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Millennium 1: Capitulo 29


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CAPÍTULO 29

Sábado, 1 de noviembre - Martes, 25 de noviembre
Lisbeth Salander navegaba por el ciberimperio de Hans-Erik Wennerström. Llevaba más de once horas pegada a la pantalla del ordenador. Aquella incipiente idea que tuvo en Sandhamn y que se había materializado en algún recóndito rincón de su cerebro durante la última semana se había convertido en una obsesión. Durante cuatro semanas se aisló en su apartamento haciendo caso omiso a todas las llamadas de Dragan Armanskij. Se pasaba doce o quince horas al día delante de su portátil, y el resto del tiempo meditaba sobre ese mismo problema.
Durante el último mes había mantenido un esporádico contacto con Mikael Blomkvist, que estaba igualmente ocupado y obsesionado con su trabajo en la redacción de Millennium. Hablaban por teléfono un par de veces por semana y ella le mantenía al día de la correspondencia de Wennerström y los demás asuntos.
Por enésima vez repasó todos los detalles. No es que temiera haberse perdido alguno, pero no estaba segura de haber comprendido la relación entre todas esas intrincadas conexiones.
El célebre imperio de Wennerström era como un organismo deforme que latía con vida propia y cambiaba constantemente de forma. Estaba compuesto de opciones, obligaciones, acciones, participaciones en sociedades, intereses por préstamos, intereses por ingresos, depósitos, cuentas, transferencias y miles de cosas más. Una parte extraordinariamente grande del capital se había invertido en empresas buzón donde unas eran dueñas de otras.
Los análisis más optimistas del Wennerstroem Group, realizados por economistas de poca monta, calculaban que su valor ascendía a más de novecientos mil millones de coronas. Una simple mentira o, por lo menos, una cifra tremendamente exagerada. Pero Wennerström no era un muerto de hambre. Lisbeth Salander estimó que en realidad la cifra se situaba en torno a unos noventa o cien mil millones, lo cual no era moco de pavo. Hacer una inspección seria de todo el grupo llevaría años. En total, Salander había identificado cerca de tres mil cuentas diferentes y activos bancarios distribuidos por todo el mundo. Wennerström se dedicaba al fraude con tal magnitud que sus actividades no se consideraban ya delictivas, sino simplemente negocios.
En alguna parte de ese deforme organismo también había sustancia. Tres recursos aparecían constantemente en la jerarquía. Los bienes suecos fijos, inatacables y auténticos, se encontraban expuestos a la inspección pública, a consultas de balances anuales y auditorias. Las actividades americanas eran sólidas, y un banco de Nueva York conformaba la base de operaciones de todos los movimientos de dinero. Lo interesante de la historia residía en las actividades que las empresas buzón realizaban en lugares como Gibraltar, Chipre y Macao. Wennerström era como un supermercado de tráfico ilegal de armas, blanqueo de dinero de sospechosas empresas de Colombia y negocios muy poco ortodoxos en Rusia.
Un punto y aparte lo constituía una cuenta anónima abierta en las islas Caimán; la controlaba Wennerström personalmente, pero se mantenía al margen de todos los negocios. Un continuo chorreo de dinero —en torno al diez por mil de cada negocio que Wennerström realizaba— entraba sin cesar en las islas Caimán a través de las empresas buzón.
Salander trabajaba sumida en un estado hipnótico. Cuentas: clic; correo electrónico: clic; balances: clic. Se enteró de las últimas transferencias. Le siguió el rastro a una pequeña transacción hecha de Japón a Singapur que luego continuó hasta las islas Caimán vía Luxemburgo. Comprendió cómo funcionaba. Era como si en ella confluyeran los impulsos del ciberespacio. Pequeños cambios. El último correo electrónico. Un único y pobre mensaje electrónico de muy limitado interés enviado a las diez de la noche. El programa de encriptación PGP, trrrr, trrrr; una ridiculez para alguien que ya estaba dentro de su ordenador y podía leer claramente el mensaje:
Berger ha dejado de dar guerra sobre el tema de los anuncios. ¿Se ha rendido o está tramando algo? Tu fuente asegura que se encuentran al borde de la ruina, pero parece ser que han contratado a una nueva persona. Averigua qué está pasando. Durante las últimas semanas Blomkvist se ha encerrado en su casa de Sandhamn para escribir como un loco, pero nadie sabe en qué anda trabajando. En los últimos días lo han visto por la redacción. ¿Puedes conseguir las pruebas del próximo número?
HEW.
Nada de lo que preocuparse. Déjale que se coma el coco. «Ya estás vendido, tío.»
A las cinco y media de la mañana se desconectó, apagó el ordenador y se puso a buscar otro paquete de tabaco. Esa noche ya había bebido cuatro —no, cinco— Coca-Colas; fue a por la sexta y se sentó en el sofá. Sólo llevaba unas bragas y una camiseta promocional de Soldier of Fortune Magazine, con estampado de camuflaje, desgastada de tanto lavarla, y con el texto Kill them all and let God sort them out. Se dio cuenta de que tenía frío y cogió una manta para abrigarse.
Le dio un subidón, como si se hubiese tomado alguna sustancia inapropiada y, probablemente, ilegal. Concentró la mirada en una farola de la calle y permaneció inmóvil mientras su cerebro trabajaba a pleno rendimiento. Mamá, clic; Mimmi, clic. Holger Palmgren. Evil Fingers. Y Armanskij. El trabajo. Harriet Vanger. Clic. Martin Vanger. Clic. El palo de golf. Clic. El abogado Nils Bjurman. Clic. Por mucho que lo intentara no podía olvidar ninguna de esas malditas imágenes.
Se preguntó si Bjurman volvería a desnudarse alguna vez delante de una mujer y, en tal caso, cómo le explicaría el tatuaje de la barriga. ¿Y cómo evitaría quitarse la ropa la próxima vez que acudiera al médico?
Y Mikael Blomkvist. Clic.
Lo consideraba una buena persona, pero posiblemente pecara de un exacerbado complejo de don Perfecto. Y, por desgracia, era insoportablemente ingenuo en lo referente a ciertos temas elementales de moral. Tenía un carácter tolerante y comprensivo, y siempre le buscaba explicaciones y excusas psicológicas al comportamiento humano. Por lo tanto, Mikael nunca entendería que los animales depredadores del mundo sólo hablaran un único lenguaje. Le invadía un incómodo instinto de protección cuando pensaba en él.
No recordaba cuándo se durmió, pero se despertó al día siguiente, a las nueve de la mañana, con tortícolis y con la cabeza mal apoyada contra la pared de detrás del sofá. Se fue dando tumbos hasta la habitación y se volvió a dormir.


Sin duda, se trataba del reportaje más importante de su vida. Por primera vez en año y medio, Erika Berger era feliz como sólo lo sería un redactor con un scoop espectacular haciéndose en el horno. Estaba puliendo el texto con Mikael por última vez cuando Lisbeth Salander llamó al móvil.
—Se me ha olvidado decirte que Wennerström empieza a preocuparse por lo que has estado escribiendo últimamente; ya ha pedido las pruebas del último número.
—¿Cómo te has enter...? Bah, olvídalo. ¿Sabes cómo lo va a hacer?
—No. Sólo tengo una suposición lógica.
Mikael reflexionó unos segundos.
—La imprenta —exclamó.
Erika arqueó las cejas.
—Si no hay filtraciones desde la redacción, no le quedan muchas más alternativas. A no ser que piense mandar a uno de sus matones a haceros una visita nocturna.
Mikael se dirigió a Erika.
—Reserva otra imprenta para este número. Ahora. Y llama a Dragan Armanskij: quiero que esta semana haya aquí vigilantes por las noches.
Volvió a Lisbeth:
—Gracias, Sally.
—¿Cuánto vale?
—¿Qué quieres decir?
—¿Cuánto vale la información?
—¿Qué quieres?
—Te lo diré tomando un café. Ahora mismo.


Se vieron en Kaffebar, en Hornsgatan. Cuando Mikael se sentó a su lado, Salander tenía una cara tan seria que sintió una punzada de inquietud. Ella, como era habitual, fue directamente al grano.
—Necesito que me prestes dinero.
Mikael mostró una de sus sonrisas más ingenuas buscando la cartera.
—Claro. ¿Cuánto?
—Ciento veinte mil coronas.
—Ufff —dijo Mikael, guardando de nuevo la cartera—. No llevo tanto dinero encima.
—No estoy bromeando. Necesito que me dejes ciento veinte mil coronas durante... digamos seis semanas. Se me ha presentado la oportunidad de hacer una inversión y no tengo a nadie más a quien acudir. Ahora mismo tienes unas ciento cuarenta mil en tu cuenta. Te las devolveré.
Mikael ni siquiera comentó el hecho de que Lisbeth Salander hubiera violado la confidencialidad bancaria para averiguar el saldo de su cuenta. Él utilizaba un banco por Internet, así que la respuesta resultaba obvia.
—No hace falta que me lo pidas prestado —contestó él—. No hemos hablado de tu parte todavía, pero cubre de sobra la suma que quieres.
—¿Mi parte?
—Sally, voy a cobrar de Henrik Vanger una remuneración de descabelladas dimensiones; haremos cuentas a finales de año. Sin ti, yo estaría muerto y Millennium se habría ido a pique. Pienso compartir el dinero contigo. Fifty-fifty.
Lisbeth Salander le observó inquisitivamente. Una arruga apareció en su frente. Mikael ya estaba acostumbrado a sus silencios. Finalmente, negó con la cabeza.
—No quiero tu dinero.
—Pero...
—No quiero ni una sola corona tuya —dijo, mostrando su sonrisa torcida—. A menos que llegue en forma de regalo por mi cumpleaños.
—Nunca me has dicho cuándo es tu cumpleaños.
—Tú eres el periodista. Averígualo.
—Sinceramente, Salander: lo de compartir el dinero lo digo en serio.
—Yo también hablo en serio. No quiero tu dinero. Quiero que me prestes ciento veinte mil coronas. Y las necesito mañana.
Mikael Blomkvist permaneció callado. «Ni siquiera me ha preguntado cuánto dinero le correspondería.»
—Sally, no me importa ir contigo al banco hoy mismo para dejarte lo que quieras. Pero a finales de año hablaremos en serio acerca de tu parte —respondió, levantando la mano—. Bueno, ¿cuándo cumples años?
—En Walpurgis —contestó ella—. Muy apropiado, ¿a que sí? Es entonces cuando salgo por ahí con una escoba entre las piernas.


Lisbeth aterrizó en Zurich a las siete y media de la tarde y cogió un taxi hasta el turístico hotel Matterhorn. Había reservado una habitación a nombre de Irene Nesser, con el cual se identificó gracias a un pasaporte noruego. Irene Nesser tenía el pelo rubio y largo. Había comprado la peluca en Estocolmo y utilizó diez mil coronas del préstamo de Mikael Blomkvist para adquirir dos pasaportes a través de los oscuros contactos de la red internacional de Plague.
Se fue inmediatamente a su habitación, cerró la puerta con llave y se desnudó. Se tumbó en la cama y se puso a mirar el techo de la estancia, que costaba mil seiscientas coronas por noche. Se sentía vacía. Ya se había gastado la mitad del dinero que Mikael Blomkvist le había dejado; a pesar de haberle añadido hasta la última corona de sus propios ahorros, su presupuesto era escaso. Dejó de pensar y se durmió casi enseguida.
Se despertó a las cinco y pico de la mañana. Lo primero que hizo fue ducharse y dedicar un buen rato a ocultar el tatuaje del cuello con una espesa capa de base de maquillaje y unos polvos en los bordes. El segundo punto de su lista era reservar hora para las seis y media de la mañana en el salón de belleza de un hotel considerablemente más caro. Se compró otra peluca rubia, ésta con un corte a lo paje; luego le hicieron la manicura y le pusieron unas uñas postizas rojas encima de sus mordidos muñones, así como pestañas postizas, más polvos, colorete y finalmente carmín y otros potingues. Total: más de ocho mil coronas.
Pagó con una tarjeta de crédito a nombre de Monica Sholes y presentó un pasaporte inglés para identificarse.
La próxima parada era el Camille's House of Fashion, a ciento cincuenta metros más abajo en la misma calle. Salió al cabo de una hora llevando botas y medias negras, una falda de color arena con una blusa a juego, una chaqueta corta y una boina. Todo de marca. Se lo había dejado elegir al vendedor. También se llevó un exclusivo maletín de cuero y una pequeña maleta Samsonite. Para coronar la obra, unos discretos pendientes y una sencilla cadena de oro alrededor del cuello. Le hicieron un cargo de cuarenta y cuatro mil coronas en la tarjeta de crédito.
Además, por primera vez en su vida, Lisbeth Salander lucía un pecho que, al contemplarse en el espejo de la puerta, la dejó sin aliento. Aquel pecho era igual de falso que la identidad de Monica Sholes. Estaba hecho de látex y lo había adquirido en una tienda de Copenhague donde hacían sus compras los travestís.
Ya estaba preparada para entrar en combate.
Poco después de las nueve, caminó dos manzanas hasta el prestigioso hotel Zimmertal, donde tenía una habitación reservada a nombre de Monica Sholes. Le dio el equivalente a cien coronas de propina al chico que le subió la nueva maleta, la cual contenía su bolsa de viaje. La suite era pequeña y sólo costaba veintidós mil coronas por día. Había reservado una noche. Tras quedarse sola, echó un vistazo a su alrededor. Desde la ventana disfrutaba de una fantástica vista sobre Zurich See, cosa que no le interesaba lo más mínimo. En cambio, pasó cinco minutos delante de un espejo contemplándose a sí misma con unos ojos como platos. Estaba viendo a una persona completamente extraña. La rubia Monica Sholes, de generoso pecho y melena de paje, llevaba más maquillaje del que usaba Lisbeth en un mes. Tenía un aspecto... diferente.
A las nueve y media pudo, por fin, desayunar en el bar del hotel: dos tazas de café y un bagel con mermelada. Coste: doscientas diez coronas. Are these people nuts?


Poco antes de las diez, Monica Sholes dejó la taza de café, abrió su móvil y marcó un número que la conectó con un módem ubicado en Hawaii. A los tres tonos, sonó la señal de conexión. El módem se inició. Monica Sholes contestó introduciendo un código de seis cifras en su móvil y envió un mensaje que daba la orden de poner en marcha un programa que Lisbeth Salander había diseñado especialmente para ese fin.
El programa dio señales de vida en Honolulú, en una página web anónima de un servidor que pertenecía formalmente a la universidad. Era sencillo. Su única función consistía en enviar instrucciones para activar otro programa en otro servidor; en este caso, una página web normal y corriente que ofrecía servicios de Internet en Holanda. El objetivo era buscar el espejo del disco duro de Hans-Erik Wennerström, y asumir el comando sobre el programa que informaba del contenido de sus más de tres mil cuentas bancarias en todo el mundo.
Sólo le interesaba una en concreto. Lisbeth Salander había notado que Wennerström la consultaba un par de veces por semana. Si él encendiera su ordenador y entrara precisamente en ese archivo, todo tendría un aspecto perfectamente normal. El programa presentaría pequeños cambios esperables, calculados según los movimientos habituales producidos en la cuenta durante los últimos seis meses. Si durante las próximas cuarenta y ocho horas Wennerström diera una orden de pago o transferencia, el programa le informaría de que su petición se había realizado. En realidad, el movimiento sólo se habría hecho en el espejo del disco duro que estaba en Holanda.
Monica Sholes apagó el móvil en el momento en que escuchó cuatro breves tonos confirmando que el programa estaba en marcha.


Abandonó el Zimmertal y se dirigió al Bank Hauser General, justo enfrente, donde había concertado una cita con un tal Wagner, el director, a las diez de la mañana. Llegó tres minutos antes, tiempo que dedicó a posar delante de la cámara de vigilancia, que le sacó una foto al pasar a la zona de despachos para consultas más privadas y discretas.
—Necesito ayuda con una serie de transacciones —dijo Monica Sholes en un impecable inglés de Oxford. Al abrir su maletín dejó caer, como por casualidad, un bolígrafo publicitario que revelaba que se alojaba en el hotel Zimmertal y que el director Wagner recogió educadamente. Ella le dedicó una picara sonrisa y escribió el número de la cuenta en el cuaderno de la mesa que tenía enfrente.
El director Wagner le echó una mirada y le colocó la etiqueta de «hija consentida de quién sabe quién».
—Se trata de una serie de cuentas en el Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán. Transferencia automática contra códigos de clearing en secuencia.
Fräulein Sholes: imagino que ha traído todos los códigos de clearing —dijo él.
Aber natürlich —contestó ella con un acento tan fuerte que resultó evidente que tenía un pésimo alemán de colegio.
Empezó a recitar series de números de dieciséis cifras sin servirse, ni una sola vez, de ningún papel. El director Wagner se dio cuenta de que iba a ser una mañana laboriosa, pero por el cuatro por ciento de comisión en las transferencias estaba dispuesto a saltarse la comida.
Tardaron más de lo que ella había calculado. Hasta poco después de las doce, con algo de retraso según el horario previsto, Monica Sholes no dejó el Bank Hauser General. Volvió al hotel Zimmertal andando. Se dejó ver por la recepción antes de subir a su habitación para quitarse la ropa que acababa de comprar. Continuó con el pecho de látex puesto, pero sustituyó la peluca de paje por el largo pelo rubio de Irene Nesser. Se vistió con ropa más cómoda: botas con tacones muy altos, pantalones negros, un sencillo jersey y una clásica cazadora de cuero negro comprada en el Malungsboden de Estocolmo. Se examinó detenidamente ante el espejo. No presentaba, en absoluto, un aspecto desaliñado, pero tampoco era ya una rica heredera. Antes de que Irene Nesser abandonara la habitación, seleccionó unas cuantas obligaciones y las guardó en una fina carpeta.
A la una y cinco, con unos pocos minutos de retraso, entró en el Bank Dorffmann, situado a unos setenta metros del Bank Hauser General. Irene Nesser tenía concertada una reunión con un tal Hasselmann, que era el director. Ella pidió disculpas por su retraso. Hablaba un impecable alemán, aunque con acento noruego.
—No se preocupe, Fräulein —contestó el director Hasselmann—. ¿En qué puedo serle útil?
—Quiero abrir una cuenta. Tengo unas obligaciones que me gustaría convertir.
Irene Nesser colocó la carpeta sobre la mesa.
El director Hasselmann hojeó el contenido, primero con rapidez. luego más despacio. Arqueó una ceja y sonrió cortésmente.
Abrió cinco cuentas que podría manejar a través de Internet y que tenían como titular a una empresa buzón anónima de Gibraltar que un agente local le había montado por cincuenta mil de las coronas que Mikael Blomkvist le prestó. Convirtió cincuenta obligaciones en dinero que ingresó en esas cuentas. Cada obligación valía un millón de coronas.


Su gestión en el Bank Dorffmann se prolongó tanto que se retrasó aún más en el horario. Le resultó imposible terminar sus últimas transacciones antes de que los bancos cerraran. Por eso, Irene Nesser regresó al hotel Matterhorn, donde se dejó ver durante una hora para que advirtieran su presencia. Sin embargo, le dolía la cabeza y se retiró pronto. Compró aspirinas en la recepción, pidió que la despertaran a las ocho de la mañana y subió a la habitación.
Eran casi las cinco y todos los bancos europeos habían cerrado. En cambio, los del continente americano estaban abiertos. Encendió su PowerBook y se conectó a la red a través de su móvil. Tardó una hora en vaciar las cuentas que acababa de abrir en el Bank Dorffmann.
Dividió el dinero en pequeñas cantidades y lo usó para pagar supuestas facturas de un gran número de empresas ficticias distribuidas por todo el mundo. Por curioso que pueda parecer, al final todo ese capital acabó siendo transferido al Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán, pero esta vez a una cuenta completamente distinta a aquellas de las que había salido esa misma mañana.
Irene Nesser consideró esta primera parte del dinero asegurada y prácticamente imposible de rastrear. Efectuó un solo pago de la cuenta; transfirió poco más de un millón de coronas a una cuenta conectada a una tarjeta de crédito que llevaba en su cartera. El titular: una sociedad anónima llamada Wasp Enterprises, registrada en Gibraltar.


Unos minutos más tarde una chica rubia con melena a lo paje abandonó Matterhorn a través de una de las puertas laterales del bar. Monica Sholes se fue andando hasta el hotel Zimmertal, saludó cortésmente al recepcionista con un movimiento de cabeza y subió en ascensor a su habitación.
Luego se tomó su tiempo para ponerse el uniforme de batalla de Monica Sholes, retocarse y cubrir el tatuaje con una capa extra de base de maquillaje antes de bajar al restaurante para cenar un plato de pescado absolutamente extraordinario. Pidió una botella de un vino añejo del que no había oído hablar en su vida, pero que costaba mil doscientas coronas. Apenas se tomó una copa; dejó el resto con manifiesto descuido antes de dirigirse al bar. Entregó más de quinientas coronas de propina, lo cual hizo que el personal se fijara en ella.
Pasó tres horas dejándose conquistar por un joven italiano borracho con un apellido aristócrata que no se molestó en recordar. Compartieron dos botellas de champán, de las cuales ella consumió aproximadamente una copa.
A eso de las once, su ebrio admirador se inclinó hacia delante y le tocó el pecho descaradamente. Ella, satisfecha, le puso la mano en la mesa: no parecía haber notado que estaba manoseando látex blando. De vez en cuando eran lo suficientemente ruidosos como para provocar cierta irritación entre los demás clientes. Cuando Monica Sholes, poco antes de la medianoche, advirtió que un vigilante empezaba a lanzarles serias miradas, ayudó a su amigo italiano a subir a su habitación.
Mientras él visitaba el baño, ella le sirvió una última copa de tinto. Sacó un papelito, lo desdobló y le echó en el vino una pastilla machacada de Rohypnol. Tan sólo un minuto después de haber brindado, él se desplomó como un miserable saco encima de la cama. Ella le aflojó el nudo de la corbata, le quitó los zapatos y lo tapó con el edredón. Antes de abandonar la habitación lavó las copas en el baño y las secó.
A la mañana siguiente, a las seis, Monica Sholes desayunó en su habitación. Dejó una generosa propina y se fue del Zimmertal antes de las siete. Previamente dedicó cinco minutos a limpiar las huellas dactilares de las manivelas de las puertas, de los armarios, del váter, del auricular del teléfono y de otros objetos de la habitación que había tocado.
Irene Nesser se fue del Matterhorn a las ocho y media, poco después de que la recepción la despertara. Cogió un taxi y dejó las maletas en una consigna de la estación de tren. Luego dedicó unas horas a visitar nueve bancos privados donde ingresó una parte de las obligaciones de las islas Caimán. A las tres de la tarde ya había convertido un diez por ciento en dinero que ingresó en una treintena de cuentas numeradas. Reunió el resto de las obligaciones y las depositó en la caja fuerte de un banco.
Irene Nesser tendría que hacer algunas visitas más a Zurich, pero eso no le urgía.
A las cuatro y media de la tarde, Irene Nesser cogió un taxi hasta el aeropuerto. Una vez allí se metió en los servicios, cortó en pedazos el pasaporte y la tarjeta de crédito de Monica Sholes y los echó por el retrete. Las tijeras las tiró en una papelera. Después del 11 de septiembre de 2001 no resultaba muy apropiado ir llamando la atención con objetos puntiagudos en el equipaje.
Irene Nesser cogió el vuelo GD 890 de Lufthansa hasta Oslo y luego el autobús a la estación central de la capital, en cuyos lavabos entró para ordenar la ropa. Colocó todos los efectos personales de Monica Sholes —la peluca de corte a lo paje y la ropa de marca— en tres bolsas de plástico que depositó en distintos cubos de basura y en papeleras de la estación de tren. La maleta Samsonite, vacía, la dejó en la taquilla de una consigna que no cerró. La cadena de oro y los pendientes, objetos de diseño que podrían ser rastreados, desaparecieron por un sumidero.
Tras un momento de angustiosa duda, Irene Nesser decidió conservar el pecho postizo de látex.
Luego, viendo que iba muy mal de tiempo, entró en McDonald’s y se zampó a toda prisa una hamburguesa a modo de cena. Mientras comía, transfirió el contenido del exclusivo maletín de cuero a su bolsa de viaje. Al marcharse dejó el maletín vacío debajo de la mesa. Pidió un caffè latte para llevar en un quiosco y se fue corriendo a coger el tren nocturno para Estocolmo. Llegó justo antes de que cerraran las puertas. Tenía reservado un compartimento de coche-cama individual.
Tras echarle el cerrojo a la puerta, sintió cómo, por primera vez en cuarenta y ocho horas, el nivel de adrenalina descendía a su nivel normal. Abrió la ventana y desafió la prohibición de fumar encendiendo un cigarrillo; mientras el tren salía de Oslo, permaneció junto a la ventana fumando y tomándose el café a pequeños sorbos.
Repasó mentalmente su lista para asegurarse de que no había descuidado ningún detalle. Luego frunció el ceño y rebuscó en los bolsillos de la chaqueta. Sacó el bolígrafo del hotel Zimmertal, lo examinó un momento y, acto seguido, lo tiró por la ventana.


Quince minutos más tarde se metió bajo las sábanas y se durmió casi en el acto.

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