Lisbeth
Salander pasó toda la semana en cama con dolores en el bajo vientre y
hemorragias anales, así como con otras heridas menos visibles que tardarían
mucho más tiempo en curarse. Esta vez había sido una experiencia totalmente
distinta a la primera violación que sufrió en el despacho; ya no se trataba de
coacción y humillación, sino de una brutalidad sistemática.
Se
dio cuenta tarde, demasiado tarde, de que se había equivocado por completo al
juzgar a Bjurman.
Lo
había visto como un hombre al que le gustaba ejercer el poder y dominar a los
demás, no como un sádico consumado. La había tenido esposada toda la noche. En
varias ocasiones, pensó que la iba a matar; de hecho, hubo un momento en el que
le hundió una almohada en la cara hasta que ella sintió cómo se le dormía todo
el cuerpo. Estuvo a punto de perder el conocimiento.
No
lloró.
Aparte
de las lágrimas causadas por el dolor puramente físico de la violación, no
derramó ni una sola lágrima más. Tras abandonar el piso de Bjurman, fue
cojeando hasta la parada de taxis de Odenplan, llegó a casa y subió las
escaleras con mucho esfuerzo. Se duchó y se limpió la sangre. Luego bebió medio
litro de agua y se tomó dos somníferos de la marca Rohypnol; acto seguido, se
fue a la cama dando algunos traspiés y se tapó la cabeza con el edredón.
Se
despertó dieciséis horas más tarde, el domingo a la hora de comer, con la mente
en blanco e insistentes dolores de cabeza, músculos y bajo vientre. Se levantó,
bebió dos vasos de yogur líquido y se comió una manzana. Luego se tomó dos
somníferos más y regresó a la cama.
Hasta
el martes no tuvo fuerzas para levantarse. Salió y compró un paquete grande de
Billys Pan Pizza, metió dos pizzas en el microondas y llenó un termo de café.
Luego se pasó toda la noche en Internet leyendo artículos y tratados sobre la
psicopatología del sadismo.
Se
fijó en un artículo publicado por un grupo feminista de Estados Unidos en el
que la autora sostenía que el sádico elegía sus «relaciones» con una precisión
casi intuitiva; la mejor víctima era la que pensaba que no tenía elección e iba
a su encuentro voluntariamente El sádico se especializaba en individuos
inseguros en situación de dependencia, y tenía una espeluznante capacidad para
identificar a las víctimas más adecuadas.
El
abogado Bjurman la había elegido a ella.
Eso
la hizo reflexionar.
Le
daba una idea de cómo la veía la gente.
El
viernes, una semana después de la segunda violación, Lisbeth Salander fue
andando desde su casa hasta un estudio de tatuajes, en Hornstull, donde tenía
hora reservada. No había más clientes en el local. El dueño la saludó con la
cabeza al reconocerla.
Eligió
un tatuaje pequeño y sencillo en forma de brazalete y le pidió que se lo
hiciera en el tobillo. Le señaló el sitio con el dedo.
—Ahí
la piel es muy fina. Duele mucho —advirtió el tatuador.
—No
importa —respondió Lisbeth Salander, quitándose los pantalones y tendiéndole la
pierna.
—De
acuerdo, un brazalete. Ya tienes muchos tatuajes. ¿Estás segura de querer otro?
—Es
para no olvidar —contestó.
El sábado
Mikael Blomkvist abandonó el Café de Susanne a las dos, cuando cerró. Se había
pasado toda la mañana metiendo datos en su iBook. Antes de volver a casa se
acercó hasta Konsum para comprar comida y cigarrillos. Había descubierto la
pölsa [plato tradicional sueco elaborado principalmente
con carne picada de ternera, corazón, hígado, cebolla y granos de centeno] salteada
con patatas y remolacha, un plato que no le había gustado nunca, pero que, por
alguna razón, resultaba perfecto para la vida del campo.
A
las siete de la tarde se quedó pensativo delante de la ventana. Cecilia Vanger
no lo había llamado. Sus caminos se cruzaron brevemente al mediodía cuando ella
se dirigía a la panadería de Susanne a comprar el pan, pero andaba demasiado
absorta en sus pensamientos. Parecía que ese sábado no lo iba a llamar. Miró de
reojo su pequeño televisor, que casi nunca encendía. Tampoco esta vez. En su
lugar, se sentó en el sofá de la cocina y abrió una novela policíaca de Sue
Grafton.
El sábado
por la noche, a la hora acordada, Lisbeth Salander volvió al piso de Nils
Bjurman, en Odenplan. La dejó entrar con una educada y acogedora sonrisa.
—¿Cómo
estás hoy, querida Lisbeth? —preguntó a modo de saludo.
Ella
no contestó. Él le puso un brazo alrededor del hombro.
—Tal
vez me pasara el otro día —dijo—. Te vi bastante hecha polvo.
Lisbeth
le obsequió con una sonrisa agria y al abogado le invadió una repentina
sensación de inseguridad. «Esta tía está chiflada. Que no se me olvide.» Se
preguntaba si ella terminaría acostumbrándose y aceptando la situación.
—¿Vamos
al dormitorio? —preguntó Lisbeth Salander.
«Claro,
que a lo mejor le va la marcha...» La condujo a la habitación pasándole un
brazo por encima del hombro, tal y como hizo la vez anterior. «Hoy la trataré
con más cuidado. Así me ganaré su confianza.» Ya había sacado las esposas;
estaban sobre la cómoda. Hasta que llegaron a la cama el abogado Bjurman no
advirtió que pasaba algo raro.
Era
ella la que lo llevaba a él a la cama, y no al revés. Se quedó parado,
mirándola desconcertado, cuando Lisbeth sacó algo del bolsillo de su cazadora.
Al principio le pareció un teléfono móvil. Luego vio sus ojos.
—Di
buenas noches —dijo ella.
Subió
la pistola eléctrica hasta su axila izquierda y le disparó 75.000 voltios.
Cuando sus piernas empezaron a flaquear, ella apoyó el hombro contra su cuerpo
y empleó todas sus fuerzas para tumbarle sobre la cama.
Cecilia
Vanger se sentía algo achispada. Había decidido no llamar a Mikael Blomkvist.
La relación se había convertido en una ridícula comedia de alcoba en la que
Mikael tenía que andar sigilosamente dando rodeos para poder ir a verla a su
casa sin ser descubierto. Ella se comportaba como una colegiala enamorada
incapaz de reprimir su deseo. Durante las últimas semanas su actitud había sido
absurda.
«El
problema es que me gusta demasiado —pensó—. Me va a hacer daño.» Permaneció un
buen rato deseando que Mikael Blomkvist nunca se hubiera instalado en Hedeby.
Había
abierto una botella de vino y se había tomado dos copas en la más completa
soledad. Puso las noticias de la tele e intentó enterarse de cómo iba la
política mundial, pero se cansó enseguida de los supuestamente sensatos
comentarios que explicaban por qué era necesario que el presidente Bush
destruyera Irak con sus bombas. En su lugar, se sentó en el sofá del salón y
cogió El horrible láser, un libro de Gellert Tamas sobre el
asesino racista de Estocolmo. Sólo fue capaz de leer un par de páginas antes de
dejar el libro. El tema le había recordado inmediatamente a su padre. Se
preguntaba en qué estaría pensando él ahora.
La
última vez que se vieron de verdad fue en 1984, cuando lo acompañó a él y a su
hermano Birger a cazar liebres al norte de Hedestad. Birger iba a probar un
nuevo perro de caza, un Foxhound Hamilton que acababa de adquirir. Harald Vanger
tenía setenta y tres años, y ella se esforzaba al máximo para aceptar su
locura, que había convertido su infancia en una pesadilla y marcado toda su
vida adulta.
Cecilia
nunca fue tan frágil como en aquel momento de su vida. Hacía tres meses que su
matrimonio se había ido al traste. Violencia doméstica... ¡qué expresión tan
banal! Para ella adquirió la forma de un maltrato leve pero constante.
Bofetadas, violentos empujones, repentinos cambios de humor y soportar que la
tirara sobre el suelo de la cocina. Sus arrebatos resultaban siempre
inexplicables y los abusos raramente eran lo suficientemente graves como para
dejarle secuelas físicas. Evitaba golpearla con el puño. Cecilia ya se había
hecho a ello.
Hasta
el día en el que, sin pensárselo dos veces, le devolvió el golpe y él perdió el
control por completo. La pelea acabó cuando el marido, fuera de sí, le tiró
unas tijeras que se le clavaron en el omoplato.
Se
arrepintió y, presa del pánico, la llevó al hospital, donde se inventó una
historia sobre un extraño accidente cuya falsedad le quedó perfectamente clara
a todo el personal de urgencias desde el mismo momento en que empezó a hablar.
Ella estaba avergonzada. Le dieron doce puntos y estuvo ingresada dos días.
Luego Henrik Vanger fue a buscarla y se la llevó a su casa. Desde entonces no
había vuelto a hablar con su marido.
Aquel
soleado día de otoño, tres meses después de la ruptura del matrimonio, Harald
Vanger estaba de buen humor, incluso amable. Pero de pronto, en medio del
bosque, empezó a atacar a su hija con humillantes insultos y comentarios
vulgares sobre su vida y sus hábitos sexuales, y le soltó que no le extrañaba
que una puta como ella fuera incapaz de retener a un hombre a su lado.
Su
hermano ni siquiera advirtió que las palabras de su progenitor impactaron en
ella como latigazos En su lugar, Birger Vanger se rio y puso un brazo alrededor
del hombro de su padre para, a su manera, quitarle hierro a la situación con
comentarios del tipo «ya se sabe cómo son las mujeres» Le hizo un guiño tranquilizador
a Cecilia e instó a Harald Vanger a que se fuera a una pequeña colina y se quedara
un rato allí al acecho de alguna presa.
Hubo
un momento en el que el tiempo pareció detenerse para Cecilia Vanger. Contempló
a su padre y a su hermano y, de pronto, se percató de que la escopeta de caza
que llevaba en la mano estaba cargada. Cerró los ojos. Fue la única alternativa
que tuvo en ese momento para no levantar el arma y disparar los dos cartuchos.
Quiso matarlos a los dos. Pero dejó caer la escopeta ante sus pies, se dio
media vuelta y regresó andando al sitio donde habían aparcado el coche. Regresó
a casa sola, abandonándolos allí a su suerte. Desde ese día sólo hablaba con su
padre en muy contadas ocasiones, cuando se veía obligada por la situación. Se negó
a dejarle entrar en su casa y jamás volvió a pisar el domicilio paterno. «Me
has destrozado la vida —pensó Cecilia Vanger—. Me la destrozaste siendo yo una
niña.»
A
las ocho y media de la noche, Cecilia Vanger cogió el teléfono y llamó a Mikael
Blomkvist para pedirle que fuera.
El
abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos estaban inutilizados.
Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la consciencia,
pero se hallaba desorientado y no recordaba muy bien qué le había pasado.
Cuando, poco a poco, fue recuperando el control de su cuerpo, se encontró
desnudo, tumbado de espaldas sobre su cama, con las muñecas esposadas y
dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde
los electrodos habían entrado en contacto con su cuerpo.
Lisbeth
Salander estaba tranquilamente sentada en una silla de rejilla que había
acercado a la cama, donde, con las botas puestas, descansaba los pies mientras
se fumaba un cigarrillo. Cuando Bjurman intentó hablar se dio cuenta de que su
boca estaba tapada con cinta aislante. Giró la cabeza. Ella había sacado los
cajones y vaciado su contenido.
—He
encontrado tus juguetitos —dijo Salander.
Sostenía
en la mano una fusta mientras rebuscaba en la colección de consoladores, bridas
y máscaras de látex que había echado al suelo.
—¿Para
qué sirve esto? —dijo ella, mostrándole un enorme tapón anal—. No, no intentes
hablar; digas lo que digas no te voy a entender. ¿Es esto lo que usaste conmigo
la semana pasada? Basta con que asientas con la cabeza.
Se
inclinó hacia él, expectante.
Nils
Bjurman sintió repentinamente cómo un terror frío le recorría el pecho y perdió
el control. Tiró de las esposas. Ella había tomado las riendas. Imposible. No
pudo hacer nada cuando Lisbeth Salander se inclinó sobre él y le colocó el
tapón entre las nalgas.
—Así
que te va el sado —le dijo—. Te gusta meterle cositas a la gente, ¿verdad?
Ella
lo clavó con la mirada; su cara era una inexpresiva máscara.
—Sin
lubricante, ¿no?
Bjurman
emitió un alarido a través de la cinta aislante cuando Lisbeth Salander,
brutalmente, separó sus nalgas y le metió el tapón en su sitio.
—Deja
de quejarte —dijo Salander, imitando su voz—. Si te pones bravo, voy a tener
que castigarte.
Se
levantó y bordeó la cama. Él, indefenso, la siguió con la mirada... «¿Qué coño
va a hacer ahora?» Desde el salón, Lisbeth Salander llevó al dormitorio un
televisor de 32 pulgadas sobre ruedas. En el suelo estaba el reproductor de
deuvedés. Todavía con la fusta en la mano, lo miró.
—¿Me
estás prestando toda tu atención? —preguntó—. No intentes hablar: basta con que
muevas la cabeza. ¿Me oyes?
Él
asintió.
—Muy
bien. —Se inclinó y cogió la mochila—. ¿La reconoces?
Él
movió la cabeza.
—Es
la mochila que llevaba cuando te visité la semana pasada. Es de lo más
práctico. La he tomado prestada de Milton Security.
Abrió
una cremallera que había en la parte inferior.
—Esto
es una cámara digital. ¿Sueles ver Insider, en TV3? Es como las mochilas que usan
esos terribles reporteros cuando graban algo con cámara oculta. —Cerró la
cremallera—. ¿El objetivo? ¿Te estás preguntando dónde se esconde? Es el
detalle más exquisito. Gran angular con fibra óptica. El ojo parece un botón y
se oculta en el cierre del asa. Quizá recuerdes que coloqué la mochila aquí en
la mesa antes de que empezaras a meterme mano. Me aseguré bien de que el
objetivo apuntara hacia la cama.
Le
mostró un disco y lo insertó en el aparato reproductor. Luego giró la silla
situándola de manera que pudiera ver la pantalla del televisor y se sentó.
Encendió otro cigarrillo y pulsó el botón de encendido. El abogado Bjurman se
vio a sí mismo abrirle la puerta a Lisbeth Salander. «¿Ni siquiera te enseñaron
las horas en el colegio? », saludó, irritado.
Le
puso toda la película. Terminó al cabo de noventa minutos, en medio de una
escena en la que el abogado Bjurman, desnudo, estaba sentado apoyado contra el
cabecero de la cama, tomándose una copa de vino mientras contemplaba a Lisbeth
Salander acurrucada en la cama con las manos esposadas en la espalda.
Apagó
la tele y permaneció callada en la silla durante más de diez minutos sin
mirarle. Bjurman ni siquiera se atrevió a moverse. Luego Lisbeth Salander se
levantó y se dirigió al cuarto de baño. Cuando volvió, se sentó en la silla. Su
voz resultaba tan áspera como el papel de lija.
—Cometí
un error la semana pasada —dijo—. Creí que iba a tener que chupártela otra vez,
lo cual, tratándose de ti, es de lo más asqueroso, pero no tanto como para no
ser capaz de hacerlo. Creí que conseguiría fácilmente material con la
suficiente calidad para demostrar que eres un asqueroso y baboso viejo. Te
juzgué mal. No había entendido lo jodidamente enfermo que estás.
»Te
voy a hablar claramente —prosiguió—. Esta película muestra cómo violas a una
retrasada mental de veinticuatro años de la que has sido nombrado
administrador. Y no tienes ni idea de lo retrasada que puedo llegar a ser si
hace falta. Cualquiera que vea esto descubrirá que no sólo eres un mierda sino
también un loco sádico. Ésta es la segunda y la última vez, espero, que veo
esta película. Bastante instructiva, ¿a que sí? Yo creo que va a ser a ti a
quien van a encerrar, no a mí. ¿Estás de acuerdo?
Lisbeth
esperaba. Él no reaccionaba, pero ella pudo ver que estaba temblando. Agarró la
fusta y le dio un latigazo en medio de sus órganos sexuales.
—¿Estás
de acuerdo? —repitió con una voz considerablemente más alta. Él asintió con la
cabeza—. Muy bien. Entonces, eso ha quedado claro.
Acercó
la silla y se sentó de modo que pudiera mirarle a los ojos.
—Bueno,
¿qué crees que debemos hacer para arreglar este asunto?
Él
no pudo contestar.
—¿Se
te ocurre alguna buena idea?
Como
él no reaccionaba, ella alargó la mano, lo cogió por los testículos y estiró
hasta que la cara de Bjurman se retorció de dolor.
—¿Se
te ocurre alguna buena idea? —repitió.
Él
negó con la cabeza.
—Bien.
Porque espero que, en el futuro, no se te ocurra jamás ninguna idea; si no, me
vas a cabrear la hostia. —Se reclinó en la silla y encendió otro cigarrillo—.
Yo te diré lo que va a pasar: la semana que viene, en cuanto hayas podido cagar
ese pedazo de tapón de goma del culo, le darás instrucciones al banco para que
yo, única y exclusivamente yo, tenga acceso a mi cuenta. ¿Entiendes lo que te
estoy diciendo?
El
abogado Bjurman asintió con la cabeza.
—Muy
bien. Nunca jamás volverás a ponerte en contacto conmigo. En el futuro sólo nos
reuniremos si a mí me da la gana. En otras palabras: acabas de recibir una
orden en la que se te prohíben las visitas.
Él
movió la cabeza afirmativamente varias veces para, acto seguido, suspirar. «No
piensa matarme», pensó.
—Si
vuelves a contactar conmigo, las copias de este disco llegarán a todas y cada
una de las redacciones periodísticas de Estocolmo. ¿Entiendes?
Asintió
repetidas veces. «Tengo que hacerme con la película.»
—Una
vez al año, entregarás un informe positivo sobre mí a la comisión de tutelaje.
Les comunicarás que llevo una vida perfectamente normal, que tengo un trabajo
fijo, que mi comportamiento es impecable y que consideras que no existe
absolutamente nada anormal en mi forma de actuar. ¿De acuerdo?
Él
movió la cabeza afirmativamente.
—Cada
mes redactarás un falso informe sobre tus supuestas reuniones conmigo. Darás
cuenta, con gran detalle, de mi actitud positiva y de lo bien que me van las
cosas. Me enviarás una copia por correo. ¿Está claro?
Él
volvió a asentir. Lisbeth Salander reparó, con la mirada ausente, en las gotas
de sudor que poblaban la frente de Bjurman.
—Dentro
de unos años, vamos a decir dos, solicitarás una vista oral en el juzgado para
obtener la revocación de mi declaración de incapacidad. Utilizarás los informes
que habrás redactado acerca de nuestras falsas reuniones mensuales. Te ocuparás
de buscar un loquero que jure que soy perfectamente normal. Tendrás que poner
mucho de tu parte. Deberás hacer todo lo que esté en tu mano para que yo sea
declarada mayor de edad.
Él
asintió.
—¿Sabes
por qué tienes que esforzarte al máximo? Por una jodida razón: porque si
fracasas, haré público el contenido de esta película.
Bjurman
escuchó cada una de las sílabas que pronunció Lisbeth Salander. Un repentino
estallido de odio apareció en sus ojos. Decidió que ella cometía un error
dejándole con vida. «Esto lo pagarás caro, puta de mierda. Tarde o temprano. Te
voy a destrozar.» Pero seguía asintiendo con fingido entusiasmo al responder a
cada pregunta.
—Y
lo mismo sucederá si intentas contactar conmigo —le dijo, pasándose un dedo de
un lado a otro del cuello—. Dile adiós a este piso, a tu bonito título y a los
millones de esa cuenta bancaria que tienes en el extranjero.
Los
ojos se le pusieron como platos al oírla mencionar el dinero. «Cómo coño se
habrá enterado...» Ella sonrió y se tragó el humo del tabaco. Luego tiró el
cigarrillo sobre la moqueta y lo apagó pisándolo con el tacón.
—Quiero
una copia de las llaves del piso y del despacho.
Él
arqueó las cejas. Ella se inclinó hacia delante y le mostró una radiante
sonrisa.
—De
ahora en adelante yo controlaré tu vida. Cuando menos te lo esperes, quizá
cuando estés durmiendo, apareceré por tu dormitorio con esto en la mano.
Le
mostró la pistola eléctrica.
—Te
voy a vigilar. Si vuelvo a pillarte con una chica, no importa si ha venido
voluntariamente o no, si alguna vez te encuentro con una mujer, sea quien
sea... —Lisbeth Salander se pasó nuevamente los dedos por el cuello—. Si yo
muriera, si sufriera un accidente, si me atropellara un coche, o si me
ocurriera algo..., los periódicos recibirían copias de la película. Además de
una historia detallada en la que cuento qué significa tenerte a ti como
administrador.
»Y
otra cosa. —Se inclinó, acercando su cara a unos pocos centímetros de la del
abogado—. Si me vuelves a tocar alguna vez, te mataré. Créeme.
El
abogado Bjurman la creyó sin vacilar. En sus ojos pudo ver que no se estaba
marcando un farol.
—Recuerda
que estoy loca.
Él
asintió.
Ella
lo contempló pensativa.
—No
creo que tú y yo vayamos a ser amigos —dijo Lisbeth Salander con voz seria—.
Ahora mismo estás ahí tumbado congratulándote de que sea tan estúpida como para
dejarte vivir. A pesar de ser mi prisionero, sientes que controlas la
situación; piensas que lo único que haré, si no te mato, es soltarte. Así que
albergas la esperanza de recuperar muy pronto tu poder sobre mí. ¿A que sí?
Preso,
de repente, de malos presentimientos, él negó con la cabeza.
—Te
voy a regalar una cosa para que te acuerdes siempre de nuestro pacto.
Le
mostró una malévola sonrisa, se subió a la cama y se sentó de rodillas entre
sus piernas. El abogado Bjurman no sabía lo que ella quería decir, pero sintió
miedo. Acto seguido, descubrió una aguja en la mano de Lisbeth.
Movió
bruscamente la cabeza de un lado a otro e intentó girar el cuerpo hasta que
ella apoyó una rodilla contra su entrepierna y, a modo de advertencia, le
apretó con fuerza.
—Estate
quieto. Es la primera vez que uso estos instrumentos.
Trabajó
concentradamente durante dos horas. Al terminar, él ya había dejado de
quejarse. Más bien parecía hallarse en un estado de apatía. Lisbeth se bajó de
la cama, ladeó la cabeza y contempló su obra con mirada crítica. Su talento artístico
dejaba mucho que desear. Las letras estaban torcidas, lo que les daba un toque
impresionista. Le había tatuado un texto de cinco líneas, con letras mayúsculas
azules y rojas que le cubrían todo el estómago y le bajaban desde los pezones
hasta casi alcanzar el sexo: «SOY UN SÁDICO CERDO, UN HIJO DE PUTA Y UN
VIOLADOR».
Recogió
las agujas y metió los cartuchos de tinta en su mochila. Luego fue al cuarto de
baño y se lavó las manos. Al volver al dormitorio se dio cuenta de que se
sentía considerablemente mejor.
—Buenas
noches —dijo.
Antes
de marcharse, abrió una de las esposas y le dejó la llave encima de su
estómago. Se llevó la película y el juego de llaves del piso.
Mientras
compartían un cigarrillo, poco después de la medianoche, Mikael le contó que no
iban a poder verse durante un tiempo. Cecilia se volvió y lo miró asombrada.
—¿Qué
quieres decir? —preguntó.
Él
pareció avergonzarse.
—El
lunes ingreso en la cárcel; tres meses.
Sobraba
cualquier otra aclaración. Cecilia permaneció en silencio un buen rato. De
repente le entraron ganas de llorar.
Dragan
Armanskij había empezado a perder la esperanza cuando, inesperadamente, Lisbeth
Salander llamó a su puerta el lunes por la tarde. No le había visto el pelo
desde que canceló la investigación sobre el caso Wennerström, a principios de
enero, y cada vez que intentaba hablar con ella, o no contestaba la llamada o
colgaba el teléfono con la excusa de que estaba ocupada.
—¿Algún
trabajo para mí? —preguntó ella, ahorrándose los innecesarios saludos.
—Hola.
Me alegro de verte. Creí que te habías muerto o algo así.
—Tenía
que resolver un asunto.
—Te
pasa bastante a menudo.
—Esto
era urgente. Ya he vuelto. ¿Hay algo?
Armanskij
negó con la cabeza.
—Sorry.
Ahora mismo no.
Lisbeth
Salander lo miró tranquilamente. Al cabo de un rato, Armanskij retomó el hilo y
prosiguió:
—Lisbeth,
ya sabes que te quiero mucho y que te hago encargos con gran placer. Pero
llevas dos meses fuera y he estado hasta arriba de trabajo. Simplemente, no
puedo fiarme de ti. Me he visto obligado a encomendarles las tareas a otros y
ahora no tengo nada.
—¿Puedes
subir el volumen?
—¿Qué?
—La
radio.
...la revista Millennium. El comunicado de que el veterano industrial
Henrik Vanger pasa a ser copropietario y a ocupar un puesto en la junta directiva
de la revista Millennium llega
el mismo día en el que el anterior editor jefe, Mikael Blomkvist, empieza a
cumplir su condena de tres meses en la cárcel por haber difamado al empresario
Hans-Erik Wennerström. La redactora jefe de Millennium, Erika Berger, anunció en rueda de
prensa que Mikael Blomkvist recuperará su puesto cuando haya cumplido la pena.
—¡Hostia!
—dijo Lisbeth Salander en voz tan baja que lo único que Armanskij advirtió fue
que había movido los labios. Ella se levantó a toda prisa y se dirigió a la
puerta.
—Espera.
¿Adónde vas?
—A
casa. Voy a mirar unas cosas. Llámame cuando tengas algo.
La
noticia de que Millennium contaría
con la ayuda de Henrik Vanger era un acontecimiento considerablemente más
importante de lo que Lisbeth Salander esperaba en principio. La edición digital
de Aftonbladet ya publicaba un largo comunicado de la
agencia de noticias TT, que resumía la carrera profesional de
Henrik Vanger y constataba que era la primera vez en más de veinte años que el
viejo magnate industrial hacía una aparición pública. La entrada como
copropietario de Millennium se
consideraba tan inverosímil como si de repente se dijera que los conservadores
Peter Wallenberg o Erik Penser iban a figurar como socios de la revista ETC o
como patrocinadores de Ordfiont Magasin.
El
acontecimiento era de tal envergadura que Rapport, en su edición de las siete y media de
la tarde, lo sacó en tercer lugar y le dedicó tres minutos. Entrevistaron a
Erika Berger en una mesa de reuniones de la redacción de Millennium. De buenas a primeras, el caso Wennerström
volvía a ser noticia.
—El
año pasado cometimos un grave error que acabó en condena por difamación.
Naturalmente, es algo que lamentamos pero ya tendremos ocasión de retomar la
historia en su momento.
—¿Qué
quiere decir con «retomar la historia»? —preguntó el periodista.
—Que,
cuando llegue la hora, contaremos nuestra versión de lo sucedido, algo que, de
facto, aún no
hemos hecho.
—¿Y
por qué no lo hicieron en el juicio?
—Optamos
por no contarlo. Pero, por supuesto, vamos a continuar con nuestra línea de
periodismo de investigación.
—¿Eso
significa que siguen defendiendo la historia por la que les condenaron?
—De
momento no tengo más comentarios al respecto.
—Pero
tras la sentencia despidieron a Mikael Blomkvist.
—En
absoluto, se equivoca. Lea nuestro comunicado de prensa. Mikael necesitaba un
merecido descanso. Volverá como editor jefe más tarde, este mismo año.
La
cámara ofreció una visión panorámica de la redacción, mientras el presentador
resumía el agitado pasado de Millennium, una singular y rebelde revista.
Mikael Blomkvist no se encontraba en disposición de hacer comentarios. Acababa
de ser encerrado en el centro penitenciario de Rullåker, situado junto a un
pequeño lago en medio del bosque, a unos diez kilómetros de Östersund, en la
provincia de Jämtland.
A
un lado de la imagen televisiva, Lisbeth Salander vio, de repente, a Dirch
Frode apareciendo por una puerta de la redacción. Pensativa, arqueó las cejas y
se mordió el labio inferior.
Había sido
un lunes pobre en sucesos, así que en la edición de las nueve le dedicaron
cuatro minutos enteros a Henrik Vanger. La entrevista tuvo lugar en un estudio
de la televisión local de Hedestad. El periodista empezó diciendo que «después
de dos décadas de silencio, el legendario industrial Henrik Vanger vuelve a
estar en el candelero». El reportaje se inició presentando la vida de Henrik
Vanger con unas imágenes televisivas en blanco y negro, donde se le veía con el
primer ministro Tage Erlander inaugurando fábricas en los años sesenta. Luego,
la cámara enfocó el sofá del estudio donde Henrik Vanger estaba confortable y
tranquilamente sentado, con las piernas cruzadas. Llevaba una camisa amarilla,
una estrecha corbata verde y una cómoda americana marrón oscuro. A nadie se le
pasó por alto que era como un viejo y demacrado espantapájaros, pero hablaba
con una voz firme y clara. Y sin pelos en la lengua. El reportero comenzó por
preguntar qué le había llevado a ser socio de Millennium.
—Millennium es
una revista muy buena que llevo siguiendo desde hace varios años. Hoy en día se
encuentra asediada. Tiene poderosos enemigos que lo han organizado todo para
que los anunciantes la boicoteen y se hunda por completo.
Evidentemente,
el periodista no estaba preparado para una respuesta así, pero enseguida se
olió que la historia, ya de por sí bastante particular, cobraba un carácter
totalmente inesperado.
—¿Y
quién está detrás de ese boicot?
—Es
una de las cosas que Millennium, va a estudiar minuciosamente. Pero
permítame aprovechar esta oportunidad para comunicar que Millennium no
se va a dejar hundir tan fácilmente.
—¿Es
ésa la razón por la que usted ha entrado en la revista como socio?
—Sería
muy triste para la libertad de expresión que los intereses particulares tuvieran
el poder de acallar las voces de los medios de comunicación que les parecen
molestas.
Henrik
Vanger hablaba como si su punto de vista cultural fuese de lo más radical y
llevara toda la vida luchando por la libertad de expresión. En la sala de
televisión del centro penitenciario de Rullåker que estrenaba esa noche, Mikael
Blomkvist soltó una inesperada carcajada. Los otros reclusos lo miraron de
reojo con cierta inquietud.
Más
tarde —echado sobre la cama de su celda, que le recordaba a una pequeña habitación
de motel, amueblada con una mesita, una silla y una estantería fija en la
pared— admitió que Henrik y Erika habían tenido razón en cuanto a cómo se debía
lanzar la noticia. Sin comentar el tema con nadie, ya sabía que algo había
cambiado con respecto a la opinión que la gente tenía de Millennium.
La
aparición de Henrik Vanger no era más que una directa declaración de guerra
contra Hans-Erik Wennerström. El mensaje era claro como el agua: ya no te estás
enfrentando a una revista con seis empleados cuyo presupuesto anual equivale al
de una simple comida de negocios del Wennerstroem Group. Ahora también te
enfrentas a las empresas Vanger, que, bien es cierto, no son más que una sombra
de la grandeza de antaño, pero que, aun así, constituyen un desafío bastante
mayor. Wennerström podía elegir: o retirarse del conflicto o intentar aniquilar
también a las empresas Vanger.
Lo
que Henrik Vanger acababa de decir por televisión significaba que estaba
dispuesto a luchar. Puede que no tuviera nada que hacer contra Wennerström,
pero la guerra iba a salirle muy cara.
Erika
había medido sus palabras con mucho esmero. En realidad, no dijo nada, pero la
afirmación de que la revista todavía «no había dado cuenta de su versión»
sugería que, efectivamente, había algo que contar. A pesar de que Mikael había
sido acusado y condenado e, incluso, encarcelado, Erika sostuvo —sin decirlo—
que era realmente inocente y existía otra verdad.
Al
no haber usado abiertamente la palabra «inocente», su inocencia parecía más
obvia. El hecho de que se le pensara restituir como responsable de la revista
subrayaba que Millennium no
tenía nada de que avergonzarse. A ojos del público, la credibilidad no era un
problema: a todo el mundo le gustan las teorías conspirativas y, a la hora de
elegir entre un empresario forrado y una redactora jefe rebelde y guapa, no
resultaba difícil adivinar hacia dónde se inclinarían las simpatías. Aunque los
medios de comunicación no iban a tragarse la historia tan fácilmente, tal vez
Erika hubiera desarmado ya a unos cuantos críticos que no se atreverían a
plantarles cara.
En
realidad, ninguno de los acontecimientos del día provocó un cambio en la
situación, pero les permitió ganar tiempo y modificar levemente el equilibrio
de fuerzas. Mikael se imaginó que esa noche Wennerström lo estaría pasando mal.
Wennerström desconocía si ellos sabían mucho o poco, de modo que tendría que
averiguarlo antes de efectuar su próxima jugada.
Tras
haber visto su propia aparición televisiva, seguida de la de Henrik Vanger,
Erika, con gesto adusto, apagó la televisión y el vídeo. Miró el reloj: las
tres menos cuarto de la madrugada; se resistió al impulso de llamar a Mikael.
Estaba preso y resultaba improbable que tuviera el móvil en la celda. Ella
había llegado tan tarde al chalé de Saltsjöbaden que su marido ya dormía. Se
levantó, se dirigió al mueble bar, se sirvió una considerable cantidad de
Aberlour —casi nunca tomaba alcohol, como mucho una vez al año—, y se sentó
junto a la ventana mirando al mar y al faro del estrecho de Skuru.
Aquella
vez, cuando se quedaron solos tras cerrar el acuerdo con Henrik Vanger, Mikael
y Erika intercambiaron unas palabras bastante fuertes. A lo largo de los años
habían discutido en más de una ocasión sobre cómo enfocar un texto, cómo
maquetar, cómo evaluar la credibilidad de las fuentes y miles de cosas
relacionadas con la edición de una revista. Pero la discusión en la casa de
invitados de Henrik Vanger tocó una serie de principios que le hicieron
aventurarse por terreno resbaladizo.
—Ahora
no sé qué hacer —le había dicho Mikael—. Henrik Vanger me ha contratado para
redactar su autobiografía. Hasta hoy yo podía levantarme e irme en cuanto
intentara hacerme escribir alguna mentira, o tan pronto como quisiera
convencerme de que debía cambiar el enfoque de la historia. Ahora es uno de los
propietarios de nuestra revista, más aún, es el único que tiene suficientes
medios económicos para salvarla. De repente, me encuentro jugando a dos bandas,
cosa que a la comisión de ética profesional, sin duda, no le gustaría lo más
mínimo.
—¿Tienes
alguna idea mejor? —replicó Erika—. Éste es el momento de soltarla, antes de
pasar a limpio el acuerdo y firmarlo.
—Ricky,
Vanger nos está utilizando para llevar a cabo su venganza personal contra Hans-Erik
Wennerström.
—So
what? Si alguien busca la venganza personal
contra Wennerström, somos nosotros.
Mikael
le volvió la espalda e, irritado, encendió un cigarrillo. La discusión continuó
un buen rato, hasta que Erika se fue al dormitorio, se desnudó y se acostó.
Fingía dormir cuando, dos horas más tarde, Mikael se metió en la cama a su
lado.
Esa
misma noche, un periodista del Dagens Nyheter le
había hecho una pregunta idéntica:
—¿Cómo
va a poder Millennium defender
su independencia con credibilidad?
—¿Qué
quieres decir?
El
periodista arqueó las cejas. Le pareció que la pregunta había sido lo
suficientemente clara, pero, aun así, se explicó.
—El
cometido de Millennium consiste,
entre otras cosas, en vigilar de cerca a las empresas. Pero ahora, ¿cómo podría
defender, de manera creíble, que hace lo mismo con las empresas Vanger?
Erika
lo miró perpleja, como si la pregunta la hubiese cogido completamente por
sorpresa.
—¿Quieres
decir que la credibilidad de Millennium va
a disminuir simplemente porque un conocido inversor con recursos haya entrado
en escena?
—Pues
sí, creo que resulta bastante obvio que a partir de ahora la revista no podrá
examinar a las empresas Vanger con credibilidad.
—¿Y
esa regla sólo se aplica a Millennium?
—¿Perdón?
—Quiero
decir: tú sí que trabajas para un periódico que está en manos de importantes
intereses económicos. ¿Significa eso que ninguno de los periódicos publicados
por el Grupo Bonnier tiene credibilidad? La propietaria de Aftonbladet es
una gran empresa noruega que, a su vez, desempeña un importante papel dentro
del mundo de la informática y la comunicación. ¿Quiere decir que la cobertura
que Aftonbladet lleva
a cabo sobre la industria electrónica no resulta creíble? El dueño de Metro es
el Grupo Stenbeck. ¿Estás afirmando, acaso, que ningún periódico sueco que esté
en manos de importantes intereses económicos tiene credibilidad?
—No,
claro que no.
—Entonces,
¿por qué insinúas que la credibilidad de Millennium va
a reducirse por el simple hecho de que nosotros también tengamos patrocinadores?
El
periodista levantó las manos.
—Vale,
retiro la pregunta.
—No.
No lo hagas. Quiero que escribas exactamente lo que te acabo de decir. Y puedes
añadir que si el Dagens Nyheter se
compromete a observar más detenidamente a las empresas Vanger, nosotros haremos
lo mismo con el Grupo Bonnier.
Pero
sí que era un dilema ético.
Mikael
trabajaba para Henrik Vanger, quien, a su vez, se encontraba en posición de
hundir a Millennium de
un solo plumazo. Si Mikael y Henrik Vanger se enemistaran por algún motivo,
¿qué ocurriría?
Y,
sobre todo, ¿qué precio ponía ella a su propia credibilidad, y en qué momento
pasaría de ser una redactora independiente a una corrupta? No le gustaban ni
las preguntas ni las respuestas.
Lisbeth
Salander se desconectó de la red y apagó su PowerBook. No tenía trabajo pero sí
hambre. Lo primero no la preocupaba, especialmente desde que había recuperado
el control de su cuenta corriente, y el abobado Bjurman se había convertido en
una simple molestia pasajera del pasado. Lo del hambre lo solucionó yendo a la
cocina y poniendo la cafetera. Se preparó tres grandes rebanadas de pan con
queso, paté de pescado y un huevo duro muy cocido: era lo primero que tomaba en
muchas horas. Mientras repasaba la información que había bajado de Internet, se
lo comió todo en el sofá del salón.
Un
tal Dirch Frode, de Hedestad, la había contratado para hacer una investigación
personal sobre Mikael Blomkvist, condenado a prisión por difamar al empresario
Hans-Erik Wennerström. Unos meses después, Henrik Vanger, también de Hedestad,
entraba en la junta directiva de Millennium y
declaraba que existía una conspiración para hundir a la revista, todo ello el
mismo día en el que Mikael Blomkvist ingresaba en la cárcel. Y lo más
fascinante: un artículo publicado hacía dos años sobre el pasado de Hans-Erik
Wennerström, «Con las manos vacías», que había encontrado en la edición digital
de la revista Finansmagasinet Monopol. Allí estaba escrito que inició su
despegue económico precisamente en las empresas Vanger, a finales de los años
sesenta.
No
hacía falta ser un superdotado para llegar a la conclusión de que los
acontecimientos, de alguna forma, debían de estar relacionados. En algún sitio
había gato encerrado y a Lisbeth Salander le encantaba soltar a los gatos
encerrados. Además, no tenía nada mejor que hacer.
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