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Millennium 1: Capitulo 14



CAPÍTULO 14

Sábado, 8 de marzo - Lunes, 17 de marzo
Lisbeth Salander pasó toda la semana en cama con dolores en el bajo vientre y hemorragias anales, así como con otras heridas menos visibles que tardarían mucho más tiempo en curarse. Esta vez había sido una experiencia totalmente distinta a la primera violación que sufrió en el despacho; ya no se trataba de coacción y humillación, sino de una brutalidad sistemática.
Se dio cuenta tarde, demasiado tarde, de que se había equivocado por completo al juzgar a Bjurman.
Lo había visto como un hombre al que le gustaba ejercer el poder y dominar a los demás, no como un sádico consumado. La había tenido esposada toda la noche. En varias ocasiones, pensó que la iba a matar; de hecho, hubo un momento en el que le hundió una almohada en la cara hasta que ella sintió cómo se le dormía todo el cuerpo. Estuvo a punto de perder el conocimiento.
No lloró.
Aparte de las lágrimas causadas por el dolor puramente físico de la violación, no derramó ni una sola lágrima más. Tras abandonar el piso de Bjurman, fue cojeando hasta la parada de taxis de Odenplan, llegó a casa y subió las escaleras con mucho esfuerzo. Se duchó y se limpió la sangre. Luego bebió medio litro de agua y se tomó dos somníferos de la marca Rohypnol; acto seguido, se fue a la cama dando algunos traspiés y se tapó la cabeza con el edredón.
Se despertó dieciséis horas más tarde, el domingo a la hora de comer, con la mente en blanco e insistentes dolores de cabeza, músculos y bajo vientre. Se levantó, bebió dos vasos de yogur líquido y se comió una manzana. Luego se tomó dos somníferos más y regresó a la cama.
Hasta el martes no tuvo fuerzas para levantarse. Salió y compró un paquete grande de Billys Pan Pizza, metió dos pizzas en el microondas y llenó un termo de café. Luego se pasó toda la noche en Internet leyendo artículos y tratados sobre la psicopatología del sadismo.
Se fijó en un artículo publicado por un grupo feminista de Estados Unidos en el que la autora sostenía que el sádico elegía sus «relaciones» con una precisión casi intuitiva; la mejor víctima era la que pensaba que no tenía elección e iba a su encuentro voluntariamente El sádico se especializaba en individuos inseguros en situación de dependencia, y tenía una espeluznante capacidad para identificar a las víctimas más adecuadas.
El abogado Bjurman la había elegido a ella.
Eso la hizo reflexionar.
Le daba una idea de cómo la veía la gente.


El viernes, una semana después de la segunda violación, Lisbeth Salander fue andando desde su casa hasta un estudio de tatuajes, en Hornstull, donde tenía hora reservada. No había más clientes en el local. El dueño la saludó con la cabeza al reconocerla.
Eligió un tatuaje pequeño y sencillo en forma de brazalete y le pidió que se lo hiciera en el tobillo. Le señaló el sitio con el dedo.
—Ahí la piel es muy fina. Duele mucho —advirtió el tatuador.
—No importa —respondió Lisbeth Salander, quitándose los pantalones y tendiéndole la pierna.
—De acuerdo, un brazalete. Ya tienes muchos tatuajes. ¿Estás segura de querer otro?
—Es para no olvidar —contestó.


El sábado Mikael Blomkvist abandonó el Café de Susanne a las dos, cuando cerró. Se había pasado toda la mañana metiendo datos en su iBook. Antes de volver a casa se acercó hasta Konsum para comprar comida y cigarrillos. Había descubierto la pölsa [plato tradicional sueco elaborado principalmente con carne picada de ternera, corazón, hígado, cebolla y granos de centeno] salteada con patatas y remolacha, un plato que no le había gustado nunca, pero que, por alguna razón, resultaba perfecto para la vida del campo.
A las siete de la tarde se quedó pensativo delante de la ventana. Cecilia Vanger no lo había llamado. Sus caminos se cruzaron brevemente al mediodía cuando ella se dirigía a la panadería de Susanne a comprar el pan, pero andaba demasiado absorta en sus pensamientos. Parecía que ese sábado no lo iba a llamar. Miró de reojo su pequeño televisor, que casi nunca encendía. Tampoco esta vez. En su lugar, se sentó en el sofá de la cocina y abrió una novela policíaca de Sue Grafton.


El sábado por la noche, a la hora acordada, Lisbeth Salander volvió al piso de Nils Bjurman, en Odenplan. La dejó entrar con una educada y acogedora sonrisa.
—¿Cómo estás hoy, querida Lisbeth? —preguntó a modo de saludo.
Ella no contestó. Él le puso un brazo alrededor del hombro.
—Tal vez me pasara el otro día —dijo—. Te vi bastante hecha polvo.
Lisbeth le obsequió con una sonrisa agria y al abogado le invadió una repentina sensación de inseguridad. «Esta tía está chiflada. Que no se me olvide.» Se preguntaba si ella terminaría acostumbrándose y aceptando la situación.
—¿Vamos al dormitorio? —preguntó Lisbeth Salander.
«Claro, que a lo mejor le va la marcha...» La condujo a la habitación pasándole un brazo por encima del hombro, tal y como hizo la vez anterior. «Hoy la trataré con más cuidado. Así me ganaré su confianza.» Ya había sacado las esposas; estaban sobre la cómoda. Hasta que llegaron a la cama el abogado Bjurman no advirtió que pasaba algo raro.
Era ella la que lo llevaba a él a la cama, y no al revés. Se quedó parado, mirándola desconcertado, cuando Lisbeth sacó algo del bolsillo de su cazadora. Al principio le pareció un teléfono móvil. Luego vio sus ojos.
—Di buenas noches —dijo ella.
Subió la pistola eléctrica hasta su axila izquierda y le disparó 75.000 voltios. Cuando sus piernas empezaron a flaquear, ella apoyó el hombro contra su cuerpo y empleó todas sus fuerzas para tumbarle sobre la cama.


Cecilia Vanger se sentía algo achispada. Había decidido no llamar a Mikael Blomkvist. La relación se había convertido en una ridícula comedia de alcoba en la que Mikael tenía que andar sigilosamente dando rodeos para poder ir a verla a su casa sin ser descubierto. Ella se comportaba como una colegiala enamorada incapaz de reprimir su deseo. Durante las últimas semanas su actitud había sido absurda.
«El problema es que me gusta demasiado —pensó—. Me va a hacer daño.» Permaneció un buen rato deseando que Mikael Blomkvist nunca se hubiera instalado en Hedeby.
Había abierto una botella de vino y se había tomado dos copas en la más completa soledad. Puso las noticias de la tele e intentó enterarse de cómo iba la política mundial, pero se cansó enseguida de los supuestamente sensatos comentarios que explicaban por qué era necesario que el presidente Bush destruyera Irak con sus bombas. En su lugar, se sentó en el sofá del salón y cogió El horrible láser, un libro de Gellert Tamas sobre el asesino racista de Estocolmo. Sólo fue capaz de leer un par de páginas antes de dejar el libro. El tema le había recordado inmediatamente a su padre. Se preguntaba en qué estaría pensando él ahora.
La última vez que se vieron de verdad fue en 1984, cuando lo acompañó a él y a su hermano Birger a cazar liebres al norte de Hedestad. Birger iba a probar un nuevo perro de caza, un Foxhound Hamilton que acababa de adquirir. Harald Vanger tenía setenta y tres años, y ella se esforzaba al máximo para aceptar su locura, que había convertido su infancia en una pesadilla y marcado toda su vida adulta.
Cecilia nunca fue tan frágil como en aquel momento de su vida. Hacía tres meses que su matrimonio se había ido al traste. Violencia doméstica... ¡qué expresión tan banal! Para ella adquirió la forma de un maltrato leve pero constante. Bofetadas, violentos empujones, repentinos cambios de humor y soportar que la tirara sobre el suelo de la cocina. Sus arrebatos resultaban siempre inexplicables y los abusos raramente eran lo suficientemente graves como para dejarle secuelas físicas. Evitaba golpearla con el puño. Cecilia ya se había hecho a ello.
Hasta el día en el que, sin pensárselo dos veces, le devolvió el golpe y él perdió el control por completo. La pelea acabó cuando el marido, fuera de sí, le tiró unas tijeras que se le clavaron en el omoplato.
Se arrepintió y, presa del pánico, la llevó al hospital, donde se inventó una historia sobre un extraño accidente cuya falsedad le quedó perfectamente clara a todo el personal de urgencias desde el mismo momento en que empezó a hablar. Ella estaba avergonzada. Le dieron doce puntos y estuvo ingresada dos días. Luego Henrik Vanger fue a buscarla y se la llevó a su casa. Desde entonces no había vuelto a hablar con su marido.
Aquel soleado día de otoño, tres meses después de la ruptura del matrimonio, Harald Vanger estaba de buen humor, incluso amable. Pero de pronto, en medio del bosque, empezó a atacar a su hija con humillantes insultos y comentarios vulgares sobre su vida y sus hábitos sexuales, y le soltó que no le extrañaba que una puta como ella fuera incapaz de retener a un hombre a su lado.
Su hermano ni siquiera advirtió que las palabras de su progenitor impactaron en ella como latigazos En su lugar, Birger Vanger se rio y puso un brazo alrededor del hombro de su padre para, a su manera, quitarle hierro a la situación con comentarios del tipo «ya se sabe cómo son las mujeres» Le hizo un guiño tranquilizador a Cecilia e instó a Harald Vanger a que se fuera a una pequeña colina y se quedara un rato allí al acecho de alguna presa.
Hubo un momento en el que el tiempo pareció detenerse para Cecilia Vanger. Contempló a su padre y a su hermano y, de pronto, se percató de que la escopeta de caza que llevaba en la mano estaba cargada. Cerró los ojos. Fue la única alternativa que tuvo en ese momento para no levantar el arma y disparar los dos cartuchos. Quiso matarlos a los dos. Pero dejó caer la escopeta ante sus pies, se dio media vuelta y regresó andando al sitio donde habían aparcado el coche. Regresó a casa sola, abandonándolos allí a su suerte. Desde ese día sólo hablaba con su padre en muy contadas ocasiones, cuando se veía obligada por la situación. Se negó a dejarle entrar en su casa y jamás volvió a pisar el domicilio paterno. «Me has destrozado la vida —pensó Cecilia Vanger—. Me la destrozaste siendo yo una niña.»
A las ocho y media de la noche, Cecilia Vanger cogió el teléfono y llamó a Mikael Blomkvist para pedirle que fuera.


El abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos estaban inutilizados. Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la consciencia, pero se hallaba desorientado y no recordaba muy bien qué le había pasado. Cuando, poco a poco, fue recuperando el control de su cuerpo, se encontró desnudo, tumbado de espaldas sobre su cama, con las muñecas esposadas y dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde los electrodos habían entrado en contacto con su cuerpo.
Lisbeth Salander estaba tranquilamente sentada en una silla de rejilla que había acercado a la cama, donde, con las botas puestas, descansaba los pies mientras se fumaba un cigarrillo. Cuando Bjurman intentó hablar se dio cuenta de que su boca estaba tapada con cinta aislante. Giró la cabeza. Ella había sacado los cajones y vaciado su contenido.
—He encontrado tus juguetitos —dijo Salander.
Sostenía en la mano una fusta mientras rebuscaba en la colección de consoladores, bridas y máscaras de látex que había echado al suelo.
—¿Para qué sirve esto? —dijo ella, mostrándole un enorme tapón anal—. No, no intentes hablar; digas lo que digas no te voy a entender. ¿Es esto lo que usaste conmigo la semana pasada? Basta con que asientas con la cabeza.
Se inclinó hacia él, expectante.
Nils Bjurman sintió repentinamente cómo un terror frío le recorría el pecho y perdió el control. Tiró de las esposas. Ella había tomado las riendas. Imposible. No pudo hacer nada cuando Lisbeth Salander se inclinó sobre él y le colocó el tapón entre las nalgas.
—Así que te va el sado —le dijo—. Te gusta meterle cositas a la gente, ¿verdad?
Ella lo clavó con la mirada; su cara era una inexpresiva máscara.
—Sin lubricante, ¿no?
Bjurman emitió un alarido a través de la cinta aislante cuando Lisbeth Salander, brutalmente, separó sus nalgas y le metió el tapón en su sitio.
—Deja de quejarte —dijo Salander, imitando su voz—. Si te pones bravo, voy a tener que castigarte.
Se levantó y bordeó la cama. Él, indefenso, la siguió con la mirada... «¿Qué coño va a hacer ahora?» Desde el salón, Lisbeth Salander llevó al dormitorio un televisor de 32 pulgadas sobre ruedas. En el suelo estaba el reproductor de deuvedés. Todavía con la fusta en la mano, lo miró.
—¿Me estás prestando toda tu atención? —preguntó—. No intentes hablar: basta con que muevas la cabeza. ¿Me oyes?
Él asintió.
—Muy bien. —Se inclinó y cogió la mochila—. ¿La reconoces?
Él movió la cabeza.
—Es la mochila que llevaba cuando te visité la semana pasada. Es de lo más práctico. La he tomado prestada de Milton Security.
Abrió una cremallera que había en la parte inferior.
—Esto es una cámara digital. ¿Sueles ver Insider, en TV3? Es como las mochilas que usan esos terribles reporteros cuando graban algo con cámara oculta. —Cerró la cremallera—. ¿El objetivo? ¿Te estás preguntando dónde se esconde? Es el detalle más exquisito. Gran angular con fibra óptica. El ojo parece un botón y se oculta en el cierre del asa. Quizá recuerdes que coloqué la mochila aquí en la mesa antes de que empezaras a meterme mano. Me aseguré bien de que el objetivo apuntara hacia la cama.
Le mostró un disco y lo insertó en el aparato reproductor. Luego giró la silla situándola de manera que pudiera ver la pantalla del televisor y se sentó. Encendió otro cigarrillo y pulsó el botón de encendido. El abogado Bjurman se vio a sí mismo abrirle la puerta a Lisbeth Salander. «¿Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio? », saludó, irritado.
Le puso toda la película. Terminó al cabo de noventa minutos, en medio de una escena en la que el abogado Bjurman, desnudo, estaba sentado apoyado contra el cabecero de la cama, tomándose una copa de vino mientras contemplaba a Lisbeth Salander acurrucada en la cama con las manos esposadas en la espalda.
Apagó la tele y permaneció callada en la silla durante más de diez minutos sin mirarle. Bjurman ni siquiera se atrevió a moverse. Luego Lisbeth Salander se levantó y se dirigió al cuarto de baño. Cuando volvió, se sentó en la silla. Su voz resultaba tan áspera como el papel de lija.
—Cometí un error la semana pasada —dijo—. Creí que iba a tener que chupártela otra vez, lo cual, tratándose de ti, es de lo más asqueroso, pero no tanto como para no ser capaz de hacerlo. Creí que conseguiría fácilmente material con la suficiente calidad para demostrar que eres un asqueroso y baboso viejo. Te juzgué mal. No había entendido lo jodidamente enfermo que estás.
»Te voy a hablar claramente —prosiguió—. Esta película muestra cómo violas a una retrasada mental de veinticuatro años de la que has sido nombrado administrador. Y no tienes ni idea de lo retrasada que puedo llegar a ser si hace falta. Cualquiera que vea esto descubrirá que no sólo eres un mierda sino también un loco sádico. Ésta es la segunda y la última vez, espero, que veo esta película. Bastante instructiva, ¿a que sí? Yo creo que va a ser a ti a quien van a encerrar, no a mí. ¿Estás de acuerdo?
Lisbeth esperaba. Él no reaccionaba, pero ella pudo ver que estaba temblando. Agarró la fusta y le dio un latigazo en medio de sus órganos sexuales.
—¿Estás de acuerdo? —repitió con una voz considerablemente más alta. Él asintió con la cabeza—. Muy bien. Entonces, eso ha quedado claro.
Acercó la silla y se sentó de modo que pudiera mirarle a los ojos.
—Bueno, ¿qué crees que debemos hacer para arreglar este asunto?
Él no pudo contestar.
—¿Se te ocurre alguna buena idea?
Como él no reaccionaba, ella alargó la mano, lo cogió por los testículos y estiró hasta que la cara de Bjurman se retorció de dolor.
—¿Se te ocurre alguna buena idea? —repitió.
Él negó con la cabeza.
—Bien. Porque espero que, en el futuro, no se te ocurra jamás ninguna idea; si no, me vas a cabrear la hostia. —Se reclinó en la silla y encendió otro cigarrillo—. Yo te diré lo que va a pasar: la semana que viene, en cuanto hayas podido cagar ese pedazo de tapón de goma del culo, le darás instrucciones al banco para que yo, única y exclusivamente yo, tenga acceso a mi cuenta. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
El abogado Bjurman asintió con la cabeza.
—Muy bien. Nunca jamás volverás a ponerte en contacto conmigo. En el futuro sólo nos reuniremos si a mí me da la gana. En otras palabras: acabas de recibir una orden en la que se te prohíben las visitas.
Él movió la cabeza afirmativamente varias veces para, acto seguido, suspirar. «No piensa matarme», pensó.
—Si vuelves a contactar conmigo, las copias de este disco llegarán a todas y cada una de las redacciones periodísticas de Estocolmo. ¿Entiendes?
Asintió repetidas veces. «Tengo que hacerme con la película.»
—Una vez al año, entregarás un informe positivo sobre mí a la comisión de tutelaje. Les comunicarás que llevo una vida perfectamente normal, que tengo un trabajo fijo, que mi comportamiento es impecable y que consideras que no existe absolutamente nada anormal en mi forma de actuar. ¿De acuerdo?
Él movió la cabeza afirmativamente.
—Cada mes redactarás un falso informe sobre tus supuestas reuniones conmigo. Darás cuenta, con gran detalle, de mi actitud positiva y de lo bien que me van las cosas. Me enviarás una copia por correo. ¿Está claro?
Él volvió a asentir. Lisbeth Salander reparó, con la mirada ausente, en las gotas de sudor que poblaban la frente de Bjurman.
—Dentro de unos años, vamos a decir dos, solicitarás una vista oral en el juzgado para obtener la revocación de mi declaración de incapacidad. Utilizarás los informes que habrás redactado acerca de nuestras falsas reuniones mensuales. Te ocuparás de buscar un loquero que jure que soy perfectamente normal. Tendrás que poner mucho de tu parte. Deberás hacer todo lo que esté en tu mano para que yo sea declarada mayor de edad.
Él asintió.
—¿Sabes por qué tienes que esforzarte al máximo? Por una jodida razón: porque si fracasas, haré público el contenido de esta película.
Bjurman escuchó cada una de las sílabas que pronunció Lisbeth Salander. Un repentino estallido de odio apareció en sus ojos. Decidió que ella cometía un error dejándole con vida. «Esto lo pagarás caro, puta de mierda. Tarde o temprano. Te voy a destrozar.» Pero seguía asintiendo con fingido entusiasmo al responder a cada pregunta.
—Y lo mismo sucederá si intentas contactar conmigo —le dijo, pasándose un dedo de un lado a otro del cuello—. Dile adiós a este piso, a tu bonito título y a los millones de esa cuenta bancaria que tienes en el extranjero.
Los ojos se le pusieron como platos al oírla mencionar el dinero. «Cómo coño se habrá enterado...» Ella sonrió y se tragó el humo del tabaco. Luego tiró el cigarrillo sobre la moqueta y lo apagó pisándolo con el tacón.
—Quiero una copia de las llaves del piso y del despacho.
Él arqueó las cejas. Ella se inclinó hacia delante y le mostró una radiante sonrisa.
—De ahora en adelante yo controlaré tu vida. Cuando menos te lo esperes, quizá cuando estés durmiendo, apareceré por tu dormitorio con esto en la mano.
Le mostró la pistola eléctrica.
—Te voy a vigilar. Si vuelvo a pillarte con una chica, no importa si ha venido voluntariamente o no, si alguna vez te encuentro con una mujer, sea quien sea... —Lisbeth Salander se pasó nuevamente los dedos por el cuello—. Si yo muriera, si sufriera un accidente, si me atropellara un coche, o si me ocurriera algo..., los periódicos recibirían copias de la película. Además de una historia detallada en la que cuento qué significa tenerte a ti como administrador.
»Y otra cosa. —Se inclinó, acercando su cara a unos pocos centímetros de la del abogado—. Si me vuelves a tocar alguna vez, te mataré. Créeme.
El abogado Bjurman la creyó sin vacilar. En sus ojos pudo ver que no se estaba marcando un farol.
—Recuerda que estoy loca.
Él asintió.
Ella lo contempló pensativa.
—No creo que tú y yo vayamos a ser amigos —dijo Lisbeth Salander con voz seria—. Ahora mismo estás ahí tumbado congratulándote de que sea tan estúpida como para dejarte vivir. A pesar de ser mi prisionero, sientes que controlas la situación; piensas que lo único que haré, si no te mato, es soltarte. Así que albergas la esperanza de recuperar muy pronto tu poder sobre mí. ¿A que sí?
Preso, de repente, de malos presentimientos, él negó con la cabeza.
—Te voy a regalar una cosa para que te acuerdes siempre de nuestro pacto.
Le mostró una malévola sonrisa, se subió a la cama y se sentó de rodillas entre sus piernas. El abogado Bjurman no sabía lo que ella quería decir, pero sintió miedo. Acto seguido, descubrió una aguja en la mano de Lisbeth.
Movió bruscamente la cabeza de un lado a otro e intentó girar el cuerpo hasta que ella apoyó una rodilla contra su entrepierna y, a modo de advertencia, le apretó con fuerza.
—Estate quieto. Es la primera vez que uso estos instrumentos.
Trabajó concentradamente durante dos horas. Al terminar, él ya había dejado de quejarse. Más bien parecía hallarse en un estado de apatía. Lisbeth se bajó de la cama, ladeó la cabeza y contempló su obra con mirada crítica. Su talento artístico dejaba mucho que desear. Las letras estaban torcidas, lo que les daba un toque impresionista. Le había tatuado un texto de cinco líneas, con letras mayúsculas azules y rojas que le cubrían todo el estómago y le bajaban desde los pezones hasta casi alcanzar el sexo: «SOY UN SÁDICO CERDO, UN HIJO DE PUTA Y UN VIOLADOR».
Recogió las agujas y metió los cartuchos de tinta en su mochila. Luego fue al cuarto de baño y se lavó las manos. Al volver al dormitorio se dio cuenta de que se sentía considerablemente mejor.
—Buenas noches —dijo.
Antes de marcharse, abrió una de las esposas y le dejó la llave encima de su estómago. Se llevó la película y el juego de llaves del piso.


Mientras compartían un cigarrillo, poco después de la medianoche, Mikael le contó que no iban a poder verse durante un tiempo. Cecilia se volvió y lo miró asombrada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Él pareció avergonzarse.
—El lunes ingreso en la cárcel; tres meses.
Sobraba cualquier otra aclaración. Cecilia permaneció en silencio un buen rato. De repente le entraron ganas de llorar.


Dragan Armanskij había empezado a perder la esperanza cuando, inesperadamente, Lisbeth Salander llamó a su puerta el lunes por la tarde. No le había visto el pelo desde que canceló la investigación sobre el caso Wennerström, a principios de enero, y cada vez que intentaba hablar con ella, o no contestaba la llamada o colgaba el teléfono con la excusa de que estaba ocupada.
—¿Algún trabajo para mí? —preguntó ella, ahorrándose los innecesarios saludos.
—Hola. Me alegro de verte. Creí que te habías muerto o algo así.
—Tenía que resolver un asunto.
—Te pasa bastante a menudo.
—Esto era urgente. Ya he vuelto. ¿Hay algo?
Armanskij negó con la cabeza.
Sorry. Ahora mismo no.
Lisbeth Salander lo miró tranquilamente. Al cabo de un rato, Armanskij retomó el hilo y prosiguió:
—Lisbeth, ya sabes que te quiero mucho y que te hago encargos con gran placer. Pero llevas dos meses fuera y he estado hasta arriba de trabajo. Simplemente, no puedo fiarme de ti. Me he visto obligado a encomendarles las tareas a otros y ahora no tengo nada.
—¿Puedes subir el volumen?
—¿Qué?
—La radio.
...la revista Millennium. El comunicado de que el veterano industrial Henrik Vanger pasa a ser copropietario y a ocupar un puesto en la junta directiva de la revista Millennium llega el mismo día en el que el anterior editor jefe, Mikael Blomkvist, empieza a cumplir su condena de tres meses en la cárcel por haber difamado al empresario Hans-Erik Wennerström. La redactora jefe de Millennium, Erika Berger, anunció en rueda de prensa que Mikael Blomkvist recuperará su puesto cuando haya cumplido la pena.
—¡Hostia! —dijo Lisbeth Salander en voz tan baja que lo único que Armanskij advirtió fue que había movido los labios. Ella se levantó a toda prisa y se dirigió a la puerta.
—Espera. ¿Adónde vas?
—A casa. Voy a mirar unas cosas. Llámame cuando tengas algo.


La noticia de que Millennium contaría con la ayuda de Henrik Vanger era un acontecimiento considerablemente más importante de lo que Lisbeth Salander esperaba en principio. La edición digital de Aftonbladet ya publicaba un largo comunicado de la agencia de noticias TT, que resumía la carrera profesional de Henrik Vanger y constataba que era la primera vez en más de veinte años que el viejo magnate industrial hacía una aparición pública. La entrada como copropietario de Millennium se consideraba tan inverosímil como si de repente se dijera que los conservadores Peter Wallenberg o Erik Penser iban a figurar como socios de la revista ETC o como patrocinadores de Ordfiont Magasin.
El acontecimiento era de tal envergadura que Rapport, en su edición de las siete y media de la tarde, lo sacó en tercer lugar y le dedicó tres minutos. Entrevistaron a Erika Berger en una mesa de reuniones de la redacción de Millennium. De buenas a primeras, el caso Wennerström volvía a ser noticia.
—El año pasado cometimos un grave error que acabó en condena por difamación. Naturalmente, es algo que lamentamos pero ya tendremos ocasión de retomar la historia en su momento.
—¿Qué quiere decir con «retomar la historia»? —preguntó el periodista.
—Que, cuando llegue la hora, contaremos nuestra versión de lo sucedido, algo que, de facto, aún no hemos hecho.
—¿Y por qué no lo hicieron en el juicio?
—Optamos por no contarlo. Pero, por supuesto, vamos a continuar con nuestra línea de periodismo de investigación.
—¿Eso significa que siguen defendiendo la historia por la que les condenaron?
—De momento no tengo más comentarios al respecto.
—Pero tras la sentencia despidieron a Mikael Blomkvist.
—En absoluto, se equivoca. Lea nuestro comunicado de prensa. Mikael necesitaba un merecido descanso. Volverá como editor jefe más tarde, este mismo año.
La cámara ofreció una visión panorámica de la redacción, mientras el presentador resumía el agitado pasado de Millennium, una singular y rebelde revista. Mikael Blomkvist no se encontraba en disposición de hacer comentarios. Acababa de ser encerrado en el centro penitenciario de Rullåker, situado junto a un pequeño lago en medio del bosque, a unos diez kilómetros de Östersund, en la provincia de Jämtland.
A un lado de la imagen televisiva, Lisbeth Salander vio, de repente, a Dirch Frode apareciendo por una puerta de la redacción. Pensativa, arqueó las cejas y se mordió el labio inferior.


Había sido un lunes pobre en sucesos, así que en la edición de las nueve le dedicaron cuatro minutos enteros a Henrik Vanger. La entrevista tuvo lugar en un estudio de la televisión local de Hedestad. El periodista empezó diciendo que «después de dos décadas de silencio, el legendario industrial Henrik Vanger vuelve a estar en el candelero». El reportaje se inició presentando la vida de Henrik Vanger con unas imágenes televisivas en blanco y negro, donde se le veía con el primer ministro Tage Erlander inaugurando fábricas en los años sesenta. Luego, la cámara enfocó el sofá del estudio donde Henrik Vanger estaba confortable y tranquilamente sentado, con las piernas cruzadas. Llevaba una camisa amarilla, una estrecha corbata verde y una cómoda americana marrón oscuro. A nadie se le pasó por alto que era como un viejo y demacrado espantapájaros, pero hablaba con una voz firme y clara. Y sin pelos en la lengua. El reportero comenzó por preguntar qué le había llevado a ser socio de Millennium.
Millennium es una revista muy buena que llevo siguiendo desde hace varios años. Hoy en día se encuentra asediada. Tiene poderosos enemigos que lo han organizado todo para que los anunciantes la boicoteen y se hunda por completo.
Evidentemente, el periodista no estaba preparado para una respuesta así, pero enseguida se olió que la historia, ya de por sí bastante particular, cobraba un carácter totalmente inesperado.
—¿Y quién está detrás de ese boicot?
—Es una de las cosas que Millennium, va a estudiar minuciosamente. Pero permítame aprovechar esta oportunidad para comunicar que Millennium no se va a dejar hundir tan fácilmente.
—¿Es ésa la razón por la que usted ha entrado en la revista como socio?
—Sería muy triste para la libertad de expresión que los intereses particulares tuvieran el poder de acallar las voces de los medios de comunicación que les parecen molestas.
Henrik Vanger hablaba como si su punto de vista cultural fuese de lo más radical y llevara toda la vida luchando por la libertad de expresión. En la sala de televisión del centro penitenciario de Rullåker que estrenaba esa noche, Mikael Blomkvist soltó una inesperada carcajada. Los otros reclusos lo miraron de reojo con cierta inquietud.
Más tarde —echado sobre la cama de su celda, que le recordaba a una pequeña habitación de motel, amueblada con una mesita, una silla y una estantería fija en la pared— admitió que Henrik y Erika habían tenido razón en cuanto a cómo se debía lanzar la noticia. Sin comentar el tema con nadie, ya sabía que algo había cambiado con respecto a la opinión que la gente tenía de Millennium.
La aparición de Henrik Vanger no era más que una directa declaración de guerra contra Hans-Erik Wennerström. El mensaje era claro como el agua: ya no te estás enfrentando a una revista con seis empleados cuyo presupuesto anual equivale al de una simple comida de negocios del Wennerstroem Group. Ahora también te enfrentas a las empresas Vanger, que, bien es cierto, no son más que una sombra de la grandeza de antaño, pero que, aun así, constituyen un desafío bastante mayor. Wennerström podía elegir: o retirarse del conflicto o intentar aniquilar también a las empresas Vanger.
Lo que Henrik Vanger acababa de decir por televisión significaba que estaba dispuesto a luchar. Puede que no tuviera nada que hacer contra Wennerström, pero la guerra iba a salirle muy cara.
Erika había medido sus palabras con mucho esmero. En realidad, no dijo nada, pero la afirmación de que la revista todavía «no había dado cuenta de su versión» sugería que, efectivamente, había algo que contar. A pesar de que Mikael había sido acusado y condenado e, incluso, encarcelado, Erika sostuvo —sin decirlo— que era realmente inocente y existía otra verdad.
Al no haber usado abiertamente la palabra «inocente», su inocencia parecía más obvia. El hecho de que se le pensara restituir como responsable de la revista subrayaba que Millennium no tenía nada de que avergonzarse. A ojos del público, la credibilidad no era un problema: a todo el mundo le gustan las teorías conspirativas y, a la hora de elegir entre un empresario forrado y una redactora jefe rebelde y guapa, no resultaba difícil adivinar hacia dónde se inclinarían las simpatías. Aunque los medios de comunicación no iban a tragarse la historia tan fácilmente, tal vez Erika hubiera desarmado ya a unos cuantos críticos que no se atreverían a plantarles cara.
En realidad, ninguno de los acontecimientos del día provocó un cambio en la situación, pero les permitió ganar tiempo y modificar levemente el equilibrio de fuerzas. Mikael se imaginó que esa noche Wennerström lo estaría pasando mal. Wennerström desconocía si ellos sabían mucho o poco, de modo que tendría que averiguarlo antes de efectuar su próxima jugada.


Tras haber visto su propia aparición televisiva, seguida de la de Henrik Vanger, Erika, con gesto adusto, apagó la televisión y el vídeo. Miró el reloj: las tres menos cuarto de la madrugada; se resistió al impulso de llamar a Mikael. Estaba preso y resultaba improbable que tuviera el móvil en la celda. Ella había llegado tan tarde al chalé de Saltsjöbaden que su marido ya dormía. Se levantó, se dirigió al mueble bar, se sirvió una considerable cantidad de Aberlour —casi nunca tomaba alcohol, como mucho una vez al año—, y se sentó junto a la ventana mirando al mar y al faro del estrecho de Skuru.
Aquella vez, cuando se quedaron solos tras cerrar el acuerdo con Henrik Vanger, Mikael y Erika intercambiaron unas palabras bastante fuertes. A lo largo de los años habían discutido en más de una ocasión sobre cómo enfocar un texto, cómo maquetar, cómo evaluar la credibilidad de las fuentes y miles de cosas relacionadas con la edición de una revista. Pero la discusión en la casa de invitados de Henrik Vanger tocó una serie de principios que le hicieron aventurarse por terreno resbaladizo.
—Ahora no sé qué hacer —le había dicho Mikael—. Henrik Vanger me ha contratado para redactar su autobiografía. Hasta hoy yo podía levantarme e irme en cuanto intentara hacerme escribir alguna mentira, o tan pronto como quisiera convencerme de que debía cambiar el enfoque de la historia. Ahora es uno de los propietarios de nuestra revista, más aún, es el único que tiene suficientes medios económicos para salvarla. De repente, me encuentro jugando a dos bandas, cosa que a la comisión de ética profesional, sin duda, no le gustaría lo más mínimo.
—¿Tienes alguna idea mejor? —replicó Erika—. Éste es el momento de soltarla, antes de pasar a limpio el acuerdo y firmarlo.
—Ricky, Vanger nos está utilizando para llevar a cabo su venganza personal contra Hans-Erik Wennerström.
So what? Si alguien busca la venganza personal contra Wennerström, somos nosotros.
Mikael le volvió la espalda e, irritado, encendió un cigarrillo. La discusión continuó un buen rato, hasta que Erika se fue al dormitorio, se desnudó y se acostó. Fingía dormir cuando, dos horas más tarde, Mikael se metió en la cama a su lado.
Esa misma noche, un periodista del Dagens Nyheter le había hecho una pregunta idéntica:
—¿Cómo va a poder Millennium defender su independencia con credibilidad?
—¿Qué quieres decir?
El periodista arqueó las cejas. Le pareció que la pregunta había sido lo suficientemente clara, pero, aun así, se explicó.
—El cometido de Millennium consiste, entre otras cosas, en vigilar de cerca a las empresas. Pero ahora, ¿cómo podría defender, de manera creíble, que hace lo mismo con las empresas Vanger?
Erika lo miró perpleja, como si la pregunta la hubiese cogido completamente por sorpresa.
—¿Quieres decir que la credibilidad de Millennium va a disminuir simplemente porque un conocido inversor con recursos haya entrado en escena?
—Pues sí, creo que resulta bastante obvio que a partir de ahora la revista no podrá examinar a las empresas Vanger con credibilidad.
—¿Y esa regla sólo se aplica a Millennium?
—¿Perdón?
—Quiero decir: tú sí que trabajas para un periódico que está en manos de importantes intereses económicos. ¿Significa eso que ninguno de los periódicos publicados por el Grupo Bonnier tiene credibilidad? La propietaria de Aftonbladet es una gran empresa noruega que, a su vez, desempeña un importante papel dentro del mundo de la informática y la comunicación. ¿Quiere decir que la cobertura que Aftonbladet lleva a cabo sobre la industria electrónica no resulta creíble? El dueño de Metro es el Grupo Stenbeck. ¿Estás afirmando, acaso, que ningún periódico sueco que esté en manos de importantes intereses económicos tiene credibilidad?
—No, claro que no.
—Entonces, ¿por qué insinúas que la credibilidad de Millennium va a reducirse por el simple hecho de que nosotros también tengamos patrocinadores?
El periodista levantó las manos.
—Vale, retiro la pregunta.
—No. No lo hagas. Quiero que escribas exactamente lo que te acabo de decir. Y puedes añadir que si el Dagens Nyheter se compromete a observar más detenidamente a las empresas Vanger, nosotros haremos lo mismo con el Grupo Bonnier.
Pero sí que era un dilema ético.
Mikael trabajaba para Henrik Vanger, quien, a su vez, se encontraba en posición de hundir a Millennium de un solo plumazo. Si Mikael y Henrik Vanger se enemistaran por algún motivo, ¿qué ocurriría?
Y, sobre todo, ¿qué precio ponía ella a su propia credibilidad, y en qué momento pasaría de ser una redactora independiente a una corrupta? No le gustaban ni las preguntas ni las respuestas.


Lisbeth Salander se desconectó de la red y apagó su PowerBook. No tenía trabajo pero sí hambre. Lo primero no la preocupaba, especialmente desde que había recuperado el control de su cuenta corriente, y el abobado Bjurman se había convertido en una simple molestia pasajera del pasado. Lo del hambre lo solucionó yendo a la cocina y poniendo la cafetera. Se preparó tres grandes rebanadas de pan con queso, paté de pescado y un huevo duro muy cocido: era lo primero que tomaba en muchas horas. Mientras repasaba la información que había bajado de Internet, se lo comió todo en el sofá del salón.
Un tal Dirch Frode, de Hedestad, la había contratado para hacer una investigación personal sobre Mikael Blomkvist, condenado a prisión por difamar al empresario Hans-Erik Wennerström. Unos meses después, Henrik Vanger, también de Hedestad, entraba en la junta directiva de Millennium y declaraba que existía una conspiración para hundir a la revista, todo ello el mismo día en el que Mikael Blomkvist ingresaba en la cárcel. Y lo más fascinante: un artículo publicado hacía dos años sobre el pasado de Hans-Erik Wennerström, «Con las manos vacías», que había encontrado en la edición digital de la revista Finansmagasinet Monopol. Allí estaba escrito que inició su despegue económico precisamente en las empresas Vanger, a finales de los años sesenta.


No hacía falta ser un superdotado para llegar a la conclusión de que los acontecimientos, de alguna forma, debían de estar relacionados. En algún sitio había gato encerrado y a Lisbeth Salander le encantaba soltar a los gatos encerrados. Además, no tenía nada mejor que hacer.

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