Lisbeth
Salander navegaba por el ciberimperio de Hans-Erik Wennerström. Llevaba más de
once horas pegada a la pantalla del ordenador. Aquella incipiente idea que tuvo
en Sandhamn y que se había materializado en algún recóndito rincón de su
cerebro durante la última semana se había convertido en una obsesión. Durante
cuatro semanas se aisló en su apartamento haciendo caso omiso a todas las
llamadas de Dragan Armanskij. Se pasaba doce o quince horas al día delante de
su portátil, y el resto del tiempo meditaba sobre ese mismo problema.
Durante
el último mes había mantenido un esporádico contacto con Mikael Blomkvist, que estaba
igualmente ocupado y obsesionado con su trabajo en la redacción de Millennium. Hablaban por teléfono un par de veces
por semana y ella le mantenía al día de la correspondencia de Wennerström y los
demás asuntos.
Por
enésima vez repasó todos los detalles. No es que temiera haberse perdido
alguno, pero no estaba segura de haber comprendido la relación entre todas esas
intrincadas conexiones.
El
célebre imperio de Wennerström era como un organismo deforme que latía con vida
propia y cambiaba constantemente de forma. Estaba compuesto de opciones,
obligaciones, acciones, participaciones en sociedades, intereses por préstamos,
intereses por ingresos, depósitos, cuentas, transferencias y miles de cosas
más. Una parte extraordinariamente grande del capital se había invertido en
empresas buzón donde unas eran dueñas de otras.
Los
análisis más optimistas del Wennerstroem Group, realizados por economistas de
poca monta, calculaban que su valor ascendía a más de novecientos mil millones
de coronas. Una simple mentira o, por lo menos, una cifra tremendamente
exagerada. Pero Wennerström no era un muerto de hambre. Lisbeth Salander estimó
que en realidad la cifra se situaba en torno a unos noventa o cien mil millones,
lo cual no era moco de pavo. Hacer una inspección seria de todo el grupo
llevaría años. En total, Salander había identificado cerca de tres mil cuentas
diferentes y activos bancarios distribuidos por todo el mundo. Wennerström se
dedicaba al fraude con tal magnitud que sus actividades no se consideraban ya
delictivas, sino simplemente negocios.
En
alguna parte de ese deforme organismo también había sustancia. Tres recursos
aparecían constantemente en la jerarquía. Los bienes suecos fijos, inatacables
y auténticos, se encontraban expuestos a la inspección pública, a consultas de
balances anuales y auditorias. Las actividades americanas eran sólidas, y un
banco de Nueva York conformaba la base de operaciones de todos los movimientos
de dinero. Lo interesante de la historia residía en las actividades que las empresas
buzón realizaban en lugares como Gibraltar, Chipre y Macao. Wennerström era
como un supermercado de tráfico ilegal de armas, blanqueo de dinero de
sospechosas empresas de Colombia y negocios muy poco ortodoxos en Rusia.
Un
punto y aparte lo constituía una cuenta anónima abierta en las islas Caimán; la
controlaba Wennerström personalmente, pero se mantenía al margen de todos los
negocios. Un continuo chorreo de dinero —en torno al diez por mil de cada
negocio que Wennerström realizaba— entraba sin cesar en las islas Caimán a
través de las empresas buzón.
Salander
trabajaba sumida en un estado hipnótico. Cuentas: clic; correo electrónico:
clic; balances: clic. Se enteró de las últimas transferencias. Le siguió el
rastro a una pequeña transacción hecha de Japón a Singapur que luego continuó
hasta las islas Caimán vía Luxemburgo. Comprendió cómo funcionaba. Era como si
en ella confluyeran los impulsos del ciberespacio. Pequeños cambios. El último
correo electrónico. Un único y pobre mensaje electrónico de muy limitado
interés enviado a las diez de la noche. El programa de encriptación PGP, trrrr,
trrrr; una
ridiculez para alguien que ya estaba dentro de su ordenador y podía leer
claramente el mensaje:
Berger
ha dejado de dar guerra sobre el tema de los anuncios. ¿Se ha rendido o está
tramando algo? Tu fuente asegura que se encuentran al borde de la ruina, pero
parece ser que han contratado a una nueva persona. Averigua qué está pasando.
Durante las últimas semanas Blomkvist se ha encerrado en su casa de Sandhamn
para escribir como un loco, pero nadie sabe en qué anda trabajando. En los
últimos días lo han visto por la redacción. ¿Puedes conseguir las pruebas del
próximo número?
HEW.
Nada
de lo que preocuparse. Déjale que se coma el coco. «Ya estás vendido, tío.»
A
las cinco y media de la mañana se desconectó, apagó el ordenador y se puso a
buscar otro paquete de tabaco. Esa noche ya había bebido cuatro —no, cinco—
Coca-Colas; fue a por la sexta y se sentó en el sofá. Sólo llevaba unas bragas
y una camiseta promocional de Soldier of Fortune Magazine, con estampado de camuflaje,
desgastada de tanto lavarla, y con el texto Kill
them all and let God sort them out. Se dio cuenta de que tenía frío y cogió una manta para
abrigarse.
Le
dio un subidón, como si se hubiese tomado alguna sustancia inapropiada y,
probablemente, ilegal. Concentró la mirada en una farola de la calle y
permaneció inmóvil mientras su cerebro trabajaba a pleno rendimiento. Mamá,
clic; Mimmi, clic. Holger Palmgren. Evil Fingers. Y Armanskij. El trabajo.
Harriet Vanger. Clic. Martin Vanger. Clic. El palo de golf. Clic. El abogado
Nils Bjurman. Clic. Por mucho que lo intentara no podía olvidar ninguna de esas
malditas imágenes.
Se
preguntó si Bjurman volvería a desnudarse alguna vez delante de una mujer y, en
tal caso, cómo le explicaría el tatuaje de la barriga. ¿Y cómo evitaría
quitarse la ropa la próxima vez que acudiera al médico?
Y
Mikael Blomkvist. Clic.
Lo
consideraba una buena persona, pero posiblemente pecara de un exacerbado
complejo de don Perfecto. Y, por desgracia, era insoportablemente ingenuo en lo
referente a ciertos temas elementales de moral. Tenía un carácter tolerante y
comprensivo, y siempre le buscaba explicaciones y excusas psicológicas al
comportamiento humano. Por lo tanto, Mikael nunca entendería que los animales depredadores
del mundo sólo hablaran un único lenguaje. Le invadía un incómodo instinto de
protección cuando pensaba en él.
No
recordaba cuándo se durmió, pero se despertó al día siguiente, a las nueve de
la mañana, con tortícolis y con la cabeza mal apoyada contra la pared de detrás
del sofá. Se fue dando tumbos hasta la habitación y se volvió a dormir.
Sin duda,
se trataba del reportaje más importante de su vida. Por primera vez en año y
medio, Erika Berger era feliz como sólo lo sería un redactor con un scoop espectacular
haciéndose en el horno. Estaba puliendo el texto con Mikael por última vez
cuando Lisbeth Salander llamó al móvil.
—Se
me ha olvidado decirte que Wennerström empieza a preocuparse por lo que has
estado escribiendo últimamente; ya ha pedido las pruebas del último número.
—¿Cómo
te has enter...? Bah, olvídalo. ¿Sabes cómo lo va a hacer?
—No.
Sólo tengo una suposición lógica.
Mikael
reflexionó unos segundos.
—La
imprenta —exclamó.
Erika
arqueó las cejas.
—Si
no hay filtraciones desde la redacción, no le quedan muchas más alternativas. A
no ser que piense mandar a uno de sus matones a haceros una visita nocturna.
Mikael
se dirigió a Erika.
—Reserva
otra imprenta para este número. Ahora. Y llama a Dragan Armanskij: quiero que
esta semana haya aquí vigilantes por las noches.
Volvió
a Lisbeth:
—Gracias,
Sally.
—¿Cuánto
vale?
—¿Qué
quieres decir?
—¿Cuánto
vale la información?
—¿Qué
quieres?
—Te
lo diré tomando un café. Ahora mismo.
Se vieron
en Kaffebar, en Hornsgatan. Cuando Mikael se sentó a su lado, Salander tenía
una cara tan seria que sintió una punzada de inquietud. Ella, como era
habitual, fue directamente al grano.
—Necesito
que me prestes dinero.
Mikael
mostró una de sus sonrisas más ingenuas buscando la cartera.
—Claro.
¿Cuánto?
—Ciento
veinte mil coronas.
—Ufff
—dijo Mikael, guardando de nuevo la cartera—. No llevo tanto dinero encima.
—No
estoy bromeando. Necesito que me dejes ciento veinte mil coronas durante...
digamos seis semanas. Se me ha presentado la oportunidad de hacer una inversión
y no tengo a nadie más a quien acudir. Ahora mismo tienes unas ciento cuarenta
mil en tu cuenta. Te las devolveré.
Mikael
ni siquiera comentó el hecho de que Lisbeth Salander hubiera violado la
confidencialidad bancaria para averiguar el saldo de su cuenta. Él utilizaba un
banco por Internet, así que la respuesta resultaba obvia.
—No
hace falta que me lo pidas prestado —contestó él—. No hemos hablado de tu parte
todavía, pero cubre de sobra la suma que quieres.
—¿Mi
parte?
—Sally,
voy a cobrar de Henrik Vanger una remuneración de descabelladas dimensiones;
haremos cuentas a finales de año. Sin ti, yo estaría muerto y Millennium se
habría ido a pique. Pienso compartir el dinero contigo. Fifty-fifty.
Lisbeth
Salander le observó inquisitivamente. Una arruga apareció en su frente. Mikael
ya estaba acostumbrado a sus silencios. Finalmente, negó con la cabeza.
—No
quiero tu dinero.
—Pero...
—No
quiero ni una sola corona tuya —dijo, mostrando su sonrisa torcida—. A menos
que llegue en forma de regalo por mi cumpleaños.
—Nunca
me has dicho cuándo es tu cumpleaños.
—Tú
eres el periodista. Averígualo.
—Sinceramente,
Salander: lo de compartir el dinero lo digo en serio.
—Yo
también hablo en serio. No quiero tu dinero. Quiero que me prestes ciento
veinte mil coronas. Y las necesito mañana.
Mikael
Blomkvist permaneció callado. «Ni siquiera me ha preguntado cuánto dinero le
correspondería.»
—Sally,
no me importa ir contigo al banco hoy mismo para dejarte lo que quieras. Pero a
finales de año hablaremos en serio acerca de tu parte —respondió, levantando la
mano—. Bueno, ¿cuándo cumples años?
—En
Walpurgis —contestó ella—. Muy apropiado, ¿a que sí? Es entonces cuando salgo
por ahí con una escoba entre las piernas.
Lisbeth aterrizó
en Zurich a las siete y media de la tarde y cogió un taxi hasta el turístico
hotel Matterhorn. Había reservado una habitación a nombre de Irene Nesser, con
el cual se identificó gracias a un pasaporte noruego. Irene Nesser tenía el
pelo rubio y largo. Había comprado la peluca en Estocolmo y utilizó diez mil
coronas del préstamo de Mikael Blomkvist para adquirir dos pasaportes a través
de los oscuros contactos de la red internacional de Plague.
Se
fue inmediatamente a su habitación, cerró la puerta con llave y se desnudó. Se
tumbó en la cama y se puso a mirar el techo de la estancia, que costaba mil
seiscientas coronas por noche. Se sentía vacía. Ya se había gastado la mitad
del dinero que Mikael Blomkvist le había dejado; a pesar de haberle añadido hasta
la última corona de sus propios ahorros, su presupuesto era escaso. Dejó de
pensar y se durmió casi enseguida.
Se
despertó a las cinco y pico de la mañana. Lo primero que hizo fue ducharse y
dedicar un buen rato a ocultar el tatuaje del cuello con una espesa capa de
base de maquillaje y unos polvos en los bordes. El segundo punto de su lista
era reservar hora para las seis y media de la mañana en el salón de belleza de
un hotel considerablemente más caro. Se compró otra peluca rubia, ésta con un
corte a lo paje; luego le hicieron la manicura y le pusieron unas uñas postizas
rojas encima de sus mordidos muñones, así como pestañas postizas, más polvos,
colorete y finalmente carmín y otros potingues. Total: más de ocho mil coronas.
Pagó
con una tarjeta de crédito a nombre de Monica Sholes y presentó un pasaporte
inglés para identificarse.
La
próxima parada era el Camille's House of Fashion, a ciento cincuenta metros más
abajo en la misma calle. Salió al cabo de una hora llevando botas y medias
negras, una falda de color arena con una blusa a juego, una chaqueta corta y
una boina. Todo de marca. Se lo había dejado elegir al vendedor. También se
llevó un exclusivo maletín de cuero y una pequeña maleta Samsonite. Para
coronar la obra, unos discretos pendientes y una sencilla cadena de oro
alrededor del cuello. Le hicieron un cargo de cuarenta y cuatro mil coronas en
la tarjeta de crédito.
Además,
por primera vez en su vida, Lisbeth Salander lucía un pecho que, al
contemplarse en el espejo de la puerta, la dejó sin aliento. Aquel pecho era
igual de falso que la identidad de Monica Sholes. Estaba hecho de látex y lo
había adquirido en una tienda de Copenhague donde hacían sus compras los
travestís.
Ya
estaba preparada para entrar en combate.
Poco
después de las nueve, caminó dos manzanas hasta el prestigioso hotel Zimmertal,
donde tenía una habitación reservada a nombre de Monica Sholes. Le dio el
equivalente a cien coronas de propina al chico que le subió la nueva maleta, la
cual contenía su bolsa de viaje. La suite era
pequeña y sólo costaba veintidós mil coronas por día. Había reservado una
noche. Tras quedarse sola, echó un vistazo a su alrededor. Desde la ventana
disfrutaba de una fantástica vista sobre Zurich See, cosa que no le interesaba
lo más mínimo. En cambio, pasó cinco minutos delante de un espejo
contemplándose a sí misma con unos ojos como platos. Estaba viendo a una
persona completamente extraña. La rubia Monica Sholes, de generoso pecho y
melena de paje, llevaba más maquillaje del que usaba Lisbeth en un mes. Tenía
un aspecto... diferente.
A
las nueve y media pudo, por fin, desayunar en el bar del hotel: dos tazas de
café y un bagel con
mermelada. Coste: doscientas diez coronas. Are
these people nuts?
Poco
antes de las diez, Monica Sholes dejó la taza de café, abrió su móvil y marcó
un número que la conectó con un módem ubicado en Hawaii. A los tres tonos, sonó
la señal de conexión. El módem se inició. Monica Sholes contestó introduciendo
un código de seis cifras en su móvil y envió un mensaje que daba la orden de
poner en marcha un programa que Lisbeth Salander había diseñado especialmente
para ese fin.
El
programa dio señales de vida en Honolulú, en una página web anónima
de un servidor que pertenecía formalmente a la universidad. Era sencillo. Su única
función consistía en enviar instrucciones para activar otro programa en otro
servidor; en este caso, una página web normal
y corriente que ofrecía servicios de Internet en Holanda. El objetivo era
buscar el espejo del disco duro de Hans-Erik Wennerström, y asumir el comando
sobre el programa que informaba del contenido de sus más de tres mil cuentas
bancarias en todo el mundo.
Sólo
le interesaba una en concreto. Lisbeth Salander había notado que Wennerström la
consultaba un par de veces por semana. Si él encendiera su ordenador y entrara
precisamente en ese archivo, todo tendría un aspecto perfectamente normal. El
programa presentaría pequeños cambios esperables, calculados según los
movimientos habituales producidos en la cuenta durante los últimos seis meses.
Si durante las próximas cuarenta y ocho horas Wennerström diera una orden de
pago o transferencia, el programa le informaría de que su petición se había
realizado. En realidad, el movimiento sólo se habría hecho en el espejo del
disco duro que estaba en Holanda.
Monica
Sholes apagó el móvil en el momento en que escuchó cuatro breves tonos
confirmando que el programa estaba en marcha.
Abandonó
el Zimmertal y se dirigió al Bank Hauser General, justo enfrente, donde había
concertado una cita con un tal Wagner, el director, a las diez de la mañana.
Llegó tres minutos antes, tiempo que dedicó a posar delante de la cámara de
vigilancia, que le sacó una foto al pasar a la zona de despachos para consultas
más privadas y discretas.
—Necesito
ayuda con una serie de transacciones —dijo Monica Sholes en un impecable inglés
de Oxford. Al abrir su maletín dejó caer, como por casualidad, un bolígrafo
publicitario que revelaba que se alojaba en el hotel Zimmertal y que el
director Wagner recogió educadamente. Ella le dedicó una picara sonrisa y
escribió el número de la cuenta en el cuaderno de la mesa que tenía enfrente.
El
director Wagner le echó una mirada y le colocó la etiqueta de «hija consentida
de quién sabe quién».
—Se
trata de una serie de cuentas en el Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán.
Transferencia automática contra códigos de clearing en
secuencia.
—Fräulein Sholes:
imagino que ha traído todos los códigos de clearing —dijo
él.
—Aber
natürlich —contestó ella con un acento tan fuerte
que resultó evidente que tenía un pésimo alemán de colegio.
Empezó
a recitar series de números de dieciséis cifras sin servirse, ni una sola vez,
de ningún papel. El director Wagner se dio cuenta de que iba a ser una mañana
laboriosa, pero por el cuatro por ciento de comisión en las transferencias
estaba dispuesto a saltarse la comida.
Tardaron
más de lo que ella había calculado. Hasta poco después de las doce, con algo de
retraso según el horario previsto, Monica Sholes no dejó el Bank Hauser
General. Volvió al hotel Zimmertal andando. Se dejó ver por la recepción antes
de subir a su habitación para quitarse la ropa que acababa de comprar. Continuó
con el pecho de látex puesto, pero sustituyó la peluca de paje por el largo
pelo rubio de Irene Nesser. Se vistió con ropa más cómoda: botas con tacones
muy altos, pantalones negros, un sencillo jersey y una clásica cazadora de
cuero negro comprada en el Malungsboden de Estocolmo. Se examinó detenidamente
ante el espejo. No presentaba, en absoluto, un aspecto desaliñado, pero tampoco
era ya una rica heredera. Antes de que Irene Nesser abandonara la habitación,
seleccionó unas cuantas obligaciones y las guardó en una fina carpeta.
A
la una y cinco, con unos pocos minutos de retraso, entró en el Bank Dorffmann,
situado a unos setenta metros del Bank Hauser General. Irene Nesser tenía
concertada una reunión con un tal Hasselmann, que era el director. Ella pidió
disculpas por su retraso. Hablaba un impecable alemán, aunque con acento
noruego.
—No
se preocupe, Fräulein —contestó
el director Hasselmann—. ¿En qué puedo serle útil?
—Quiero
abrir una cuenta. Tengo unas obligaciones que me gustaría convertir.
Irene
Nesser colocó la carpeta sobre la mesa.
El
director Hasselmann hojeó el contenido, primero con rapidez. luego más
despacio. Arqueó una ceja y sonrió cortésmente.
Abrió
cinco cuentas que podría manejar a través de Internet y que tenían como titular
a una empresa buzón anónima de Gibraltar que un agente local le había montado
por cincuenta mil de las coronas que Mikael Blomkvist le prestó. Convirtió
cincuenta obligaciones en dinero que ingresó en esas cuentas. Cada obligación
valía un millón de coronas.
Su
gestión en el Bank Dorffmann se prolongó tanto que se retrasó aún más en el
horario. Le resultó imposible terminar sus últimas transacciones antes de que
los bancos cerraran. Por eso, Irene Nesser regresó al hotel Matterhorn, donde
se dejó ver durante una hora para que advirtieran su presencia. Sin embargo, le
dolía la cabeza y se retiró pronto. Compró aspirinas en la recepción, pidió que
la despertaran a las ocho de la mañana y subió a la habitación.
Eran
casi las cinco y todos los bancos europeos habían cerrado. En cambio, los del
continente americano estaban abiertos. Encendió su PowerBook y se conectó a la
red a través de su móvil. Tardó una hora en vaciar las cuentas que acababa de
abrir en el Bank Dorffmann.
Dividió
el dinero en pequeñas cantidades y lo usó para pagar supuestas facturas de un
gran número de empresas ficticias distribuidas por todo el mundo. Por curioso
que pueda parecer, al final todo ese capital acabó siendo transferido al Bank
of Kroenenfeld de las islas Caimán, pero esta vez a una cuenta completamente
distinta a aquellas de las que había salido esa misma mañana.
Irene
Nesser consideró esta primera parte del dinero asegurada y prácticamente
imposible de rastrear. Efectuó un solo pago de la cuenta; transfirió poco más
de un millón de coronas a una cuenta conectada a una tarjeta de crédito que
llevaba en su cartera. El titular: una sociedad anónima llamada Wasp
Enterprises, registrada en Gibraltar.
Unos
minutos más tarde una chica rubia con melena a lo paje abandonó Matterhorn a
través de una de las puertas laterales del bar. Monica Sholes se fue andando
hasta el hotel Zimmertal, saludó cortésmente al recepcionista con un movimiento
de cabeza y subió en ascensor a su habitación.
Luego
se tomó su tiempo para ponerse el uniforme de batalla de Monica Sholes,
retocarse y cubrir el tatuaje con una capa extra de base de maquillaje antes de
bajar al restaurante para cenar un plato de pescado absolutamente
extraordinario. Pidió una botella de un vino añejo del que no había oído hablar
en su vida, pero que costaba mil doscientas coronas. Apenas se tomó una copa;
dejó el resto con manifiesto descuido antes de dirigirse al bar. Entregó más de
quinientas coronas de propina, lo cual hizo que el personal se fijara en ella.
Pasó
tres horas dejándose conquistar por un joven italiano borracho con un apellido
aristócrata que no se molestó en recordar. Compartieron dos botellas de
champán, de las cuales ella consumió aproximadamente una copa.
A
eso de las once, su ebrio admirador se inclinó hacia delante y le tocó el pecho
descaradamente. Ella, satisfecha, le puso la mano en la mesa: no parecía haber
notado que estaba manoseando látex blando. De vez en cuando eran lo
suficientemente ruidosos como para provocar cierta irritación entre los demás
clientes. Cuando Monica Sholes, poco antes de la medianoche, advirtió que un
vigilante empezaba a lanzarles serias miradas, ayudó a su amigo italiano a
subir a su habitación.
Mientras
él visitaba el baño, ella le sirvió una última copa de tinto. Sacó un papelito,
lo desdobló y le echó en el vino una pastilla machacada de Rohypnol. Tan sólo
un minuto después de haber brindado, él se desplomó como un miserable saco
encima de la cama. Ella le aflojó el nudo de la corbata, le quitó los zapatos y
lo tapó con el edredón. Antes de abandonar la habitación lavó las copas en el
baño y las secó.
A
la mañana siguiente, a las seis, Monica Sholes desayunó en su habitación. Dejó
una generosa propina y se fue del Zimmertal antes de las siete. Previamente
dedicó cinco minutos a limpiar las huellas dactilares de las manivelas de las
puertas, de los armarios, del váter, del auricular del teléfono y de otros objetos
de la habitación que había tocado.
Irene
Nesser se fue del Matterhorn a las ocho y media, poco después de que la
recepción la despertara. Cogió un taxi y dejó las maletas en una consigna de la
estación de tren. Luego dedicó unas horas a visitar nueve bancos privados donde
ingresó una parte de las obligaciones de las islas Caimán. A las tres de la
tarde ya había convertido un diez por ciento en dinero que ingresó en una
treintena de cuentas numeradas. Reunió el resto de las obligaciones y las
depositó en la caja fuerte de un banco.
Irene
Nesser tendría que hacer algunas visitas más a Zurich, pero eso no le urgía.
A
las cuatro y media de la tarde, Irene Nesser cogió un taxi hasta el aeropuerto.
Una vez allí se metió en los servicios, cortó en pedazos el pasaporte y la
tarjeta de crédito de Monica Sholes y los echó por el retrete. Las tijeras las
tiró en una papelera. Después del 11 de septiembre de 2001 no resultaba muy
apropiado ir llamando la atención con objetos puntiagudos en el equipaje.
Irene
Nesser cogió el vuelo GD 890 de Lufthansa hasta Oslo y luego el autobús a la
estación central de la capital, en cuyos lavabos entró para ordenar la ropa.
Colocó todos los efectos personales de Monica Sholes —la peluca de corte a lo
paje y la ropa de marca— en tres bolsas de plástico que depositó en distintos
cubos de basura y en papeleras de la estación de tren. La maleta Samsonite,
vacía, la dejó en la taquilla de una consigna que no cerró. La cadena de oro y
los pendientes, objetos de diseño que podrían ser rastreados, desaparecieron
por un sumidero.
Tras
un momento de angustiosa duda, Irene Nesser decidió conservar el pecho postizo
de látex.
Luego,
viendo que iba muy mal de tiempo, entró en McDonald’s y se zampó a toda prisa
una hamburguesa a modo de cena. Mientras comía, transfirió el contenido del
exclusivo maletín de cuero a su bolsa de viaje. Al marcharse dejó el maletín
vacío debajo de la mesa. Pidió un caffè latte para
llevar en un quiosco y se fue corriendo a coger el tren nocturno para
Estocolmo. Llegó justo antes de que cerraran las puertas. Tenía reservado un
compartimento de coche-cama individual.
Tras
echarle el cerrojo a la puerta, sintió cómo, por primera vez en cuarenta y ocho
horas, el nivel de adrenalina descendía a su nivel normal. Abrió la ventana y
desafió la prohibición de fumar encendiendo un cigarrillo; mientras el tren
salía de Oslo, permaneció junto a la ventana fumando y tomándose el café a
pequeños sorbos.
Repasó
mentalmente su lista para asegurarse de que no había descuidado ningún detalle.
Luego frunció el ceño y rebuscó en los bolsillos de la chaqueta. Sacó el
bolígrafo del hotel Zimmertal, lo examinó un momento y, acto seguido, lo tiró
por la ventana.
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