CAPÍTULO 12
Miércoles, 19 de febrero
Si
Lisbeth Salander hubiera sido una ciudadana normal, sin duda habría llamado a
la policía para denunciar la violación en el mismo momento en que abandonó el
despacho del abogado Bjurman. Los moratones en el cuello y la nuca, al igual
que la firma de ADN que acababa de dejar con las manchas de esperma sobre su
cuerpo y su ropa, habrían constituido una prueba de mucho peso. Incluso si
Bjurman hubiera intentado escurrir el bulto diciendo cosas como «ella estuvo de
acuerdo», «ella me sedujo» o «fue ella la que quiso chupármela» y otras
declaraciones por el estilo que los violadores suelen alegar sistemáticamente,
el abogado habría sido culpable de tantas infracciones a la ley de tutela de
menores que, inmediatamente, le habrían quitado la custodia administrativa que
tenía sobre ella. Bastaría una simple denuncia para que a Lisbeth Salander se
le asignara un abogado de verdad, con buenos conocimientos sobre las agresiones
contra las mujeres; esto, a su vez, llevaría tal vez a una discusión sobre la
verdadera naturaleza del problema, es decir, la declaración de incapacidad de
Lisbeth Salander.
Desde
1989 ya no existe el concepto de «incapacidad legal» para las personas adultas.
Hay
dos maneras de ejercer el tutelaje: con un tutor y con un administrador.
Un
tutor actúa de forma voluntaria prestando ayuda a personas que, por diferentes
motivos, tienen problemas para apañárselas en su vida diaria, pagar las facturas
o cuidar de su higiene personal. Por lo general, se designa como tutor a un
familiar o un conocido. Si tal persona no existiera, son las autoridades
sociales las encargadas de designarlo. El tutor ejerce una forma leve de
tutelaje en la cual el principal afectado —la persona declarada incapacitada—
sigue controlando sus bienes, y en la que las decisiones se toman de mutuo
acuerdo.
El
administrador ejerce una forma de control bastante más estricta, donde el
sujeto en cuestión es privado de su derecho a disponer de su dinero y a tomar
decisiones en diferentes asuntos. La formulación exacta significa que el
administrador asume todas las competencias jurídicas del interesado. En Suecia,
hay más de cuatro mil personas con administradores. Las razones más frecuentes
suelen ser una enfermedad psíquica manifiesta o una enfermedad psíquica
combinada con graves abusos de alcohol o narcóticos. Una pequeña parte está
configurada por individuos que padecen demencia senil. Un número
sorprendentemente alto de los que se encuentran bajo la custodia de
administradores está constituida por personas relativamente jóvenes: treinta y
cinco años o incluso menos. Una de ellas era Lisbeth Salander.
Privar
a una persona del control de su propia vida —de su cuenta corriente— es una de
las medidas más humillantes a las que puede recurrir una democracia, sobre todo
cuando se trata de jóvenes. Aunque el objetivo pueda considerarse bueno y
socialmente razonable, resulta ofensivo. Por eso, las cuestiones de tutela
administrativa son temas políticos potencialmente delicados, rodeados de una
rigurosa normativa y controlados por una comisión de tutelaje. Esta comisión
depende del gobierno civil y es controlada, a su vez, por el Defensor del
Pueblo.
En
general, la comisión de tutelaje lleva a cabo su actividad bajo condiciones muy
difíciles. Pero teniendo en cuenta las delicadas cuestiones que maneja esta
autoridad, el número de quejas o escándalos que han saltado a los medios de
comunicación resulta asombrosamente reducido.
En
muy contadas ocasiones han aparecido noticias acerca de cargos presentados
contra algún administrador o tutor dedicado a malversar fondos o a vender, sin
permiso, el piso de su cliente, para luego meterse el dinero en el bolsillo.
Pero son casos relativamente raros, lo cual, a su vez, puede deberse a uno de
los siguientes motivos: que la autoridad competente haya realizado su trabajo
de manera extraordinariamente satisfactoria, o que los afectados no hayan
tenido oportunidad de denunciar el hecho ni de expresar su opinión a
periodistas y autoridades de modo convincente.
La
comisión está conminada a comprobar anualmente si existen motivos para cancelar
un tutelaje. Ya que Lisbeth Salander insistía en su rígida negativa a someterse
a exámenes psiquiátricos —ni siquiera intercambiaba un educado «buenos días»
con sus médicos—, las autoridades nunca hallaron motivo alguno para modificar
la decisión. Por consiguiente, se adoptó una relación de statu
quo, de modo
que permaneció, año tras año, sometida al tutelaje administrativo.
No
obstante, la ley establece que la necesidad de tutelaje debe «adaptarse a cada
caso concreto». Holger Palmgren había interpretado eso como que Lisbeth
Salander podía hacerse responsable de su propio dinero y de su vida. Palmgren
cumplió a rajatabla con las exigencias de las autoridades: cada mes entregaba
un informe y anualmente revisaba las cuentas de Lisbeth, pero, por lo demás, la
trataba como a cualquier joven normal, y no se entrometía ni en su forma de
vida ni en sus relaciones personales. Decía que no era asunto suyo ni de la
sociedad decidir si la damisela quería un piercing en
la nariz o un tatuaje en el cuello. Esta actitud un tanto suya con respecto a
la decisión del juzgado era una de las razones por las que se habían llevado
tan bien.
Mientras
Holger Palmgren fue su administrador, Lisbeth Salander no reflexionó mucho
sobre su situación jurídica. Sin embargo, el abogado Nils Bjurman interpretaba
la ley del tutelaje de un modo bien distinto.
Al fin y
al cabo, Lisbeth Salander no era como las demás personas. Poseía unos
conocimientos bastante rudimentarios sobre derecho —un campo en el que nunca
había tenido ocasión de profundizar— y su confianza en las fuerzas del orden
era, en suma, inexistente. Para ella, la policía constituía una fuerza enemiga
vagamente definida, cuyas intervenciones concretas a lo largo de su vida habían
consistido en retenerla o humillarla. La última vez que tuvo algo que ver con
la policía fue una tarde del mes de mayo del año anterior, cuando pasaba por
Götgatan camino a Milton Security y, de buenas a primeras, se encontró de
frente con un policía de los antidisturbios provisto de casco con visera,
quien, sin la menor provocación por parte de Lisbeth, le propinó un porrazo en
el hombro. Su impulso espontáneo fue contraatacar violentamente con la botella
de Coca-Cola que, por casualidad, llevaba en la mano. Por suerte, el policía
dio media vuelta y se alejó corriendo antes de que a ella le diera tiempo de
actuar. Hasta algo después no se enteró de que el movimiento Reclaim
the Street había celebrado una manifestación en
esa misma calle, un poco más arriba.
La
idea de visitar el cuartel general de esos brutos enmascarados para denunciar a
Nils Bjurman por agresión sexual no se le pasó por la cabeza. Y aun así, ¿qué
iba a denunciar?, ¿que Bjurman le había tocado los pechos? Cualquier policía le
miraría los dos botoncitos que tenía por pechos y constataría que aquello era
inverosímil; y si eso hubiera ocurrido, más bien debería sentirse orgullosa de
que «alguien» se tomara esa molestia. Por otra parte, lo de la mamada era su
palabra contra la de él; y normalmente la palabra de otros solía tener más peso
que la suya propia. «La policía no es una alternativa.»
En
su lugar, tras abandonar el despacho de Bjurman volvió a casa, se duchó, se
comió dos sándwiches con queso y pepinillos en vinagre, y se sentó a
reflexionar en el raído y desgastado sofá del salón.
Una
persona normal habría considerado, tal vez, que su falta de reacción jugaría en
su contra: otra prueba más de que era tan rara que ni siquiera una violación
podía provocar una respuesta emocional satisfactoria.
Su
círculo de amistades, ciertamente, no era grande, y tampoco se componía de
representantes de una protegida clase media instalada en las urbanizaciones de
chalés de las afueras, pero a la edad de dieciocho años Lisbeth Salander no
había conocido a una sola chica que no se hubiera visto obligada a realizar
algún acto sexual en contra de su voluntad en, al menos, una ocasión. La
mayoría de tales agresiones involucraban a novios algo mayores de edad que, con
cierta dosis de fuerza, se habían salido con la suya. Por lo que Lisbeth
Salander sabía, ese tipo de incidentes ocasionaban lágrimas y ataques de rabia,
pero nunca una denuncia policial.
En
el mundo de Lisbeth Salander, éste era el estado natural de las cosas. Como
chica, constituía una presa legítima; sobre todo si vestía una chupa de cuero
negro desgastada y tenía piercings en
las cejas, tatuajes y un estatus social nulo.
Pero
echarse a llorar no servía de nada.
En
cambio, tenía muy claro que el abogado Bjurman no la iba a obligar a chupársela
para luego quedar impune. Lisbeth Salander jamás olvidaba un agravio y, por
naturaleza, estaba dispuesta a todo menos a perdonar.
Sin
embargo, su situación jurídica constituía un problema. Hasta donde era capaz de
recordar, siempre había sido considerada como conflictiva e injustificadamente
violenta. Los primeros datos de su historial provenían de la carpeta de la
enfermera del colegio de primaria. La mandaron a casa por golpear y empujar
contra un perchero a uno de sus compañeros de clase, con el consiguiente
derramamiento de sangre. Recordaba todavía a su víctima con irritación; un
chico obeso llamado David Gustavsson que solía meterse con ella y tirarle cosas
y que, con el tiempo, se convertiría en un verdadero acosador. En aquella época
ni siquiera sabía lo que significaba la palabra «acoso», pero cuando volvió al
colegio al día siguiente, David la amenazó y prometió vengarse. Ella lo tumbó
con un buen derechazo propinado con una pelota de golf en el interior del puño,
lo cual llevó a más derramamiento de sangre y a engrosar su historial de
agresiones.
Las
normas de convivencia escolar siempre la habían desconcertado. Ella iba a lo
suyo y no se metía en la vida de nadie. Aun así, siempre había alguien que no
la dejaba en paz.
En
segundo ciclo de primaria, fue enviada a casa en numerosas ocasiones por
haberse visto involucrada en violentas peleas con compañeros de curso. Algunos
chicos de su clase, considerablemente más fuertes, pronto aprendieron que
buscar bronca con aquella chica raquítica podría acarrear problemas: a
diferencia de otras, ella nunca se retiraba, y no dudaba ni un segundo en
recurrir a los puños o a otras armas que tuviera a mano para defenderse. Su
actitud dejaba bien claro que antes que aceptar cualquier mierda prefería que
la maltrataran hasta la muerte.
Además,
era de las que se vengaban.
Cuando
Lisbeth Salander estaba en sexto llegó a pelearse con un chico bastante más
grande y fuerte que ella. Físicamente hablando, ella no constituía ningún
problema para él. Empezó tumbándola a empujones un par de veces y luego la
abofeteó cuando ella contraatacó. Sin embargo, hiciera lo que hiciese, y por
muy superior que él fuese, la muy estúpida no paraba de atacarle y, algún
tiempo después, incluso los compañeros de clase pensaron que la situación
estaba yendo demasiado lejos. Ella se mostraba tan manifiestamente indefensa
que resultaba vergonzoso. Al final, el chico le propinó un buen puñetazo que le
rompió el labio y le hizo ver las estrellas. La abandonaron en el suelo, detrás
del gimnasio. Se quedó en casa dos días. Al tercer día, por la mañana, esperó a
su torturador con un bate de béisbol y le asestó un golpe en plena oreja. Este
acto le valió una visita al despacho del director, quien decidió denunciarla a
la policía, lo cual acabó en una investigación especial de los servicios
sociales.
Sus
compañeros de clase pensaban que era una chiflada y la trataban como tal.
Tampoco despertaba gran simpatía entre los profesores, que en ocasiones la
veían como un suplicio. Nunca había sido muy parlanchina, y se ganó la fama de
ser la típica alumna que nunca levantaba la mano y que, por lo general, no
contestaba a las preguntas del profesor. Sin embargo, nadie sabía si se debía a
que no sabía la respuesta o a alguna otra cosa, lo cual se reflejaba en sus
notas. Que tenía problemas resultaba evidente, pero de alguna extraña manera
nadie quería asumir realmente la responsabilidad sobre aquella chica
conflictiva, a pesar de ser motivo de numerosas reuniones por parte del
profesorado. Lisbeth se encontraba, por consiguiente, en una situación en la
que también los profesores pasaban de ella, de modo que la dejaron con su
malhumorado silencio.
En
una ocasión, un sustituto que no conocía su particular comportamiento la
presionó para que contestara a una pregunta de matemáticas; a ella le dio un
ataque de histeria y se lio a golpes y patadas con el profesor. Terminó el
segundo ciclo de primaria y se trasladó a otro centro sin tener ni un solo
compañero de quien despedirse. Una chica a la que nadie quería, con un
comportamiento extraño.
Luego,
justo cuando estaba en el umbral de la adolescencia, ocurrió Todo Lo Malo, en
lo que no quería ni pensar. Fue la última crisis que completó el cuadro y
provocó que se volviera a sacar su historial de primaria. A partir de entonces,
había sido considerada como... bueno, como una chalada desde la perspectiva
jurídica. Una freak. Lisbeth Salander nunca necesitó
papeles para saber que era diferente a los demás. Por otra parte, no era algo
que le preocupara mientras estuviera bajo la tutela de Holger Palmgren, una
persona a la que, si hiciera falta, podía manejar a su antojo.
Con
la llegada de Bjurman, la declaración de incapacidad amenazaba con convertirse
en una terrible carga en su vida. Se dirigiera a quien se dirigiese, se podía
meter en la boca del lobo. ¿Y qué ocurriría si perdía la batalla? ¿La
internarían en algún centro? ¿Encerrada en un manicomio? Tampoco era una
alternativa.
Más
tarde, esa misma noche, cuando Cecilia Vanger y Mikael Blomkvist estaban
tumbados tranquilamente con las piernas entrelazadas, el pecho de Cecilia
descansando en el costado de Mikael, ella alzó la vista y lo miró.
—Gracias.
Hacía mucho tiempo. No te defiendes nada mal en la cama.
Mikael
sonrió. Los halagos sexuales siempre le producían una satisfacción infantil.
—Me
lo he pasado bien —dijo Mikael—. Ha sido inesperado, pero divertido.
—No
me importaría repetir —contestó Cecilia Vanger—. Si te apetece...
Mikael
se la quedó mirando.
—¿Me
estás diciendo que quieres tener un amante?
—Un occasional
lover —replicó Cecilia Vanger—. Pero quiero
que te vayas a tu casa antes de que te quedes dormido. No quiero despertarme
mañana por la mañana y tenerte aquí antes de encajar todos mis huesos y ofrecer
una cara presentable. Y otra cosa: te agradecería mucho que no le contaras a
todo el pueblo que nos hemos liado.
—No
entraba dentro de mis planes —dijo Mikael.
—Sobre
todo no quiero que lo sepa Isabella. Es una bruja.
—Y
tu vecina más cercana... Ya la he conocido.
—Sí,
pero por suerte no puede ver mi puerta desde su casa. Mikael, sé discreto, por
favor.
—Seré
discreto.
—Gracias.
¿Bebes?
—En
contadas ocasiones.
—Me
apetece algo afrutado con ginebra. ¿Quieres?
—Con
mucho gusto.
Ella
se envolvió en una sábana y fue a la planta baja. Mikael aprovechó el momento
para ir al baño y echarse agua en la cara. Cuando Cecilia volvió, con una jarra
de agua con hielo y dos ginebras con lima, él estaba desnudo contemplando su
librería. Brindaron.
—¿A
qué has venido? —preguntó ella.
—A
nada en particular. Sólo quería...
—Estabas
en casa leyendo la investigación de Henrik y de buenas a primeras se te ocurre
venir a verme; no hay que ser ningún genio para entender qué es lo que te ronda
por la cabeza.
—¿La
has leído?
—A
trozos. He convivido toda mi vida adulta con ella. Es imposible relacionarte
con Henrik sin verte involucrado en el misterio de Harriet.
—De
hecho, es un misterio fascinante. Quiero decir que es el clásico misterio de la
habitación cerrada, pero en una isla entera. Y no hay nada en la investigación
que parezca seguir una lógica. Todas las preguntas permanecen sin respuesta,
todas las pistas llevan a un callejón sin salida.
—Mmm,
ésas son las cosas que obsesionan a la gente.
—Tú
estabas en la isla aquel día.
—Sí.
Estaba aquí y presencié todo aquel jaleo. En realidad, vivía en Estocolmo,
donde estudiaba. Ojalá me hubiera quedado en casa ese fin de semana.
—¿Cómo
era Harriet realmente? La gente parece tener opiniones completamente distintas
sobre ella.
—¿Esto es off the record o...?
—Es off
the record.
—No
tengo ni idea de lo que pasaba en la cabeza de Harriet. Supongo que te refieres
al último año. Un día era una chiflada y fanática religiosa. Otro día se
maquillaba como una puta y se iba al colegio con el jersey más ceñido que
tuviera. No hace falta ser psicólogo para entender que era profundamente
infeliz. Pero, como ya te he dicho, yo no vivía aquí y sólo sé los chismes que
me contaron.
—¿Qué
fue lo que desencadenó todos esos problemas?
—Gottfried
e Isabella, naturalmente. Su matrimonio era una auténtica locura. O estaban de
juerga o se peleaban. No físicamente, Gottfried no era de ésos. Además, creo
que más bien le tenía miedo a Isabella, porque a ella le daban unos prontos
terribles. Un día, a principios de los años sesenta, él se trasladó de forma
más o menos permanente a su cabaña, al final de la punta de la isla, donde
Isabella jamás puso los pies. Había épocas en las que aparecía por el pueblo
con aspecto de vagabundo. Luego estuvo un tiempo sin beber y volvió a vestirse
bien y a cumplir con su trabajo.
—¿No
había nadie que quisiera ayudar a Harriet?
—Henrik,
por supuesto. Al final ella se fue a vivir con él, pero no olvides que estaba
ocupado interpretando su papel de gran industrial. Casi siempre se encontraba
de viaje y no le quedaba mucho tiempo para Harriet y Martin. Yo me perdí gran
parte de todo eso porque viví primero en Uppsala y luego en Estocolmo, y mi
infancia, con un padre como Harald, tampoco fue muy fácil que digamos; te lo
aseguro. Pero con los años me he dado cuenta de que el problema es que Harriet
nunca confió en nadie. Al contrario, intentaba guardar las apariencias
fingiendo que la suya era una familia feliz.
—Negar
la evidencia.
—Exacto.
Pero cambió cuando su padre murió ahogado. Entonces ya no pudo fingir que las
cosas iban bien. Hasta ese momento había sido... no sé cómo explicártelo,
superdotada y precoz, pero, al fin y al cabo, una adolescente bastante normal.
Durante el último año siguió siendo brillante, matrícula de honor en los
exámenes y todo eso, pero era como si no tuviera un alma propia.
—¿Cómo
se ahogó su padre?
—¿Gottfried?
De la manera más tonta que te puedas imaginar. Se cayó de una barca, justo al
lado de su cabaña. Llevaba la bragueta abierta y un índice de alcohol en la
sangre extremadamente alto, así que puedes hacerte una idea de cómo sucedió.
Fue Martin quien lo encontró.
—No
lo sabía.
—Es
curioso. Martin ha cambiado, se ha convertido en una persona realmente buena.
Si me hubieses preguntado hace treinta y cinco años, te habría dicho que si
alguien de la familia necesitaba un psicólogo, ése era él.
—¿Por
qué?
—Harriet
no fue la única que sufrió. Durante muchos años, Martin se mostró tan callado e
introvertido que más bien lo definiría como huraño. Los dos hermanos lo pasaron
mal. Bueno, lo pasamos mal todos. Yo tenía problemas con mi padre; supongo que
ya sabrás que está loco de atar. Y mi hermana Anita tenía los mismos problemas,
igual que Alexander, mi primo. No era fácil ser joven en la familia Vanger.
—¿Qué
pasó con tu hermana?
—Anita
vive en Londres. Se marchó allí en los años setenta para trabajar en una
agencia de viajes sueca, y se quedó. Se casó con un hombre que ella nunca
presentó a la familia, del que luego se separó. Hoy en día es una de las jefas
de British Airways. Nos llevamos bien, pero somos un desastre para mantener el
contacto; sólo nos vemos una vez cada dos años, más o menos. Nunca viene a
Hedestad.
—¿Por
qué?
—Nuestro
padre está loco. ¿Te parece suficiente como explicación?
—Pero
tú te has quedado aquí.
—Yo
y Birger, mi hermano.
—El
político.
—¿Político?
Lo dices en broma, ¿no? Birger es mayor que Anita y yo. Nunca nos hemos llevado
muy bien. Él piensa que es un político de una importancia extraordinaria, con
un futuro en el parlamento, y quizá un puesto de ministro si el bloque no
socialista ganara las elecciones. En realidad, no es más que un consejero
municipal de modesta inteligencia en un pueblo perdido de provincias; sin duda,
el punto culminante, a la vez que final, de su carrera política.
—Una
cosa que me fascina de la familia Vanger es que todo el mundo parece odiarse.
—No
es del todo cierto. Yo adoro a Martin y a Henrik. Y siempre me he llevado bien
con mi hermana, aunque nos vemos demasiado poco. Detesto a Isabella; Alexander
no me despierta mucha simpatía. Y no me hablo con mi padre. Así que supongo que
más o menos es mitad y mitad de la familia. Birger es... mmm... un engreído y
un payaso ridículo, antes que una mala persona. Pero entiendo lo que quieres
decir. Míralo así: si eres miembro de la familia Vanger, aprendes muy pronto a
no tener pelos en la lengua. Decimos lo que pensamos.
—Pues
sí, me he dado cuenta de que sois bastante directos. —Mikael estiró la mano y
le tocó el pecho—. Tan sólo llevaba aquí un cuarto de hora cuando te
abalanzaste sobre mí ahí abajo.
—Si
te soy sincera, desde el primer momento en que te vi he estado pensando en cómo
serías en la cama. Tenía que intentarlo.
Por
primera vez en su vida, Lisbeth Salander sentía una imperiosa necesidad de pedirle
consejo a alguien. El único problema era que para hacerlo tendría que confiar
en alguna persona, lo cual, a su vez, significaba que tendría que desnudar su
alma y revelar sus secretos. ¿A quién se los contaría? En realidad, el contacto
con otras personas no era su fuerte.
Repasando
mentalmente su agenda, Lisbeth Salander hizo cálculos y contó hasta diez
personas que, de una manera u otra, consideraba parte de su círculo de
conocidos. Una estimación generosa, como ella misma constató.
Podría
hablar con Plague, un punto más o menos fijo en su existencia. Pero,
definitivamente, no se trataba de un amigo; y era, sin duda, el último que
podría contribuir a solucionar su problema. No era una opción.
La
vida sexual de Lisbeth Salander distaba de ser tan recatada como le había dado
a entender al abogado Bjurman. En cambio, en sus relaciones sexuales siempre (o
por lo menos bastante a menudo) tomaba la iniciativa y ponía las condiciones.
Contando bien, habría tenido, desde los quince años, unas cincuenta parejas.
Eso salía aproximadamente a cinco por año, lo cual no estaba mal para una chica
soltera que, con los años, había llegado a considerar el sexo como un
placentero pasatiempo.
No
obstante, casi todas sus parejas ocasionales las tuvo en un período de unos dos
años y pico, durante la tumultuosa etapa final de su adolescencia en la que
debería haber sido declarada legalmente mayor de edad. Lisbeth Salander se
encontraba entonces en una encrucijada de caminos, sin verdadero control sobre
su vida; su futuro podría haberse traducido en unas cuantas anotaciones más en
su historial de drogas, alcohol y retenciones en distintas instituciones Desde
que cumplió veinte años y empezó a trabajar en Milton Security se había
tranquilizado considerablemente y, según ella misma, había recuperado el
control de su vida.
Ya
no sentía la necesidad de complacer a alguien que la invitara a unas cervezas
en el bar, ni se sentía realizada llevando a casa a un borracho cuyo nombre
apenas sabía. Durante el último año sólo había mantenido relaciones sexuales
con una única persona; difícilmente podía ser tachada de promiscua, tal y como
querían insinuar las últimas anotaciones de su historial.
Para
Lisbeth, el sexo había estado vinculado a menudo a una persona de ese abierto
círculo de amistades, del que ella realmente no formaba parte, pero donde la
aceptaban porque era amiga de Cilla Norén. La conoció al final de su
adolescencia, cuando, a causa de la insistente petición de Holger Palmgren, se
matriculó en la escuela para adultos para recuperar las asignaturas que no
aprobó en la enseñanza primaria. Cilla llevaba el pelo de color rojo ciruela
con mechas negras, pantalones de cuero negro, un piercing en
la nariz y el mismo número de tachuelas que Lisbeth en el cinturón. Se pasaron
la primera clase mirándose desconfiadamente.
Por
alguna razón que Lisbeth no acababa de entender muy bien, empezaron a tratarse.
No resultaba fácil entablar amistad con Lisbeth, especialmente durante esos
años, pero Cilla ignoraba sus silencios y la arrastraba a los bares. A través
de Cilla, Lisbeth entró en los Evil Fingers, en sus orígenes una banda de
música de un barrio del extrarradio compuesto por cuatro chicas adolescentes de
Enskede aficionadas al heavy metal. Ahora, diez años después, se había
convertido en un grupo más amplio de amigos que se veían en el bar Kvarnen los
martes por la noche para hablar mal de los chicos, discutir sobre feminismo,
ciencias ocultas, música y política, y para tomar grandes cantidades de
cerveza. Le hacían honor al nombre.
Salander
no se consideraba un miembro fijo de la banda. Raramente participaba en las
discusiones, pero la aceptaban tal y como era; podía ir y venir como quisiera e
incluso permanecer toda la tarde con su cerveza en la mano sin decir nada.
También la invitaban a los cumpleaños y a las celebraciones de Navidad o
fiestas similares, pero ella no acudía casi nunca.
Durante
los cinco años que llevaba con los Evil Fingers, las chicas habían ido
cambiando. El color de sus cabellos se fue volviendo más normal y empezaron a
comprar cada vez más ropa en H&M en lugar de hacerlo en la tienda de
segunda mano del Ejército de Salvación. Estudiaban o trabajaban; una de ellas,
incluso, había sido mamá. Lisbeth Salander se sentía como si fuera la única que
no había cambiado lo más mínimo, lo cual también podría interpretarse como que
no evolucionaba.
Pero
siempre que se veían se divertían. Si alguna vez se había sentido parte
integrante de algo, había sido con los Evil Fingers y, por extensión, con los
chicos del círculo de amigos de la pandilla de chicas.
Los
Evil Fingers la escucharían. También darían la cara por ella. Pero no tenían ni
idea de que existiera una sentencia judicial en la que se declaraba a Lisbeth
Salander jurídicamente irresponsable. No quería que empezaran a mirarla mal. No
era una opción.
Por
lo demás, en su agenda no figuraba ni un solo compañero de colegio del pasado.
Carecía de todo tipo de redes de influencia, de apoyo o contactos políticos.
Así que ¿a quién se dirigiría para hablar de sus problemas con el abogado Nils
Bjurman?
Tal
vez sí hubiera alguien. Reflexionó largamente sobre la posibilidad de confiar
en Dragan Armanskij, sobre si debía llamar a su puerta y explicarle su
situación. Le había dicho que si necesitaba cualquier tipo de ayuda, no dudara
en acudir a él. Estaba convencida de que lo decía en serio.
Armanskij
también la tocó una vez, pero fue un acercamiento amable, sin malas intenciones
y ninguna demostración de poder. Pero pedirle ayuda le causaba ciertos reparos.
Era su jefe y ella estaría en deuda con él. Lisbeth Salander se imaginaba cómo
sería su vida si Armanskij, en vez de Bjurman, fuera su administrador. De
repente sonrió. La idea no le desagradaba, pero, probablemente, Armanskij se
tomaría tan en serio su misión que la asfixiaría con sus atenciones. Era...
mmm, posiblemente una opción.
A
pesar de estar perfectamente al tanto de la función de los centros de acogida
de mujeres, no se le ocurrió contactar con ninguno de ellos. Esos centros, a su
entender, eran para «víctimas», y ella nunca se había considerado como tal. La
alternativa que le quedaba consistía en hacer lo que siempre había hecho: tomar
ella misma cartas en el asunto y resolver el tema. Esa era, definitivamente, la
opción.
Algo
que no le auguraba nada bueno al abogado Bjurman.
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