente, había marcado las reuniones del clan y
creado profundos conflictos que contribuyeron a desestabilizar a todo el Grupo
Vanger. Un estudio sobre la desaparición de Harriet Vanger, por lo tanto,
cumpliría su función como capítulo propio, incluso como hilo conductor de la
historia de la familia; y material había de sobra... Un razonable punto de
partida, tanto si Harriet Vanger era su principal misión como si simplemente se
contentaba con escribir una crónica familiar, lo constituía el estudio de la
galería de personajes. Sobre eso versó la conversación que mantuvo con Henrik
Vanger aquel día.
La familia Vanger estaba compuesta
—incluyendo a los hijos de los primos y a los primos segundos— por un centenar
de personas. La familia era tan amplia que Mikael tuvo que crear una base de
datos en su iBook. Usó el programa NotePad (www.ibrium.se), uno de esos geniales
productos diseñado por dos chavales de la universidad KTH de Estocolmo que lo
distribuían por dos duros en Internet como shareware. Al parecer de
Mikael, pocos programas resultaban tan imprescindibles para un periodista de
investigación. Así, cada miembro de la familia pudo contar con su propio
archivo en la base de datos.
El árbol genealógico podía ser
reconstruido, con toda fiabilidad, hasta comienzos del siglo XVI, cuando el
apellido familiar era Vangeersad. Es posible que el nombre, según Henrik Vanger,
procediera del holandés Van Geerstat; en tal caso, el origen de la familia
podría remontarse incluso hasta el siglo XII.
En lo que concernía a la época moderna, la
familia llegó a Suecia desde el norte de Francia a principios del siglo XIX con
Jean-Baptiste Bernadotte. Alexandre Vangeersad era militar; no conocía personalmente
al rey pero había destacado como jefe de guarnición. En 1818 se le regaló la
finca de Hedeby en señal de agradecimiento por la fidelidad y los servicios
prestados. Alexandre Vangeersad poseía, además, una fortuna propia que usó para
comprar unos extensos terrenos en los bosques de la provincia de Norrland. El
hijo, Adrian, nació en Francia, pero, a petición de su padre, se mudó a Hedeby,
ese perdido rincón del norte lejos de los salones de París, para encargarse de
la administración de la finca. Se dedicó a la agricultura y la silvicultura con
nuevos métodos importados del continente, y fundó la fábrica de papel en torno
a la cual se fue creando Hedestad.
El mayor de los nietos de Alexandre se
llamaba Henrik, y fue él quien acortó el apellido hasta dejarlo en Vanger.
Desarrolló las relaciones mercantiles con Rusia y, a mediados del siglo XIX,
creó una pequeña flota comercial de goletas que hacían la ruta de los países
bálticos, Alemania y la Inglaterra de la industria del acero. Diversificó la
actividad empresarial de la familia: comenzó con una modesta explotación minera
y fundó algunas de las primeras industrias metalúrgicas de Norrland. Dejó dos
hijos, Birger y Gottfried, y fueron ellos los que asentaron las bases de las
actividades financieras de la familia Vanger.
—¿Conoces las viejas normas hereditarias?
—le había preguntado Henrik Vanger a Mikael.
—No, no es precisamente un tema en el que
me haya especializado.
—Te entiendo. Yo tampoco lo tengo muy
claro. Según la leyenda familiar, Birger y Gottfried siempre andaban como el
perro y el gato, peleándose por el poder y la influencia en la empresa
familiar. En muchos sentidos, esa lucha se convirtió en un lastre que amenazaba
potencialmente la supervivencia de la empresa. Por esa razón, poco antes de
morir, su padre decidió crear un sistema mediante el cual todos los miembros de
la familia heredarán una parte de la empresa. Bien pensado, sin duda, en su
momento, pero condujo a una situación en la que, en vez de buscar a gente
competente y posibles socios de fuera, acabamos con un consejo de
administración compuesto por miembros de la familia cuyo voto correspondía tan
sólo al uno o al dos por ciento.
—¿Esa norma sigue vigente en la actualidad?
—Así es. Si algún miembro de la familia
quiere vender su parte, ha de hacerlo dentro del ámbito familiar. La junta
general de accionistas anual reúne hoy en día a unos cincuenta miembros de la
familia. Martin posee poco más de un diez por ciento de las acciones; yo tengo
el cinco por ciento, ya que las he ido vendiendo, entre otros, al propio
Martin. Mi hermano Harald tiene el siete por ciento, pero la mayoría de los que
se presentan a la junta general sólo poseen un uno por ciento o un cero coma
cinco por ciento.
—No tenía ni idea de eso. Suena un poco
medieval.
—Es un auténtico disparate. Implica que
para que Martin pueda llevar a cabo una determinada estrategia empresarial,
tiene que dedicarse a ganar adeptos para asegurarse así el apoyo de, al menos,
un veinte o un veinticinco por ciento de los socios. Es todo un mosaico de
alianzas, escisiones e intrigas. —Henrik Vanger prosiguió—: Gottfried Vanger
murió en 1901, sin hijos. Bueno, perdona, era padre de cuatro hijas, pero en
aquella época las mujeres no contaban. Tenían su parte, pero los verdaderos
dueños eran los varones de la familia. Hasta que se introdujo el derecho a
voto, bien entrado el siglo XX, las mujeres ni siquiera podían asistir a la
junta general.
—Muy liberal.
—No te pongas irónico. Eran otros tiempos.
De todos modos, el hermano de Gottfried, Birger Vanger, tuvo tres hijos: Johan,
Fredrik y Gideon, todos nacidos a finales del siglo XIX. Podemos olvidarnos de
Gideon Vanger; vendió su parte y emigró a América, donde todavía existe una
rama de la familia. Pero Johan y Fredrik convirtieron la compañía en el moderno
Grupo Vanger.
Henrik Vanger sacó un álbum y empezó a
enseñarle fotos. En algunos retratos de principios del siglo pasado se veía a
dos hombres con barbillas prominentes y el pelo engominado que miraban
fijamente a la cámara sin el más mínimo amago de sonrisa.
—Johan Vanger era el genio de la familia;
estudió para ingeniero y desarrolló la industria mecánica con varios inventos
patentados. El acero y el hierro constituían la base del Grupo, pero se amplió
a otros sectores como el textil. Johan Vanger murió en 1956; por aquel entonces
tenía tres hijas: Sofia, Märit e Ingrid, las primeras mujeres que
automáticamente tuvieron acceso a la junta general del Grupo.
»El otro hermano, Fredrik Vanger, era mi
padre; un hombre de negocios y el líder industrial que transformó los inventos
de Johan en ingresos. No murió hasta 1964. Participó activamente en la
dirección de la empresa hasta su muerte, aunque en los años cincuenta me dejó a
mí al mando del día a día. Pasaba lo mismo que en la generación anterior,
aunque al revés: Johan Vanger sólo tuvo hijas.
Henrik Vanger mostró las fotografías de
unas mujeres con generosos pechos que llevaban sombreros de ala ancha y
parasoles.
—Y Fredrik, mi padre, sólo tuvo hijos. En
total llegamos a ser cinco hermanos: Richard, Harald, Greger, Gustav y yo.
Para hacerse una idea clara de todos y cada uno de los miembros de la
familia, Mikael dibujó un árbol genealógico en unos folios pegados con celo.
Resaltó los nombres de los familiares presentes en la isla de Hedeby en la
reunión familiar de 1966 que, al menos teóricamente, podían tener algo que ver
con la desaparición de Harriet Vanger.
Mikael renunció a incluir a los niños
menores de doce años; le pasara lo que le pasase a Harriet Vanger, tenía que
poner un límite lógico. Tras una breve reflexión también tachó a Henrik Vanger;
si el patriarca hubiera tenido algo que ver con la desaparición de la nieta de
su hermano, sus actividades de los últimos treinta y seis años pertenecerían al
campo de la psicopatología. La madre de Henrik Vanger, que en 1966 tenía la
respetable edad de ochenta y un años, también podía ser descartada
razonablemente. Quedaban veintitrés miembros de la familia que, según Henrik
Vanger, debían incluirse en el grupo de «sospechosos». Siete de ellos habían
fallecido y algunos ya se hallaban en una edad muy avanzada.
Sin embargo, Mikael no estaba dispuesto a
aceptar sin más la certeza de Henrik Vanger de que un miembro de la familia fuera
responsable de la desaparición de Harriet. Había que añadir otras personas a la
lista de sospechosos.
Y dejando de lado a los miembros de la
familia, ¿quién más trabajaba en Hedeby cuando Harriet Vanger desapareció?
Dirch Frode empezó a trabajar como abogado de Henrik Vanger en la primavera de
1962. El actual bracero Gunnar Nilsson, con coartada o sin ella, tenía
diecinueve años; su padre, Magnus Nilsson, sí estaba en la isla de Hedeby al
igual que el artista Eugen Norman y el reverendo Otto Falk. ¿Estaba casado
Falk? Martin Aronsson, el granjero de Östergården, así como su hijo, Jerker
Aronsson, también se encontraban en la isla; además, formaron parte del entorno
de Harriet Vanger durante su infancia. ¿Qué relación había entre ellos? ¿Estaba
casado Martin Aronsson? ¿Había más gente en la granja?
FREDRIK
VANGER(1886-1964)
casado con Ulrika (1885-1969)
casado con Ulrika (1885-1969)
Richard
(1907-1941)
casado con
Margareta (1906-1959)
Gottfried (1927-1965)
casado con Isabella (1928-)
Martin (1948-)
Harriet (1950-¿?)
Harald (1911-)
casado con Ingrid (1925-1992)
casado con Ingrid (1925-1992)
Burger (1939-)
Cecilia (1946-)
Anita (1948-)
Greger
(1912-1974)
casado con Gerda (1922-)
casado con Gerda (1922-)
Alexander (1946-)
Gustav
(1918-1955)
soltero, sin hijos
soltero, sin hijos
Henrik (1920-)
casado con Edith (1921-1958)
sin hijos
JOHAN VANGER (1884-1963)
casado con Gerda (1888-1960)
casado con Edith (1921-1958)
sin hijos
JOHAN VANGER (1884-1963)
casado con Gerda (1888-1960)
Sofia
(1909-1977)
casada con Åke Sjogren (1906-1967)
casada con Åke Sjogren (1906-1967)
Magnus Sjogren (1929-1994)
Sara Sjogren (1931-)
Erik Sjogren (1951-)
Håkan Sjogren (1955-)
Marit
(1911-1988)
casada con Algot Günther (1904-1987)
casada con Algot Günther (1904-1987)
Ossian Günther (1930-)
casado con Agnes (1933-)
casado con Agnes (1933-)
Jakob Günther (1952-)
Ingrid
(1916-1990)
casada con Harry Karlman (1912-1984)
casada con Harry Karlman (1912-1984)
Gunnar Karlman (1942-)
Maria Karlman (1944-)
Cuando
Mikael empezó a apuntar todos los nombres, el grupo se amplió a unas cuarenta
personas. Algo frustrado, tiró el rotulador sobre la mesa. Eran ya las tres y
media de la mañana y el termómetro seguía marcando 21 grados bajo cero. Parecía
que la ola de frío iba a durar. Echaba de menos su cama de Bellmansgatan.
A las nueve de la mañana del miércoles unos golpes en la puerta despertaron
a Mikael: Telia venía a instalarle el teléfono y un modem ADSL. A las once ya
tenía conexión; ahora no se sentía tan discapacitado profesionalmente. Sin
embargo, su móvil seguía en silencio. Erika llevaba una semana sin contestar a
sus llamadas. Debía estar muy cabreada. Él también empezó a portarse como un
cabezota y se negó a telefonear a la oficina; si la llamaba al móvil, ella
podía ver que se trataba de una llamada suya y, por tanto, decidir si cogerlo o
no. Y, a la vista de los resultados, era obvio que no quería.
De todos modos, abrió su correo electrónico
y repasó los más de trescientos cincuenta correos que había recibido durante la
última semana. Guardó una docena de ellos; el resto eran spam o envíos
de listas de mailing en las que estaba apuntado. El primer correo que
abrió fue de 'demokrat88@yahoo.com' y contenía el texto «ESPERO QUE CHUPES
MUCHAS POLLAS EN EL TRULLO, COMUNISTA DE MIERDA». Mikael guardó el correo en el
archivo «Crítica inteligente».
Escribió un breve texto a
'erika.berger@millennium.se':
Hola, Ricky.
Imagino que, dado que no me devuelves las llamadas, estás tan enfadada conmigo
que querrías matarme. Sólo quería avisarte de que tengo conexión a la red y de
que me encontrarás en mi dirección de correo cuando quieras perdonarme. Por
cierto, Hedeby es un sitio bastante pintoresco que merece la pena visitar. M.
A la hora de comer, metió su iBook en la
bolsa y subió al Café de Susanne, donde se instaló en su mesa habitual del
rincón. Cuando Susanne le sirvió el café y los sándwiches, miró el ordenador
llena de curiosidad y le preguntó en qué estaba trabajando. Mikael usó por
primera vez su cover story y le explicó que había sido contratado por
Henrik Vanger para redactar su biografía. Se intercambiaron cumplidos. Susanne
lo instó a recurrir a ella para las historias verdaderamente suculentas.
—Llevo treinta y cinco años atendiendo a
la familia Vanger y conozco la mayoría de los cotilleos que hay sobre ellos
—dijo, y se volvió contoneándose.
El árbol que había dibujado Mikael
mostraba que la familia Vanger no paraba de engendrar proles de niños. Contando
a los hijos, los nietos y los bisnietos —le dio pereza incluirlos en la
genealogía—, los hermanos Fredrik y Johan Vanger tenían unos cincuenta
descendientes. Mikael también reparó en que los miembros de la familia presentaban
una tendencia general a la longevidad. Fredrik Vanger llegó a cumplir setenta y
ocho años, y su hermano Johan ochenta. Ulrika Vanger murió a la edad de ochenta
y cuatro. De los dos hermanos con vida, Harald Vanger tenía noventa y dos, y
Henrik Vanger ochenta y dos.
La única excepción era el hermano de
Henrik Vanger, Gustav, que falleció como consecuencia de una enfermedad
pulmonar a la edad de treinta y siete años. Henrik Vanger le explicó a Mikael
que Gustav siempre había sido enfermizo y un poco suyo, y que prefirió mantenerse
al margen del resto de la familia. No se casó y tampoco tuvo hijos.
Los que murieron jóvenes lo hicieron por
causas distintas a la enfermedad. Richard Vanger falleció en el campo de
batalla cuando participaba como voluntario en la guerra de Invierno de
Finlandia, con sólo treinta y cuatro años. Gottfried Vanger, el padre de
Harriet, murió ahogado un año antes de que ella desapareciera. Harriet sólo
tenía dieciséis años. Mikael reparó en la extraña simetría existente en esa
rama de la familia: abuelo, padre e hija habían sido víctimas de una curiosa
serie de desgracias. Por la parte de Richard sólo quedaba Martin Vanger, quien,
a la edad de cincuenta y cinco años, seguía sin casarse y sin tener
descendencia. No obstante, Henrik Vanger informó a Mikael de que su sobrino
mantenía una relación estable con una mujer que vivía en Hedestad.
Martín Vanger tenía dieciocho años cuando
su hermana desapareció. Pertenecía a ese reducido grupo de familiares que
podían ser descartados, con bastante seguridad, de la lista de personas potencialmente
relacionadas con la desaparición. Aquel otoño lo pasó en Uppsala, donde
estudiaba el último año de instituto. Iba a participar en la reunión familiar,
pero llegó algo más tarde y, por lo tanto, se encontraba entre los espectadores,
al otro lado del puente, durante la trágica hora en la que su hermana
desapareció.
Mikael se fijó en otras dos curiosidades
del árbol genealógico. La primera, que los matrimonios parecían ser para toda
la vida; ningún miembro de la familia Vanger se había divorciado ni se había
vuelto a casar, ni siquiera si el cónyuge había muerto joven. Mikael se preguntó
con qué frecuencia estadística ocurriría eso. Cecilia Vanger se había separado
de su marido hacía ya muchos años pero, por lo visto, seguía casada.
La otra curiosidad era que la familia
parecía dividida geográficamente entre el lado «masculino» y el lado
«femenino». Los herederos de Fredrik Vanger, a los cuales pertenecía Henrik
Vanger, desempeñaban, tradicionalmente, importantes papeles en la empresa y se
instalaban en Hedestad o en sus alrededores. Los miembros de la rama familiar
de Johan Vanger, que sólo daba mujeres herederas, se casaron y se dispersaron
por otras partes del país; vivían principalmente en Estocolmo, Malmö y
Gotemburgo —o en el extranjero—, y sólo iban a Hedestad de vacaciones o para
las reuniones importantes del Grupo. Había una sola excepción: Ingrid Vanger,
cuyo hijo, Gunnar Karlman, vivía en Hedestad. Era el redactor jefe del
periódico local, Hedestads-Kuriren.
En su faceta de investigador privado,
Henrik pensaba que «el verdadero móvil del asesinato de Harriet» quizá debiera
buscarse en la estructura de la empresa, en el hecho de que él, ya desde muy
pronto, diera a entender que Harriet era especial; que posiblemente el motivo
fuera hacer daño al propio Henrik, o que Harriet hubiera encontrado algún tipo
de información delicada respecto al Grupo, convirtiéndose así en una amenaza
para alguien. Todo eso no eran más que especulaciones sin fundamento; aun así,
Mikael conformó un grupo «de especial interés» compuesto por trece personas.
La conversación del día anterior con
Henrik Vanger también fue instructiva en otro aspecto. Desde el primer momento,
el viejo habló de su familia en unos términos tan despectivos y peyorativos que
a Mikael le resultaron extraños. Mikael llegó incluso a preguntarse si las
sospechas contra su propia familia por la desaparición de Harriet no habrían
hecho que al viejo patriarca perdiera un poco el juicio. Pero ahora empezaba a
darse cuenta de que la apreciación de Henrik Vanger, en realidad, era
asombrosamente sensata.
La imagen que se iba configurando revelaba
una familia que era social y económicamente exitosa, pero claramente
disfuncional en todos los ámbitos cotidianos.
El padre de Henrik Vanger fue una persona fría e insensible que engendraba
a sus hijos para luego dejar que su esposa se encargara de su educación y
bienestar. Hasta que los niños alcanzaron aproximadamente los dieciséis años,
apenas vieron a su padre, con la excepción de esas celebraciones familiares
especiales en las que se esperaba que estuvieran presentes, pero que también
fueran invisibles. Henrik Vanger no podía recordar que su padre le hubiera
expresado, ni tan siquiera una vez, alguna muestra de afecto; todo lo contrario:
a menudo le dejaba claro que era un incompetente, y lo convertía en objeto de
su destructiva crítica. Raramente había castigos corporales; no hacía falta. No
llegó a ganarse el respeto de su padre hasta más tarde, con sus logros
profesionales en el Grupo Vanger.
Su hermano mayor, Richard, se había
rebelado. Tras una discusión, cuya causa nunca se comentó en la familia,
Richard se marchó a Uppsala para estudiar. Allí inició la carrera nazi, ya
referida por Henrik Vanger, que algún tiempo después lo llevaría a las
trincheras en la guerra de Invierno de Finlandia.
Sin embargo, el viejo no le había contado
que otros dos hermanos hicieron carreras similares.
En 1930, tanto Harald como Greger Vanger
siguieron las huellas del hermano mayor en Uppsala. Harald y Greger estuvieron
muy unidos, pero Henrik Vanger no sabía hasta que punto se relacionaron también
con Richard. Lo que quedaba completamente claro era que los hermanos se unieron
al movimiento fascista. La Nueva Suecia, de Per Engdahl. Luego, Harald Vanger
permaneció leal a Per Engdahl a lo largo de los años, al principio en la
Asociación Nacional de Suecia, luego en Oposición Sueca y, finalmente, en el
Movimiento de la Nueva Suecia, fundado una vez acabada la guerra. Siguió
afiliado hasta la muerte de Per Engdahl, en los años noventa, y durante un
tiempo fue uno de los contribuyentes económicos más importantes de los restos
del hibernado movimiento fascista sueco.
Harald Vanger estudió medicina en Uppsala
y casi inmediatamente entró en contacto con grupos que tenían verdadera
obsesión por la biología racial y la higiene de razas. Durante un tiempo
trabajó en el Instituto Sueco de Biología de Razas, y se convirtió, en calidad
de médico, en un destacado activista de la campaña a favor de la esterilización
de individuos no deseados.
Cita, Henrik
Vanger, cinta 2, 02950
Harald fue aún
más allá. En 1937 fue coautor, afortunadamente bajo seudónimo, de un libro
titulado La nueva Europa de los pueblos. De eso no me enteré hasta los
años setenta. Tengo un ejemplar, si quieres leerlo. Se trata probablemente de
uno de los libros más repulsivos jamás publicados en lengua sueca. Harald no
sólo argumentó a favor de la esterilización, sino también de la eutanasia,
ayudar a morir a las personas que ofendían sus gustos estéticos y que no
encajaban en su imagen del pueblo sueco perfecto. O sea, abogaba por el
genocidio en un texto redactado con una intachable prosa académica que contenía
todos los argumentos médicos necesarios. Eliminar a los discapacitados. No
dejar que la población sami se expandiera porque tenía genes mongoles. Los enfermos
mentales experimentarían la muerte como una liberación, ¿no? Mujeres lascivas,
quinquis, gitanos y judíos, ya te puedes imaginar. En la fantasía de mi
hermano, Auschwitz podría haber estado situado en Dalecarha.
Después de la guerra, Greger Vanger se
hizo profesor y, al cabo de algún tiempo, director del instituto de
bachillerato de Hedestad. Henrik creía que, al acabar la guerra, Greger ya no
pertenecía a ningún partido, que había abandonado el nazismo. Murió en 1974 y
hasta que Henrik no repasó sus cosas no se enteró, a través de la correspondencia,
de que su hermano había entrado, en los años cincuenta, en una secta
políticamente insignificante pero completamente absurda llamada PNN Partido
Nacional Nórdico. Fue miembro hasta su muerte.
Cita, Henrik
Vanger, cinta 2, 04167
De modo que
tres de mis hermanos fueron, desde un punto de vista político, enfermos
mentales ¿Como de enfermos estarían en otros aspectos?
El único hermano que consiguió un poco de
clemencia a ojos de Henrik Vanger fue el enfermizo Gustav, el que falleció de
una enfermedad pulmonar en 1955. Gustav nunca tuvo interés por la política y
más bien daba la sensación de ser un bohemio con alma de artista, totalmente
apartado del mundo, sin el menor interés por los negocios ni por trabajar en el
Grupo Vanger. Mikael le preguntó a Henrik Vanger:
—Ahora sólo quedáis tú y Harald. ¿Por qué
volvió él a Hedeby?
—Regresó en 1979, poco antes de cumplir
setenta años. Es el propietario de la casa.
—Debe de ser raro vivir tan cerca de un
hermano al que uno odia tanto.
Henrik Vanger se quedó mirando a Mikael asombrado.
—No me has entendido bien. No odio a mi
hermano. Más bien siento compasión por él. Es un completo idiota, pero es él el
que me odia a mí.
—¿Él te odia?
—Pues sí. Creo que fue por eso por lo que
volvió. Para poder pasar sus últimos años odiándome de cerca.
—¿Y por qué te odia?
—Porque me casé.
—Me parece que eso me lo vas a tener que
explicar.
Henrik Vanger perdió pronto el contacto
con sus hermanos mayores. Era el único que mostraba algún talento para los
negocios: la última esperanza de su padre. No le interesaba la política y no
quiso ir a Uppsala; en su lugar, optó por estudiar economía en Estocolmo. Desde
que cumplió dieciocho años pasaba todas sus vacaciones haciendo prácticas en
alguna de las muchas oficinas del Grupo Vanger, o participando en las juntas
directivas. Llegó a conocer todos los entresijos de la empresa familiar.
El 10 de junio de 1941, en plena segunda
guerra mundial, Henrik fue enviado seis semanas a Hamburgo, Alemania, a la
oficina comercial del Grupo Vanger. Sólo tenía veintiún años. Su protector y
mentor era el agente alemán de las empresas Vanger, un veterano de la empresa
llamado Hermann Lobach.
—No te voy a cansar con todos los
detalles, pero, cuando yo estuve allí, Hitler y Stalin seguían siendo buenos
amigos y aún no existía el frente oriental. Todo el mundo estaba convencido de
que Hitler era invencible. Había un sentimiento de... optimismo y desesperación;
creo que ésas serían las palabras adecuadas. Más de medio siglo después todavía
me cuesta describir el ambiente. No me malinterpretes, nunca fui nazi y Hitler
me parecía un ridículo personaje de opereta, pero resultaba difícil no dejarse
contagiar por el optimismo y la confianza en el futuro que reinaba entre la
gente de a pie de Hamburgo. A pesar de que la guerra se iba acercando cada vez
más, y de que varias escuadrillas aéreas bombardearon la ciudad durante el
tiempo que pasé allí, la gente parecía pensar que aquello era algo pasajero;
que pronto llegaría la paz y que Hitler instauraría su Neuropa, la nueva
Europa. La gente quería creer que Hitler era Dios. En eso consistía el mensaje
que difundía la propaganda.
Henrik Vanger abrió uno de sus muchos
álbumes de fotografías.
—Éste es Hermann Lobach. Desapareció en
1944; probablemente murió durante alguna incursión aérea y fue enterrado. Nunca
supimos lo que le ocurrió. Durante las semanas que pasé en Hamburgo llegué a
estar muy unido a él. Me alojaba en casa de su familia en un piso elegante, en
el barrio acomodado de la ciudad. Nos veíamos a diario. Era tan poco nazi como
yo, pero estaba afiliado al partido por comodidad. El carné de miembro le abrió
muchas puertas y aumentó sus posibilidades de hacer negocios para el Grupo
Vanger; y negocios fue precisamente lo que hicimos. Construíamos vagones de
carga para sus trenes; siempre me he preguntado si alguno de los vagones
tendría Polonia como destino. Les vendíamos tela para los uniformes y tubos
para las radios, aunque oficialmente no sabíamos qué uso le daban a la
mercancía. Y Hermann Lobach sabía cómo hacer llegar a buen puerto un contrato;
era ameno y campechano. El perfecto nazi. Al cabo de algún tiempo empecé a
darme cuenta de que también era un hombre que intentaba desesperadamente
ocultar un secreto.
»La noche del 22 de junio de 1941, Hermann
Lobach llamó de repente a la puerta de mi dormitorio y me despertó. Mi
habitación era contigua a la de su mujer y me hizo señas para que estuviera
callado, me vistiera y lo acompañara. Bajamos a la planta baja y nos sentamos
en la sala de fumadores. Resultaba obvio que Lobach llevaba toda la noche
despierto. Tenía la radio puesta y me di cuenta de que había pasado algo
dramático; se había puesto en marcha la Operación Barbarroja. Alemania había
atacado a la Unión Soviética durante el fin de semana de Midsommar.
—Henrik Vanger hizo un gesto resignado con la mano—. Hermann Lobach puso dos
copas sobre la mesa y sirvió unos buenos chupitos de aguardiente. Estaba visiblemente
afectado. Al preguntarle qué significaba todo aquello, contestó, con clarividencia,
que era el fin de Alemania y del nazismo. Le creí sólo a medias porque Hitler
parecía invencible, pero Lobach me propuso un brindis por la caída de Alemania.
Luego habló de los asuntos prácticos.
Mikael asintió dando a entender que seguía
escuchando la historia.
—Para empezar, él no tenía ninguna
posibilidad de contactar con mi padre para recibir instrucciones, pero, por
iniciativa propia, decidió interrumpir mi estancia en Alemania y mandarme a
casa tan pronto como fuera posible. En segundo lugar, quería que yo hiciera
algo por él.
Henrik Vanger señaló un retrato
amarillento y desportillado de una mujer morena de perfil.
—Hermann Lobach estaba casado desde hacía
cuarenta años, pero en 1919 conoció a una mujer mucho más joven que él, de una
belleza deslumbrante, de la que se enamoró perdidamente. Ella era una pobre y
sencilla costurera. Lobach la cortejó y, al igual que tantos otros hombres
adinerados, se pudo permitir instalarla en un piso a poca distancia de su
oficina. Ella se convirtió en su amante. En 1921 dio a luz a una hija que fue
bautizada como Edith.
—Hombre rico mayor, joven mujer pobre y
una hija como fruto del amor; supongo que eso no fue un gran escándalo, ni
siquiera en los años cuarenta —comentó Mikael.
—Correcto. Si no hubiera sido por un
detalle: la mujer era judía y, por lo tanto, Lobach era padre de una hija judía
en plena Alemania nazi. En la práctica, era un «traidor de la raza».
—Ah, eso, indudablemente, cambia las
cosas. ¿Y qué pasó?
—La madre de Edith fue detenida en 1939.
Desapareció y sólo nos queda imaginar su destino. Era bien conocido que tenía
una hija que todavía no había sido registrada en ninguna lista de deportados,
pero a la cual buscaba ahora una sección de la Gestapo, cuya misión era
perseguir a los judíos fugitivos. En el verano de 1941, la misma semana que yo
llegué a Hamburgo, se vinculó a la madre de Edith con Hermann Lobach, y él fue
convocado a un interrogatorio. Confesó la relación y la paternidad, pero
declaró que no tenía ni idea de dónde se encontraba su hija y que llevaba diez
años sin saber de ella.
—¿Y dónde estaba la hija?
—Yo la veía todos los días en casa de los
Lobach. Era una chica de veinte años guapa y callada que limpiaba mi habitación
y ayudaba a servir la cena. En 1937 la persecución de los judíos llevaba ya
varios años y la madre de Edith le suplicó a Lobach su ayuda. Y él la ayudó;
Lobach quería tanto a su hija ilegítima como a sus otros hijos. La ocultó en el
sitio más inimaginable, ante las mismas narices de todos. Le consiguió papeles
falsos y la contrató como asistenta.
—¿Sabía su esposa quién era?
—No, ella no tenía ni idea de la
situación.
—¿Y qué pasó?
—Eso había funcionado durante cuatro años,
pero ahora Lobach se sentía con la soga al cuello. Era sólo una cuestión de
tiempo que la Gestapo llamara a su puerta. Todo esto me lo contó sólo unas semanas
antes de que yo volviera a Suecia. Luego buscó a su hija y nos presentó. Era
muy tímida y ni siquiera se atrevió a mirarme a los ojos. Lobach me suplicó que
salvara su vida.
—¿Cómo?
—Lo tenía todo organizado. Según los
planes, yo me quedaría allí otras tres semanas más y luego cogería el tren
nocturno a Copenhague para cruzar el estrecho en barco; un viaje relativamente
seguro, incluso en tiempos de guerra. Dos días después de nuestra conversación,
un carguero, propiedad del Grupo Vanger, iba a zarpar del puerto de Hamburgo
con destino a Suecia. Entonces Lobach quiso sacarme de Alemania, sin más
demora, en ese buque. Los cambios de planes tenían que ser aprobados por los
servicios de seguridad. Unos simples trámites burocráticos; no habría
problemas. Pero Lobach insistía en que yo me fuera ya.
—Junto con Edith, supongo.
—A Edith la subieron a bordo
clandestinamente, escondida en una de las trescientas cajas que contenían
maquinaria. Mi misión era protegerla en el caso de que fuese descubierta en
aguas alemanas, e impedir que el capitán del barco hiciera una estupidez. Pero
si todo iba bien, debía esperar hasta que nos alejáramos un buen trecho de Alemania
antes de dejarla salir.
—Vale.
—Parecía fácil, pero el viaje se convirtió
en una pesadilla. El capitán del barco se llamaba Oskar Granath; y no le gustó
nada la idea de tener bajo su responsabilidad al engreído heredero de su jefe.
Zarpamos de Hamburgo hacia las nueve de la noche, a finales de junio. Estábamos
a punto de salir del puerto interior cuando la alarma empezó a sonar. Un ataque
aéreo inglés, el peor que he visto en mi vida; y el puerto constituía, por supuesto,
una zona prioritaria. No exagero si te digo que por poco me meo en los
pantalones cuando vi que las bombas empezaban a caer cerca de nosotros. Pero de
alguna manera sobrevivimos; y después de una avería en el motor y de una noche
miserablemente tormentosa navegando por aguas minadas, llegamos a Karlskrona al
día siguiente por la tarde. Y ahora me vas a preguntar qué pasó con la chica.
—Creo que ya lo sé.
—Mi padre, naturalmente, se puso furioso.
Me había jugado la vida con aquella estúpida acción. Y la chica podría ser
deportada en cualquier momento; recuerda que estábamos en 1941. Pero a esas
alturas yo ya estaba tan perdidamente enamorado de ella como Lobach lo estuvo
de su madre. Pedí su mano y le di un ultimátum a mi padre: o aceptaba el
matrimonio o se buscaba otro sucesor para la empresa familiar. Y claudicó.
—Pero ¿ella murió?
—Sí, demasiado joven. En 1958. Pasamos
poco más de dieciséis años juntos. Tenía una anomalía congénita en el corazón.
Y resultó que yo era estéril, así que no tuvimos hijos. Por eso mi hermano me
odia.
—¿Porque te casaste con ella?
—Porque, para usar su terminología, me
casé con una sucia puta judía. Eso representaba para él una traición contra la
raza, el pueblo, la moral y absolutamente todo lo que él encarnaba.
—Está loco de remate.
—Yo no podría haberlo definido mejor.Volver a Capítulos
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