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Millennium 1: Capitulo 10



CAPÍTULO 10
Jueves, 9 de enero - Viernes, 31 de enero
El primer mes de Mikael en ese perdido rincón del mundo estaba siendo, según el Hedestads-Kuriren, el más frío que se recordaba; o, por lo menos (si le hacía caso a Henrik Vanger), desde el invierno de la guerra de 1942. Mikael estaba dispuesto a aceptar el dato como verdadero. Apenas llevaba una semana en Hedeby y ya lo sabía todo sobre los calzoncillos largos y los calcetines de lana, al tiempo que había aprendido la importancia de ponerse dos camisetas interiores.
A mediados de enero, cuando el frío alcanzó los increíbles 37 grados bajo cero, pasó unos días terribles. Nunca había experimentado nada similar, ni siquiera durante aquel año que pasó en Kiruna haciendo el servicio militar. Una mañana, la tubería del agua se congeló. Gunnar Nilsson le proporcionó dos grandes bidones de plástico para que pudiera cocinar y lavarse, pero el frío resultaba paralizador. En las ventanas, por la parte interior, se formaron cristales de nieve, y, por mucho que calentara la cocina de hierro, Mikael se sentía permanentemente congelado. Todos los días pasaba un buen rato cortando leña en el cobertizo de detrás de la casa.
Había momentos en los que estaba a punto de llorar; incluso barajó la posibilidad de coger un taxi hasta Hedestad y subirse al primer tren que fuera hacia el sur. En vez de eso, se puso un jersey más, se abrigó con una manta y se sentó a tomar café a la mesa de la cocina, mientras leía viejos informes policiales.
Unos días más tarde el tiempo cambió y la temperatura subió hasta unos agradables 10 bajo cero.


Mikael empezó a conocer a la gente de Hedeby. Martin Vanger cumplió su promesa y lo invitó a cenar; una cena preparada por él mismo: solomillo de alce con vino tinto italiano. El industrial no estaba casado, pero mantenía una relación con una tal Eva Hassel, que les acompañó durante la cena. Eva Hassel era una mujer cariñosa, abierta y amena, Mikael la encontró extraordinariamente atractiva. Era dentista y vivía en Hedestad, pero pasaba los fines de semana con Martín Vanger. Poco a poco Mikael fue sabiendo que se habían conocido hacía muchos años, pero que no empezaron a relacionarse hasta una edad ya avanzada, y no veían ninguna razón para casarse.
—La verdad es que es mi dentista —dijo Martín Vanger, riéndose.
—Y entrar en esta familia de locos no es una cosa que me entusiasme —dijo Eva Hassel, dándole a Martín Vanger unas cariñosas palmaditas en la rodilla.
El chalé de Martin Vanger era el sueño de todo soltero. De arquitectura moderna y decorado con muebles en negro, blanco y cromado, su carísimo mobiliario de diseño habría fascinado al mismísimo Christer Malm, con su refinado gusto. La cocina estaba equipada con todo lo que un cocinero profesional podría necesitar. En el salón había un tocadiscos estéreo de la más alta gama y una formidable colección de discos de jazz de vinilo que iba desde Tommy Dorsey hasta John Coltrane. Martin Vanger tenía dinero y su hogar era lujoso y funcional, pero también un poco impersonal. Mikael advirtió que los cuadros de la pared eran simples reproducciones y láminas que se podían encontrar en Ikea: bonitas pero no muy sofisticadas. Las estanterías, al menos en la parte de la casa que Mikael pudo ver, no estaban muy llenas: la Enciclopedia nacional y unos cuantos libros de esos que la gente suele regalar por Navidad a falta de mejores ideas. En resumidas cuentas, Mikael sólo pudo apreciar dos aficiones personales en la vida de Martin Vanger, la música y la cocina. La primera afición se traducía en, aproximadamente, unos tres mil discos LP. La segunda se reflejaba en el barrigón que sobresalía por encima de su cinturón.
Como persona, Martin Vanger daba muestras de una curiosa mezcla de estupidez, agudeza y amabilidad. No hacía falta tener muy desarrollada la capacidad analítica para sacar la conclusión de que se trataba de una persona con problemas. Mientras escuchaban Night in Tunisia, la conversación desembocó en el Grupo Vanger, y Martin Vanger no intentó ocultar que estaba luchando por la supervivencia de su empresa. La elección del tema confundió a Mikael; Martin Vanger era consciente de que tenía como invitado a un periodista al que apenas conocía, pero aun así hablaba de los problemas internos de la empresa con tanta franqueza que resultaba imprudente. Por lo visto, consideraba a Mikael como uno más de la familia, ya que trabajaba para Henrik Vanger. Coincidía con el anterior director en que los familiares sólo podían culparse a sí mismos de la situación en la que se encontraban. Por el contrario, carecía de la amargura propia del viejo y de su implacable desprecio por sus parientes; aquella incurable locura familiar parecía más bien entretenerle. Eva Hassel asentía con la cabeza, pero no realizó ni un solo comentario. Al parecer, ya habían tratado ese tema antes.
Martin Vanger estaba al tanto de que Mikael había sido contratado para escribir la crónica familiar, y le preguntó cómo avanzaba el trabajo. Mikael contestó sonriendo que le estaba costando mucho aprenderse todos los nombres, y luego preguntó si podía volver para hacerle una entrevista cuando le viniera bien. En varias ocasiones contempló la idea de conducir la conversación hacia la obsesión que el viejo tenía por la desaparición de Harriet Vanger. Sin duda, Henrik Vanger habría torturado más de una vez al hermano de Harriet con sus teorías; además, Martin debería entender que, si Mikael iba a escribir una crónica familiar, difícilmente podría pasar por alto que un miembro de la familia había desaparecido sin dejar rastro. Pero Martin no dio muestras de querer sacar aquel tema y Mikael lo dejó estar. Ya tendrían ocasión de hablar de Harriet más adelante.
Después de varios vodkas, se despidieron sobre las dos de la mañana. Mikael estaba bastante borracho cuando, tambaleándose, recorrió los trescientos metros que había hasta su casa. En general, fue una velada agradable.


Una tarde, durante la segunda semana de Mikael en Hedeby, alguien llamó a la puerta de su casa. Mikael dejó la carpeta de la investigación policial que acababa de abrir —la sexta— y cerró el estudio antes de abrir la puerta a una mujer rubia de unos cincuenta años bien abrigada.
—Hola. Sólo quería presentarme. Me llamo Cecilia Vanger.
Se dieron la mano y Mikael sacó unas tazas de café. Cecilia Vanger, hija del nazi Harald Vanger, le pareció una mujer abierta y, en muchos aspectos, atractiva. Mikael recordó que Henrik Vanger se había expresado con mucho afecto al hablar de ella; había mencionado que no se relacionaba con su padre, pero que eran vecinos. Charlaron un rato antes de que ella sacara el tema que la había llevado hasta allí.
—Tengo entendido que vas a escribir un libro sobre la familia. No estoy segura de que me guste la idea —dijo—. Pero aun así tenía curiosidad por verte.
—Bueno, es Henrik Vanger el que me ha contratado. Es su historia, por decirlo de alguna manera.
—Y el bueno de Henrik no resulta del todo objetivo cuando se trata de la familia.
Mikael la observó; en realidad, no entendía lo que ella había querido decir.
—¿Te opones a que se escriba un libro sobre la familia Vanger?
—Yo no he dicho eso. Y no creo que mi opinión importe mucho. Pero seguro que ya has entendido que no siempre ha sido fácil ser miembro de esta familia.
Mikael no tenía ni idea de lo que habría dicho Henrik, ni hasta qué punto Cecilia conocería la verdadera misión. Hizo un gesto con las manos, como queriéndose excusar.
—Henrik Vanger me ha contratado para escribir una crónica familiar. Tiene opiniones bastante llamativas sobre varios miembros de la familia, pero pienso atenerme a lo que se pueda comprobar.
Cecilia Vanger esbozó una sonrisa triste.
—Lo que quiero saber es si voy a tener que exiliarme cuando el libro aparezca.
—No creo —contestó Mikael—. La gente sabe ver la diferencia entre una persona y otra.
—Como mi padre, por ejemplo.
—¿Tu padre, el nazi? —preguntó Mikael.
Sorprendida, Cecilia Vanger elevó la mirada al cielo.
—Mi padre está loco. Sólo lo veo un par de veces al año, a pesar de que vivimos pared con pared.
—¿Por qué no lo quieres ver?
—Espera un momento antes de empezar a soltarme una sarta de preguntas. ¿Vas a publicar lo que te diga? ¿O puedo tener una conversación normal contigo sin temer que me presentes como una idiota?
Mikael dudó un instante, sin saber muy bien cómo expresarse.
—Tengo el encargo de escribir un libro que empiece cuando Alexandre Vangeersad desembarcó con Bernadotte y que llegue hasta hoy en día. Tratará sobre el imperio industrial ostentado durante muchas décadas, pero, naturalmente, también versará sobre las razones por las que éste se está derrumbando y sobre los conflictos que hay en la familia. En este tipo de historias resulta imposible evitar que la mierda salga a flote. Pero eso no quiere decir que vaya a pintarlo todo de color negro, ni que vaya a hacer una caricatura sarcástica de la familia. Por ejemplo, acabo de conocer a Martin Vanger, que me parece una persona simpática, y así lo voy a describir.
Cecilia Vanger no contestó.
—De ti sé que eres profesora...
—Peor aún: soy directora del instituto de Hedestad.
—Perdona. Sé que le caes bien a Henrik Vanger, que estás casada, pero separada... y eso es todo, más o menos. Y sí, puedes hablar conmigo sin miedo a ser citada ni exponerte a nada. No obstante, seguramente algún día llamaré a tu puerta para pedirte que me ayudes a aclarar algún hecho concreto. Entonces sí será una entrevista y podrás decidir si quieres contestar o no. Pero te lo dejaré claro cuando sea el caso.
—Así que puedo hablar contigo... off the record, como soléis decir los periodistas.
—Por supuesto.
—¿Y esto es off the record?
—Eres una vecina que me ha hecho una visita para tomar café, nada más.
—Vale. Entonces ¿te puedo preguntar una cosa?
—Adelante.
—¿Qué parte del libro trató sobre Harriet Vanger?
Mikael se mordió el labio y dudó. Luego, como quitándole importancia al asunto, contestó:
—Si te soy sincero, no tengo ni idea. Está claro que podría constituir, perfectamente, un capítulo; no cabe duda de que se trata de un suceso dramático que ha influido, al menos, en Henrik Vanger.
—Pero ¿no estás aquí para investigar su desaparición?
—¿Qué te hace pensar eso?
—Bueno, el hecho de que Gunnar Nilsson arrastrara hasta aquí cuatro cajas. Seguro que son las investigaciones privadas que Henrik ha realizado a lo largo de todos estos años. Y, además, cuando eché un vistazo a la antigua habitación de Harriet, donde Henrik suele guardar su colección de documentos, no estaban allí.
Cecilia Vanger no tenía ni un pelo de tonta.
—Eso lo tendrás que hablar con Henrik Vanger y no conmigo —contestó Mikael—. Pero es verdad, Henrik ha hablado bastante de la desaparición de Harriet y me parece interesante leer el material.
Cecilia Vanger volvió a sonreír con tristeza.
—A veces me pregunto quién está más loco: si mi padre o mi tío. Debo de haber hablado con él sobre la desaparición de Harriet miles de veces.
—¿Qué crees que ocurrió?
—¿Es una pregunta de entrevista?
—No —contestó Mikael, riéndose—. Pregunto por curiosidad.
—Lo que me despierta la curiosidad es saber si tú también estás chiflado. Si te has creído el razonamiento de Henrik, o si eres tú el que anima a Henrik a seguir.
—¿Quieres decir que Henrik es un chiflado?
—No me malinterpretes. Henrik es una de las personas más afectuosas y consideradas que conozco. Le quiero mucho. Pero está obsesionado con ese tema.
—Pero la obsesión tiene una base real. De hecho, Harriet desapareció.
—Es que estoy hasta el moño de toda esa historia. Ha envenenado nuestras vidas durante muchos años y no parece tener fin. —Apenas pronunciadas estas palabras, se levantó y se puso el abrigo—. Tengo que irme. Pareces simpático. Martin piensa lo mismo, pero sus opiniones no siempre son acertadas. Pásate por mi casa a tomar café cuando quieras. Por las noches estoy casi siempre.
—Gracias —contestó Mikael, y mientras ella se dirigía hacia la puerta, añadió—: No has contestado a la pregunta que no era pregunta de entrevista.
Cecilia se detuvo y, sin mirarlo, le dijo:
—No tengo ni idea de lo que le ocurrió a Harriet. Pero creo que fue un accidente con una explicación tan sencilla y trivial que si alguna vez nos enteramos de cómo sucedió, nos dejará asombrados.
Se dio media vuelta y, por primera vez, le sonrió con simpatía. Luego se despidió con la mano y desapareció. Mikael permaneció sentado a la mesa de la cocina reflexionando: Cecilia Vanger era una de las personas marcadas en la lista de miembros de la familia que se encontraban en la isla cuando Harriet Vanger desapareció.


Si Cecilia Vanger le había parecido, en general, una persona agradable, no podía decir lo mismo de Isabella Vanger. La madre de Harriet tenía setenta y cinco años y, tal y como le había advertido Henrik Vanger, se trataba de una mujer de una extrema elegancia que recordaba vagamente a una Lauren Bacall entrada en años. Una mañana, de camino al Café de Susanne, Mikael se encontró con ella; vestía un abrigo de astracán negro con una gorra a juego y se apoyaba en un bastón también negro. Parecía una vampiresa envejecida, todavía bella, pero venenosa como una serpiente. Al parecer, Isabella volvía a casa después de haber dado un paseo; lo llamó desde el cruce.
—Oiga, joven. Venga aquí.
Resultaba difícil desoír ese tono autoritario. Mikael miró a su alrededor y llegó a la conclusión de que se refería a él. Se acercó.
—Soy Isabella Vanger —proclamó la mujer.
—Hola, yo me llamo Mikael Blomkvist —respondió, extendiéndole una mano que ella ignoró por completo.
—¿Es usted el tipo que anda husmeando en nuestros asuntos familiares?
—Bueno, yo soy el tipo que Henrik Vanger ha contratado para que le ayude con su libro sobre la familia Vanger.
—Pues eso no es asunto suyo.
—¿El qué? ¿Que Henrik Vanger me haya contratado o que yo haya aceptado? En el primer caso creo que es asunto de Henrik; en el segundo, es asunto mío.
—Sabe muy bien a lo que me refiero. No me gusta que la gente meta sus narices en mi vida.
—De acuerdo, no lo haré. El resto lo tendrá que tratar usted con Henrik Vanger.
De repente, Isabella Vanger levantó su bastón y puso la empuñadura contra el pecho de Mikael. No lo hizo con mucha fuerza, pero él, perplejo, dio un paso hacia atrás.
—Aléjese de mí.
Isabella Vanger dio media vuelta y echó a andar hacia su casa. Mikael se quedó quieto, con la expresión de quien acaba de conocer en persona a un personaje de tebeo. Al alzar la vista vio a Henrik Vanger en su despacho. Tenía una taza de café en la mano, que levantó a modo de irónico brindis. Mikael hizo un gesto resignado con las manos, sacudió la cabeza y se marchó al Café de Susanne.


El único viaje que Mikael realizó durante el primer mes fue una excursión de un día a una cala del lago Siljan. Tomó prestado el Mercedes de Dirch Frode y condujo por un paisaje nevado para pasar una tarde con el inspector Gustaf Morell. Mikael había intentado hacerse una idea sobre Morell basándose en la imagen que se desprendía de la investigación policial; encontró a un viejo enjuto y nervudo que se movía lentamente y que hablaba con más parsimonia aún.
Mikael llevaba un cuaderno con unas diez preguntas, principalmente cosas que se le habían ocurrido mientras leía el informe policial. Morell contestó pedagógicamente a todas las preguntas. Al final Mikael dejó de lado sus anotaciones y le explicó a Morell que las preguntas sólo habían sido una excusa para poder conocer al retirado inspector. Lo que realmente quería era conversar un rato y formularle la única pregunta importante: ¿había algo en la investigación policial que no hubiera recogido en los informes?; ¿hizo alguna reflexión o tenía algún presentimiento que quisiera comunicarle?
Ya que Morell, al igual que Henrik Vanger, llevaba treinta y seis años dándole vueltas al misterio de la desaparición de Harriet, Mikael esperaba cierta resistencia. Al fin y al cabo, él era el chico nuevo que se había metido en el berenjenal en el que Morell se perdió. Pero no había el menor indicio de hostilidad. Antes de contestar, Morell cargó meticulosamente su pipa y encendió una cerilla.
—Sí, claro que he reflexionado. Pero mis ideas son tan vagas y escurridizas que no sé muy bien cómo formularlas.
—¿Qué cree que le ocurrió a Harriet?
—Creo que la asesinaron. En eso estoy de acuerdo con Henrik. Es la única explicación posible. Pero nunca hemos sabido el porqué. Lo que creo es que lo hicieron por alguna razón concreta; no fue por un ataque de locura, ni para violarla, ni nada por el estilo. Si conociéramos el motivo, sabríamos quién la asesinó.
Morell meditó un rato.
—El asesinato pudo haberse cometido de manera espontánea. Quiero decir que alguien se aprovechó del absoluto caos que se generó después del accidente. El asesino ocultó el cuerpo y lo trasladó más tarde, mientras nosotros hacíamos batidas por la isla.
—En tal caso estamos hablando de alguien con mucha sangre fría.
—Hay un detalle relevante. Harriet se presentó en el despacho de Henrik e intentó hablar con él. Ahora, en retrospectiva, me parece un comportamiento raro; ella sabía muy bien que él estaba ocupado con todos los familiares que andaban por allí. Creo que Harriet constituía una amenaza para alguien, que quería contarle algo a Henrik y que el asesino se dio cuenta de que ella iba a... bueno, a chivarse.
—Henrik estaba ocupado con algunos miembros de la familia...
—Aparte de Henrik, había cuatro personas en la habitación: su hermano Greger, un cuñado que se llama Magnus Sjögren, y los dos hijos de Harald Vanger, Birger y Cecilia. Pero eso no significa nada. Pongamos que Harriet, hipotéticamente hablando, hubiera descubierto que alguien malversaba fondos de la empresa. Podría haberlo sabido desde hacía meses e, incluso, haberlo comentado con la persona en cuestión. Podría haber intentado chantajearle, o puede que le diera pena y que ella no supiera si delatarlo o no. Quizá se decidiera de repente y tal vez se lo contara al asesino, quien, acto seguido, en un ataque de pura desesperación, la mató.
—¿Por qué habla en masculino?
—Estadísticamente, la mayoría de los asesinos son hombres. Pero es cierto: en la familia Vanger hay algunas mujeres que son unas auténticas arpías.
—Ya he conocido a Isabella.
—Es una de ellas. Pero hay más. Cecilia Vanger puede ser bastante mordaz. ¿Has conocido ya a Sara Sjögren?
Mikael negó con la cabeza.
—Es la hija de Sofia Vanger, una de las primas de Henrik. Ahí tienes a una mujer realmente antipática y exenta de escrúpulos. Pero vivía en Malmö y, por lo que he podido averiguar, no tenía ningún motivo para matar a Harriet.
—Vale.
—El problema sigue siendo que, con todas las vueltas que le hemos dado al asunto, todavía no hemos averiguado la causa. Eso es lo más importante. Si damos con el motivo, sabremos qué ocurrió y quién es el culpable.
—Se ha empleado a fondo en este caso. ¿Hay alguna pista que no haya investigado?
Gustaf Morell se rio entre dientes.
—Pues no, Mikael. Le he dedicado al caso un tiempo infinito y no se me ocurre nada que no haya llevado hasta donde era posible. Incluso después de que me ascendieran y me fuera de Hedestad.
—¿Se fue?
—Sí, yo no soy originario de Hedestad. Estuve destinado allí entre 1963 y 1968. Luego, al nombrarme comisario, me trasladé a la policía de Gävle hasta el final de mi carrera profesional. Pero incluso en Gävle seguí con mis pesquisas sobre la desaparición de Harriet.
—Henrik Vanger no le dejaba en paz, supongo.
—No, claro que no. Pero no fue por eso. El misterio de Harriet me sigue fascinando aún hoy en día. Quiero decir... hay que verlo de la siguiente manera: todos los policías tienen un misterio sin resolver. De mis días en Hedestad recuerdo que, cuando tomábamos café, los compañeros de más edad hablaban sobre el caso Rebecka, en particular un policía que se llamaba Torstensson, muerto hace mucho, que año tras año retomaba el caso. En su tiempo libre y en sus vacaciones. Cuando los delincuentes locales no daban mucha guerra, solía sacar las carpetas y ponerse a cavilar.
—¿También se trataba de una chica desaparecida?
Por un momento, el comisario Morell pareció asombrado. Luego, al darse cuenta de que Mikael buscaba alguna conexión, sonrió.
—No, no lo he mencionado por eso. Estoy hablando del «alma» del policía. El caso Rebecka ocurrió incluso antes de que Harriet Vanger naciera y hace mucho tiempo que prescribió. En los años cuarenta una mujer de Hedestad fue atacada, violada y asesinada. No es nada raro. Durante su carrera profesional todo policía tiene que investigar alguna vez esa clase de crímenes. Lo que quiero decir es que hay casos que se te pegan al cuerpo y se meten por debajo de la piel. Aquella chica fue asesinada de la manera más brutal. El asesino la ató y le metió la cabeza entre las brasas encendidas de una chimenea. No sé cuánto tiempo tardaría la pobre en morir ni las torturas que sufriría.
—¡Joder, qué horror!
—Pues sí. Extremadamente cruel. El pobre Torstensson fue el primer investigador que se presentó en el lugar del crimen y el asesinato permaneció sin resolverse, a pesar de que se recurriera a la ayuda de expertos de Estocolmo. Nunca jamás pudo dejar el caso.
—Lo entiendo.
—De modo que mi Rebecka se llama Harriet. En su caso ni siquiera sabemos cómo murió. Técnicamente, ni siquiera podemos probar que se cometiera un asesinato. Pero nunca he sido capaz de abandonar el tema. —Meditó durante un instante—. Investigar un asesinato puede ser el trabajo más solitario del mundo. Los amigos de la víctima están indignados y desesperados, pero tarde o temprano, al cabo de algunas semanas o de unos meses, la vida vuelve a la normalidad. Los más allegados necesitan más tiempo, pero ellos también superan el dolor y la desesperación. La vida sigue. Pero los asesinatos sin resolver te corroen por dentro. Al final, sólo queda una persona que piensa en la víctima e intenta que se haga justicia: el policía que se hace cargo de la investigación.


Tres personas más de la familia Vanger vivían en la isla de Hedeby. Alexander Vanger —nacido en 1946 e hijo de Greger, el tercer hermano— habitaba en una casa de madera, reformada, de principios del siglo XX. Mikael sabía, por Henrik, que Alexander Vanger se encontraba actualmente en las Antillas, donde se dedicaba a su ocupación favorita: navegar y dejar pasar el tiempo sin dar un palo al agua. Henrik hablaba de su sobrino en términos tan descalificatorios que Mikael llegó a la conclusión de que Alexander Vanger habría sido objeto de ciertas controversias. Sin embargo, se contentó con saber que Alexander tenía veinte años cuando Harriet Vanger desapareció, y que formaba parte del círculo de familiares presentes en la isla.
Alexander vivía con su madre Gerda, de ochenta años, viuda de Greger Vanger. Mikael nunca la había visto; tenía una salud delicada y se pasaba la mayor parte del tiempo en la cama.
El tercer miembro de la familia era, por supuesto, Harald Vanger. Durante el primer mes, Mikael no consiguió ver ni la sombra del viejo biólogo de razas. La casa de Harald Vanger —la que Mikael tenía más cerca— presentaba un aspecto sombrío; unas oscuras cortinas en todas las ventanas ocultaban el interior. Daba mal agüero. En varias ocasiones, al pasar Mikael por la casa, le había parecido percibir un ligero movimiento de cortinas; y una noche, ya tarde, cuando estaba a punto de acostarse, descubrió de repente, por el resquicio de una de ellas, el reflejo de una luz en la planta superior. Fascinado, permaneció en la oscuridad durante más de veinte minutos, junto a la ventana de la cocina, contemplando aquella luz antes de olvidarse del tema e irse a la cama tiritando de frío. A la mañana siguiente la cortina volvía a estar en su sitio.
Harald Vanger parecía ser un espíritu invisible, pero constantemente presente, que, con su aparente ausencia, marcaba la vida del pueblo. En la imaginación de Mikael, Harald Vanger iba adoptando cada vez más la forma de un malvado Gollum que espiaba su entorno tras las cortinas y que se dedicaba a misteriosas actividades en su blindada cueva.
Una vez al día Harald Vanger recibía la visita de la asistenta social, una mujer mayor que vivía al otro lado del puente y que, cargada con las bolsas de la compra, atravesaba con mucho esfuerzo la nieve que había hasta la puerta, ya que Harald Vanger se negaba a que le limpiaran el camino de entrada. Gunnar Nilsson, el bracero, movió la cabeza, resignado, cuando Mikael sacó el tema. Le explicó que se había ofrecido a quitarle la nieve, pero que, al parecer, Harald Vanger no quería que nadie pisara su territorio. Una sola vez, el primer invierno tras volver Harald Vanger a la isla, Gunnar Nilsson, espontáneamente, subió con el tractor para quitar la nieve del patio de su casa, al igual que lo hacía en todas las demás. La iniciativa tuvo como resultado que Harald Vanger saliera corriendo de su casa dando voces y armando un gran escándalo hasta que Nilsson se alejó de allí.
Desgraciadamente, Nilsson no podía quitar la nieve de la entrada de la casa de Mikael, ya que la verja era demasiado estrecha para que pasara el tractor. Allí todavía había que recurrir a la pala y la fuerza de las manos.
A mediados de enero, Mikael Blomkvist encargó a su abogado que averiguara cuándo le tocaba cumplir sus tres meses de condena. Estaba ansioso por quitárselos de encima cuanto antes. Entrar en prisión resultó ser mucho más fácil de lo que se imaginaba. Tras unas semanas de deliberación, se decidió que Mikael se presentara el 17 de marzo en la cárcel de Rullåker, cerca de Östersund, un centro penitenciario con régimen abierto, destinado a gente con pocos antecedentes penales. El abogado de Mikael también pudo comunicarle que el tiempo de condena, con gran probabilidad, podría acortarse un poco.
—Bien —dijo Mikael sin mucho entusiasmo.
Estaba sentado a la mesa de la cocina, acariciando a la gata parda, que tenía por costumbre aparecer de vez en cuando y pasar la noche con Mikael. Por Helen Nilsson, la vecina de enfrente, se enteró de que la gata se llamaba Tjorven y de que no pertenecía a nadie en particular, sino que solía merodear por las casas.


Mikael se reunía con Henrik Vanger casi todas las tardes. Unas veces tenían una breve charla, otras se quedaban horas y horas hablando de la desaparición de Harriet Vanger y de todo tipo de detalles de la investigación privada de Henrik Vanger.
En muchas ocasiones, las conversaciones consistían en que Mikael presentaba una teoría que luego Henrik echaba por tierra. Mikael intentaba mantener la distancia con respecto a su misión, pero había momentos en los que se quedaba irremediablemente fascinado por el misterioso rompecabezas que constituía la desaparición de Harriet Vanger.
Mikael le había asegurado a Erika que también diseñaría una estrategia para poder emprender la batalla con Hans-Erik Wennerström, pero en todo el mes que llevaba en Hedestad ni siquiera había abierto las viejas carpetas cuyo contenido le habían conducido ante el juez. Al contrario, evitaba el problema. Cada vez que se ponía a pensar en Wennerström y su propia situación, las fuerzas le flaqueaban y caía en el más profundo desánimo. En los momentos de lucidez se preguntaba si iba camino de volverse igual de chalado que el viejo. Su carrera profesional se había derrumbado como un castillo de naipes y su reacción no había sido otra que esconderse en un pequeño pueblo en el campo para cazar fantasmas. Además, echaba de menos a Erika.
Henrik Vanger contemplaba a su colaborador con una discreta preocupación. Sospechaba que Mikael Blomkvist no siempre se encontraba en perfecto equilibrio. A finales de enero, el viejo tomó una decisión que incluso a él mismo le sorprendió. Cogió el teléfono y llamó a Estocolmo. La conversación duró veinte minutos y versó mayoritariamente sobre Mikael Blomkvist.


Hizo falta casi un mes para que a Erika se le pasara el enfado. Llamó a las nueve y media de una de las últimas noches de enero.
—¿Piensas realmente quedarte ahí arriba? —fue su saludo inicial. La llamada pilló a Mikael tan desprevenido que al principio no supo qué replicar. Luego sonrió y se arrebujó aún más en la manta.
—Hola, Ricky. Deberías probarlo tú también.
—¿Por qué? ¿Vivir en el culo del mundo tiene algún encanto especial?
—Acabo de lavarme los dientes con agua helada. Me duelen hasta los empastes.
—Pues ¡allá tú! La verdad es que aquí en Estocolmo también hace un frío que pela.
—Cuéntame.
—Hemos perdido dos tercios de nuestros anunciantes. Nadie quiere decirlo claramente, pero...
—Ya lo sé. Haz una lista de los que abandonan. Algún día hablaremos de ellos en el reportaje que se merecen.
—Micke..., he hecho mis cálculos y si no tenemos nuevos anunciantes para este otoño, nos hundimos. Así de claro.
—Las cosas cambiarán.
Erika se rio sin ganas al otro lado del teléfono.
—Mira, no puedes decir eso y quedarte tan ancho ahí arriba escondido entre los malditos lapones.
—Oye, hay por lo menos cincuenta kilómetros hasta el pueblo sami más cercano.
Erika se calló.
—Erika: yo...
—Ya lo sé. A man's gotta do what a man's gotta do and all that crap. No hace falta que digas nada. Perdóname por haber sido tan cabrona y no haber contestado a tus llamadas. ¿Podemos volver a empezar? ¿Quieres que suba a verte?
—Cuando quieras.
—¿Tengo que llevar escopeta para defenderme de los lobos?
—No te preocupes. Contrataremos a unos lapones con trineos y perros. ¿Cuándo vienes?
—El viernes por la noche, ¿de acuerdo?
De repente, la vida le pareció infinitamente más llena de color.


A excepción del estrecho sendero que conducía hasta la puerta, el jardín de Mikael tenía casi un metro de nieve. Durante un largo minuto, Mikael miró con pereza la pala, luego cruzó el camino hasta la casa de Gunnar Nilsson y preguntó si Erika podía dejar allí su BMW cuando viniera. No había problema. Les sobraba sitio en el doble garaje y además podían ofrecerle un calentador de motores.
Erika subió en coche y llegó sobre las seis de la tarde. Durante unos segundos se observaron el uno al otro, en actitud expectante, y luego se fundieron en un abrazo considerablemente más largo.
Aparte de la iglesia iluminada no había mucho que ver en la oscuridad de la noche; tanto Konsum como el Café de Susanne estaban a punto de cerrar. Así que se fueron apresuradamente. Mikael preparó la cena mientras Erika dio una vuelta inspeccionando la casa, hizo comentarios sobre los Rekordmagasinet conservados desde los años cincuenta y fisgoneó en las carpetas del estudio. Cenaron chuletas de cordero y patatas con una consistente salsa de nata —demasiadas calorías—, todo regado con vino tinto. Mikael intentó sacar el tema, pero Erika no estaba de humor para hablar de Millennium. Así que conversaron durante dos horas sobre lo que hacía Mikael allí arriba y sobre cómo estaban. Luego se fueron a comprobar si la cama era lo suficientemente ancha para los dos.


El tercer encuentro con el abogado Nils Bjurman se había cancelado y convocado de nuevo para finalmente ser fijado a las cinco de la tarde del mismo viernes. En anteriores reuniones, Lisbeth Salander había sido recibida por la secretaria del despacho, una mujer de unos cincuenta y cinco años que desprendía un aroma a almizcle. Esta vez la secretaria se había ido ya y el abogado Bjurman olía ligeramente a alcohol. Le hizo señas a Salander para que se sentara y, distraído, siguió hojeando unos papeles hasta que de repente pareció ser consciente de la presencia de la joven.
La reunión se convirtió en otro interrogatorio. Esta vez la interrogó sobre su vida sexual, un tema que, definitivamente, ella consideraba parte de su vida privada y que no tenía intención de tratar con nadie.
Después del encuentro Lisbeth se dio cuenta de que no había sabido manejar la situación. Al principio permaneció callada, evitando contestar a sus preguntas, pero Bjurman lo interpretó como timidez, retraso mental o como que tenía algo que ocultar, y se puso a presionarla para que contestara. Salander comprendió que él no iba a rendirse y empezó a darle respuestas parcas e inofensivas que suponía que encajaban bien con su perfil psicológico. Mencionó a Magnus, que, según su descripción, era un informático de su misma edad, algo retraído, que se portaba como un caballero con ella, la llevaba al cine y, de vez en cuando, se metía en su cama. Magnus era pura ficción que iba tomando forma al tiempo que ella hablaba, pero Bjurman aprovechó la información para dedicar la hora siguiente a analizar detenidamente su vida sexual. «¿Con qué frecuencia mantienes relaciones sexuales?» «De vez en cuando.» «¿Quién toma la iniciativa: tú o él?» «Yo.» «¿Usáis condón?» «Por supuesto: sabía lo que era el VIH.» «¿Cuál es tu postura favorita?» «Pues, normalmente boca arriba.» «¿Te gusta el sexo oral?» «Oye, para el carro...» «¿Alguna vez has practicado el sexo anal?» «No, no me hace mucha gracia que me la metan por el culo, pero ¿a ti qué coño te importa?»
Fue la única vez que perdió la calma ante Bjurman. Consciente de cómo podría interpretarse su modo de mirar, bajó los ojos para que no revelaran sus verdaderos sentimientos. Cuando sus miradas volvieron a encontrarse, el abogado mostraba una sonrisa burlona. En ese momento, Lisbeth Salander supo que su vida iba a tomar un nuevo y dramático rumbo. Dejó el despacho de Bjurman con una sensación de asco. La había cogido desprevenida. A Palmgren jamás se le había ocurrido hacer preguntas así; en cambio, siempre estaba disponible cuando Lisbeth quería hablar de cualquier tema, algo que ella raramente había aprovechado.
Bjurman era un serious pain in the ass y estaba a punto de subir a la categoría de major problem.

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