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Millennium 1: Capitulo 13



CAPÍTULO 13

Jueves, 20 de febrero - Viernes, 7 de marzo

La última semana de febrero Lisbeth Salander se atribuyó a sí misma una misión con el abogado Nils Bjurman, nacido en 1950, como un encargo especial de alta prioridad. Trabajó aproximadamente dieciséis horas al día y realizó la investigación personal más minuciosa de su vida. Se sirvió de todos los archivos y documentos públicos a los que tuvo acceso. Investigó su círculo más íntimo de familiares y amigos. Estudió su situación económica y analizó en detalle su carrera profesional y los cometidos realizados.
El resultado fue decepcionante.
Bjurman era jurista, miembro de la Asociación de Abogados y autor de una tesis, respetablemente extensa pero extraordinariamente aburrida, sobre derecho comercial. Su reputación era intachable. Nadie pudo jamás reprobarle nada, excepto aquella única vez en la que fue denunciado a la Asociación de Abogados: se le tachó de intermediario en un negocio inmobiliario con dinero negro —de eso hacía ya más de diez años—, pero pudo demostrar su inocencia y el caso fue archivado. Sus finanzas estaban en orden; el abogado Bjurman era rico, con al menos diez millones de coronas en bienes. Pagaba más impuestos de los necesarios, era miembro de Greenpeace y Amnistía Internacional y donaba dinero a la fundación para el Corazón y el Pulmón. Raramente aparecía en los medios de comunicación, pero en algunas ocasiones había firmado peticiones de apoyo a presos políticos en el Tercer Mundo. Vivía en un piso de cuatro dormitorios en Upplandsgatan, cerca de Odenplan, y era secretario de su comunidad de vecinos. Estaba divorciado y no tenía hijos.
Su matrimonio duró catorce años, y el divorcio se hizo amistosamente. Lisbeth Salander se centró en su ex esposa, que se llamaba Elena y procedía de Polonia, pero que había vivido en Suecia toda su vida. Ella trabajaba en un centro de rehabilitación médica y, según parece, se volvió a casar, felizmente, con un colega de Bjurman. Por ahí no había nada que buscar.
El abogado Bjurman actuaba regularmente como supervisor de jóvenes que se habían metido en líos con la justicia. Antes de ser el administrador de Lisbeth Salander, fue el tutor de cuatro chicos. Se trataba de menores de edad, de modo que su cometido finalizó con el simple fallo del juez en cuanto alcanzaron la mayoría de edad. Uno de esos clientes seguía recurriendo a Bjurman como abogado, así que tampoco allí parecía haber ningún conflicto. Si Bjurman se había aprovechado sistemáticamente de sus protegidos, lo cierto era que allí no salía absolutamente nada a flote; por mucho que Lisbeth buceó en esas profundas aguas no pudo encontrar ningún indicio de que existiera algo raro. Los cuatro tenían unas vidas perfectamente normales, sus respectivos novios y novias, empleo, vivienda y tarjetas de cliente de la cadena Coop.
Lisbeth telefoneó a cada uno de los cuatro chicos, presentándose como una funcionaria de los servicios sociales encargada de realizar un estudio para saber cómo iban las vidas de las personas que de niños se hallaron bajo tutela. «Por supuesto, todos los entrevistados van a permanecer en el anonimato.» Había redactado una encuesta con diez preguntas. Varias de las cuestiones estaban formuladas con el objetivo de averiguar sus opiniones sobre el funcionamiento de la tutela. Lisbeth estaba convencida de que, si al menos uno de los entrevistados tuviese algo que decir sobre Bjurman, el tema saldría a la luz. Pero no escuchó ni un comentario negativo sobre él.
Una vez terminada la investigación personal, Lisbeth Salander metió todos los documentos en una bolsa de papel del supermercado y la depositó al lado de las otras veinte bolsas de la entrada. Al parecer, la conducta del abogado Bjurman era irreprochable. No había ningún hilo suelto en su pasado del que Lisbeth Salander pudiera tirar. Ella sabía, fuera de toda duda, que era un cabrón y un cerdo asqueroso, pero no encontraba nada para probarlo.
Ya era hora de considerar otras opciones. Terminados todos los análisis, quedaba una posibilidad que le parecía cada vez más atractiva o, por lo menos, una opción completamente realizable. Lo mejor sería que Bjurman desapareciera de su vida sin más. Un infarto repentino. End of problem. La única pega era que ni siquiera los cerdos asquerosos de cincuenta y cinco años sufrían infartos por encargo.
Pero eso se podía arreglar.


Mikael Blomkvist llevaba su aventura con la directora Cecilia Vanger con la mayor discreción. Ella le impuso tres reglas: que viniera solamente cuando ella lo llamara y estuviera de humor, que no se quedara a pasar la noche y que nadie supiera que se veían.
Su pasión asombraba y desconcertaba a Mikael por igual. Cuando se encontraba con ella en el Café de Susanne, se mostraba amable pero fría y distante. En cambio, en su dormitorio era salvajemente apasionada.
Mikael realmente no quería husmear en su vida privada, pero la verdad era que había sido contratado, literalmente, para meter sus narices en la vida privada de toda la familia Vanger. Se sentía dividido y, a la vez, lleno de curiosidad. Un día le preguntó a Henrik Vanger con quién había estado casada Cecilia, y qué fue lo que pasó. Le formuló la pregunta mientras charlaban del pasado de Alexander, de Birger y de otros miembros de la familia presentes en la isla de Hedeby cuando Harriet desapareció.
—¿Cecilia? No creo que haya tenido nada que ver con Harriet.
—Háblame de su pasado.
—Volvió aquí al acabar sus estudios y empezó a trabajar de profesora. Conoció a un hombre llamado Jerry Karlsson que, desafortunadamente, trabajaba en el Grupo Vanger. Se casaron. Yo creía que el matrimonio era feliz, por lo menos al principio. Pero al cabo de un par de años, empecé a darme cuenta de que las cosas no iban muy bien. La maltrataba. La historia de siempre: él la golpeaba y ella lo defendía a toda costa. Al final, un día se le fue la mano. Ella sufrió heridas graves e ingresó en el hospital. Hablé con ella y le ofrecí mi ayuda. Se trasladó aquí, a la isla de Hedeby, y desde entonces se ha negado a ver a su marido. Me encargué de que lo despidieran.
—Pero sigue casada con él.
—Bueno, creo que se trata más bien de una cuestión de términos. La verdad es que no sé por qué no se ha divorciado. Como nunca ha querido casarse de nuevo, supongo que simplemente no se ha molestado en solicitarlo.
—Ese tal Jerry Karlsson, tenía algo que ver con...
—¿... con Harriet? No, no vivía en Hedestad en 1966; ni siquiera había empezado a trabajar para el grupo.
—De acuerdo.
—Mikael, adoro a Cecilia. Quizá sea algo complicada, pero es una de las buenas personas de mi familia.


Lisbeth Salander dedicó una semana entera a planear, con la mentalidad de un perfecto burócrata, el fallecimiento del abogado Nils Bjurman. Sopesó —y rechazó— distintas posibilidades, hasta que tuvo toda una serie de tramas verosímiles entre las que elegir. Nada de acciones impulsivas.
Su primera idea fue intentar organizar un accidente, pero pronto llegó a la conclusión de que, en realidad, no importaba si resultaba obvio que se trataba de un asesinato.
Había que cumplir una sola condición— el abogado Bjurman tenía que morir de tal manera que ella nunca pudiera ser relacionada con su muerte. Figurar en una futura investigación policial le parecía inevitable; tarde o temprano, su nombre aparecería en cuanto se examinaran las actividades profesionales de Bjurman. Pero ella no era sino una clienta más en un universo de actuales y anteriores clientes, lo había visto en muy contadas ocasiones y, mientras Bjurman no hubiese apuntado en su agenda que la forzó a hacerle una mamada —algo que consideraba poco probable—, Lisbeth no tenía ningún motivo para matarle. Ningún indicio vincularía su muerte a los clientes de su bufete; había ex novias, familiares, conocidos ocasionales, compañeros de trabajo y otros individuos. Incluso existía aquello que se solía definir como random violence, cuando el autor del crimen y la víctima no se conocen.
Si surgiese su nombre, ella sería una chica indefensa e incapacitada, con documentos que daban fe de su retraso mental. Por lo tanto, sería muy positivo que la muerte de Bjurman ocurriese de un modo tan enrevesado que una chica con retraso mental no pudiera ser considerada la posible autora del crimen.
Descartó enseguida la alternativa de la pistola; hacerse con una no le supondría el más mínimo problema, pero la policía estaba especializada en el rastreo de armas.
Pensó, entonces, en un arma blanca; podía adquirirse en cualquier ferretería, pero rechazó también esta opción. Aunque ella apareciese de improviso y le clavara una navaja en la espalda, nada le garantizaba que eso lo matara ni inmediata ni silenciosamente; bueno, ni siquiera de que muriera. Además, eso provocaría un gran jaleo y llamaría la atención; la sangre podría manchar su ropa y constituir una prueba de su culpabilidad.
También pensó en algún tipo de bomba, pero resultaba demasiado complicado. No obstante, hacerla no sería un problema: en Internet abundaban los manuales para fabricar los objetos más mortíferos. Sin embargo, se le antojaba difícil encontrar la manera de colocar la bomba sin que los transeúntes inocentes sufrieran daños. A eso se añadía que tampoco con una bomba había ninguna garantía de que realmente muriera.
Sonó el teléfono.
—Hola Lisbeth, soy Dragan. Tengo un trabajo para ti.
—No tengo tiempo.
—Es importante.
—Estoy ocupada.
Ella colgó.
Al final, se decidió por una alternativa no contemplada hasta ese momento: el veneno. La elección la sorprendió incluso a ella misma, pero, bien pensado, era perfecta.
Lisbeth Salander dedicó un par de días a bucear por Internet en busca de un veneno apropiado. Había muchas opciones, entre ellas uno de los venenos más mortales descubiertos por la ciencia: el ácido cianhídrico, más conocido como ácido prúsico.
El ácido cianhídrico se utiliza en la industria química, por ejemplo, en la producción de pintura. Unos pocos miligramos son suficientes para matar a una persona; un solo litro en el depósito de agua de una ciudad de tamaño medio podría aniquilarla por entero. Por razones obvias, una sustancia tan letal estaba rodeada de rigurosos controles de seguridad. Sin embargo, aunque un fanático terrorista no podía entrar en la farmacia más cercana y pedir diez mililitros de cianhídrico, el veneno se podía fabricar en cantidades prácticamente ilimitadas en cualquier cocina Todo lo que se necesitaba era un modesto equipo de laboratorio —un juego de química para niños, a la venta por unas doscientas coronas servía perfectamente—, más ciertos ingredientes extraíbles de productos de limpieza normales y corrientes. El manual de fabricación se encontraba en Internet.
Otra alternativa era la nicotina. Bastaba con un solo cartón de cigarrillos para extraer los miligramos necesarios; una vez hervidos, se convertían en un líquido viscoso. Una sustancia aún mejor, aunque algo más difícil de fabricar, era el sulfato de nicotina, que posee la propiedad de ser absorbida por la piel; bastaría con ponerse unos guantes de goma, llenar una pistola de agua con el sulfato y lanzar un chorro en la cara del abogado Bjurman. Al cabo de veinte segundos estaría inconsciente, y un par de minutos más tarde, muerto.
Hasta entonces, Lisbeth Salander no había tenido ni idea de que tantos productos del hogar perfectamente comunes, disponibles en la droguería del barrio, pudieran convertirse en armas mortales. Después de estudiar el tema durante unos días, estaba convencida de que no había impedimento técnico alguno para acabar con el administrador.
Sólo quedaban dos problemas por resolver: la muerte de Bjurman no le daría el control sobre su propia vida, y no existían garantías de que el sucesor de Bjurman no fuese mucho peor. Análisis de consecuencias.
Lo que necesitaba era una manera de «controlar» a su administrador y, por consiguiente, su propia situación. Se quedó sentada una noche entera, en el desgastado sofá del salón, repasando de nuevo las circunstancias. Al acabar la noche, ya había descartado el envenenamiento y elaborado un plan alternativo que no le atraía mucho porque debía dejar que Bjurman la acosara una vez más. Pero si lo llevaba a cabo, ganaría.
Eso era, al menos, lo que ella creía.


A finales de febrero, la estancia de Mikael en Hedeby ya se había convertido en rutina. Todas las mañanas se levantaba a las nueve, desayunaba, y trabajaba hasta las doce. Durante esas horas se zambullía en las páginas de un nuevo informe. Luego, independientemente del tiempo que hiciera, daba un paseo de una hora de duración. Por las tardes seguía trabajando, en casa o en el Café de Susanne, revisando de nuevo lo que había leído por la mañana, o redactando párrafos de lo que sería la autobiografía de Henrik. Entre las tres y las seis descansaba. Entonces hacía la compra, lavaba, iba a Hedestad y realizaba otras tareas cotidianas. Sobre las siete pasaba por casa de Henrik Vanger para aclarar las dudas surgidas a lo largo del día. Alrededor de las diez, volvía a casa y leía hasta la una o las dos de la madrugada. Repasaba metódicamente todos los documentos de Henrik.
Para su sorpresa, descubrió que el trabajo de redactar la autobiografía de Henrik iba sobre ruedas. Ya había acabado el primer borrador de la crónica familiar, de unas ciento veinte páginas, comprendía el período que iba desde el desembarco de Jean-Baptiste Bernadotte en Suecia hasta, aproximadamente, los años veinte. Después de esa época, tendría que avanzar más despacio y empezar a elegir mejor las palabras.
A través de la biblioteca de Hedestad, pedía libros que trataban sobre el nazismo en aquella época, entre otros, la tesis de Helene Loow, La cruz gamada y la gavilla de Wasa. Había escrito un borrador de unas cuarenta páginas más sobre Henrik y sus hermanos, donde se centraba exclusivamente en Henrik como hilo conductor de la historia. Confeccionó una larga lista de averiguaciones que le quedaban por hacer y que estaban relacionadas con la estructura y el funcionamiento de las empresas de la época; descubrió que la familia Vanger había estado intensamente involucrada en el imperio de Ivar Kreuger: otra historia paralela que debía refrescar. En total, calculó que le faltaban por escribir unas trescientas páginas. Había hecho un plan que consistía en tener una primera versión terminada para el 1 de septiembre con el fin de que Henrik Vanger la pudiera ver, de modo que luego dispondría de todo el otoño para revisar el texto.
En cambio, Mikael no avanzaba ni un milímetro en el caso de Harriet Vanger. Por mucho que leyera y reflexionara sobre los detalles de la abundante documentación, no se le ocurrió ni una sola idea que, de alguna manera, le diera un giro a la investigación.
Una noche de sábado, a finales de febrero, mantuvo una larga conversación con Henrik Vanger en la que le dio cuenta de sus nulos avances. El viejo escuchaba pacientemente a Mikael repasando uno a uno los callejones sin salida que había visitado.
—En resumen, Henrik, no encuentro nada en toda la documentación que no se haya investigado a fondo ya.
—Entiendo lo que quieres decir. Yo mismo me he devanado los sesos hasta volverme loco. Y, al mismo tiempo, estoy seguro de que se nos ha escapado algo. No hay crimen perfecto.
—Lo que pasa es que ni siquiera somos capaces de determinar que se haya cometido un crimen.
Henrik Vanger suspiró e hizo un gesto de resignación con las manos.
—Sigue —le pidió—; termina el trabajo.
—No tiene sentido.
—Puede. Pero no te rindas.
Mikael suspiró.
—Los números de teléfono —dijo finalmente.
—Sí
—Tienen que significar algo.
—Sí.
—Están apuntados con una intención.
—Sí.
—Pero no hemos sabido interpretarlos.
—No.
—O los hemos interpretado mal.
—Exacto.
—No son números de teléfono. Significan otra cosa.
—Tal vez.
Mikael volvió a suspirar y se fue a casa para seguir leyendo.


El abogado Nils Bjurman suspiró de alivio cuando Lisbeth Salander lo volvió a llamar explicándole que necesitaba más dinero. Con la excusa de que tenía que trabajar, Salander se había escaqueado de la última reunión fijada, y una leve preocupación empezó a roer el interior de Bjurman: ¿se estaba convirtiendo en una niña problemática imposible de manejar? No obstante, al faltar a la reunión, ella no había recibido el dinero para sus gastos, así que tarde o temprano se vería obligada a acudir a él. También le preocupaba la posibilidad de que Lisbeth le hubiera contado a alguien lo sucedido.
Por eso, su breve llamada diciéndole que necesitaba dinero constituía una confirmación satisfactoria de que la situación estaba bajo control. Pero era preciso domarla, decidió Nils Bjurman. Había que dejarle claro quién mandaba allí; sólo así podrían consolidar su relación. Por eso le dio instrucciones para que esta vez se vieran en su vivienda de Odenplan, no en el despacho. Ante esta exigencia, Lisbeth Salander, al otro lado de la línea telefónica, permaneció callada un buen rato —«qué lenta es la puta»— hasta que, finalmente, aceptó.
El plan de Lisbeth Salander era reunirse con él en su despacho, como la otra vez. Ahora resultaba que tenía que verlo en territorio desconocido. La reunión se fijó para la noche del viernes. Bjurman le había dado el código numérico del portal. Lisbeth llamó a su puerta a las ocho y media, treinta minutos más tarde de lo acordado; justo el tiempo que necesitó, en la oscuridad de la escalera, para repasar el plan una última vez, considerar las alternativas, hacer de tripas corazón y armarse de todo el coraje necesario.


Hacia las ocho de la tarde, Mikael apagó el ordenador y se puso el abrigo. Dejó encendidas las luces de su cuarto de trabajo. La noche estaba estrellada y la temperatura rondaba los cero grados. Subió la cuesta a paso ligero y, camino de Östergården, alcanzó la casa de Henrik Vanger. Nada más pasarla, torció a la izquierda y tomó la senda que bordeaba la orilla. Los faros guiñaban y se reflejaban en el agua; el hermoso brillo de las luces de Hedestad iluminaba la oscuridad. Mikael necesitaba aire fresco, pero, sobre todo, quería evitar los escudriñadores ojos de Isabella Vanger. A la altura de la casa de Martin Vanger, salió al camino y llegó a casa de Cecilia Vanger poco después de las ocho y media. Fueron directamente al dormitorio.
Se veían una o dos veces por semana. Cecilia Vanger no sólo se había convertido en su amante en ese perdido rincón del mundo, sino también en alguien en quien había empezado a confiar. Le aportaba mucho más hablar de Harriet Vanger con ella que con Henrik.


El plan salió mal casi desde el primer momento.
Al abrir la puerta de su piso, el abogado Nils Bjurman llevaba una bata. Ya estaba irritado por el retraso y le hizo señas para que entrara. Ella vestía vaqueros negros, camiseta negra y la consabida chupa de cuero. Además, llevaba botas negras y una pequeña mochila con una correa cruzada sobre el pecho.
—Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio —le espetó Bjurman.
Salander no dijo nada. Miró a su alrededor. El piso tenía más o menos el aspecto que había imaginado al estudiar los planos en el archivo municipal de urbanismo. Estaba decorado con muebles claros de haya y abedul.
—Ven —dijo Bjurman en un tono más amable.
Le puso el brazo alrededor de los hombros y la llevó por un pasillo hasta el interior del piso. Nada de charlas; al grano. Abrió la puerta del dormitorio. No cabía duda del tipo de servicios que esperaba de Lisbeth Salander.
Ella recorrió rápidamente el cuarto con la mirada. Decoración de soltero. Una cama de matrimonio con cabecero alto de acero inoxidable. Una cómoda que también hacía de mesilla. Lamparitas de luz suave. A lo largo de una de las paredes se extendía un armario con puertas de espejo. En el rincón de al lado de la puerta, una silla de rejilla y una pequeña mesa. La cogió de la mano y la condujo hasta la cama.
—Cuéntame para qué necesitas el dinero esta vez. ¿Más trastos para el ordenador?
—Comida —contestó ella.
—Claro. Qué tonto soy; faltaste a nuestra última reunión.
Cogió la barbilla de Lisbeth con una mano y levantó su cara hasta que sus miradas se cruzaron.
—¿Cómo estás?
Ella se encogió de hombros.
—¿Has pensado en lo que te dije la última vez?
—¿El qué?
—Lisbeth, no finjas ser más tonta de lo que ya eres. Quiero que tú y yo seamos buenos amigos y que nos ayudemos mutuamente.
Ella no contestó. El abogado Bjurman resistió el impulso de darle una bofetada para espabilarla.
—¿Te gustó nuestro juego de adultos de la otra vez?
—No.
Él arqueó las cejas.
—Lisbeth, no seas tonta.
—Necesito dinero para comprar comida.
—Pues de eso precisamente hablamos la vez anterior: si tú eres buena conmigo, yo seré bueno contigo. Pero si no haces más que darme problemas...
Le cogió el mentón con más fuerza y ella se soltó girando la cabeza.
—Quiero mi dinero. ¿Qué quieres que haga?
—Tú sabes muy bien lo que a mí me gusta.
La cogió del hombro y tiró de ella en dirección a la cama.
—Espera —dijo Lisbeth Salander rápidamente.
Ella le devolvió una mirada resignada y luego asintió. Se quitó la mochila y la cazadora de cuero con tachuelas y miró a su alrededor. Puso la chupa de cuero sobre la silla de rejilla, colocó la mochila encima de la mesa y dio unos tímidos pasos hacia la cama. Luego se paró, como si se lo estuviera pensando. Bjurman se acercó.
—Espera —dijo ella de nuevo, esta vez como intentando convencerlo y hacerle entrar en razón—. No quiero chupártela cada vez que necesite dinero.
A Bjurman le cambió la cara. De pronto, le dio una bofetada con la palma de la mano. Salander abrió los ojos de par en par, pero antes de que le diera tiempo a reaccionar, la cogió del hombro y la echó de bruces sobre la cama. La repentina violencia la cogió desprevenida. Cuando intentó darse la vuelta, la aprisionó contra la cama y se sentó a horcajadas sobre ella.
Igual que la vez anterior, físicamente hablando, ella era pan comido para él. Sus posibilidades de resistencia consistían en hacerle daño en los ojos con las uñas o con algún arma. Pero la trama que había planeado ya se había ido al traste totalmente. «Mierda», pensó Lisbeth Salander cuando él le arrancó la camiseta. Con una aterradora clarividencia, se dio cuenta de que se había metido en camisa de once varas.
Oyó cómo abría el cajón de la cómoda de al lado de la cama y percibió el chirrido de metal. Al principio no sabía qué estaba pasando; luego vio unas esposas cerrándose alrededor de su muñeca. Él le levantó los brazos, pasó las esposas por uno de los barrotes del cabecero de la cama y le esposó la otra mano. En un santiamén le quitó las botas y los vaqueros. Por último le quitó las bragas y las sostuvo en la mano.
—Tienes que aprender a confiar en mí, Lisbeth. Yo te voy a enseñar cómo se juega a este juego de adultos. Cuando te pongas borde conmigo, te castigaré. Pero si eres buena conmigo, seremos amigos.
Volvió a sentarse a horcajadas sobre ella.
—Así que no te gusta el sexo anal, ¿eh?
Lisbeth Salander abrió la boca para gritar. La cogió del pelo y le metió las bragas en la boca. Luego le colocó algo en los tobillos, le separó las piernas y se las ató dejándola completamente indefensa. Le oyó moverse por el dormitorio pero era incapaz de verlo a causa de la camiseta que tapaba su cara. Pasaron varios minutos. Apenas podía respirar. Luego experimentó un terrible dolor cuando le introdujo, violentamente, un objeto en el ano.


La norma de Cecilia Vanger seguía siendo que Mikael no podía pasar la noche con ella. A las dos y pico de la madrugada se vistió, mientras ella, tendida desnuda sobre la cama, le sonreía.
—Me gustas, Mikael. Me gusta estar contigo.
—Tú también me gustas.
Ella lo tiró sobre la cama otra vez y consiguió quitarle la camisa que acababa de ponerse. Mikael se quedó una hora más.
Luego, al pasar por la casa de Harald Vanger, tuvo la convicción de haber visto moverse una de las cortinas de la planta de arriba. Pero no lo podía afirmar a ciencia cierta porque había demasiada oscuridad.


Hasta las cuatro de la madrugada del sábado, el abogado Bjurman no la dejó vestirse. Lisbeth cogió su chupa de cuero y la mochila, y se dirigió, cojeando, hacia la salida, donde él la estaba esperando recién duchado y pulcramente vestido. Le dio un cheque de dos mil quinientas coronas.
—Te llevaré a casa —dijo, y abrió la puerta.
Ella salió del piso y se volvió hacia él. Su cuerpo parecía frágil y su cara estaba hinchada a causa de las lágrimas. Al cruzar las miradas él casi dio un paso atrás; en su vida había percibido un odio tan ferviente y visceral. Lisbeth Salander daba la impresión de ser exactamente tan demente como insinuaba su historial.
—No —dijo en voz tan baja que apenas la oyó—. Puedo volver a casa sola.
Le puso una mano sobre el hombro.
—¿Seguro?
Ella asintió. Bjurman agarró su hombro con más fuerza.
—No te olvides de lo que hemos acordado: vuelve el sábado que viene.


Lisbeth volvió a asentir. Sumisa. Él la soltó.

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