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Millennium 1: Capitulo 11


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Sábado, 1 de febrero - Martes, 18 de febrero
El sábado, aprovechando las pocas horas de luz, Mikael y Erika dieron un paseo con dirección a Östergården pasando por el puerto deportivo. A pesar de que Mikael llevaba un mes en la isla de Hedeby, nunca había visitado su interior; el frío y las tormentas de nieve le habían disuadido, con gran eficacia, de semejantes aventuras. Pero ese sábado el tiempo era soleado y agradable, como si Erika hubiese traído consigo la esperanza de una tímida primavera. Estaban a 5 grados bajo cero. El camino estaba flanqueado por los montones de nieve, de un metro de alto, que había formado la máquina quitanieves. En cuanto abandonaron los alrededores del puerto se adentraron en un denso bosque de abetos, y Mikael se sorprendió al ver que Söderberget era considerablemente más alta y más inaccesible de lo que parecía desde el pueblo. Durante una fracción de segundo pensó en las veces que Harriet Vanger habría jugado de niña en esa montaña, pero luego apartó esa imagen de sus pensamientos. Al cabo de unos cuantos kilómetros el bosque terminaba abruptamente junto a un cercado en el que empezaba la granja de Östergården. Pudieron ver un edificio blanco de madera y un gran establo rojo. Renunciaron a subir hasta la casa y regresaron por el mismo camino.
Cuando pasaron por delante de la Casa Vanger, Henrik Vanger dio unos sonoros golpes en la ventana de la planta superior y les hizo señas con la mano para que subieran. Mikael y Erika se miraron.
—¿Quieres conocer a toda una leyenda industrial?
—¿Muerde?
—Los sábados no.
Henrik Vanger los recibió en la puerta de su despacho y les estrechó la mano.
—La reconozco. Usted debe de ser la señorita Berger —saludó—. Mikael no me había dicho que pensara visitar Hedeby.


Uno de los rasgos más destacados de Erika era su capacidad para entablar amistad de inmediato con todo tipo de individuos. Mikael había visto a Erika desplegar todos sus encantos con niños de cinco años, los cuales, en apenas diez minutos, estaban completamente dispuestos a abandonar a sus madres. Los viejos de más de ochenta no parecían constituir una excepción. Los hoyuelos que se le formaban al reírse eran tan sólo un aperitivo. Al cabo de dos minutos, Erika y Henrik Vanger ignoraron por completo a Mikael, charlando como si se conocieran desde pequeños; bueno, teniendo en cuenta la diferencia de edad, por lo menos desde que Erika era una niña.
Erika empezó a reprocharle cariñosamente a Henrik Vanger que se hubiera llevado a su editor jefe a ese perdido rincón del mundo. El viejo se defendió diciendo que, según tenía entendido por los numerosos comunicados de prensa, ella ya le había despedido, y que si no lo había hecho todavía, tal vez fuera un buen momento para soltar lastre. Erika, haciendo una pausa retórica, sopesó la idea contemplando a Mikael con una mirada crítica. En cualquier caso, constató Henrik Vanger, llevar una vida rústica durante un tiempo sin duda le vendría bien al señorito Blomkvist. Erika estaba de acuerdo.
Durante cinco minutos le tomaron el pelo hablando de sus defectos. Mikael se hundió en el sillón fingiendo estar ofendido, pero frunció el ceño cuando Erika hizo unos ambiguos comentarios que bien podrían referirse tanto a sus carencias periodísticas, como a su falta de habilidad sexual. Henrik Vanger echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas.
Mikael estaba perplejo; los comentarios eran sólo una broma, pero nunca había visto a Henrik Vanger tan distendido y relajado. De repente, se imaginó a un Henrik Vanger cincuenta años más joven —bueno, treinta años más joven—; debió de haber sido un atractivo y encantador donjuán. No se había vuelto a casar. Seguramente se habrían cruzado en su camino muchas mujeres, pero durante casi medio siglo permaneció soltero.
Mikael le dio un sorbo al café y volvió a aguzar el oído al advertir que la conversación se había vuelto seria de pronto y versaba sobre Millennium.
—Tengo entendido que hay problemas con la revista.
Erika miró de reojo a Mikael.
—No, Mikael no me ha hablado de los asuntos internos de la redacción, pero uno tendría que ser ciego y sordo para no darse cuenta de que la revista, igual que las empresas Vanger, está en declive.
—Ya nos las arreglaremos —contestó Erika con cierta prudencia.
—Lo dudo —replicó Henrik Vanger.
—¿Por qué?
—A ver, ¿cuántos empleados tenéis? ¿Seis? Una tirada de veintiún mil ejemplares que sale una vez al mes, impresión y distribución, locales... Necesitáis facturar, digamos, unos diez millones. Alrededor de la mitad de esa suma tiene que provenir de los anunciantes.
—¿Y?
—Hans-Erik Wennerström es un rencoroso y mezquino cabrón que no se va a olvidar de vosotros durante mucho tiempo. ¿Cuántos anunciantes habéis perdido durante los últimos meses?
Erika permanecía expectante observando a Henrik Vanger. Mikael se sorprendió a sí mismo conteniendo la respiración. Las ocasiones en las que el viejo y él habían tocado el tema de Millennium, o bien Henrik le pinchaba, o bien optaba por relacionar la situación de la revista con la capacidad de Mikael para llevar a cabo su trabajo en Hedestad. Mikael y Erika eran socios y cofundadores de la revista, pero ahora resultaba evidente que Henrik Vanger sólo se dirigía a Erika, como un jefe a otro. Se enviaban señales entre ellos que Mikael no podía entender ni sabía interpretar, algo que posiblemente tenía que ver con el hecho de que él, en el fondo, era un chico pobre de la clase obrera de Norrland y ella una niña bien con un árbol genealógico tan internacional como de rancio abolengo.
—¿Me podrías poner un poco más de café? —preguntó Erika.
Henrik Vanger se lo sirvió inmediatamente.
—Vale, controlas el tema. Nos han hecho daño ¿Y qué?
—¿De cuánto tiempo disponemos?
—Tenemos medio año para darle la vuelta a todo esto. Ocho o nueve meses como mucho. Pero, sencillamente, no contamos con suficiente capital para sobrevivir más tiempo.
El viejo, con un rostro impenetrable, miró por la ventana con gesto absorto. La iglesia seguía allí
—¿Sabíais que una vez estuve metido en el negocio periodístico?
Mikael y Erika negaron con la cabeza De repente, Henrik Vanger se rio.
—Durante los años cincuenta y sesenta tuvimos seis periódicos en Norrland. Fue idea de mi padre; pensaba que podría ser políticamente provechoso tener a los medios de comunicación apoyándonos. De hecho, la familia sigue siendo uno de los propietarios del Hedestads-Kuriren; Birger Vanger es presidente de la junta directiva del grupo de propietarios. Es el hijo de Harald —añadió, dirigiéndose a Mikael.
—Y además, consejero municipal —apuntó Mikael.
—Martin también está en la junta. Mantiene a raya a Birger.
—¿Por qué dejasteis los periódicos? —preguntó Mikael.
—La reestructuración de los años sesenta. La actividad periodística era, en cierto sentido, más un hobby que, otra cosa. En los setenta, cuando tuvimos que ajustar el presupuesto, unos de los primeros bienes que vendimos fueron los periódicos. Pero sé lo que significa llevar un periódico... ¿Puedo hacerte una pregunta personal?
Iba dirigida a Erika, que arqueó una ceja y le hizo un gesto a Vanger para que continuara.
—Que conste que no le he preguntado nada a Mikael, y si no queréis contestar, no hace falta que lo hagáis, pero me gustaría saber por qué os metisteis en este lío. ¿Teníais realmente una historia?
Mikael y Erika intercambiaron miradas. Ahora le tocaba a Mikael mostrar un rostro impenetrable. Erika dudó un instante antes de hablar.
—La había. Pero en realidad nos salió otra.
Henrik Vanger asintió con la cabeza, como si hubiera entendido exactamente lo que quería decir Erika. Mikael, por su parte, no entendió nada.
—No quiero hablar de eso —dijo Mikael, cortándola—. Hice mis investigaciones y redacté el texto. Tenía todas las fuentes que me hacían falta. Luego se fue todo a la mierda. Y punto.
—Pero ¿tenías fuentes de todo lo que escribiste?
Mikael asintió. De repente, el tono de voz de Henrik Vanger se hizo más duro.
—No voy a fingir que comprendo cómo diablos habéis podido caer en semejante trampa. No recuerdo ninguna otra historia parecida, a excepción, tal vez, del caso Lundahl en Expressen en los años sesenta; no sé si os sonará, sois jóvenes. Por cierto, ¿vuestra fuente también era un mitómano? —Henrik movió la cabeza incrédulo y se dirigió a Erika en voz más baja—: He sido editor antes y puedo volver a serlo. ¿Qué os parecería tener otro socio?
La pregunta surgió como un relámpago en medio de un cielo claro, pero Erika no pareció en absoluto sorprenderse.
—¿Qué? ¿Lo dices en serio?
Henrik Vanger evitó la pregunta formulando otra:
—¿Hasta cuándo te quedas en Hedestad?
—Me voy mañana.
—¿Podrías considerar, bueno, tú y Mikael, por supuesto, contentar a un pobre viejo cenando esta noche en mi casa? ¿A las siete?
—Estupendo. Con mucho gusto. Pero estás esquivando mi pregunta. ¿Por qué querrías tú ser socio de Millennium?
—No la estoy esquivando. Más bien tenía en mente que lo podríamos hablar acompañados de un poco de comida. Necesito hablar con mi abogado, Dirch Frode, antes de poder ofreceros algo más concreto. Pero, modestamente, digamos que tengo algún dinero disponible. Si la revista sobrevive y vuelve a ser rentable, habré hecho un buen negocio. Si no...; bueno, he sufrido peores pérdidas en mi vida.
Mikael estaba a punto de abrir la boca justo cuando Erika le puso la mano en una rodilla.
—Mikael y yo hemos luchado muy duramente para ser totalmente independientes.
—Tonterías. Nadie es completamente independiente. Pero yo no tengo intención de hacerme con el control de la revista y me importa un pepino el contenido. Ese cabrón de Stenbeck se apuntó un tanto publicando Moderna Tider; así que yo puedo apoyar a Millennium, ¿no? Además, es una buena revista.
—¿Esto tiene algo que ver con Wennerström? —preguntó Mikael.
Henrik Vanger sonrió.
—Mikael, tengo más de ochenta años. Me arrepiento de no haber hecho algunas cosas, y de no haberme metido más con ciertas personas. Pero, ya que lo preguntas —se volvió a dirigir a Erika—, una inversión así conlleva, como poco, una condición.
—A ver —dijo Erika Berger.
—Mikael Blomkvist debe recuperar el cargo de editor jefe.
—No —dijo Mikael enseguida.
—Sí —replicó Henrik Vanger igual de tajante—. A Wennerström le va a dar algo si emitimos un comunicado de prensa declarando que las empresas Vanger apoyan a Millennium y que, al mismo tiempo, tú recuperas tu puesto de editor jefe. Es la señal más absolutamente clara que le podemos mandar; todo el mundo entenderá que no se trata de hacerse con el poder y que la política de la redacción se mantendrá firme. Y eso, en sí mismo, les dará a los anunciantes que piensan retirarse una razón para reconsiderar su postura. Y Wennerström no es todopoderoso. También tiene enemigos, y habrá empresas dispuestas a anunciarse.


—¿Qué coño está pasando aquí? —exclamó Mikael en el mismo momento en que Erika cerró la puerta.
—Creo que se llama sondeo preliminar de cara a un acuerdo comercial —contestó—. ¡Qué cielo de persona es! ¡Y tú sin decirme nada!
Mikael se puso delante de ella.
—Ricky, sabías perfectamente lo que se iba a tratar en esta conversación.
—Oye, muñeco: son sólo las tres y quiero que me atiendas bien antes de la cena.
Mikael Blomkvist estaba furioso. Pero nunca había conseguido estar enfadado mucho tiempo con Erika.


Erika llevaba un vestido negro, una chaqueta que le llegaba a la cintura y unos zapatos de tacón alto que, por casualidad, había metido en su pequeña maleta. Insistió en que Mikael llevara corbata y americana, así que se puso unos pantalones negros, una camisa gris, una corbata oscura y se enfundó en una americana gris. Cuando llamaron a la puerta de la casa de Henrik Vanger a las siete en punto se dieron cuenta de que Dirch Frode y Martin Vanger también habían sido invitados. Todos llevaban corbata y americana menos Henrik, que lucía pajarita y una chaqueta marrón de punto.
—La ventaja de tener más de ochenta años es que nadie te critica por cómo vas vestido —dijo.
Durante toda la cena Erika hizo gala de un espléndido humor.
Después se trasladaron a un salón con chimenea y se sirvieron unas copas de coñac; fue entonces cuando empezaron a tratar seriamente el asunto. Hablaron durante casi dos horas antes de tener el borrador de un acuerdo sobre la mesa.
Dirch Frode fundaría una empresa cuyo único propietario sería Henrik Vanger y cuya junta directiva estaría compuesta por él mismo, Frode y Martin Vanger. La empresa, durante un período de cuatro años, invertiría una suma de dinero que cubriría la diferencia existente entre los ingresos y los gastos de Millennium. El dinero provendría de la fortuna personal de Henrik Vanger. A cambio, éste ocuparía un destacado puesto en la junta directiva de la revista. El acuerdo tendría vigencia durante cuatro años, aunque podría rescindirse por parte de Millennium al cabo de dos. Pero una ruptura prematura saldría muy costosa, ya que la única manera de comprar la parte de Henrik sería retribuyéndole la totalidad del dinero invertido.
En el caso de que Henrik Vanger falleciera, Martin Vanger le sustituiría en la junta durante el período restante. En ese supuesto, la decisión de prolongar su compromiso con la revista sólo le correspondería a él. A Martin Vanger parecía divertirle la posibilidad de pagarle con la misma moneda a Hans-Erik Wennerström, mientras Mikael, por su parte, se preguntaba cuál sería la verdadera causa del conflicto existente entre ellos dos.
Tras terminar de redactar el borrador, Martin Vanger llenó las copas de coñac. Henrik Vanger aprovechó la ocasión, se inclinó hacia delante y le explicó a Mikael en voz baja que este acuerdo de ninguna manera afectaría al que ya había entre ellos.
También se decidió que esta reorganización, con el fin de conseguir la máxima difusión entre los medios de comunicación, sería presentada el mismo día en el que Mikael Blomkvist ingresara en prisión, a mediados de marzo. Hacer coincidir un acontecimiento tan negativo con una nueva organización resultaba tan descabellado desde el punto de vista del marketing que no podría más que desconcertar a los detractores de Mikael y darle la máxima difusión a la reincorporación de Mikael a la revista. Pero también tenía su lógica: era la señal de que la bandera de peste que ondeaba sobre la redacción de Millennium estaba a punto de arriarse, y de que la revista tenía protectores dispuestos a jugar duro. Puede que el Grupo Vanger se encontrara en crisis, pero seguía siendo un grupo industrial de mucho peso que era capaz, si hiciera falta, de practicar un juego ofensivo.
Toda la conversación no fue más que un intercambio de palabras entre Erika, por una parte, y Henrik y Martin por otra. A Mikael nadie le preguntó su opinión.
Ya por la noche, en casa, Mikael estaba acostado en la cama con la cabeza apoyada en el pecho de Erika y mirándola a los ojos.
—¿Cuánto tiempo lleváis hablando de este acuerdo Henrik Vanger y tú? —preguntó.
—Una semana, más o menos —contestó ella, sonriendo.
—¿Christer está de acuerdo?
—Por supuesto.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—¿Y por qué diablos iba a hablarlo contigo? Has dimitido del puesto de editor jefe, has abandonado tanto la redacción como la dirección y te has ido a vivir al quinto pino.
Mikael meditó la cuestión durante un rato.
—¿Quieres decir que merezco ser tratado como un idiota?
—Oh, sí; claro que sí —le espetó con gran énfasis.
—Has estado muy enfadada conmigo, ¿verdad?
—Mikael, jamás me he sentido tan cabreada, abandonada y traicionada como cuando te marchaste de la redacción. Nunca me había sentido tan furiosa contigo.
Lo cogió por el pelo y empujó su cabeza hacia abajo.


Cuando Erika se fue de Hedeby el domingo, Mikael estaba tan molesto con Henrik Vanger que no quería arriesgarse a toparse con él ni con ningún otro miembro del clan. Así que se fue a Hedestad y pasó la tarde paseando por la ciudad, visitando la biblioteca y tomando café en una pastelería. Por la noche fue al cine y vio El señor de los anillos, que todavía no había visto pese a haberse estrenado hacía ya un año. De repente, le pareció que los orcos, a diferencia de los humanos, eran seres sencillos y nada complicados.
Remató la noche en el McDonald's de Hedestad y volvió a Hedeby con el último autobús, alrededor de medianoche. Preparó café, se sentó a la mesa de la cocina y sacó una carpeta. Se quedó leyendo hasta las cuatro de la mañana.


Había una serie de interrogantes en la investigación sobre Harriet Vanger que le parecían cada vez más peculiares a medida que iba profundizando en la documentación. No se trataba de descubrimientos revolucionarios que sólo él hubiera hecho, sino de problemas que habían tenido ocupado al inspector Morell durante largos períodos, sobre todo en su tiempo libre.
Durante el último año de su vida, Harriet Vanger había cambiado. En cierta medida, el cambio podía explicarse con aquella metamorfosis por la que todos, los adolescentes pasan, de una u otra manera, a cierta edad. Harriet se estaba convirtiendo en adulta, pero, en su caso, tanto los compañeros de clase como sus profesores y varios miembros de la familia daban testimonio de que se había vuelto reservada e introvertida.
La chica que dos años antes era una alegre adolescente completamente normal se había distanciado de su entorno. Resultaba obvio; en el instituto seguía relacionándose con sus compañeros, pero ahora lo hacía de una forma que una de sus amigas describió como «impersonal». La palabra usada por la amiga fue lo suficientemente inusual para que Morell la apuntara y continuara indagando. La explicación que le dio la amiga era que Harriet había dejado de hablar de sí misma, de contar cotilleos o de hacer confidencias.
Durante su infancia, Harriet Vanger fue todo lo cristiana que una niña puede serlo a esa edad: iba a catequesis, rezaba sus oraciones por la noche e hizo la primera comunión. En el último año también parecía haberse vuelto muy devota. Leía la Biblia y acudía regularmente a misa. Sin embargo, no había confiado en el pastor de la isla de Hedeby, Otto Falk, amigo de la familia Vanger; en su lugar acudió, durante la primavera, a una congregación pentecostal en Hedestad. Su compromiso con la iglesia pentecostal, sin embargo, no duró mucho. Al cabo de tan sólo dos meses abandonó la congregación y, en su lugar, empezó a leer libros sobre la fe católica.
¿Exaltación religiosa propia de la adolescencia? Tal vez, pero nadie más en la familia Vanger había sido particularmente religioso y resultaba difícil saber qué impulsos gobernaron sus pensamientos. Naturalmente, una posible explicación de su interés por Dios podría haber sido el fallecimiento de su padre, que había muerto ahogado por accidente un año antes. Gustaf Morell llegó a la conclusión de que había ocurrido algo en la vida de Harriet que la preocupaba o la influyó, pero le resultó difícil determinar de qué se trataba. Morell, al igual que Henrik Vanger, había dedicado mucho tiempo a hablar con sus amigas para intentar encontrar a alguien en quien Harriet hubiera confiado.
Depositaron ciertas esperanzas en Anita Vanger, hija de Harald Vanger y dos años mayor que ella, que pasó el verano de 1966 en la isla de Hedeby y que era considerada íntima amiga de Harriet. Pero tampoco Anita Vanger pudo dar explicaciones. Aquel verano pasaron mucho tiempo juntas: se bañaban, paseaban, hablaban de cine, de los grupos de pop y de libros. A menudo, Harriet acompañaba a Anita a sus clases de conducir. En una ocasión se medio emborracharon tras beber una botella de vino que robaron de la cocina. Además, durante semanas vivieron completamente solas en la cabaña que Gottfried tenía al final de la punta de la isla: una pequeña casa rústica que el padre de Harriet construyó a principios de los años cincuenta.
La cuestión sobre los sentimientos y pensamientos íntimos de Harriet quedó sin responder. Sin embargo, Mikael advirtió una discrepancia en la descripción: los datos que hablaban de su carácter reservado venían en gran parte de los compañeros del instituto y, en cierta medida, de los miembros de la familia, mientras que Anita Vanger en absoluto la había percibido como reservada. Tomó nota de ello para comentarlo con Henrik Vanger cuando tuviera ocasión.


Un interrogante más concreto, en el que Morell había puesto bastante más interés, era una misteriosa página de la agenda de Harriet Vanger, un bonito cuaderno de tapas duras que le regalaron la Navidad anterior a su desaparición. La primera mitad contenía un dietario donde Harriet apuntaba reuniones, fechas de exámenes del instituto, deberes y otras cosas por el estilo. La agenda tenía mucho espacio para notas personales, pero Harriet llevaba un diario sólo esporádicamente. Lo empezó en enero, llena de ambición, escribiendo unos breves apuntes sobre las personas con las que estuvo durante las vacaciones de Navidad, y unos comentarios sobre películas que había visto. Después, no anotó nada personal hasta su último día de clase, cuando, posiblemente —dependiendo de cómo se interpretaran los apuntes—, se interesó, desde la distancia, por un chico cuyo nombre no figuraba en la agenda.
La segunda parte era una agenda telefónica. Pulcramente apuntados en orden alfabético, incluía a familiares, compañeros de clase, ciertos profesores, unos miembros de la congregación pentecostal y otras personas de su entorno fácilmente identificables. El verdadero misterio lo constituía, no obstante, una última página parcialmente en blanco y ya fuera de la lista alfabética. Contenía cinco nombres y cinco números de teléfono: tres nombres femeninos y dos iniciales.
Magda — 32016
Sara — 32109
RJ — 30112
RL — 32027
Mari — 32018
Los números de cinco dígitos que empezaban por 32 eran números de Hedestad de los años sesenta. El número divergente correspondía a Norrbyn, cerca de Hedestad. El único problema, una vez que el inspector Morell hubo contactado sistemáticamente con todo el círculo de conocidos de Harriet, fue que nadie tenía ni idea de a quién pertenecían aquellos números de teléfono.
El primer número, el de Magda, parecía prometedor. Correspondía a una mercería ubicada en el número 12 de Parkgatan. El teléfono estaba a nombre de una tal Margot Lundmark, cuya madre, efectivamente, se llamaba Magda y solía trabajar ocasionalmente en la tienda. Sin embargo, Magda tenía sesenta y nueve años e ignoraba quién era Harriet Vanger. Tampoco se podía demostrar que Harriet hubiera visitado la tienda ni que hubiera hecho alguna compra allí. La costura no formaba parte de sus aficiones.
El segundo número, el de Sara, le condujo a una familia con niños pequeños, llamada Toresson, que vivía en Vaststan, al otro lado de la vía del tren. La familia estaba compuesta por Anders y Monica, así como por los niños Jonas y Peter, que en aquella época se encontraban en edad preescolar. No existía ninguna Sara en la casa ni tampoco conocían a Harriet Vanger, aparte de lo que habían leído en los periódicos sobre su desaparición. El único vínculo, aunque débil, entre Harriet y la familia Toresson era que Anders, de profesión techador, estuvo trabajando un año antes, durante algunas semanas, cambiando el tejado del colegio donde Harriet cursaba su noveno curso. En teoría existía, por lo tanto, una posibilidad de que se hubieran conocido, aunque debía considerarse como altamente improbable.
Los tres números restantes llevaban a otros callejones sin salida parecidos. En el domicilio de RL, el del número 32027, efectivamente, vivió una tal Rosmarie Larsson. Por desgracia, había fallecido hacía ya varios años.
El inspector Morell centró gran parte de su investigación, durante el invierno de 1966 a 1967, en intentar explicar por qué Harriet había apuntado aquellos nombres y números.
Una primera suposición, como cabía esperar, consistía en la idea de que los números de teléfono constituyeran una especie de código personal; por eso Morell hizo un intento de imaginarse cómo podría haber razonado una chica adolescente. Ya que la serie 32 evidentemente se refería a Hedestad, probó con cambiar el orden de los restantes tres números. Ni el 32601 ni el 32160 conducían a nadie llamado Magda. A medida que Morell continuaba con sus cábalas numéricas descubrió, claro está, que si cambiaba suficientes números de sitio, tarde o temprano encontraría algún vínculo con Harriet. Si, por ejemplo, le sumaba 1 a cada una de las tres últimas cifras del 32016, obtenía como resultado el número 32127, que era el número del despacho del abogado Dirch Frode en Hedestad. Pero ese vínculo no significaba absolutamente nada. Además, nunca halló un código común para los cinco números.
Morell amplió su razonamiento. ¿Podrían significar otra cosa? Las matrículas de los coches de los años sesenta contenían una letra para la provincia y cinco cifras; otro callejón sin salida.
Luego, el inspector dejó de lado los números y se concentró en los nombres. Llegó a tal extremo que se hizo con una lista de todas las personas de Hedestad llamadas Mari, Magda y Sara, o que tuvieran las iniciales RL y RJ. De ese modo obtuvo una lista de trescientas siete personas en total. Entre ellas había, efectivamente, no menos de veintinueve personas vinculadas de algún modo con Harriet; por ejemplo, un compañero del colegio de noveno curso que se llamaba Roland Jacobsson, RJ. Pero apenas se conocían y no habían estado en contacto desde que Harriet empezó el instituto. Además, no existía ninguna relación con el número de teléfono.
El misterio de los números de teléfono de la agenda permaneció sin resolver.


El cuarto encuentro con el abogado Bjurman no fue una reunión fijada de antemano. Fue ella quien se vio obligada a ponerse en contacto con él.
La segunda semana de febrero, el ordenador portátil de Lisbeth Salander pasó a mejor vida en un accidente tan tonto que le entraron ganas de matar a alguien. Sucedió un día en el que acudió a una reunión de Milton Security en bicicleta, y la dejó apoyada en una columna del garaje. Cuando depositó la mochila en el suelo para cerrar el candado, un Saab rojo oscuro salió dando marcha atrás. Ella estaba de espaldas y oyó el crujido de la mochila. El conductor no advirtió nada y desapareció despreocupadamente hacia la salida del garaje.
La mochila contenía su Apple iBook 600 blanco, con 25 Gb de disco duro y 420 Mb RAM, fabricado en enero de 2002 y provisto de una pantalla de 14 pulgadas. En el momento de la compra constituía el state of the art de Apple. Las prestaciones de los ordenadores de Lisbeth Salander estaban puestas al día con las últimas y más caras configuraciones: el equipamiento informático era, con pocas excepciones, el único gasto extravagante de su cuenta corriente.
Tras abrir la mochila pudo constatar que la tapa del portátil estaba rota Enchufó el cable en la red e intentó iniciar el ordenador, pero ni siquiera emitió un último estertor de agonía. Llevó los restos a Macjesus Shop de Timmy en Brannkyrkagatan, con la esperanza de que se pudiera salvar al menos algo del disco duro. Tras un breve momento hurgando en el interior del aparato, Timmy negó con la cabeza.
Sorry. No hay esperanza —dijo—. Tendrás que organizar un bonito entierro.
La pérdida del ordenador no suponía ninguna catástrofe, pero le resultó deprimente. Durante los años que estuvo en su posesión, Lisbeth Salander se había llevado estupendamente con él. Poseía copias de seguridad de todos los documentos y tenía un viejo Mac G3 de sobremesa en casa, así como un portátil Toshiba PC de cinco años que podría utilizar. Pero —maldita sea— necesitaba un aparato rápido y moderno.
Como era de esperar, se fijó en la mejor opción imaginable: el recién lanzado Apple PowerBook G4/1.0 GHz, CPU de aluminio, provisto de un procesador PowerPC 7451 con AltiVec Velocity Engine, 960 Mb RAM y un disco duro de 60 Gb. Disponía de BlueTooth y de un grabador de cedes y deuvedés incorporado.
Lo mejor de todo era que tenía la primera pantalla de 17 pulgadas del mundo de los portátiles, además de una tarjeta gráfica NVIDIA y una resolución de 1440 x 900 píxeles que dejaba atónitos a los defensores de los PC, y que desbancaba a todo lo existente en el mercado hasta ese momento.
Por lo que respectaba al hardware se trataba del Rolls Royce de los portátiles; pero lo que realmente provocó su deseo de hacerse con él fue un exquisito detalle: el teclado estaba provisto de iluminación de fondo, de manera que las letras se podían ver aunque se hallara en la más absoluta oscuridad. ¡Un detalle de lo más simple! ¿Por qué nadie había pensado antes en eso?
Fue un amor a primera vista.
Costaba treinta y ocho mil coronas más IVA.
Lo cual suponía un problema.
De todos modos, realizó un pedido en MacJesus, donde solía comprar todas sus cosas de informática, y donde le aplicaban un razonable descuento. Unos días después, Lisbeth Salander hizo cuentas. El seguro de su siniestrado ordenador cubriría una buena parte de la compra, pero teniendo en cuenta la franquicia y el elevado precio de la nueva adquisición, le faltaban aún dieciocho mil coronas. En un bote de café de casa guardaba diez mil coronas con el objetivo de tener siempre disponible un poco de dinero en efectivo, pero eso no cubría la totalidad del importe. Por muy mal que le cayera el abogado Bjurman, se vio obligada a tragarse su orgullo. Así que llamó a su administrador y le explicó que necesitaba dinero para un gasto imprevisto. Bjurman contestó que no tenía tiempo para recibirla ese día. Salander replicó que le llevaría veinte segundos firmar un cheque, de diez mil coronas. Dijo que no podía concederle dinero tan a la ligera, pero luego accedió y, tras meditarlo un momento, la citó para una reunión después del trabajo, a las siete y media de la tarde.


Mikael admitió que carecía de la competencia necesaria para juzgar la investigación de un crimen, pero aun así sacó la conclusión de que el inspector Morell había sido excepcionalmente meticuloso y de que, en sus pesquisas, había ido mucho más allá de lo exigido por su trabajo. Cuando Mikael dejó de leer la investigación policial formal, Morell siguió apareciendo en los apuntes de Henrik Vanger; se había creado entre ellos un lazo de amistad. Mikael se preguntaba si Morell no se habría obsesionado con el caso tanto como el industrial. Sin embargo, concluyó que era difícil que algo se le hubiera pasado por alto a Morell. La respuesta al misterio de Harriet Vanger no se hallaría en una investigación policial prácticamente perfecta. Ya se habían hecho todas las preguntas imaginables y se habían seguido todas las pistas, incluso las más absurdas.
Aún no había leído toda la investigación, pero a medida que avanzaba en su lectura percibió que los indicios y las pistas que Morell había investigado cada vez se volvían más oscuros. No esperaba encontrar nada que se le hubiera escapado a su predecesor y no sabía cómo iba a abordar el tema. Al final, una convicción fue madurando en su interior: la única vía razonable pasaba por intentar averiguar los motivos psicológicos de las personas implicadas.
El interrogante más obvio afectaba a la propia Harriet. ¿Quién era realmente?
Desde la ventana de su casa Mikael vio que la luz de la planta superior de la casa de Cecilia Vanger se encendió sobre las cinco de la tarde. Llamó a su puerta a las siete y media, justo cuando empezaba el telediario. Ella abrió enfundada en un albornoz y con el pelo mojado bajo una toalla amarilla. Mikael enseguida le pidió disculpas por haberla molestado, ya se disponía a dar la vuelta cuando ella le hizo una seña para que entrara en el salón. Encendió la cafetera eléctrica y desapareció por la escalera. Cuando volvió a bajar, unos minutos más tarde, llevaba vaqueros y una camisa de franela a cuadros.
—Empezaba a creer que no te atreverías a hacerme una visita.
—Debería haberte llamado primero, pero he visto que tenías la luz encendida y se me ocurrió de repente.
—Y yo he visto que en tu casa la luz está encendida toda la noche. Y que a menudo sales a pasear después de medianoche. ¿Ave nocturna?
Mikael se encogió de hombros.
—Me ha dado por eso.
Miró unos libros de texto apilados en la mesa de la cocina.
—¿Sigues dando clase, directora?
—No, al ser directora no tengo tiempo. Pero he sido profesora de historia, religión y sociales. Y me quedan unos años todavía.
—¿Te quedan?
Ella sonrió.
—Tengo cincuenta y seis años. Pronto me jubilaré.
—No los aparentas, yo te echaba unos cuarenta y algo.
—Me halagas. ¿Tú cuántos tienes?
—Cuarenta y pico —sonrió Mikael.
—Y hace poco tenías veinte. Qué rápido pasa el tiempo. Bueno... y la vida.
Cecilia Vanger sirvió café y le preguntó a Mikael si tenía hambre. Él dijo que ya había cenado, lo cual era una verdad relativa. Descuidaba la comida y se alimentaba de sándwiches. Pero no tenía hambre.
—Bueno, entonces ¿a qué has venido? ¿Ha llegado la hora de hacerme todas esas preguntas?
—Sinceramente... no he venido para preguntarte nada. Creo que simplemente quería hacerte una visita.
Cecilia Vanger sonrió.
—Te condenan a prisión, te trasladas a Hedeby, te tragas todo el material del hobby de Henrik, no duermes por la noche, das largos paseos nocturnos cuando hace un frío que pela... ¿Se me ha olvidado algo?
—Mi vida está a punto de irse a la mierda.
Mikael le devolvió la sonrisa.
—¿Quién era la mujer que te visitó el fin de semana?
—Erika... es redactora jefe de Millennium.
—¿Tu novia?
—No exactamente. Está casada. Soy más bien un amigo y un occasional lover.
Cecilia Vanger se rio a carcajadas.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
—La manera en que lo has dicho. Occasional lover: me gusta la expresión.
Mikael se rio. Cecilia Vanger le cayó bien.
—A mí también me vendría bien un occasional lover —dijo.
Ella se quitó las zapatillas y le puso un pie en la rodilla. Automáticamente, Mikael puso su mano sobre el pie, acariciando su piel. Dudó un instante; tenía la sensación de estar navegando en aguas completamente inesperadas y desconocidas. Pero le empezó a masajear cuidadosamente la planta del pie con el dedo pulgar.
—Yo también estoy casada —dijo Cecilia Vanger.
—Ya lo sé. Los miembros del clan Vanger no se divorcian.
—Llevo casi veinte años sin ver a mi marido.
—¿Qué pasó?
—Eso no es asunto tuyo. No he mantenido relaciones sexuales en... humm, ya hará unos tres años.
—Me sorprende.
—¿Por qué? Es una cuestión de oferta y demanda. No quiero en absoluto ni un novio, ni un marido, ni una pareja estable. Estoy bastante a gusto conmigo misma. ¿Con quién haría yo el amor? ¿Con algún profesor del instituto? No creo ¿Con alguno de los alumnos? ¡Menudo bocado más jugoso para las cotillas! Controlan bastante bien a los que se apellidan Vanger. Y aquí en la isla de Hedeby sólo viven mis familiares y gente ya casada.
Ella se inclinó hacia delante y le besó el cuello.
—¿Te escandalizo?
—No. Pero no sé si esto es una buena idea. Trabajo para tu tío.
—Y yo seré, sin duda, la última en chivarme. Pero, sinceramente, no creo que a Henrik le importe.
Se sentó a horcajadas sobre el y lo besó en la boca. Su pelo seguía mojado y olía a champú. Mikael se lio torpemente con los botones de su camisa y la deslizó por sus hombros. Ella no se había molestado en ponerse un sujetador. Se apretó contra él cuando le besó los pechos.


El abogado Bjurman bordeó la mesa de trabajo y le mostró el estado de su cuenta, de la que Lisbeth ya conocía hasta el último céntimo, aunque ya no podía disponer de ella libremente. Estaba detrás de ella. De repente le masajeó el cuello y le deslizó una mano sobre el hombro izquierdo para, acto seguido, alcanzar los senos. Le puso la mano sobre el pecho derecho y la mantuvo allí. Como ella no parecía protestar le apretó el pecho. Lisbeth Salander permaneció completamente inmóvil. Sentía su aliento en el cuello mientras contemplaba el abrecartas situado sobre la mesa; lo podría alcanzar fácilmente con la mano que tenía libre.
Pero no hizo nada. Si algo había aprendido de Holger Palmgren en el transcurso de los años era que las acciones impulsivas ocasionaban problemas, y que éstos podían acarrear desagradables consecuencias. Nunca hacía nada sin sopesarlas previamente.
El abuso sexual inicial —que, en términos jurídicos, se definía como agresión sexual y aprovechamiento de una persona en situación de dependencia, y que, teóricamente, podría costarle a Bjurman dos años de cárcel— sólo duró unos breves segundos. Pero fue suficiente para que se sobrepasara irremediablemente un límite. Lisbeth Salander lo consideraba una demostración de fuerza militar por parte de una tropa enemiga, una manera de manifestar que más allá de su relación jurídica, meticulosamente definida, ella se encontraba expuesta a su arbitraria voluntad y sin armas. Al cruzarse sus miradas unos instantes después, Bjurman tenía la boca semiabierta y Lisbeth pudo leer el deseo en su cara. El rostro de Salander no reflejaba sentimiento alguno. Bjurman volvió al otro lado de la mesa y se sentó en su cómodo sillón de cuero.
—No puedo asignarte dinero así como así —dijo de repente—. ¿Por qué necesitas un ordenador tan caro? Hay aparatos considerablemente más baratos que puedes usar para tus juegos de ordenador.
—Quiero poder disponer de mi propio dinero como antes.
El abogado Bjurman la miró con lástima.
—Ya veremos. Primero debes aprender a ser sociable y a relacionarte con la gente.
Posiblemente la sonrisa del abogado Bjurman se habría esfumado si hubiera podido leer los pensamientos que Lisbeth Salander ocultaba tras sus inexpresivos ojos.
—Creo que tú y yo vamos a ser buenos amigos —dijo Bjurman—. Tenemos que confiar el uno en el otro.
Como ella no contestaba, puntualizó:
—Ya eres toda una mujer, Lisbeth.
Ella asintió con la cabeza.
—Ven aquí —dijo, tendiéndole la mano.
Durante unos segundos Lisbeth Salander fijó la mirada en el abrecartas antes de levantarse y acercarse a él. Consecuencias. Bjurman cogió su mano y la apretó contra su entrepierna. Ella pudo sentir su sexo a través de los oscuros pantalones de tergal.
—Si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo —dijo.
Lisbeth estaba tiesa como un palo cuando el abogado le puso la otra mano alrededor de la nuca y la forzó a arrodillarse con la cara delante de su entrepierna.
—No es la primera vez que haces esto, ¿a que no? —dijo al abrir la bragueta. Olía como si acabara de lavarse con agua y jabón.
Lisbeth Salander apartó su cara e intentó levantarse pero él la tenía bien agarrada. En cuestión de fuerza no tenía nada que hacer; pesaba poco más de cuarenta kilos, y él noventa y cinco. Bjurman le agarró la cabeza con las dos manos y le levantó la cara; sus miradas se cruzaron.
—Si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo —repitió—. Si te me pones brava, puedo meterte en un manicomio para el resto de tu vida ¿Te gustaría eso?
Ella no contestó,
—¿Te gustaría? —insistió.
Lisbeth negó con la cabeza.
Esperó hasta que ella bajó la mirada, cosa que interpretó como sumisión. Luego se aproximó más. Lisbeth Salander abrió los labios y se lo introdujo en la boca. Bjurman la mantuvo todo el tiempo cogida por la nuca apretándola violentamente contra él. Durante los diez minutos que estuvo moviéndose, entrando y saliendo, ella no paró de sufrir arcadas, cuando por fin se corrió, la tenía tan fuertemente agarrada que apenas podía respirar.
Le dejó usar un pequeño lavabo que tenía en su despacho. A Lisbeth Salander le temblaba todo el cuerpo mientras se lavaba la cara e intentaba quitarse la mancha del jersey. Tragó un poco de pasta de dientes para intentar eliminar el mal sabor. Cuando volvió a salir a su despacho, él estaba sentado impasible tras su mesa hojeando sus papeles.
—Siéntate, Lisbeth —le ordenó sin mirarla.
Ella se sentó. Finalmente Bjurman alzó la mirada y le sonrió.
—Ya eres adulta, Lisbeth, ¿verdad?
Ella asintió.
—Entonces, debes aprender los juegos de los adultos —dijo.
Empleó un tono de voz como si le estuviera hablando a un niño. Ella no contestó. Una pequeña arruga apareció en su frente.
—No creo que sea una buena idea que le cuentes nuestros juegos a nadie. Piensa ¿quién te creería? En tu informe se hace constar que no estás en pleno uso de tus facultades.
Al no contestar ella, prosiguió:
—Sería tu palabra contra la mía. ¿Cuál crees tú que tendría más valor?
Como ella seguía sin contestar, suspiró. De repente le irritó que no hiciera más que callar y contemplarle, pero se controló.
—Tú y yo vamos a ser buenos amigos —dijo—. Creo que has hecho bien en acudir hoy a mí. Puedes venir a verme siempre que quieras.
—Necesito diez mil coronas para mi ordenador —le soltó ella en voz baja, como si retomara la conversación que estaban manteniendo antes de la interrupción.
El abogado Bjurman arqueó las cejas. «Dura de pelar la tía. Joder, parece totalmente retrasada.» Le extendió el cheque que había firmado cuando ella estaba en el baño. «Es mejor que una puta; a ésta la pago con su propio dinero.» Una sonrisa de superioridad se dibujó en sus labios. Lisbeth Salander cogió el cheque y se marchó.
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