La última
semana de febrero Lisbeth Salander se atribuyó a sí misma una misión con el
abogado Nils Bjurman, nacido en 1950, como un encargo especial de alta
prioridad. Trabajó aproximadamente dieciséis horas al día y realizó la
investigación personal más minuciosa de su vida. Se sirvió de todos los
archivos y documentos públicos a los que tuvo acceso. Investigó su círculo más
íntimo de familiares y amigos. Estudió su situación económica y analizó en
detalle su carrera profesional y los cometidos realizados.
El
resultado fue decepcionante.
Bjurman
era jurista, miembro de la Asociación de Abogados y autor de una tesis,
respetablemente extensa pero extraordinariamente aburrida, sobre derecho
comercial. Su reputación era intachable. Nadie pudo jamás reprobarle nada,
excepto aquella única vez en la que fue denunciado a la Asociación de Abogados:
se le tachó de intermediario en un negocio inmobiliario con dinero negro —de
eso hacía ya más de diez años—, pero pudo demostrar su inocencia y el caso fue
archivado. Sus finanzas estaban en orden; el abogado Bjurman era rico, con al
menos diez millones de coronas en bienes. Pagaba más impuestos de los necesarios,
era miembro de Greenpeace y Amnistía Internacional y donaba dinero a la
fundación para el Corazón y el Pulmón. Raramente aparecía en los medios de
comunicación, pero en algunas ocasiones había firmado peticiones de apoyo a
presos políticos en el Tercer Mundo. Vivía en un piso de cuatro dormitorios en
Upplandsgatan, cerca de Odenplan, y era secretario de su comunidad de vecinos.
Estaba divorciado y no tenía hijos.
Su
matrimonio duró catorce años, y el divorcio se hizo amistosamente. Lisbeth
Salander se centró en su ex esposa, que se llamaba Elena y procedía de Polonia,
pero que había vivido en Suecia toda su vida. Ella trabajaba en un centro de
rehabilitación médica y, según parece, se volvió a casar, felizmente, con un
colega de Bjurman. Por ahí no había nada que buscar.
El
abogado Bjurman actuaba regularmente como supervisor de jóvenes que se habían
metido en líos con la justicia. Antes de ser el administrador de Lisbeth
Salander, fue el tutor de cuatro chicos. Se trataba de menores de edad, de modo
que su cometido finalizó con el simple fallo del juez en cuanto alcanzaron la
mayoría de edad. Uno de esos clientes seguía recurriendo a Bjurman como
abogado, así que tampoco allí parecía haber ningún conflicto. Si Bjurman se
había aprovechado sistemáticamente de sus protegidos, lo cierto era que allí no
salía absolutamente nada a flote; por mucho que Lisbeth buceó en esas profundas
aguas no pudo encontrar ningún indicio de que existiera algo raro. Los cuatro
tenían unas vidas perfectamente normales, sus respectivos novios y novias,
empleo, vivienda y tarjetas de cliente de la cadena Coop.
Lisbeth
telefoneó a cada uno de los cuatro chicos, presentándose como una funcionaria
de los servicios sociales encargada de realizar un estudio para saber cómo iban
las vidas de las personas que de niños se hallaron bajo tutela. «Por supuesto,
todos los entrevistados van a permanecer en el anonimato.» Había redactado una
encuesta con diez preguntas. Varias de las cuestiones estaban formuladas con el
objetivo de averiguar sus opiniones sobre el funcionamiento de la tutela.
Lisbeth estaba convencida de que, si al menos uno de los entrevistados tuviese
algo que decir sobre Bjurman, el tema saldría a la luz. Pero no escuchó ni un
comentario negativo sobre él.
Una
vez terminada la investigación personal, Lisbeth Salander metió todos los
documentos en una bolsa de papel del supermercado y la depositó al lado de las
otras veinte bolsas de la entrada. Al parecer, la conducta del abogado Bjurman
era irreprochable. No había ningún hilo suelto en su pasado del que Lisbeth
Salander pudiera tirar. Ella sabía, fuera de toda duda, que era un cabrón y un
cerdo asqueroso, pero no encontraba nada para probarlo.
Ya
era hora de considerar otras opciones. Terminados todos los análisis, quedaba
una posibilidad que le parecía cada vez más atractiva o, por lo menos, una
opción completamente realizable. Lo mejor sería que Bjurman desapareciera de su
vida sin más. Un infarto repentino. End of problem. La única pega era que ni siquiera los
cerdos asquerosos de cincuenta y cinco años sufrían infartos por encargo.
Pero
eso se podía arreglar.
Mikael
Blomkvist llevaba su aventura con la directora Cecilia Vanger con la mayor
discreción. Ella le impuso tres reglas: que viniera solamente cuando ella lo llamara
y estuviera de humor, que no se quedara a pasar la noche y que nadie supiera
que se veían.
Su
pasión asombraba y desconcertaba a Mikael por igual. Cuando se encontraba con
ella en el Café de Susanne, se mostraba amable pero fría y distante. En cambio,
en su dormitorio era salvajemente apasionada.
Mikael
realmente no quería husmear en su vida privada, pero la verdad era que había
sido contratado, literalmente, para meter sus narices en la vida privada de
toda la familia Vanger. Se sentía dividido y, a la vez, lleno de curiosidad. Un
día le preguntó a Henrik Vanger con quién había estado casada Cecilia, y qué
fue lo que pasó. Le formuló la pregunta mientras charlaban del pasado de
Alexander, de Birger y de otros miembros de la familia presentes en la isla de
Hedeby cuando Harriet desapareció.
—¿Cecilia?
No creo que haya tenido nada que ver con Harriet.
—Háblame
de su pasado.
—Volvió
aquí al acabar sus estudios y empezó a trabajar de profesora. Conoció a un
hombre llamado Jerry Karlsson que, desafortunadamente, trabajaba en el Grupo
Vanger. Se casaron. Yo creía que el matrimonio era feliz, por lo menos al
principio. Pero al cabo de un par de años, empecé a darme cuenta de que las
cosas no iban muy bien. La maltrataba. La historia de siempre: él la golpeaba y
ella lo defendía a toda costa. Al final, un día se le fue la mano. Ella sufrió
heridas graves e ingresó en el hospital. Hablé con ella y le ofrecí mi ayuda.
Se trasladó aquí, a la isla de Hedeby, y desde entonces se ha negado a ver a su
marido. Me encargué de que lo despidieran.
—Pero
sigue casada con él.
—Bueno,
creo que se trata más bien de una cuestión de términos. La verdad es que no sé
por qué no se ha divorciado. Como nunca ha querido casarse de nuevo, supongo
que simplemente no se ha molestado en solicitarlo.
—Ese
tal Jerry Karlsson, tenía algo que ver con...
—¿...
con Harriet? No, no vivía en Hedestad en 1966; ni siquiera había empezado a
trabajar para el grupo.
—De
acuerdo.
—Mikael,
adoro a Cecilia. Quizá sea algo complicada, pero es una de las buenas personas
de mi familia.
Lisbeth
Salander dedicó una semana entera a planear, con la mentalidad de un perfecto
burócrata, el fallecimiento del abogado Nils Bjurman. Sopesó —y rechazó—
distintas posibilidades, hasta que tuvo toda una serie de tramas verosímiles
entre las que elegir. Nada de acciones impulsivas.
Su
primera idea fue intentar organizar un accidente, pero pronto llegó a la
conclusión de que, en realidad, no importaba si resultaba obvio que se trataba
de un asesinato.
Había
que cumplir una sola condición— el abogado Bjurman tenía que morir de tal
manera que ella nunca pudiera ser relacionada con su muerte. Figurar en una
futura investigación policial le parecía inevitable; tarde o temprano, su
nombre aparecería en cuanto se examinaran las actividades profesionales de
Bjurman. Pero ella no era sino una clienta más en un universo de actuales y
anteriores clientes, lo había visto en muy contadas ocasiones y, mientras Bjurman
no hubiese apuntado en su agenda que la forzó a hacerle una mamada —algo que
consideraba poco probable—, Lisbeth no tenía ningún motivo para matarle. Ningún
indicio vincularía su muerte a los clientes de su bufete; había ex novias,
familiares, conocidos ocasionales, compañeros de trabajo y otros individuos.
Incluso existía aquello que se solía definir como random
violence,
cuando el autor del crimen y la víctima no se conocen.
Si
surgiese su nombre, ella sería una chica indefensa e incapacitada, con
documentos que daban fe de su retraso mental. Por lo tanto, sería muy positivo
que la muerte de Bjurman ocurriese de un modo tan enrevesado que una chica con
retraso mental no pudiera ser considerada la posible autora del crimen.
Descartó
enseguida la alternativa de la pistola; hacerse con una no le supondría el más
mínimo problema, pero la policía estaba especializada en el rastreo de armas.
Pensó,
entonces, en un arma blanca; podía adquirirse en cualquier ferretería, pero
rechazó también esta opción. Aunque ella apareciese de improviso y le clavara
una navaja en la espalda, nada le garantizaba que eso lo matara ni inmediata ni
silenciosamente; bueno, ni siquiera de que muriera. Además, eso provocaría un
gran jaleo y llamaría la atención; la sangre podría manchar su ropa y
constituir una prueba de su culpabilidad.
También
pensó en algún tipo de bomba, pero resultaba demasiado complicado. No obstante,
hacerla no sería un problema: en Internet abundaban los manuales para fabricar
los objetos más mortíferos. Sin embargo, se le antojaba difícil encontrar la
manera de colocar la bomba sin que los transeúntes inocentes sufrieran daños. A
eso se añadía que tampoco con una bomba había ninguna garantía de que realmente
muriera.
Sonó
el teléfono.
—Hola
Lisbeth, soy Dragan. Tengo un trabajo para ti.
—No
tengo tiempo.
—Es
importante.
—Estoy
ocupada.
Ella
colgó.
Al
final, se decidió por una alternativa no contemplada hasta ese momento: el
veneno. La elección la sorprendió incluso a ella misma, pero, bien pensado, era
perfecta.
Lisbeth
Salander dedicó un par de días a bucear por Internet en busca de un veneno
apropiado. Había muchas opciones, entre ellas uno de los venenos más mortales
descubiertos por la ciencia: el ácido cianhídrico, más conocido como ácido
prúsico.
El
ácido cianhídrico se utiliza en la industria química, por ejemplo, en la producción
de pintura. Unos pocos miligramos son suficientes para matar a una persona; un
solo litro en el depósito de agua de una ciudad de tamaño medio podría
aniquilarla por entero. Por razones obvias, una sustancia tan letal estaba
rodeada de rigurosos controles de seguridad. Sin embargo, aunque un fanático
terrorista no podía entrar en la farmacia más cercana y pedir diez mililitros
de cianhídrico, el veneno se podía fabricar en cantidades prácticamente ilimitadas
en cualquier cocina Todo lo que se necesitaba era un modesto equipo de
laboratorio —un juego de química para niños, a la venta por unas doscientas
coronas servía perfectamente—, más ciertos ingredientes extraíbles de productos
de limpieza normales y corrientes. El manual de fabricación se encontraba en
Internet.
Otra
alternativa era la nicotina. Bastaba con un solo cartón de cigarrillos para
extraer los miligramos necesarios; una vez hervidos, se convertían en un
líquido viscoso. Una sustancia aún mejor, aunque algo más difícil de fabricar,
era el sulfato de nicotina, que posee la propiedad de ser absorbida por la
piel; bastaría con ponerse unos guantes de goma, llenar una pistola de agua con
el sulfato y lanzar un chorro en la cara del abogado Bjurman. Al cabo de veinte
segundos estaría inconsciente, y un par de minutos más tarde, muerto.
Hasta
entonces, Lisbeth Salander no había tenido ni idea de que tantos productos del
hogar perfectamente comunes, disponibles en la droguería del barrio, pudieran
convertirse en armas mortales. Después de estudiar el tema durante unos días,
estaba convencida de que no había impedimento técnico alguno para acabar con el
administrador.
Sólo
quedaban dos problemas por resolver: la muerte de Bjurman no le daría el
control sobre su propia vida, y no existían garantías de que el sucesor de
Bjurman no fuese mucho peor. Análisis de consecuencias.
Lo
que necesitaba era una manera de «controlar» a su administrador y, por
consiguiente, su propia situación. Se quedó sentada una noche entera, en el
desgastado sofá del salón, repasando de nuevo las circunstancias. Al acabar la
noche, ya había descartado el envenenamiento y elaborado un plan alternativo
que no le atraía mucho porque debía dejar que Bjurman la acosara una vez más.
Pero si lo llevaba a cabo, ganaría.
Eso
era, al menos, lo que ella creía.
A finales
de febrero, la estancia de Mikael en Hedeby ya se había convertido en rutina.
Todas las mañanas se levantaba a las nueve, desayunaba, y trabajaba hasta las
doce. Durante esas horas se zambullía en las páginas de un nuevo informe.
Luego, independientemente del tiempo que hiciera, daba un paseo de una hora de
duración. Por las tardes seguía trabajando, en casa o en el Café de Susanne,
revisando de nuevo lo que había leído por la mañana, o redactando párrafos de
lo que sería la autobiografía de Henrik. Entre las tres y las seis descansaba.
Entonces hacía la compra, lavaba, iba a Hedestad y realizaba otras tareas
cotidianas. Sobre las siete pasaba por casa de Henrik Vanger para aclarar las
dudas surgidas a lo largo del día. Alrededor de las diez, volvía a casa y leía
hasta la una o las dos de la madrugada. Repasaba metódicamente todos los
documentos de Henrik.
Para
su sorpresa, descubrió que el trabajo de redactar la autobiografía de Henrik
iba sobre ruedas. Ya había acabado el primer borrador de la crónica familiar,
de unas ciento veinte páginas, comprendía el período que iba desde el
desembarco de Jean-Baptiste Bernadotte en Suecia hasta, aproximadamente, los
años veinte. Después de esa época, tendría que avanzar más despacio y empezar a
elegir mejor las palabras.
A
través de la biblioteca de Hedestad, pedía libros que trataban sobre el nazismo
en aquella época, entre otros, la tesis de Helene Loow, La
cruz gamada y la gavilla de Wasa. Había escrito un borrador de unas cuarenta páginas más
sobre Henrik y sus hermanos, donde se centraba exclusivamente en Henrik como
hilo conductor de la historia. Confeccionó una larga lista de averiguaciones
que le quedaban por hacer y que estaban relacionadas con la estructura y el
funcionamiento de las empresas de la época; descubrió que la familia Vanger
había estado intensamente involucrada en el imperio de Ivar Kreuger: otra
historia paralela que debía refrescar. En total, calculó que le faltaban por
escribir unas trescientas páginas. Había hecho un plan que consistía en tener
una primera versión terminada para el 1 de septiembre con el fin de que Henrik
Vanger la pudiera ver, de modo que luego dispondría de todo el otoño para
revisar el texto.
En
cambio, Mikael no avanzaba ni un milímetro en el caso de Harriet Vanger. Por
mucho que leyera y reflexionara sobre los detalles de la abundante
documentación, no se le ocurrió ni una sola idea que, de alguna manera, le
diera un giro a la investigación.
Una
noche de sábado, a finales de febrero, mantuvo una larga conversación con
Henrik Vanger en la que le dio cuenta de sus nulos avances. El viejo escuchaba
pacientemente a Mikael repasando uno a uno los callejones sin salida que había
visitado.
—En
resumen, Henrik, no encuentro nada en toda la documentación que no se haya
investigado a fondo ya.
—Entiendo
lo que quieres decir. Yo mismo me he devanado los sesos hasta volverme loco. Y,
al mismo tiempo, estoy seguro de que se nos ha escapado algo. No hay crimen
perfecto.
—Lo
que pasa es que ni siquiera somos capaces de determinar que se haya cometido un
crimen.
Henrik
Vanger suspiró e hizo un gesto de resignación con las manos.
—Sigue
—le pidió—; termina el trabajo.
—No
tiene sentido.
—Puede.
Pero no te rindas.
Mikael
suspiró.
—Los
números de teléfono —dijo finalmente.
—Sí
—Tienen
que significar algo.
—Sí.
—Están
apuntados con una intención.
—Sí.
—Pero
no hemos sabido interpretarlos.
—No.
—O
los hemos interpretado mal.
—Exacto.
—No
son números de teléfono. Significan otra cosa.
—Tal
vez.
Mikael
volvió a suspirar y se fue a casa para seguir leyendo.
El
abogado Nils Bjurman suspiró de alivio cuando Lisbeth Salander lo volvió a
llamar explicándole que necesitaba más dinero. Con la excusa de que tenía que
trabajar, Salander se había escaqueado de la última reunión fijada, y una leve
preocupación empezó a roer el interior de Bjurman: ¿se estaba convirtiendo en
una niña problemática imposible de manejar? No obstante, al faltar a la
reunión, ella no había recibido el dinero para sus gastos, así que tarde o temprano
se vería obligada a acudir a él. También le preocupaba la posibilidad de que
Lisbeth le hubiera contado a alguien lo sucedido.
Por
eso, su breve llamada diciéndole que necesitaba dinero constituía una
confirmación satisfactoria de que la situación estaba bajo control. Pero era
preciso domarla, decidió Nils Bjurman. Había que dejarle claro quién mandaba
allí; sólo así podrían consolidar su relación. Por eso le dio instrucciones
para que esta vez se vieran en su vivienda de Odenplan, no en el despacho. Ante
esta exigencia, Lisbeth Salander, al otro lado de la línea telefónica,
permaneció callada un buen rato —«qué lenta es la puta»— hasta que, finalmente,
aceptó.
El
plan de Lisbeth Salander era reunirse con él en su despacho, como la otra vez.
Ahora resultaba que tenía que verlo en territorio desconocido. La reunión se
fijó para la noche del viernes. Bjurman le había dado el código numérico del
portal. Lisbeth llamó a su puerta a las ocho y media, treinta minutos más tarde
de lo acordado; justo el tiempo que necesitó, en la oscuridad de la escalera,
para repasar el plan una última vez, considerar las alternativas, hacer de
tripas corazón y armarse de todo el coraje necesario.
Hacia las
ocho de la tarde, Mikael apagó el ordenador y se puso el abrigo. Dejó encendidas
las luces de su cuarto de trabajo. La noche estaba estrellada y la temperatura
rondaba los cero grados. Subió la cuesta a paso ligero y, camino de Östergården,
alcanzó la casa de Henrik Vanger. Nada más pasarla, torció a la izquierda y
tomó la senda que bordeaba la orilla. Los faros guiñaban y se reflejaban en el
agua; el hermoso brillo de las luces de Hedestad iluminaba la oscuridad. Mikael
necesitaba aire fresco, pero, sobre todo, quería evitar los escudriñadores ojos
de Isabella Vanger. A la altura de la casa de Martin Vanger, salió al camino y
llegó a casa de Cecilia Vanger poco después de las ocho y media. Fueron
directamente al dormitorio.
Se
veían una o dos veces por semana. Cecilia Vanger no sólo se había convertido en
su amante en ese perdido rincón del mundo, sino también en alguien en quien
había empezado a confiar. Le aportaba mucho más hablar de Harriet Vanger con
ella que con Henrik.
El plan
salió mal casi desde el primer momento.
Al
abrir la puerta de su piso, el abogado Nils Bjurman llevaba una bata. Ya estaba
irritado por el retraso y le hizo señas para que entrara. Ella vestía vaqueros
negros, camiseta negra y la consabida chupa de cuero. Además, llevaba botas
negras y una pequeña mochila con una correa cruzada sobre el pecho.
—Ni
siquiera te enseñaron las horas en el colegio —le espetó Bjurman.
Salander
no dijo nada. Miró a su alrededor. El piso tenía más o menos el aspecto que
había imaginado al estudiar los planos en el archivo municipal de urbanismo.
Estaba decorado con muebles claros de haya y abedul.
—Ven
—dijo Bjurman en un tono más amable.
Le
puso el brazo alrededor de los hombros y la llevó por un pasillo hasta el
interior del piso. Nada de charlas; al grano. Abrió la puerta del dormitorio.
No cabía duda del tipo de servicios que esperaba de Lisbeth Salander.
Ella
recorrió rápidamente el cuarto con la mirada. Decoración de soltero. Una cama
de matrimonio con cabecero alto de acero inoxidable. Una cómoda que también
hacía de mesilla. Lamparitas de luz suave. A lo largo de una de las paredes se
extendía un armario con puertas de espejo. En el rincón de al lado de la
puerta, una silla de rejilla y una pequeña mesa. La cogió de la mano y la
condujo hasta la cama.
—Cuéntame
para qué necesitas el dinero esta vez. ¿Más trastos para el ordenador?
—Comida
—contestó ella.
—Claro.
Qué tonto soy; faltaste a nuestra última reunión.
Cogió
la barbilla de Lisbeth con una mano y levantó su cara hasta que sus miradas se
cruzaron.
—¿Cómo
estás?
Ella
se encogió de hombros.
—¿Has
pensado en lo que te dije la última vez?
—¿El
qué?
—Lisbeth,
no finjas ser más tonta de lo que ya eres. Quiero que tú y yo seamos buenos
amigos y que nos ayudemos mutuamente.
Ella
no contestó. El abogado Bjurman resistió el impulso de darle una bofetada para
espabilarla.
—¿Te
gustó nuestro juego de adultos de la otra vez?
—No.
Él
arqueó las cejas.
—Lisbeth,
no seas tonta.
—Necesito
dinero para comprar comida.
—Pues
de eso precisamente hablamos la vez anterior: si tú eres buena conmigo, yo seré
bueno contigo. Pero si no haces más que darme problemas...
Le
cogió el mentón con más fuerza y ella se soltó girando la cabeza.
—Quiero
mi dinero. ¿Qué quieres que haga?
—Tú
sabes muy bien lo que a mí me gusta.
La
cogió del hombro y tiró de ella en dirección a la cama.
—Espera
—dijo Lisbeth Salander rápidamente.
Ella
le devolvió una mirada resignada y luego asintió. Se quitó la mochila y la
cazadora de cuero con tachuelas y miró a su alrededor. Puso la chupa de cuero
sobre la silla de rejilla, colocó la mochila encima de la mesa y dio unos
tímidos pasos hacia la cama. Luego se paró, como si se lo estuviera pensando.
Bjurman se acercó.
—Espera
—dijo ella de nuevo, esta vez como intentando convencerlo y hacerle entrar en
razón—. No quiero chupártela cada vez que necesite dinero.
A Bjurman
le cambió la cara. De pronto, le dio una bofetada con la palma de la mano.
Salander abrió los ojos de par en par, pero antes de que le diera tiempo a
reaccionar, la cogió del hombro y la echó de bruces sobre la cama. La repentina
violencia la cogió desprevenida. Cuando intentó darse la vuelta, la aprisionó
contra la cama y se sentó a horcajadas sobre ella.
Igual
que la vez anterior, físicamente hablando, ella era pan comido para él. Sus
posibilidades de resistencia consistían en hacerle daño en los ojos con las
uñas o con algún arma. Pero la trama que había planeado ya se había ido al
traste totalmente. «Mierda», pensó Lisbeth Salander cuando él le arrancó la
camiseta. Con una aterradora clarividencia, se dio cuenta de que se había
metido en camisa de once varas.
Oyó
cómo abría el cajón de la cómoda de al lado de la cama y percibió el chirrido
de metal. Al principio no sabía qué estaba pasando; luego vio unas esposas
cerrándose alrededor de su muñeca. Él le levantó los brazos, pasó las esposas
por uno de los barrotes del cabecero de la cama y le esposó la otra mano. En un
santiamén le quitó las botas y los vaqueros. Por último le quitó las bragas y
las sostuvo en la mano.
—Tienes
que aprender a confiar en mí, Lisbeth. Yo te voy a enseñar cómo se juega a este
juego de adultos. Cuando te pongas borde conmigo, te castigaré. Pero si eres
buena conmigo, seremos amigos.
Volvió
a sentarse a horcajadas sobre ella.
—Así
que no te gusta el sexo anal, ¿eh?
Lisbeth
Salander abrió la boca para gritar. La cogió del pelo y le metió las bragas en
la boca. Luego le colocó algo en los tobillos, le separó las piernas y se las
ató dejándola completamente indefensa. Le oyó moverse por el dormitorio pero
era incapaz de verlo a causa de la camiseta que tapaba su cara. Pasaron varios
minutos. Apenas podía respirar. Luego experimentó un terrible dolor cuando le
introdujo, violentamente, un objeto en el ano.
La norma
de Cecilia Vanger seguía siendo que Mikael no podía pasar la noche con ella. A
las dos y pico de la madrugada se vistió, mientras ella, tendida desnuda sobre
la cama, le sonreía.
—Me
gustas, Mikael. Me gusta estar contigo.
—Tú
también me gustas.
Ella
lo tiró sobre la cama otra vez y consiguió quitarle la camisa que acababa de
ponerse. Mikael se quedó una hora más.
Luego,
al pasar por la casa de Harald Vanger, tuvo la convicción de haber visto
moverse una de las cortinas de la planta de arriba. Pero no lo podía afirmar a
ciencia cierta porque había demasiada oscuridad.
Hasta las
cuatro de la madrugada del sábado, el abogado Bjurman no la dejó vestirse.
Lisbeth cogió su chupa de cuero y la mochila, y se dirigió, cojeando, hacia la
salida, donde él la estaba esperando recién duchado y pulcramente vestido. Le
dio un cheque de dos mil quinientas coronas.
—Te
llevaré a casa —dijo, y abrió la puerta.
Ella
salió del piso y se volvió hacia él. Su cuerpo parecía frágil y su cara estaba
hinchada a causa de las lágrimas. Al cruzar las miradas él casi dio un paso
atrás; en su vida había percibido un odio tan ferviente y visceral. Lisbeth
Salander daba la impresión de ser exactamente tan demente como insinuaba su
historial.
—No
—dijo en voz tan baja que apenas la oyó—. Puedo volver a casa sola.
Le
puso una mano sobre el hombro.
—¿Seguro?
Ella
asintió. Bjurman agarró su hombro con más fuerza.
—No
te olvides de lo que hemos acordado: vuelve el sábado que viene.
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