Mikael
llegó a Canberra por la tarde y la única alternativa que tuvo fue coger un
vuelo nacional hasta Alice Springs. Luego podía elegir entre fletar un avión o
alquilar un coche para recorrer los restantes cuatrocientos kilómetros hacia el
norte. Optó por esto último.
Cuando
aterrizó en Canberra, una persona desconocida que firmaba con el bíblico nombre
de Joshua y pertenecía a la misteriosa red internacional de Plague, o tal vez
de Trinity, le había dejado un sobre en el mostrador de información del
aeropuerto.
El
número de teléfono que Anita había marcado pertenecía a un sitio llamado
Cochran Farm. Un breve informe le ofrecía más información: se trataba de una
granja de ovejas.
Un
resumen sacado de Internet daba detalles acerca de la industria ovina del país:
Australia tiene 18 millones de
habitantes, de los cuales 53.000 son granjeros de ovejas que crían,
aproximadamente, 120 millones de cabezas. Sólo con la exportación de lana se
facturan al año más de 3.500 millones de dólares. A esto se le suma la
exportación de 700 millones de toneladas de carne de cordero, así como pieles
para la industria textil. La producción de carne y lana constituye una de las
industrias más importantes del país.
Cochran
Farm, fundada en 1891 por un tal Jeremy Cochran, era la quinta empresa agrícola
de Australia, con alrededor de sesenta mil ovejas merinas, cuya lana se
consideraba especialmente valiosa. Aparte de las ovejas, la empresa también se
dedicaba a la cría de vacas, cerdos y gallinas.
Mikael
constató que Cochran Farm constituía una importante empresa con un
impresionante volumen de ventas basado en la exportación, entre otros lugares,
a Estados Unidos, Japón, China y Europa.
Las
biografías personales que se adjuntaban le resultaron aún más fascinantes.
En
1972 una persona llamada Raymond Cochran le dejó en herencia Cochran Farm a un
tal Spencer Cochran, educado en Oxford, Inglaterra. Spencer falleció en 1994 y
desde entonces su viuda llevaba la granja. Ella aparecía en una foto borrosa de
baja definición descargada desde la página web de
Cochran Farm. Mostraba a una mujer rubia de pelo corto que estaba de pie, con
la cara medio tapada, acariciando a una oveja. Según Joshua, la pareja se casó
en Italia en 1971.
Su
nombre era Anita Cochran.
Mikael
pasó la noche en un pueblo de mala muerte que llevaba el esperanzador nombre de
Wannado. En el único bar existente en aquel árido rincón del mundo comió asado
de cordero y se tomó tres pintas de cerveza con unas glorias locales que le
llamaban mate y
que hablaban inglés con un curioso acento. Se sentía como si hubiese entrado en
el rodaje de Cocodrilo Dundee.
Por
la noche, antes de acostarse, telefoneó a Erika Berger a Nueva York.
—Lo
siento, Ricky, he estado tan ocupado que no he tenido tiempo de llamarte.
—¿Qué
diablos ocurre en Hedestad? —explotó ella—. Christer me ha telefoneado para
contarme que Martin ha muerto en un accidente de coche.
—Es
una historia muy larga.
—¿Y
por qué no coges el móvil? Llevo días llamándote como una loca.
—Aquí
no hay cobertura.
—¿Dónde
estás?
—Ahora
mismo a unos doscientos kilómetros al norte de Alice Springs. O sea, en
Australia.
Mikael
raras veces conseguía sorprender a Erika. Esta vez ella permaneció callada
durante más de diez segundos.
—¿Y
qué haces en Australia? Si se puede saber, claro...
—Estoy
terminando el trabajo. Volveré a Suecia dentro de unos días. Sólo quería
contarte que me falta poco para cumplir la misión que me encargó Henrik Vanger.
—¿Quieres
decir que has averiguado lo que pasó con Harriet?
—Creo
que sí.
Llegó a
Cochran Farm alrededor de las doce del día siguiente, y lo único que pudo
averiguar fue que Anita Cochran se encontraba en una zona de producción situada
en un lugar llamado Makawaka, a unos ciento veinte kilómetros al oeste.
Eran
ya las cuatro de la tarde cuando Mikael, finalmente, consiguió llegar tras
haberse abierto camino por innumerables carreteras secundarias. Detuvo el coche
junto a una verja, donde un grupo de granjeros descansaban tomando café en
torno al capó de un jeep. Mikael se bajó del coche, se presentó
y les dijo que andaba buscando a Anita Cochran. Ellos miraron de reojo a un
musculoso hombre de unos treinta años que, al parecer, era el que mandaba.
Mostraba un torso desnudo muy bronceado excepto allí donde la camiseta le había
protegido del sol. En la cabeza llevaba un sombrero de vaquero.
—Well,
mate, la jefa está a unos diez kilómetros en esa dirección —dijo, señalando
con el dedo pulgar.
Le
echó una mirada escéptica al coche de Mikael y añadió que, probablemente, no
sería muy buena idea continuar el camino en un coche japonés de juguete. Al
final, el bronceado y atlético hombre dijo que como él iba hacia allá, podría
llevar a Mikael en su jeep, el medio de transporte más adecuado
para ese accidentado terreno. Mikael le dio las gracias y se llevó consigo su
ordenador portátil.
El hombre
se presentó como Jeff y contó que era Studs Manager at the Station. Mikael pidió que se lo tradujera.
Jeff observó de reojo a Mikael y concluyó que no debía ser de por allí. Le
explicó que Studs Manager equivaldría
más o menos al jefe de la caja de un banco, aunque él gestionaba ovejas, y que Station era
la palabra australiana para rancho.
Siguieron
hablando mientras Jeff, de muy buen humor, conducía el jeep a
veinte kilómetros por hora bajando por un barranco que tenía una inclinación
lateral de veinte grados. Mikael le dio las gracias a su estrella de la suerte
por no haber intentado llevar su coche alquilado. Le preguntó qué había abajo
del todo y se enteró de que eran unos pastos para setecientas ovejas.
—Tengo
entendido que Cochran Farm es una de las granjas más grandes que hay por aquí.
—Somos
una de las más grandes de Australia —contestó Jeff no sin cierto orgullo en la
voz—. Aquí, en el distrito de Makawaka, contamos con unas nueve mil ovejas más
o menos, pero tenemos Stations tanto
en Nueva Gales del Sur como en Australia Occidental. En total poseemos más de
sesenta y tres mil cabezas.
Salieron
del barranco para entrar en un paisaje montañoso, aunque algo menos
accidentado. De repente, Mikael oyó unos disparos. Vio cadáveres de ovejas,
grandes hogueras y una docena de trabajadores. Todos parecían llevar escopetas
en la mano. Evidentemente, se dedicaban a la matanza de ovejas.
Sin
querer, le vinieron a la mente los corderos del sacrificio bíblico.
Luego
vio a una mujer en vaqueros, con camisa a cuadros rojos y blancos, y el pelo
rubio y corto. Jeff aparcó a unos pocos metros de ella.
—Hi
boss. We got a tourist —dijo.
Mikael
bajó del jeep y
la miró. Ella le devolvió la mirada con ojos inquisitivos.
—Hola,
Harriet. Ha pasado mucho tiempo desde que nos vimos la última vez —dijo Mikael
en sueco.
Ninguno
de los hombres que trabajaban para Anita Cochran entendieron las palabras de
Mikael, pero a nadie se le escapó la reacción de la mujer. Ella dio un paso
hacia atrás con cara aterrorizada. Los hombres de Anita Cochran mostraron una
actitud protectora hacia ella. Al advertir la reacción de su jefa, borraron la
sonrisa de sus rostros y se pusieron en guardia, prestos a intervenir contra el
extraño forastero, quien, obviamente, le había causado cierta incomodidad a su
jefa. De pronto, Jeff borró la amabilidad de su rostro y se acercó un paso más
a Mikael.
Mikael
era consciente de que se hallaba en un barranco inaccesible en la otra punta
del mundo, rodeado por una cuadrilla de sudorosos criadores de ovejas con
escopetas en las manos. Una palabra de Anita Cochran y lo coserían a balazos.
El
momento de tensión se disipó. Harriet Vanger les hizo una seña apaciguadora y
los hombres retrocedieron. Se acercó a Mikael y, con la cara sucia y empapada
de sudor, le miró a los ojos. Mikael advirtió que su pelo rubio escondía unas
raíces más oscuras. Había envejecido y tenía la cara más delgada, pero se había
convertido en la bella mujer que prometía la foto de su primera comunión.
—¿Nos
conocemos? —preguntó Harriet Vanger.
—Sí.
Me llamo Mikael Blomkvist. Fuiste mi canguro durante un verano, cuando yo tenía
tres años. Tú tendrías doce o trece.
Transcurrieron
unos segundos hasta que su mirada se aclaró y Mikael vio que se acordaba de él.
Parecía asombrada.
—¿Qué
quieres?
—Harriet,
no soy tu enemigo. No estoy aquí para hacerte daño. Pero tenemos que hablar.
Ella
se volvió hacia Jeff, le dijo que se quedara al mando y le hizo señas a Mikael
para que la acompañara. Caminaron unos doscientos metros hasta un grupo de
blancas tiendas de lona instaladas en una pequeña arboleda. Señaló una silla
plegable que había junto a una desvencijada mesa, echó agua en una palangana y
se lavó la cara antes de entrar para cambiarse de camisa. Fue a buscar dos
cervezas a una nevera portátil y se sentó frente a Mikael.
—Tú
dirás...
—¿Por
qué estáis matando a las ovejas?
—Tenemos
una epidemia contagiosa. Tal vez la mayoría de ellas esté sana, pero no podemos
arriesgarnos a que se propague la epidemia. Vamos a tener que sacrificar a más
de seiscientas durante la próxima semana. Así que no estoy de muy buen humor.
Mikael
asintió con la cabeza.
—Tu
hermano se mató en un accidente de coche hace unos días.
—Ya
me he enterado.
—Gracias
a la llamada de Anita Vanger.
Le
observó inquisitivamente durante un buen rato. Luego asintió con la cabeza.
Comprendió que no tenía sentido negar la evidencia.
—¿Cómo
me has encontrado?
—Pinchamos
el teléfono de Anita. —Mikael tampoco le encontró sentido a no decir la
verdad—. Estuve con tu hermano unos minutos antes de que muriera.
Harriet
Vanger frunció el ceño. Sus miradas se cruzaron. Luego él se quitó aquel
ridículo pañuelo que llevaba, se bajó el cuello de la camisa y le enseñó la
marca dejada por la soga. Estaba roja e inflamada y probablemente le dejaría de
por vida una cicatriz como recuerdo de Martin Vanger.
—Tu
hermano me había colgado de una soga cuando mi compañera apareció y le dio una
buena paliza.
Un
destello apareció en los ojos de Harriet.
—Creo
que es mejor que me cuentes la historia desde el principio.
Le llevó
más de una hora. Mikael empezó contando quién era y a qué se dedicaba.
Describió cómo Henrik Vanger le había encargado el trabajo y por qué le
convenía pasar una temporada en Hedeby. Resumió los motivos del estancamiento
de la investigación policial y habló de cómo Henrik, durante todos esos años,
había realizado otra por su cuenta, convencido de que alguien de la familia
mató a Harriet. Encendió su ordenador y le explicó cómo encontró las fotos de
Järnvägsgatan, y cómo él y Lisbeth empezaron a seguir el rastro de un asesino
en serie que resultaron ser dos personas.
Anocheció
mientras hablaba. Los hombres se prepararon para la noche; encendieron unos
cuantos fuegos y pusieron ollas a hervir. Mikael advirtió que Jeff permanecía
cerca de su jefa en todo momento, mirando desconfiadamente a Mikael. El
cocinero les sirvió la comida. Abrieron otra cerveza. Cuando Mikael acabó de
contar su historia, Harriet se quedó un rato en silencio.
—Dios
mío —dijo de pronto.
—Pasaste
por alto el asesinato de Uppsala.
—Ni
siquiera lo descubrí. Estaba tan contenta por la muerte de mi padre y porque la
violencia se había acabado que... Nunca se me ocurrió que Martin... —Se calló—.
Me alegro de que esté muerto.
—Te
entiendo.
—Pero
tu historia no explica cómo comprendisteis que yo seguía viva.
—Una
vez dedujimos lo que ocurrió, no resultó muy difícil sacar la conclusión del
resto. Para poder desaparecer necesitabas ayuda. Anita Vanger era tu confidente
y realmente la única opción lógica. Os habíais hecho amigas y ella pasó el
verano contigo. Os alojasteis en la cabaña de Gottfried. Si confiabas en
alguien, tenía que ser en ella; además, ella acababa de sacarse el carné de
conducir.
Harriet
Vanger lo observó sin inmutarse.
—Y
ahora que sabes que estoy viva, ¿qué vas a hacer?
—Se
lo contaré a Henrik. Merece saberlo.
—¿Y
luego? Eres periodista.
—Harriet,
no voy a descubrirte. Ya he cometido tantas negligencias profesionales en todo
este lío que, sin duda, la Asociación de Periodistas me echaría de sus filas si
se enterara. Una falta más o menos no importa, y no quiero enfadar a mi vieja
canguro —dijo, intentando bromear.
Ella
no le encontró la gracia.
—¿Quiénes
saben la verdad?
—¿De
que estás viva? Ahora mismo sólo tú, yo, Anita y mi compañera Lisbeth. Dirch
Frode estará enterado de unos dos tercios de la historia, pero todavía cree que
moriste en los años sesenta.
Harriet
Vanger pareció reflexionar sobre algo. Dirigió la mirada a la oscuridad. De
nuevo Mikael tuvo la desagradable sensación de encontrarse en una situación de
peligro, y se acordó de que Harriet Vanger tenía una escopeta, a medio metro de
ella, apoyada contra la lona de la tienda. Luego sacudió la cabeza y dejó de
imaginarse cosas. Cambió de tema.
—Pero
¿cómo has acabado como criadora de ovejas en Australia? Imagino que Anita
Vanger te sacó de la isla de Hedeby cuando abrieron el puente un día después
del accidente; quizá te escondieras en el maletero de su coche.
—La
verdad es que sólo estuve tumbada en el suelo del asiento trasero con una manta
encima. Pero nadie miró allí. En cuanto Anita llegó a la isla fui a verla y le
conté que tenía que huir. Has acertado en eso de que yo confiaba en ella. Me
ayudó. Y se ha mantenido como una leal amiga durante todos estos años.
—¿Cómo
viniste a parar a Australia?
—Al
principio, antes de abandonar Suecia, me alojé un par de semanas en la
habitación de la residencia de estudiantes de Anita, en Estocolmo. Ella tenía
dinero y me lo prestó generosamente. También me dejó su pasaporte. Nos
parecíamos mucho y lo único que yo debía hacer era teñirme el pelo de rubio.
Durante cuatro años viví en un monasterio de Italia. No es que me metiera a
monja; existen monasterios donde uno puede alquilar habitaciones baratas
simplemente para estar en paz y pensar. Luego conocí a Spencer Cochran por casualidad.
Era unos cuantos años mayor que yo, acababa de terminar sus estudios en
Inglaterra y estaba viajando por Europa. Me enamoré. Él también. Fue así de
simple. Anita Vanger se casó con él en 1971. Nunca me he arrepentido. Era un
hombre maravilloso. Desgraciadamente, murió hace ocho años y de repente me
convertí en la dueña de la granja.
—Pero
¿y el pasaporte? ¿Nadie descubrió que había dos Anitas Vanger?
—No,
¿por qué? Una sueca que se llama Anita Vanger y está casada con Spencer
Cochran... Poco importa si vive en Londres o Australia. En Londres es la esposa
separada de Spencer Cochran. En Australia es la auténtica esposa, la que
realmente se casó con él. Nadie compara los registros informáticos de Canberra
con los de Londres. Además, pronto tuve un pasaporte australiano con el
apellido Cochran. El engaño funcionó perfectamente. La historia sólo se habría
estropeado si Anita se hubiera querido casar. Mi matrimonio consta en el
registro civil sueco.
—Algo
que ella nunca ha hecho.
—Dice
que no ha conocido a nadie. Pero yo sé que ha renunciado por mí. Es una amiga
de verdad.
—¿Qué
hacía en tu habitación?
—Aquel
día yo no actué de manera muy racional. Tenía miedo de Martin, pero mientras él
estuviera en Uppsala el problema quedaba aparcado. Luego apareció allí, en esa
calle de Hedestad, y me di cuenta de que nunca jamás viviría segura. Dudé entre
contárselo a Henrik y huir. Como Henrik no tenía tiempo para escucharme me puse
a dar vueltas por todo el pueblo sin saber qué hacer. Entiendo, naturalmente,
que aquel accidente acaparara la atención de todo el mundo, pero no la mía.
Tenía mis propios problemas y apenas me enteré de la tragedia. Todo me
resultaba irreal. Y me crucé con Anita, que vivía en la pequeña casa de
invitados del jardín de Gerda y Alexander. Fue entonces cuando me decidí y le
pedí que me ayudara. Me quedé en su casa todo el tiempo sin atreverme a salir.
Pero había una cosa que debía llevarme: el diario en el que tenía apuntado lo
ocurrido hasta ese momento; además, necesitaba un poco de ropa. Anita fue a
buscármelo todo.
—Supongo
que no podría resistir la tentación de abrir la ventana para mirar el lugar del
accidente. —Mikael reflexionó un instante—. Lo que no entiendo es por qué no
acudiste a Henrik, tal y como tenías pensado.
—¿Tú
qué crees?
—La
verdad es que no lo sé. Estoy convencido de que Henrik te habría ayudado; se
habría encargado en el acto de que Martin no le hiciera daño a nadie más y,
claro está, no te habría puesto en evidencia. Lo habría llevado todo
discretamente con algún tipo de terapia o tratamiento.
—No
has entendido lo que ocurrió.
Hasta
ese momento, Mikael sólo se había referido a los abusos sexuales que Gottfried
cometió con Martin, dejando en el aire lo sucedido con Harriet.
—Gottfried
abusó de Martin —dijo Mikael cuidadosamente—. Sospecho que también abusó de ti.
Harriet
Vanger no movió ni un solo músculo. Luego inspiró profundamente y se ocultó el
rostro con las manos. Jeff no tardó ni tres segundos en acercarse para
preguntarle si todo estaba all right. Harriet Vanger lo miró y le mostró
una tímida sonrisa. Luego Mikael se sorprendió cuando ella se levantó y le dio
a su Studs Manager un
abrazo y un beso en la mejilla. Harriet se volvió hacia Mikael rodeando con el
brazo el hombro de Jeff.
—Jeff,
éste es Mikael, un viejo... amigo del pasado. Ha venido a traer problemas y
malas noticias, pero no vamos a matar al mensajero. Mikael, éste es Jeff
Cochran. Mi hijo mayor. Tengo otro hijo y una hija.
Mikael
lo saludó con un movimiento de cabeza. Jeff tendría unos treinta años; Harriet
Vanger debía de haberse quedado embarazada muy poco tiempo después de casarse
con Spencer Cochran. Mikael se levantó, le tendió la mano y se disculpó por
haber alterado a su madre, algo que, desgraciadamente, había resultado
inevitable. Harriet intercambió unas palabras con Jeff y luego le dijo que se
fuera. Volvió a sentarse junto a Mikael con aspecto de haber tomado una
decisión.
—No
más mentiras. Supongo que ya ha terminado todo. En cierto sentido llevo
esperando este día desde 1966. Durante muchos años mi gran terror ha sido que
alguien como tú se acercara y me llamara por mi verdadero nombre. Y, ¿sabes?,
de repente me trae sin cuidado. Mi crimen ha prescrito. Y me importa una mierda
lo que la gente piense de mí.
—¿Crimen?
—preguntó Mikael.
Ella
lo miró fijamente a los ojos, pero, aun así, él no pareció entender de qué
estaba hablando.
—Tenía
dieciséis años. Tenía miedo. Estaba avergonzada. Desesperada. Estaba sola. Los
únicos que conocían la verdad eran Anita y Martin. A Anita le había contado lo
de los abusos sexuales, pero no fui capaz de decirle que, además, mi padre era
un loco asesino de mujeres. Eso Anita no lo sabe. En cambio, le confesé el
crimen que yo misma cometí; un crimen tan terrible que, a la hora de la verdad,
no me atreví a contárselo a Henrik. Recé a Dios para que me perdonara. Y me
refugié en aquel monasterio durante años.
—Harriet,
tu padre era un violador y un asesino. Tú no tenías ninguna culpa.
—Ya
lo sé. Mi padre abusó de mí durante un año. Hice todo lo que estuvo en mis
manos para evitar que... pero era mi padre y no podía negarme de repente a
tener nada que ver con él sin explicar por qué. Así que mostré mi mejor
sonrisa, interpreté mi papel e intenté dar la sensación de que todo estaba
bien; pero me aseguraba de que siempre hubiera más gente cerca cada vez que lo
veía. Mi madre sabía lo que él hacía, claro, pero a ella no le importaba.
—¿Isabella
lo sabía? —exclamó Mikael con estupefacción.
La
voz de Harriet Vanger adquirió un tono severo.
—Claro
que lo sabía. Nada de lo que pasaba en nuestra familia era ignorado por
Isabella. Pero no se daba por enterada si se trataba de alguna cosa
desagradable o que ofreciera una mala imagen de su persona. Mi padre podría
haberme violado en medio del salón ante sus propios ojos sin que ella lo
reconociera. Era incapaz de admitir que algo no iba bien en mi vida o en la
suya.
—La
he conocido. Es una bruja.
—Y
lo ha sido toda su vida. A menudo he reflexionado sobre la relación entre ella
y mi padre. He llegado a la conclusión de que, después de mi nacimiento, nunca,
o muy raramente, mantuvieron relaciones sexuales. Mi padre tenía otras mujeres,
pero, por alguna extraña razón, Isabella le daba miedo. Se distanció de ella,
pero fue incapaz de divorciarse.
—En
la familia Vanger nadie se divorcia.
Ella
se rio por primera vez.
—Sí,
es verdad. Pero el tema es que yo era incapaz de contar todo aquello. Todo el
mundo se enteraría. Mis compañeros de clase, toda la familia...
Mikael
puso una mano sobre la de ella.
—Harriet,
lo siento de verdad.
—Yo
tenía catorce años cuando me violó por primera vez. Y durante el año siguiente
me llevó a su cabaña. En varias ocasiones Martin estuvo presente. Mi padre nos
forzaba a mí y a Martin a hacer cosas con él. Y me sujetaba los brazos para que
Martin pudiera... satisfacerse encima de mí. Cuando mi padre murió, Martin ya
estaba preparado para tomar el relevo. Esperaba que yo me convirtiera en su
amante, y consideraba natural que yo me sometiera a él. Y a esas alturas yo ya
no tenía elección. Estaba obligada a obedecerle. Me había deshecho de un
verdugo sólo para acabar en las garras de otro, y todo lo que podía hacer era
asegurarme de que nunca surgiese una ocasión en la que me encontrara a solas
con él.
—Henrik
habría...
—Sigues
sin entenderlo.
Ella
elevó la voz. Mikael vio que algunos de los hombres de las tiendas contiguas lo
miraron de reojo. Volvió a bajar la voz y se inclinó hacia él.
—Todas
las cartas están sobre la mesa. Tienes que deducir el resto.
Se
levantó y fue a por otras dos cervezas. Al volver, Mikael le dijo una sola
palabra.
—¿Gottfried?
Ella
asintió con la cabeza.
—El
7 de agosto de 1965 mi padre me obligó a ir a su cabaña. Henrik se había ido de
viaje. Mi padre estaba borracho, al borde del coma etílico. Intentó forzarme,
pero ni siquiera se le levantó. Siempre se mostraba... grosero y violento hacia
mí cuando nos encontrábamos a solas, pero esta vez se pasó de la raya. Se me
orinó encima. Luego me dijo lo que quería hacer conmigo. Durante la noche me
habló de las mujeres que había asesinado. Empezó a alardear de ello. Citó la Biblia.
Siguió durante horas. No entendía ni la mitad de lo que decía pero me di cuenta
de que estaba completamente enfermo. —Ella tomó un trago de cerveza—. En un
momento dado, a eso de la medianoche, le dio un arrebato. Se volvió
completamente loco. Nos hallábamos arriba, en el loft. Me puso una camiseta alrededor del
cuello y apretó todo lo que pudo. Se me nubló la vista. No me cabe la menor
duda de que realmente me quería matar y aquella noche, por primera vez,
consiguió consumar la violación.
Harriet
Vanger miró a Mikael con ojos suplicantes.
—Pero
su borrachera era tal que, no sé cómo, conseguí escapar. Salté del loft al
suelo y hui presa del pánico. Estaba desnuda y, sin pensármelo dos veces, eché
a correr y acabé en el embarcadero. Él venía detrás, haciendo eses,
persiguiéndome.
De
repente, Mikael deseó que ella no le contara nada más.
—Fui
lo suficientemente fuerte como para empujar a un viejo borracho al agua. Usé un
remo para mantenerlo bajo la superficie hasta que dejó de moverse. Sólo fue
cuestión de unos pocos segundos. —Harriet hizo una pausa y el silencio resultó
ensordecedor—. Cuando levanté la vista, allí estaba Martin. Parecía
aterrorizado, pero a la vez sonreía burlonamente. No sé cuánto tiempo llevaba
allí, fuera de la cabaña, espiándonos. Desde aquel momento me encontré a merced
de su voluntad. Se acercó a mí, me cogió del pelo y me llevó de nuevo a la
cabaña y a la cama de Gottfried. Me ató y me violó mientras nuestro padre
seguía flotando en el agua, junto al embarcadero. Ni siquiera tuve fuerzas
parar oponer resistencia.
Mikael
cerró los ojos. De pronto sintió vergüenza y deseó haber dejado a Harriet
Vanger en paz. Pero la voz de ella recobró la energía.
—Desde
aquel día yo estuve bajo su poder. Obedecía a todas sus órdenes. Como
paralizada. Lo que me salvó de la locura fue que a Isabella se le ocurriera que
Martin necesitaba un cambio de aires después del trágico fallecimiento de su
padre. Y lo mandó a Uppsala, evidentemente porque sabía lo que Martin hacía
conmigo. Fue su manera de resolver el problema. Imagínate la decepción de
Martin.
Mikael
asintió.
—Durante
el siguiente año Martin sólo vino a casa por Navidad, de modo que conseguí
apartarme bastante de él. Entre Navidad y Año Nuevo acompañé unos días a Henrik
en un viaje a Copenhague. Y cuando llegaron las vacaciones de verano, recurrí a
Anita. Confié en ella; se quedó conmigo todo el tiempo y se aseguró de que
Martin no se acercara a mí.
—Le
descubriste en Järnvägsgatan.
Ella
asintió con la cabeza.
—Me
habían dicho que no iba a acudir a la reunión familiar, sino que se quedaría en
Uppsala. Pero, al parecer, cambió de opinión y, de repente, allí estaba, al
otro lado de la calle, mirándome fijamente. Con una sonrisa en los labios. Fue
como una pesadilla. Yo había matado a mi padre y me di cuenta de que nunca me
libraría de mi hermano. Hasta ese mismo momento había pensado en quitarme la
vida. Finalmente opté por huir.
Harriet
observó a Mikael con cierta felicidad en la mirada.
—La
verdad es que me ha sentado bien contar la verdad. Ahora ya lo sabes todo. ¿Qué
piensas hacer con esa información?Volver a Capítulos
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