El primer
mes de Mikael en ese perdido rincón del mundo estaba siendo, según el Hedestads-Kuriren, el más frío que se recordaba; o, por
lo menos (si le hacía caso a Henrik Vanger), desde el invierno de la guerra de
1942. Mikael estaba dispuesto a aceptar el dato como verdadero. Apenas llevaba
una semana en Hedeby y ya lo sabía todo sobre los calzoncillos largos y los calcetines
de lana, al tiempo que había aprendido la importancia de ponerse dos camisetas
interiores.
A
mediados de enero, cuando el frío alcanzó los increíbles 37 grados bajo cero,
pasó unos días terribles. Nunca había experimentado nada similar, ni siquiera durante
aquel año que pasó en Kiruna haciendo el servicio militar. Una mañana, la
tubería del agua se congeló. Gunnar Nilsson le proporcionó dos grandes bidones
de plástico para que pudiera cocinar y lavarse, pero el frío resultaba
paralizador. En las ventanas, por la parte interior, se formaron cristales de
nieve, y, por mucho que calentara la cocina de hierro, Mikael se sentía permanentemente
congelado. Todos los días pasaba un buen rato cortando leña en el cobertizo de
detrás de la casa.
Había
momentos en los que estaba a punto de llorar; incluso barajó la posibilidad de
coger un taxi hasta Hedestad y subirse al primer tren que fuera hacia el sur.
En vez de eso, se puso un jersey más, se abrigó con una manta y se sentó a
tomar café a la mesa de la cocina, mientras leía viejos informes policiales.
Unos
días más tarde el tiempo cambió y la temperatura subió hasta unos agradables 10
bajo cero.
Mikael
empezó a conocer a la gente de Hedeby. Martin Vanger cumplió su promesa y lo
invitó a cenar; una cena preparada por él mismo: solomillo de alce con vino
tinto italiano. El industrial no estaba casado, pero mantenía una relación con
una tal Eva Hassel, que les acompañó durante la cena. Eva Hassel era una mujer
cariñosa, abierta y amena, Mikael la encontró extraordinariamente atractiva.
Era dentista y vivía en Hedestad, pero pasaba los fines de semana con Martín
Vanger. Poco a poco Mikael fue sabiendo que se habían conocido hacía muchos
años, pero que no empezaron a relacionarse hasta una edad ya avanzada, y no veían
ninguna razón para casarse.
—La
verdad es que es mi dentista —dijo Martín Vanger, riéndose.
—Y
entrar en esta familia de locos no es una cosa que me entusiasme —dijo Eva
Hassel, dándole a Martín Vanger unas cariñosas palmaditas en la rodilla.
El
chalé de Martin Vanger era el sueño de todo soltero. De arquitectura moderna y
decorado con muebles en negro, blanco y cromado, su carísimo mobiliario de
diseño habría fascinado al mismísimo Christer Malm, con su refinado gusto. La
cocina estaba equipada con todo lo que un cocinero profesional podría
necesitar. En el salón había un tocadiscos estéreo de la más alta gama y una
formidable colección de discos de jazz de
vinilo que iba desde Tommy Dorsey hasta John Coltrane. Martin Vanger tenía
dinero y su hogar era lujoso y funcional, pero también un poco impersonal.
Mikael advirtió que los cuadros de la pared eran simples reproducciones y
láminas que se podían encontrar en Ikea: bonitas pero no muy sofisticadas. Las
estanterías, al menos en la parte de la casa que Mikael pudo ver, no estaban
muy llenas: la Enciclopedia nacional y
unos cuantos libros de esos que la gente suele regalar por Navidad a falta de
mejores ideas. En resumidas cuentas, Mikael sólo pudo apreciar dos aficiones
personales en la vida de Martin Vanger, la música y la cocina. La primera
afición se traducía en, aproximadamente, unos tres mil discos LP. La segunda se
reflejaba en el barrigón que sobresalía por encima de su cinturón.
Como
persona, Martin Vanger daba muestras de una curiosa mezcla de estupidez,
agudeza y amabilidad. No hacía falta tener muy desarrollada la capacidad
analítica para sacar la conclusión de que se trataba de una persona con
problemas. Mientras escuchaban Night in Tunisia, la conversación desembocó en el Grupo
Vanger, y Martin Vanger no intentó ocultar que estaba luchando por la
supervivencia de su empresa. La elección del tema confundió a Mikael; Martin Vanger
era consciente de que tenía como invitado a un periodista al que apenas
conocía, pero aun así hablaba de los problemas internos de la empresa con tanta
franqueza que resultaba imprudente. Por lo visto, consideraba a Mikael como uno
más de la familia, ya que trabajaba para Henrik Vanger. Coincidía con el
anterior director en que los familiares sólo podían culparse a sí mismos de la
situación en la que se encontraban. Por el contrario, carecía de la amargura
propia del viejo y de su implacable desprecio por sus parientes; aquella incurable
locura familiar parecía más bien entretenerle. Eva Hassel asentía con la
cabeza, pero no realizó ni un solo comentario. Al parecer, ya habían tratado
ese tema antes.
Martin
Vanger estaba al tanto de que Mikael había sido contratado para escribir la
crónica familiar, y le preguntó cómo avanzaba el trabajo. Mikael contestó
sonriendo que le estaba costando mucho aprenderse todos los nombres, y luego
preguntó si podía volver para hacerle una entrevista cuando le viniera bien. En
varias ocasiones contempló la idea de conducir la conversación hacia la
obsesión que el viejo tenía por la desaparición de Harriet Vanger. Sin duda,
Henrik Vanger habría torturado más de una vez al hermano de Harriet con sus
teorías; además, Martin debería entender que, si Mikael iba a escribir una
crónica familiar, difícilmente podría pasar por alto que un miembro de la
familia había desaparecido sin dejar rastro. Pero Martin no dio muestras de
querer sacar aquel tema y Mikael lo dejó estar. Ya tendrían ocasión de hablar
de Harriet más adelante.
Después
de varios vodkas, se despidieron sobre las dos de la mañana. Mikael estaba
bastante borracho cuando, tambaleándose, recorrió los trescientos metros que
había hasta su casa. En general, fue una velada agradable.
Una
tarde, durante la segunda semana de Mikael en Hedeby, alguien llamó a la puerta
de su casa. Mikael dejó la carpeta de la investigación policial que acababa de
abrir —la sexta— y cerró el estudio antes de abrir la puerta a una mujer rubia
de unos cincuenta años bien abrigada.
—Hola.
Sólo quería presentarme. Me llamo Cecilia Vanger.
Se
dieron la mano y Mikael sacó unas tazas de café. Cecilia Vanger, hija del nazi
Harald Vanger, le pareció una mujer abierta y, en muchos aspectos, atractiva.
Mikael recordó que Henrik Vanger se había expresado con mucho afecto al hablar
de ella; había mencionado que no se relacionaba con su padre, pero que eran
vecinos. Charlaron un rato antes de que ella sacara el tema que la había
llevado hasta allí.
—Tengo
entendido que vas a escribir un libro sobre la familia. No estoy segura de que
me guste la idea —dijo—. Pero aun así tenía curiosidad por verte.
—Bueno,
es Henrik Vanger el que me ha contratado. Es su historia, por decirlo de alguna
manera.
—Y
el bueno de Henrik no resulta del todo objetivo cuando se trata de la familia.
Mikael
la observó; en realidad, no entendía lo que ella había querido decir.
—¿Te
opones a que se escriba un libro sobre la familia Vanger?
—Yo
no he dicho eso. Y no creo que mi opinión importe mucho. Pero seguro que ya has
entendido que no siempre ha sido fácil ser miembro de esta familia.
Mikael
no tenía ni idea de lo que habría dicho Henrik, ni hasta qué punto Cecilia
conocería la verdadera misión. Hizo un gesto con las manos, como queriéndose
excusar.
—Henrik
Vanger me ha contratado para escribir una crónica familiar. Tiene opiniones
bastante llamativas sobre varios miembros de la familia, pero pienso atenerme a
lo que se pueda comprobar.
Cecilia
Vanger esbozó una sonrisa triste.
—Lo
que quiero saber es si voy a tener que exiliarme cuando el libro aparezca.
—No
creo —contestó Mikael—. La gente sabe ver la diferencia entre una persona y
otra.
—Como
mi padre, por ejemplo.
—¿Tu
padre, el nazi? —preguntó Mikael.
Sorprendida,
Cecilia Vanger elevó la mirada al cielo.
—Mi
padre está loco. Sólo lo veo un par de veces al año, a pesar de que vivimos
pared con pared.
—¿Por
qué no lo quieres ver?
—Espera
un momento antes de empezar a soltarme una sarta de preguntas. ¿Vas a publicar
lo que te diga? ¿O puedo tener una conversación normal contigo sin temer que me
presentes como una idiota?
Mikael
dudó un instante, sin saber muy bien cómo expresarse.
—Tengo
el encargo de escribir un libro que empiece cuando Alexandre Vangeersad
desembarcó con Bernadotte y que llegue hasta hoy en día. Tratará sobre el
imperio industrial ostentado durante muchas décadas, pero, naturalmente, también
versará sobre las razones por las que éste se está derrumbando y sobre los
conflictos que hay en la familia. En este tipo de historias resulta imposible
evitar que la mierda salga a flote. Pero eso no quiere decir que vaya a pintarlo
todo de color negro, ni que vaya a hacer una caricatura sarcástica de la
familia. Por ejemplo, acabo de conocer a Martin Vanger, que me parece una
persona simpática, y así lo voy a describir.
Cecilia
Vanger no contestó.
—De
ti sé que eres profesora...
—Peor
aún: soy directora del instituto de Hedestad.
—Perdona.
Sé que le caes bien a Henrik Vanger, que estás casada, pero separada... y eso
es todo, más o menos. Y sí, puedes hablar conmigo sin miedo a ser citada ni
exponerte a nada. No obstante, seguramente algún día llamaré a tu puerta para
pedirte que me ayudes a aclarar algún hecho concreto. Entonces sí será una
entrevista y podrás decidir si quieres contestar o no. Pero te lo dejaré claro
cuando sea el caso.
—Así
que puedo hablar contigo... off the record, como soléis decir los periodistas.
—Por
supuesto.
—¿Y
esto es off the record?
—Eres
una vecina que me ha hecho una visita para tomar café, nada más.
—Vale.
Entonces ¿te puedo preguntar una cosa?
—Adelante.
—¿Qué
parte del libro trató sobre Harriet Vanger?
Mikael
se mordió el labio y dudó. Luego, como quitándole importancia al asunto,
contestó:
—Si
te soy sincero, no tengo ni idea. Está claro que podría constituir,
perfectamente, un capítulo; no cabe duda de que se trata de un suceso dramático
que ha influido, al menos, en Henrik Vanger.
—Pero
¿no estás aquí para investigar su desaparición?
—¿Qué
te hace pensar eso?
—Bueno,
el hecho de que Gunnar Nilsson arrastrara hasta aquí cuatro cajas. Seguro que
son las investigaciones privadas que Henrik ha realizado a lo largo de todos estos
años. Y, además, cuando eché un vistazo a la antigua habitación de Harriet,
donde Henrik suele guardar su colección de documentos, no estaban allí.
Cecilia
Vanger no tenía ni un pelo de tonta.
—Eso
lo tendrás que hablar con Henrik Vanger y no conmigo —contestó Mikael—. Pero es
verdad, Henrik ha hablado bastante de la desaparición de Harriet y me parece
interesante leer el material.
Cecilia
Vanger volvió a sonreír con tristeza.
—A
veces me pregunto quién está más loco: si mi padre o mi tío. Debo de haber
hablado con él sobre la desaparición de Harriet miles de veces.
—¿Qué
crees que ocurrió?
—¿Es
una pregunta de entrevista?
—No
—contestó Mikael, riéndose—. Pregunto por curiosidad.
—Lo
que me despierta la curiosidad es saber si tú también estás chiflado. Si te has
creído el razonamiento de Henrik, o si eres tú el que anima a Henrik a seguir.
—¿Quieres
decir que Henrik es un chiflado?
—No
me malinterpretes. Henrik es una de las personas más afectuosas y consideradas
que conozco. Le quiero mucho. Pero está obsesionado con ese tema.
—Pero
la obsesión tiene una base real. De hecho, Harriet desapareció.
—Es
que estoy hasta el moño de toda esa historia. Ha envenenado nuestras vidas
durante muchos años y no parece tener fin. —Apenas pronunciadas estas palabras,
se levantó y se puso el abrigo—. Tengo que irme. Pareces simpático. Martin
piensa lo mismo, pero sus opiniones no siempre son acertadas. Pásate por mi
casa a tomar café cuando quieras. Por las noches estoy casi siempre.
—Gracias
—contestó Mikael, y mientras ella se dirigía hacia la puerta, añadió—: No has
contestado a la pregunta que no era pregunta de entrevista.
Cecilia
se detuvo y, sin mirarlo, le dijo:
—No
tengo ni idea de lo que le ocurrió a Harriet. Pero creo que fue un accidente
con una explicación tan sencilla y trivial que si alguna vez nos enteramos de
cómo sucedió, nos dejará asombrados.
Se
dio media vuelta y, por primera vez, le sonrió con simpatía. Luego se despidió
con la mano y desapareció. Mikael permaneció sentado a la mesa de la cocina reflexionando:
Cecilia Vanger era una de las personas marcadas en la lista de miembros de la
familia que se encontraban en la isla cuando Harriet Vanger desapareció.
Si
Cecilia Vanger le había parecido, en general, una persona agradable, no podía
decir lo mismo de Isabella Vanger. La madre de Harriet tenía setenta y cinco
años y, tal y como le había advertido Henrik Vanger, se trataba de una mujer de
una extrema elegancia que recordaba vagamente a una Lauren Bacall entrada en
años. Una mañana, de camino al Café de Susanne, Mikael se encontró con ella;
vestía un abrigo de astracán negro con una gorra a juego y se apoyaba en un
bastón también negro. Parecía una vampiresa envejecida, todavía bella, pero
venenosa como una serpiente. Al parecer, Isabella volvía a casa después de
haber dado un paseo; lo llamó desde el cruce.
—Oiga,
joven. Venga aquí.
Resultaba
difícil desoír ese tono autoritario. Mikael miró a su alrededor y llegó a la
conclusión de que se refería a él. Se acercó.
—Soy
Isabella Vanger —proclamó la mujer.
—Hola,
yo me llamo Mikael Blomkvist —respondió, extendiéndole una mano que ella ignoró
por completo.
—¿Es
usted el tipo que anda husmeando en nuestros asuntos familiares?
—Bueno,
yo soy el tipo que Henrik Vanger ha contratado para que le ayude con su libro
sobre la familia Vanger.
—Pues
eso no es asunto suyo.
—¿El
qué? ¿Que Henrik Vanger me haya contratado o que yo haya aceptado? En el primer
caso creo que es asunto de Henrik; en el segundo, es asunto mío.
—Sabe
muy bien a lo que me refiero. No me gusta que la gente meta sus narices en mi
vida.
—De
acuerdo, no lo haré. El resto lo tendrá que tratar usted con Henrik Vanger.
De
repente, Isabella Vanger levantó su bastón y puso la empuñadura contra el pecho
de Mikael. No lo hizo con mucha fuerza, pero él, perplejo, dio un paso hacia
atrás.
—Aléjese
de mí.
Isabella
Vanger dio media vuelta y echó a andar hacia su casa. Mikael se quedó quieto,
con la expresión de quien acaba de conocer en persona a un personaje de tebeo.
Al alzar la vista vio a Henrik Vanger en su despacho. Tenía una taza de café en
la mano, que levantó a modo de irónico brindis. Mikael hizo un gesto resignado
con las manos, sacudió la cabeza y se marchó al Café de Susanne.
El único
viaje que Mikael realizó durante el primer mes fue una excursión de un día a
una cala del lago Siljan. Tomó prestado el Mercedes de Dirch Frode y condujo
por un paisaje nevado para pasar una tarde con el inspector Gustaf Morell.
Mikael había intentado hacerse una idea sobre Morell basándose en la imagen que
se desprendía de la investigación policial; encontró a un viejo enjuto y
nervudo que se movía lentamente y que hablaba con más parsimonia aún.
Mikael
llevaba un cuaderno con unas diez preguntas, principalmente cosas que se le
habían ocurrido mientras leía el informe policial. Morell contestó
pedagógicamente a todas las preguntas. Al final Mikael dejó de lado sus
anotaciones y le explicó a Morell que las preguntas sólo habían sido una excusa
para poder conocer al retirado inspector. Lo que realmente quería era conversar
un rato y formularle la única pregunta importante: ¿había algo en la
investigación policial que no hubiera recogido en los informes?; ¿hizo alguna
reflexión o tenía algún presentimiento que quisiera comunicarle?
Ya
que Morell, al igual que Henrik Vanger, llevaba treinta y seis años dándole
vueltas al misterio de la desaparición de Harriet, Mikael esperaba cierta
resistencia. Al fin y al cabo, él era el chico nuevo que se había metido en el
berenjenal en el que Morell se perdió. Pero no había el menor indicio de
hostilidad. Antes de contestar, Morell cargó meticulosamente su pipa y encendió
una cerilla.
—Sí,
claro que he reflexionado. Pero mis ideas son tan vagas y escurridizas que no
sé muy bien cómo formularlas.
—¿Qué
cree que le ocurrió a Harriet?
—Creo
que la asesinaron. En eso estoy de acuerdo con Henrik. Es la única explicación
posible. Pero nunca hemos sabido el porqué. Lo que creo es que lo hicieron por
alguna razón concreta; no fue por un ataque de locura, ni para violarla, ni
nada por el estilo. Si conociéramos el motivo, sabríamos quién la asesinó.
Morell
meditó un rato.
—El
asesinato pudo haberse cometido de manera espontánea. Quiero decir que alguien
se aprovechó del absoluto caos que se generó después del accidente. El asesino
ocultó el cuerpo y lo trasladó más tarde, mientras nosotros hacíamos batidas
por la isla.
—En
tal caso estamos hablando de alguien con mucha sangre fría.
—Hay
un detalle relevante. Harriet se presentó en el despacho de Henrik e intentó
hablar con él. Ahora, en retrospectiva, me parece un comportamiento raro; ella
sabía muy bien que él estaba ocupado con todos los familiares que andaban por
allí. Creo que Harriet constituía una amenaza para alguien, que quería contarle
algo a Henrik y que el asesino se dio cuenta de que ella iba a... bueno, a
chivarse.
—Henrik
estaba ocupado con algunos miembros de la familia...
—Aparte
de Henrik, había cuatro personas en la habitación: su hermano Greger, un cuñado
que se llama Magnus Sjögren, y los dos hijos de Harald Vanger, Birger y
Cecilia. Pero eso no significa nada. Pongamos que Harriet, hipotéticamente
hablando, hubiera descubierto que alguien malversaba fondos de la empresa.
Podría haberlo sabido desde hacía meses e, incluso, haberlo comentado con la
persona en cuestión. Podría haber intentado chantajearle, o puede que le diera
pena y que ella no supiera si delatarlo o no. Quizá se decidiera de repente y
tal vez se lo contara al asesino, quien, acto seguido, en un ataque de pura
desesperación, la mató.
—¿Por
qué habla en masculino?
—Estadísticamente,
la mayoría de los asesinos son hombres. Pero es cierto: en la familia Vanger
hay algunas mujeres que son unas auténticas arpías.
—Ya
he conocido a Isabella.
—Es
una de ellas. Pero hay más. Cecilia Vanger puede ser bastante mordaz. ¿Has
conocido ya a Sara Sjögren?
Mikael
negó con la cabeza.
—Es
la hija de Sofia Vanger, una de las primas de Henrik. Ahí tienes a una mujer
realmente antipática y exenta de escrúpulos. Pero vivía en Malmö y, por lo que
he podido averiguar, no tenía ningún motivo para matar a Harriet.
—Vale.
—El
problema sigue siendo que, con todas las vueltas que le hemos dado al asunto,
todavía no hemos averiguado la causa. Eso es lo más importante. Si damos con el
motivo, sabremos qué ocurrió y quién es el culpable.
—Se
ha empleado a fondo en este caso. ¿Hay alguna pista que no haya investigado?
Gustaf
Morell se rio entre dientes.
—Pues
no, Mikael. Le he dedicado al caso un tiempo infinito y no se me ocurre nada
que no haya llevado hasta donde era posible. Incluso después de que me
ascendieran y me fuera de Hedestad.
—¿Se
fue?
—Sí,
yo no soy originario de Hedestad. Estuve destinado allí entre 1963 y 1968.
Luego, al nombrarme comisario, me trasladé a la policía de Gävle hasta el final
de mi carrera profesional. Pero incluso en Gävle seguí con mis pesquisas sobre
la desaparición de Harriet.
—Henrik
Vanger no le dejaba en paz, supongo.
—No,
claro que no. Pero no fue por eso. El misterio de Harriet me sigue fascinando
aún hoy en día. Quiero decir... hay que verlo de la siguiente manera: todos los
policías tienen un misterio sin resolver. De mis días en Hedestad recuerdo que,
cuando tomábamos café, los compañeros de más edad hablaban sobre el caso
Rebecka, en particular un policía que se llamaba Torstensson, muerto hace
mucho, que año tras año retomaba el caso. En su tiempo libre y en sus
vacaciones. Cuando los delincuentes locales no daban mucha guerra, solía sacar
las carpetas y ponerse a cavilar.
—¿También
se trataba de una chica desaparecida?
Por
un momento, el comisario Morell pareció asombrado. Luego, al darse cuenta de
que Mikael buscaba alguna conexión, sonrió.
—No,
no lo he mencionado por eso. Estoy hablando del «alma» del policía. El caso
Rebecka ocurrió incluso antes de que Harriet Vanger naciera y hace mucho tiempo
que prescribió. En los años cuarenta una mujer de Hedestad fue atacada, violada
y asesinada. No es nada raro. Durante su carrera profesional todo policía tiene
que investigar alguna vez esa clase de crímenes. Lo que quiero decir es que hay
casos que se te pegan al cuerpo y se meten por debajo de la piel. Aquella chica
fue asesinada de la manera más brutal. El asesino la ató y le metió la cabeza
entre las brasas encendidas de una chimenea. No sé cuánto tiempo tardaría la
pobre en morir ni las torturas que sufriría.
—¡Joder,
qué horror!
—Pues
sí. Extremadamente cruel. El pobre Torstensson fue el primer investigador que
se presentó en el lugar del crimen y el asesinato permaneció sin resolverse, a
pesar de que se recurriera a la ayuda de expertos de Estocolmo. Nunca jamás
pudo dejar el caso.
—Lo
entiendo.
—De
modo que mi Rebecka se llama Harriet. En su caso ni siquiera sabemos cómo
murió. Técnicamente, ni siquiera podemos probar que se cometiera un asesinato.
Pero nunca he sido capaz de abandonar el tema. —Meditó durante un instante—.
Investigar un asesinato puede ser el trabajo más solitario del mundo. Los
amigos de la víctima están indignados y desesperados, pero tarde o temprano, al
cabo de algunas semanas o de unos meses, la vida vuelve a la normalidad. Los
más allegados necesitan más tiempo, pero ellos también superan el dolor y la
desesperación. La vida sigue. Pero los asesinatos sin resolver te corroen por
dentro. Al final, sólo queda una persona que piensa en la víctima e intenta que
se haga justicia: el policía que se hace cargo de la investigación.
Tres
personas más de la familia Vanger vivían en la isla de Hedeby. Alexander Vanger
—nacido en 1946 e hijo de Greger, el tercer hermano— habitaba en una casa de
madera, reformada, de principios del siglo XX. Mikael sabía, por Henrik, que
Alexander Vanger se encontraba actualmente en las Antillas, donde se dedicaba a
su ocupación favorita: navegar y dejar pasar el tiempo sin dar un palo al agua.
Henrik hablaba de su sobrino en términos tan descalificatorios que Mikael llegó
a la conclusión de que Alexander Vanger habría sido objeto de ciertas
controversias. Sin embargo, se contentó con saber que Alexander tenía veinte
años cuando Harriet Vanger desapareció, y que formaba parte del círculo de
familiares presentes en la isla.
Alexander
vivía con su madre Gerda, de ochenta años, viuda de Greger Vanger. Mikael nunca
la había visto; tenía una salud delicada y se pasaba la mayor parte del tiempo
en la cama.
El
tercer miembro de la familia era, por supuesto, Harald Vanger. Durante el
primer mes, Mikael no consiguió ver ni la sombra del viejo biólogo de razas. La
casa de Harald Vanger —la que Mikael tenía más cerca— presentaba un aspecto
sombrío; unas oscuras cortinas en todas las ventanas ocultaban el interior.
Daba mal agüero. En varias ocasiones, al pasar Mikael por la casa, le había
parecido percibir un ligero movimiento de cortinas; y una noche, ya tarde,
cuando estaba a punto de acostarse, descubrió de repente, por el resquicio de
una de ellas, el reflejo de una luz en la planta superior. Fascinado, permaneció
en la oscuridad durante más de veinte minutos, junto a la ventana de la cocina,
contemplando aquella luz antes de olvidarse del tema e irse a la cama tiritando
de frío. A la mañana siguiente la cortina volvía a estar en su sitio.
Harald
Vanger parecía ser un espíritu invisible, pero constantemente presente, que,
con su aparente ausencia, marcaba la vida del pueblo. En la imaginación de
Mikael, Harald Vanger iba adoptando cada vez más la forma de un malvado Gollum
que espiaba su entorno tras las cortinas y que se dedicaba a misteriosas
actividades en su blindada cueva.
Una
vez al día Harald Vanger recibía la visita de la asistenta social, una mujer
mayor que vivía al otro lado del puente y que, cargada con las bolsas de la
compra, atravesaba con mucho esfuerzo la nieve que había hasta la puerta, ya
que Harald Vanger se negaba a que le limpiaran el camino de entrada. Gunnar
Nilsson, el bracero, movió la cabeza, resignado, cuando Mikael sacó el tema. Le
explicó que se había ofrecido a quitarle la nieve, pero que, al parecer, Harald
Vanger no quería que nadie pisara su territorio. Una sola vez, el primer
invierno tras volver Harald Vanger a la isla, Gunnar Nilsson, espontáneamente,
subió con el tractor para quitar la nieve del patio de su casa, al igual que lo
hacía en todas las demás. La iniciativa tuvo como resultado que Harald Vanger
saliera corriendo de su casa dando voces y armando un gran escándalo hasta que
Nilsson se alejó de allí.
Desgraciadamente,
Nilsson no podía quitar la nieve de la entrada de la casa de Mikael, ya que la
verja era demasiado estrecha para que pasara el tractor. Allí todavía había que
recurrir a la pala y la fuerza de las manos.
A
mediados de enero, Mikael Blomkvist encargó a su abogado que averiguara cuándo
le tocaba cumplir sus tres meses de condena. Estaba ansioso por quitárselos de
encima cuanto antes. Entrar en prisión resultó ser mucho más fácil de lo que se
imaginaba. Tras unas semanas de deliberación, se decidió que Mikael se
presentara el 17 de marzo en la cárcel de Rullåker, cerca de Östersund, un
centro penitenciario con régimen abierto, destinado a gente con pocos antecedentes
penales. El abogado de Mikael también pudo comunicarle que el tiempo de
condena, con gran probabilidad, podría acortarse un poco.
—Bien
—dijo Mikael sin mucho entusiasmo.
Estaba
sentado a la mesa de la cocina, acariciando a la gata parda, que tenía por
costumbre aparecer de vez en cuando y pasar la noche con Mikael. Por Helen
Nilsson, la vecina de enfrente, se enteró de que la gata se llamaba Tjorven y
de que no pertenecía a nadie en particular, sino que solía merodear por las
casas.
Mikael se
reunía con Henrik Vanger casi todas las tardes. Unas veces tenían una breve
charla, otras se quedaban horas y horas hablando de la desaparición de Harriet
Vanger y de todo tipo de detalles de la investigación privada de Henrik Vanger.
En
muchas ocasiones, las conversaciones consistían en que Mikael presentaba una
teoría que luego Henrik echaba por tierra. Mikael intentaba mantener la
distancia con respecto a su misión, pero había momentos en los que se quedaba
irremediablemente fascinado por el misterioso rompecabezas que constituía la
desaparición de Harriet Vanger.
Mikael
le había asegurado a Erika que también diseñaría una estrategia para poder
emprender la batalla con Hans-Erik Wennerström, pero en todo el mes que llevaba
en Hedestad ni siquiera había abierto las viejas carpetas cuyo contenido le
habían conducido ante el juez. Al contrario, evitaba el problema. Cada vez que
se ponía a pensar en Wennerström y su propia situación, las fuerzas le flaqueaban
y caía en el más profundo desánimo. En los momentos de lucidez se preguntaba si
iba camino de volverse igual de chalado que el viejo. Su carrera profesional se
había derrumbado como un castillo de naipes y su reacción no había sido otra
que esconderse en un pequeño pueblo en el campo para cazar fantasmas. Además,
echaba de menos a Erika.
Henrik
Vanger contemplaba a su colaborador con una discreta preocupación. Sospechaba
que Mikael Blomkvist no siempre se encontraba en perfecto equilibrio. A finales
de enero, el viejo tomó una decisión que incluso a él mismo le sorprendió.
Cogió el teléfono y llamó a Estocolmo. La conversación duró veinte minutos y
versó mayoritariamente sobre Mikael Blomkvist.
Hizo
falta casi un mes para que a Erika se le pasara el enfado. Llamó a las nueve y
media de una de las últimas noches de enero.
—¿Piensas
realmente quedarte ahí arriba? —fue su saludo inicial. La llamada pilló a
Mikael tan desprevenido que al principio no supo qué replicar. Luego sonrió y
se arrebujó aún más en la manta.
—Hola,
Ricky. Deberías probarlo tú también.
—¿Por
qué? ¿Vivir en el culo del mundo tiene algún encanto especial?
—Acabo
de lavarme los dientes con agua helada. Me duelen hasta los empastes.
—Pues
¡allá tú! La verdad es que aquí en Estocolmo también hace un frío que pela.
—Cuéntame.
—Hemos
perdido dos tercios de nuestros anunciantes. Nadie quiere decirlo claramente,
pero...
—Ya
lo sé. Haz una lista de los que abandonan. Algún día hablaremos de ellos en el
reportaje que se merecen.
—Micke...,
he hecho mis cálculos y si no tenemos nuevos anunciantes para este otoño, nos
hundimos. Así de claro.
—Las
cosas cambiarán.
Erika
se rio sin ganas al otro lado del teléfono.
—Mira,
no puedes decir eso y quedarte tan ancho ahí arriba escondido entre los
malditos lapones.
—Oye,
hay por lo menos cincuenta kilómetros hasta el pueblo sami más cercano.
Erika
se calló.
—Erika:
yo...
—Ya lo sé. A man's gotta do what a man's gotta do and all that
crap. No hace falta que digas nada. Perdóname por haber sido tan
cabrona y no haber contestado a tus llamadas. ¿Podemos volver a empezar?
¿Quieres que suba a verte?
—Cuando
quieras.
—¿Tengo
que llevar escopeta para defenderme de los lobos?
—No
te preocupes. Contrataremos a unos lapones con trineos y perros. ¿Cuándo
vienes?
—El
viernes por la noche, ¿de acuerdo?
De
repente, la vida le pareció infinitamente más llena de color.
A
excepción del estrecho sendero que conducía hasta la puerta, el jardín de
Mikael tenía casi un metro de nieve. Durante un largo minuto, Mikael miró con
pereza la pala, luego cruzó el camino hasta la casa de Gunnar Nilsson y
preguntó si Erika podía dejar allí su BMW cuando viniera. No había problema.
Les sobraba sitio en el doble garaje y además podían ofrecerle un calentador de
motores.
Erika
subió en coche y llegó sobre las seis de la tarde. Durante unos segundos se
observaron el uno al otro, en actitud expectante, y luego se fundieron en un
abrazo considerablemente más largo.
Aparte
de la iglesia iluminada no había mucho que ver en la oscuridad de la noche;
tanto Konsum como el Café de Susanne estaban a punto de cerrar. Así que se
fueron apresuradamente. Mikael preparó la cena mientras Erika dio una vuelta
inspeccionando la casa, hizo comentarios sobre los Rekordmagasinet conservados
desde los años cincuenta y fisgoneó en las carpetas del estudio. Cenaron
chuletas de cordero y patatas con una consistente salsa de nata —demasiadas
calorías—, todo regado con vino tinto. Mikael intentó sacar el tema, pero Erika
no estaba de humor para hablar de Millennium. Así que conversaron durante dos horas
sobre lo que hacía Mikael allí arriba y sobre cómo estaban. Luego se fueron a
comprobar si la cama era lo suficientemente ancha para los dos.
El tercer
encuentro con el abogado Nils Bjurman se había cancelado y convocado de nuevo
para finalmente ser fijado a las cinco de la tarde del mismo viernes. En
anteriores reuniones, Lisbeth Salander había sido recibida por la secretaria
del despacho, una mujer de unos cincuenta y cinco años que desprendía un aroma
a almizcle. Esta vez la secretaria se había ido ya y el abogado Bjurman olía
ligeramente a alcohol. Le hizo señas a Salander para que se sentara y,
distraído, siguió hojeando unos papeles hasta que de repente pareció ser consciente
de la presencia de la joven.
La
reunión se convirtió en otro interrogatorio. Esta vez la interrogó sobre su
vida sexual, un tema que, definitivamente, ella consideraba parte de su vida
privada y que no tenía intención de tratar con nadie.
Después
del encuentro Lisbeth se dio cuenta de que no había sabido manejar la
situación. Al principio permaneció callada, evitando contestar a sus preguntas,
pero Bjurman lo interpretó como timidez, retraso mental o como que tenía algo
que ocultar, y se puso a presionarla para que contestara. Salander comprendió
que él no iba a rendirse y empezó a darle respuestas parcas e inofensivas que
suponía que encajaban bien con su perfil psicológico. Mencionó a Magnus, que,
según su descripción, era un informático de su misma edad, algo retraído, que
se portaba como un caballero con ella, la llevaba al cine y, de vez en cuando,
se metía en su cama. Magnus era pura ficción que iba tomando forma al tiempo
que ella hablaba, pero Bjurman aprovechó la información para dedicar la hora
siguiente a analizar detenidamente su vida sexual. «¿Con qué frecuencia
mantienes relaciones sexuales?» «De vez en cuando.» «¿Quién toma la iniciativa:
tú o él?» «Yo.» «¿Usáis condón?» «Por supuesto: sabía lo que era el VIH.»
«¿Cuál es tu postura favorita?» «Pues, normalmente boca arriba.» «¿Te gusta el
sexo oral?» «Oye, para el carro...» «¿Alguna vez has practicado el sexo anal?»
«No, no me hace mucha gracia que me la metan por el culo, pero ¿a ti qué coño
te importa?»
Fue
la única vez que perdió la calma ante Bjurman. Consciente de cómo podría
interpretarse su modo de mirar, bajó los ojos para que no revelaran sus
verdaderos sentimientos. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, el abogado
mostraba una sonrisa burlona. En ese momento, Lisbeth Salander supo que su vida
iba a tomar un nuevo y dramático rumbo. Dejó el despacho de Bjurman con una
sensación de asco. La había cogido desprevenida. A Palmgren jamás se le había
ocurrido hacer preguntas así; en cambio, siempre estaba disponible cuando
Lisbeth quería hablar de cualquier tema, algo que ella raramente había
aprovechado.
Bjurman
era un serious pain in the ass y
estaba a punto de subir a la categoría de major
problem.
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